—Coge esto.
El brujo le entregó a Michael una antorcha encendida. Estaban en una amplia caverna, justo debajo de la tumba. A Michael le había resultado inquietante sumergirse en el cúmulo de ratas que se retorcían y, aunque sabía que se trataba de una ilusión, cerró con fuerza la boca y los ojos mientras bajaba. Pero no recibió ni un solo mordisco, y al cabo de un momento se encontró en un pozo excavado desde la tumba. Había una escalera de hierro pegada a la pared de roca. El brujo lo llamó, y Michael vio el resplandor rojo de su antorcha treinta metros más abajo.
—Y ahora —dijo el doctor Pym—, debemos decidir qué dirección tomar.
La caverna era distinta de las cuevas y túneles que Michael y sus hermanas habían explorado cerca de Cascadas de Cambridge. El techo y el suelo estaban tachonados de estalagmitas y estalactitas, por lo que uno tenía la impresión de encontrarse en el interior de la boca de una gran bestia con muchos dientes. Había agua por todas partes, goteando desde el techo en un plop… plop… plop constante, corriendo en regueros paredes abajo y formando charcos en el suelo. El propio aire se notaba tan cargado de humedad y minerales que cada inspiración tenía el mismo sabor que una buena dosis de medicina.
En cuanto a la dirección en que debían ir, Michael vio dos opciones, dos túneles situados uno frente al otro a ambos lados de la caverna.
—Apostaría a que ese túnel se dirige de vuelta a Malpesa —dijo el brujo, señalando a su izquierda—, mientras que este otro parece continuar por debajo del cementerio —añadió, indicando con un gesto el túnel de la derecha—. ¿Tú qué piensas?
Michael no tenía la menor idea. Una parte de su mente seguía en el cementerio. Esperaba que Emma hubiese escuchado sus consejos. No le gustaba nada dejarla sola.
Trató de concentrarse.
—Pues…
—¡O podríamos ir por ahí!
El doctor Pym señaló el extremo más alejado de la caverna. Al principio, Michael solo vio rocas y el juego de las sombras. Sin embargo, mirando más de cerca, percibió que una de aquellas sombras era en realidad una hendidura, una especie de grieta estrecha en la pared de la caverna.
El brujo sonrió.
—¡Es una suerte que los dos estemos delgados!
Tuvieron que pasar de lado, y las irregularidades de la pared de roca desgarraron la chaqueta y las perneras de los pantalones de Michael; en una ocasión se golpeó la rodilla y tuvo que morderse la lengua para no gritar. Al cabo de un rato se ensanchó la abertura, y Michael y el doctor Pym pudieron caminar con normalidad. Pero el camino seguía siendo oscuro, y los únicos sonidos eran sus pisadas y el susurro de las antorchas. Michael se acercó al brujo y empezó a hacer preguntas. Más que nada, quería oír su voz.
—Entonces, ¿esa carta que encontró el doctor Algernon era de hace doscientos años?
—Sí, más o menos.
—Y el hombre de la fiebre, el que estaba en la orden, dijo que él y los demás habían sacado el libro de Egipto; y eso ocurrió hace más de dos mil años.
—Así es. Oh, Michael, muchacho…
—¿Sí, señor?
—Por favor, no prendas fuego a mi traje. Es el único que tengo.
—Lo siento. —Michael aminoró el paso y dejó otros pocos centímetros de distancia entre su antorcha y la espalda del doctor Pym—. Entonces, ¿el tipo enfermo no debería haber sido muy, muy viejo?
Michael oyó al doctor Pym reírse por lo bajo; el sonido pareció rebotar de pared a pared.
—Desde luego. Lo cual plantea una pregunta aún más interesante. Hay otros dos Libros de los Orígenes. Cada uno posee poderes únicos. ¿Te has planteado cuáles pueden ser esos poderes?
Michael lo había hecho. Desde su regreso a Baltimore, Emma y él habían discutido el tema sin cesar. Kate se había negado a participar en sus discusiones, diciendo: «Los Libros serán lo que sean; no quiero pensar en ellos hasta que tenga que hacerlo». Pero todas sus teorías y las de Emma acerca de los posibles poderes de los Libros, como el poder de volar, de volverse superfuerte, el poder de hablar con los insectos (Michael había visto una vez un documental que decía que había más de un trillón de insectos en la Tierra y que, si todos colaborasen, podrían dominar el planeta), el poder del helado inacabable (uno de los favoritos de Emma, que según Michael en realidad no era un poder), el poder de hablar con personas a mucha distancia (otro de los preferidos por Michael, aunque, siempre que él lo mencionaba, Emma decía: «Sí, a eso se le llama “teléfono”») de pronto parecían muy pequeñas o sencillamente tontas.
—Sí, pero no he llegado a ninguna conclusión válida.
—Deja que te dé una pista —dijo el brujo—. Has señalado correctamente que el hombre mencionado en la carta del comerciante de cerdos habría tenido miles de años de edad. Y sin embargo, los miembros de la orden eran hombres con vidas de duración normal. ¿Cómo explicas que ese individuo viviese tanto tiempo?
—¿Quiere decir… que fue por el libro?
—Eso mismo. Bueno, ¿qué nombre le darías a un libro semejante? Recuerda que los Libros tratan sobre la propia naturaleza de la existencia, y el Atlas es el Libro del Tiempo. Piensa a lo grande, muchacho.
Solo había una respuesta posible:
—Supongo que… ¿el Libro de la Vida?
—Exactamente. O, como también se conoce, la Crónica. Y otorgar larga vida es solo uno de sus poderes. Así que ese individuo de la carta, él y los demás miembros de la orden, esconden la Crónica en un lugar secreto, y mientras están cerca de él siguen viviendo, siglo tras siglo. Luego ese hombre llega a Malpesa, quizá tras dejar el libro en manos de sus camaradas, y una vez separado de su poder se pone enfermo y muere. En cuanto a la razón que lo llevó a embarcarse en semejante viaje, bueno, esa es otra cuestión.
Siguieron caminando, pero Michael tenía una pregunta más:
—Doctor Pym…
—¿Sí?
—Entonces, el último libro, el tercero, es…, bueno…
El brujo se detuvo y se volvió a mirarlo.
—Sí —dijo el anciano—, el último es el Libro de la Muerte. Pero ese no es asunto que nos concierna ahora. —Pareció observar al muchacho; la luz de las antorchas se reflejaba en las gafas del anciano y daba la impresión de que en sus ojos danzasen pequeñas llamas—. Hugo estaba en lo cierto. Te pareces mucho a tu padre.
Y de nuevo, a pesar de todo lo que había sucedido, a pesar de todo lo que seguía sucediendo, Michael sintió que un cálido resplandor se extendía desde su pecho y le bajaba hasta las puntas de los dedos. Ni siquiera trató de rechazarlo.
Dijo en voz muy baja:
—Genial.
—Sí —dijo el brujo—. Es genial.
Al cabo de diez metros encontraron la inscripción.
En una sección de la pared del túnel que había sido lijada, alguien había tallado el mismo símbolo, los tres círculos interconectados que aparecían en la tumba. Debajo, también grabado en la piedra, había algo que Michael tomó por un tipo de escritura, en una lengua que no reconoció. En algunos aspectos le recordó el chino o el japonés, puesto que los caracteres eran recargados y muy estructurados, pero no había huecos entre ellos. Todo parecía fluir, y Michael no supo si la escritura se leía hacia delante, hacia atrás, de arriba abajo, o de abajo arriba.
Pensó que era muy bonito.
—¡Asombroso! —El doctor Pym acercó su antorcha a la pared de roca y agarró a Michael por el hombro—. He estado buscando durante muchos años. Estamos cerca, muy cerca.
—¿Qué dice? —preguntó Michael—. ¿Puede leerlo?
—Sí que puedo. Es la antigua lengua en la que están escritos los Libros de los Orígenes. La inscripción que estamos viendo es el juramento de la orden de los guardianes. —La leyó en voz alta; su voz reverberaba contra las paredes—: «Sed todos testigos de que yo, anónimo, consagro mi aliento, mi fuerza y mi propia vida a esta sagrada tarea. Nadie dañará aquello que he prometido solemnemente proteger. Lo juro hasta que la muerte me libere de mi vínculo».
Michael decidió que era un juramento muy bueno. De acuerdo, si lo hubiese escrito un enano habría habido más menciones de partir el casco de un enemigo y de promesas forjadas en las fraguas de la eternidad, pero Michael sabía que no se puede comparar a todo el mundo con los enanos.
—Y esta parte… —prosiguió el doctor Pym, colocando la punta del dedo en la parte inferior del texto—: «He fracasado en mi misión. Lo que dejo, lo dejo con la esperanza de que un día llegue el Protector. Si escoges bien, es posible que no mueras jamás. Si escoges mal, te unirás a mí… Y Tres se convertirán en Uno».
—¿Qué significa? —preguntó Michael.
—Que Tres se conviertan en Uno es una referencia a los Libros de los Orígenes. Según la leyenda llegará el día en que se reúnan los tres Libros y funcionen como uno solo para cumplir su destino. Pero la parte que me interesa es aquella en la que escribe «Lo que dejo, lo dejo con la esperanza de que un día llegue el Protector». Eso implica que nuestro misterioso amigo debió de dejar realmente alguna clase de mapa para que otros encontrasen la Crónica. Puede que todavía estemos de suerte.
—Espere, ¿qué es eso?
Michael señaló una línea de escritura muy pequeña al pie de la inscripción. Parecía estar en una lengua diferente. El brujo se inclinó hacia delante y soltó una fuerte carcajada.
—¿Qué? —inquirió Michael—. ¿Qué dice?
—«Túnel y tumba construidos por Osborne e Hijos, Contratistas Enanos, Malpesa». —El brujo seguía riéndose—. Me preguntaba cómo habría excavado nuestro enfermo a partir de esa tumba. Lo cierto es que contrató a unos enanos para que lo hiciesen por él.
—¿Y confió en que le guardasen el secreto? —preguntó Michael, y enseguida lamentó su pregunta.
—Oh, dudo que expresase la verdadera naturaleza de su secreto, pero en esencia, sí. Confió en ellos. Los constructores enanos son conocidos por su discreción. No hay una caja fuerte o cripta en el mundo mágico que no haya sido construida por un enano. Me sorprende que no lo sepas.
—Bueno —dijo Michael a la defensiva—, no puede esperar que una persona lo sepa todo de los enanos. Hay tanto… En veinte minutos se podría aprender todo sobre los duendes, pero los enanos…
—Sí, sí. Vamos.
Y reanudaron la marcha.
Mientras caminaban, Michael pensaba en el Protector mencionado en la inscripción. Entonces recordó lo que el doctor Pym le había contado la noche anterior: Kate había soñado que él sostenía un libro extraño. ¿Podría ese libro ser la Crónica? Pero entonces, si él conseguía el Libro de la Vida, ¿quería decir que Emma conseguiría el Libro de la Muerte?
«Eso no le va a gustar», pensó Michael.
—¡Vaya, vaya!
Michael se detuvo junto al brujo. Ante ellos, el túnel se acababa de forma brusca en un montón de tierra y rocas que llegaba al techo.
—Un derrumbamiento —dijo el doctor Pym—. Parece bastante reciente. Ocuparnos de esto puede requerir algún tiempo… ¿Qué estás haciendo, chico?
Michael trepaba por la pendiente rocosa. Había distinguido un pequeño agujero o túnel cerca del techo. Cuando estuvo a la altura de la abertura, buscó el equilibrio entre una gran roca y la pared e introdujo su antorcha en la boca del túnel.
—Llega al otro lado —dijo, aún sin aliento por la subida—. Solo mide tres o cuatro metros. Creo que me puedo meter.
—No. Ni hablar.
—Doctor Pym, cuanto más rato pasemos aquí abajo, más rato pasará Emma sola en el cementerio. Deje que eche un vistazo, por favor.
—Michael…
—Si Kate estuviese aquí la dejaría ir, y usted lo sabe.
—Vale —suspiró el brujo—, pero miras y luego vuelves, ¿de acuerdo?
Michael dijo que sí, y enseguida se quitó el grueso abrigo. Luego, con la antorcha delante de él, consiguió meterse en el túnel. Era más pequeño de lo que creía. Tuvo que arrastrarse sobre el vientre, utilizando los antebrazos y los codos para avanzar. No tardó en tener arañazos en brazos y codos, en los hombros, la barbilla, las piernas y la coronilla. Entonces se quedó atascado. Se retorció de un lado a otro, pero de nada sirvió. Se dijo que no debía ponerse histérico, que ya casi estaba al final. Agarrándose con las manos mientras apoyaba un pie en una roca, se impulsó hacia delante con toda su energía. Fue un esfuerzo excesivo que lo lanzó completamente fuera del túnel. Michael aterrizó con fuerza en un suelo rocoso.
Se puso en pie al instante y luchó por encontrar la antorcha, que se le había caído. Oyó la voz del brujo que resonaba a través del túnel:
—¡Di algo, Michael! ¿Qué ha sido ese ruido? ¿Estás herido?
Michael abrió la boca, pero no salió de ella palabra alguna. Su antorcha iluminaba una pequeña cámara. Había una mesa de madera, una silla y una cosa sentada en la silla que lo miraba fijamente.
Emma se había subido al tejado de un gran mausoleo. Desde su atalaya veía tanto la tumba de las ratas (que se esforzaba por no mirar) como la silueta desigual del cementerio. El puente que llevaba a Malpesa había desaparecido. Todo se hallaba a oscuras y en silencio.
Para matar el tiempo y no pensar en el cúmulo de ratas que se retorcían (falsas o no, no confiaba en ellas), Emma había empezado a imaginar que Kate había vuelto del pasado y estaba sentada a su lado. Simplemente tenía que volver la cabeza y Kate estaría allí, sonriente, a punto de estrechar a Emma entre sus brazos. Cuanto más lo imaginaba, más real se volvía la visión, hasta que Emma empezó a pensar que Kate estaba realmente allí y solo esperaba que su hermana menor advirtiese su presencia.
«No mires —se dijo—. No está; no mires».
Emma miró. Estaba sola.
Al volverse hacia atrás, tuvo que pasarse la mano por los ojos, ya que las luces de Malpesa habían empezado a desdibujarse en la distancia. Se abrazó las rodillas y empezó a mecerse.
«Quiero que vuelva Kate —pensó—. Quiero que vuelva Kate quiero que vuelva Kate quiero que vuelva Kate…».
La noche era fría y oscura, y nada se movía en el cementerio.
¿Qué estaban haciendo Michael y el brujo?
Alzó la vista. A lo lejos las luces seguían estando borrosas, y Emma se frotó los ojos. Volvió a mirar. Las luces se movían. Empezó a levantarse, pero entonces recordó la advertencia de Michael y se agachó, mirando a la oscuridad.
El puente hacia Malpesa había reaparecido, y una línea de antorchas lo atravesaba con paso decidido en dirección al cementerio.
Emma cogió apresuradamente el palo que le había dado el brujo y corrió hasta el borde del tejado. Tenía que avisar al doctor Pym. Pero entonces, al deslizarse hasta el suelo, oyó una voz cercana que resonó entre las lápidas:
—¡Están aquí! ¡Desplegaos! ¡Buscadlos!
Con horror, Emma se dio cuenta de que ya había otro grupo en el cementerio. ¡Los había dejado pasar mientras pensaba en Kate! Se maldijo. El doctor Pym le había confiado una tarea, ¡y ella le había fallado!
Oyó las pisadas rítmicas de unas botas, y la misma voz volvió a hablar; tenía un acento que no reconoció.
—¡Buscad a los niños! ¿Me oís? ¡Quiero a los niños!
Agachada junto al mausoleo, vio la luz de las antorchas entre las lápidas. Tenía que cruzar diez metros de espacio abierto para llegar a la tumba. Estaría completamente expuesta, pero no le quedaba más remedio. Emma hizo acopio de valor, cruzó como un rayo, subió por el costado de la tumba y se quedó paralizada…
A sus pies, el mar de ratas se agitaba y se retorcía. El pánico se apoderó de ella.
Oyó las pisadas rítmicas de unas botas que se acercaban…
«Hazlo —se ordenó—. ¡Ya!».
Y bajó, rogando no vomitar.
La figura de la silla era un esqueleto. Aquello, o él (Michael estaba bastante seguro de que había sido un hombre), llevaba los restos podridos de una túnica antigua y estaba sentado detrás de la mesa de madera, situado de cara a cualquiera que entrase en la cámara. Las manos del esqueleto descansaban sobre la mesa, la derecha enroscada en torno al puño de una espada desenvainada. De una de las articulaciones de su mano izquierda colgaba un anillo de oro que llevaba el símbolo ya familiar de tres círculos interconectados.
A Michael le pareció que el esqueleto lo observaba.
—¡Michael! —exclamó el brujo con voz apremiante—. ¡Contéstame! ¿Estás herido? ¿Estás en peligro?
—¡Estoy… estoy bien! ¡Un momento!
Michael dio un paso inseguro hacia delante. El esqueleto no se movió.
«Vale —pensó Michael—, mantengamos la calma y veamos qué tenemos aquí».
Estaba claro que habían preparado la mesa para unos visitantes. Había tres recipientes colocados en fila y una vieja copa de oro. La copa estaba en el lado de la mesa de Michael, no del esqueleto. Michael volvió a mirar al esqueleto. Seguía sin moverse.
Recordó el mensaje de la pared.
«Lo que dejo, lo dejo con la esperanza de que un día llegue el Protector. Si escoges bien, es posible que no mueras jamás. Si escoges mal, te unirás a mí…».
¡Era un enigma! Había que beber de uno de los recipientes.
Michael se frotó las manos. Las cosas estaban mejorando. Le encantaban los enigmas, los acertijos, cualquier cosa que se pudiera resolver mediante la lógica.
—¡Qué astuto eres! —le dijo al esqueleto.
Se sentía mucho más cómodo. Se volvió para decirle al doctor Pym lo que había encontrado…
Y entonces se detuvo.
No cabía duda de que el brujo podría resolver el enigma en un instante. Pero tal vez aquello fuese una oportunidad. Ahora era el mayor; se le había asignado el papel de Kate. Pero Michael era consciente de que en realidad nadie lo veía así. Aquella era la ocasión de ponerse a prueba. Se imaginó que salía del túnel y que el doctor Pym decía: «¿Qué has averiguado? ¿Qué tengo que hacer?». Sacudiéndose la tierra de la ropa, Michael respondería: «Ahórrese sus conjuros, doctor. He resuelto el enigma utilizando la lógica de toda la vida». Incluso Emma se quedaría impresionada.
—Michael, ¿qué está pasando ahí dentro?
—¡Espere un momento!
Tendría que darse prisa.
«Si escoges mal, te unirás a mí…».
Eso estaba muy claro. Bebe del recipiente equivocado, y tú también te convertirás en un esqueleto.
«Si escoges bien, es posible que no mueras jamás…».
Ese hombre, cuando fue un hombre, vivió miles de años gracias al Libro de la Vida. En realidad, todo estaba clarísimo. Dos recipientes eran veneno. Uno lo guiaría hasta la Crónica. Solo tenía que elegir bien.
Empezó por el recipiente de la izquierda. Era una jarra de arcilla de color marrón rojizo, en forma de campana y tapada con un corcho. Michael retiró el corcho y olió. Asqueado, se echó hacia atrás con una sacudida. Era como si alguien hubiese llenado la jarra con lodo procedente del fondo de un pantano y lo hubiese mezclado con queroseno, vinagre y algo que olía a perro mojado. Michael volvió a poner el corcho en el recipiente y dio un paso a la derecha.
El recipiente del centro era una botella esbelta de color rojo rubí medio llena de un líquido oscuro. Michael retiró el corcho, se inclinó hacia delante y, esta vez con mucho tiento, olió. Volvió a oler. No eran imaginaciones suyas. Fuese lo que fuese lo que había en la botella, olía a licor de plantas.
Pasó al último recipiente.
Era una pequeña petaca del tamaño de un frasco de perfume. El tapón estaba sujeto por una palanca en forma de garra diminuta y se levantó cuando Michael pulsó un botón. Se llevó la petaca a la nariz. No olía a nada. Se la acercó más e inhaló con mayor fuerza. Nada. Soltó el botón y devolvió la petaca a la mesa.
—¡Michael! —La voz del brujo sonaba más enfadada que preocupada—. Insisto en que me digas lo que está pasando.
—¡No hay ningún mapa! ¡Lo que hay es una mesa con tres recipientes! ¡Y también hay un esqueleto! Pero solo está sentado ahí.
Michael miró el esqueleto. No se había movido, ¿verdad? Michael trató de recordar si la cabeza del esqueleto estaba en esa posición exacta.
—¡Michael, te prohíbo que toques nada! ¡Vuelve ahora mismo! ¿Me oyes?
—Solo estoy… atándome los cordones.
—Por el amor de… ¡Oh, espera un momento, muchacho!
A Michael le pareció oír otra voz más lejana, la de su hermana. El brujo la llamaba. Se preguntó si habría pasado algo en el cementerio. Michael intuyó que se le acababa el tiempo.
«Si escoges bien, es posible que no mueras jamás…».
«Si escoges mal, te unirás a mí…».
Sin duda, el recipiente de arcilla olía a veneno, pero tal vez precisamente fuese esa la cuestión. Al idear un enigma, siempre se pone la solución donde menos se espera. En tal caso, el brebaje pantanoso y con olor de perro mojado era la mejor opción de Michael.
¿O era demasiado obvio? ¿No habría supuesto el hombre esqueleto que Michael o cualquiera escogería automáticamente la alternativa más repugnante? ¿Acaso no sería mucho más inteligente que la opción de aspecto menos venenoso no fuese veneno en realidad? En ese caso, Michael debía elegir la botella de color rojo rubí y su promesa de licor de plantas.
Aunque… todavía faltaba considerar la petaca metálica. Aquello no olía a nada en absoluto. ¿Cómo encajaba eso? Y, pensándolo bien, ¿estaba cometiendo un error al no mirar los recipientes en sí, una jarra de arcilla, una botella de cristal y una petaca metálica? ¿Tenían algún significado? ¿O tal vez la pista se hallaba en sus respectivas ubicaciones sobre la mesa?
«Lo que de verdad necesito —pensó Michael—, son ratas de laboratorio. Podría darle a cada una de ellas una de las pociones y ver cuál sobrevive».
Michael echó un vistazo por la cámara, pero la ausencia de ratas resultaba deprimente.
«Reconócelo —pensó—, no tienes la menor idea de cuál es la poción correcta».
En voz muy baja, murmuró:
—Pito… pito… gorgorito…
El muchacho se interrumpió, demasiado avergonzado para seguir hablando.
«Escoge —se dijo Michael—. Solo tienes que escoger. Hazlo de una vez».
Destapó la jarra de arcilla y la inclinó dentro de la copa. Le temblaban las manos, y tuvo que sujetar la taza contra su cuerpo. Despacio, casi a regañadientes, un fango repugnante de color amarillo verdoso se deslizó en la copa. Michael lo miró fijamente. ¿Cómo se suponía que iba a beberse aquello? Necesitaría una cuchara. O un tenedor.
Mientras Michael se llevaba la copa a los labios, tuvo que taparse la nariz para contener las arcadas. Vio que aquella especie de ameba avanzaba hacia su boca y se sintió estúpido. Si hubiese tenido más tiempo habría podido resolver el enigma, o tal vez encontrar algunas ratas en otra cueva. Se alegraba de que Kate no pudiese verlo, ni el doctor Pym, ni su padre, ni G. G. Greenleaf, autor de La enciclopedia de los enanos…
Michael bajó bruscamente la copa; la ameba estaba a punto de tocar sus labios.
Después de dejar la copa sobre la mesa, Michael sacó La enciclopedia de los enanos de su bolsa. Sabía el capítulo que buscaba y la abrió directamente por él. Leyó: «Los enigmas han sido durante mucho tiempo una parte fundamental de toda búsqueda mágica, ¡y no es ninguna sorpresa que los enanos siempre se hayan distinguido en ese campo!».
Lo invadió una sensación de inmenso alivio. ¡El viejo G. G. Greenleaf!
La clave para resolver cualquier enigma es ponerse en el lugar del creador del enigma. ¿Cuáles fueron sus intenciones con el enigma? ¿Quién debía resolverlo? ¿Quién debía fracasar? Volved siempre a las indicaciones; alguien las escribió por algún motivo. Además, si no funciona nada más, probad a hacer pedazos el enigma con vuestra hacha. Con frecuencia resulta eficaz.
Michael cerró La enciclopedia de los enanos y contempló el esqueleto. El hombre había sido uno de los últimos guardianes del libro y sin duda habría querido protegerlo. Por lo tanto, habría querido que la mayoría de la gente fallase la prueba. Sin embargo, si alguien escogía una poción simplemente al azar, tenía un tercio de posibilidades de triunfar. Michael pensó que el porcentaje parecía demasiado elevado. Aquel guardián no querría que triunfase uno de cada tres, sino solo el elegido. El Protector.
De pronto, Michael supo con certeza que ninguna de las pociones era la respuesta correcta y que, de haberse bebido aquel fango pestilente, ya estaría muerto.
—¡Michael!
La voz de Emma lo atrajo hasta el túnel. Michael vio la luz de las antorchas al otro extremo.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—¡Tienes que salir de ahí! —exclamó ella, desesperada—. ¡Vienen! ¡Montones de ellos!
—¿Quiénes? ¿Qué estás…?
—¡Chirridos! ¡Los he visto! ¡Date prisa!
—¡Pero todavía no sabemos dónde está el siguiente libro! Yo puedo…
—Michael —intervino el brujo—, ¡encontraremos el libro de otra forma! ¡Regresa ahora mismo! ¡Es una orden!
Pero Michael ya volvía hacia la mesa. Estaba seguro de que, si no obtenía la respuesta en ese momento, si no descubría el paradero de la Crónica, jamás la encontrarían. Y todo dependía de que llegasen a encontrarla, es decir, todo dependía de él. El muchacho abrió La enciclopedia y leyó el pasaje otra vez. Le llamó la atención una frase: «Volved siempre a las indicaciones; alguien las escribió por algún motivo…».
«Las indicaciones», pensó Michael.
«Si escoges bien, es posible que no mueras jamás…».
«Si escoges mal, te unirás a mí…».
«Y Tres se convertirán en Uno».
Michael sintió un escalofrío de emoción.
«Y Tres se convertirán en Uno».
El doctor Pym había dicho que la inscripción se refería a los tres Libros de los Orígenes, y tal vez fuese así. Pero tal vez se refiriese también a otra cosa.
El lodo amarillo verdoso estaba ya medio solidificado en el fondo de la copa. Michael sacó de un tirón el corcho de la botella roja y añadió el líquido que parecía licor de plantas; se oyó un siseo y un burbujeo. El brebaje se volvió negro y, si ello fuese posible, aún más apestoso que antes. Sin embargo, Michael volcó la diminuta petaca y la sacudió hasta que cayeron unas cuantas gotas transparentes. El efecto fue inmediato. El siseo y el burbujeo cesaron, y el líquido de la copa se volvió del color de la plata pura.
—Michael, te lo advierto por última…
—¡Voy a beber de los tres recipientes!
Quería que supiesen lo que sucedía. Por si se equivocaba.
Luego, incapaz de resistirse al gesto dramático, alzó la copa hacia el esqueleto. Por desgracia, no se le ocurrió ninguna frase adecuada, desconsiderada y despreocupada que pronunciar como brindis. Al final, se limitó a murmurar:
—Bueno, allá vamos…
Y bebió.
Fue como si se hubiese vertido agua helada directamente en el corazón. La copa rodó por el suelo con estrépito mientras Michael caía de rodillas. Sintió que el frío se extendía por su cuerpo y empezó a temblar. ¿Era posible que se hubiese equivocado? ¡Estaba tan seguro! Trató de llamar a su hermana, pero se le quebró la voz. Notaba que se le helaban los pulmones, que se le formaba hielo en las cavidades del corazón; su visión se nubló; el muchacho se inclinó hacia delante y apoyó la frente en el suelo rocoso; las palpitaciones sacudieron todo su cuerpo. «Qué extraña forma de morir», pensó Michael. Las palpitaciones volvieron otra vez, y otra. Entonces el niño recuperó la visión y se dio cuenta de que aquellas palpitaciones eran simplemente el latido de su corazón. Michael fue consciente de que la vida y el calor lo atravesaban. Inspiró hondo, muy hondo, y una vez más oyó que Emma pronunciaba su nombre llorando, rogándole que por favor, por favor volviese…
—¡Ahora voy! —gritó, poniéndose en pie—. ¡Estoy bien!
Y se encontraba mejor que bien, mucho mejor que bien, pues de pronto sabía dónde estaba escondida la Crónica.
Lo que sucedió después sería un vago recuerdo.
Recorrió el túnel con dificultad. Unas manos tiraron de él. Emma lo abrazó llamándolo idiota y el doctor Pym gritó que debían marcharse, que no quedaba tiempo…
Echaron a correr. Volvieron a pasar por la hendidura y alcanzaron la caverna situada debajo de la tumba. Oían a los chirridos muy cerca, por encima de sus cabezas. A gritos, el brujo les ordenó a los niños que lo siguieran, y los tres se metieron en el túnel que llevaba a Malpesa…
Y volvieron a correr, tan deprisa como pudieron.
Tenían que llegar al puerto; algo los esperaba allí; ya se habían hecho planes; algo se los llevaría.
—Intuía que quizá deberíamos abandonar Malpesa a toda prisa —dijo el brujo con voz entrecortada.
Y, mientras corrían, los horribles gritos resonaban en el túnel, envolviéndolos, empequeñeciendo, enfriando y debilitando el corazón de los niños, que solo podían seguir corriendo, cada vez más deprisa.
El túnel desembocó bruscamente en un amplio canal subterráneo atravesado por un río oscuro, y los fugitivos chapotearon en un agua helada y viscosa que les llegaba hasta las rodillas. Mientras iban avanzando a duras penas, las luces de sus antorchas mostraron al fondo la boca de otro túnel, esta vez enladrillado, y Michael supo entonces que habían llegado a las alcantarillas de Malpesa. Entonces estallaron a sus espaldas los escalofriantes gritos, y al volverse el muchacho vio unas siluetas oscuras que salían de un salto del túnel que ellos acababan de abandonar.
—¡Corred! —gritó el brujo—. ¡No os detengáis! ¡Corred! ¡Dejádmelos a mí!
Michael dio dos pasos y se percató de que Emma no se había movido. La agarró del brazo y la arrastró hacia delante, avanzando a trompicones por el agua negra.
—¡No es más que una ilusión! —chilló él—. ¡Los gritos no tienen la capacidad de hacerte daño!
—¡Lo… lo sé! —chilló ella a su vez—. ¡Deja de gritarme en el oído!
Al echar un vistazo por encima del hombro, Michael vio que el doctor Pym se preparaba para enfrentarse a los chirridos. Sin embargo, el brujo no estaba situado de cara a los monstruos; miraba hacia el canal, hacia la oscuridad. Michael y Emma alcanzaron el otro extremo, y el niño empujó a su hermana hacia el dique. Entonces se volvió de nuevo y vio que el doctor Pym caminaba hacia ellos por el agua; una docena de chirridos lo perseguían, y otros salían en masa del otro túnel, como si fueran ratas. Oyó un rugido, y un gran muro de agua surgió con fuerza de la oscuridad hasta llenar el túnel. El brujo ayudó a Michael a meterse en la alcantarilla mientras la ola golpeaba a los chirridos y se los llevaba en un revolcón de agua oscura.
Después se encontraron con una escalera de mano; Emma subió primero, y él la siguió pisándole los talones. Salieron de un pozo situado junto a una vieja iglesia. La ciudad estaba tranquila, en silencio. De pronto salió el doctor Pym y Emma le preguntó si había provocado él la inundación. Sin embargo, antes de que el anciano pudiese contestar, oyeron unas pisadas rápidas, el suelo tembló, y la enorme silueta de un troll dobló la esquina, blandiendo un enorme garrote con piezas metálicas. El troll cargó hacia ellos.
Fue como huir ante un terremoto: el suelo temblaba, por lo que resultaba difícil mantener el equilibrio. El brujo los condujo a un callejón cuya estrechez no permitía que los siguiera el troll. El monstruo bramó de rabia mientras golpeaba las paredes con su garrote. Luego corrieron junto a un canal tortuoso lleno de barcos. Oyeron el grito de un chirrido, y luego otro y otro, acercándose por todas partes. El doctor Pym parecía reordenar el mapa de la ciudad mientras corrían, haciendo que los puentes desapareciesen a sus espaldas, obligando a los edificios a estrellarse uno contra otro y obstruir así el camino a sus enemigos. Pero a cada paso aparecían tres o cuatro morum cadi que se precipitaban chillando hacia ellos con las espadas desenvainadas.
—Hemos de llegar al puerto —decía el doctor Pym todo el tiempo.
A continuación doblaron la esquina hacia el canal principal y encontraron a una docena de chirridos guardando el puente. Había un hombre de pie ante ellos. Era el hombre más grande que Michael había visto jamás. Llevaba un abrigo largo y oscuro y guantes negros de piel, y su calva brillaba a la luz de las farolas. Su simple visión aterró a Michael, que notó que Emma lo agarraba del brazo.
—¡Doctor! —El hombre extendió las manos abiertas como para darles la bienvenida—. ¡Los estábamos esperando! Bueno, ya basta de correr de un lado a otro. Vamos a despertar a los vecinos.
—¡No puedes cogerlos, Rourke! —El brujo se había situado delante de los niños—. No mientras yo viva.
—Verá usted, doctor. —El hombre sonrió—. Lo cierto es que estoy de acuerdo.
Los chirridos se echaron sobre ellos, pero el doctor Pym sopló sobre su antorcha y un muro de llamas surgió en plena calle. Luego, como si dirigiese una orquesta, alzó los brazos y una bola de fuego se elevó al cielo, girando en un gran círculo por encima de la ciudad.
—¡Doctor Pym! —gritó Emma—. ¿Qué vamos a hacer?
—Si no podemos ir al puerto —respondió el brujo con expresión sombría, gritando para dominar el ruido del fuego—, el puerto tendrá que venir a nosotros. ¡Por aquí!
Corrieron a toda velocidad hasta un ruinoso edificio de cuatro pisos que se aferraba al borde del canal. El doctor Pym abrió una puerta podrida para acceder al oscuro interior, que olía a cerrado, y los condujo a una ancha escalera.
—¡Al tejado! ¡Daos prisa!
Al subir, Michael oyó que arrancaban la puerta de sus goznes. Las piernas le ardían y temblaban de fatiga. En el ático, una escalera de mano subía entre las vigas podridas, y el brujo les hizo subir por ella. Al llegar arriba, se encontraron en un tejado medio en ruinas que daba a la ciudad y a las oscuras aguas del canal. El brujo envió otro anillo de fuego, como una bengala, al cielo, donde permaneció ardiendo por encima de sus cabezas.
—¿Quién… quién era ese hombre? —preguntó Michael, jadeando.
—Rourke —dijo el brujo—. El brazo derecho de nuestro enemigo. Tengo que poner en orden mis ideas. No tardarán en echarse encima, y necesitamos tiempo. Tiempo por encima de todo.
Las campanas habían empezado a doblar en toda la ciudad, y Michael vio que se encendían luces en las ventanas mientras varias voces asustadas y alarmadas se llamaban las unas a las otras. Los chirridos empezaron a alcanzar el tejado. Algunos de ellos subían por la escalera de mano, pero otros ascendían por el exterior del edificio y trepaban por el borde del tejado.
—¡Atrás! —les ordenó el brujo a los niños—. ¡Volved atrás!
Michael y Emma se retiraron, pero una teja suelta y resbaladiza cedió bajo los pies de Michael, que resbaló y a punto estuvo de precipitarse por encima del borde.
Había chirridos por todas partes, y el doctor Pym envió una medialuna de llamas hacia las criaturas. Los trapos secos de sus uniformes se prendieron fuego en un instante, y muchos cayeron del tejado ardiendo. Entonces tembló el edificio entero, y Michael oyó unos bramidos enfurecidos procedentes de la calle. Se asomó y vio a un par de trolls que aporreaban el edificio como leñadores que intentasen derribar un árbol enorme. Mientras tanto, Emma lanzaba trozos de teja tan deprisa como podía. No había ningún lugar al que ir, ningún lugar al que huir…
El doctor Pym agarró a Michael de los brazos. El fuego que se extendía con furia por el tejado mantenía a los chirridos a distancia.
—¡Michael, escúchame bien! ¡Debes encontrar la Crónica! ¡Todo depende de ti! ¿Has visto dónde está escondida? ¿Puedes encontrarla?
—S… sí.
—¡Magnus el Siniestro no debe conseguirla! ¡Prométemelo!
—Lo… prometo.
—¡Serás su Protector! ¡Katherine previó esto! ¿Lo entiendes?
Michael asintió, pero notó que el pánico se apoderaba de él y de pronto supo que no estaba preparado. ¿Por qué había actuado como si lo estuviese? Trató de decirlo, pero tenía la garganta seca y las palabras no le salían.
Emma gritaba, señalando el canal.
El brujo se volvió.
—Gracias al cielo, ha visto mi señal.
Michael oyó un motor, cada vez más fuerte, y vio un hidroavión que volaba rozando el canal, con sus pontones cortando anchas uves en el agua serena. En ese momento pasaba por debajo de un puente y estaría a la altura de ellos al cabo de pocos instantes.
—Escúchame, Michael. Una vez que aterricéis en el agua, sujeta bien a tu hermana. Solo tendrán una oportunidad para recogeros.
—Usted… usted también viene —consiguió decir.
—No. Alguien debe quedarse. Rourke está enterado de la existencia de la tumba. No podemos arriesgarnos a que averigüe el paradero de la Crónica. Soy el único que puede frenarlo. Os puedo conseguir el tiempo que os haga falta.
—Pero yo…
—Sé qué es lo que te da miedo. Confía en Emma. Confía en ti mismo. Tienes buen corazón. Deja que te guíe.
—Pero no puede…
—Ya llega. Marchaos ya.
Michael vio que el calvo se subía al tejado.
—¡Tenéis que saltar ya! ¡Vamos!
Empujó a Michael hacia Emma. El niño agarró a su hermana de la mano. No quedaba más tiempo.
—¡Tenemos que saltar!
—¿Y el doctor Pym?
—¡No viene!
Antes de que Emma pudiese protestar, Michael le apretó la mano con más fuerza y, sin olvidar quitarse las gafas y deslizarlas en su bolsa, cogió carrerilla. La niña no tuvo más remedio que saltar.
Cayeron al abismo. Chocar contra el agua fue como precipitarse sobre hormigón. La mano de Emma se separó de la suya mientras Michael se sumergía en el canal. Luchó con todas sus fuerzas por salir a flote, y al llegar a la superficie vio bajar la hélice del avión. Emma estaba a pocos metros de distancia, desconcertada y asustada. Nadó hacia ella y la abrazó con fuerza. En el último momento el avión se desplazó bruscamente y Michael se sintió atrapado por unas manos de hierro que los sacaron a ambos del agua y los introdujeron en el avión. Emma gritó, y Michael, aún tendido en el suelo y respirando a duras penas, la vio abrazar a Gabriel, a Gabriel, que los había recogido y ahora le gritaba al piloto. El avión se alzó en el aire esquivando un puente por pocos centímetros, se elevó aún más y se ladeó. Michael se puso las gafas como pudo y vio a través de la puerta abierta dos siluetas distantes perfiladas contra las llamas, situadas una frente a otra sobre el tejado. El edificio se tambaleó, se derrumbó y cayó en ruinas dentro del canal. El avión, que seguía subiendo, volvió a ladearse y dejó Malpesa atrás. No se oía sonido alguno salvo el motor y las ráfagas de viento, ni se veía nada que no fuese la oscuridad del cielo nocturno. Emma abrazaba a Michael y decía llorando:
—¡Oh, Michael! El doctor Pym… Él… ¡Oh, Michael!