—Aquí estamos.
Apretaron el paso y entraron en un estrecho callejón. Caminaron hasta una plaza vacía entre muros de piedra medio derrumbados. A sus espaldas, el callejón acababa en un alto muro de piedra, en cuyo centro se hallaba la puerta de madera por la que habían entrado. Alzando la vista por encima del muro, Michael vio un olivar que ascendía colina arriba. El cielo era de un azul perfecto e intenso, y el aire era cálido y seco. Reinaba el silencio. Michael echó un vistazo a su hermana; Emma observaba su nuevo entorno y parecía sana y salva. Ya era algo.
Michael se volvió hacia el hombre que se encontraba junto a él y su hermana.
Era alto y delgado. Tenía el pelo blanco y rebelde, y llevaba un traje de tweed bastante raído y una corbata de color gris oscuro que daba la impresión de acabar de salvarse de un incendio. Una vieja pipa asomaba del bolsillo de su chaqueta. El hombre llevaba unas torcidas gafas de carey llenas de parches. Era justo como lo recordaba Michael.
Después de enderezar sus propias gafas, Michael tosió y le tendió la mano.
—Muchas gracias, señor. Nos ha salvado la vida.
El doctor Stanislaus Pym tomó la mano que le ofrecía el muchacho y se la estrechó.
—Por supuesto —dijo el brujo—. No hay de qué.
Cuando el chirrido cruzó la puerta del despacho de la señorita Crumley, Michael notó que una mano se apoyaba en su hombro y volvió la cabeza, creyendo que otro de los morum cadi se había situado sigilosamente detrás de ellos y que había llegado el final. Pero la mano de su hombro, como la mano del hombro de Emma, no pertenecía a un chirrido. Para su asombro, Michael había visto al brujo, Stanislaus Pym, inclinándose hacia ellos desde el armario y, antes de que Michael pudiese pronunciar una palabra, el hombre les había metido a su hermana y a él dentro y había cerrado la puerta. Michael se había encontrado a oscuras, aplastado entre el lateral del armario y el codo del brujo. Sus fosas nasales percibieron el olor del tabaco del doctor Pym y el tufo húmedo de col procedente de los zapatos de la señorita Crumley. Fuera, en el despacho, se oyó al chirrido tirar sillas mientras saltaba hacia ellos; luego el doctor Pym murmuró: «Una vuelta más», se produjo un fuerte «clic» y, justo cuando Michael estaba seguro de que una espada iba a atravesar la pared del armario haciéndola astillas, el doctor Pym abrió la puerta. Tanto el chirrido como el despacho de la señorita Crumley habían desaparecido, sustituidos por paredes de piedra, cielo azul y silencio.
—¡¿Queréis dejar de estrecharos la mano?! —gritó Emma—. ¿Qué os pasa?
Michael soltó la mano del brujo.
—Solo pretendía ser cortés.
—¡Doctor Pym! —La voz de Emma era fuerte y desesperada—. ¡Tiene que volver! ¡Tiene que encontrar a Kate! Porque ella…
—Ha utilizado el Atlas. Lo sé. Contadme exactamente lo que ha ocurrido.
Tan deprisa como pudieron, Michael y Emma le hablaron de la tormenta y le explicaron que se habían quedado atrapados en la torre, que el chirrido había agarrado a Kate, que tanto Kate como la criatura habían desaparecido…
—Supongo que habrá intentado llevárselo al pasado —le aclaró Michael.
Debido a su repentina marcha de Cascadas de Cambridge ocho meses atrás, el brujo no tenía ni idea de ciertos acontecimientos, y Michael le contó que la condesa había vuelto a aparecer en Nochebuena y que Kate había descubierto que podía utilizar el Atlas sin ninguna fotografía, que se había llevado a la bruja al pasado y la había abandonado.
—Estoy seguro de que ha hecho lo mismo con el chirrido —dijo Michael—. Pero no ha vuelto.
—¡Tiene que encontrarla! —gritó Emma—. ¡Dese prisa!
—Sí, por supuesto —dijo el brujo—. Escuchad, si seguís en línea recta, al otro lado de la plaza encontraréis un café. Esperadme allí.
—Escuche, doctor Pym —tuvo que preguntar Michael—, ¿dónde estamos?
—En Italia —fue la respuesta.
Dicho esto, el brujo se volvió y se dirigió a la puerta de madera por la que habían entrado. Michael estaba confuso. ¿Dónde estaba el armario de la señorita Crumley? ¿Cómo podían estar de pronto en Italia? ¿Adónde iba el doctor Pym? Entonces vio que el brujo se sacaba del bolsillo una ornamentada llave de oro, la deslizaba en la cerradura, pasaba al otro lado del muro y cerraba la puerta tras sí. Se produjo el mismo «clic». Lleno de curiosidad, Michael se acercó, escuchó un momento y luego abrió la puerta.
Una cabra le devolvió la mirada.
—La encontrará —le aseguró Emma, que no se había movido de donde estaba y que se rodeaba el cuerpo con los brazos como si pudiese venirse abajo en cualquier momento—. El doctor Pym la encontrará.
Michael no dijo nada.
Juntos, los dos hermanos fueron caminando en silencio por el callejón. Cuando llegaron a la plaza, Michael vio que estaban en la ladera de una montaña y que el pueblo era muy pequeño. A la izquierda se divisaba una iglesia. Un perro blanco pasó corriendo. Al otro lado de la plaza se hallaba el café. Había un toldo rojo y dos mesas vacías delante del local.
Una cortina de cuentas de colores colgaba en el hueco de la puerta, y al atravesarla los niños pasaron a una estancia embaldosada y bien iluminada con ásperas paredes de roca, como si fuese el interior de una cueva. Ocupaban la mitad del café hombres y mujeres mayores. Una mujer con el pelo cano recogido en un moño, más menuda que Michael y Emma, con un vestido verde descolorido bajo un delantal blanco, se movía como un mosquito, zumbando de un lado para otro, dejando botellas de vino y agua y recogiendo platos. Al ver a los niños, los condujo a una mesa hablando deprisa en italiano y, sin que ellos pidieran nada, les trajo dos vasos y una botella de limonada con gas.
—Todo saldrá bien —comentó Michael—. Se trata de Kate, ¿te acuerdas?
Emma no respondió. Tenía el rostro tenso de preocupación. Pero cogió la mano de Michael.
Los niños se pasaron casi una hora allí sentados. Ante ellos, la limonada burbujeaba despacio. Grupos de hombres y mujeres entraban en el café. Los hombres, delgados y duros, llevaban trajes oscuros y antiguos, camisas blancas y viejos sombreros negros. Daban la impresión de haber pasado en el exterior toda su vida. Por su parte, las mujeres tenían el pelo castaño y los ojos oscuros. Sus manos gastadas y bastas revelaban lo mucho que habían trabajado. La mujer diminuta del delantal los intimidaba a todos. Los empujaba a las sillas. Les traía comida y vino que no habían pedido. Y Michael vio que a los clientes les encantaba; cuanto más los intimidaba la mujer diminuta, más risas y conversaciones llenaban el café.
Michael pensó que aquel era un buen lugar, un refugio, y entendió por qué los había enviado allí el brujo.
De pronto Emma se puso en pie de un salto. Cuando Michael se volvió, vio al doctor Pym atravesando la cortina de cuentas de la puerta.
Michael notó que el corazón se le encogía en el pecho. El brujo iba solo.
El doctor Pym se sentó en una silla.
—Bueno, os aliviará saber que los morum cadi han abandonado el orfanato, y que ni la señorita Crumley ni los otros niños han resultado heridos.
—¡¿Y?! —gritó Emma—. ¿Dónde está Kate? ¡Usted ha dicho que la encontraría!
Alrededor de ellos las conversaciones se detuvieron; los hombres y mujeres los miraron.
El brujo suspiró.
—No la he encontrado. Lo siento.
Michael se agarró a la pata de madera de la mesa e inspiró varias veces, hondo y despacio.
—¡Pues puede que no la haya buscado bastante! —La voz de Emma era el único sonido del café—. ¡Puede que no esté en el orfanato! ¡Tiene que seguir buscándola! ¡Iremos con usted! ¡Vamos!
Empezó a tirar del brujo para obligarlo a levantarse.
—Emma —respondió el anciano en voz baja y serena—, Katherine no ha regresado al presente. Ni a Baltimore ni a ningún otro sitio…
—Usted no lo sabe…
—Sí que lo sé. Por favor, siéntate. Estás llamando la atención.
Emma le soltó el brazo a regañadientes y se dejó caer sobre la silla. En las demás mesas se reanudó la conversación. La mujer diminuta se acercó deprisa, puso un vaso de vino tinto delante del brujo y salió disparada.
—Debemos estudiar la situación desde un punto de vista lógico. —El doctor Pym siguió hablando en voz baja—. Supongamos que Katherine ha utilizado realmente el Atlas para viajar al pasado y deshacerse de esa criatura asquerosa. ¿Por qué no ha regresado de inmediato? Tal vez algo o alguien se lo haya impedido…
Emma golpeó la mesa con el puño.
—¡Pues tenemos que ayudarla! ¡Eso es lo que yo digo! ¡Tenemos que hacer algo!
—Ella tiene razón —continuó Michael—. Hay que idear un plan. Hay que…
—Ambos debéis entender que, si vuestra hermana está atrapada en el pasado, no hay nada que vosotros, yo o ningún otro pueda hacer al respecto —interrumpió el brujo, echándose hacia delante—. Está fuera de nuestro alcance. Es así, y debéis aceptarlo.
Michael y Emma fueron a protestar, pero no dijeron nada. La declaración dura y rotunda del brujo, y la forma fría y precisa en que la había emitido, los había dejado sin habla.
—Sin embargo —añadió el doctor Pym, adoptando de nuevo su aire normal de abuelo—, no creo que sea eso lo que ha ocurrido. Vuestra hermana es una de las personas más extraordinarias que he conocido jamás, y eso es mucho decir, teniendo en cuenta el tiempo que he vivido. Sean cuales sean los obstáculos, si hay una forma de que regrese con vosotros, la encontrará.
—Si es así, ¿por qué no lo ha hecho? —preguntó Emma con lágrimas en los ojos y las manos entrelazadas para evitar que le temblasen.
El brujo sonrió.
—Querida, ¿quién dice que no lo ha hecho?
—¡Usted! Acaba de decir…
—¡Ajá! —exclamó Michael.
Tanto el doctor Pym como Emma lo miraron.
—¿Sabes lo que voy a decir? —preguntó el brujo.
—No del todo —admitió Michael—, pero me ha parecido… Lo siento.
—Permitidme que os explique la naturaleza del tiempo. —El anciano metió el dedo en su vaso de vino y aplicó una serie de manchitas de color rojo sobre la mesa—. No debéis imaginaros que el tiempo es un camino que se extiende ante nosotros. Lo cierto es que todo el tiempo, pasado, presente y futuro, existe ya. Supongamos que estamos aquí… —Señaló un punto en mitad de la línea—. Vuestra hermana estaba aquí, en el pasado; entonces ha decidido saltar por encima de nosotros y aterrizar aquí, en el futuro. —Avanzó con el dedo a lo largo de la línea—. En ese caso, solo tenemos que ir hacia delante, y al final nos encontraremos con ella.
—¿Quiere decir que puede estar aquí mañana? —dijo Michael.
—Mañana, pasado mañana, la semana que viene… No hay manera de saber cuándo.
—Pero ¿por qué iba a hacer eso? —quiso saber Emma—. ¿Por qué no iba a volver enseguida?
El anciano se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Tendremos que preguntárselo cuando la veamos. Hasta entonces, debemos continuar con nuestro propio trabajo. Es lo que ella querría.
Michael vio que Emma asentía. El brujo les había ofrecido una pizca de esperanza, y ella la había agarrado con ambas manos. Por su parte, Michael se esforzó por convencerse de que Kate los esperaba en algún punto del futuro; ansiaba creerlo. Pero ¿y si el doctor Pym se equivocaba? ¿Y si no volvían a ver a Kate nunca más? De pronto vio la vida extendida ante ellos, una vida sin su hermana, y el camino era oscuro.
Dio un sorbo de su limonada y dejó el vaso encima de la mesa. La bebida se había quedado sin gas.
El doctor Pym consultó su reloj y sugirió que pidiesen la cena. Habló en italiano con la mujer bajita (la signora, la llamó) mientras Emma recorría el restaurante con la mirada diciendo:
—¡Mira cómo comen! ¿Qué es lo que está cenando ese calvo de allí?
Michael pensó que el cambio que había experimentado su hermana era asombroso. Emma había abrazado sin reservas la teoría del brujo, dando por supuesto que Kate había viajado al futuro y que solo tenían que seguir adelante para reunirse con ella. Había descartado cualquier otra posibilidad.
«Qué bonito es ser joven», pensó Michael, y dio un suspiro cansado.
Cuando empezó a llegar la comida, pasta con salchichas y guisantes, una ensalada de tomates rojos y amarillos cubierta con trozos de suave queso blanco y tiras verdes de albahaca, y una pizza cargada de ajo, cebolla y un pescado diminuto que Emma extrajo y puso en el plato de su hermano, Michael hizo lo posible para mostrar que comía, pero cada bocado le suponía un esfuerzo.
—Bueno —empezó el brujo, enrollando su pizza como si fuese un taco—, quiero disculparme por no haber podido contestar vuestras cartas. Tened la seguridad de que las recibí. Sin embargo, ahora estamos juntos, y quiero oír todos los detalles de vuestra vida desde Navidad, todo lo que no me contasteis en vuestras cartas. Soy todo oídos.
Los niños manifestaron que antes debía responder él sus preguntas, pero el brujo insistió. Al final cedieron y le hablaron de lo espantosa que era la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe, de lo espantosa que era la señorita Crumley, de la colonia de gatos salvajes que había ido disminuyendo durante el verano y del misterioso estofado de carne que servía la cocinera, de la semana de julio en la que se estropearon las duchas y la gente que vivía a una manzana de distancia se quejó del olor; una anécdota llevó a otra y, cuando acabaron, Michael comprobó que tenía el cuello y los hombros menos tensos, que se había comido dos platos de pasta y que las cosas no parecían tan negras como antes, y comprendió que eso era lo que pretendía el brujo.
—Es terrible —dijo el doctor Pym—. Ahora, supongo que debéis de tener unas cuantas preguntas para mí.
—Pues sí —dijo Emma, al tiempo que iba masticando un trozo de salchicha—. ¿Dónde ha estado usted durante todo este tiempo? ¿Dónde está Gabriel? ¿Por qué se marchó de repente en Navidad? ¿Quién es ese estúpido Magnus el Siniestro? ¿Y dónde tiene a nuestros padres?
—¿Y qué hacemos aquí? —añadió Michael.
—¡Madre mía, menuda avalancha! Pero contestaré primero la última pregunta. ¡Vaya, vaya!
El brujo estaba mordiendo un pastel, y un gran trozo de nata aterrizó en su corbata. Miró a su alrededor en busca de su servilleta, que estaba justo delante de él, y, al no verla, se limpió la nata con el dedo, que después se metió en la boca.
—Bueno, estamos aquí, en el encantador pueblo de Castel del Monte, para ver a un hombre. Resulta que me dirigía aquí cuando he recibido una carta de vuestra hermana…
—¡La que ha enviado hoy! —dijo Michael—. ¿Qué decía?
—Luego os lo cuento. La cuestión es que decidí pasar por Baltimore y después, una vez que os tuve conmigo, me pareció más fácil llevaros. En cuanto al paradero de Gabriel, está cumpliendo una misión para mí, la misma misión, podría decirse, que nos obligó a los dos a marcharnos de forma tan repentina en Navidad. Prefiero no entrar en detalles por el momento.
—¡Vaya, qué sorpresa! —dijo Emma—. Oiga, ¿podemos comernos otro de esos pasteles de nata? Porque usted se ha quedado con la mejor parte de ese.
Antes de que el doctor Pym tuviera tiempo de pedirlo, la signora puso un pastel delante de Emma.
—¿Sabe dónde están prisioneros nuestros padres? —dijo Michael.
—No —contestó el brujo—. Me temo que no lo sé.
Una vez más, el ambiente se tornó sombrío. Ninguno de ellos habló. El silencio fue roto por fin cuando empezó a sonar una campana en la plaza. El doctor Pym dio una palmada.
—Esa es nuestra señal. Las demás preguntas tendrán que esperar.
Llamó a la pequeña signora y le habló en italiano. Michael aprovechó el momento para rebuscar en su bolsa. Llevaba La enciclopedia de los enanos, la medalla del rey Robbie que lo proclamaba Real Protector de las Tradiciones y la Historia de los Enanos, su diario, bolígrafos y lápices, una navaja, una brújula, una cámara de fotos y pegamento. Siempre procuraba mantener su bolsa bien provista por si se producía una emergencia, y sintió una cálida satisfacción al verlo todo en su sitio.
De pronto se oyó un gran estruendo. Michael alzó la vista y vio que a la mujer se le había caído una fuente, salpicando de espaguetis y salsa de tomate el suelo embaldosado. La signora indicó con un gesto a Michael y Emma y soltó una retahíla en italiano. Parecía implorar al brujo. El doctor Pym respondió y la mujer se santiguó varias veces a toda prisa. En el restaurante se hizo el silencio.
—¿Qué está pasando? —susurró Emma.
Michael sacudió la cabeza; no tenía la menor idea.
—Niños —dijo el doctor Pym mientras colocaba varios billetes encima de la mesa—, deberíamos marcharnos.
Todas las miradas los siguieron mientras salían del restaurante. En la plaza estaban solos salvo por el perro blanco de antes, e incluso este parecía observarlos con recelo. El sol del ocaso bañaba el horizonte en un suave resplandor ambarino.
—Por aquí —dijo el doctor Pym, y echó a andar a buen paso por la calle principal.
El pueblo se acababa al cabo de escasos cien metros, y el doctor Pym subió colina arriba, llevando a los niños a cruzar una puerta y entrar en un olivar. El terreno era seco, rocoso y empinado.
—Doctor Pym —resopló Emma—, ¿qué ha ocurrido allí? ¿Qué está pasando?
—Os he explicado que estábamos aquí para ver a un hombre, pero lo que no os he contado es que llevaba casi diez años buscándolo. Hace poco que su pista me ha traído por fin a este pueblo. Me habéis oído preguntarle a la signora cómo encontrar su casa.
—¿Eso es todo? ¿Por eso se le ha caído la fuente?
—Sí. Al parecer, los habitantes del pueblo lo consideran una especie de diablo. O, tal vez, el Diablo propiamente dicho. La signora se ha puesto un poco nerviosa.
—¿Es peligroso? —preguntó Michael. Luego añadió—: Porque ahora soy el mayor, y la seguridad de Emma es responsabilidad mía.
—¡Oh, por favor! —gimió Emma.
—Yo no diría que es peligroso —dijo el brujo—. Al menos, no mucho.
Siguieron caminando por un sendero estrecho y tortuoso. Oyeron unas cabras que balaban a lo lejos; los cencerros que llevaban al cuello producían un sordo sonido metálico en medio del aire sin viento. Tallos de hierba seca arañaban los tobillos de los niños. La luz menguaba, y Michael no tardó en dejar de ver la torre que quedaba a sus espaldas. El sendero acababa en un muro de roca mal conservado. En él habían pegado un trozo de madera en el que se leía un mensaje garabateado con pintura negra.
—¿Qué dice? —preguntó Emma.
El brujo se inclinó hacia delante para traducir:
—Dice: «Apreciado anormal». ¡Jesús, vaya comienzo! «Estás a punto de entrar en una propiedad privada. Los intrusos recibirán un tiro y serán ahorcados y apaleados, después de lo cual se les asará el hígado». ¡Madre mía! Esto es repugnante, y sigue durante un buen rato… —Saltó al final—. «Así que vuélvete ahora mismo por donde has venido, pedazo de idiota. Atentamente, el Diablo de Castel del Monte». —El doctor Pym se enderezó—. No es muy alentador, ¿verdad? Vamos allá.
Y trepó por el muro.
Michael se planteó la posibilidad de preguntar si no sería más sensato llamar al propietario, pero Emma ya estaba saltando al otro lado y él se apresuró a seguirla. No habían recorrido ni diez metros cuando se oyó un disparo y algo pasó como una exhalación entre las ramas, por encima de su cabeza. Michael y Emma se echaron al suelo.
—¿Sabéis? —El doctor Pym había dejado de andar, aunque permanecía de pie—, creo que nos acaba de disparar.
—¿De verdad? —dijo Emma, que seguía tendida en el suelo junto a Michael—. ¿Usted cree?
Otro disparo, y voló por los aires un trozo de corteza de un árbol cercano.
Una voz gritó algo en italiano.
—¡Oh, en serio! —dijo el doctor Pym—. Esto es ridículo. —Y gritó colina arriba—: ¡Hugo! ¿Quieres dejar de dispararnos? ¡Resulta sumamente irritante!
Se hizo un silencio prolongado.
Luego la voz preguntó, esta vez en inglés:
—¿Quién es?
Con la cabeza gacha, Michael atisbó pendiente arriba. Había una casita de piedra apenas visible entre los árboles, pero no vio dónde estaba escondido el hombre.
—¡Soy Stanislaus Pym, Hugo! ¡Me gustaría hablar contigo!
Se oyó una áspera carcajada.
—¿Pym? ¡Tonto del bote! ¿No has leído el cartel? ¡A los intrusos se les disparará! ¡Ahora da media vuelta y mueve ese culo renqueante montaña abajo antes de que le haga un favor al mundo y te fulmine con una bala esa papilla a la que llamas cerebro! ¡Ja!
—¡Hugo! —exclamó el brujo en el tono que habría utilizado para hablar con un niño revoltoso—. ¿Crees de verdad que he viajado hasta aquí solo para volver a marcharme? ¡Voy a subir!
A Michael le pareció oír que aquel hombre refunfuñaba en tono airado.
—¡Hugo!
Se oyó un bramido de rabia, y luego:
—Sube pues, ¡¿por qué no?! Siempre supe que el respeto por la propiedad privada no estaba al alcance de tu limitada capacidad mental.
Se oyó algo parecido al ruido que haría alguien asestándole una furiosa patada a un árbol.
El doctor Pym miró a los niños.
—Ya podemos subir.
—¿Está seguro? —preguntó Michael.
—Puede que usted deba ir primero —dijo Emma.
—No pasa nada. Confiad en mí.
Los niños se levantaron y se sacudieron la tierra de los brazos y las piernas. Faltaban otros cincuenta metros para llegar a la casita, pero el hombre no apareció hasta que estaban a tres metros de la puerta, momento en el que salió de pronto de detrás de un carro volcado. Su aspecto era chocante en todos los sentidos. Era bajo y robusto, y tenía la cara ancha. Su ropa parecía muy gastada y sucia. Su barba y su pelo, enmarañados y negros, llevaban bastante tiempo sin cortarse. Unas espesas cejas ocultaban sus ojos, pero el mensaje que había en ellos estaba muy claro: aquel hombre estaba dispuesto a luchar contra el mundo. Blandía un rifle con la mano izquierda.
—Stanislaus Pym —dijo el hombre con desprecio—. ¿Será mi día de suerte? Me extraña que solo hayas tardado diez años en encontrarme. Deben de haberte ayudado.
—No debiste desaparecer, Hugo. Complicaste mucho las cosas.
—¡Y tú deberías tratar de no ser un forúnculo tan grande y pomposo! Pero el mundo no es un lugar perfecto.
Luego se volvió y cruzó la puerta de la casita. El doctor Pym y Emma lo siguieron. La niña se tapó la nariz enseguida para protegerse del olor. Michael entró el último y se detuvo nada más atravesar el umbral. A su lado había un viejo baúl de madera, y sobre el baúl había una fotografía enmarcada en blanco y negro. En ella aparecían dos hombres de larga túnica negra, de pie delante de un edificio de piedra. El más alto de los hombres era también el más joven, con una docena de años de diferencia, y sostenía lo que parecía un diploma enrollado. Llevaba gafas con montura de alambre, y su mano descansaba sobre el hombro del segundo hombre, que era bajo y fornido y tenía el pelo negro y rebelde. Este último era el Diablo de Castel del Monte.
Justo entonces apareció el auténtico Diablo de Castel del Monte y puso boca abajo la fotografía dando un golpetazo.
—Nada de fisgonear —farfulló.
Michael se quedó allí unos segundos más, esperando a que el corazón dejase de aporrearle el pecho. No tenía la menor idea de por qué los había llevado allí el brujo, ni de quién era el hombre moreno. Sin embargo, estaba seguro de una cosa: el joven alto de la foto era su padre.