5. Rafe

—¡Qué va! Se ha movido. No está muerta.

—Dale otra vez.

Algo se clavó en las costillas de Kate, que se apartó.

—¿Lo ves? ¡Te he dicho que no está muerta!

—¡Lástima! Si lo estuviese habríamos sacado cinco dólares por ella.

—¿Cómo?

—Rafe dice que se pueden vender cadáveres en la facultad de Medicina. Te dan cinco dólares por cada uno.

—¿Para qué quieren cadáveres?

—Así pueden abrirlos y mirarles las tripas y todo eso.

—Cinco dólares, ¿eh?

—Sí. Dale otra vez.

Las voces pertenecían a unos niños. Kate pensó que era mejor hablar para que no se hiciesen ilusiones.

—No… estoy muerta.

Se obligó a abrir los ojos y se incorporó. Sintió punzadas de dolor en la cabeza y en todo el cuerpo. Tenía la sensación de haber corrido una maratón, haberse peleado y haber sido golpeada durante varias horas. Le dolían hasta los dientes. Miró a su alrededor. Estaba tendida en un suelo de madera, y la habitación en la que se encontraba era fría y pequeña. La única luz se filtraba a través de un par de ventanas mugrientas. Dos niños estaban inclinados sobre ella. Calculó que tendrían unos diez años. Tenían la cara y las manos sucias. Su ropa se veía muy remendada. Ambos llevaban gorros de tela. Uno de ellos sostenía un palo.

—No estoy muerta —repitió Kate.

—Ya —dijo uno, sin molestarse en disimular su decepción—. Supongo que no lo estás.

—¿Dónde estoy?

—Estás en el suelo.

—No, lo que quiero saber es dónde está ese suelo.

—¿De qué hablas? Estás en Bowery.

El blanco de los ojos del niño destacaba contra la suciedad de su cara.

—Bowery —repitió ella; aquel nombre le sonaba vagamente—. ¿Y eso dónde está?

—Quiere saber en qué ciudad —dijo el niño del palo.

—¡Anda ya! —dijo el otro, sonriendo por fin y olvidando los cinco dólares que habría recibido a cambio del cadáver de Kate—. ¿No sabes en qué ciudad? Estás en Nueva York.

—¿Nueva York? Pero ¿cómo…? —Y entonces lo recordó.

Recordó que estaba con Michael y Emma en el despacho de la señorita Crumley, la tormenta en el exterior y el chirrido que atravesó la ventana de la torre y la agarró del brazo. También recordó que había recurrido al Atlas por primera vez desde hacía meses, y el terror que sintió cuando la magia recorrió su cuerpo.

Recordó que abrió los ojos y se encontró en una playa bajo un sol abrasador mientras tres barcos de madera con altas velas blancas se aproximaban surcando un mar azul de delicado brillo. Recordó el dolor en el brazo que le indicó que el chirrido no la había soltado. Y recordó también que, sin pensar, conjuró la magia por segunda vez, y que por segunda vez fluyó a través de su cuerpo. Al cabo de un momento, la criatura y ella forcejeaban contra una pared de piedra. Era de noche; había fuego, humo y gritos, una ciudad en llamas, y la criatura seguía aferrada a su brazo. Entonces recordó lo frenética que se sintió al saber que su plan no estaba funcionando, al saber que se estaba debilitando. Y decidió conjurar la magia por tercera vez, pensando «por favor, ayúdame», y un momento después estaba de pie en un campo fangoso bajo un cielo gris. Se oían más gritos y otro sonido, como el que harían unos insectos que pasasen zumbando junto a su cara, y la criatura seguía resistiendo. Kate recordó la explosión y la sensación de elevarse en el aire…

Después no recordaba nada.

Y luego recordó que se despertó entre el fango, y que unos hombres armados pasaban corriendo y vociferando, aunque lo único que ella oía era el zumbido en sus oídos, y recordó haber visto al chirrido tumbado a diez metros y el Atlas entre ambos, y que la criatura empezó a arrastrarse hacia él, y recordó haber sabido que solo salvaría su vida si llegaba allí antes que la criatura, la cual se hallaba más cerca que ella. Recordó la segunda explosión, aquella que había alcanzado al monstruo, y que, con un último esfuerzo, ella extendió el brazo y puso la mano sobre el libro.

Kate se levantó tambaleándose.

—¿Dónde está?

—¿Dónde está qué?

—¡Mi libro! ¡Tenía un libro! ¡Un libro verde!

El suelo estaba cubierto de pilas de trapos polvorientos, latas abolladas, amarillentos recortes de periódico y sacos de arpillera podridos; Kate lo repasó todo rápidamente, arrojando objetos a uno y otro lado, de modo que los niños se vieron obligados a retroceder hasta la puerta.

—¿Qué habéis hecho con él? ¿Dónde está?

—¡No hemos cogido ningún libro! —protestó el niño del palo.

—¿Para qué crees tú que íbamos a querer un libro? —dijo el otro, como si tener un libro o querer un libro fuese el concepto más tonto del mundo.

A Kate se le ocurrió una espantosa idea.

—¿Cuánto… tiempo llevo aquí?

—No lo sabemos.

—¿Cuándo me habéis encontrado? ¡Es importante!

—Hace un par de horas. Estabas aquí tumbada. He ido a buscar a Jake. —Indicó con un gesto al niño del palo—. Hemos pensado que, si estabas muerta, podíamos coger la carretilla y llevarte a la facultad de Medicina. Nos habrían venido bien los cinco dólares.

Kate no podía respirar. Empujó a los dos niños y salió por la puerta de madera. La pálida luz del sol deslumbró a la muchacha, que levantó un brazo. Miró a su alrededor parpadeando. Estaba en una azotea; un laberinto de edificios bajos se extendía en todas direcciones. La habitación en la que se había despertado era una especie de cobertizo. Hacía muchísimo frío, y Kate vio su propio aliento flotando ante sí. Hielo y nieve vieja crujían bajo sus pies. La chica, vestida de verano, se rodeó el cuerpo con los brazos.

Se acercó al borde de la azotea y miró hacia abajo. El edificio solo tenía seis plantas, y pudo distinguir la gente que caminaba a lo largo de las aceras repletas de nieve. En la calle se veían caballos tirando de varios carruajes, sin que les estorbase la presencia de coches o autobuses. Kate prestó atención por si oía motores, bocinas o el chirrido de los neumáticos; pero los únicos sonidos eran los que hacían los peatones, carruajes y herraduras. Escudriñó el horizonte. No había ni un solo edificio alto a la vista.

Su corazón empezó a acelerarse. La asaltó un recuerdo. Michael estaba atrapado en el pasado, prisionero de la condesa, y Emma y ella volvieron para rescatarlo. Solo llevaban media hora en el pasado cuando el Atlas desapareció gradualmente ante sus ojos. La bruja explicó que el Atlas perteneciente a esa época había ejercido su dominio. Les contó que dos ejemplares del libro podían existir a la vez durante un breve periodo, pero que uno de ellos desaparecería.

El niño decía que la había encontrado dos horas antes. El libro se había desvanecido hacía rato.

Una mano la agarró del brazo y Kate se volvió deprisa, creyendo que el chirrido había logrado seguirla. Era uno de los niños.

—Tienes que andarte con cuidado. Vas a caerte.

Kate se apartó del borde.

—¿Qué fecha es hoy?

—Estamos en diciembre, no sé qué día.

—Quiero saber qué año es.

—¿Estás de broma?

—Tú dímelo.

—Estamos en 1899 —dijo el otro—. ¿Cómo es que no lo sabes?

Sin decir nada, Kate miró las blancas azoteas de la ciudad. Tenía frío, se sentía sola y estaba atrapada en el año 1899. ¿Cómo volvería a casa?

Los niños, que se llamaban Jake y Beetles (sin más explicaciones), dijeron que, puesto que las cosas no habían salido como ellos esperaban y parecía estar más o menos viva, tenía que ir a ver a Rafe. Kate les contestó que ni sabía quién era Rafe ni tenía intención de ir a verlo, mientras pensaba que lo único que le importaba era encontrar la forma de volver con sus hermanos.

—¿Dónde están las escaleras?

—No puedes marcharte sin más —dijo Beetles—. De todas formas, te congelarás.

El niño tenía razón. Tanto su compañero como él vestían dos chaquetas, varias camisas y unos gruesos pantalones de lana (cada una de esas prendas estaba remendada y andrajosa, pero no por ello abrigaba menos), mientras que Kate solo llevaba un viejo par de sandalias y un vestido de verano sin mangas. Ya estaba tiritando, y en ese momento observó que además estaba cubierta de barro seco.

—De acuerdo. ¿Dónde puedo conseguir un abrigo? —preguntó, estremeciéndose de frío.

—En Bowery.

—¡Yo creía que estaba en Bowery!

—Me refiero a la calle. ¡Vamos!

Los niños la condujeron a la escalera de incendios, una estructura desvencijada y oxidada que se hallaba fijada con poca solidez al costado del edificio. Bajaron en loca carrera, provocando un gran traqueteo tembloroso. Kate los siguió a toda prisa, segura de que en cualquier momento todo el artilugio iba a soltarse de sus anclajes y caer al callejón. En la parte inferior, la escalera se acababa a casi tres metros del suelo. Los niños se colgaron del último peldaño y se dejaron caer; aterrizaron sobre las manos y los pies. Kate hizo lo posible por seguir su ejemplo, pero se encontró balanceándose en el aire, reacia a soltarse.

—¡Vamos! —chillaron los niños—. ¡No hay mucha distancia! ¡Vamos!

Gimió de dolor cuando sus pies chocaron contra los adoquines helados y un escalofrío recorrió sus tobillos. Se puso en pie; aún le escocían las manos.

—¡Por fin! —dijo Jake—. Creí que ibas a instalarte ahí o algo así.

—Quizá a abrir una tienda, ¿eh? —dijo Beetles.

—Sí. ¡La Tienda Colgando al Final de la Escalera Demasiado Asustada para Soltarse!

—¡Sois graciosísimos! —dijo Kate—. Limitaos a enseñarme dónde conseguir un abrigo.

La llevaron callejón abajo y cruzaron la calle que Kate había visto desde la azotea del edificio. Sus pies calzados con sandalias se hundían en la nieve, y duras costras de nieve le arañaban las piernas desnudas. Trató de ignorar las miradas, pues al fin y al cabo era una chica con un vestido fino en pleno invierno, y siguió a sus dos guías por otro callejón hasta una calle más ancha que la primera. Una hilera de puestos la recorría de punta a punta. Una multitud de hombres y mujeres vestidos de oscuro pululaban entre las barracas destartaladas mientras los vendedores, de pie, ensalzaban las cualidades de sus artículos en un idioma tras otro.

—Esto es Bowery —anunció Beetles—. Aquí puedes conseguir un abrigo.

—Es que… no tengo dinero.

Ahora que habían dejado de moverse, Kate tiritaba de una forma tremenda.

—¿Tienes algo que puedas intercambiar? —preguntó Jake—. ¿Y ese relicario?

Kate se llevó la mano a la garganta, y sus dedos entumecidos tantearon el relicario de oro. Su madre le había dado el relicario la noche en que la familia se separó.

—No… no puedo…

—¿Qué más tienes?

Pero Kate no tenía nada más. El relicario de su madre era el único objeto de valor que poseía. Y estaba congelada, casi muerta de frío. Podía pedir ayuda a la gente que pasaba por su lado, pero eso la obligaría a dar explicaciones: quién era, cómo había llegado allí…

—Puedo intercambiar la cadena, que es de oro. Pero me quedo el relicario.

Los niños la llevaron a ver a un anciano mudo que examinó la cadena, asintió y le dio a Kate un abrigo raído y apolillado y un gorro de lana. Agradecida, la chica se puso ambas prendas y sus temblores remitieron.

—Muy bien —dijo Jake—. Nosotros te hemos ayudado, y ahora tú tienes que venir a ver a Rafe.

Kate volvió a negarse.

—A Rafe no le va a gustar —dijo Beetles.

—La verdad, a mí me da igual lo que le guste o no le guste a Rafe.

Y les volvió la espalda para recorrer la hilera de puestos. Aún tiritaba ligeramente, pues hacía mucho frío y su abrigo y gorro nuevos eran muy finos y estaban gastados; pero había conservado el relicario de su madre y no iba a morir congelada. Eso era lo único que importaba. ¿Qué más daba que no pudiese sentir los dedos de los pies?

«Tu problema ahora —se dijo—, es volver a casa».

Su ejemplar del Atlas había desaparecido porque ya existía otro en ese periodo. Kate sabía dónde estaba: muy lejos, al norte, en las montañas que rodeaban Cascadas de Cambridge, oculto en una cripta bajo la ciudad de los enanos. En la azotea, su primera idea tras entender la situación en que se hallaba fue dirigirse al norte y recuperar el libro. Pero no tardó en abandonar ese plan. El ejemplar de la cripta debía estar allí para que Michael y ella lo descubriesen en el futuro. Se le hacía extraño proteger unos acontecimientos que aún tardarían un siglo en producirse y que en su mente ya habían tenido lugar, pero esas eran las ironías de viajar en el tiempo. Y, a decir verdad, Kate se sentía aliviada de no tener que recorrer a nado el largo túnel subterráneo que conducía a la cripta. La última vez que lo hizo presenció cómo la criatura que vivía en las profundidades se llevaba a un enano, y no sentía ningún deseo de volver.

Su segunda idea era, a primera vista, mucho más sencilla: buscar al doctor Pym para que la enviase a casa. La condesa ayudó a Kate a viajar en el tiempo sin el Atlas. Conjuró la magia en su interior, el poder del libro que, incluso en ese momento, corría por sus venas. Kate estaba segura de que el doctor Pym también podía. Pero ¿cómo buscarlo? ¿La ayudarían los enanos? Michael decía que podían vivir cientos de años. ¿Era posible que Robbie McLaur estuviese vivo? Sin duda, él podría contactar con el brujo.

Una vez más, parecía que la única esperanza de Kate consistía en ir a Cascadas de Cambridge, pero era un viaje agotador. Tendría que coger el tren hasta Westport (suponiendo que en esa época circulasen trenes hasta allí) y tomar un barco que la ayudase a cruzar el lago Champlain. Luego estaba la larga carretera entre las montañas. Necesitaba dinero para comprar billetes, comida y, lo antes posible, zapatos, calcetines, un jersey…

Apeló a toda su fuerza de voluntad para no ponerse histérica. Iría paso a paso. Podía hacerlo.

Notó que los niños se ponían a su lado, y al echarles un vistazo vio que hacían malabarismos con sendas patatas ennegrecidas y humeantes. Se las pasaban de mano a mano, soplando sobre ellas hasta que estuvieron lo bastante frías para abrirlas, operación que los dos realizaron con gran deleite, inhalando cuando el vapor desprendido se alzó hasta sus caras.

—¿Quieres? —preguntó el niño llamado Jake.

Antes de que pudiese contestar, Jake había partido la suya por la mitad y le entregaba un trozo. La piel de la patata era negra y quebradiza, pero el interior era blando y estaba untado con una grasa pringosa. Mientras se la comía, Kate se sintió reconfortada y agradecida hacia el niño por compartirla con ella. No les guardaba rencor por querer vender su cadáver. Resultaba evidente que eran muy pobres, y en 1899 cinco dólares eran sin duda toda una fortuna.

Mientras el trío se abría paso a través del mercado lleno de gente, Kate se preguntó quiénes eran los niños. ¿Tenían familia? Le pareció improbable. Iban vestidos de cualquier manera y llevaban la cara demasiado sucia. ¿Acaso vivían en un orfanato? También improbable. Kate sabía qué aspecto tenían los niños de orfanato. Incluso los rebeldes mostraban una ansiedad de la que estos niños carecían. Entonces, ¿dónde vivían? ¿Quién los protegía?

Llegaron a un cruce. Había un hombre esquelético y moreno en medio de una pequeña multitud, hablando en voz alta en un idioma que Kate no entendía. Tenía una larga barba negra, no llevaba camisa y, en la mano izquierda, sostenía una antorcha encendida. Con un grito, el hombre se pasó la antorcha por el pecho pálido y hundido, el otro brazo y la cabeza, y de pronto toda la parte superior de su cuerpo, incluso su larga barba, quedó envuelta en llamas.

Kate se hallaba a punto de gritar, de pedir que alguien trajese agua, cuando el reducido corro de espectadores comenzó a aplaudir con sus manos envueltas en mitones. Y vio que al hombre no se le quemaba ni se le ennegrecía la piel; es más, hasta parecía sonreír. ¿Qué estaba pasando?

Entonces oyó:

—¡Huevos de dragón! ¡Auténticos huevos de dragón! ¡Críe a su propio dragón!

Venía hacia ella una mujer de cara enrojecida y pelo quemado, con las manos y los antebrazos marcados por cicatrices de quemaduras. La mujer llevaba una cesta recubierta de heno viejo en la que estaban acomodados tres huevos enormes. Los huevos eran de color verde oscuro y de textura correosa. Tenían el tamaño de un pomelo y soltaban un humo siniestro.

—¡Huevos de dragón! —gritó la mujer mientras continuaba calle abajo—. ¡Salen del cascarón dentro de tres semanas! ¡Son maravillosas mascotas!

Kate se volvió hacia los niños, que se lamían la grasa de los dedos como si aquello fuese lo más normal del mundo.

—¿Habéis visto eso?

—¿Qué? —preguntó Jake.

—¿Cómo que qué? ¡Ese hombre se ha prendido fuego! ¡La gente aplaude! Y esa mujer va vendiendo esos… ¡huevos!

El niño se encogió de hombros.

—Ese es Yarkov. Siempre se está prendiendo fuego.

—Y apuesto a que eso no son auténticos huevos de dragón —dijo Beetles—. Seguramente saldrá de ellos un pollo o algo así.

Kate se quedó tan atónita ante sus reacciones que dio un paso atrás de forma involuntaria y recibió un fuerte empujón.

—¡Eh, tú, boba! ¡Ten cuidado con lo que haces!

Miró a su alrededor y vio una figura baja y robusta con barba a la que reconoció de inmediato como un enano. Llevaba un ganso muerto sobre cada hombro, y los largos cuellos de las aves le colgaban con aire mustio a la espalda. El enano se alejó con paso decidido, quejándose de los turistas. Las cabezas de los gansos se mecían contra sus talones.

Kate consiguió decir:

—Eso es un enano.

—Claro que es un enano —dijo Beetles, que se estaba limpiando los dientes con una cerilla—. ¿Qué otra cosa va a ser?

—Pero… —balbució Kate—. Pero…

Y entonces lo entendió, recordando el día en que Emma y ella se sentaron junto al fuego en compañía de Abraham en la mansión de Cascadas de Cambridge y el anciano conserje les contó que antiguamente el mundo mágico formaba parte del mundo normal, pero que luego se apartó y se escondió. Según contaba Abraham, la división había tenido lugar el último día de diciembre de 1899. Eso significaba…

—Todo sigue aquí —dijo Kate—. La magia sigue aquí.

—Aquí no. —Beetles indicó con la cabeza la dirección que había tomado el enano—. El barrio mágico está por ahí.

—Enseñádmelo.

Un minuto después, Kate se hallaba al final de una manzana de viviendas. La calle embarrada estaba atestada de puestos improvisados, los vendedores ambulantes vendían sus productos y los compradores, muy abrigados, se apresuraban para protegerse del frío. Para ser el barrio mágico, Kate pensó que todo parecía muy normal. Entonces se fijó en que uno de los edificios, una construcción rojiza con un ancho porche, no dejaba de intercambiar su lugar con el edificio situado a su derecha, de modo que iba avanzando despacio calle arriba. También vio que otro edificio se estremecía cuando soplaba el viento, y que las ventanas de otro, y esto último inquietó mucho a Kate, no paraban de hacerle guiños.

Además de los hombres y mujeres de aspecto corriente que hacían sus compras, Kate vio enanos que se movían entre la multitud, fumando sus largas pipas sin llamar la atención de nadie. Y había otras criaturas, más pequeñas que los enanos y sin barba, que llevaban gorros de pieles y discutían en grupos apretados, dándose golpecitos entre sí con sus dedos diminutos. Kate los miró asombrada hasta que una mujer pasó por su lado llevando una cesta. La mujer tenía un rostro agradable y aire de abuela, y Kate iba a sonreír cuando vio que la cesta de la mujer estaba viva y llena de serpientes que se retorcían.

—Vamos —le dijeron Jake y Beetles, cogiéndola cada uno de un brazo e impulsándola hacia delante.

En el primer puesto se vendían pelucas de pelo de hada de diferentes colores: dorado y plateado, blanco puro como la nieve y de un rosa bastante impactante. En el siguiente puesto prometían eliminar el mal de ojo. El que venía después vendía maldiciones diversas (forúnculos, calvicie, ser perseguido por gatos…). Había tres o cuatro puestos ocupados por adivinos, uno de los cuales era una muchacha de la edad de Kate que la observó con atención mientras pasaba. El propietario de un puesto en el que se vendían sapos parecía un sapo y anunciaba sus mercancías con un profundo y resonante croar. Había una amplia tienda en la que cuatro enanos sudorosos y descamisados golpeaban con martillos unos yunques en un rítmico golpeteo metálico mientras otro enano accionaba el fuelle de un fuego tan caliente que Kate llegó a desabrocharse el abrigo. Había una tienda dedicada a los huevos, no solo huevos de dragón, sino también huevos de unicornio, de grifo, de mantícora y de otros animales de los que Kate nunca había oído hablar. Había un puesto cuya entrada estaba cubierta por una lona. Un denso humo verde salía por debajo; las volutas avanzaban lentamente sobre la nieve sucia y los adoquines. Siguiendo el ejemplo de los niños, Kate pasó por delante con cuidado. Otra tienda estaba provista de miles de botellas de cristal con tapón, y los niños le informaron que era allí donde se compraban los conjuros de alteración. Un conjuro de alteración, según le explicaron, era una poción que permitía cambiar de aspecto, y gran parte de los seres mágicos más atractivos los utilizaban cuando se movían entre las personas normales. Mientras pasaban Kate y los niños, un hombre alto y delgado con la piel verde y escamosa como un pez se bebió el contenido de un frasquito de cristal transparente y se convirtió al instante en un hombre bajito y regordete de pelo castaño. En otro puesto se apilaban cajas de madera; su rótulo declaraba «Cosas que muerden». Cuando hubieron pasado por delante del puesto por tercera vez sin haber vuelto sobre sus pasos, los niños le dijeron que algunos vendedores utilizaban el truco de hacer que el puesto apareciese una y otra vez. En algunas tiendas se apiñaban hombres y mujeres de capa oscura. Tenían extrañas marcas en la cara y las manos, y murmuraban sobre negros calderos hirvientes que olían a peces muertos, pelo quemado y enfermedades. Kate se mantuvo a una distancia prudencial de estos.

Mientras caminaban, la calle había girado y se había vuelto aún más oscura y estrecha; en ese momento Beetles le tiró de la manga.

—Deberíamos volver.

—¿Por qué? Hay más…

—A partir de aquí empieza el territorio de los imps. No es seguro.

—¿Quiénes son los imps? —preguntó Kate.

—Son la banda que controla esta parte de Bowery. Los imps solo llevan aquí unos meses, pero son malos, muy malos.

—Muy malos, malísimos —convino Jake.

—Tendríamos que regresar y buscar a Rafe.

—Sí, ya vale de hacer el tonto; Rafe querrá hablar contigo.

Kate no respondió. Se le acababa de ocurrir una idea: ¿podría enviarla a través del tiempo cualquier brujo o bruja? Quizá no necesitase al doctor Pym. Quizá no tuviese que ir hasta Cascadas de Cambridge. Su mirada cayó sobre una mujer con un chal de color verde oscuro que estaba sentada delante de una barraca cubierta. Tenía el pelo castaño con mechones grises, y había una dulzura en sus ojos que atrajo a Kate. La muchacha dejó atrás a los niños y se le acercó.

—¡Oiga, por favor!

La mujer alzó la vista.

—¿Sí?

—Perdone… —dijo Kate con voz entrecortada—. ¿Es usted… una bruja?

—En efecto. ¿Necesitas ayuda?

—Sí, por favor.

—Bueno, pues entra y veremos lo que puedo hacer.

La mujer se puso en pie y abrió la puerta de lona. Kate vaciló, preguntándose si no se estaría precipitando. Sin embargo, el pensamiento fue fugaz. El viaje hasta Cascadas de Cambridge era largo y difícil, y aquella mujer estaba allí mismo.

La mujer sonrió como si adivinase los pensamientos de Kate.

—Te prometo, niña, que no muerdo.

Asintiendo, Kate entró en el puesto. Miró hacia atrás y vio que Jake y Beetles le pedían con gestos que saliese de allí. Entonces la bruja soltó la puerta y los dejó fuera.

—Lo primero es lo primero: te hace falta un buen té. Pareces medio congelada. Siéntate. Tienes una butaca ahí detrás.

Para sorpresa de Kate, el interior de la barraca era cálido y acogedor. Tres o cuatro alfombras superpuestas la protegían de los adoquines. Una estufa negra muy baja, cuyo tubo serpenteaba hasta atravesar el techo, caldeaba el puesto de forma agradable. Frente a la butaca que ocupaba Kate había otra, y junto a esta un armario del que la mujer sacó un pequeño tarro de loza. Abrió el tarro, extrajo un puñado de hojas verdes y negras, y las metió en una tetera que burbujeaba sobre el fogón. El olor de menta llenó el aire.

—Delicioso —dijo la mujer—. Siempre me recuerda la Navidad.

—No tengo dinero —dijo Kate—. No sé cómo voy a pagarle…

La mujer hizo un gesto desdeñoso.

—Preocúpate de eso más tarde. ¿Cuál es el problema? ¿Es un muchacho? Soy famosa por mis filtros de amor.

—No, no es un muchacho.

—¿Problemas con tus padres? ¿Te gustaría que fuesen más comprensivos? Acerca los pies a la estufa.

Kate obedeció. Los dedos de sus pies habían empezado a descongelarse y le dolían a medida que recuperaban la sensibilidad.

—No se trata de mis padres…

—Tal vez una pócima de belleza. Aunque no creo que puedas ser mucho más bonita —comentó mientras le daba a Kate una taza de té humeante—. Bébetelo ahora mismo.

—Tengo que ir al futuro.

La mujer se detuvo y la miró sin intentar disimular su sorpresa.

—No es una petición que me hagan todos los días. ¿Y por qué quieres hacer eso?

—Es que… vengo de allí. He llegado aquí por accidente.

La mujer se sentó en la otra butaca. La barraca era tan pequeña que las rodillas de ambas se tocaban.

La bruja tenía en los ojos, de un azul intenso, una expresión bondadosa.

—Querida, creo que más vale que me cuentes lo que ha pasado.

Kate bajó la mirada hasta el té intacto.

—Es complicado. No puedo… contárselo todo. Pero en mi interior aún queda parte de la magia que me ha traído aquí. Usted podría utilizarla para enviarme a casa. Una persona lo hizo una vez. Ella…

—¿Qué te pasa, niña?

La temperatura del puesto se estaba volviendo incómodamente alta. Kate notó que sudaba.

—Nada. Estoy bien. ¿Puede ayudarme?

—Bueno, no pretendo ser la mejor bruja del mundo, pero sin duda hay magia en tu interior. Lo he percibido en cuanto has entrado.

—Entonces, ¿me enviará de vuelta?

A Kate no le gustó nada la desesperación que había en su propia voz. Además, algo le estaba sucediendo. Tenía la vista borrosa. La cara de la mujer oscilaba ante sus ojos.

—¿Seguro que te encuentras bien? Dame eso antes de que se te caiga.

La bruja le quitó la taza de la mano. Kate empezó a levantarse. Tenía que salir de allí. Necesitaba que el aire frío le despejase la cabeza.

—¿Adónde vas, niña?

—Es que… necesito…

Y entonces se sumió en la oscuridad.

Cuando despertó oyó voces. Por un momento creyó que volvía a estar en el cobertizo de la azotea y que las voces pertenecían a Jake y Beetles. Pero aquellas voces ásperas y guturales no eran infantiles. Hablaban como si el acto mismo de pronunciar palabras fuese ajeno y anormal. Luego oyó la voz de la bruja:

—No vais a engañarme con esta. Es especial.

Kate abrió los ojos. Estaba tendida en el suelo, con la mejilla apoyada en una alfombra. Tenía la mente nublada. La bruja la había drogado. Los vapores del té contenían alguna sustancia. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? Al otro lado de las patas de hierro de la estufa distinguió dos pares de botas enfangadas.

—Nunca te pagamos cien dólares, y tú lo sabes.

Aquella voz sonaba como la de un animal salvaje al que hubiesen enseñado a hablar. Cada palabra era un gruñido. Kate tenía que irse. Rogando que nadie la estuviese mirando, empezó a avanzar poco a poco hacia la puerta.

—Os digo que esta tiene magia en su interior —dijo la bruja—. Magia profunda, la más poderosa que he visto en mi vida. Creedme: él la querrá.

—Setenta dólares.

—Cien. Y si él piensa que no los vale, os devolveré el dinero.

—La gente no para de decir bobadas —le espetó la voz áspera—. Todo el mundo intenta sacar lo que pueda antes de la Separación.

—Eso no tiene nada que ver. Cien dólares es un precio justo.

—De acuerdo. Pero si él no está contento, volveremos.

Kate comprendió que se le agotaba el tiempo; tendría que echar a correr. Trató de levantarse, pero sus brazos cedieron. Estaba demasiado débil. Demasiado débil para correr, demasiado débil para luchar. De pronto, unas manos curtidas de uñas afiladas la agarraron por debajo de los hombros y la obligaron a ponerse en pie. Kate vio que la bruja contaba un fajo de billetes.

—Por favor…

La bruja sonrió; sus ojos eran tan bondadosos como siempre.

—Deberías haberme pedido un filtro de amor, niña.

Kate se vio arrastrada al exterior por la parte trasera de la tienda, hasta una acera llena de gente. Para su consternación, el aire frío no sirvió para despejar su confusión. La chica se esforzó por llamar la atención de las personas que pasaban.

—Por favor… Ayúdenme…

—Calla —gruñó uno de sus captores—. A nadie le importa.

Y eso parecía, pues mientras tiraban de ella dando trompicones por la acera las miradas de la gente se alzaban, veían lo que ocurría y se apartaban enseguida. Kate no podía reprochárselo. Ya había tenido oportunidad de ver a sus raptores. En algunos aspectos parecían hombres bajitos y gruesos, con su traje oscuro, su abrigo y su bombín echado sobre la frente. Pero no eran hombres. Su piel era como la de un animal, áspera, dura y con ondulaciones. Sus uñas eran gruesas y afiladas. Rígidos bigotes les brotaban de las mejillas, mientras que sus mandíbulas sobresalían mostrando un par de colmillos cortos y amarillos. No, hombres no. Entonces, ¿qué eran? ¿Y qué pensaban hacer con ella?

—¿Adónde… me llevan?

—A ver al jefe. ¡Ahora cierra el pico o te arrancamos la lengua!

La metieron a rastras en un callejón estrecho, oscuro y vacío. Los sonidos de la calle no tardaron en desvanecerse. Kate no supo cuándo había empezado a sollozar, pero de pronto fue consciente de que temblaba y de que no era por el frío. ¿Qué le pasaría? ¿Qué les pasaría a Michael y Emma? ¿Qué les ocurriría a sus padres? ¡Cómo había podido ser tan estúpida! ¿Por qué no se había limitado a ir a Cascadas de Cambridge y buscar al doctor Pym? ¡Los había condenado a todos!

Y para empeorar las cosas, el veneno de la bruja había regresado. Una intensa languidez se extendía por los brazos y piernas de Kate. La muchacha dejó de caminar, pero sus captores siguieron arrastrándola hacia delante; sus pies rascaban los adoquines. Supo que no podría permanecer consciente mucho más tiempo. No le quedaban fuerzas para luchar.

Entonces se oyó un zumbido que cortó el aire. Se produjo un fuerte «pum», y la criatura que estaba a la izquierda de Kate cayó con un gruñido. Liberada, Kate rodó por el suelo. Se volvió y vio que la otra criatura daba vueltas, gruñendo, con un cuchillo en la mano. Demasiado tarde, la criatura notó la cuerda que le habían pasado en torno al cuello. Una figura se dejó caer desde arriba, la cuerda se estrechó de golpe y la criatura quedó apoyada sobre los dedos de los pies. Kate vio que la cuerda había sido colgada de la parte inferior de la escalera de incendios. La figura cogió su extremo y lo enrolló alrededor de una tubería que sobresalía de la pared del edificio. El captor de Kate quedó bailando de puntillas, arañando el nudo corredizo que le rodeaba el cuello.

La figura era un muchacho. Parecía tener la edad de Kate, quizá un año más. Tenía el pelo negro y revuelto, la piel clara y una nariz que había sufrido al menos una fractura. Iba poco abrigado para el frío que hacía, pero no tiritaba. Kate observó cómo se acercaba a la criatura que yacía en el suelo y le arrancaba de la espalda un cuchillo. El chico limpió la hoja en el abrigo de la criatura y lo metió en una funda que llevaba a la espalda. Luego el muchacho le dio a la criatura que gruñía al extremo de la cuerda una patada que la mandó al otro lado del callejón. Después miró a Kate, que no se había movido del suelo. Por muy atónita que se hubiese quedado ella ante la aparición repentina del muchacho, este, a juzgar por la forma en que se paró y se la quedó mirando, se sintió aún más atónito al verla a ella.

Dijo:

—Eres tú.

Kate no supo qué decir. Nunca había visto a aquel muchacho.

Él la ayudó a ponerse en pie.

—Tenemos que irnos porque vendrán más imps. ¿Puedes caminar?

—¿Quién… eres?

—Me llamo Rafe.

El nombre resonó en la nube oscura de su mente.

—Los niños…

—Sí. Han venido a buscarme.

—Pero… ¿cómo me… conoces?

Kate corría apoyada contra él. De pronto notó que resbalaba. Mientras la oscuridad la envolvía, oyó:

—No importa. No deberías haber venido…