8. Los Salvajes

—Me parece, señor Jake…

—¿Sí, señor Beetles?

—Creo que por fin se está despertando.

Kate abrió los ojos. Estaba tendida en el suelo una vez más, y, una vez más, dos pares de ojos se clavaban en ella. Sin embargo, la habitación en la que se encontró era diferente, y los dos chavales no la observaban inclinados en busca de señales de vida; la contemplaban desde un par de sillas de madera desvencijadas, con los pies apoyados en unas cajas, al calor de una estufa de hierro abollada. Ambos niños fumaban en pipa.

—¿Cuánto rato he dormido? —preguntó Kate, incorporándose.

Beetles se sacó la pipa de la boca y pareció reflexionar.

—¿Cuánto dirías tú que ha dormido, señor Jake? ¿Cinco horas?

—Vaya, me atrevería a decir que seis horas, señor Beetles.

—¿Seis? ¿Tantas?

—Como mínimo. Casi esperaba que abriese una tienda…

—Ya está bien —dijo Kate.

—¿De verdad? —Beetles sonrió de oreja a oreja—. ¿Qué clase de tienda, señor Jake?

—Bueno, una de esas tiendas de Dormir en el Suelo Todo el Día sin Hacer Nada, señor Beetles.

Kate sacudió la cabeza mientras los chicos se desternillaban de risa. Beetles se quitó el gorro y se inclinó con gesto teatral en señal de admiración ante la agudeza de su amigo. La muchacha se tomó unos momentos para mirar a su alrededor.

La pálida luz invernal se abría paso a través de una sola ventana cubierta por una capa de suciedad y escarcha, iluminando una habitación pequeña y vulgar. Había poco que contemplar aparte de la estufa, las cajas puestas boca abajo que hacían las veces de taburetes y las sillas en las que estaban sentados los niños. La única característica insólita de la habitación era que las paredes y el suelo estaban construidos con grandes bloques de piedra gris. Solo las vigas del techo eran de madera.

Kate vio que la habían tendido sobre una manta doblada y le habían tapado los pies descalzos con otra. El detalle le pareció extrañamente considerado. Seguía llevando el abrigo de lana que había conseguido en Bowery, el que había adquirido a cambio de la cadena del relicario de su madre. Kate se metió la mano en el bolsillo, donde buscó y atrapó la familiar forma ovalada. Tendría que encontrar pronto otra cadena. Echaba de menos el peso del relicario en torno al cuello, poder levantar la mano en cualquier momento y notar su presencia. Pensó en el mercadillo mágico, en la bruja que la había drogado y en las dos criaturas que habían tratado de llevársela. Pensó que la había salvado aquel otro chico, Rafe, y volvió a verlo saltando al suelo desde arriba. Él la conocía, la reconocía. Pero ¿cómo era posible? ¿Quién era?

Les echó un vistazo a Jake y a Beetles. Estaban celebrando un concurso de fumar. Cada vez que uno de ellos lanzaba un anillo de humo al aire, el otro tosía convenientemente o se levantaba de un salto gritando que algo le había mordido el trasero y de paso destruía el anillo de su amigo, hasta que Kate comprendió que el juego precisamente consistía en romper el anillo de humo del otro concursante.

Se lo estaban pasando tan bien que no pudo evitar sonreír.

—¿Sabéis que fumar es malo? —dijo al cabo de un rato.

Los chicos encontraron sus palabras francamente divertidas.

—¡Mira lo que dice, que fumar es malo! —dijo Beetles, y soltó una carcajada—. Todo el mundo sabe que fumarte una pipa es lo mejor que puedes hacer por tu cuerpo.

—¡La mejor medicina del mundo! —coincidió Jake, y lanzó otro anillo.

—¡Fumar no es bueno! ¡Ja!

—Y mira quién nos dice lo que es bueno —añadió Jake—. ¿No le dijimos que no se fuese con aquella bruja?

—Se lo dijimos —respondió Beetles—. Se lo dijimos, pero lo hizo de todos modos.

—Está bien —dijo Kate—. La próxima vez os haré caso.

—Bien —dijo Beetles—. Porque no vamos a encontrar siempre a Rafe a tiempo de salvarte, ¿sabes?

—Entonces, Rafe… ¿es el que me trajo aquí?

—Sí —dijo Beetles—. Te desmayaste. Tuvo que traerte en brazos todo el camino.

Kate pensó en la manta colocada sobre sus pies y se preguntó si aquel mismo chico feroz del callejón había sido quien lo había hecho.

—¿Dónde está?

—Bueno, bueno —dijo Beetles, exhibiendo una amplia sonrisa—. ¿No es un cambio agradable, señor Jake? De pronto, alguien quiere ver al viejo Rafe.

—Claro. Está enamorada de él, ¿no?

Kate notó que se ponía colorada y se alegró de estar en penumbra y de la presencia del humo.

—Quiero darle las gracias por salvarme la vida.

«Y preguntarle de qué me conoce», pensó.

—Rafe es un hombre ocupado —dijo Beetles—. Nos dijo que nos asegurásemos de que no te escapabas.

—Aunque no es probable, ahora que quieres casarte con él —dijo Jake.

—Nada probable.

—Deberías abrir una tienda. La Tienda Quiero Casarme con Rafe y Tener Cien Hijos.

Kate sabía cuándo intentaban hacerla rabiar e ignoró el comentario.

—Entonces, ¿dónde estoy?

—¡Pues estás en la guarida, por supuesto!

—¿Qué guarida?

—¿Qué guarida? —repitió Jake—. ¡La nuestra! ¡La guarida de la mejor y más despiadada banda de Nueva York!

—¡La mejor banda de cualquier parte! —dijo Beetles.

—¡Sí, somos la mejor banda de cualquier parte! ¡Los Salvajes!

El edificio al que habían llevado a Kate resultó ser una vieja iglesia abandonada. Debió de ser en otro tiempo una estructura magnífica, y al pisar la larga nave central le impresionó su tamaño. Columnas de piedra se alzaban veinticinco metros hasta el techo abovedado. Muchos de los sucios cristales estaban rotos y tapados con tablas, pero los que quedaban dejaban pasar una luz verde, roja, amarilla y azul en complicados y bonitos dibujos. Había filas de catres sobre el suelo de piedra y unas sábanas colgadas delimitaban ciertas zonas. A Kate le pareció el dormitorio de un gran orfanato.

Vio a una veintena de niños y niñas, la mayoría de una edad similar a la de Jake y Beetles. Mientras sus dos guías y ella caminaban entre las filas de catres, Kate se fijó en que todos los demás niños, a pesar de no ir demasiado limpios ni bien vestidos, parecían bien alimentados y felices. A lo largo de su vida entre un orfanato y otro, Kate y sus hermanos habían aprendido a captar deprisa el ambiente de cada lugar. ¿Había felicidad, tristeza o desesperación? ¿Los niños y los adultos eran crueles o generosos?

Supo enseguida que aquel era un buen lugar.

En el centro de la iglesia, un grupo de niñas y niños estaba de pie ante una gran mesa clasificando un montón de objetos: relojes, pañuelos de seda, anillos, collares, pendientes, cajitas de adorno, abrigos de pieles y chales. Mientras tanto, un niño anotaba cuidadosamente en un registro lo que gritaban los demás.

—¿Qué es todo eso? —preguntó Kate.

—Están comprobando el producto del día —respondió Beetles.

—¿Qué es «el producto del día»?

—Lo que han traído los diferentes equipos. Es un buen botín, la verdad.

Kate comprendió lo que decían, lo que era el enorme montón de artículos…

—Esperad… ¡Sois ladrones!

—Así es —dijo Beetles, introduciendo los pulgares en sus tirantes con gesto orgulloso—. Los mejores ladrones de la ciudad de Nueva York.

—O de Brooklyn —dijo Jake.

—O de allí —dijo Beetles—, aunque nunca hemos estado exactamente allí.

Kate sabía que resultaba poco razonable por su parte enfadarse con los niños, pero no pudo evitarlo:

—Entonces, ¿eso es vuestra banda? ¿Sois una banda de ladrones?

—¡Sí! —reconocieron alegremente—. Rafe nos ha enseñado todo lo que sabemos.

—Rafe es el mejor —dijo Jake.

—El mejor de todos —afirmó Beetles.

—Estupendo —dijo Kate, mordiéndose la lengua—, eso es estupendo.

Después de convenir en que realmente era estupendo, Jake y Beetles preguntaron dónde podían encontrar a Rafe. Les dijeron que estaba en la sala de enseñanza.

—¿Qué enseña? —preguntó Kate—. ¿Cómo vaciar bolsillos? ¿Cómo entrar en las casas?

Pero los chicos se limitaron a reír y llevársela de allí. La sala estaba al fondo de un pasillo, en la parte trasera de la iglesia. Contaba con buena iluminación, suelo de madera y una gran chimenea.

Cuando entraron Kate y sus compañeros, el chico llamado Rafe, el que la había salvado en el callejón, alimentaba el fuego, que ardía crepitando con fuerza. Una docena de niños, todos ellos más pequeños que Jake y Beetles, estaban sentados en el suelo, frente a él. Una niña de hombros estrechos y aspecto nervioso se hallaba de pie junto a Rafe.

Kate vio que cerca del fuego había una vela sin encender.

—¿Estás preparada? —le preguntó Rafe a la niña.

Ella asintió con la cabeza, aunque era evidente que se sentía asustada. Los demás niños permanecían inmóviles y en silencio.

—¿Qué pasa? —susurró Kate.

Beetles la hizo callar.

—Observa.

Rafe apoyó la mano en el hombro de la niña.

—Pues adelante.

Entonces la niña alargó su manita temblorosa hacia el fuego…

—¡No!

Kate se adelantó y tiró de la niña hacia atrás. Había actuado con la rapidez suficiente: la niña no había sufrido quemaduras, y Kate abrazó a la sobresaltada pequeña como si temiese que el chico pudiese tratar de arrebatársela.

—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó la muchacha.

Rafe la miró con rostro inexpresivo.

—¡Hola, Rafe! —dijo Beetles en tono alegre. Jake y él estaban junto a la puerta—. La hemos vigilado tal como dijiste.

—No se ha escapado porque está enamorada de ti —dijo Jake.

—Está claro que eso no es cierto —dijo Kate.

—Bueno. —El chico moreno se volvió hacia los niños—. Acabaremos luego. —Los niños, entre ellos la pequeña, que se las había arreglado para escapar de Kate, se apresuraron a salir de la sala. Rafe apoyó el atizador contra la chimenea—. El jefe quiere hablar contigo.

—Contéstame: ¿qué le estabas haciendo?

—Le estaba enseñando. O eso intentaba.

—¿Qué? ¿Cómo quemarse?

El chico la miró unos instantes. Después se agachó y colocó tranquilamente su propia mano dentro del fuego. Kate soltó un grito ahogado, pero, para su asombro, la mano del chico no se quemó. La piel permaneció intacta. Luego alargó la otra mano y tocó la mecha de la vela, que se encendió.

Después de retirar la mano del fuego, el chico tocó la muñeca de Kate. Tenía la piel fría.

—No habría dejado que se quemase.

Apagó la vela de un soplido.

—Ahora ven conmigo; el jefe nos espera.

La condujo hasta el campanario, en cuya base yacía tumbada de lado una gran campana de hierro. El metal se había rajado, y el suelo de piedra que estaba debajo había quedado reducido a escombros. Una escalera de caracol ascendía pegada a la pared.

Kate dijo:

—Espera…

El chico se detuvo en el segundo peldaño.

—No lo entiendo. ¿Eres… brujo?

El chico se echó a reír.

—Los brujos leen libros y conocen toda clase de hechizos. No soy ningún brujo.

—Pero eso que has hecho con el fuego…

—Solo es algo que sé hacer.

—Entonces, los demás, los niños, ¿son…?

—Todos los críos de aquí poseen magia. Por eso están aquí. Les enseñamos a utilizarla, eso es todo.

Se dispuso a marcharse, pero Kate lo detuvo una vez más.

—Quería… darte las gracias por salvarme en el callejón de aquellas cosas.

—Los imps.

—Sí.

—Jake y Beetles iban a intentar salvarte. Solo hice lo que hice para protegerlos.

Se quedó con la mano apoyada en la barandilla de madera, y Kate buscó en su rostro alguna señal de reconocimiento, alguna señal de que la conocía.

Pero no había ninguna.

Cohibida, Kate se arrebujó en su abrigo. No entendía lo que estaba ocurriendo, quién era aquel chico ni quiénes eran aquellos niños, pero se dijo que no importaba. Lo importante era llegar a Cascadas de Cambridge, localizar al doctor Pym y encontrar la manera de volver junto a Michael y Emma.

—Mira, agradezco lo que hiciste…

—Ya me lo has dicho.

—Pero tengo que ir a un sitio. El camino es largo, así que, cuanto antes me vaya, mejor.

—¿Dónde está?

—Hacia el norte.

—¿Cómo vas a llegar?

Kate se movió, nerviosa.

—No lo sé. Cogeré el tren.

—¿Tienes dinero para el billete?

—No, pero…

—Entonces seguramente tampoco tienes dinero para comida, ¿verdad?

Kate no dijo nada.

—Pronto oscurecerá y hará mucho más frío. No vas bien vestida, y ese abrigo no es lo bastante grueso. ¿Cómo vas a conservar el calor?

—No lo sé, pero…

—Me parece que no sabes gran cosa. Salvo salir y morir congelada lo antes posible.

Kate abrió la boca para protestar, pero el chico dijo:

—Tienes que venir a ver al jefe.

Y empezó a subir las escaleras de la torre. Al cabo de unos segundos, Kate lo siguió enfadada.

La torre era alta, y ninguno de los dos habló mientras ascendían. Algunos escalones estaban hechos pedazos. Las tablas se encontraban astilladas y sueltas, y en ciertos puntos faltaban por completo. Había que salvar los huecos, y cuando saltaba Kate percibía tanto la presencia del abismo que se abría a sus pies como la del chico que la observaba desde arriba, dispuesto a sujetarla si resbalaba. Se aseguró de no hacerlo. No tenía ninguna intención de volver a darle las gracias.

Cuanto más subían, más frío se volvía el aire y más soplaba el viento a través de las grietas de las paredes. Kate se sentía mareada y hambrienta. No había comido nada desde que compartiese la patata con Jake. ¿Y antes de eso? ¿Cuál había sido su última comida verdadera?

En lo alto de la torre, docenas de palomas posadas en las cuerdas del campanario arrullaban suavemente, con las plumas alborotadas por el frío. Había un gran agujero en mitad del techo, y a través de él Kate vio un trozo del plomizo cielo invernal.

Por una trampilla subía inclinada una escalera de mano.

—Espera…

El chico se volvió con el pie en el primer peldaño.

—¿Y ahora qué? —preguntó, mirándola.

Kate notó que el corazón se le encogía en el pecho. La sensación no era nueva. Ya la había sentido en la sala de la planta baja, cuando el chico se puso a su lado y metió la mano en el fuego. Pero, ahora que los dos estaban solos en la torre y él la miraba a los ojos, la sensación era más intensa y le causaba aún más confusión.

—En el callejón actuaste como si me conocieras. ¿Cómo es posible?

El chico pareció estudiar su rostro; sus ojos eran feroces. Para Kate fue como ser observada por un animal salvaje, y se obligó a sostenerle la mirada.

—Me equivocaba —dijo Rafe—. Te pareces a alguien que conozco.

El chico empezó a subir la escalera y Kate se quedó donde estaba, respirando hondo y despacio, hasta que él la llamó:

—¿Vienes?

La muchacha cruzó la trampilla y al cabo de un instante estaba al aire libre. La parte superior del campanario era un gran espacio rectangular coronado por una cúpula apoyada en las columnas que bordeaban la torre. Encontrarse allí era como estar en una casa con techo y sin paredes. Sobre su cabeza colgaban tres enormes campanas de hierro, idénticas a la que se encontraba en la base de la torre. Kate vio el hueco de la campana que faltaba, como una sonrisa a la que le hubiesen saltado un diente.

Hacía un frío horrible, pero Kate se rodeó el cuerpo con los brazos y miró hacia la derecha, en dirección a las largas avenidas y la extensión abierta del parque, con los árboles desnudos y blancos en la distancia. Miró hacia el otro lado, abarcando el laberinto de edificios y calles que formaban el centro urbano. Luego echó un vistazo a sus espaldas y vio que la iglesia se alzaba junto a un ancho río gris, y que había hielo en las orillas.

Entonces Kate se volvió y miró hacia el otro lado del campanario.

A veinte metros de distancia, una mujer escribía sentada ante una mesa, muy enfrascada en su trabajo. La mesa aparecía cubierta de pilas de documentos sujetos con pisapapeles que revoloteaban al viento como si fuesen una flota de velas diminutas. La mujer no parecía nada afectada por el frío o el viento, y permanecía concentrada en su tarea.

Kate calculó que debía de tener poco más de cincuenta años. Tenía el pelo gris y tan corto como el de un hombre, y llevaba un vestido negro de cuello alto y manga larga. Un chal también negro le cubría los hombros. Su postura era rígida e inflexible. Kate no podía ver la mano derecha de la mujer, pero la izquierda, que sostenía la pluma, no exhibía anillos ni joyas de ninguna clase. Tampoco llevaba collares, camafeos ni pendientes. A Kate le dio la sensación de ser una persona hecha de pura voluntad, como si su propio fuego interior no solo la calentase allí arriba, entre el frío y el viento, sino que también hubiese consumido todo lo que no fuese esencial en su ser.

Kate notó un peso sobre los hombros. El chico había colocado un abrigo largo y pesado sobre el que ella llevaba.

—Ese abrigo tuyo no es gran cosa, pero este es de pelo de oso.

La prenda, muy abrigada y pesada, era de gruesas pieles negras. El chico tiró del abrigo hacia delante para que le colgase de los hombros como si fuese una capa. Parecía esforzarse por no mirarla a los ojos. Kate recordó que mientras dormía le habían tapado los pies con una manta, y de pronto supo que también había sido él.

—Vamos.

El chico se volvió y cruzó el campanario, rodeando el agujero del centro. Kate fue tras él. El abrigo de pelo de oso arrastraba por el suelo.

Rafe la detuvo cuando se hallaban a medio metro de distancia y se quedaron esperando a que la mujer se percatase de su presencia. Al cabo de un rato esta dejó la pluma sobre la mesa y alzó la mirada.

—Así que tú eres la chica que está causando tanto alboroto —dijo la mujer, cuya voz recordaba el sonido del pedernal.

Se levantó y rodeó la mesa. No era alta, solo tres o cuatro centímetros más que Kate, pero su postura, como si tuviese los huesos rellenos de hierro, hacía que lo pareciese mucho más. Tenía unos ojos grises y despiertos, y la piel de su rostro estaba arrugada y curtida como si hubiese pasado gran parte de su vida al aire libre. Kate podía imaginársela en la cubierta de un barco, o en las Grandes Llanuras del Oeste, como si la mujer necesitase aquellos espacios abiertos para ejercer toda su voluntad.

Sus ojos grises estudiaban atentamente a Kate y, aunque la mirada no era desagradable, no había compasión ni dulzura en ella.

—¿Cómo te llamas, niña?

—Kate… Katherine.

—Yo soy Henrietta Burke.

Le alargó la mano izquierda, y fue entonces cuando Kate vio que a la mujer le faltaba la mano derecha, que ella creía metida debajo del chal. El brazo terminaba a la altura del codo, y la manga estaba cosida sobre el muñón. Kate tenía ya su propia mano derecha extendida y la cambió por la izquierda con un gesto torpe. La mujer apretó brevemente y con fuerza la mano de Kate, que se sintió como si estrechase la garra de un águila.

—Tal como puedes observar, perdí la mano derecha. Hace diez años me la cortó una pandilla de idiotas degenerados en Saint Louis. Me acusaron de practicar la brujería. Por supuesto, estaban en lo cierto, y por algún motivo creyeron que al dejarme sin mano derecha me impedirían seguir haciéndolo. No tardaron en averiguar que estaban equivocados. Fue pesado aprender a escribir y realizar conjuros con la mano izquierda, pero si tu voluntad es firme puedes hacer cualquier cosa.

—Sí, señora —respondió la muchacha, sin saber qué más podía decir.

—Perdona que nos hayamos reunido aquí, pero considero que el frío agudiza mis pensamientos. ¿Es cierto que vienes del futuro?

Kate se quedó desconcertada.

—¿Cómo…?

—Lo sé porque me ocupo de descubrir lo que dice la gente. Y te ruego que contestes a mis preguntas deprisa y sin andarte por las ramas. Tengo poco tiempo y menos paciencia. Así que volveré a preguntártelo: ¿vienes del futuro?

—Sí.

—¿Y deseas volver allí?

—Sí.

—Pero necesitas la ayuda de una bruja o un brujo poderoso. Ese fue el motivo de que acudieras a aquella bruja del mercadillo que te vendió a los imps, ¿no es así?

—Sí. ¿Puede usted…?

—¿Mandarte de vuelta? No. Aunque soy una bruja capacitada en casi todos los aspectos, lo que necesitas va más allá de mis posibilidades. Trae a Scruggs.

Esta última frase iba destinada al muchacho. Rafe caminó hasta el borde del campanario, agarró una cuerda y trepó por ella rápidamente hasta desaparecer. Instantes después, Kate oyó sus pasos en el tejado.

—Scruggs fue antaño un brujo extraordinario. —Henrietta Burke se sirvió una taza de café de una cafetera que había sobre la mesa—. Sin embargo, se extralimitó y realizó un hechizo que lo partió en dos. Aun así, tiene poder. Efectuó un conjuro para ocultar esta iglesia. La policía o los imps podrían pasar por delante y no vernos jamás. Ahora se pasa el día hablando con los pájaros.

Se oyeron más pasos arriba y el chico reapareció, deslizándose cuerda abajo. Llevaba algo sujeto a la espalda. Kate vio que era un anciano huesudo y de pelo cano, envuelto en una andrajosa capa marrón. Una vez que los pies de Rafe estuvieron bien apoyados en el suelo, el anciano retiró las piernas de la cintura del chico y las manos de su cuello y, sin fijarse en Kate ni en Henrietta Burke, se instaló en una silla situada junto a la mesa y empezó a morderse las uñas.

—Scruggs —dijo la mujer—, esta es la chica de la que te he hablado. ¿Puedes ayudarla a hacer lo que hemos comentado?

Kate pensó que el propio Scruggs parecía necesitar ayuda. Tenía la piel del rostro floja y gris. Ambos ojos estaban inyectados en sangre. Sus manos se mostraban retorcidas e hinchadas; su largo y descuidado pelo, grasiento y alborotado por el viento. La muchacha pensó que necesitaba ayuda, o tal vez un baño.

El anciano miró a Kate y gruñó sin dejar de morderse una uña.

—Tiene el poder. Lucha contra él, pero yo puedo sacarlo.

—Gracias, Scruggs. —Henrietta Burke se volvió hacia Kate—. ¿Sabes qué se celebra mañana por la noche, niña?

—¿La… Separación? —dijo Kate, que había logrado recordar la palabra utilizada por las criaturas que la habían comprado a la bruja.

—En Nochevieja el mundo mágico se ocultará. Es un acontecimiento que se ha planificado durante décadas. ¿Puedes imaginar la magnitud de semejante evento? —Mientras hablaba, la mujer caminó hasta el borde del campanario y se puso a contemplar la ciudad—. Había que idear un conjuro que alterase la memoria de todo ser humano no mágico del planeta. Había que hacer invisibles grandes zonas. Había que obtener de cada comunidad mágica el compromiso de que sus miembros acatarían la Separación y no se darían a conocer a los de fuera. Con gran imprudencia por su parte, todavía hay algunos que se muestran en contra, pero hasta ellos se han sometido. La Separación resulta esencial para nuestra supervivencia. —Se volvió de nuevo hacia Kate—. Simplemente lo menciono para decir que, hasta que se lleve a cabo la Separación, necesitaré toda la atención y todos los poderes de Scruggs. Las próximas veinticuatro horas son sin duda muy peligrosas. Después te enviará a casa. ¿Puedes esperar ese tiempo? Si no, eres libre de marcharte.

Kate estuvo a punto de darle las gracias y decirle que se iba. El anciano acababa de descubrir un cuenco de sopa sobre la mesa e intentaba comérsela con los dedos. La chica no tenía intención de ponerse en manos de Scruggs, a pesar de lo que pudiese decir la mujer acerca de sus capacidades. Sin embargo, se detuvo antes de hablar. ¿Cuál era su plan? Llegar a Cascadas de Cambridge y ponerse en contacto con el doctor Pym, pero ¿cómo? El chico estaba en lo cierto. No tenía dinero; aún llevaba las sandalias de verano. ¿Cómo iba a pagar el billete de tren, comida y ropa más abrigada?

—¿Y qué tengo que hacer a cambio?

La mujer sonrió, si es que aquello podía llamarse sonrisa: la línea estrecha de su boca se ensanchó un milímetro.

—Así que has aprendido que en este mundo nada es gratis. Bien. Me alegro de que las muchachas del futuro no seáis idiotas del todo.

—No robaré nada…

La mujer se echó a reír. Su risa sonó como una seca palmada.

—¡Y sin embargo te permites el lujo de tener escrúpulos! Lo cierto es que no sé cuál será el precio. Cuando llegue el momento te lo pediré, y podrás decidir si lo pagas o no. ¿Te parece bien?

Kate echó un vistazo al borde del tejado, donde seguía el muchacho, Rafe. Hacía un rato que no lo miraba. En ese instante, él se volvió hacia otro lado rápidamente, pero Kate tuvo tiempo de ver en su rostro el reconocimiento que estaba buscando. Rafe había mentido: la conocía.

—Necesito que me des una respuesta.

Sin dejar de mirar al chico, Kate dijo:

—Sí.

La señorita Burke le dio instrucciones a Rafe para que le buscase a Kate una indumentaria más abrigada y menos llamativa, algo de comer y un lugar donde dormir. Al día siguiente, dijo, hablarían más. Cuando Kate y el muchacho llegaron a la nave central de la iglesia, Rafe llamó a una niña que debía de tener un año o dos menos que Emma.

—Necesita ropa —le dijo a la niña—. Ropa de chico. Los imps la están buscando. Cuanto menos se la vea, mucho mejor. —Mientras la niña se llevaba a Kate, él gritó a sus espaldas—: ¡Y un gorro para el pelo!

—¡Ya lo sé! ¡No soy tonta! —chilló la niña a su vez—. Se comporta como si yo fuese tonta.

La niña condujo a Kate a una habitación llena de torres de ropa gastada. Se sumergió literalmente en el montón de ropa y comenzó a lanzar pantalones, camisas, calcetines y jerséis de lana, que Kate tenía que atrapar al vuelo.

—Pruébatelo todo hasta que algo te quede bien —dijo la niña.

Era la misma niña a la que Kate había apartado del fuego. La muchacha se preguntó si se acordaría y se planteó la posibilidad de preguntárselo, pero tuvo la sensación de que la niña diría que por supuesto que se acordaba y a continuación acusaría a Kate de tomarla por tonta.

Por un momento, Kate tuvo un recuerdo tan vívido de Emma y de lo mucho que echaba de menos a su hermana que todo su cuerpo se tensó en un gran sollozo de tristeza.

—¿Estás bien? —La niña sostenía un par de pantalones en los que habrían cabido Kate y cuatro o cinco personas más—. Parece que vas a echarte a llorar. No te preocupes. Te encontraremos algo.

Kate se enjugó los ojos y trató de sonreír.

—Ya lo sé. Gracias.

Al final, después de rechazar lo que resultaba demasiado grande, pequeño, lleno de agujeros, apestoso, y todo lo que hubiese servido de guarida a los bichos, Kate quedó vestida con unos pantalones de lana, una camisa de lana sobre otra de algodón más suave, una chaqueta corta de lona para llevar debajo del abrigo que había comprado en Bowery y al que había tomado cariño y un par de gruesos calcetines de lana. La niña, que parecía no dejar de moverse nunca, estaba arrodillada a sus pies y le encasquetaba una sucesión de botas, arrojando los pares descartados por encima del hombro hasta formar una gran pila desordenada.

—¡Perfecto! —anunció la niña.

Kate vio que las botas no hacían juego. Sin embargo, como ambas le quedaban bien y los tacones eran más o menos de la misma altura, lo pasó por alto.

—¡Solo necesitas un gorro!

La niña volvió a rebuscar en la pila.

—Bueno, y ese chico, Rafe, ¿quién es? —preguntó Kate.

—¿Rafe? ¡Es el mejor!

—Sí, ya me lo han dicho. Aparte de eso.

—Es el que me trajo aquí. —Solo eran visibles las piernas de la niña mientras avanzaba con dificultad por la pila de ropa—. Mis padres murieron de tisis. Empecé a trabajar en una fábrica del centro, un lugar horrible. Éramos un grupo de niñas. El propietario nos mantenía encerradas, cosiendo día y noche. Nos pegaba. Nos alimentaba como a perros.

—¡Pero nadie puede hacer eso! —exclamó Kate, absolutamente escandalizada—. ¡Existen leyes!

—¿Leyes? ¡Ja! Cuando eres pequeña y posees magia, los seres humanos normales se apresuran a agarrarte y ponerte a trabajar. A nadie le importa. Lo que hacemos es especial, ¿sabes? Los zapatos, los armarios o lo que sea. Posee magia. La ropa que cosíamos hacía que la gente pareciese más guapa, o más alta, o no tan gorda. El propietario la vendía por mucho dinero y sobornaba a los policías. A nadie le importa.

—¿Por qué no te escapaste?

—No seas tonta —dijo la niña, del mismo modo que lo habría dicho Emma—. Que puedas hacer magia no significa que puedas lanzar rayos por la nariz. —Regresó con un puñado de gorros de tela—. La cuestión es que Rafe nos encontró. Le dio a aquel hombre, un hombre adulto, una soberana paliza. Nos dijo: «Podéis hacer lo que os venga en gana o podéis venir conmigo. Tendréis que trabajar, pero nadie os pegará y podréis marcharos cuando queráis». Hizo eso con todos los críos de aquí. Los salvó. Del mismo modo que la señorita Burke lo salvó a él cuando era pequeño. ¿Te lo han contado?

Kate negó con la cabeza, y la niña bajó la voz siniestramente:

—No digas que te lo he contado yo, pero cuando tenía seis años Rafe mató a un hombre. Lo apuñaló en el corazón. —La niña, con expresión de deleite y una especie de «Uuuggghhh», hizo como si apuñalase a Kate en el corazón—. Una multitud de seres humanos se puso a perseguirlo. La señorita Burke se situó delante. Enseguida se dieron cuenta de que era una bruja, y ella amenazó con convertir en un cerdo al primer hombre que le pusiese a Rafe las manos encima. Luego se lo hizo a un tipo solo para demostrar que era capaz. Así empezó la banda de los Salvajes. Con Rafe. Y él nos encontró a los demás.

La niña cogió uno de los gorros y trató de ponérselo a Kate en la cabeza.

—Creo que es demasiado pequeño —dijo Kate.

Sin embargo, mientras lo decía, el gorro pareció extenderse hasta quedarle perfecto. La niña tiró los demás.

—¡Estupendo!

Entonces Kate bajó la vista y vio que sus botas, que momentos antes no se parecían en nada, ahora hacían juego. Y su ropa, que al escogerla era más o menos de su talla, parecía hecha a medida para ella. ¿Era así como funcionaba la magia de los niños? ¿Se filtraba en los objetos que tocaban o hacían?

—Vamos a cenar —dijo la niña, sonriendo alegremente—, antes de que se lo coman todo. Ah, por si quieres saberlo, me llamo Abigail.

Y salió de la habitación.

Kate se quedó allí; le daba vueltas la cabeza. ¿Quiénes eran aquellos niños entre los cuales había ido a parar? ¿Y quién era aquel chico? A los seis años había matado a un hombre, pero luego se había dedicado a salvar a otros niños. Nada de aquello tenía sentido.

Pero lo que más inquietaba a Kate era no saber de qué la conocía.

En ese instante el chico se hallaba a una docena de manzanas de allí, hacia el sur, recorriendo a toda prisa una calle que no tardaría en desaparecer de todos los mapas de Nueva York. Había anochecido ya. Grandes y blancos copos de nieve caían en la oscuridad. El chico entró en un cochambroso bloque de pisos y bajó un tramo de escaleras para llamar tres veces al sótano.

Abrió la puerta una vieja con los hombros huesudos arrebujados en un chal. Rafe puso unas cuantas monedas en la mano cubierta de manchas rojizas y la mujer retrocedió para dejarle pasar. El chico cruzó deprisa las habitaciones en penumbra. El sótano olía a rábano hervido, sudor y tabaco. Había hombres y mujeres sentados en el suelo o apoyados contra la pared, susurrando en idiomas de tierras lejanas.

Se detuvo ante una puerta situada al fondo del piso. La luz oscilante de una vela brillaba bajo el umbral. Alzó la mano para llamar, y en ese momento una voz dijo:

—Pasa.

Rafe entró en una habitación pequeña, iluminada por una sola vela. Una niña morena de ojos negros que no debía de tener más de catorce años estaba sentada ante una mesa; tenía delante una silla vacía. Además de la vela, la mesa contenía un cuenco de arcilla poco hondo, un cuchillo y varios tarritos.

El chico se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de tela doblado. Lo abrió, mostrando un solo cabello rubio, y se lo entregó a la niña.

Dijo:

—Quiero saber quién es.

El chico se sentó observando a la niña, que llenó de agua el cuenco de arcilla, luego añadió unas gotas de aceite, chamuscó el cabello sobre la llama y lo dejó caer en el cuenco. El líquido se enturbió. La niña observó la superficie durante unos segundos. Luego alzó la mirada; sus ojos habían cambiado.

—Ha venido del futuro.

—¿Por qué? ¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué quiere?

—Quiere volver a casa, pero al venir aquí ha cambiado algunas cosas.

—¿Qué quieres decir?

La niña lo miró fijamente durante unos instantes.

—Ya la habías visto.

No era una pregunta. El chico asintió.

—La vi en un sueño.

Ella tendió una mano y el chico se arrancó uno de sus propios cabellos. La niña chamuscó el pelo y lo dejó caer en el cuenco. Tardó mucho en alzar la mirada.

—Te están buscando.

—¿Quiénes? ¿Los imps? Hoy he matado a uno de los suyos…

—Ese no es el motivo de que te busquen. Están aquí por ti. Han venido a este país por ti. Para encontrarte.

—¿De qué estás hablando?

—Tienes algo que necesitan, algo que su señor quiere. De no haber sido por ella, te habrían encontrado hoy. Tu camino se habría cruzado con el del gigante. Pero la llegada de la chica ha cambiado el curso de los acontecimientos.

—¿Cómo lo ha cambiado? ¿Me habrían matado?

—No, te habrías unido a ellos.

El chico se echó a reír.

—¿Yo, unirme a los imps? Estás loca.

Empezó a levantarse, pero la niña dijo:

—El gigante te habría ofrecido poder. Poder para proteger a tus amigos. Poder para castigar a tus enemigos. Te habría prometido las respuestas que anhelas. No habrías podido resistirte.

El chico volvió a sentarse.

—¿Y qué pasará ahora?

—Eso no está claro. La chica es la clave. A través de ella comprenderás tu destino. Pero eso ya lo sabes. Tu sueño te lo ha dicho.

Cuando el chico volvió a hablar, su voz sonó extrañamente baja:

—¿Y el resto de mi sueño? ¿Se hará realidad?

La niña asintió con la cabeza.

—Sí. Ella te mostrará quién eres. Y después morirá.