Mientras se alejaban de Malpesa, se armó un auténtico caos dentro del avión: Emma decía llorando que tenían que volver a por el doctor Pym. Se agarraba unas veces a Gabriel y otras a Michael, y le gritaba al piloto que diese la vuelta a aquel estúpido avión; ambos niños, empapados tras su caída al agua helada del canal, empezaban a tiritar. En mitad de todo aquello, Gabriel se hizo cargo de la situación con serenidad, envolviendo a los niños en mantas y dándoles ropa para que se cambiasen. El piloto había metido en el aparato camisas y pantalones de sobra; por suerte, era un hombre bajito, aunque no tanto como para evitar que su ropa les quedase enorme a los niños. Una vez secos y vestidos, Michael y Emma no tardaron en dejar de tiritar, y la niña pareció aceptar que el estúpido avión no iba a volver a por el doctor Pym; seguían adelante.
Gabriel comprobó que no estuviesen heridos y se puso a vendar los diversos cortes y arañazos de Michael. El niño aprovechó que su amigo estaba arrodillado ante él para observarlo con atención.
En muchos aspectos no había cambiado: la vieja cicatriz que le cruzaba la mejilla, los ojos impenetrables del color del granito… Sin embargo, también se fijó en los mechones grises que había en su pelo negro y en las arrugas de su rostro. En ese momento cayó en la cuenta de que, a diferencia del doctor Pym, Gabriel solo era un hombre, y habían pasado quince años desde su aventura en Cascadas de Cambridge. Así, aunque seguía pareciendo increíblemente fuerte y poderoso, Michael notó una nueva lentitud, no en los movimientos, sino en la actitud, si bien se dijo que tal vez la impresión se debiese a las arrugas en torno a los ojos o al pelo cano.
—¿Cómo estás?
Michael se encogió de hombros. No había modo de contestar la pregunta. Habían sucedido demasiadas cosas. Además, se sentía ridículo con aquella ropa enorme.
Gabriel dijo:
—Volveréis a ver al brujo.
—¿Y a Kate?
—A ella también.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los conozco.
Michael le había contado a Gabriel lo ocurrido en el tejado, es decir, que el brujo se había quedado atrás para impedir que Rourke los siguiera, o al menos para retrasar su avance, y que a él, Michael, se le había encomendado buscar la Crónica. Como era de esperar, no mencionó que había estado a punto de derrumbarse y decirle al brujo que no estaba preparado para asumir la tarea que se le encomendaba. Avergonzado, Michael ya estaba enterrando el recuerdo en un lugar profundo y oscuro de su mente en el que nunca tuviese que volver a buscarlo.
El avión no tenía asientos sino bancos plegables, y los niños estaban sentados uno junto al otro, envueltos en mantas, de espaldas a la pared. Emma había cogido la mano de Gabriel y la tenía sobre el regazo, en parte para sentirse reconfortada y en parte, parecía, para asegurarse de que su amigo no desapareciese.
—Dime —dijo Gabriel—, ¿qué has averiguado sobre el libro?
Michael respiró hondo y se lo contó a los dos, pues Emma todavía no había oído la historia. Les contó que había entrado a rastras en la cámara del esqueleto, que se había dado cuenta de que la inscripción del túnel era un acertijo y que, después de beber de los tres recipientes, había sabido de pronto dónde estaba escondida la Crónica.
—¿Eso es lo que hacías allí dentro? —Emma le dio un puñetazo en el brazo—. ¡Hiciste una gran… estupidez! No vuelvas a hacer nada así jamás, ¿me oyes? ¡Jamás!
—De acuerdo.
—Más te vale —insistió ella, y para que quedase claro le dio otro golpe en el brazo.
Michael se lo frotó y sonrió muy a su pesar.
—¿Qué quieres decir con eso de que sabes dónde está escondido el libro? —preguntó Gabriel—. ¿Tuviste una visión?
—No exactamente. Fue como si recordase en qué lugar estaba. Como si hubiese sido yo quien lo escondió. Supongo que parece una locura.
—Sí —dijo Emma.
—No —replicó Gabriel—. Ese tipo de cosas resulta habitual en el mundo mágico. De algún modo, el muerto depositó sus recuerdos en aquellas pociones, y te fueron transmitidos a ti.
—Pero lo veo todo desmontado —dijo Michael—, y no puedo señalar ningún punto en un mapa.
—Sea como fuere, el piloto necesita un rumbo. ¿Adónde le digo que vaya?
Michael dijo sin reflexionar:
—Hacia el sur. Dile que vaya hacia el sur.
—No hay nada al sur de Malpesa.
—Sí que lo hay —dijo Michael—. Hay una cosa.
Y Gabriel lo miró, asintió y avanzó despacio para decírselo al piloto.
Michael se arrebujó en la manta, concentrándose en el zarandeo y balanceo del avión. Gabriel regresó y dijo que tenían combustible suficiente para alcanzar un enclave de la barrera de hielo de Ronne, en la costa de la Antártida. Una vez allí, podrían repostar, conseguir ropa para los niños y planificar el resto de su itinerario. El viaje hasta el enclave duraría casi toda la noche.
—Tu hermana hace bien en dormir.
Michael echó un vistazo y vio que Emma había apoyado la cabeza en su hombro y tenía los ojos cerrados. Cuando se volvió de nuevo vio que Gabriel lo observaba y supo que en ese momento estaba calibrando sus fuerzas para la aventura que los esperaba.
—Me las arreglaré —dijo Michael—. Solo estoy cansado.
Pero su voz sonó tan débil que ni siquiera él se lo creyó.
Gabriel apoyó la mano en el brazo de Michael, en un gesto extrañamente tierno y elocuente. Luego se adelantó hasta la cabina, y el niño apoyó la cabeza contra la pared vibrante del avión mientras Emma cambiaba de posición. Michael miró por la ventanilla, pero todo estaba oscuro. Se dirigían hacia el sur, hacia el pie del mundo. Cerró los ojos, pero tardó mucho en conciliar el sueño.
Michael soñó con nieve. Soñó con blancos campos y valles, llanuras y montañas tapizadas de un manto blanco, todo cubierto de nieve hasta el horizonte. Volaba por encima, flotaba. Estaba solo, pero no asustado…
Había un par de gigantes agachados a lo lejos. Voló entre ellos, pasando entre los dientes de un dragón…
De pronto estaba en un largo túnel. Una luminosidad roja vibraba a su alrededor. El calor era increíble. Su piel crujía como papel seco. Cada respiración le quemaba los pulmones. De repente, estaba de pie junto a un lago burbujeante y el calor era mucho, mucho peor. Se quedó mirando la abrasadora superficie…
—¡Michael! ¡Michael! ¡Despierta!
Emma lo estaba zarandeando. Abrió los ojos. No tenía la menor idea de dónde estaba. Entonces reconoció el interior del avión, vio a Gabriel trajinando para reunir sus pertenencias y lo recordó todo.
—¿Te encuentras bien? —quiso saber Emma—. Estabas haciendo ruidos.
—¿Qué he dicho?
—No eran palabras. Más bien algo así como «Mmmrrraaaggghhh».
—Oh.
—Prepárate. Gabriel dice que no tardaremos en aterrizar. Y, Michael…
—¿Qué?
—¡Dice que podríamos ver pingüinos!
Michael se frotó los ojos y miró por la ventana. A la escasa luz que precedía al alba, blancos acantilados fantasmales se alzaban ante ellos. Michael observó cómo se desprendía del acantilado una enorme barrera de hielo y se desplomaba en el mar casi con suavidad. Después el avión sobrevoló la pared de hielo. Bajo sus pies y ante ellos no había más que blancura.
«Yo he hecho que viniéramos aquí —pensó Michael—. Pase lo que pase, es culpa mía».
Empezó a ponerse las botas.
—¡Allí! ¡Mira! ¡No lo asustes!
El pingüino andaba hacia ellos con las alas planas abiertas para equilibrar su cuerpo tambaleante en forma de bolo. El pingüino pasó junto a sus rodillas, y las pisadas de sus patas palmeadas sonaron contra el hielo compacto y la nieve. Michael y Emma permanecieron absolutamente inmóviles mientras el ave pasaba junto a ellos y desaparecía doblando una esquina.
—Esto es lo mejor que he visto en mi vida —dijo Emma.
Eran las nueve de la mañana y aún no había salido el sol. La temperatura era algo superior a los cero grados, y eso al parecer era bastante calor. El avión, cuyos pontones funcionaban también como esquís, había aterrizado en una pista de nieve compacta junto al enclave. Este parecía una estructura que pudiera encontrarse en la Luna: nueve o diez edificios metálicos bajos, tejados en forma de cúpula salpicados de antenas, túneles medio enterrados serpenteando aquí y allá…
Michael pensó que parecía una estación lunar o un corral para hamsters gigantes.
Gabriel había hecho aguardar a los niños en el avión hasta que regresó con ropa nueva para el frío y sus propias prendas, que había metido en la secadora de la lavandería del enclave. Fue una suerte que el doctor Pym les hubiese dado ropa abrigada antes de ir a Malpesa, ya que la tienda del enclave no servía a niños. Gabriel se había limitado a comprar las tallas más pequeñas que pudo encontrar, y ahora tanto Michael como Emma contaban con ropa interior larga, pesadas parkas con la capucha forrada de pelo, pantalones de nieve que se pusieron encima de los pantalones de calle, gruesas manoplas acolchadas, guantes finos para llevar debajo de estas, máscaras para la cara, gorros y gafas, y botas duras que podían ponerse sobre las suyas.
—Son como unas botas para nuestras botas —comentó Emma—. Me parece una idea genial.
A Michael la parka y los pantalones le quedaban bastante bien, pero Gabriel tuvo que acortar las mangas de la parka y los bajos de los pantalones de Emma, cuyos bordes selló después con gruesa cinta adhesiva. Cuando ambos niños estuvieron por fin vestidos, Michael se sintió como si fuese a embarcarse en una expedición submarina o un viaje al espacio. Emma lo miró y se permitió soltar una risita.
—Pareces una salchicha.
—¿Y qué? Tú vas vestida igual.
Ella intentó darle un puñetazo, perdió el equilibrio y se cayó.
A pesar de lo abrigado que iba, al bajar del avión, Michael se quedó sin aliento por el frío. Era un frío que los niños no habían experimentado jamás, y se pusieron a respirar superficialmente para acostumbrarse a la sensación de estrechez en los pulmones. Entonces vieron el pingüino, al que Emma llamó Derek. Eso los puso de buen humor mientras se dirigían al café del enclave para desayunar con Gabriel.
Las ventanas de la cabaña metálica estaban empañadas por el calor. El suelo era una rejilla de acero a través de la cual se fundía la nieve de las botas de los clientes. Había una docena de mesas, la mitad de ellas ocupadas. Gabriel y el piloto bajito se sentaron en un rincón. Gabriel les trajo a los niños bandejas y platos, y les dejó pedir (huevos revueltos, tortitas, beicon, tostadas y patatas fritas) al hombre de la parrilla. Mientras Michael pulsaba el botón para llenarse la taza de chocolate caliente, vio que Emma y él eran el blanco de todas las miradas. Gabriel les había dicho que el enclave era una estación de paso para científicos, trabajadores del petróleo, exploradores y comerciantes de la Antártida. Era raro ver niños.
—Nos marcharemos en cuanto hayamos comido y el avión haya repostado. Cuantas menos preguntas nos hagan, mejor.
Gabriel y el piloto habían extendido un gran mapa de la Antártida.
—Bueno —le dijo Gabriel a Michael—, mientras el tiempo aguante, Gustavo nos llevará al lugar que queramos. Pero debes decirnos adónde tenemos que ir.
—No es fácil —dijo Michael—. Todo está desmontado en mi mente, pero lo que buscamos ahora es un par de montañas. Son muy altas y estrechas. Hay otras montañas a su alrededor, pero estas son las más grandes. Y están una justo al lado de la otra. ¿Tiene eso sentido?
Mientras Gabriel hablaba con el piloto en español, Michael vio que Emma se había comido sus dos tortitas y llevaba ya medio plato de huevos. Entonces supo que más le valía darse prisa si no quería que su hermana le quitase el desayuno. El piloto le decía algo a Gabriel y señalaba un punto del mapa. Michael vio una zona sombreada, lo cual indicaba la presencia de montañas.
—Dice que te refieres a los Cuernos, dos montañas situadas en la punta de la cordillera de Victoria. Se encuentran a unas dos horas de vuelo de aquí. ¿Qué hacemos cuando lleguemos allí?
—Debería haber una cueva entre las dos montañas —dijo Michael, masticando tres trozos de beicon—. Delante de esa cueva hay unas formaciones rocosas que le proporcionan el aspecto de una boca con grandes dientes. El muerto la llamó «Boca del Dragón». Debió de pronunciarlo en su propio idioma, pero de algún modo sé que ese es el nombre.
Gabriel habló con el piloto, que respondió mientras negaba con la cabeza.
—No tiene conocimiento de una cueva así, pero eso no significa nada. ¿Ahora qué?
—Ahora… —contestó Michael, apartando el tenedor de su hermana, que estaba pinchando una de sus tortitas— hay una especie de laguna en mi memoria. Ya te he dicho que estaba todo desmontado. Sin embargo, al otro lado de la cueva deberíamos encontrar un volcán. Es ahí donde está escondida la Crónica.
De nuevo, Gabriel habló con el piloto. De nuevo, el piloto dijo unas palabras y negó con la cabeza. Luego enrolló su mapa y salió al exterior.
—Dice que no hay ningún volcán en esa región —les informó Gabriel a los niños—, y que lo sabe muy bien ya que ha sobrevolado toda esa zona. Pero nos llevará a la base de los Cuernos, y veremos si podemos encontrar la cueva. Debemos confiar en que el tiempo aguante.
—Existe un volcán —dijo Michael, sorprendido de su propia obstinación—. Sé que existe.
Gabriel asintió.
—Te creo, pero me preocupa esa cueva. Esos recuerdos que heredaste tienen más de doscientos años de antigüedad. En ese tiempo pueden haberse producido corrimientos de tierra o terremotos. La cueva podría estar escondida o haberse derrumbado. En fin, ya lo veremos. Ahora come. No tardará en salir el sol.
—En vista de que esta salchicha de aquí no piensa compartir su comida conmigo, voy a pedir que me pongan más —dijo Emma.
Y, después de coger su plato manchado de sirope, lo llevó a la parrilla.
No tardaron en hallarse en el aire. El sol ya se había alzado por encima del horizonte, y mientras volaban Emma no dejaba de saltar de un lado a otro del avión, apretando su cara contra las ventanillas. La noche anterior estaba demasiado cansada y disgustada para apreciar el primer viaje en avión que hacía en su vida. Ese día, en cambio, estaba descansada y bien alimentada. En realidad, Michael sabía que su cambio de humor se debía a la presencia de Gabriel. Después de desayunar, en el corredor en forma de túnel situado en la puerta del café, Michael lo había oído susurrar «no volveré a dejarte», y vio que Emma daba un salto para rodearle el cuello con los brazos. Desde entonces, la muchacha había vuelto a ser ella misma, y ahora, con el sol brillando a lo lejos y una tierra bonita y extraña pasando por debajo de sus pies, era evidente que disfrutaba del momento.
Él no se sentía tan despreocupado.
La certeza que experimentaba en el café estaba dando paso a las dudas. ¿Y si el piloto estaba en lo cierto y no existía ningún volcán? ¿O sí existía, pero el guardián los enviaba a una trampa? Michael solo tenía algunos de los recuerdos del muerto; no sabía lo que pensaba realmente. ¿Y si estaba llevando a la muerte a Emma y a Gabriel? Quiso mencionárselo a Gabriel, dejar que este aplacase sus temores, pero le aterraba la posibilidad de mostrar falta de confianza. No podía dar una impresión de debilidad.
—¡Ven, Michael! —gritó Emma—. ¡Date prisa!
Michael se reunió con ella junto a una de las ventanillas del avión.
—¡Mira! —La chica señaló hacia el suelo, muy abajo—. ¡Es Derek!
Michael pudo distinguir a duras penas una silueta pequeña y oscura que cruzaba la blanca extensión.
—¿Estás segura de que es él?
—¡Claro que es Derek! Lo reconocería en cualquier parte. —Apretó la frente contra la ventanilla, mirando hacia abajo—. Me pregunto adónde irá.
Michael notó una mano en su hombro. Era Gabriel, y les indicaba con gestos que acudiesen a la cabina. Michael y Emma se agolparon detrás del piloto, que sonrió y señaló al otro lado de la ventana.
Emma soltó un grito ahogado.
Justo delante de ellos había aparecido una cordillera de enormes montañas, con picos blancos que se alzaban desde una blanca llanura. Las montañas eran anchas y estaban apiñadas, pero entre ellas destacaban dos picos. Eran los que se hallaban más adelantados, y también los más altos y finos; no había ninguna confusión posible.
«Los Cuernos», pensó Michael.
Por un momento sintió como si ya hubiera estado allí mucho tiempo antes, pues, aunque las veía por primera vez, conocía las montañas a través del recuerdo del muerto. Aquella sensación le resultó perturbadora, como si hubiesen empezado a volverse borrosos los límites de su personalidad: las cosas que sabía, las cosas que recordaba y las cosas que lo convertían en sí mismo.
—¿Esas son las montañas? —preguntó Gabriel.
—Sí —respondió él, con voz apenas audible por encima del sonido estridente del motor.
A continuación el piloto habló con Gabriel, que asintió y se volvió hacia los niños.
—Estaremos allí dentro de veinte minutos. Aterrizaremos a unos kilómetros de la base de los Cuernos. Desde allí seguiremos a pie. Es hora de prepararse.
A Michael le tembló la mano cuando trató de subirse la cremallera de la parka, y se volvió para que nadie se diese cuenta. Los dos hermanos estuvieron pronto enfundados en parkas, gorros, máscaras para la cara, gafas y guantes; lo único que faltaba eran las duras botas de nieve que Gabriel había comprado en el enclave. Vestidos con tan rígida indumentaria, los niños no podían agacharse, así que Gabriel hizo que se tumbasen en el suelo mientras él metía sus viejas botas dentro de las nuevas y las cerraba con un chasquido. A continuación se aseguró de que llevasen todas las cremalleras cerradas.
Michael, que apenas podía moverse, se preguntó cómo iban a caminar cinco kilómetros.
El avión traqueteó y se balanceó mientras descendían. Agarrado a un asidero de la pared, Michael observó a Gabriel, que revisaba el contenido de una gran mochila, comprobando dos veces si había metido en ella comida, agua, una tienda de campaña de emergencia, cuerdas, un piolet y demás equipo necesario. Michael también vio que sujetaba a la mochila un objeto alargado de un metro de largo, cubierto con una lona. Supo que era el machete de Gabriel, el arma que los niños le habían visto utilizar mientras luchaba en Cascadas de Cambridge. Aunque no hacía falta, eso le recordó a Michael que no tenían la menor idea de lo que les aguardaba.
El avión brincó contra el suelo. Michael y Emma soltaron los asideros de la pared y salieron disparados hacia delante hasta estrellarse contra el mamparo, aunque las numerosas capas que llevaban impidieron que se hiciesen daño. Dos veces más el avión chocó contra el suelo y rebotó en el aire, pues, aunque la nieve estaba dura, ondulaba como un mar congelado. Finalmente, el avión se posó, se tambaleó de forma irregular a lo largo de cien metros y se detuvo.
Michael miró a su hermana.
—¿Estás bien?
—Tengo calor… —se quejó Emma—. Ojalá abriesen la puerta.
—Quería decir…
—Sé lo que querías decir. Solo tengo calor.
Gabriel comprobó sus ropas por última vez.
—Nos quedan solamente cuatro horas de luz. Si encontramos esa cueva, la Boca del Dragón, continuaremos adelante. Si no es así, regresaremos al avión o bien acamparemos si podemos encontrar refugio. Gustavo esperará hasta medianoche y entonces volverá al enclave. Vendrá aquí cada día durante tres días y nos esperará durante las horas de luz. ¿Estás preparado?
Por la mente de Michael cruzó la idea de decir: «¿Sabes?, ahora que he tenido tiempo de sentarme a pensar, creo que deberíamos dejarlo correr». Pero sabía que no era eso lo que Gabriel preguntaba. Ya no podían retroceder y, al preguntarle si estaba preparado, Gabriel se limitaba a poner en sus manos la decisión de partir.
Michael fue a colocarse bien las gafas, se dio cuenta de que llevaba gafas de glaciar y se las colocó de todos modos.
—Sí. Vamos.
Gabriel abrió la puerta. Pareció que todo el aire frío del mundo entrase en el avión. Gabriel sacó primero su mochila y luego ayudó a Emma a llegar al suelo. Michael vio que Gustavo, el piloto, los observaba con expresión preocupada.
—Gracias por el viaje —dijo Michael, con la voz amortiguada por la máscara—. Espero que nos veamos pronto.
Y siguió a Emma hacia el frío.
El suelo estaba cubierto por una dura capa de hielo que les impedía caminar sin botas de nieve. Los Cuernos se cernían sobre ellos perfilados contra un cielo azul, con sus picos ganchudos inclinados el uno hacia el otro. Gabriel iba delante, Emma ocupaba el centro y Michael cerraba la marcha. Al mirar atrás, Michael vio el pálido disco del sol flotando sobre el borde de la tierra. Más que nunca, se sintió como un viajero en un planeta lejano.
Con el peso adicional de la ropa y las botas costaba caminar, y Michael no tardó en notar las piernas pesadas. Llevaba el reloj enterrado bajo múltiples capas, y las únicas referencias que tenía para calibrar su avance eran las montañas que se hallaban ante ellos, que no parecían acercarse, y el avión a sus espaldas, que se volvía cada vez más pequeño, lo cual resultaba un tanto angustioso.
Cuando debían de llevar media hora andando, Gabriel se detuvo y se volvió, clavando la mirada a espaldas de los niños.
—¿Qué ocurre?
Michael no vio nada salvo el avión, diminuto y oscuro, a lo lejos.
—No estoy seguro.
Gabriel se arrodilló y sacó de su mochila una cuerda y un juego de mosquetones metálicos. Pasó la cuerda entre los mosquetones y fijó estos a su anorak, al de Michael y al de Emma, uniéndolos entre sí.
—¿Para qué es esto? —preguntó Emma.
—Cuestión de seguridad.
Siguieron caminando. El terreno empezó a ascender. Michael tenía frío, aunque pareciese imposible que una persona pudiese tener frío llevando tantas capas. Para distraerse pensó en la biblioteca de la casa de Cascadas de Cambridge y en lo mucho que le habría gustado estar sentado junto al fuego con una taza de chocolate caliente y La enciclopedia de los enanos abierta en el regazo, viendo caer la nieve en el exterior. Tal vez comiendo queso fundido.
Estaba pensando eso, y pensando que resultaba mucho más agradable leer relatos de aventuras que vivirlas en primera persona, cuando se fijó en que su sombra se había vuelto muy tenue. Durante todo el tiempo que llevaban caminando, su sombra se había extendido delante de él, nítida y negra contra el suelo blanco, pero de pronto apenas resultaba visible. Al volverse, vio que el sol había desaparecido. Pero eso no tenía sentido; aún quedaban varias horas de luz. Entonces se dio cuenta de que tampoco podía ver ya el avión. Empezó a notar una desagradable sensación en el estómago.
—Gabriel…
Eso fue todo lo que pudo decir antes de que se desencadenase la tormenta. Fue como una ola que se abatiese sobre él y lo lanzase contra Emma. Los niños, tumbados en la nieve, se vieron impulsados hacia delante sin poder evitarlo. Michael luchaba por aferrarse a algo, pero sus manos no encontraban asidero. Vio que los dos eran arrastrados, como hojas por un huracán, hacia el otro lado de la Antártida. Entonces se detuvieron con una sacudida. Después de clavar sus botas en el hielo, Gabriel había plantado el piolet y había rodeado con el brazo la cuerda que los unía a todos. Como un pescador que sacase de las aguas su captura, atrajo a los niños hacia él, inclinando la espalda para soportar el embate del viento. Michael y Emma se apiñaron en el pequeño remolino de su cuerpo. El aullido les llenaba los oídos. No se veía más allá de la longitud de un brazo.
«Un resplandor blanco —pensó Michael, que había leído la expresión en alguna parte—. Estamos dentro de un resplandor blanco».
Emma gritó algo, pero el viento se llevó sus palabras.
Gabriel se inclinó hacia delante, vociferando por encima del viento:
—¡Montaré nuestro refugio! ¡Es inútil tratar de regresar al avión! ¡Nos perderíamos! ¡Debemos esperar a que pase la tormenta!
—¡Pero estamos muy cerca! —gritó Michael—. ¡Si llegamos a la cueva estaremos a salvo!
—¡Nunca la encontraremos! ¡Hasta las montañas han desaparecido!
—¡Yo puedo encontrarla!
Las palabras sorprendieron a Michael. No las había pensado ni tenía previsto decirlas, pero sabía que lo que había dicho era verdad. A lo largo de todo el trayecto, una fuerza invisible había estado tirando de él. Ahora que se habían detenido no era del todo consciente de esa fuerza, pero sabía que si se dejaba llevar encontraría la cueva.
—¿Qué pasa? —Emma miró a Michael y a Gabriel—. ¡No oigo nada!
Gabriel lo observaba con los ojos ocultos tras las gafas oscuras y cubiertas de escarcha.
—¿Estás seguro? ¡Es un riesgo!
«Quiere decir que podríamos morir —pensó Michael—. Perdernos completamente. Tropezar con una grieta». Acampar era lo único sensato y práctico que podían hacer.
Se volvió hacia Emma, que los miraba alternativamente a Gabriel y a él diciendo:
—¿Qué? ¡¿Qué decís?! ¡Hay mucho ruido! ¿Qué?
No era justo. Michael estaba dispuesto a arriesgar su vida, pero ¿por qué tenía que arriesgar también la de su hermana y la de Gabriel?
—¡Tú decides! —gritó Gabriel.
Michael cerró los ojos. El tirón seguía allí, como un gancho invisible sujeto a su pecho, y supo que se trataba de la Crónica.
—¡Sí! ¡Puedo encontrarlo!
—¡¿Encontrar qué?! —gritó Emma—. ¡¿De qué estáis hablando?!
Gabriel no contestó, pero empezó a situar la cuerda de forma que Michael encabezase la marcha.
—¡Te seguiremos!
Le entregó el piolet a Michael, que se levantó y echó a andar entre la tormenta. Tenía que concentrarse a cada paso para no caer al suelo, y avanzar haciendo tanta fuerza resultaba muy cansado. Las ráfagas de viento despejaban el ambiente durante breves instantes, y entonces Michael veía a tres o cuatro metros de distancia. Sin embargo, casi siempre que movía la mano ante su propia cara no veía nada de nada.
«Por favor —no dejaba de pensar—, por favor, que no me equivoque».
Pero sentía la Crónica allí fuera, llamándole con más fuerza a cada paso. Se encontró pensando en una excursión que había hecho a una granja hacía unos años con sus hermanas y unos cuantos niños más. Estaban en mitad de la nada, y el conductor de la furgoneta, un adolescente enfurruñado, había buscado en la radio alguna emisora que, según sus palabras, «no pusiera música de banjo». Por fin había encontrado una. Al principio sonaba áspera y débil, pero a medida que seguían avanzando y supuestamente se acercaban más a la fuente de la señal, esta se había vuelto cada vez más clara.
Michael se sentía así en ese momento, como si por fin se hubiese acercado lo suficiente para oír la música.
—¡Michael!
Emma le había gritado al oído y lo agarraba del hombro, señalando.
Michael alzó la mirada, que tenía clavada en el suelo para no conducir a todo el mundo a un abismo. Allí, a tres metros de distancia, apenas visible entre la nieve arremolinada, más allá de tres columnas cubiertas de nieve y hielo que al estrecharse hacia arriba parecían unos auténticos colmillos, se hallaban las fauces oscuras y abiertas de una cueva.
Momentos después, estaban dentro de la cueva pateando, sacudiéndose del cuerpo la nieve y el hielo y quitándose los cristales de las capuchas forradas de pelo, mientras la tormenta bramaba en el exterior. Gabriel le dio una palmadita a Michael en el hombro.
—Bien hecho.
Michael trató de encogerse de hombros, pero el gesto se perdió dentro de la enorme parka.
—Bueno, tampoco ha sido tan increíble.
—Sí —convino Emma—, supongo que tienes razón.
—Vaya —dijo Michael, irritado—, ha sido bastante increíble.
Entonces Emma se echó a reír y entrechocó sus guantes (o lo intentó; no podía juntar del todo las manos con la parka puesta). Le dijo a Michael que por supuesto era increíble, y que si el rey Robbie estuviese allí seguramente le daría a Michael una docena más de medallas de los enanos.
—Ja, ja —dijo Michael. Aunque no pudo dejar de pensar que una medalla no estaría fuera de lugar.
—¿Aún tienes frío? —preguntó Emma—. Estás temblando.
De hecho, Michael temblaba, pero no tenía nada que ver con el frío. Después de confiar en su instinto, debería haberse llenado de confianza. Sin embargo, había sucedido justo lo contrario. No entendía cómo había funcionado, cómo lo había conseguido. Sentía que había perdido el control, y esa sensación lo asustaba. Había tenido mucha suerte, y no debía contar con que volviese a ocurrir.
—Es que necesito ponerme en movimiento.
—Pues adelante. —Gabriel sacó tres linternas de su mochila y entregó una a cada niño—. Eres el jefe, así que debes tomar el mando.
Michael miró a Emma, que se encogió de hombros y dijo:
—Tú procura evitar que nos matemos.
Los tres empezaron a adentrarse en la cueva.
La cueva se distinguía de todas las cuevas y todos los túneles que habían explorado antes en un aspecto muy importante: estaba cubierta de hielo. Suelo, techo y paredes se hallaban revestidos de una dura cáscara de color blanco azulado. Por fortuna, las botas nuevas que les había comprado Gabriel tenían unas suelas ásperas que se agarraban a la superficie resbaladiza. Aun así, avanzaban despacio, y sus linternas les devolvían sin cesar su propio reflejo, acelerando el latido del corazón de los hermanos, que se imaginaban observados desde la oscuridad por bestias de ojos encendidos.
El sonido de la tormenta no tardó en desvanecerse, y el túnel se convirtió en una vasta caverna. Caminaron a lo largo de un estrecho sendero que discurría junto a la pared. Iluminaron el abismo con sus linternas, y al mirar hacia abajo Michael vio un lago de hielo negro y unas criaturas con garras, dientes y alas, inmóviles en un sueño congelado. El túnel proseguía al otro extremo del lago, y el hielo de las paredes empezó a dar paso a la roca desnuda, hasta que poco a poco solo quedaron placas de hielo aquí y allá, y luego, finalmente, nada en absoluto. Michael se quitó la máscara, se echó hacia atrás la capucha y se bajó la cremallera del anorak.
Luego apagó su linterna con un chasquido.
—Michael… —susurró Emma.
—Lo sé.
Ante ellos se hallaba el final del túnel, y la luz entraba a raudales. No era la neblina tenue y grisácea de una tormenta de nieve, sino la luz del sol, una luz dorada, cálida y brillante.
Pero aquello no podía ser. Michael sabía que era imposible. Y entonces…
—Michael, ¿lo oyes…?
—Sí.
Era el canto de un pájaro.