13. Hola, Conejo

Como cabía esperar, Gabriel quiso ir en lugar de Michael. Dijo que las advertencias del guardián no tenían sentido.

—¿Por qué deberíamos aceptar la palabra de un chiflado que come escarabajos como si fuesen golosinas?

—Eso lo dirás tú —murmuró el guardián—. No los has probado.

—Como mínimo, deberíamos ir juntos.

Seguían en la cima de la torre, Emma aún paralizada. Solo el cielo había cambiado, pasando de un negro como el carbón a un azul intenso y oscuro. Michael se mantuvo firme:

—No podemos ir los dos. ¿Y si el dragón nos mata? Nadie podría cuidar de Emma. Y si vas tú solo y mueres, yo no podré sacarla de aquí. Yo tengo que ir y tú tienes que quedarte. Así son las cosas.

—¿Y si el dragón no te obedece? —dijo Gabriel—. ¿Entonces qué?

«Se está refiriendo a la posibilidad de que me mate», pensó Michael.

—Entonces llevas a Emma con el doctor Pym.

—Podemos ir a buscar al brujo ahora y regresar cuando tu hermana esté bien. No hay ninguna necesidad de asumir un riesgo como este.

El niño negó con la cabeza. No tenían modo de saber lo que había sucedido en Malpesa después de su marcha. ¿Y si el doctor Pym solo había retrasado el avance de Rourke? El calvo podía estar ya sobre la pista de la Crónica. Michael estaba dispuesto a arriesgarse a abandonar el libro cuando no había otro modo de salvar a Emma, pero ahora conseguir el libro parecía ser también la forma más segura y rápida de despertar a su hermana. Era un riesgo que tenían que correr. Aunque Michael tuviese que entrar solo en el volcán.

Al fin y al cabo, había resuelto el enigma de las pociones en Malpesa. ¡Bien podía hacer esto!

Al final ganó Michael, pues tenía razón y Gabriel lo sabía.

Gabriel se arrodilló y se sacó un cuchillo del cinturón. Dijo que era un regalo de Robbie McLaur, el rey de los enanos de Cascadas de Cambridge. La hoja, muy larga y ligera, cortaba el hueso con tanta facilidad como si fuera papel. Resultaría inútil contra un dragón, y ni Michael ni Gabriel lo ignoraban. Aun así, Michael le dio las gracias y se lo metió en su propio cinturón. Se sentía mejor por el simple hecho de llevar acero fabricado por los enanos.

—Mi gente tiene un refrán. —Gabriel le apoyó una pesada mano en el hombro—: solo se muere una vez.

Michael se preguntó si debía considerarlo alentador.

—Supongo que… me alegro de saberlo.

—¿Recuerdas la primera mañana en mi cabaña, cuando os salvé de los lobos?

—Sí.

—Habías delatado a tus hermanas ante la condesa confiando en que ella te ayudase a encontrar a tus padres. ¿Te acuerdas de eso?

Michael clavó la mirada en el suelo. ¿Que si se acordaba? El recuerdo lo atormentaba. Era lo peor que había hecho en su vida. Por su propia debilidad y estupidez, había estado a punto de perder lo más importante para él, es decir, el amor de sus hermanas. No podía pensar en ello sin sufrimiento, y sin embargo, en los ocho meses transcurridos desde que estuvieron en Cascadas de Cambridge, Michael había recordado lo que había hecho una y otra vez, odiándose y maldiciéndose, y acabando siempre con la promesa de que nunca volvería a fallarles a Kate y Emma, pasara lo que pasara.

—Mírame.

Michael levantó los ojos hasta los de Gabriel.

—Cada día decidimos con nuestras acciones quiénes somos. Tú ya no eres aquel niño. Tus hermanas tienen suerte de tenerte como hermano. Y es un honor para mí poder llamarte amigo.

A Michael se le hizo un nudo en la garganta que le impedía hablar. Solo pudo asentir en señal de agradecimiento. Luego se enjugó el rostro y abrazó a su hermana, aplastándole los brazos delgados contra los costados y susurrando:

—Regresaré pronto.

Se volvió y siguió al último guardián escaleras abajo.

En la amplia sala de la planta baja, Michael se quedó mirando la boca del túnel mientras el guardián giraba una manivela fijada a una de las columnas. Una cadena produjo un sonido metálico, y la reja de hierro empezó a levantarse.

—La dragona se dará cuenta de que vas.

—¿Es una chica?

—Oh, sí. Bueno, no te pasará nada siempre que seas el auténtico Protector. Ella sirve al libro, y el libro sirve al Protector.

—Vale.

—Si no eres el auténtico Protector, lo más probable es que te coma.

—Vale.

—Puede que te ase primero.

—Vale.

—O que te engulla sin más.

—Ya lo he entendido.

La reja estaba arriba. Michael notó el calor que lo envolvía.

—No cierres la reja —dijo, y empezó a bajar las escaleras.

Era igual que en su sueño.

El largo túnel…

La luminosidad roja a lo lejos…

El calor brutal que abrasaba la garganta…

La diferencia era que aquello no era ningún sueño y que Michael sabía qué lo aguardaba.

El túnel dibujaba una curva a pocos metros de la reja y luego avanzaba en línea recta hacia abajo. La porosa roca negra resultaba tibia al tacto, y una acidez sulfurosa impregnaba el aire. Al principio, Michael se mantuvo en movimiento pensando en Emma, paralizada en la cima de la torre. Sin embargo, la atracción de la Crónica se volvía más fuerte a cada paso, y pronto fue la única que necesitó. El túnel empezó a ascender y surgió un olor nuevo que Michael nunca había percibido y que solo pudo atribuir al hedor de un dragón.

Sabiendo que ya se hallaba cerca, Michael se arrodilló y sacó La enciclopedia de los enanos con manos temblorosas. En el libro, G. G. Greenleaf había escrito varios pasajes acerca de los dragones, y el niño no tardó en encontrar los apartados correspondientes. Leyó:

Los dragones destacan por su sed de oro, ¡que no es mala cualidad tomada con moderación! […] Los dragones son inmunes al fuego, por supuesto […] Los dragones son muy vanidosos; lo cierto es que, si alguien tuviese que decidir quién es más vanidoso, si un dragón o un duende, no quisiera ser yo quien lo hiciera (pista: ¡un duende!) […] Nunca hay que conversar con un dragón, ya que son mentirosos y timadores ancestrales. De todos modos, si alguna vez llegas a hablar con un dragón, ya debes estar tostado […] ¡Nunca jamás llames «gusano» a un dragón, aunque lo esté pidiendo a gritos!

Michael cerró el libro de golpe. No se sentía mejor. Se disponía a levantarse cuando su pulgar encontró el borde rígido de la foto que Hugo Algernon le había dado. La sacó, y su padre le sonrió desde las profundidades del pasado. Michael sintió un duro nudo de tristeza en el pecho. ¿Llegaría a reunirse con su padre? ¿Llegaría alguna vez el día en que se sentasen, tal como Michael había imaginado muchas veces, y hablasen de su amor por todo lo relacionado con los enanos, el día en que su padre le dijese a Michael lo orgulloso que se sentía de él? Agachado en aquella cueva apestosa y asfixiante, a escasos metros de la guarida de un dragón, el muchacho pensó que ese día parecía muy, muy lejano.

Michael deslizó la foto en el libro y luego, obedeciendo a un impulso, lo hojeó y lo abrió por una página diferente, en la que leyó:

En la primavera de ese año, las hordas de monstruos marcharon sobre las tierras de los enanos, quemándolo y saqueándolo todo a su paso. El rey Matador Killick reunió a un ejército y salió al encuentro de los monstruos. Un joven caballero que cabalgaba junto al rey le preguntó cuál era el secreto de su largo y fructífero reinado. El rey Killick respondió: «Un gran jefe no vive en su corazón, sino en su cabeza».

Era la cita que, según Hugo Algernon, le encantaba a su padre. A Michael también le encantaba y trataba de reflejarla en su vida. Siguió leyendo:

«Las emociones nublan el cerebro —explicó el rey—. Aquel que vea con mayor claridad triunfará siempre». Por desgracia, hacía buen día, y Killick había optado por cabalgar sin el yelmo. Justo entonces un monstruo saltó desde un árbol y partió por la mitad su noble cabeza. Pero consolémonos sabiendo que, aunque los monstruos aplastaron al ejército, arrasaron los campos y cambiaron el nombre de la capital de Killick por el de Ciudad de los Monstruos, mostrando así las típicas dotes de los monstruos para poner nombres, las palabras del gran rey siguen vivas y constituyen una lección para todos nosotros.

Michael cerró el libro y se puso en pie, sintiéndose fortalecido. Deslizó La enciclopedia de los enanos en su bolsa, junto a la diadema de oro que había cogido de la escultura de la duende, y se colocó bien las gafas. «Ha llegado el momento», se dijo con aplomo.

Veintisiete pasos nerviosos e inseguros después, entraba en la caverna.

Gabriel estaba en la cima de la torre. Le había limpiado a Emma el barro de las mejillas y los últimos trozos de helecho del cabello. No podía dejar de preguntarse si había hecho bien en dejar que Michael entrase solo en el volcán. ¿Lo habría aprobado el brujo? Después de tanto tiempo, ¿había cometido un error cuando más importaba?

Quince años atrás, Gabriel había estado a punto de morir mientras luchaba en Cascadas de Cambridge. Los enanos del rey Robbie McLaur lo habían encontrado y le habían salvado la vida. Más tarde, mientras se recuperaba en su pueblo, el brujo Stanislaus Pym había ido a verlo. Le había hablado a Gabriel de Magnus el Siniestro, de sus ansias de hacerse con los Libros de los Orígenes y de lo que aquello significaba para los niños.

—El enemigo sabe que los niños lo conducirán a los Libros e irá tras su pista.

Estaban en otoño, hacía fresco y Gabriel acababa de empezar a caminar sin muletas. El brujo había seguido:

—Nuestra única esperanza es encontrar los Libros antes. Haré todo lo que pueda, pero necesito a alguien fuerte a mi lado, a alguien que se preocupe por los niños.

Gabriel estaba a punto de responder que podía contar con él, pero el brujo le puso una mano en el hombro.

—Quiero que entiendas lo que pido. Ha empezado una guerra que durará años, y te necesitaré cada día de ese tiempo. Pese a toda tu fuerza, eres un hombre, con los años que un hombre tiene por delante. Este es el momento en el que buscarías esposa y fundarías una familia. Quiero que sepas a qué estarías renunciando.

Allí, en el bosque que dominaba su pueblo, Gabriel había pensado en la vida que podía ser suya. Luego había pensado en Kate, Michael y Emma, sobre todo en esta última, que le había llegado al corazón de un modo que nunca creyó posible.

—¿Seguro que el hallazgo de los Libros mantendrá a los niños a salvo?

—Sí.

—Entonces estoy a tus órdenes.

Nunca había lamentado su decisión. Su único miedo había sido no cumplir con su obligación. Con esa idea en mente se volvió para bajar al volcán, para ir en busca de Michael y ayudarlo como pudiese. En ese preciso instante recibió un golpe demoledor en la parte posterior de la cabeza.

La caverna era más o menos circular y debía de medir unos quince metros de diámetro. Su techo desaparecía en la oscuridad, y un gran lago de lava ocupaba casi todo el suelo. Un estrecho cerco de roca negra recorría la base de las paredes. Al otro lado del lago, Michael pudo distinguir la boca de otro túnel. No se veía al dragón por ninguna parte.

Michael se aproximó al borde del lago; los ojos le lloraban por el calor y el humo. Se quedó mirando la superficie burbujeante y pensó: «Estás de broma».

La atracción del libro era más fuerte que nunca, y la fuente estaba, sin duda alguna, dentro del lago de lava. ¡La orden había metido el libro en un lago de lava! Casi no podía creerlo. En realidad, no lo habría creído si la fuerza que tiraba de él no hubiese sido tan intensa. Debía reconocer que tenía sentido, aunque fuese absurdo. Suponiendo que la lava no dañase el libro, y así debía ser, los guardianes debían de haber planeado que la roca fundida sirviese de última línea de defensa.

«Genial —pensó Michael—. Pero ¿cómo voy a sacarlo?».

El niño comenzó a mirar a su alrededor, en busca de algún palo largo.

—Hola, Conejo.

Michael retrocedió a trompicones, tropezando y pelándose la palma de la mano contra el suelo rocoso. Una risita profunda y felina resonó contra las paredes de la caverna.

—¡Madre mía! ¡Eres un conejito muy torpe!

Michael miró hacia arriba. Tenía cierta idea del lugar de procedencia de la voz y distinguió a duras penas una gran silueta contra la roca negra del techo. El dragón colgaba boca abajo como un murciélago.

—¡Qué… quédate donde estás! ¡No bajes!

—¿Un conejo entra en mi casa y empieza a darme órdenes? ¿Dónde has aprendido esos modales? Además, tienes una nariz rarísima. La veo muy bien desde aquí.

Esto último sonaba un tanto extraño en boca de un dragón, pero Michael, que se levantó como pudo, no se dio cuenta. Había tenido tiempo de respirar hondo varias veces y recordarse a sí mismo que el dragón debía obedecer sus órdenes. Mientras el pánico remitía, una frase de G. G. Greenleaf acudió a su mente: «Los dragones son inmunes al fuego». De pronto Michael supo cómo iba a conseguir la Crónica: el dragón iría a buscarla para entregársela a él.

«El viejo G. G. —pensó Michael—, siempre ahí cuando lo necesitas».

—Tienes razón —dijo en un tono más suave—. Lo siento. Es que me has sorprendido. Me presentaré… Me llamo Michael P… Wibberly.

—¿Pe Wibberly? Qué nombre tan raro.

—No, solamente Wibberly. Sin P.

—Bueno, pues es un placer, Michael Solamente Wibberly. No recibo muchas visitas.

—¿De verdad? —dijo Michael—. Pues ellas se lo pierden.

Ganaba más confianza con cada segundo que pasaba y, de hecho, tenía la impresión de estar comportándose muy bien. «Aquí estoy —pensó—, hablando con un dragón como si tal cosa». Decidió que tras hacerse con la Crónica le pediría al dragón que posara con él para una foto y echó un vistazo a su alrededor en busca de una roca en la que poder apoyar la Polaroid.

—Gracias, Michael Solamente Wibberly. Quiero que sepas que voy a recordar lo educado que eras después de haberte devorado.

Michael dijo:

—¿Cómo?

—He dicho que voy a recordar lo educado que eras después de haberte devorado. Ese es el plan, ¿sabes?

«Que no cunda el pánico —se dijo Michael—. No sabe que eres el Protector».

—Me temo que no puedes devorarme —respondió con más seguridad de la que tenía.

—¿Acaso no eres el conejo más listo de todos? Pero te equivocas. Puedo hacerlo, debo hacerlo y voy a hacerlo. La verdad es que no tengo otra opción.

Michael oyó el sonido de unas uñas duras como el hierro arañando la roca y el deslizamiento metálico de las escamas. El gran lagarto se estaba desenroscando desde el techo. De pronto, Michael se sintió muy pequeño. Una idea acudió a su mente: tal vez Gabriel lo hubiese seguido dentro del túnel y fuese a salir de un salto en ese momento para protegerlo.

«No seas tonto —pensó—. Estás solo. Gabriel quería venir y le has dicho que no lo hiciera. Es culpa tuya, por ser tan aficionado a discutir. Concéntrate».

—Escucha, dragón. —Había llegado el momento de adoptar un tono de voz más severo, como el que cabría utilizar con un cachorro obstinado—. No vas a devorarme, ¿me oyes? ¡No puedes! ¡Así que quítatelo de la cabeza! ¡Soy el Protector!

—¿Quién?

—¡El Protector! ¡El Protector de la Crónica! ¡Por eso estoy aquí! ¡Se supone que tienes que ir a buscarla para entregármela a mí!

—¿De verdad?

El dragón parecía sinceramente sorprendido.

—¡Sí! ¡La necesito para ayudar a mi hermana!

—¿Fue a tu hermana a quien me llevé del claro? Me había parecido observar cierto parecido familiar, aunque ella parece haber escapado a la tragedia de tu nariz. Bueno, ¿prefieres que te coma crudo o que te ase un poquito antes?

—¡Debes hacer lo que yo diga! ¡Lo ha dicho ese hombre, el guardián!

Una carcajada resonó en la caverna.

—¡Ese hombre y sus mentiras! Deja que te haga una pregunta, Conejo. ¿Te ha contado lo que les sucedió a los demás miembros de la orden? ¿Acaso te ha dicho por qué está solo aquí, conmigo como única compañía?

A Michael empezaba a dolerle el cuello de tanto mirar hacia arriba.

—¡Eso no tiene nada que ver! —exclamó, irritado—. Baja y tráeme la Crónica; luego haremos una foto rápida…

—¿Te ha contado que se convenció de que la Crónica era suya y luego asesinó a dos de sus camaradas en plena noche?

Michael no se movió. A pesar del calor tremendo que hacía en la caverna, notó cómo un escalofrío le recorría la espalda.

—Pero eso no es lo que pasó.

—Oh, sí que lo es, te lo aseguro. Sin embargo, uno de sus camaradas se las arregló para escapar, y mi amo lleva mucho tiempo temiendo que regrese con aliados con objeto de reclamar el libro. Ahí es donde entro yo, por supuesto, para ayudarle a defender su ensangrentada presa.

—No, eso… ¡No! ¡Uno de los otros guardianes se volvió loco! ¡Y tú estás aquí para proteger la Crónica de los duendes! Por eso te incubó. ¡Los miembros de la orden trajeron un huevo desde Rhakotis! ¡Nos lo ha dicho!

Michael se ordenó a sí mismo mantenerse firme y no dejarse engañar por las artimañas del dragón. Aunque la risa de la criatura, que llenaba la caverna, no ayudaba demasiado.

—¿Proteger el libro de los duendes? ¿Por qué iban a querer los duendes un libro tonto y viejo? Y no incubó ningún huevo para que naciera yo, eso puedo asegurártelo. —El tono del dragón se volvió extrañamente sombrío—. Pero tienes razón; los duendes no lo molestarán. ¿Te gustaría saber por qué?

—No tengo ningún interés en continuar oyendo más mentiras de las tuyas.

El dragón murmuró:

—Otra vez esos malos modales. —Sin embargo, siguió adelante, como si Michael hubiese pedido que le contase la historia—: ¿Sabes, Conejo?, después de matar y alejar a sus camaradas, mi amo no estaba en su sano juicio. Veía enemigos por todas partes. Y los duendes estaban cerca de este lugar y eran fuertes. Se le metió en la cabeza que codiciaban su tesoro. Así que un buen día sorprendió a la princesa de los duendes en el bosque; su reino está al otro extremo del valle. La engañó, le echó una maldición y la mantiene cautiva desde entonces. No la verás, pero está aquí. Los duendes no se atreven a atacar.

—¿Y ni siquiera… querían el libro?

—No. Así que el tonto de mi amo está a salvo de un enemigo que no era un enemigo y su tesoro está a salvo de unas gentes que jamás lo quisieron. ¿Acaso no es una locura? Y ahora te ha engañado para que vinieras aquí. Pobre conejo con mala estrella.

—Mientes. Eso es lo que hacen los dragones. Mienten.

—Bueno, hagamos una pequeña prueba, ¿te parece bien? Dame una orden y veamos si tengo que obedecerla. Será divertido.

A Michael empezaba a no gustarle mucho todo aquello. Quería conseguir el libro y acabar de una vez. Decidió que prescindiría de la foto.

—Estoy esperando, Conejo. Dame una orden.

—Ve… ve a buscarme la Crónica.

—Hummm, no.

—¡Te he dicho que… vayas… a… buscar… la… Crónica! —repitió Michael, tratando sin éxito de eliminar el pánico de su voz.

—Te he oído la primera vez, Conejo. No hace falta que grites.

—¡Pues ve a buscarla!

—Ve a buscarla tú.

—¡Para!

—¿Qué pare de qué? ¿Que pare de ir a buscar la Crónica, o que pare de hablar?

—¡Para de hablar!

El dragón se echó a reír.

—Te pones muy mono cuando te enfadas.

Michael temblaba de pies a cabeza. Tenía los puños apretados, y en sus ojos brillaban lágrimas de frustración. No podía ser cierto; no podía…

—Pero ¿por qué iba a…? ¿Por qué…?

—¿Por qué iba a mentir él? ¿Por qué iba a enviarte aquí abajo? Aunque no puedo adivinarle los pensamientos, sí que siento lo que siente él. Estamos conectados, ¿sabes? Al parecer, lo pone nervioso un compañero tuyo, un tipo grande y fornido, y por eso ha intentado que los dos os confiarais. Así que ha hecho que os encontraseis con Bert.

—Pero… él es Bert…, ¿no?

Michael vio que la figura del dragón se movía por el techo en la oscuridad. La criatura era aún más grande de lo que recordaba.

—Sí y no. También es Xanbertis, asesino y perjuro, y quiere que yo te mate. Así que te lo preguntaré de nuevo y, por favor, deja de mirar hacia el túnel porque no vas a ir a ninguna parte: ¿prefieres que te coma vivo o asado? Yo, por mi parte, prefiero asarte. Así hay menos que limpiar después.

Michael oyó que a la criatura le sonaban las tripas.

—Es… escucha —balbució—, no te precipites…

Mientras hablaba, Michael buscaba en su bolsa algo que pudiese quitarle al dragón de la cabeza la idea de devorarlo. Sus dedos palparon la navaja, la brújula, la cámara de fotos, La enciclopedia y la insignia que lo proclamaba Real Protector de las Tradiciones y la Historia de los Enanos. Todos aquellos objetos eran inútiles, sin valor alguno.

—Si te retienen contra tu voluntad, tengo un amigo que es un poderoso brujo…

Correr carecía de sentido; el dragón lo atraparía en un instante. Pero tenía que haber algo, lo que fuera…

—¡Espera! ¡Te daré esto!

Michael había cerrado el puño en torno a la diadema de oro procedente de la escultura de hielo. No era gran cosa; en realidad, era muy poco para entregar a cambio de su vida. Sin embargo, era lo único que tenía. Además, G. G. Greenleaf decía que los dragones tenían sed de oro y G. G. Greenleaf nunca se equivocaba.

Aun así, Michael no estaba preparado para lo que sucedió a continuación.

En cuanto la diadema salió de su bolsa, el dragón soltó un rugido tan feroz que Michael sintió como si una ráfaga de viento chocase contra su cuerpo. Vio una borrosa imagen dorada que se dirigía volando hacia él, un destello de colmillos y garras, y se apartó aterrado. Sin pensar, y esa fue la acción que sin duda le salvó la vida, estiró el brazo y amenazó con arrojar la diadema de oro al lago de lava.

—¡La dejaré caer!

El dragón aterrizó a menos de medio metro; el impacto hizo que la roca se estremeciese. Michael notó que la respiración de la criatura le rizaba el pelo de la nuca como si fuese el calor de un horno. De cerca, el dragón olía a metal quemado, a azufre y a algo que Michael no conseguía identificar, algo que parecía… ¿perfume?

Durante unos instantes, el joven y el dragón permanecieron inmóviles, sin pronunciar palabra.

—Pues déjala caer —dijo el dragón al final—. No me importa.

—¡Sí, sí que te importa! —exclamó Michael, con una voz tan temblorosa como sus manos y sus piernas—. ¡La lava la fundirá en un segundo! ¡La dejaré caer, y nunca la conseguirás!

—Si haces eso —dijo el dragón—, te mataré.

—¿No vas a matarme de todos modos?

—Cierto. Pero, ya que tienes que morir, al menos dame la diadema. No seas mal perdedor.

A Michael ya se le estaba cansando el brazo. Bajó la vista y vio una gran garra a solo unos centímetros de su pie derecho. Para sorpresa de Michael, había una banda de oro, como una pulsera, apretada en torno a la pata delantera del dragón. ¿Por eso ansiaba tanto la diadema? ¿Para que hiciese juego con la que tenía? G. G. Greenleaf estaba en lo cierto: sin duda, los dragones eran criaturas vanidosas.

—Vamos, Conejo. Dame la diadema, y prometo asarte muy deprisa y por igual.

—¡Espera! ¡Quiero ver la Crónica! He venido de muy lejos. Si voy a morir, quiero verla al menos una vez. ¡Tienes que concederme eso!

—¿Y entonces me darás la diadema?

—Sí.

—¿Lo juras?

—Sí.

—¿Y por qué me lo podrías jurar? ¿Qué es lo más importante para ti?

—Mis hermanas —dijo Michael sin vacilar—. Lo juraré por ellas.

—Entonces, Conejo, trato hecho.

Michael oyó el rechinar de las garras empujando rocas, y al volverse vio que el dragón se lanzaba al aire. Permaneció inmóvil sobre el lago unos instantes; sus escamas doradas reflejaban el resplandor rojo de la lava. Tenía extendidas las alas correosas, y su cola acorazada se movía rápidamente hacia uno y otro lado. Michael ahogó un grito, pues el dragón era imponente. Luego la criatura se zambulló y desapareció, como una foca, en el lago burbujeante.

Michael dejó caer la diadema en el suelo rocoso y echó a correr.

Corrió como jamás había corrido y jamás correría. De hecho, en aquel tramo de túnel entre la guarida del dragón y la fortaleza, Michael Wibberly, que nunca había ganado ni una sola carrera en el colegio, que siempre era elegido el último por todos los equipos (y solo si el otro equipo aceptaba alguna compensación, como por ejemplo hacer que una tortuga jugase como primera base), a lo largo de ese breve trecho fue el muchacho más rápido del mundo.

Pero no le sirvió de nada.

Al volver la última esquina se detuvo en seco, horrorizado. La reja situada sobre la boca del túnel estaba cerrada.

—¡Gabriel! ¡Gabriel! —gritó Michael, arrojándose contra los barrotes.

Unas botas bajaron los peldaños a toda prisa.

—¿Cómo es que sigues vivo?

Michael sintió que las fuerzas lo abandonaban. El guardián se hallaba al otro lado de la reja. En todos los detalles menos uno, el hombre tenía exactamente el mismo aspecto que cuando Michael lo vio por primera vez en la cima de la torre: los mismos harapos dispares, el pelo y la barba rebeldes. La única diferencia era que Michael no podía distinguir ni rastro de locura en su rostro; solamente había un triunfo regocijado y codicioso.

El hombre blandía un palo.

—Ese amigo tuyo tenía un cráneo muy grueso. He tenido que darle tres buenos golpecitos hasta que por fin se ha quedado en el suelo. Bueno, ¿dónde está ese dragón…?

Justo entonces se oyó un alarido de furia procedente de las profundidades de la montaña.

—Ooooooh… —dijo el guardián, riéndose por lo bajo.

—¡Déjame salir, por favor! ¡Déjame salir! ¡Me matará! Tú…

El hombre metió la mano por la reja y agarró a Michael de la camisa.

—¡Chaval, la Crónica es mía! La he guardado a lo largo de casi tres mil años. ¡Por ella he derramado la sangre de aquellos a los que más quería en el mundo! ¡Ni tú ni ningún otro la tendrá jamás! ¿Lo entiendes? ¡Jamás! —Se acercó más y clavó los ojos en el rostro aterrorizado de Michael—. Siempre me pregunté a quién enviaría contra mí mi viejo camarada. ¡He imaginado brujos, duendes guerreros, tropas de enanos con armaduras marchando sobre esta fortaleza para robar mi tesoro! ¡Y, al cabo de todo este tiempo, va y envía a un par de críos! ¡Vosotros erais sus grandes paladines!

El hombre empezó a carcajearse, y Michael se encontró revisando a la baja su opinión de la cordura del hombre. Oyó el estruendo de las pisadas del dragón que se acercaban.

—¿Sabes una cosa? —dijo Michael—, eres un idiota.

—¿Qué…? —El guardián dejó de reírse.

Eso fue todo lo que consiguió decir antes de que Gabriel, que se le había acercado sigilosamente por detrás sin que se diese cuenta, le asestase un porrazo en la cabeza con el mango de su machete.

Y entonces Michael se puso a gritar. En sus frases histéricas se mezclaban las palabras «dragón», «reja», «deprisa» y «deprisa, por favor». Gabriel subió las escaleras tambaleándose. Cuando se volvió, Michael vio la sangre que le cubría un lado de la cara y de la cabeza. Se oyó una crepitación en el túnel, el sonido del aire que se inflamaba. La reja empezó a levantarse despacio, despacio, y Michael pasó a rastras por debajo y liberó de un tirón la tira de su bolsa, atrapada en uno de los barrotes, notando que el suelo empezaba a temblar bajo sus pies. De repente se encontró al otro lado, pasó por encima del cuerpo del guardián y gritó:

—¡Cierra! ¡Cierra!

Subió las escaleras a toda velocidad mientras el eco de un rugido le indicaba que el dragón había doblado la última esquina.

Para sorpresa de Michael, la criatura no se estrelló contra la reja. No arrancó ni desgarró el metal en un ataque de furia para alcanzarlo. Michael yacía en el suelo de piedra de la sala, jadeando y con el corazón desbocado, escuchando el sonido del dragón, que respiraba junto a la boca del túnel.

Y entonces el dragón se echó a reír.

—¡Conejo, me estás poniendo las cosas muy difíciles! Si no fueses tan mono, casi me enfadaría. Supongo que sabes que esta reja está encantada. De lo contrario, la habría hecho pedazos hace tiempo.

—Por supuesto —respondió Michael entre jadeos, aunque no tenía conocimiento de semejante cosa.

—Por desgracia, aunque mi amo haya perdido el conocimiento, su orden de matarte sigue vigente. Y no irás a creer que después de doscientos años no he encontrado otra salida del volcán, ¿verdad?

Michael se levantó enseguida. El dragón retrocedía por el túnel.

—Gabriel, tenemos que…

Sin embargo, Gabriel estaba inconsciente en el suelo; las heridas infligidas por el guardián habían causado estragos. Tras comprobar que su amigo respiraba, Michael echó a correr hacia las escaleras de la torre. No disponía de plan alguno. Solamente sabía que tenía que ir a buscar a Emma. Mientras subía, se maldijo por entrar en el volcán. ¡Había sido estúpido! ¡Arrogante! ¡Había sucedido lo mismo que ya ocurrió en Cascadas de Cambridge! ¡Se había creído más listo que nadie, pero no lo era, y ahora su hermana iba a pagar las consecuencias! A Michael ni se le ocurrió pensar que él también moriría. Lo único que sabía era que otra vez les había fallado a Emma y a Kate.

Cuando Michael salió al aire libre, vio a Emma tal como la había dejado, inmóvil y con la mirada perdida. Al oír un alarido procedente del cielo, Michael se volvió a tiempo de ver que el dragón emergía de la boca del volcán. Rojos flujos de lava goteaban de sus alas. El dragón, criatura de fuego, giró ardiendo contra el cielo azul oscuro y, con una lentitud sobrecogedora, se abatió sobre la ladera de la montaña. Michael agarró a Emma entre sus brazos y se dirigió a duras penas con su cuerpo rígido hacia las escaleras. Solo consiguió dar unos cuantos pasos torpes antes de tropezar. Los dos cayeron rodando hasta el rellano inferior. A Michael le sangraba la nariz. Tenía todo el cuerpo magullado y lleno de cardenales, y se arrodilló sobre Emma, repitiendo:

—Lo siento, lo siento mucho.

En ese momento, la cima de la torre se vio arrancada de pronto. Michael alzó la mirada y vio al dragón inclinándose en el aire para pasar otra vez. Se abalanzó sobre su hermana para protegerla, pero el dragón no embistió contra la torre; permaneció inmóvil allí, utilizando su gran cola como una maza para derribar las piedras que quedaban. En pocos instantes la escalera quedó abierta al cielo, y Michael notó que el dragón se posaba sobre la pared.

Algo aterrizó junto a sus pies.

—Bueno, Conejo. Te he prometido que verías la Crónica, y yo mantengo mis promesas.

Michael se puso en pie de un salto con intención de interponerse entre el dragón y Emma, y extrajo el cuchillo que Gabriel le había prestado. A pesar de que se hallaba agazapado, el dragón continuaba siendo mucho más alto que él, con sus músculos acorazados, sus garras y sus colmillos. Michael no era nada a su lado, ni siquiera un triste conejo. Pero se mantenía firme, aunque le temblasen las piernas.

El dragón lo observó entornando sus ojos del color de la sangre.

—La verdad es que no quiero comerte, Conejo. En otra vida, creo que habríamos podido ser amigos. Sin embargo, no puedo desobedecer la voluntad de mi amo.

—No… No tengo miedo —tartamudeó Michael.

—Sí lo tienes. Pero intentas no tenerlo, y eso es lo que importa. Por eso dejaré que me pinches con tu aguja antes de matarte. Acércate.

Temblando, Michael dio un paso adelante. Al instante percibió el calor que emanaba del cuerpo de la criatura. El dragón tenía razón; estaba asustado. Pero también enfadado. No debería acabar todo de esa manera: Emma y él separados de Kate. Emma incapaz de luchar por sí misma. Él completamente solo.

—¡No sabes nada de nosotros! —gritó mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Ni de mis hermanas ni de mí, ni de la razón por la que hacemos esto! ¡Solo eres… solo eres un gusano estúpido!

—Eso es, Conejo. Deja fluir tu ira. Tu muerte será tan rápida que ni siquiera te darás cuenta. Atácame.

El aliento del dragón empañaba las gafas de Michael. Sin embargo, al levantar el cuchillo por encima de su cabeza vio una vez más la pulsera de oro alrededor de la pata delantera del dragón. Se detuvo. Si aquella pulsera era de oro, ¿no debería haberse fundido en la lava? Michael pensó que la pulsera debía de estar encantada, del mismo modo que lo estaba la reja de hierro. De pronto recordó la canción que los duendes cantaban en el claro:

Pues bajo esa horrible piel

sigue escondida una princesa […]

Por favor vuelve, oh por favor vuelve,

cambia tu banda de oro por esta.

El dragón había dicho que su amo le había echado una maldición a la princesa de los duendes…

Y el guardián había dicho que el dragón era dragona…

Pero ¿era posible? ¿Era realmente posible?

—¡Atácame, Conejo! ¡Ahora! ¡Atácame!

No había tiempo para pensar. Michael se echó hacia delante con todas sus fuerzas. Notó que el cuchillo cortaba limpiamente la banda de oro y se hincaba en la pata del dragón, el cual soltó un alarido de rabia y retrocedió, escarbando el cielo con las garras. Michael cerró los ojos y esperó a que esas mismas garras lo destrozasen.

«Estaba equivocado. Voy a morir. Emma va a morir. He provocado la muerte de los dos».

Sintió una tristeza enorme y demoledora, mayor que el propio miedo a la muerte, porque supo que les había fallado a sus hermanas.

Entonces oyó un sonido semejante a un gemido, y algo chocó contra el suelo. Michael abrió los ojos. El dragón había desaparecido. En su lugar, una duende de cabellos dorados, la imagen viva de la escultura del claro, yacía entre las ruinas de la torre. A su lado había una pulsera cortada. Y junto a la pulsera, un libro rojo.

«Vaya —pensó Michael—, mira eso».

Y luego se desmayó.