14. El invernadero

—«Separación». Esa es la palabra que usan. Sería más apropiado hablar de rendición. Cobarde y vil rendición. Somos leones huyendo ante las ratas. La naturaleza se rebela ante la idea. ¿Un cigarro?

Rourke sacó un estuche de piel del bolsillo interior de su abrigo y abrió la tapa, mostrando cuatro cigarros alineados como proyectiles. El carruaje recorría estrepitosamente las calles adoquinadas. Rourke, sentado frente a Kate, había estirado sus largas piernas de forma que sus pies descansasen en el asiento de ella. Parecía muy a gusto.

—No, gracias —consiguió decir Kate.

—La situación me da ganas de vomitar, y no exagero.

Rourke cortó con los dientes la punta de su cigarro y la escupió por la ventana con tanta fuerza que le saltó el sombrero a un transeúnte. Se rio y encendió una cerilla con el pulgar. El humo dulzón del cigarro no tardó en llenar el carruaje.

—No niego que había que hacer algo. La chusma no mágica ha ido multiplicando los insultos y la opresión contra los nuestros. Pero la naturaleza nos enseña la regla del más fuerte. Te contaré una historia. ¿Sabes algo de Irlanda?

Kate asintió levemente con la cabeza.

—Es mi tierra natal, un lugar bonito y trágico. Me crie en un orfanato situado en las afueras de Dublín y dirigido por las Hermanas de la Caridad Dulce y Perdurable. Nunca conocí a mis padres, aunque me dijeron que mi madre era medio giganta, lo cual no resulta difícil de creer dado mi tamaño descomunal. Lo cierto es que me consideraban un monstruo poco humano y me trataban en consecuencia.

Kate no dijo nada. Escuchaba solo a medias mientras rebuscaba en sus bolsillos. Tenía que estar allí. No podía haberlo perdido…

—A la tierna edad de nueve años, yo era más grande que ningún hombre de Dublín, y fui vendido por las buenas hermanas a un tipo que poseía una cantera. Ese hombre me encadenó la pierna a un clavo, y yo me pasaba doce horas al día dando martillazos para convertir las piedras grandes en piedras más pequeñas. Pero aún no había acabado de crecer, ¿sabes? Me hacía más grande y fuerte cada día. Con el tiempo, mi propio amo llegó a temerme. Tan enorme era su miedo que planeó matarme. Por fortuna, descubrí sus sanguinarias intenciones, me liberé y, con el mismo martillo que me dio, hice pedazos aquella cabeza suya tan hueca. ¡Ah, fue un gran día, oscuro, sangriento y hermoso! —Sonrió ante el recuerdo y exhaló una nube de humo—. Por supuesto, me atraparon enseguida. Fui demasiado estúpido para huir. Y me condenaron a ser ahorcado en cuanto pudiesen encontrar una cuerda que fuera lo bastante fuerte para poder aguantar mi peso. Pero la noche antes de que se cumpliese la sentencia, estaba completamente solo en mi celda, y de pronto dejé de estarlo. Él estaba allí, conmigo. —El hombre se inclinó hacia delante con gesto ansioso—. ¿Y qué dijo? «Declan Rourke, no eres humano. Sus leyes no pueden condenarte. Si te libero, ¿me servirás fielmente?». ¿Y cómo respondí yo? «Hermano», dije, «si me sacas de aquí, te limpiaré el barro de las botas». ¿Y acaso no me llevó consigo y me convirtió en el hombre que soy? Me abrió los ojos, me otorgó poder. Es el mejor de los hombres. Y ahora, moza —dijo el gigante calvo, sonriendo y arrellanándose en el asiento—, estás a punto de conocerlo.

El carruaje cruzó unas puertas de hierro y entró en el patio de una amplia mansión de cuatro plantas que estaba situada en el centro de la manzana. Un imp se adelantó y luego abrió la puerta. Rourke miró con concentración a Kate a través del humo.

—¿Te encuentras bien, moza? Estás muy pálida.

—Es que… he perdido una cosa que llevaba en el bolsillo —dijo Kate.

—¿Y qué era? Enviaré a un imp a buscarla. Se debe de haber caído cuando hemos chocado uno con otro.

Kate imaginó a uno de los imps cogiendo el relicario de su madre, tocándolo, y comprendió que prefería no volver a verlo jamás.

—No tiene importancia.

—En ese caso —dijo Rourke, haciendo un gesto con su cigarro—, mi amo nos espera.

—No os echamos la culpa.

—¡Pues deberían hacerlo! —exclamó Abigail, señalando a los dos niños—. ¿No son ellos los que han tirado esas bolas de nieve? ¡De no haber sido por eso, aquellos chavales nunca nos habrían perseguido y los imps nunca habrían atrapado a Kate! ¡Es culpa suya!

Tanto Beetles como Jake guardaban un silencio poco habitual en ellos. Permanecían uno junto a otro, retorciendo sus gorros. Estaban reunidos en el campanario de la iglesia, alineados ante la mesa de Henrietta Burke. Rafe se hallaba a un lado. El viejo mago Scruggs, envuelto como siempre en su andrajosa capa marrón, se encontraba sentado contra uno de los pilares. El sol, ya bajo en el cielo, parecía una tenue mancha visible a través de las nubes. No tardaría mucho en anochecer.

—¿Seguro que ha sido Rourke quien se la ha llevado? —preguntó Henrietta Burke.

—Desde luego que ha sido él —dijo Beetles en voz baja—. Es inconfundible. La ha metido en un carruaje y se la ha llevado a su mansión de la zona residencial. Los hemos seguido. Hemos corrido las veinte manzanas detrás del carruaje.

—Sí, sois un par de auténticos héroes —dijo Abigail con desprecio.

—Ya basta —dijo Henrietta Burke—. Podéis iros, niños.

Abigail, Jake y Beetles se dirigieron hacia la trampilla. Los chicos se detuvieron en la parte superior de la escalera de mano y se volvieron a mirar a Rafe.

—No queríamos que pasara nada —dijo Jake—. Nos caía bien.

—Sí —dijo Beetles—. Lo sentimos muchísimo.

Rafe asintió. Apretaba alguna cosa en su puño derecho. Tan pronto como se fueron los niños, se volvió hacia Henrietta Burke.

—Me voy a buscarla.

La mujer negó con la cabeza.

—Ella nunca ha sido responsabilidad nuestra, y menos ahora.

—La han cogido por intentar protegerlos, ¿sabe? Le debemos…

—¡Nuestro deber es proteger a los nuestros! Llevo todo el día oyendo noticias de hordas humanas que atacan a seres mágicos. Las personas normales intuyen que está pasando algo. Te necesito aquí. Solo faltan unas horas para la Separación. La chica está sola.

—No.

Henrietta Burke había vuelto ya a sus papeles, pero en ese momento alzó la mirada rápidamente. Incluso Scruggs, que se estaba mordiendo las uñas, se dio cuenta.

—¿Cómo?

Rafe se acercó a la mesa; todo su cuerpo temblaba de emoción.

—El hechizo de Scruggs oculta la iglesia —dijo con voz turbada—. No me necesita. Sencillamente, usted no quiere que vaya. Desde que aparecieron los imps intenta mantenerme alejado de ellos. ¿Por qué?

—Porque de nada sirve pelearse…

—No es eso. Sé que Rourke me está buscando…

—¿Cómo lo sabes?

—No tiene importancia. ¡Dígame qué es lo que él quiere!

Henrietta Burke se lo quedó mirando. Su rostro no revelaba ninguna emoción. Al cabo de un momento dijo:

—No es Rourke quien va tras tu pista. Él es solo el hombre de confianza de su amo, un ser cuyo poder supera el de todos nosotros.

—Sea quien sea, si necesita algo de mí, puedo negociar. Puedo hacer que renuncie a la chica…

—Nunca renunciará a la chica. Y si entras en esa mansión, no saldrás de ella. —Los ojos grises de la mujer parecieron suavizarse—. Sé que quieres salvarla, pero no puedes sacrificarte.

—¿Qué es lo que quieren de mí? —preguntó el chico, dando un golpe en la mesa—. ¿Por qué no me lo dice?

Henrietta Burke le echó un vistazo a Scruggs, volvió a mirar a Rafe y negó con la cabeza.

Rafe se apartó.

—Muy bien. Pero me voy a buscarla.

—¿Qué hay entre esa chica y tú? ¿Por qué vas a arriesgar tanto?

Por un momento, Rafe guardó silencio. Ya no temblaba. Abrió la mano y miró el relicario de oro que Beetles le había dado. Los niños lo habían recogido de la acera después de que se llevaran a Kate.

—Usted tiene sus secretos, y yo tengo los míos.

Había empezado a darse la vuelta cuando habló Scruggs:

—Espera un momento. —El viejo mago se levantó arrastrando los pies—. Hay un modo de salvarla y aun así escapar. Solo debes entrar sin ser visto…

Kate esperaba que la llevasen enseguida ante Magnus el Siniestro. Sin embargo, nada más entrar en la mansión con Rourke, se encontró sumida en un torbellino de actividad. Unos imps en mangas de camisa movían muebles y transportaban cajas de champán, fuentes de salmón y ostras con hielo y grandes ramos de flores. Había criaturas de rostro arrugado, gnomos, según supo Kate, encerando suelos, limpiando ventanas y abrillantando con saliva todas las superficies de latón.

—Esta noche tenemos una fiestecita —dijo Rourke mientras conducía a Kate por un ancho tramo de escaleras—. Desde luego, has elegido el momento idóneo para visitarnos.

Sin soltar su brazo, la introdujo en una sala de baile a través de unas puertas dobles. Kate solo había estado en una sala de baile, la de la mansión de Cascadas de Cambridge, y esta hacía que aquella otra resultase pequeña. El suelo era una brillante extensión de madera de tonos claros. A la derecha, unas cristaleras se abrían a un balcón que daba a la calle. A la izquierda de Kate, unos grandes espejos reflejaban el paisaje nevado del exterior. Un equipo de imps colocaba junto a las paredes unas butacas tapizadas de rojo. En el centro de la habitación una enorme araña de cristal con sus retorcidos brazos en forma de brezo había sido bajada hasta colgar a menos de medio metro del suelo, y tres gnomos utilizaban largas tenazas metálicas para fijar velas blancas en docenas de soportes.

Rourke detuvo a Kate junto a la araña.

—Señora Gnoma.

Una de las diminutas criaturas se volvió. Medía un metro de estatura y tenía la cara arrugada como una manzana vieja; llevaba un vestido gris hasta los pies, y un pañuelo rojo desteñido le cubría la cabeza.

—Esta joven dama está aquí para entrevistarse con nuestro amo. Si es tan amable aséela un poco, ¿me hace el favor?

La pequeña criatura dejó sus tenazas en el suelo, chasqueó los dedos para llamar la atención de una gnoma más joven que enceraba el suelo y agarró dos de los dedos de Kate con su manita áspera.

—Nos veremos muy pronto —dijo Rourke.

La gnoma condujo a Kate fuera de la sala de baile y por un pasillo de paredes oscuras y cubiertas de retratos, mientras la segunda gnoma caminaba detrás con paso cansino. Kate pensó que aquella era su oportunidad para escapar; al fin y al cabo, era mucho más alta que las gnomas. Llegaron a una escalera y la gnoma más mayor empezó a subir. Entonces Kate trató de liberarse de un tirón con la intención de bajar los peldaños como un rayo y alcanzar la libertad.

—¡Ahhh!

Kate cayó de rodillas cuando la gnoma le dobló los dedos hasta casi rompérselos. La otra gnoma le asestó sendas patadas en la espalda con ambos pies, por lo que Kate cayó de bruces. La primera gnoma siguió doblándole y retorciéndole los dedos mientras la otra daba saltos sobre su espalda, soltando maliciosas carcajadas. La gnoma del pañuelo rojo observó el rostro de Kate.

—¿Qué, señorita Zapatones? —dijo con voz estridente—, ¿vamos a tener más jaleo por su parte?

—¡No! —gritó Kate mientras la otra gnoma metía sus dedos de muñeca en el cabello de la chica y tiraba.

—Ah, pero es que todos los zapatones son unos mentirosos, ¿verdad que sí?

Y la gnoma de cara arrugada tiró dolorosamente de la nariz de Kate.

—¡No! ¡No estoy mintiendo! ¡Lo prometo!

—Hummm —dijo la diminuta criatura, soltando los dedos y la nariz de Kate y haciéndole un gesto con la cabeza a la otra, que abandonó el pelo de la chica y se bajó de un salto de su espalda. La gnoma que llevaba la iniciativa empezó a subir por la escalera, y Kate la siguió obediente. Tenía doloridos los dedos, la nariz, la espalda y el cuero cabelludo.

La bañaron en una bañera de agua muy caliente. Le frotaron la piel hasta dejársela enrojecida e irritada. Le lavaron el cabello. Le limaron las uñas mordidas. Una de las gnomas le pasó por el pelo un peine de púas duras, dándole tantos tirones y atacando los enredos con tal furia que Kate tuvo la certeza de que cuando acabasen tendría el cuero cabelludo pelado y ensangrentado. Con movimientos bruscos le pusieron una muda de ropa interior que parecía un vestido, y luego un vestido color marfil de manga larga y cuello alto que tenía un intrincado encaje en el pecho. Por último, una de las gnomas metió los pies de Kate en un par de botas de cuero con docenas de ganchos, mientras la otra le estiraba el pelo hacia uno y otro lado para formar una complicada trenza.

Fue entonces cuando se abrió la puerta y entró Rourke.

—Ya sabía yo que había una joven dama escondida debajo de toda esa porquería.

La gnoma del pañuelo rojo obligó a Kate a ponerse en pie y la arrastró delante de un espejo. Kate apenas reconoció a la chica que le devolvía la mirada. Con el anticuado vestido de cuello alto, parecía salir de un libro o una película. Tenía las mejillas sonrosadas. Su pelo rubio oscuro brillaba, y se lo habían levantado y trenzado de tal forma que se le veían ángulos de la cara cuya existencia ignoraba. Se miró las uñas y vio que habían desaparecido las pruebas de su manía de mordérselas.

—Sí —concluyó Rourke—, ya estás preparada para reunirte con él.

Subieron otro tramo de escalera. A diferencia del resto de la mansión, aquella planta estaba en silencio. Recorrieron un pasillo poco iluminado. El suelo de madera gemía bajo el peso de Rourke. Kate miró por la ventana y vio que anochecía. Volvía a nevar.

Y entonces, en mitad del pasillo, oyó de pronto el sonido de un violín.

Kate tropezó; los tacones de sus botas se plegaron bajo su cuerpo.

—Tranquila —dijo Rourke, y la levantó por el codo.

Aquella no era la canción de Rafe, la canción de invierno lúgubre y de tonos grises que había tocado esa mañana. Aquella era la canción que Kate había oído en el barco de la condesa, la que resultaba al mismo tiempo histérica y fascinante. Era la canción que sonaría mientras el mundo ardía. Magnus el Siniestro estaba cerca.

Había un imp al fondo del pasillo. Cuando se aproximaron, la criatura abrió una puerta, dejando salir la música a raudales. Rourke le apoyó una mano en los riñones y Kate se sintió impulsada hacia delante como si fuese la cena echada en la jaula de un animal. Un ruido a sus espaldas le indicó que la puerta se había cerrado.

Kate se detuvo tambaleándose. El violín quedó en silencio. La chica se hallaba en un estrecho camino de grava rodeado de selva. A su alrededor había plantas crasas y de hojas gruesas, altas palmeras de tronco espinoso, helechos con frondas en forma de abanico y plantas con flores de color naranja, rojo, amarillo y púrpura apiñadas en abundancia. El aire era cálido y húmedo. Kate alzó la vista y vio la cúpula de cristal del invernadero. El calor había empañado los vidrios, impidiendo ver el mundo exterior.

El camino de grava se alejaba haciendo eses, y una voz habló desde las profundidades de la selva:

—Ven aquí, niña.

Kate se estremeció; conocía esa voz. Era la voz del ser que había poseído a la condesa, una voz fría, antigua y salvaje.

—No estoy acostumbrado a pedir las cosas dos veces.

Kate avanzó muy despacio. La grava crujía bajo la suela de sus botas nuevas. Contuvo la respiración. Le ponía nerviosa pensar que pronto vería a quien hablaba. Al doblar un recodo del camino, la jungla se abrió y reveló el fondo del invernadero. Allí, rodeado de una selva tropical, había un anciano en una silla de ruedas con una manta sobre las rodillas.

Era la persona más vieja que Kate había visto jamás, más esqueleto que hombre. Su carne parecía haber sido absorbida y el cuerpo había empezado a desmoronarse, aunque la cabeza y las manos resultaban grotescamente grandes. La piel, de un desagradable tono verdoso, colgaba cubierta de costras. Parecía haberse arrastrado fuera de una tumba. El anciano levantó la cabeza llena de bultos, y Kate vio que sus ojos estaban nublados por las cataratas. Chasqueó los dedos y apareció una butaca frente a él.

—Siéntate.

Kate no se movió. Oyó un siseo y notó que tiraban de ella y la sentaban a la fuerza en la butaca.

—Eso está mejor.

Curiosamente, su voz seguía siendo la que Kate recordaba del barco de la condesa, llena de energía y pasión. Pero ¿podía ser Magnus el Siniestro aquella criatura encogida y de manos nudosas? La muchacha había construido en su mente la imagen de Magnus el Siniestro como una fuerza de poder y maldad casi inimaginables, no como aquel ser destrozado y destruido de ojos lechosos.

El anciano sonrió, mostrando una boca llena de dientes amarillentos y rotos.

—¿Te preguntas cómo puede ser Magnus el Siniestro esta cosa consumida que tienes ante ti? —preguntó—. ¿Cómo puede reclamar semejante poder e inspirar semejante lealtad y terror? Cabría preguntarse cómo una jovencita, poco más que una niña, podría contener en su interior la capacidad de remodelar el tiempo. No debemos dejarnos engañar por las apariencias. El poder es el poder. Por otra parte, la apariencia exterior puede modificarse en un instante —acabó, chasqueando los dedos otra vez.

Un espejo apareció en el aire, y Kate vio que le devolvía la mirada una vieja con el pelo blanco cuya cara estaba tan arrugada que la piel parecía desaparecer de los huesos. Ahogando un grito, Kate levantó las manos y vio que tenía los nudillos hinchados y las uñas gruesas y en forma de garra. Antes de que pudiese soltar un chillido, el anciano volvió a agitar la mano, y al mirarse en el espejo Kate vio que su rostro había recuperado la normalidad.

—No deposites tu confianza en las apariencias, niña.

El corazón de Kate palpitaba con fuerza, y el anciano se rio por lo bajo. La chica trató de obligarse a mantener la calma. Aunque fuese realmente Magnus el Siniestro, no podía saberlo todo acerca de ella. Faltaba un siglo para que se encontrasen en el barco, en Cascadas de Cambridge. Para salir de aquel trance solo debía guardar silencio.

El anciano ladeó la cabeza como si oyese una melodía lejana.

—Ya nos conocemos, ¿verdad? Es decir, nos conoceremos.

Kate no dijo nada. ¿Le adivinaba aquel hombre los pensamientos?

El viejo brujo siguió hablando:

—La Protectora del Atlas. Por supuesto, lo supe en cuanto llegaste a la ciudad. No podía saber en qué lugar exacto estabas, pero sentía tu presencia. ¡Qué halagüeño que estés aquí precisamente esta noche! Dime, niña, ¿sabes por qué es tan importante esta noche?

—La… Separación —contestó Kate, aliviada de hablar de un tema seguro—. El mundo mágico desaparece a medianoche.

—Así es. Nos ocultaremos. Les cederemos el mundo a los no mágicos solo porque nos odian por nuestro poder y porque hay diez mil de ellos por cada uno de nosotros.

Kate no supo cómo responder, así que no dijo nada.

—Quienes desean que nos retiremos dicen que la época en que la magia gobernaba el mundo quedó atrás hace tiempo, que nuestra única esperanza de supervivencia es la Separación, la retirada, escondernos como niños asustados. En parte, estoy de acuerdo. —La silla de ruedas del hombre se acercó—. No tiene sentido vivir en igualdad de condiciones con los que nada saben de magia. No somos iguales y nunca lo seremos. Pero la magia puede gobernar el mundo una vez más. Lo único que hace falta es voluntad y poder. Yo tengo la voluntad. Y pronto, muy pronto, tendré el poder.

Hasta entonces, Kate solo pensaba en protegerse, en revelar lo menos posible. Ahora, de pronto, empezaba a comprender.

—Preví todo esto tiempo atrás. Vi que la magia desaparecería gradualmente, que el creciente mar de humanidad se tragaría a los nuestros. Intenté que otros me escuchasen. Pero el mago luchó contra el mago. El duende luchó contra el enano, el cual luchó contra el dragón. Nadie se enfrentaba al auténtico enemigo. Y el poder que necesitábamos estaba ahí. Hasta había sido reunido en un lugar, como si esperase a que yo me apoderase de él.

—Los Libros de los Orígenes —susurró Kate.

—Exacto. A pesar de sus conocimientos, los brujos de Rhakotis eran unos insensatos. Habían escrito los Libros solo para que el mundo supiese que los habían escrito, y no para utilizarlos realmente. Aun así —dijo el anciano, meneando su monstruosa cabeza—, los miembros del consejo eran poderosos. Durante siglos fueron demasiado fuertes para atacarlos. Pero por fin llegó mi día, y ayudé a Alejandro, el señor de la guerra, a conquistar la ciudad.

—Se asoció con un humilde ser humano —dijo Kate, incapaz de contenerse—. Creía que los odiaba.

Magnus el Siniestro se encogió de hombros.

—La guerra hace extraños compañeros de cama, y además lo maté poco después.

—Pero no consiguió los Libros, ¿verdad?

El anciano movió sus ojos blancos hacia Kate, que notó que un peso invisible se instalaba sobre su pecho. El rostro del hombre no mostraba emoción alguna. El peso aumentó. Kate estaba decidida a no gritar ni pedir clemencia, pero el peso crecía y crecía, y al final, cuando aún le quedaba aliento, gritó:

—¡Pare! ¡Por favor!

El peso desapareció y la chica respiró, jadeando en silencio.

—Tienes razón, niña —dijo, continuando como si nada hubiese ocurrido—, cuando llegué a la cripta de Rhakotis los Libros habían desaparecido. Los he buscado durante dos mil quinientos años. Mientras, los seres humanos se han hecho más fuertes y el mundo mágico se ha debilitado. ¿Cuál es la gran solución ahora? Vamos a escondernos. Sin embargo, yo no me he rendido. Aún encontraré los Libros, y la humanidad temblará. Tu llegada solo es la primera señal. Dime, ¿dónde están los otros dos?

—No lo sé.

Él se echó a reír.

—No creo que seas del todo sincera.

Dobló un dedo nudoso, y Kate sintió que la magia crecía en su interior. Trató de rechazarla, pero el hombre era demasiado poderoso. El invernadero desapareció, y Kate se encontró en otro lugar muy distinto. Y entonces vio a Michael. Kate apenas pudo contenerse para no gritar su nombre. El fuego se arremolinaba alrededor del niño, que agarraba con firmeza un libro con una cubierta roja de piel. La muchacha sabía que no estaba realmente allí, que Michael no podía verla. Entonces, con la misma rapidez, Kate volvió al invernadero y sintió que la magia se asentaba en su interior.

—¿Lo ves, niña? Sí que lo sabes. Esa era la Crónica, el Libro de la Vida. ¿Y el que la sostenía era tu hermano?

Kate se aferró a los brazos de su butaca y no dijo nada.

—Examinaremos eso más tarde. Existen otras cuestiones aún más apremiantes. —Su silla de ruedas se adelantó unos centímetros más, y el hombre le acercó su gigantesca cabeza—. Y es que la Separación no es la verdadera razón por la que esta noche es significativa. Esta noche es significativa porque voy a morir —dijo, mostrando de nuevo su sonrisa irregular y amarilla.

—¿Qué?

Fue todo lo que Kate pudo decir. Era vagamente consciente de la presencia de una gran serpiente roja que se deslizaba por la selva a su derecha. El viejo brujo se rio por lo bajo.

—¿Te sorprende? ¿Acaso creías que Magnus el Siniestro era inmortal? La muerte es el mar al que fluye toda el agua. Los duendes pueden vivir miles de años. Los enanos, unos cuantos siglos. Los brujos y las brujas estamos demasiado cerca de los seres humanos, por lo que podemos sobrevivir uno o dos siglos. Si queremos vivir más tiempo debemos recurrir a medidas más… drásticas. Aquí donde me ves, tengo trescientos cuarenta y un años, y esta noche, por fin, moriré.

—Pero… no lo entiendo. Lo conocí… en el futuro.

—Me conociste, sí, y sin embargo conociste a otro. ¿Qué pasa cuando muere un rey? Un nuevo rey ocupa su lugar, adquiriendo todos los títulos y poderes del viejo, heredando el cargo del muerto. Magnus el Siniestro es un hombre, pero también muchos hombres.

—Soy el noveno Magnus el Siniestro. Fui elegido de niño. No tenía conocimiento de quién era ni de cuál sería mi destino. Sentí la llamada. Y cuando tomé conciencia de mí mismo no solo adquirí el título de Magnus el Siniestro, sino también los poderes y recuerdos de los ocho que me precedieron. Cuando muera esta noche, renaceré una vez más y le transmitiré a mi sucesor todo mi poder y mis recuerdos. Él nos llevará a todos adelante. Será el más grande y poderoso de todos nosotros. También será el último. A él le corresponderá conseguir que el mundo vuelva a ser lo que tiene que ser. Y no fracasará.

Kate sacudió la cabeza; el calor de la sala la atontaba.

—¿Hay… otro? ¿Otro Magnus el Siniestro? —Mientras hacía la pregunta la asaltó una idea terrible, acompañada de una punzada de terror—. ¿Quién es?

—Un chico. Siempre es un chico que ignora su poder y su destino. Pero hay poder en él incluso ahora. Otros lo notarán…

Kate no podía respirar; el calor y la humedad de la sala la ahogaban. Le entraron ganas de arrancarse el cuello del vestido. No era posible. ¡No podía ser!

El viejo brujo siguió hablando:

—He tardado años en seguirle la pista hasta esta ciudad, pero alguna magia sigue ocultándolo a mi vista. Rourke ha buscado al chico a lo largo y ancho de la isla, y sin embargo se nos continúa escapando. Sin duda, quien lo esconde cree estar protegiéndolo. —Agitó la mano, descartando el asunto—. No importa. El chico vendrá a mí esta noche. Se verá arrastrado hasta aquí. No puede escapar de su destino. Vendrá, y la cadena no se romperá.

Kate notó que se aferraba a los brazos de su butaca como si pudiese caerse hacia delante.

—¿Cómo… cómo se llama?

La antigua criatura sonrió, y Kate intuyó que había estado esperando ese momento.

—Preguntas eso, niña, pero ya lo conoces. Su presencia te rodea. La he percibido en cuanto has entrado por esa puerta.

Los ojos lechosos del anciano se despejaron y Kate los miró horrorizada, pues ardía en ellos el mismo tono verde esmeralda que había visto por la mañana en los ojos de Rafe, cuando el chico le manchó las mejillas de hollín.

—Vendrá —susurró el anciano—. Vendrá, y Magnus el Siniestro volverá a vivir.

Un imp entró en el invernadero y levantó a Kate de la butaca. El viejo Magnus el Siniestro dijo:

—Llévala a una habitación y vigílala. Será mi invitada en la ceremonia de esta noche.

Al salir al pasillo notó una corriente de aire frío. Cuando llegó a las escaleras, oyó el acento irlandés de Rourke:

—Yo me llevaré a la moza.

Pasó de los brazos del imp a los del hombre enorme. Luego oyó unos gritos que subían por las escaleras y se vio arrancada de su aturdimiento, pues la voz que gritaba abajo era la de Rourke, y sin embargo Rourke estaba junto a ella. El imp pareció percatarse también de lo extraño de la situación. Entonces, sin previo aviso, Rourke le asestó una fuerte patada en el pecho al imp, que salió disparado y atravesó el cristal de la ventana. Se oyeron las pisadas de unas botas que subían las escaleras. Kate vio un brillo trémulo en el aire, delante de Rourke, y de pronto junto a ella no estaba Rourke, sino Rafe.

—Lo siento por el imp —dijo el chico—. ¿Tienes ganas de correr?