Gabriel ayudó a Michael a levantarse dos veces, pero en ambas ocasiones se le doblaron las rodillas y se desplomó en el suelo.
—Si vuelves a caerte —dijo Gabriel, tirando de él una vez más—, me veré obligado a dejarte aquí.
—¡Esa cosa se ha llevado a Emma!
—Lo sé.
—¡Pero es que se la ha llevado!
—Sí, y no puedo perseguirlos y llevarte a ti al mismo tiempo; o te pones en pie, o te dejaré atrás.
Estaban en el claro. Emma y la criatura habían desaparecido momentos antes. A la luz de las estrellas, Michael vio que la gruesa vena de la cicatriz de Gabriel latía en su mandíbula. Michael comprendió que Gabriel se contenía para no ir tras Emma él solo y supo que debía serenarse.
Gabriel soltó los hombros del muchacho, que osciló pero aguantó de pie.
—¿Has visto esa cosa? —dijo Michael.
—Sí.
—¿Y era…? O sea, ¿era realmente…?
—Sí.
Parecía que ni el hombre ni el joven quisieran nombrar a la criatura en voz alta; sin embargo, para Michael fue suficiente que Gabriel hubiese visto lo mismo que él: las grandes alas correosas, parecidas a las de los murciélagos, el largo cuerpo de serpiente, la línea dentada de púas que recorría el lomo de la criatura, las enormes garras que habían arrancado a Emma del suelo…
No eran imaginaciones suyas; un dragón se había llevado a su hermana.
—Pero ¿qué vamos a hacer?
Por un instante se sintió tan débil y perdido que tuvo la certeza de que se vendría abajo y Gabriel lo dejaría allí.
—Encontraremos a tu hermana y mataremos a la bestia que se la ha llevado.
—Pero ¿y si… y si ya está…?
Gabriel se lanzó hacia delante y agarró a Michael por la camisa. Su cara estaba envuelta en sombras y su voz era un gruñido:
—Está viva. Está viva, y la encontraremos. Ahora… ¡vamos!
Y cruzó el claro a toda velocidad mientras Michael lo seguía tambaleándose.
Michael perdió la noción del tiempo. Media hora. Una hora. Gabriel no paraba de desaparecer en la oscuridad, dejando que Michael se abriese su propio camino a través de los matorrales de helechos que cubrían el suelo del bosque. Una y otra vez, justo cuando Michael estaba convencido de que Gabriel había acabado abandonándole, el hombre aparecía desde detrás de un árbol, susurrando:
—¡Por aquí! ¡Más deprisa!
Michael continuaba adelante. Los helechos le azotaban los brazos y el rostro, y la misma cantinela se repetía una y otra vez dentro de su cabeza:
«Perdiste a Kate, y ahora has perdido a Emma…».
«Perdiste a Kate, y ahora has perdido a Emma…».
«Has perdido a Emma…».
«Has perdido a Emma…».
De repente se acabaron los árboles y los helechos, y Michael salió a una llanura rocosa. Allí lo esperaba Gabriel. Libre del peso del bosque, Michael sintió la inmensa amplitud del cielo nocturno y, aliviado, respiró hondo.
—Allá. ¿Lo ves?
Gabriel señalaba hacia el otro lado del valle, donde el volcán surgía de la llanura a medio kilómetro de distancia. Michael no se había planteado en qué dirección avanzaban y se quedó asombrado. El volcán, una pirámide perfecta que se alzaba casi hasta la altura de las paredes del cañón, ocupaba toda la llanura a lo ancho. Al levantar la vista, Michael vio una siniestra luminosidad roja que emanaba del cono.
De forma espontánea empezaron a asaltarlo los recuerdos que había adquirido en Malpesa, y de nuevo tuvo la sensación de haber vivido aquella situación. La Crónica estaba cerca.
—¿Lo ves? —preguntó Gabriel.
El muchacho se dio cuenta de que Gabriel señalaba un punto situado aproximadamente a un tercio de la ladera del volcán, en el que se veía una luz parpadeando en la oscuridad. Entornando los ojos, Michael pudo distinguir a duras penas el contorno de una gran estructura. Los recuerdos del muerto rellenaron el resto.
—Es la fortaleza de la orden —explicó—. Es ahí donde llevaron el libro.
—Lo único que me preocupa es encontrar a tu hermana —dijo Gabriel.
Y reanudaron la marcha.
La falda del volcán era un revoltijo de gigantescas rocas negras, y Michael tuvo que trepar a cuatro patas mientras Gabriel avanzaba a grandes zancadas delante de él. Las rocas se convirtieron muy pronto en pedruscos y piedras pequeñas, y por cada dos pasos que daba Michael resbalaba uno hacia atrás. Aun así, siguió adelante. Para entonces la fortaleza se veía con claridad, y distinguió unos muros de piedra negra de diez metros de altura, murallas y almenas en las que podían situarse los defensores. No veía los edificios que se encontraban entre los muros; solo una torre solitaria que se alzaba hacia el cielo en cuya cima ardía una hoguera.
Era una estructura impresionante, imponente, pero Michael no pudo evitar poner en duda la sensatez de construir en la ladera de un volcán.
—Al fin y al cabo —murmuró entre jadeos, mientras avanzaba pendiente arriba—, a veces entran en erupción.
Gabriel estaba de pie ante las pesadas puertas de la fortaleza, de la misma altura que los muros. Michael llegó temblando y sin aliento.
—Lo siento. En realidad… estoy en excelente forma física. Debe de ser la altitud…
—Mira.
Gabriel indicó con un gesto los tres círculos interconectados que aparecían tallados en la puerta. En la fortaleza y en el valle entero reinaba el silencio y la quietud.
Michael murmuró:
—¿Crees… que saben que estamos aquí?
Gabriel cogió una piedra grande y aporreó las puertas hasta que se abrieron. Entonces dejó caer la piedra.
—Sí.
Con Gabriel en cabeza, entraron en un patio de tierra prensada. Michael esperó a que saliesen flechas silbando de la oscuridad, pero al ver que eso no ocurría se relajó y se permitió una inspección rápida. La fortaleza había sido construida en una parcela aplanada de más de treinta metros de ancho y más o menos el doble de largo. El patio central, en el que se hallaban Gabriel y él, estaba dominado por un edificio de piedra de dos plantas con ventanas alargadas y estrechas. La alta torre en la que ardía la llama se alzaba desde una de las esquinas posteriores del edificio. En la parte interna de los muros de la fortaleza había un armazón que estaba formado por escaleras de mano y pasarelas de madera que proporcionaba acceso a las almenas. Aparte de eso, Michael vio unas cuantas estructuras destartaladas: un pequeño redil para el ganado, la forja de un herrero y varios almacenes. Todo estaba oscuro y vacío.
Gabriel desenvainó su machete.
—Quédate detrás de mí.
Michael no protestó.
Gabriel abrió de una patada la puerta del edificio de piedra y ambos entraron en una amplia habitación de techos altos. Gruesas columnas se extendían a lo largo de la sala, y un agujero en el suelo emitía en la oscuridad una espeluznante luminosidad roja. Michael comprendió que el edificio era una torre del homenaje, un lugar al que retirarse en caso de que la fortaleza fuese asaltada.
Avanzaron despacio hasta llegar al agujero que ocupaba el centro del pavimento. Debía de medir más de un metro cuadrado. Desde allí, una docena de peldaños bajaba hasta una pesada reja de hierro. Al otro lado de la reja, Michael distinguió la boca de un túnel. La luminosidad roja procedía de las profundidades del volcán, cuyo calor ascendía y le provocaba escozor en los ojos. Aun así, se sentía atraído por una fuerza invisible.
—La Crónica está ahí abajo —susurró.
—Pues no está sola.
Michael le dedicó una mirada inquisitiva.
—Esa puerta se cierra desde el exterior —dijo Gabriel—. No está pensada para impedir que nosotros entremos, sino para evitar que salga algo.
Señaló hacia arriba, y Michael se encontró mirando a través de un enorme boquete abierto en el techo de la torre del homenaje. El agujero estaba justo sobre la boca del túnel, y Michael dio por supuesto que algo muy grande, que bien podía tener el tamaño de un dragón, había salido entre rugidos y había destrozado aquel techo.
Pero la puerta situada sobre el túnel estaba bien cerrada, y eso significaba que el dragón había regresado a su guarida. Michael pensó en la criatura atisbada en el claro, con sus enormes garras afiladas como navajas, los colmillos tan largos como su propio brazo…
—Supongo que deberíamos bajar, ¿no? —dijo, tratando de hablar en tono seco y decidido para no mostrar que se sentía aterrado.
—Sí.
Michael asintió. Y de repente supo que, asustado o no, si entrar en el túnel era el único medio para salvar a Emma, lo haría. Aunque se preguntó si antes debía dedicar un tiempo a hacer unos cuantos estiramientos.
—Pero antes registraremos la torre —dijo Gabriel.
—¿Y eso?
—El dragón no cerró la puerta, quiero saber quién lo hizo.
Se dirigió hacia el fondo, donde se veía un tramo de escaleras ascendente. Michael se apresuró a seguirlo, y durante unos momentos reinó la quietud en la sala. Luego, una sombra se separó de una de las columnas, y una figura envuelta en una capa desenvainó una espada y los siguió.
—¡Emma!
Michael corrió a abrazar a su hermana.
Gabriel y él habían alcanzado la cima de la torre. Al subir el último tramo de escalera, Michael había levantado la mirada y había visto el cielo nocturno aún rebosante de estrellas, las altísimas montañas nevadas, el cono rojo y humeante del volcán. Había visto un fuego ardiendo en un brasero en la pared de la torre; se había puesto nervioso al no saber quién o qué podía estar acechándolos; entonces vio que la mirada de Gabriel denotaba sorpresa, se volvió y allí estaba su hermana, sana y salva.
—¡Emma! —La abrazó con fuerza—. ¡Nos tenías muy preocupados!
Gabriel pronunció su nombre, pero Michael lo ignoró.
—Emma —dijo, cogiéndole los brazos y dando un paso atrás. Ahora que la veía sana y salva, sentía la necesidad de ser el severo hermano de siempre—. Sé que lo has pasado fatal, pero te había pedido que te mantuvieses alejada de aquel claro. ¡Que te sirva de escarmiento! ¡Deberías prestar más atención cuando te digo las cosas!
—Michael…
—Espera, Gabriel. Emma, ¿me oyes?
—No creo que te oiga.
—¿Qué? ¿Qué estás…?
Entonces Michael se percató por fin de que, durante todo el tiempo que se había pasado abrazándola, Emma no se había quejado ni una sola vez, ni tampoco había tratado de apartarlo de sí, ni se había burlado de él preguntándole por qué no iba y abrazaba a un enano.
—Algo la ha paralizado —dijo Gabriel.
Por un momento, Michael se quedó mirando a su hermana. Estaba inmóvil. Tenía los brazos rígidos a los costados y no parpadeaba; la punta rizada de un helecho estaba clavada en su cabello manchado de barro. Al arrancarle el helecho, el muchacho notó la frialdad de su piel.
Entonces dijo con voz débil, sin esperanza:
—¿Puedes curarla?
Gabriel negó con la cabeza.
—¿Y el doctor Pym?
Gabriel vaciló solo un instante, pero Michael lo comprendió. Habían dejado al brujo en Malpesa, luchando por su vida. ¿Quién podía saber cuándo volverían a verlo?
—No importa —dijo—. Lo sé…
Sin previo aviso, Gabriel giró en redondo; su machete silbó en el aire y se oyó un fuerte sonido metálico. Al volverse, Michael vio a un hombre envuelto en una capa que blandía una espada. El hombre retrocedía tambaleándose.
Tenía la piel del color de las almendras, el pelo negro, largo y revuelto, y una barba negra muy descuidada. Era más bajo que Gabriel y muy delgado. Su ropa, raída y remendada, parecía proceder de una docena de sitios diferentes y le daba la apariencia de un arlequín con mala suerte. Los ojos de Michael se clavaron en la túnica del hombre, donde, cosidos en la tela, había tres descoloridos círculos interconectados.
Gabriel dio un paso adelante, más para proteger a Michael que para atacar, pero el hombre dejó caer su espada, levantó las manos y cayó de rodillas, gritando:
—¡Me rindo! ¡No me matéis! ¡No matéis al pobre Bert!
Y de inmediato se echó a llorar.
—No es lo que yo esperaba —dijo Michael.
—Probablemente lleva aquí mucho tiempo —dijo Gabriel—, tal vez solo. La soledad puede tener un efecto terrible en la mente.
Michael pensó que era obvio.
El hombre había dejado de gimotear por fin y parecía creer, al menos de momento, que Gabriel y Michael no iban a asesinarlo. Estaba sentado en la pared baja que rodeaba la torre y se consolaba masticando un grueso escarabajo negro que se había sacado de un bolsillo de la capa.
—Es que esperaba a alguien… más limpio, a alguien que no se llamara Bert.
—¿Quieres interrogarlo o lo hago yo? —preguntó Gabriel.
Estaba claro que ese era el siguiente paso, averiguar quién era el hombre. ¿Era realmente un miembro de la orden? ¿Estaba solo allí o había otros? ¿Estaba el dragón bien encerrado dentro del volcán? ¿Guardaba la Crónica? ¿Qué relación tenía con el hombre? ¿Por qué había dejado a Emma encima de aquella torre? Y, lo que era más importante, ¿qué le había ocurrido a ella? ¿Podía arreglarse?
Michael miró a su hermana. Tenía la boca un poco abierta, como si estuviese a punto de hablar; sus ojos estaban entornados, y había una arruga de furia en su frente. Michael vio que tenía los puños cerrados a los costados. Conocía las señales y no le sorprendió: su hermana estaba luchando cuando la paralizaron.
—Lo haré yo.
Emma era su hermana, su responsabilidad.
—De acuerdo. Estaré aquí por si me necesitas, pero tienes que darte prisa. —Gabriel le dedicó una mirada intencionada—. El dragón regresará tarde o temprano.
Michael reconoció que Gabriel tenía razón. Dio un paso adelante.
—Vale. Quiero hacerte unas cuantas preguntas.
El hombre estaba hurgándose los dientes con una de las patas del escarabajo, pero en ese momento irguió la espalda, se pasó una mano por la barba y exhibió una sonrisa complaciente. Michael pensó que estaba loco, pero que parecía un loco de los simpáticos y no de los obsesionados con matar.
—Estoy contento de hablar. Me encanta tener visitas. Bert no ha tenido ninguna, bueno, nunca. —Hablaba de forma entrecortada, con un fuerte acento—. Oh, Bert siente mucho lo que ha hecho —añadió, haciendo el gesto de atacarlos con una espada imaginaria—. Me había parecido que erais duendes.
—Sí, bueno, desde luego eso es comprensible —dijo Michael—. Nadie quiere que los duendes anden a escondidas por su casa.
Mientras hablaba, Michael repasaba mentalmente pasajes de La enciclopedia de los enanos acerca del arte del interrogatorio (el volumen, como Michael había pensado muchas veces, trataba todos los temas). Recordó que G. G. Greenleaf sugería en primer lugar establecer relación con el sujeto. También mencionaba que, cuando el sujeto bajara la guardia, el interrogador debía «darle un porrazo en la cabeza con un garrote. ¡No se lo esperará! ¡Ja!». Michael no tenía previsto hacer nada tan violento, pero, teniendo en cuenta lo asustadizo que era el hombre, establecer relación con él parecía una buena medida inicial. Por eso, Michael trató de hablar en un tono lo más amistoso posible:
—Dime, amigo, perteneces a la orden de los guardianes, ¿no es así?
El hombre negó enérgicamente con la cabeza.
—¡No, no! Bert no pertenece a la orden…
—Pero llevas el símbolo en la…
—¡Bert no pertenece a la orden! ¡Es toda la orden! ¡Es el último que queda! ¡Principio, mitad y final! —exclamó, golpeándose el pecho con gesto orgulloso.
Michael pensó en aquella fortaleza silenciosa y desierta, y comprendió que el hombre decía la verdad.
—¿Qué les sucedió a los demás?
—Se fueron —se apresuró a decir el hombre, y Michael intuyó que había algo más—. Bert lleva mucho, mucho, mucho, mucho tiempo solo.
Y se metió otro escarabajo en la boca.
—Pero no estás solo del todo. O sea, aquí hay un dragón.
El hombre se echó hacia delante, y su voz se convirtió en un susurro:
—¿Habéis visto al dragón?
—Sí. En el bosque. —Entonces, como si fuese lo más insustancial del mundo, Michael preguntó—: Solo por curiosidad, ¿dónde está el dragón ahora?
El hombre se llevó un dedo a los labios y señaló hacia el volcán, murmurando:
—… Durmiendo… Más vale no despertarlo.
Michael iba tomando nota de los temas a los que regresaría más tarde, como el dragón o qué les había pasado a los camaradas del hombre. Decidió que había llegado el momento de afrontar la cuestión principal.
—¿Qué puedes decirme sobre mi hermana?
El hombre lo miró con los ojos como platos.
—¿Esa es tu hermana? ¡Oh! ¡Oh, no…!
—¿Qué pretendes decir con ese «Oh, no»? ¿Qué le ha ocurrido?
—Bueno, está paralizada, ¿verdad? Creía que eso resultaba obvio.
—¡Eso ya lo veo! —Michael sintió que la máscara amistosa se le caía por un instante—. Pero ¿qué es lo que la ha paralizado? Los dragones no paralizan a la gente. No aparece en la literatura.
El hombre empezó a trenzarse la barba con gesto nervioso.
—Hummm, bueno, Bert no sabía que era tu hermana. ¡El dragón la dejó caer sobre sus rodillas! Hacía mucho ruido. Muchas amenazas. ¡Sobre cierto tipo que iba a cortarle la cabeza a Bert! Gritaba, gritaba y gritaba. Después de tantos años solo, Bert no está acostumbrado a tanto chillido. Además, la niña le dio a Bert una patada en la espinilla, ¡una fuerte patada! ¡Bert tendrá un cardenal mañana!
Empezó a remangarse la vuelta de los pantalones.
—Deja eso. ¿Qué has hecho?
—¿Qué he hecho? Bueno… no gran cosa…
Michael le dedicó su mejor mirada de cólera. Se estaba replanteando seriamente la posibilidad de darle a aquel hombre un porrazo en la cabeza. El perturbado guardián pareció captar el mensaje. Se metió la mano en uno de los bolsillos de la capa y sacó un trozo de tela doblado.
—A Bert solían dársele muy bien las pociones. Los brujos nos enseñaron magia hace tiempo. —Desenvolvió la tela y mostró una aguja chamuscada. Luego comenzó a murmurar, como si repitiese una receta—: Dos partes de la sangre de un dragón. Tres partes de sombramortal. Lengua de perezoso picada, no demasiado fina. Agua de un arroyo virgen. Añadir sal. Calentar. Después un pinchazo rápido. —Hizo el gesto de pinchar con la aguja—. Y silencio.
—¿La has drogado?
El hombre asintió y seguidamente se metió la mano en otro bolsillo.
—¿Un escarabajo?
—¡No quiero un escarabajo! ¿Está…? —Michael tuvo que tragar saliva para encontrar su propia voz—. ¿Está viva?
—Oh, sí, sí. Aún está viva. Pero la vida se ha detenido en su interior. Como si fuese un río congelado. Es una pocioncita muy poderosa. Un pinchazo.
Pinchó el aire con la aguja.
—¡¿Y cómo la curamos?! ¡Es mi hermana! Se supone que debo cuidar de ella.
Todo el comportamiento relajado y sociable de Michael había desaparecido. Tenía ganas de agarrar al hombre por la barba y zarandearlo.
—No puedo.
—¿Qué es lo que no puedes? ¿No puedes decírnoslo? Porque mi amigo…
—No puedo curarla. No hay antídoto. Al menos, Bert no lo conoce. Pero no tiene tan mal aspecto, y podrías ponerla en algún lugar bonito. La verdad es que alegraría cualquier habitación.
—¡Pero mi hermana no es un mueble!
—Por supuesto, por supuesto —convino el hombre—, aunque ahora ya no se podrá conversar mucho con ella. Te das cuenta, ¿no?
—Voy a cortarle la cabeza —masculló Gabriel.
El hombre gimió en voz baja; empezaba a temblarle el labio inferior.
—¡Para ya! —saltó Michael—. Se supone que eres el último miembro de una antigua orden de guerreros. Ten un poco de dignidad.
Mientras el hombre se tapaba la cabeza con la capa en un intento de esconderse, Michael se tomó un momento para recapacitar. Aquello no estaba yendo bien. No parecía haber una forma rápida de devolver a Emma a la normalidad. Por otra parte, cuanto más tiempo transcurriese, más probable sería que el dragón se despertase, y entonces, ¿qué? Por mucha fe que Michael tuviese en la fuerza de Gabriel, un dragón era un dragón. Además, seguía sin entender la relación existente entre el guardián y el dragón… ¿Sería el hombre el amo de la criatura? No, no lo parecía. Pero estaba claro que había algo entre ellos, o el dragón ya habría matado al hombre tiempo atrás.
Michael se dio cuenta de que estaba frotando inconscientemente la esfera de color azul grisáceo que llevaba colgada al cuello. ¿Podía servirle de ayuda la canica de cristal? ¿Debía hacerla añicos, tal como Emma había sugerido? ¿Y si se la habían enviado sus enemigos? Con Emma paralizada, hacer añicos la esfera parecía un riesgo demasiado grande. Michael volvió a deslizarse la bola dentro de la camisa.
«Este es el plan B —pensó Michael—. Nos marchamos ahora mismo, antes de que se despierte el dragón. Gabriel lleva a Emma de vuelta al avión. Encontramos al doctor Pym, suponiendo que siga vivo, y cura a Emma. Luego volvemos todos a buscar la Crónica».
—Quiero que nos lo cuentes todo: cómo llegaste aquí, qué les ocurrió a los demás guardianes, de dónde vino el dragón… Empieza por el principio, pero date prisa.
—Y si nos mientes —dijo Gabriel—, prometo cortarte la cabeza.
No se habían movido de la cima de la torre. Mientras el hombre hablaba, Michael se volvía a mirar a Emma de vez en cuando. Una parte de él aún confiaba en que de pronto se echase a reír y les confesase que les había gastado una broma.
Pero la niña permanecía inmóvil.
«No te preocupes —le prometió en silencio—. No dejaré que te quedes así».
—Hace cuatro mil años —empezó el hombre—, cuando el mundo era distinto, mucho más polvoriento, había un consejo de brujos muy inteligentes en la ciudad de Rhakotis, a orillas del Mediterráneo.
Aquel hombre parecía incapaz de contar la historia sin andarse por las ramas. Les habló de temas tan diversos como las variedades de fruta comestible, la inteligencia de los camellos, la estupidez de las aves y su propia amabilidad. Michael se estaba poniendo de muy mal humor. Además, no paraba de ofrecerse a compartir con Michael y Gabriel todas sus reservas de escarabajos, oferta que estos rehusaban siempre, al tiempo que le pedían que fuera al grano…
—Esos inteligentes brujos decidieron que sería una idea maravillosa anotar sus secretos más grandes, más terribles, más secretos de todos, los que se referían nada menos que a la creación del mundo. Acabaron creando tres libros. —El hombre levantó dos dedos—. Uno trataba del tiempo. Uno de la vida. Y uno de la muerte. Y fueron guardados bajo llave en criptas separadas, debajo de la ciudad, que, por cierto, era una ciudad verdaderamente preciosa.
A continuación vino una disquisición acerca de los muchos encantos de Rhakotis, hasta que un gruñido de Gabriel lo obligó a continuar:
—Entonces aquellos brujos inteligentes establecieron con su gran inteligencia una orden de guardianes que juraron proteger los Libros con su vida. En todo momento había solo diez guardianes, pero estaban versados en el combate tanto mágico como no mágico y contaban con el apoyo del poder de los brujos. —El hombre se rascó la barba—. Pasó el tiempo. Los brujos inteligentes se ablandaron, y tal vez dejaron de ser tan inteligentes. Es entonces cuando Bert entra en la historia. Era un guardián joven. De ojos brillantes. Cumplidor. Afable, ¡vaya si lo era!…
—Sáltate esa parte —le pidió Michael.
—Y entonces todo cambió. —El hombre se puso en pie de un salto y empezó a caminar de un lado a otro, agitando los brazos violentamente. Michael y Gabriel se pusieron delante de Emma para evitar que el hombre la golpeara de forma accidental—. Hacía buen día, brillaba el sol. Bert estaba en la cima de la atalaya. Un millar de barcos apareció de la nada a poca distancia de la costa. El cielo se llenó de fuego. Surgieron unos dragones al este de la ciudad. Trolls de arena atacaron desde el sur. Era Alejandro, el joven conquistador, y los brujos inteligentes fueron hacia una muerte segura. Alejandro era demasiado fuerte. Tenía demasiados brujos oscuros en su ejército. A Bert y a sus hermanos les correspondía la tarea de sacar los Libros de la ciudad. Sin embargo, cuando llegaron a las criptas, solamente quedaba la Crónica. Los otros dos Libros habían desaparecido ya.
Les dio la impresión de que el hombre se quedaba en blanco. Entonces se puso en pie, acariciándose la barba y murmurando:
—Bert no tuvo la culpa. Él hizo cuanto pudo; no pueden culpar al bueno de Bert…
Michael reclamó su atención.
—Al final, solo escaparon de la ciudad cuatro guardianes —continuó el hombre—. Los demás murieron en la lucha. Los supervivientes huyeron hacia el sur, hasta el fin del mundo. Había duendes viviendo aquí, entre el hielo y la nieve. Al principio, a Bert le caían bien. Se equivocaba.
—¿Por qué? —quiso saber Michael—. ¿Qué es lo que hicieron los duendes?
El hombre no respondió; estaba absorto en su historia.
—Bert y los demás conjuraron el poder del libro. El valle se volvió exuberante. Obtuvieron larga vida. Escondieron de nuevo la Crónica y construyeron esta fortaleza. Pasó más tiempo. Siglos y siglos. Tenían un cuenco de adivinación que mostraba el mundo exterior. Se habían producido muchos cambios. Pero por más que buscaron no vieron rastro de los dos Libros que faltaban. —El hombre de la barba los miró sonriéndoles con los ojos desorbitados—. Sin embargo, supieron de la profecía. Aparecerían los Protectores de los Libros, que los reunirían. Bert convenció a los otros de que era su obligación conservar la Crónica hasta que llegase su Protector. No obstante, entonces… —Su energía se agotó bruscamente. Se desplomó contra el muro de la torre. Michael y Gabriel tuvieron que esperar unos momentos a que continuase—. Los seres humanos no están destinados a vivir miles de años. Hasta la mente de los más fuertes se vuelve seca y frágil. Uno de los hermanos de Bert decidió que era el Protector de la Crónica, y que Bert y los demás se la ocultaban. ¡El hermano dio muerte al hermano! ¡Oh, asesinato! ¡Oh, traición! ¡La sangre! ¡Terrible! ¡Terrible! —Se tapó la cara con la barba y habló a través del pelo enmarañado—: Se acabó dando muerte al falso hermano de Bert, pero entonces solo quedaron Bert y otro. No eran suficientes para defender la Crónica. El último hermano de Bert se aventuró fuera de la fortaleza en un intento de encontrar al auténtico Protector. ¡Pobrecillo valiente! ¡Pobre Bert, completamente solo! —exclamó el hombre, que empezó a berrear una vez más.
Michael miró a Gabriel. Estaban pensando lo mismo. El otro guardián, el que se había marchado, tenía que ser el esqueleto que habían descubierto Michael y el doctor Pym en Malpesa.
—Bueno, ¿de dónde vino el dragón? —preguntó Michael—. ¿Y qué hicieron los duendes para que ahora no confíes en ellos? Por favor, ¿puedes dejar de llorar?
El hombre dejó caer la barba y se echó a reír, dándose palmadas en las rodillas con el rostro radiante de alegría.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Los duendes! Cuando Bert se quedó solo los duendes mostraron su verdadera naturaleza. ¡Trataron de robar el libro! ¡Pero no sabían que Bert y sus hermanos habían traído de Rhakotis un huevo de dragón, que Bert incubó al calor del volcán y unió a la Crónica. Cuando los duendes marcharon sobre la fortaleza!, bueno…
—Je, je, je. —Michael se rio por lo bajo—. ¡Apuesto a que no se esperaban eso!
Entonces vio que Gabriel fruncía el entrecejo y dejó de sonreír.
—¡Y eso es todo! —El hombre dio una palmada, al parecer satisfecho de sí mismo—. Bueno —añadió, inclinándose hacia delante para mirar a Michael con concentración—, dile a Bert la verdad. ¿Habéis venido a por el libro?
—Pues… sí…
—¡Ja! ¡Lo sabía! Pero la verdadera pregunta, la gran pregunta…
El hombre se acercó. Su aliento era áspero a través de la barba. Apoyó una mano temblorosa en el hombro de Michael.
—¿Eres tú el Protector, el que Bert ha estado esperando y esperando?
Tras la suciedad y el pelo enmarañado, el rostro del hombre no tenía líneas de expresión. Solo sus ojos delataban su edad. Eran ojos que habían vivido con un solo propósito durante casi tres mil años. Preguntaban: «¿Se ha terminado? ¿Se ha terminado de verdad?».
Eran los ojos más tristes que Michael había visto jamás.
—¿Eres el Protector?
Debería haber sido una pregunta fácil de responder. El doctor Pym le había dicho a Michael que era el Protector de la Crónica, y él había sentido la llamada del libro a través de la ventisca. Aun así, era diferente reconocerlo en voz alta.
Pero no podía esconderse de aquellos ojos.
Dijo en un susurro:
—Sí. Lo soy.
El loco asintió con la cabeza y retiró la mano del hombro de Michael.
—Supongo que no tardaremos en comprobarlo, ¿verdad?
—¿Qué… qué quieres decir?
—Quieres devolver a tu hermana a la normalidad, ¿no? Que vuelva a dar patadas en la espinilla y a gritar.
—Por supuesto…
—Ya has visto el bosque, que antaño fue hielo y nieve. ¿Qué crees que le dio vida? ¡La Crónica! ¡Ella traerá de regreso a tu hermana! ¡Despertará la vida que duerme en su interior! Es el único modo.
—Pues no perdamos más tiempo —dijo Gabriel, y se dirigió hacia las escaleras—. Sabemos que está en el volcán.
—¡No! —El hombre le cerró el paso—. ¡El dragón te matará!
—Pero ¿tú no lo controlas? —quiso saber Michael—. ¡Has dicho que incubaste el huevo del que nació!
—¡No, no, no! ¡El dragón no obedece a Bert! ¡El dragón sirve a la Crónica! A Bert se le permite vivir porque sirve al mismo propósito. Sin embargo —dijo, acercándose de nuevo a Michael—, la Crónica está escondida en el volcán, sí, y el dragón matará a cualquiera que entre. Incluso a Bert. Pero el auténtico Protector puede pasar indemne. —Agarró a Michael del hombro—. Para salvar a tu hermana, debes entrar en el volcán y enfrentarte al dragón… tú solo.