16. Nochevieja

No había tiempo para explicaciones; no había tiempo para que Kate le preguntase a Rafe cómo la había encontrado o se había hecho pasar por Rourke. No había tiempo para preguntarle por qué había ido a buscarla. Una vez que desapareció el efecto del conjuro de alteración que le había dado la apariencia del gigantesco y calvo irlandés, Rafe la cogió de la mano y echaron a correr juntos escaleras arriba hasta salir por una puerta al frío exterior del tejado.

El aire nocturno se llevó los últimos restos del aturdimiento de Kate, y fue entonces, mientras contemplaba la nieve, con la mano del chico todavía en la suya, cuando la muchacha tuvo un solo momento de vacilación.

—Kate, ¿qué tienes? —quiso saber Rafe—. ¿Qué pasa?

¿Qué podía decirle? ¿Que acababa de enterarse de que Magnus el Siniestro, su enemigo, no era un solo hombre sino muchos? ¿Cómo le iba a explicar que el nuevo Magnus el Siniestro iba a ser elegido esa noche y que él, el mismo chico que en ese momento la rescataba, era el primero de la lista?

—¡Tenemos que irnos!

Y dejó que él la arrastrase.

Cuando llegaron al muro bajo que delimitaba el borde de la mansión de los imps, Kate vio que el tejado de la casa adyacente se encontraba un piso más abajo. Quiso echarse atrás, pero Rafe la sujetó por la cintura y saltó con ella. Ambos se precipitaron en el abismo y aterrizaron en una gruesa capa de nieve. Rafe se levantó de un salto, ayudó a Kate a ponerse en pie y echaron a correr una vez más. La nieve era alta y densa, y a Kate le resultaba incómodo moverse con las botas y el vestido nuevo, pero Rafe no dejaba de empujarla a seguir, saltando los muros bajos que separaban las casas, avanzando en zigzag entre las chimeneas y los jardines cubiertos de nieve. Se hallaban en mitad de la manzana cuando Kate echó un vistazo atrás y vio las siluetas oscuras de cuatro imps que los perseguían.

—Nos están…

—¡Lo sé! —dijo Rafe—. Sigue corriendo.

Kate vio el final de la manzana ante sí, y más allá el ancho hueco de la avenida. La nieve húmeda se le adhería a las piernas y al vestido. Entonces oyó las fuertes pisadas de los imps acercándose por detrás.

—¡Allí! —gritó Rafe.

Kate miró en la dirección que él señalaba, delante y a la izquierda, y vio la larga serpiente oscura del tren elevado. Las vías corrían a lo largo de la avenida, justo por debajo de las azoteas de las casas. El tren estaría a su altura en cuestión de segundos, y Kate comprendió entonces lo que Rafe pretendía hacer. Pero era imposible; no había forma…

—¡Date prisa! —chilló Rafe.

Los primeros vagones cubiertos de nieve pasaban ya traqueteando por su lado.

—¡No podemos! ¡Va demasiado deprisa! Es…

—¡Salta ya!

Entonces llegaron al final de la manzana. No había ningún otro lugar al que ir. Kate oyó la voz áspera de un imp junto a su hombro y saltó tras agarrar a Rafe de la mano.

La distancia era mayor de lo que ella creía, al menos dos metros y medio entre el borde del edificio y el tren. Por un momento permanecieron inmóviles en el aire. Kate vio el tren que avanzaba bajo sus pies y temió que aterrizasen entre dos vagones, cayesen a las vías y fuesen aplastados. En cambio, fueron a parar al centro mismo del techo de un vagón. Al instante los pies de Kate resbalaron en la nieve y la mano de Rafe se separó bruscamente de la suya. La muchacha aterrizó sobre la cadera, su impulso la arrastró hacia delante y, antes de asimilar lo que estaba ocurriendo, resbaló por encima de un costado del tren. Se agarró como pudo a una reja y quedó colgada del tren a trece metros de altura, mientras este recorría la avenida a toda velocidad.

Oyó un fuerte impacto contra el techo del tren y supo que al menos un imp había conseguido saltar. Se dijo que debía hacer algo, como por ejemplo subir y entrar por una ventana, cualquier cosa salvo quedarse allí colgada. Justo entonces el tren dio una sacudida al tomar una curva, una de las manos de Kate resbaló y la chica se balanceó. Ahora colgaba de cuatro dedos. Vio la calle bajo sus pies, los carruajes, los caballos y la gente, y entonces el tren se enderezó. Kate se balanceó hacia atrás y chocó contra un costado del vagón. Alzó la vista y vio a Rafe y al imp forcejeando. En ese momento el tren volvió a tomar una curva. La mano de Kate se soltaba dedo a dedo, y uno de los cuerpos, no pudo saber cuál, pasó volando junto a ella. A continuación alguien la agarró de la muñeca y la izó con fuerza hasta el techo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Rafe—. ¿Estás herida?

Kate negó con la cabeza. Seguía aturdida, tratando de entender. Estaban solos sobre el techo del tren. Rafe estaba arrodillado junto a ella y le acariciaba los brazos.

—Scruggs me ha dado un conjuro de alteración para que me introdujese en la casa a hurtadillas. Por eso tenía el aspecto de Rourke. Pero no había planificado la parte de la huida.

Kate empezó a temblar sin poder evitarlo.

—¿Por qué… por qué has venido a buscarme? —El pelo se le había soltado y el viento se lo agitaba alrededor de la cara. Kate tenía que gritar para hacerse oír por encima del sonido del tren—. ¿Por qué lo has hecho?

Un remolino de nieve pasó junto a ellos. Los edificios quedaban atrás a toda velocidad. El chico la miró. Las luces de las ventanas ante las que pasaban barrían su cara. Se quitó la chaqueta para ponérsela a ella sobre los hombros.

—Te lo diré —dijo—. Vamos a algún lugar seguro.

Kate y el chico viajaron en el tren hasta el centro de la ciudad y se apearon en una parada situada cerca de Bowery. Rafe no quiso volver a la iglesia. Todavía no, dijo, por si los imps los seguían. Kate no protestó, pero cuando se bajaron sus manos congeladas parecían garras, y la frente y las orejas le dolían por el frío.

No habían hablado durante el viaje. Era demasiado difícil hacerse oír por encima del constante traqueteo y el alarido metálico de los frenos cada vez que el tren doblaba una esquina o entraba en una estación. Además, Kate no sabía qué decir. Y es que, ahora que el peligro inmediato había pasado, no dejaba de recordar las palabras de Magnus el Siniestro y lo que significaban acerca de Rafe. ¿Era realmente Rafe su enemigo? ¿Cuánto sabía él? ¿Qué se suponía que debía hacer ella? Scruggs había dicho que el Atlas la había traído allí por un motivo; bueno, ¿y cuál era? Se sentía confusa. Le habría gustado poder desconectar su mente. Sin embargo, cada vez que miraba a Rafe a los ojos recordaba que los ojos lechosos de Magnus el Siniestro habían emitido un resplandor verde en el último momento, y la cabeza volvía a darle vueltas.

Mientras bajaban los escalones que salían del andén, Rafe dijo:

—Necesitarás una prenda de abrigo más larga. Ese vestido no es exactamente discreto.

Casi todos los puestos de ropa estaban cerrados o a punto de cerrar por ser Nochevieja. No obstante, Rafe se las arregló para comprar un largo abrigo de lana que a Kate le llegaba casi hasta las rodillas y cumplía la doble función de proporcionarle calor y tapar el vestido color marfil.

Al estar en Bowery, Kate tuvo la extraña sensación de volver al punto de partida. Fue allí donde había aparecido dos días atrás, y ahora había vuelto con Rafe. Tenía la sensación de que las cosas se acercaban a su fin, pero todavía ignoraba qué se suponía que debía hacer.

Mientras caminaban, Kate se dio cuenta de que la mayoría de los locales eran bares, teatros o salas de baile, algo en lo que no se había fijado aquella primera mañana con Jake y Beetles. Las carcajadas y la música invadían la calle, y en las ventanas había carteles que decían «¡Celebrad el fin de siglo!». Hombres y mujeres pasaban tambaleándose y cantando abrazados.

Rafe se paró en mitad de la calle y miró a su alrededor.

—En un par de horas, ninguno de ellos recordará que algo como la magia fue real. Por algún motivo, no me parece bien. Después de todo lo que nos han hecho.

Kate se estremeció y se arrebujó en su abrigo. El chico la miró.

—¿Has comido algo desde el almuerzo? Debes de tener hambre.

Empezó a volverse, pero ella lo cogió del brazo.

—El motivo por el que has venido a buscarme es que me conoces, ¿verdad? Igual que me reconociste aquel primer día. ¿Cómo…?

—No te preocupes, voy a decírtelo. Lo prometo.

Una chica iba de un bar a otro con una bandeja llena de calientes y dulces mazorcas de maíz. Rafe compró una para cada uno. Se las comieron mientras caminaban por el laberinto de calles, abriéndose paso entre los grupos de juerguistas. El maíz estaba aún mejor que la patata que Kate había compartido con los niños aquel primer día, y cuando se lo acabaron Rafe compró una taza de humeante sidra para los dos. Ambos se situaron muy juntos cerca del carro del sidrero, sorbiendo la bebida fuerte y especiada y pasándose la taza.

—¿Lo has conocido?

Kate miró a Rafe, que se llevaba la taza a los labios. Sabía a quién se refería, pero lo preguntó de todos modos:

—¿A quién?

—Al hombre que dirige a los imps.

—Sí —respondió Kate con voz hueca—, lo he conocido.

—¿Cómo se llama?

—No… no lo sé. Lo llaman… Magnus el Siniestro.

—¿Ha dicho algo sobre mí?

A Kate le pareció que el ruido procedente de los bares y teatros se había desvanecido; lo único que oía era el furioso latido de su propio corazón.

—No ha mencionado tu nombre.

Eso, al menos, no era mentira. Sin embargo, a Kate le pareció una vez más que las cosas escapaban a su control y comprensión.

El chico asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿quieres saber cómo es que te conozco?

—Sí.

—Pues ven. Tengo que enseñarte una cosa.

Se metieron por la calle siguiente y cruzaron un intrincado laberinto de callejones. Kate vio más enanos, unos cuantos gnomos y hombres y mujeres envueltos en capas, y comprendió que habían entrado en el barrio mágico. Desde una calle estrecha y sin apenas iluminación, Rafe la introdujo en un callejón. Llegaron a un bloque de tres plantas. El chico se detuvo bajo la escalera de incendios, dio un salto y agarró la escalera de mano, que descendió junto con una gran cascada de nieve que en su mayor parte le aterrizó en la cabeza. Kate se echó a reír sin poder evitarlo.

—Sí —dijo el chico, sonriendo—, debería habérmelo esperado.

Se sacudió como un perro y la nieve salió despedida, aunque durante un rato su pelo oscuro quedó manchado de blanco, como si fuese el de un anciano. Subieron a la azotea y Rafe la condujo hasta el lado del edificio que daba a la calle. El chico retiró la nieve de la cornisa para que pudiesen apoyarse en la pared. La música y las risas procedentes de los bares y salas de baile sonaban tenues y lejanas. Rafe señaló con un gesto.

—¿Ves ese edificio de enfrente? La ventana del tercer piso, a la izquierda. Mira: la luz se encenderá enseguida.

Kate aguardó. Hacía frío en la azotea, y notaba el hombro del chico contra el suyo.

—Ya está —dijo él en voz baja.

Kate notó que Rafe había estado conteniendo el aliento y solo ahora lo soltaba. Vio que, en efecto, la ventana estaba iluminada, y que una anciana se movía por un piso pequeño arrastrando los pies.

—Ahí vivíamos mi madre y yo. Nos mudamos una semana después de desembarcar en Nueva York. Yo era muy pequeño. Mi padre había muerto; por eso vinimos aquí. Ella se ganaba la vida como cristalomante.

—¿Qué es una cristalomante? —preguntó Kate.

Tenía los puños hundidos en los bolsillos de su abrigo y había vuelto la cabeza para mirarlo. Solo los ojos del muchacho reflejaban las luces de la calle; su rostro estaba en sombras. Mantenía la mirada clavada en la ventana.

—Es alguien que puede ver cosas que en realidad no están ahí. Ella cogía un cuenco de agua, vertía en él un poco de aceite y era capaz de ver lo que quisiera, por lejos que estuviese. La gente le pagaba para que le enseñase cosas. A veces sus clientes habían perdido algo valioso, como un anillo, un reloj o algo así, aunque más a menudo se trataba de personas que acababan de llegar a Nueva York y querían ver a los que habían dejado atrás, a sus padres y hermanos. A veces eran padres mirando a sus hijos, viendo cómo crecían en el cuenco de mi madre. Lo hacía para todo el mundo, tanto para los seres mágicos como para la gente normal. Todos la querían por eso. Nuestro piso solo tenía una habitación. Yo solía estar detrás de la manta que ocultaba mi cama, y observaba a los hombres y mujeres que la abrazaban llorando. Nunca pedía mucho dinero, lo justo para vivir.

—¿Quién vive ahí ahora?

—Nadie. Yo mismo pago el alquiler. La anciana vive abajo. Sube cada noche y enciende la luz.

«Y tú vienes aquí y miras —pensó Kate—, e imaginas que tu madre sigue viva».

Luego él repitió, en voz baja:

—Todo el mundo la quería.

Y Kate supo que hablaba de sí mismo.

Ambos guardaron silencio. Kate intuyó que el muchacho se estaba preparando para lo que tenía que decirle y que no había ninguna necesidad de presionarlo. Rafe empezó a hablar sin previo aviso:

—Así que una noche un hombre vino a nuestro piso. Dijo que quería ver a su mujer, y recuerdo que tiró un montón de dinero sobre la mesa. Estaba borracho e insultaba a su mujer. «¡Enséñamela! ¡Está escondida! ¡Enséñamela!».

—Yo estaba allí, detrás de la manta que separaba mi cama del resto del piso, y vi que mi madre sacaba su cuenco, vertía aceite en él y encendía la vela. Le dijo al hombre que necesitaba algo de la mujer, como un mechón de pelo o algún objeto que le perteneciese. El hombre se echó a reír, se metió la mano en el bolsillo y tiró sobre la mesa un anillo de plata. Me di cuenta de que era una alianza. Vi que mi madre lo cogía y se quedaba muy quieta, ¿sabes? Inmóvil por completo. Metió el anillo en el cuenco y vi que susurraba y se concentraba mucho. Aquel hombre respiraba de forma muy ruidosa, y empezó a preguntar: «¿Qué ves? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde?». Durante mucho rato mi madre no dijo nada, pero luego alzó la mirada y preguntó: «¿Usted le hizo eso?». El hombre empezó a maldecirla, a decir que era una vidente de pacotilla, que no era asunto suyo, y que, si no quería que le hiciese lo mismo o algo peor a ella, le dijese dónde estaba la mujer. Mi madre cogió el cuenco de agua, lo vació en el suelo y le dijo que se largase de allí. —El muchacho hizo una pausa sin apartar la vista de la ventana iluminada—. La tiró al suelo de un golpe. Salí chillando de mi escondite y golpeé a aquel hombre. Mi madre me pidió a gritos que me fuese. El hombre me pegó, mi cabeza chocó contra la pared y todo se volvió negro. Cuando desperté, la habitación estaba en silencio, yo estaba en el suelo y mi madre estaba tendida junto a mí, muerta.

Kate se quedó mirando al chico, casi incapaz de dar crédito a sus palabras. Sintió que se le partía el corazón. Rafe siguió; no había acabado su historia.

—Enterraron a mi madre en una fosa común. Cuando volví del entierro unas personas querían meterme en un orfanato, pero me escondí. Sabía quién era el hombre. Poseía una carnicería a unas cuantas manzanas de mi casa. Nadie lo había detenido ni nada por el estilo. Todos eran personas normales: él, los policías… Así que aquella noche después del entierro me colé en su tienda, y cuando entró a la mañana siguiente lo apuñalé en el corazón con uno de sus propios cuchillos. Algunas personas me vieron hacerlo y me persiguieron. Fue entonces cuando me salvó la señorita Burke. —Se quedó callado. La ciudad estaba silenciosa a su alrededor—. La cuestión es que mi madre siempre me dijo que yo tenía un destino. Decía: «Cuando seas mayor tendrás que elegir». Siempre decía eso: «Tendrás que elegir». Años después de su muerte soñé con una persona. No sabía qué significaba el sueño, así que acudí a una bruja. Es joven, pero muy poderosa. Ve cosas. Me dijo que la persona de mi sueño me mostraría quién era yo y cuál era mi destino.

Rafe miró a Kate.

—La de mi sueño eras tú. Así te reconocí.

Sus caras estaban solo a unos centímetros de distancia. Kate no podía moverse. Rafe volvió a hablar:

—Pero me dijo que, después de que yo averiguase la verdad, tu morirías. Por eso tienes que marcharte. Prométemelo. Prométeme que mañana te marcharás. Te irás hacia el norte o hacia donde sea, pero te alejarás de mí. Prométemelo.

Entonces se metió la mano en el bolsillo y sacó algo. Kate vio que era el relicario de su madre, pero eso no era todo. Estaba colgado de una cadena de oro, y era la cadena de oro de su madre, y comprendió que Rafe debía de haberla recuperado esa tarde, después de localizar al hombre que le había vendido el abrigo. Sintió una opresión en el corazón mientras él le rodeaba el cuello con los brazos y le abrochaba el cierre.

—Ya está, ya lo tienes todo. Ahora tienes que irte.

Bajaron por la escalera de incendios y empezaron a caminar por las calles. Kate supuso que se dirigían a la iglesia, pero prefirió no preguntar. Encontró la mano de él en la suya, pero no supo si ella había cogido su mano o si era él quien había cogido la de ella.

Ninguno de los dos hablaba. Había empezado a nevar otra vez.

A tres manzanas del piso de la madre de Rafe, los ocupantes de una sala de baile salieron en masa a la calle. Los juerguistas y músicos rodearon a Rafe y a Kate, y, mientras la orquesta empezaba a tocar, medio centenar de personas se pusieron a bailar alrededor de ellos.

Rafe se volvió hacia ella. Kate nunca había bailado con un chico y no estaba segura de lo que debía hacer. Sin pronunciar palabra, Rafe le apoyó una mano en la cintura, le cogió la mano libre y la guio por la calle nevada dibujando un lento círculo. Kate notó que los dedos de él se entrelazaban con los de ella y no tardó en apoyarle la cabeza en el hombro. Imaginó que podía sentir el corazón de él latiendo contra su propio pecho.

Kate deseó poder invocar en su propio interior la magia para detener el tiempo.

«Podría quedarme a vivir aquí —pensó—, en este mismo momento».

La canción llegó a su fin. La orquesta empezó a tocar otra, pero Kate y Rafe se quedaron donde estaban, en medio de los hombres y mujeres que daban vueltas y más vueltas. De pronto, Kate notó el sabor de la sal y se dio cuenta de que estaba llorando.

Rafe dio un paso atrás.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que pasa?

Ella lo miró. Tenía los ojos de su enemigo, pero no era su enemigo. ¡No podía serlo!

—Es sobre Magnus el Siniestro, ¿verdad? Dímelo, por favor. Lo que te da miedo, sea lo que sea, no tiene por qué ocurrir. Podemos cambiarlo.

Kate asintió. Tenía que decírselo. Él merecía saberlo. Y tal vez, solo tal vez…

—¡Rafe!

Una pequeña silueta se abrió paso a través de la multitud de bailarines. Era Beetles; tenía el rostro enrojecido y parecía aterrado.

—¡Tienes que venir! ¡Tienes que venir ahora mismo! ¡Están quemando la iglesia!