Michael se despertó, vio sobre su cabeza el cielo azul y, durante un momento perfecto, no tuvo la menor idea de dónde estaba.
Una cara apareció al revés, muy cerca de la suya.
—¿Cómo puedes ver con esto? ¡Lo vuelve todo borroso!
Michael se puso en pie al instante y contempló los perfiles imprecisos del valle boscoso, las montañas nevadas, el volcán, la torre en ruinas…
«Vale —pensó con el corazón acelerado—, vale, ya sé dónde estoy».
Entonces se llevó la mano a la garganta y notó el bulto de la canica de cristal, que seguía colgando del cordón de cuero sin curtir que le rodeaba el cuello. Más tranquilo, Michael fue a colocarse bien las gafas y se dio cuenta de que no llevaba gafas, de que las llevaba la figura sobre cuyas rodillas descansaba su cabeza hasta hacía unos momentos.
—En realidad, no necesitas estas cosas horribles, ¿verdad? —La duende se había quitado las gafas y las sostenía como podría sostenerse un trozo de alga especialmente viscoso—. Estás mucho mejor sin ellas. Salvo por la nariz. ¿Tuviste un accidente?
—¿Qué? No.
—¿Te echó una maldición algún brujo?
—No…
—Entonces, ¿naciste con esa nariz? Cuando nos hayamos casado creo que me esforzaré por no mirarte a la cara demasiado a menudo para no asustarme.
Michael seguía aturdido de sueño y luchando por orientarse (por no mencionar que lo que la duende había dicho era absolutamente horroroso). No tenía la menor idea de cómo responder, así que se limitó a decir:
—Por favor, ¿puedes darme…? Espera, ¿dónde está Emma? ¿Dónde está mi hermana? ¿Y dónde está la Crónica?
—Tu descomunal amigo se la ha llevado abajo y ha cogido ese irritante libro. Como si yo quisiera volver a verlo… ¡Vaya!
—¿Gabriel? ¿Está bien?
—Está perfectamente. Entonces, ¿tiro esto? ¿Estamos de acuerdo?
La duende hizo oscilar las gafas sobre el vacío.
—¡No, por favor! ¡Las necesito!
—Está bien. —La duende le entregó a Michael sus gafas—. Para el resto del mundo puede que tu aspecto sea aterrador, pero para mí siempre serás el hombre más guapo de todos. A condición de poder apartar la mirada de tu cara de vez en cuando, por supuesto. Princesa Wilamena, a tu servicio —concluyó, con una reverencia.
—¿Eres… una princesa?
—¡Pues claro que sí! ¿Por qué crees que ansiaba tanto recuperar mi corona? —preguntó, tocándose la diadema de oro que llevaba ahora en la frente—. ¿No crees que me queda bien?
—¿Qué? Oh, claro. Mucho.
Con las gafas puestas, Michael pudo por fin ver a la duende. Era la viva imagen de la escultura de hielo del claro. A Michael se le antojó que tenía el pelo del color del sol matinal y los ojos más azules que un cielo de verano. Su nariz…
«¿Más azules que un cielo de verano? —pensó Michael—. ¿Qué me pasa? Tiene el pelo rubio y los ojos azules, y eso es todo».
Entonces Michael se sorprendió comparando su voz con el canto de los pájaros, la blancura de su piel con la nieve recién caída…
«Déjalo ya —se dijo—. Lo que ocurre es que la magia de los duendes te está engañando».
—¡Oh, maravilloso! —exclamó la duende, dando una palmada—. ¡Ya te has enamorado de mí!
—Yo no me he…
—¡Venga, no seas tonto! ¡Deberías ver la cara tan ridícula que pones! Por cierto, ¿te has fijado en cómo se me mueve el pelo?
—Escucha —dijo Michael con severidad—, necesito saber que no vas a convertirte otra vez en un dragón. No lo harás, ¿verdad?
Al oír eso, la princesa de los duendes se puso seria y se agachó para recoger la pulsera de oro de entre los escombros. Michael vio que la pulsera se había encogido hasta alcanzar el tamaño adecuado para una persona, pero aun así se veía grande y voluminosa en las manos delicadas de la doncella duende. Wilamena pasó los dedos por el corte que había hecho el cuchillo de Michael.
—Hace casi doscientos años que encontré a Xanbertis en el bosque. Me ofreció esta pulsera como símbolo de la amistad entre la orden y mi pueblo. Yo entonces no tenía conocimiento de las atrocidades que él había cometido. Así que acepté el regalo y me convertí en su esclava. Dos siglos de oscuridad y fuego, prisionera en mi propio cuerpo horrible. Pero se acabó; el dragón ha muerto. Y yo estoy salvada… ¡todo gracias a ti!
Lo miró con ojos llorosos y devotos.
«Pobrecilla, lo ha pasado fatal —pensó Michael—. Se le mueve el pelo por sí solo…».
La princesa de los duendes aplaudió encantada.
—¡Oh, sí que estás enamorado de mí!
—¿Qué…? No, solo…
—¡Sí que lo estás! ¡Mi Conejo!
—No me llames así, por favor.
—¡Conejito!
Se adelantó y lo besó en la mejilla. Él retrocedió tambaleándose.
—¡Tampoco hagas eso! Lo digo en serio.
Notaba las mejillas encendidas y un cosquilleo en el punto donde ella lo había besado.
—Cierto —dijo ella—. Ya tendremos tiempo de sobra para besarnos. ¡Desde luego que sí!
«Ya estoy harto de tonterías de duendes», pensó Michael.
—Quiero ver a mi hermana ahora mismo.
Hallaron a Emma en el alojamiento del guardián, un edificio de techo bajo situado junto al muro posterior de la fortaleza. El mobiliario era escaso: una cajonera de madera, un catre, un taburete y una mesa. Pese a la repugnante apariencia del propio guardián, la habitación estaba limpia y ordenada. Gabriel había tendido a Emma en el catre y la había tapado con varias mantas, y cuando entraron Michael y la duende lo encontraron sentado junto a ella, sosteniendo la pequeña mano entre las suyas. Michael pensó que Gabriel debía de llevar horas así sentado, sin moverse.
Gabriel, que tenía la cabeza vendada, se levantó y lo abrazó.
—Estoy muy orgulloso de ti.
—Oh, bueno… ya sabes… —De pronto Michael se había quedado sin palabras—. No es gran cosa… Vaya…
Entonces trató de devolverle su cuchillo, pero Gabriel se negó a aceptarlo.
—Te lo has ganado. El rey Robbie estaría de acuerdo.
Michael se lo agradeció y volvió a meterse el cuchillo en el cinturón.
El libro de piel roja estaba sobre la mesa, junto al catre. Michael había sentido su atracción al entrar en la habitación, y sus manos ansiaban sostenerlo. Sin embargo, tras ocupar el lugar de Gabriel en el taburete, dedicó toda su atención a Emma. Salvo porque estaba tumbada y cubierta de mantas, su aspecto era el mismo que la noche anterior. Sus ojos contemplaban la nada. Tenía la misma arruga de ira en la frente. Su boca seguía ligeramente abierta. Michael cogió el puño que descansaba encima de la manta. Estaba frío como una piedra.
«No pasa nada —dijo en silencio—. Ya estoy aquí».
Y solo entonces, por fin, se volvió hacia el libro.
Era al mismo tiempo más pequeño y más grueso que el Atlas. Por su tamaño y su forma le recordó La enciclopedia de los enanos, un libro cuyas proporciones Michael consideraba casi perfectas. Tal como había previsto, la Crónica no mostraba señal alguna de haber sido sumergida en un lago de lava; de hecho, estaba en mejores condiciones que La enciclopedia de los enanos, cuya encuadernación de piel negra se hallaba chamuscada y desgastada. No obstante, Michael observó que habían grabado un dibujo en la cubierta de piel. No sabía con certeza de qué se trataba, pero la red de ondulaciones y espirales le hizo pensar en lenguas de fuego. Por un momento se preguntó cuál sería su significado, pero luego dejó la pregunta para otro momento y dedicó su atención al intrigante e insólito aspecto del libro.
Dos ganchos metálicos fijados en el borde de la contracubierta sujetaban un objeto que parecía una antigua pluma lisa, fina y acabada en punta. Medía unos diez centímetros y parecía de hueso.
—¿Qué es esto?
—Es el punzón —contestó la princesa Wilamena.
Se hallaba detrás de él y, a pesar de darle la espalda, Michael era muy consciente de su frustrante presencia, y de que su pelo olía a primavera, a miel y a…
«Concéntrate», se dijo.
—¿Qué hago con él?
—¡Es así como funciona la Crónica, tonto! Escribes el nombre de la criatura en la que deseas que se centre, ¡y voilà! ¡Eso es todo! ¿Te resulta útil?
—Sí —dijo Michael—. De verdad. Gracias.
—¿Acaso me merezco un beso?
Michael ignoró sus palabras y sacó el punzón de los soportes con un chasquido. Era tan ligero que casi parecía hueco.
—¿Y solo he de anotar el nombre de Emma en el libro? ¡Qué fácil!
La duende se echó a reír.
—¿Sabes siquiera qué es la Crónica, Conejo?
—Te he dicho…
—¡Cállate! Estás a punto de aprender algo. La Crónica es un registro, incluso podría decirse que el registro por excelencia, de todas las cosas vivas. Toda criatura que ande, hable, respire, cante, ría, llore, corra o haga pompas de jabón (¡a mí me gusta hacer pompas de jabón!) aparece en sus páginas. La lista cambia sin parar, a medida que las vidas que nos rodean nacen y se marchitan. Al escribir el nombre de alguien en el libro, lo incorporas a las filas de los vivos.
—Pero Emma ya está viva; solo está paralizada…
—Tal como me disponía a explicar, la Crónica es, ante todo, un registro; pero el punzón te permite concentrar el poder del libro, el poder de la vida misma, en un ser concreto, o bien para llamarlo a la existencia, o bien, y piensa ahora en tu querida y dulce hermana, para curarlo. Lo único que tienes que hacer es anotar el nombre con tu manita de conejo. —Y entonces Michael oyó que le susurraba a Gabriel—: No le gusta que lo llame Conejo, pero lo hago de todos modos porque es un conejo adorable. ¿No estás de acuerdo?
Gabriel soltó un gruñido evasivo.
Michael abrió el libro. No le extrañó encontrar las páginas en blanco, aunque, a diferencia del Atlas, cuyas páginas eran lisas y blancas, estas eran ásperas y estaban marcadas con diminutas astillas de madera. Michael hojeó el libro hasta la mitad y lo aplanó sobre su rodilla. Hizo una pausa. Tenía la sensación de que aquel era uno de los momentos brillantes de su vida. Para llegar allí, había vencido grandes dificultades y grandes peligros. Imaginó al doctor Pym averiguando lo que había hecho, o a Kate, o al rey Robbie, o incluso, algún día, a su padre. Mientras apoyaba la punta del punzón en la página, su rostro habitualmente serio esbozó una sonrisa. Michael escribió el nombre de su hermana con trazo seguro.
No sucedió nada.
—Hum, Conejo…
—¿Qué? —dijo Michael en tono irritado.
—Necesitarás tinta. Las letras no aparecerán de forma mágica.
—Pues podías habérmelo dicho. ¿Tiene el guardián un poco…?
—Oh, no se utiliza tinta normal.
La princesa de los duendes cogió el pulgar de Michael con una mano y el punzón con la otra. Michael se disponía a preguntarle qué estaba haciendo mientras se maravillaba ante la suavidad de su piel, que le recordaba la de los pétalos de rosa, cuando ella le clavó la aguda punta del punzón en el pulgar.
—¡Ay!
—No seas un bebé conejito. Ya está, ¿lo ves? —Y mojó el punzón en la gota de sangre que le brotó de la yema del pulgar—. No solo actúa como tinta; además, la sangre forja la conexión entre el libro y tú. Algo truculento, pero muy efectivo. Ahora despierta a tu pobre hermana, saldremos todos al exterior, ¡y te dejaré trenzar mi cabello!
Michael no comentó la última sugerencia (aunque una vocecita en su cabeza la encontró maravillosa), pero inspiró hondo, echó un último vistazo a la cara inerte de su hermana y tocó la página con el punzón.
Dio un salto. Era como meter un tenedor en un enchufe: la corriente eléctrica subió por el punzón y el brazo hasta invadir todo su cuerpo.
—¿Qué sucede? —oyó que preguntaba Gabriel—. ¿Corre peligro?
—No, está conectado con la Crónica —susurró la princesa de los duendes—. Mira.
A Michael le pareció que todas sus terminaciones nerviosas zumbaban, de las puntas de los dedos a los lóbulos de las orejas y las plantas de los pies. Tras la conmoción inicial, la sensación no era dolorosa, ni siquiera desagradable, y al empezar a relajarse se dio cuenta de que sus sentidos habían adquirido una agudeza casi sobrenatural. Vio motas de oro que nunca había observado en los ojos de Emma; olió el leve olor de avena del jabón que utilizaban en el orfanato de Baltimore; incluso oyó, aunque pareciese imposible, el suave y agitado latido del corazón de la niña…
Empezó a escribir. Las letras humeaban y burbujeaban a medida que salían del punzón, como si de algún modo estuviese soldando el nombre de su hermana en las páginas del libro. De pronto, Emma se incorporó y gritó:
—Más te vale no…
Se detuvo y miró a su alrededor, diciendo:
—¿Hummm? ¿Cómo habéis…?
Un caos ruidoso y alegre se desató a su alrededor. Gabriel la cogió rápidamente en brazos, Wilamena aplaudió y besó a Emma, declarando que estaba encantada de que fuesen a ser cuñadas, y Emma dijo:
—¿Hummm? ¿Quién eres? ¿Dónde está ese dragón?
Solo Michael guardaba silencio sentado en el taburete, cerrando el libro con manos temblorosas y la cara pálida de miedo.
—Así que allí estaba yo, en el claro, y aquel dragón tan grande y estúpido… —Emma se interrumpió y miró a Wilamena—. Lo siento mucho.
—¡Bueno, no tiene ninguna importancia! —La princesa de los duendes sacudió la mano—. Al fin y al cabo, somos parientes. O pronto lo seremos.
—¿Hummm?
—Olvídalo —dijo Michael.
—Bueno, pues luego sobrevolamos el bosque —siguió Emma—, en el que hacía bastante fresco, y aterrizamos en la torre. Aquel tipo velludo y maloliente me pinchó con una aguja, y ya no recuerdo nada más hasta que me he despertado aquí.
«Aquí» era el alojamiento del guardián, donde todos seguían reunidos. Michael, y sobre todo Gabriel y Wilamena, acababan de contarle a Emma lo que había ocurrido desde que había quedado paralizada: que Michael y Gabriel habían seguido su pista hasta llegar a la fortaleza, que Michael había entrado solo en el volcán, que el guardián había tratado de asesinarlos, que Michael había llegado a la conclusión de que el dragón era en realidad la princesa de los duendes, que se las había arreglado tanto para anular la maldición como para recuperar la Crónica…
—Conejo fue extraordinariamente valiente —había dicho Wilamena.
—¿Qué conejo? ¿Hay un conejo?
—Se refiere a mí —había dicho Michael con aire sombrío.
—Estaba dispuesto a dar su vida por ti. Imagínate a un conejito así plantándole cara a un dragón con solo un penoso cuchillo de los enanos.
Michael había notado que todo el mundo lo miraba y se había apresurado a pedirle a Emma que contase su historia. Cuando acabó, Gabriel anunció que había llegado el momento de pensar en marcharse.
—Nos espera un largo viaje hasta llegar al avión, y lo tendremos difícil para llegar antes del anochecer. Aun así, no podemos caminar con el estómago vacío. ¿Cuánta comida se guarda en la fortaleza?
—Oh, bastante —dijo la princesa de los duendes—. Os la puedo enseñar.
Intuyendo su oportunidad de escapar, Michael dijo que mientras Gabriel y ella estaban ocupados él intentaría limpiarse el barro del pelo, y se apresuró a salir por la puerta.
Se dirigió a la torre del homenaje. Rayos de luz se extendían sobre el suelo de la sala. El guardián estaba sentado, amarrado a una columna, con las manos atadas a la espalda y la barbilla apoyada en el pecho.
Michael se detuvo a pocos metros. Temblaba. Había mantenido el tipo desde que Emma se había despertado, a sabiendas de que luego podría acudir allí.
—Necesito… —trató de impedir que le titubease la voz— necesito que me digas cómo utilizar la Crónica. La princesa Wilamena ha tratado de decírmelo, pero… debe de haber olvidado algo o quizá no lo sepa. Necesito saber qué estoy haciendo mal. ¡Sé que tú lo sabes!
Despacio, el hombre levantó la cabeza del pecho y miró a Michael. Por extraño que pareciese, se veía aún más andrajoso y miserable que antes. Tenía los ojos inyectados en sangre, el pelo apelmazado por la sangre seca y el hombro de la túnica desgarrado.
Sin embargo, al ver a Michael, sonrió.
—Así que has utilizado la Crónica para traer de regreso a tu hermana. ¿Qué ha pasado, chaval? Quiero oír todos los detalles.
—Solo… dime cómo usarla. Tengo que saberlo. Por favor.
—No quieres contármelo. Muy bien. Lo haré yo. Por un momento has estado conectado con tu hermana. Su corazón se ha convertido en el tuyo. Todo lo que ha sentido alguna vez lo has sentido tú. Y supongo que no te ha gustado, ¿no es así?
Su tono era de regocijo, y lo que describía era exactamente lo que Michael había experimentado. Había sentido cómo crecía y crecía el poder del libro, pero se había visto cautivado, encantado, y cuando por fin se dio cuenta de lo que sucedía ya era demasiado tarde. Como un nadador que se encuentra en mitad de una fuerte corriente y solo puede mirar cómo se va alejando de la orilla, Michael se había visto arrastrado por el mar…
O, mejor dicho, se había visto arrastrado hacia Emma. Tal como le había dicho el guardián, la vida entera de la niña se había abierto ante él. No solo su vida; también su corazón. Había entendido lo que había sido crecer siendo la hermana menor, sin recuerdo alguno de sus padres, sin recuerdo alguno de una vida que no consistiese en pasar de un orfanato a otro, sin familia, salvo Kate y él. Había entendido por primera vez que Kate y él lo eran todo para ella, que Emma, la persona más valiente que conocía, estaba dominada por el miedo, el miedo a perder de algún modo a sus hermanos y quedarse completamente sola. Y Michael había sentido que, cuando las delató a Kate y a ella ante la condesa, los delgados pilares de su mundo habían quedado destruidos. Había entendido cuánto le había costado perdonarlo y volver a confiar en él, aunque nunca había recuperado aquella sensación de certeza que antes experimentaba, la seguridad de saber que sus hermanos siempre estarían allí.
—Dime solo qué estoy haciendo mal —dijo, enjugándose las lágrimas.
—¿Que qué estás haciendo mal? Lo único que estás haciendo mal, chaval, es imaginarte que eres el Protector. —El hombre se inclinó hacia delante furioso, tirando de sus ataduras—. La Crónica forma una conexión entre tú y la persona cuyo nombre aparece en el libro. La vida de esa persona, por muy espantosa, terrible y dolorosa que sea, se convierte en tu vida. Lo que ella siente lo sientes tú. Así son las cosas.
—Pero… ¡eso no es justo! —gritó Michael, consciente de que parecía un niño, pero incapaz de contenerse—. El Atlas solo te lleva a través del tiempo. ¿Por qué no puede…?
El hombre se echó a reír.
—¡Es el Libro de la Vida! ¡Y la vida es dolor! El auténtico Protector debe ser capaz de soportar el dolor del mundo. ¿Tan fuerte es tu corazón, chaval? No lo creo. Apenas puedes sobrellevar tu propio dolor, y mucho menos el de otros. En cuanto te vi, me dije: «Este niño se esconde de la vida. Hace todo lo posible por huir del dolor». Pero no se puede huir del libro. —El guardián escupió, y su rostro adoptó una expresión de puro desdén—. Querías la Crónica, y ya es tuya. ¡Pero tú no eres el Protector!
Michael encontró un barril de agua en un costado de la torre del homenaje y sumergió la cabeza en él una y otra vez, frotando los trozos de barro endurecido que aún llevaba pegados al pelo y al cuero cabelludo. Cuando su pelo estuvo todo lo limpio que podía estar, se secó la cara con la camisa y se apoyó contra el barril, respirando hondo y despacio.
—¿Michael?
Después de ponerse las gafas a toda prisa, Michael se dio la vuelta. Era Emma.
—Te he estado buscando…
—Lo siento —dijo él—. Estaba…
—¿Te has enfadado conmigo?
—¿Qué?
—Pensaba que tal vez te hubieses enfadado conmigo. Ya sabes, por no hacerte caso la otra noche y dejarme atrapar…
—Claro que no. ¿Cómo has podido pensar eso?
El agua del pelo le caía sobre los cristales de las gafas, pero Michael veía a Emma con claridad: con su pelo enfangado y su cara sucia, parecía pequeña e insegura.
—Es que no parecías muy contento de verme, y luego has salido huyendo… y… no puedo creer lo que has hecho. —Las lágrimas asomaban a sus ojos—. Luchaste contra un dragón por mí, y… no lo he dicho antes, porque no es asunto de esa duende, pero no olvidaré en mi vida lo que has hecho, y si estás enfadado…
—Emma, no estoy enfadado contigo. Es que… —Y supo que tenía que decir alguna cosa, así que escogió algo que al menos fuese cierto—: Estaba asustado. Lo siento.
Emma sollozó aliviada, se precipitó hacia él y lo estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Yo también lo siento. Debería haberte hecho caso.
Permanecieron así varios segundos, y Michael, que acababa de conseguir sobreponerse, temió volver a derrumbarse. «Sé fuerte —se dijo—. Tienes que ser fuerte».
Finalmente, Emma se apartó, enjugándose los ojos con el dorso de la mano.
—Espérame, ¿vale?
Pasó por su lado, se puso de puntillas y metió la cabeza en el agua ya turbia del barril. Era media mañana y el sol brillaba con fuerza en el cielo. Michael notó que se le secaba el pelo. Se dijo que no volvería a utilizar la Crónica nunca más. Ya habían hecho bastante ocultándosela a Magnus el Siniestro.
Cuando Emma hubo acabado, sacudió la cabeza, salpicando agua en todas direcciones.
—Oye, Michael.
—¿Sí?
—¿Puedo ver el libro?
Michael solo vaciló un instante. Luego fue hasta su bolsa y sacó la Crónica del lugar que ocupaba junto a La enciclopedia de los enanos. Permaneció en silencio mientras Emma lo hojeaba.
—¿Dónde está mi nombre? Creía que habías escrito mi nombre.
—Ha desaparecido.
—¿De verdad has utilizado tu propia sangre como tinta?
—Sí.
—Vaya. ¿Y esto es la pluma?
—El punzón.
—Hummm.
Emma pasó la mano por el dibujo ondulado de la cubierta y le devolvió el libro. Sin mirarla, Michael volvió a deslizar la Crónica en su bolsa y se echó esta al hombro, sintiendo el peso que se le apoyaba en la cadera. Soltó el aire que estaba conteniendo.
—¿Así que es tuyo, como el Atlas es de Kate?
—Supongo que sí.
—Eso debe de significar que el siguiente es mío. Espero no tener que escribir en él con mi propia sangre. O sea, no te ofendas, pero qué asco.
Michael se planteó la posibilidad de decirle que el siguiente libro era el Libro de la Muerte. Sin embargo, decidió que esa información podía esperar.
—Michael, en serio, ¿estás seguro de que te encuentras bien?
Miró a Emma, que tenía el pelo húmedo y pegado a la cabeza, y pensó: «Está viva; ha merecido la pena».
Dijo:
—Estoy bien.
Y consiguió esbozar una sonrisa creíble.
—¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Claro.
Entonces Michael vio en los ojos de Emma un destello malicioso que le resultaba familiar y se preparó para lo que se avecinaba:
—¿La princesa como se llame es tu chica?
—No —negó Michael categóricamente—. Desde luego que no.
En el rostro de Emma se dibujó una amplia sonrisa.
—¿Estás seguro? Porque…
—¡Claro que no soy su chica!
Al volverse, vieron a la princesa de los duendes de pie junto a la esquina de la torre del homenaje. Tenía las manos en las caderas y fulminaba con la mirada a Emma.
—¡Vamos mucho más en serio!
—¡Chúpate esa! —exclamó Emma, sonriéndole a su hermano con expresión victoriosa.
—Bueno —siguió Wilamena—, traigo dos mensajes. Primero, el desayuno está listo. Segundo, en el valle se ve una columna de humo negro. Al parecer, alguien llamado Rourke os ha encontrado. —Dio una palmada—. Espero que tengáis apetito.