—Cierra la puerta, muchacho.
Michael se preguntó si sería buena idea. La casita olía igual que un establo. Y, de hecho, la mitad del espacio estaba lleno de paja sucia y ocupado por las cabras. Tres de ellas disfrutaban de su cena junto a la pared del fondo, observando a los visitantes con expresión apática. El lado izquierdo de la casita parecía destinado al uso del hombre. Junto al baúl había un colchón lleno de bultos, una mesa de madera y dos sillas desvencijadas, una lámpara de gas abollada, una chimenea con unos cuantos troncos encendidos y humeantes, un montón de cacerolas, sartenes, tazas, platos y cuencos sin lavar, y cientos de libros. Muchos de los libros mostraban signos de haber sido mordisqueados o parcialmente ingeridos, tal vez por los ratones o por las cuadrúpedas compañeras de vivienda del hombre, aunque a Michael no le costó imaginar que los hubiese devorado el propio individuo en diferentes ataques de rabia.
Cuando Michael cerró la puerta, el hombre forcejeaba con una cabra que se estaba zampando un manojo de papeles.
—¡Suelta, canalla! ¡Te lo advierto, Stanislaus!
Michael tardó unos instantes en darse cuenta de que el hombre hablaba con la cabra.
—Hugo —dijo el brujo, sonriendo—, ¿le pusiste mi nombre a esta amiguita? Me siento conmovido.
—No tienes por qué —gruñó el tipo, enzarzado con el animal en una lucha a brazo partido—. Es la cabra más estúpida de toda Italia. ¡Quise que su nombre reflejase adecuadamente la magnitud de su ignorancia! El tuyo era la elección obvia… ¡Arrrgh!
La cabra había dado una sacudida hacia atrás, y el hombre se soltó y cayó sobre el trasero con un golpe sordo. Con un balido de triunfo, la cabra salió por la puerta trasera, que estaba abierta, y empezó a agitar las páginas de un lado a otro por la colina.
—¡Llevo diez años trabajando en ese libro! —gritó el hombre, levantándose de un salto y amenazando con el puño a la cabra díscola—. Cada vez que hago el menor progreso, va una de esas cabras idiotas y se lo come. Aunque me imagino que son mejores jueces del material que los llamados expertos. —Echó un vistazo al doctor Pym—. Incluyendo a los presentes, por supuesto.
—¿Es a eso a lo que te has dedicado durante todo este tiempo? —preguntó el brujo—. ¿A escribir un libro? ¿De qué trata, si puedo preguntarlo?
—Se llama Historia de la estupidez en el mundo mágico y, ni que decir tiene, tú desempeñas un papel relevante en ella. Hasta pensé en incluir tu foto, pero no quise ahuyentar a los posibles lectores. ¡Ja!
—Desde luego, he cometido bastantes errores —respondió el brujo.
—¡Escuchadle! ¡El señor Razonable! ¡Yo de ti, Pym, no dejaría nunca de darme puñetazos en la cara!
Un pequeño hervidor colgaba de una barra sobre el fuego, y el hombre se sirvió una taza del café más caliente y negro que Michael había visto jamás. El líquido salía de la boca del hervidor burbujeando como barro hirviente. El dueño de la casa dijo que les ofrecería un poco, pero que temía darles la impresión de desear que se quedasen. Luego, sin previo aviso, se volvió rápidamente y clavó su mirada feroz en Michael.
—¿Te conozco? —preguntó.
—No —dijo Michael, incómodo—. Nunca… nos hemos visto.
—Hugo, estos son mis amigos, Michael y Emma. Niños, este es el doctor Hugo Algernon.
—Sí, sí, sí —dijo el hombre, dejándose caer en una silla—. Acabemos con esto. ¿Qué quieres? ¿Reclutarme para otro de tus estúpidos planes? Más vale que lo olvides. ¡Me engañaste una vez, pero nunca dejaré que vuelvas a hacerlo!
El brujo había cogido la segunda silla, mientras que los niños habían encontrado asiento en una palangana puesta del revés, que, a juzgar por la pinta, nunca se había utilizado.
—Estoy aquí por dos razones —dijo el doctor Pym—. Pero he de decir que ha resultado exasperante tener que localizarte…
—Nadie te lo ha pedido.
El brujo suspiró.
—Estoy aquí para hacerte una advertencia. Y para formularte una pregunta.
—¿Una advertencia tuya? ¡Ja! ¡Oigámosla!
—Tanto Jean-Paul Letraud como Kenji Kitano han muerto.
Michael vio que la noticia afectaba al hombre, aunque trató de disimularlo.
—¿Asesinados?
—Sí.
—¿Cuándo?
—De lo de Jean-Paul me enteré el día de Navidad. Lo de Kenji fue unas semanas después.
Michael miró a su hermana y vio en su cara la misma expresión que debía de tener él mismo.
—Doctor Pym…
—Sí, muchacho, por eso tuve que marcharme en Navidad. Tanto Jean-Paul como Kenji eran amigos y magos como yo. Os lo habría contado antes, pero el café de la signora no parecía el lugar adecuado para entrar en detalles.
—¿Quién fue? —quiso saber Michael—. ¿Quién los asesinó? ¿Acaso fue…?
—¿Quieres saber quién lo hizo? —rugió el hombre velludo—. ¿Quién crees que los mató? ¡Magnus el Siniestro! ¡El Eterno! ¡El…!
—Sí —lo interrumpió el doctor Pym—. Para ser más exactos, fueron sus seguidores.
Hugo Algernon se puso en pie de un salto y empezó a caminar enfadado de un lado a otro, entrechocando los puños y gruñendo.
—Eso no debía ocurrir, Stanislaus. ¿Lo recuerdas? ¡Yo sí! ¡Lo recuerdo! Recuerdo muy bien el día en que nos reuniste a todos. —Y se puso a imitar bastante mal la voz del brujo—: «Hemos de actuar ya. Hay que acabar con su poder de una vez por todas». —Soltó una áspera carcajada—. Salió bien, ¿no te parece? ¡Ja!
—Sí que salió bien —dijo el brujo con calma—. Su poder quedó muy mermado.
—Oh, mermado, sí, mermado. Díselo a Jean-Paul y a Kenji. Estoy seguro de que estarán de acuerdo. Mermado, ¡ja!
El doctor Pym suspiró.
—No he venido para discutir, sino simplemente para decirte que tomes precauciones. Está localizando a todos los que un día se pusieron en su contra.
—¿De qué habla? —dijo Emma—. ¿De qué está hablando?
—Querida…
—Emma tiene razón. —Michael intentó enderezar la espalda y adoptar una actitud propia de un hermano mayor—. Lo siento, pero usted siempre dice que no hay tiempo para explicaciones y ahora nos trae aquí sin aclararnos por qué hemos venido o por qué nos dispara un chalado; perdóneme, doctor Algernon. ¡No es justo! ¿Quién es y qué quiere Magnus el Siniestro? ¡Merecemos saber de qué hablan!
Era una de las parrafadas más largas que Michael había echado en su vida, y al acabar estaba sin aliento. Emma lo miró con los ojos como platos.
—¡Ja! —Hugo Algernon dio un puñetazo en la mesa—. ¡El chico tiene arrestos! ¡Vamos, Pym, cuéntaselo! ¡Cuéntales todo lo que has logrado averiguar sobre Magnus el Siniestro en miles de años! ¡No creo que tardes más de diez segundos!
El viejo brujo frunció el entrecejo, pero acabó asintiendo.
—Aunque Hugo intenta ponerse desagradable, no le falta razón. Por desgracia, no sabemos gran cosa sobre Magnus el Siniestro. Creo que es un hombre, y sin duda un poderoso hechicero. Aparte de eso, constituye un misterio. Ignoro sus orígenes y su verdadero nombre. Lo que puedo decir es que estoy en esta tierra desde que las primeras ciudades se alzaron en el desierto y siempre ha habido un Magnus el Siniestro. Su poder tiene altibajos. Aumenta y disminuye. Desde que se crearon los Libros, su único objetivo ha sido poseerlos.
—No está mal —dijo el hombre—. Veinte segundos. Sabes más de lo que yo creía.
—Con el tiempo —siguió el brujo—, me he enfrentado a él varias veces, la última hace cuarenta años. Reuní a un grupo de brujas y magos; entre ellos, el doctor Algernon. Lo atrapamos y luchamos contra él. Cayeron muchos amigos, pero vencimos. Fue destruido.
Hugo Algernon soltó otro desdeñoso «¡Ja!» y arrojó la taza vacía por encima del hombro, provocando una pequeña estampida de cabras, que salieron por la puerta.
—Al menos eso es lo que creímos. —El doctor Pym se frotó los ojos—. Lo que averiguamos fue que la muerte no era una prisión para alguien como él. Incluso atrapado en la tierra de los muertos, su espíritu continuaba ejerciendo influencia y poder sobre sus seguidores.
—Y ahora —prosiguió Hugo Algernon—, está ajustando cuentas.
—Hace algo más que eso, amigo mío. Está reuniendo un ejército. —El brujo miró a los niños—. Me habéis preguntado por Gabriel. Mientras yo localizaba y avisaba a quienes me ayudaron a luchar contra Magnus el Siniestro, él ha estado controlando los movimientos del enemigo. Desde la última vez que lo visteis, ha vivido casi en constante peligro. —El doctor Pym se volvió de nuevo hacia el hombre—. La fuerza del enemigo crece, Hugo. Puedes esconderte en esta montaña y decir que el mundo está lleno de idiotas. Pero se prepara una guerra. Y te encontrará incluso a ti.
Por un momento, el hombre feroz y barbudo pareció contenerse. Luego su boca se curvó en una mueca de desprecio.
—Advertencia recibida y ya olvidada. Bueno, ¿cuál es tu pregunta? Date prisa. Tengo que encontrar a tu tocaya antes de que se coma el resto de mi libro. Se me ha ocurrido un nuevo capítulo mientras hablabas. ¡Se llama «Viejos idiotas paranoicos»! ¡Ja!
—Muy bien —dijo el brujo—. Quisiera que me hablaras de la última vez que viste a Richard y Clare Wibberly.
Fuera, las sombras empezaban a alargarse, y el doctor Algernon encendió la lámpara. Antes de colocarla sobre la mesa, la acercó a las caras de Emma y Michael. Se quedó un rato mirando a Michael.
—Lo sabía. Eres clavadito a tu padre.
—¿De verdad? —Michael sintió que sonreía—. O sea, ¿de verdad?
—Eso he dicho, ¿no? ¿Eres sordo?
—No.
—Eres igual que él. No me obligues a decirlo de nuevo. —Miró a Emma y comentó—: ¿Sois gemelos?
—¡No! —dijo Michael, un tanto acalorado—. Yo tengo un año más.
—Bueno, técnicamente los dos tenemos doce años —dijo Emma.
Michael se disponía a protestar cuando habló el hombre:
—¿Dónde está el tercero, Pym? Se supone que hay un tercero.
—Por desgracia, su hermana no puede estar hoy con nosotros, aunque esperamos verla pronto.
—Sí —coincidió Emma—. Muy, muy pronto.
El hombre barbudo soltó un gruñido y dejó la lámpara sobre la mesa.
—No sé qué os ha dicho Pym; supongo que no mucho. Casi todos los que hacíamos de magos vivíamos a caballo entre el mundo mágico y el mundo trivial. Teníamos un empleo real; algunos idiotas tenían familia. Además de mis actividades… extracurriculares, yo enseñaba folclore y mitología en Yale. Vuestro padre era estudiante de posgrado. Y, a diferencia de la mayoría de los estudiantes, no era un imbécil. Me percaté enseguida de que sabía que la magia era real. En los departamentos de folclore ocurre eso. Ciertas personas han averiguado la verdad, pero no pueden ir a la universidad y estudiar magia. Así que estudian folclore y mitología, intuyendo que esas historias reflejan cómo era el mundo. Vuestro padre era así.
—En aquella época yo era tonto, casi tan tonto como el doctor Cerebro de Pudin, aquí presente. Creía que la magia tenía una oportunidad, que la gente como vuestro padre podía ayudar. Así que me ocupé de él. Le enseñé cuanto pude. Recuerdo que sentía un afecto especial por los enanos…
—¿Los enanos? —Michael casi se puso en pie de un salto—. ¿De verdad? Yo siento cierto interés por los enanos.
—Quiere decir que está enamorado de ellos —dijo Emma.
—¿Le gustaba algo en concreto? —preguntó Michael—. Ya sé que hay mucho para escoger. ¿Por dónde empezar?
Hugo Algernon se rascó la barba.
—Bueno, siempre estaba citando una frase del viejo Matador Killick. Algo acerca de que «un gran jefe»…
—¡… «no vive en su corazón, sino en su cabeza»! —acabó Michael—. ¡Yo conozco esa cita! ¡Hoy mismo hablaba de ella! Increíble. —Dio una palmada, sonriendo de oreja a oreja. No solo tanto su padre como él admiraban y apreciaban a los enanos, sino que además cada uno resaltaba por separado la misma cita. Si eso no era una especie de señal, Michael ignoraba qué otra cosa podía serlo—. ¿Recuerda lo que opinaba de los duendes? Imagino que los debía de encontrar bastante ridículos…
El doctor Pym tosió.
—Sería mejor que no nos saliésemos del tema. Hugo, ¿y si continuamos?
—Bien, bien. Así pues, durante el segundo curso le hablé a Richard de los Libros de los Orígenes. ¿Cuánto saben de los Libros? —le preguntó Hugo Algernon al doctor Pym.
—Estoy seguro de que les interesará todo lo que puedas decirles.
—Lo que debéis recordar es esto: los Libros de los Orígenes son tres libros de magia muy antiguos y poderosos. Según se afirma, podrían volver a crear el mundo. Casi todas las informaciones empiezan con los Libros en la ciudad egipcia de Rhakotis, custodiados por la pandilla de magos más estúpidos de todos los tiempos; solo es una opinión, aunque creo que estoy en lo cierto. Todo va bien hasta que un día, hace unos dos mil quinientos años, aparece Alejandro Magno y arrasa la ciudad, y los Libros desaparecen.
—Así pues, vuestro padre se entera de todo esto y se obsesiona. ¿Cómo es que los Libros nunca han sido localizados? ¡Sería increíble poder encontrarlos! Y así sucesivamente. Le dije que lo olvidase. Muchas personas, entre ellas auténticos magos y brujos, llevaban miles de años buscando los Libros, y nadie había encontrado jamás la menor pista.
—En cualquier caso, Richard consiguió su título, se marchó, se casó, decidió que el mundo no estaba todavía bastante lleno de gente y os tuvo a vosotros, sardinas, es decir, niños. Y después solo sé que Pym lo convirtió en su protegido. Leyó algún artículo escrito por vuestro padre y creyó haber hecho un gran descubrimiento. —De nuevo empezó a de imitar al brujo e hizo como si estuviera hablando por teléfono—: «Hola, Hugo, he encontrado a un joven muy prometedor, chasqueo de lengua, soy tan memo y bobalicón…». Primero fue mi alumno, pedazo de…
—Termina la historia, Hugo.
El hombre frunció el entrecejo pero siguió:
—Pasó el tiempo, y un día llegué a Buenos Aires. Había un viejo brujo que vivía allí. Loco de atar, pero excelente archivero y coleccionista de manuscritos raros. Había muerto, y yo estaba examinando su biblioteca. La casa era una ruina. Se aguantaba en pie gracias al polvo y a los excrementos de ratón. Estaba allí trabajando cuando se hundió el suelo de la biblioteca de repente. Casi me rompo la crisma. Cuando por fin pude mirar a mi alrededor vi que había caído en una especie de sótano, repleto de libros y documentos antiguos. Me pasé un año examinándolo y catalogándolo todo, y entonces… encontré una carta. Estaba en un dialecto portugués extinguido. Traducir aquello supuso una tarea descomunal. Pero yo tenía una intuición. Un hombre le escribía a su esposa. Al parecer, estaba haciendo una especie de viaje de negocios en el siglo XVIII. Comprando cerdos, llamas, o algo así. Decía que llegó a la ciudad a altas horas de la noche, todas las posadas estaban llenas y tuvo que compartir habitación con un enfermo. Ese enfermo tenía fiebre. Se pasó toda la noche delirando y diciendo que él y unos cuantos más habían sacado un libro mágico de Egipto tiempo atrás y lo habían escondido. No paraba de decir: «Tengo que hacer el mapa… Tengo que dibujar el mapa».
—¿Y qué pasó luego? —preguntó el brujo.
Hugo Algernon se encogió de hombros.
—Nada. El resto de la carta hablaba de un cerdo que había comprado y de lo gordo que estaba y bla, bla, bla.
—¿Y dónde tuvo lugar ese encuentro?
—En Malpesa.
—Ah.
—¿Dónde está Malpesa? —preguntó Michael.
—Malpesa es una ciudad situada en el extremo meridional de Sudamérica —contestó el brujo—, en la costa de Tierra del Fuego. Primero fue un pueblo indio y luego se convirtió en un establecimiento comercial colonial, una escala para los barcos que iban del Atlántico al Pacífico. Cuando el mundo mágico se ocultó, Malpesa se marchó con él. —El anciano se volvió hacia Hugo Algernon—. Así pues, cuando leíste esa carta y comprendiste lo que significaba, ¿por qué te pusiste en contacto con Richard y no conmigo?
—¡Porque es imposible localizarte, pedazo de tonto! ¡Creí que Richard podría hacerlo! —exclamó—. Además, conocía la existencia de los niños —añadió, echándoles una ojeada a Michael y Emma; en ese momento pareció perder parte de su energía y su furia—. Richard me había dicho quiénes eran. Que eran los niños de la profecía, los tres que por fin reunirían los Libros y cumplirían su destino.
Michael notó que se le tensaba la espina dorsal. En Cascadas de Cambridge la condesa le había mencionado a Kate la profecía, aunque la bruja no dijo cuál era el verdadero destino de los Libros ni qué significaba para ellos tres.
Hugo Algernon siguió:
—Lo llamé por teléfono cuando volví a Estados Unidos. Al cabo de una semana, Richard se presentó en mi casa de New Haven acompañado de Clare. Era casi medianoche. Supe que algo iba mal. Él insistió en que le contase lo que había descubierto. Y eso hice.
—¿Eso cuándo fue?
—En Navidad. Hace diez años. Un día después de que supuestamente desapareciese su familia. —Hugo Algernon miró a Michael y a Emma—. Me imagino que fui la última persona que vio a vuestros padres.
Detrás de los niños la puerta se había abierto de golpe, pero nadie fue a cerrarla. Michael notó un viento frío contra la nuca. Emma apretaba el puño.
Michael consideró que Emma y él sabían más que nunca del destino de sus padres. Sin embargo, aún quedaban muchas preguntas pendientes de respuesta. ¿Habían llegado sus padres a la ciudad, Malpesa? ¿Habían encontrado el mapa? ¿Quiénes eran aquel hombre enfermo y sus camaradas? Y luego estaba el misterio del propio Libro. El doctor Pym había sacado el Atlas de Egipto. Michael recordaba que les había contado que lo mantuvo a salvo durante mil años antes de confiárselo a los enanos. Así pues, de los dos Libros restantes, ¿cuál era este? ¿Cuáles eran sus poderes? Por enésima vez, Michael deseó que Kate estuviese con ellos.
El brujo se levantó y cerró la puerta antes de regresar a la mesa.
—Hay más, ¿no es así? —dijo Pym.
Hugo Algernon se pasó los dedos sucios por la barba y luego asintió.
—No me enteré de que los hijos de Richard y Clare habían desaparecido hasta unos días después. Traté de ponerme en contacto contigo. Por supuesto, era inútil intentarlo.
—Cuéntenoslo todo —murmuró Emma.
—Hablé con algunos de los otros, entre ellos con Jean-Paul. No les dije nada. Solo que necesitaba hablar contigo sobre Richard y Clare. Puede que alguien me oyese. Puede que hubiese un traidor. No lo sé. —Mientras hablaba, el hombre clavaba las uñas en la madera de la mesa—. Una semana más tarde llamaron a mi puerta. Abrí sin pensar, y allí estaba él. Sonriendo. —Hugo Algernon levantó la cabeza y miró a los niños—. Si alguna vez veis a un hombre enorme y calvo, sin un solo pelo, corred. Corred y no paréis nunca.
—Era Rourke —dijo el brujo.
El hombre volvió a clavar las uñas en la mesa.
—Sí. Era Rourke.
—¿Qué pasó entonces?
—¿Quieres saber qué pasó entonces? ¿Quieres saber cuánto luché antes de traicionar a mis amigos? ¡Oh, desde luego que luché! Pero él era demasiado fuerte. Lo sentía dentro de mi cabeza. No paró de reírse en todo el rato. Me oí decirle que Richard y Clare habían ido a Malpesa. Desperté a la mañana siguiente y me di cuenta de que no solo había traicionado a mis amigos, sino que Rourke había roto algo en mi interior. Yo nunca había sido un gran mago, ambos lo sabemos, pero todo lo que pude tener había desaparecido. Salí de mi casa. Nunca llamé a nadie. Simplemente… desaparecí.
Y Michael comprendió de pronto por qué se había pasado aquel hombre diez años en una casita aislada en una montaña de Italia. No se escondía de Magnus el Siniestro. Se escondía de lo que había hecho, de sí mismo. Michael sintió por él una compasión extraña e intensa.
—¿Y cómo es que Rourke no ha encontrado el libro? —preguntó Pym—. Debe de tener la información que les diste a Richard y Clare.
Hugo Algernon negó con la cabeza.
—Les di un hechizo capaz de borrar de su memoria todo conocimiento del libro. Debieron de utilizarlo antes de ser atrapados. Debería haber tomado mejores precauciones conmigo mismo. En realidad, lo único que Rourke me sacó fue el nombre «Malpesa».
—¿No le hablaste del hombre enfermo, ni del mapa?
—En absoluto. Traicioné a mis amigos, pero enterré hondo el secreto del libro, en un lugar en el que ni siquiera él pudo encontrarlo.
—¡No debió contarle nada! —gritó Emma, golpeando la mesa con su pequeño puño—. ¡No debió decirle nada!
El hombre asintió y dijo:
—Tienes razón, niña. Llevo diez años pensándolo.
El doctor Algernon se levantó y se acercó a la chimenea. Sacó una piedra suelta, metió la mano en el hueco y retiró un paquete envuelto en un paño.
—Estas son mis notas originales. Las tengo escondidas para que las cabras no se las coman. Siempre supe que me encontrarías, tarde o temprano. —Le entregó el paquete al brujo—. Puede que se prepare una guerra, Stanislaus. Pero yo no te sirvo de nada. La magia me ha abandonado. —Luego se volvió hacia Michael y Emma—. Si encontráis a vuestro padre, decidle que lo siento. Decidle que Hugo Algernon es solo un viejo loco.
El doctor Pym se acercó a la puerta y encajó en la cerradura su ornamentada llave de oro. Le dio cuatro vueltas hacia la derecha y siete hacia la izquierda; se produjo un «clic», y el brujo abrió la puerta. La luz del sol inundó la casita. Michael y Emma se encontraron contemplando una vasta extensión de agua azul, con el sol a lo lejos. Pero solo el umbral estaba iluminado; las ventanas de la casita permanecían oscuras.
—Por aquí, niños.
Michael miró por última vez al Diablo de Castel del Monte. Estaba sentado a la mesa, acariciando a una cabrita que se había acercado a acurrucarse contra su pierna.
—Doctor Algernon… —dijo Michael. El hombre de pelo rebelde levantó la cabeza, y la luz del sol destinada a algún otro lugar del mundo reveló sus ojos por primera vez. Eran de color castaño oscuro y muy tristes—. Los encontraremos.
Se disponía a cruzar el umbral cuando el hombre dijo en voz baja:
—Espera un momento.
Hugo Algernon se acercó a la foto enmarcada que Michael había visto y retiró el soporte.
—Ten —dijo, poniendo la foto en las manos de Michael.
Michael miró a su padre, joven, sonriente y lleno de esperanza. Sacó La enciclopedia de los enanos y deslizó la foto entre sus páginas.
—Gracias.
El hombre asintió y desvió la mirada; Michael salió por la puerta.
Estaban en la cima de un acantilado. La puerta del doctor Algernon, ahora cerrada a sus espaldas, se había convertido en la puerta de una casa encalada de contraventanas rojas. Las jardineras de las ventanas rebosaban de flores, llenando el aire salobre de un dulce aroma. Michael miró el mar y el sol, que permanecía sobre el horizonte. ¿Era el amanecer o el ocaso?
—Doctor Pym…
—Estamos en Galicia. —El brujo deslizó la llave de oro en el bolsillo de la chaqueta—. Esta casa pertenece a un amigo mío. Él está de viaje, pero nosotros pasaremos la noche aquí y mañana viajaremos a Malpesa.
—¿Estará Kate allí? —preguntó Emma.
Michael vio que intentaba no parecer demasiado esperanzada, aunque de todos modos esperaba desesperadamente.
—Ya veremos, querida.
El doctor Pym le apoyó una mano en el hombro con gesto tierno y la condujo a la casa.
Los niños se sentaron a la mesa de la cocina mientras el doctor Pym preparaba unos vasos de leche caliente y los distraía con anécdotas sobre sus viajes, anécdotas que en otras circunstancias Michael habría anotado frenéticamente en su diario. En un momento dado, el doctor Pym encendió la lámpara que había encima de la mesa. Michael echó un vistazo por la ventana y vio que había anochecido. Cayó sobre él todo el agotamiento de una jornada alterada por la agotadora carrera con Kate en Baltimore antes de una tormenta. Le daba la sensación de tener la cabeza como un pedrusco; sus brazos y piernas pesaban toneladas. Sin embargo, tras tomar la leche y dejar los vasos en el escurreplatos, y después de que Emma abrazase al doctor Pym y subiese a acostarse, Michael se entretuvo en la cocina.
—¿Qué te inquieta, muchacho? —dijo el doctor Pym, llenando la pipa.
—¿Quién fue el hombre que le hizo daño al doctor Algernon? ¿Trabaja para Magnus el Siniestro?
—Se llama Declan Rourke, y, sí, es uno de los lugartenientes de Magnus el Siniestro; es más, el jefe de todos ellos. Un individuo muy peligroso y, en mi opinión, desequilibrado.
—¿Y cree que es él quien… se llevó a nuestros padres?
El doctor Pym encendió la pipa y el olor a almendra inundó la cocina.
—Eso me temo. Creo que siguieron las pistas del doctor Algernon y que en algún punto de su búsqueda los atrapó Rourke. —Sacudió la cabeza con gesto triste—. Richard y Clare creían que encontrar los Libros era el único modo de manteneros a salvo a tus hermanas y a ti. Todo lo demás era secundario, incluyendo su propia vida.
Michael asintió. Seguía sin hacer ademán alguno de subir las escaleras. Se dio cuenta de que se había enrollado la tira de la bolsa alrededor del dedo y de alguna forma había hecho un nudo, por lo que la punta se le estaba poniendo azul. Liberó el dedo de un tirón, y el color regresó despacio.
—¿Algo más, muchacho?
—¿Qué decía la carta que Kate le envió, la que le hizo venir a Baltimore?
—Había tenido varias veces el mismo sueño. Veía un orfanato atacado por las fuerzas de Magnus el Siniestro. Lo había reconocido; era uno en el que habíais vivido los tres. Ella sabía que no tardarían en encontraros. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que… tuve que prometerle que cuidaría de Emma. Fue como si ella supiera que no iba a estar aquí. Solo me preguntaba si habría dicho algo de eso.
—En realidad, lo hizo.
—¡¿Qué?!
—Hace varios meses me escribió contándome otro sueño que había tenido. En él, sostenías un libro que ella no reconoció. Emma estaba contigo, y los dos estabais rodeados de fuego.
—¿Y Kate no estaba allí?
El brujo negó con la cabeza. Michael seguía sin hacer ademán de marcharse. Empezó a juguetear de nuevo con la tira.
—Sé cuál es la pregunta que quieres hacerme realmente.
Michael alzó la vista.
—Quieres preguntarme por la profecía que ha mencionado el doctor Algernon, la que predijo que tres niños reunirían los Libros y cumplirían su destino. Lo cierto es que ignoro qué destino es ese.
—Pero podría adivinarlo, ¿no es así?
—Quizá. Sin embargo, no lo haré. Debes entender esto: la magia de los Libros no tiene igual. Es el poder de alterar la naturaleza misma de la existencia, de remodelar el mundo. Imagina ese poder en manos de un ser cuyo corazón solo esté lleno de odio e ira. Con semejante poder, Magnus el Siniestro tendría el dominio sobre toda criatura viviente. Por eso es tan importante nuestra búsqueda. Y por eso hay tanto que depende de vosotros.
Michael no dijo nada; le daba la sensación de que le estaban estrujando el pecho entre planchas de hierro.
—Pero Katherine creyó en ti, y yo también. Bueno, preveo que nos espera un día difícil, y necesitas dormir.
Para cuando Michael llegó arriba, Emma ya estaba en la cama y con la lámpara apagada. Tratando de no hacer ruido, el joven se movió a la luz de la luna.
Emma le habló desde la oscuridad:
—¿Michael?
—¿Sí?
—¿De verdad crees que Kate nos espera en el futuro?
Michael inspiró y se preguntó qué querría Kate que dijese.
—Sí —mintió—. Lo creo.
—Yo también.
El muchacho se quitó los zapatos y se metió en la cama. Dejó su bolsa en el suelo. La ventana estaba abierta, y pudo oír el sonido lejano del mar que golpeaba las rocas.
—¿Michael?
—¿Sí?
—No me dejes, ¿vale?
—Claro que no.
Poco después, Michael comprendió que su hermana se había dormido. Aunque estaba agotado, permaneció en vela hasta bien entrada la noche, contemplando el avance de la luna encima del agua, pensando en sus padres y en su desaparición, pensando en Kate, perdida en algún punto del tiempo, pensando, una y otra vez, que ahora todo dependía de él.
«Kate —pensó—, ¿dónde estás?».