1. La carta del árbol

Cuando Kate terminó de escribir la carta, la metió en un sobre y la dejó caer en el tronco hueco de un viejo árbol.

«Vendrá», se dijo.

En la carta le contaba su sueño, el que la despertaba todas las noches desde hacía una semana. Una y otra vez se quedaba tumbada a oscuras, empapada en sudor, a la espera de que se calmasen los latidos de su corazón, aliviada al saber que Emma, tendida junto a ella, no se había despertado, aliviada al saber que solo había sido un sueño.

Pero sabía que no era solo un sueño.

«Vendrá —se repitió Kate—. Vendrá tan pronto como lea mi carta».

Hacía un día caluroso y húmedo. Kate llevaba un vestido ligero de verano y un par de sandalias de cuero cubiertas de parches. Aunque se había recogido el pelo en una cola de caballo, unos cuantos mechones sueltos se le pegaban al rostro y al cuello. Contaba quince años y estaba más alta que un año atrás. Por lo demás, su apariencia no había cambiado demasiado. Con su pelo rubio oscuro y sus ojos castaños, todo aquel que la veía seguía considerándola una chica muy guapa. Sin embargo, no hacía falta mirarla de cerca para distinguir su entrecejo fruncido en un gesto de preocupación, la tensión que anidaba en sus brazos y hombros o sus uñas mordidas hasta provocarse heridas.

En ese aspecto, nada había cambiado.

Con expresión ausente y sin moverse del lugar que ocupaba junto a aquel árbol, Kate se llevó la mano al relicario de oro que le colgaba del cuello.

Más de diez años atrás, Kate y sus hermanos menores se habían visto separados de sus padres. Habían crecido en un sinfín de orfanatos; algunos eran agradables y limpios y estaban dirigidos por hombres y mujeres simpáticos, pero la mayoría no lo eran tanto, y los adultos que los dirigían no se mostraban tan simpáticos. Nadie les había explicado a los niños por qué los habían abandonado sus progenitores ni cuándo volverían. No obstante, ellos nunca habían puesto en duda que sus padres acabarían regresando un día u otro y que todos serían de nuevo una familia.

Kate se había encargado de cuidar de sus hermanos. Lo prometió la noche en que su madre entró en su habitación, aquella Nochebuena de tanto tiempo atrás. Recordaba muy bien la escena: su madre se inclinó sobre ella y le abrochó el relicario de oro en torno al pequeño cuello mientras Kate prometía proteger a Michael y Emma y mantenerlos a salvo.

Y año tras año, orfanato tras orfanato, incluso cuando tuvieron que enfrentarse con unos peligros y unos enemigos que los niños jamás habrían podido imaginar, Kate había cumplido su palabra en todo momento.

Sin embargo, si el doctor Pym no acudía, ¿cómo los protegería ahora?

«Pero vendrá —se dijo—. No nos ha abandonado».

«Si eso es cierto —insinuó una voz en su cabeza—, ¿por qué os envió aquí?».

Sin poder evitarlo, Kate se volvió y miró colina abajo. Allí, visibles a través de los árboles, se hallaban las paredes y torres de ladrillo medio derrumbadas de la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe.

En su defensa, hay que decir que solo cuando Kate se sentía frustrada o cansada cuestionaba la decisión del doctor Pym de enviarlos a los tres de regreso a Baltimore. Sabía que en realidad no los había abandonado. No obstante, de todos los orfanatos en que habían vivido los niños a lo largo de los años, uno de los cuales era prácticamente una planta de tratamiento de aguas residuales, mientras que otro emitía gemidos y parecía incendiarse a todas horas, la Casa de Acogida para Huérfanos Incorregibles y Desahuciados Edgar Allan Poe era el peor. Las habitaciones resultaban gélidas en invierno y sofocantes en verano; el agua era marrón y arrastraba trozos de materia sólida; los suelos estaban siempre encharcados y enfangados; los techos goteaban; bandas enfrentadas de gatos salvajes habitaban el edificio…

Y por si eso no fuese suficiente, estaba la señorita Crumley, la directora del orfanato, con su cuerpo achaparrado, que odiaba a Kate y a sus hermanos. La señorita Crumley creía haberse librado definitivamente de los niños en la última Navidad, y no se mostró demasiado complacida al verlos aparecer en su puerta una semana más tarde, llevando una nota del doctor Pym que decía que el orfanato de Cascadas de Cambridge había sido clausurado por culpa de una «infestación de tortugas». En la nota se preguntaba si a la señorita Crumley le importaría cuidar de los niños hasta que el problema quedase resuelto.

A la señorita Crumley le importaba, por supuesto. Pero, cuando trató de telefonear al doctor Pym para informarle que no podía aceptar a los niños de ningún modo y que los devolvería en el siguiente tren, se encontró con que toda la información que el doctor Pym le había dado (número de teléfono del orfanato, dirección e instrucciones, testimonios de niños felices y bien alimentados) había desaparecido de sus archivos. Además, la compañía telefónica no tenía registrado ningún número a ese nombre. Por más que buscó, la señorita Crumley no pudo encontrar prueba alguna de la existencia real de Cascadas de Cambridge. Al final tuvo que rendirse. Sin embargo, les hizo saber a los niños que no eran bienvenidos, y aprovechaba cualquier ocasión para acorralarlos en los pasillos o en la cafetería y acribillarlos a preguntas mientras les clavaba su dedo regordete.

—¿Dónde está Cascadas de Cambridge? —Golpe—. ¿Por qué no lo encuentro en el mapa? —Golpe—. ¿Quién es ese doctor Pym? —Golpe, golpe—. ¿Es médico de verdad? —Golpe, golpe, golpe—. ¿Qué pasó allí? ¡Di! ¡Aquí hay gato encerrado! —Pellizco.

Frustrada por el tercer tirón de pelo que sufría en una semana, Emma había sugerido que le contasen a la señorita Crumley la verdad: que el doctor Stanislaus Pym era un brujo, que si la señorita Crumley no encontraba Cascadas de Cambridge en el mapa era porque formaba parte del mundo mágico y por lo tanto permanecía oculta para los seres humanos normales (o en su caso, anormales), que los tres habían descubierto allí un viejo libro encuadernado en piel verde que les había permitido moverse a través del tiempo, que habían encontrado enanos y monstruos, luchado contra una bruja malvada y salvado una población entera, y que, se mirase por donde se mirase, eran unos héroes. Incluso Michael.

—Muchas gracias —había contestado Michael con tono sarcástico.

—No hay de qué.

—De todos modos, no podemos decirle eso. Creerá que estamos locos.

—¿Y qué? —había respondido Emma—. Preferiría estar en un manicomio que seguir en este sitio.

Sin embargo, al final, Kate los había obligado a ser fieles a su historia. Cascadas de Cambridge era un sitio normal y corriente. El doctor Pym era un hombre normal y corriente, y no había ocurrido nada que se saliese de lo habitual.

—Tenemos que confiar en el doctor Pym.

Al fin y al cabo, reflexionó Kate, ¿qué otra posibilidad les quedaba?

Tenues compases musicales flotaban colina arriba, recordándole a Kate que era el día en que la señorita Crumley celebraba su fiesta. A través de los árboles miró la gran carpa amarilla que habían levantado en el césped del orfanato. Todos y cada uno de los huérfanos se habían pasado las dos últimas semanas trabajando sin cesar, arrancando malas hierbas, cubriendo el césped con mantillo, limpiando ventanas, podando setos, acarreando basura y recogiendo los cadáveres de los animales que se habían arrastrado hasta el orfanato para morir allí, y todo para preparar una fiesta a la que ni siquiera estaban invitados.

—¡Y que no os vaya a pillar espiando a mis invitados por las ventanas! —les había advertido la señorita Crumley a los niños, reunidos durante el desayuno—. Al señor Hartwell Weeks no le apetece nada de nada ver vuestras sucias caras apretadas contra el cristal.

El señor Hartwell Weeks era el presidente de la Sociedad Histórica de Maryland, y la fiesta se celebraba en su honor. La sociedad organizaba un recorrido turístico semanal en autobús por los «edificios históricamente significativos» de la zona de Baltimore y, como la Casa de Acogida fue un arsenal en alguna guerra remota, la señorita Crumley estaba decidida a conseguir su inclusión en la lista. Ella sabía de buena tinta que en tal caso podría cobrar diez dólares por cabeza a grupos de incautos turistas por el privilegio de pasear por los terrenos del orfanato.

—Y si alguno de vosotros estropea la fiesta —había añadido, procurando fulminar con la mirada a Kate y a sus hermanos al decirlo—, bueno, no paro de recibir llamadas telefónicas de gente que necesita niños para llevar a cabo experimentos científicos peligrosos, la clase de cosas en las que no quieren desperdiciar a un buen perro. ¡Siempre podría sugerir unos cuantos nombres!

Empezaron a llegar los invitados, y Kate contempló cómo doblaban la esquina del orfanato hombres de chaqueta azul y pantalón blanco y mujeres vestidas de color crema y tonos pastel, que se dirigieron a toda prisa hacia la sombra de la carpa. En realidad, solo miraba a medias. Una vez más, estaba pensando en su sueño. Oía los gritos, veía las criaturas de ojos amarillentos que atravesaban airadamente la niebla y oía la voz del hombre pronunciando su nombre y el de sus hermanos. Ojalá supiera si los acontecimientos que aparecían en su sueño habían sucedido ya o si estaban a punto de suceder. ¿De cuánto tiempo disponían sus hermanos y ella?

Realmente confiaba en el doctor Pym, pero estaba bastante asustada.

—¡Vaya, ha vuelto a hacerlo!

Kate se volvió y vio a su hermano, Michael, que subía la cuesta resoplando, sudoroso y con el rostro enrojecido. Las gafas se le habían deslizado hasta la punta de la nariz. El chico llevaba colgada delante del pecho una andrajosa bolsa de lona que le descansaba en la cadera.

Kate se obligó a sonreír.

—¿Qué es lo que ha vuelto a hacer?

—Meterse en líos —dijo Michael con fingida exasperación—. La señorita Crumley la ha pillado tratando de robar un helado que era para la fiesta. He creído que iba a darle un infarto. Me refiero a la señorita Crumley, no a Emma.

—Vale.

—¿Eso es todo? ¿Es que no te enfadas? —Michael se colocó bien las gafas y frunció el entrecejo—. Kate, ya sabes que el doctor Pym nos envió aquí para que nos escondiésemos. ¿Cómo no vamos a llamar la atención si Emma no para de meterse en líos?

Kate soltó un suspiro. Ya habían tenido esa conversación otras veces.

—Debe aprender a comportarse de forma más responsable —siguió Michael—. A utilizar la cabeza. Creo que yo no era tan despreocupado a su edad.

Había pronunciado la frase como si se refiriese a una lejana era del pasado.

—Está bien —dijo Kate—. Hablaré con ella.

Michael asintió en señal de aprobación.

—Confiaba en que dijeras eso. Tengo la cita perfecta. Tal vez puedas incluirla. Un momento…

El chico metió la mano en su bolsa, y Kate supo sin necesidad de mirar que sacaría La enciclopedia de los enanos. Del mismo modo que ella se aferraba a su relicario, Michael apreciaba mucho el pequeño libro encuadernado en piel. La noche en que sus padres los dejaron, su padre se lo metió bajo las mantas. Al cabo de los años, Michael había leído el libro decenas de veces. Kate sabía que era su forma de conservar un lazo con su padre, del que apenas recordaba nada. También había tenido el efecto de provocarle un sentimiento de profunda apreciación de todo lo relacionado con los pequeños seres. Esa circunstancia había resultado muy útil en Cascadas de Cambridge, cuando ayudaron a un rey enano a reclamar su trono. Por ese servicio, Michael había recibido una insignia de plata de manos del rey Robbie McLaur y el nombramiento de Real Protector de las Tradiciones y la Historia de los Enanos. En más de una ocasión, Kate y Emma se lo habían encontrado con la insignia de plata prendida en el pecho, contemplándose en el espejo y adoptando posturas un tanto ridículas. Kate le había advertido a Emma que no se burlase de él.

—La verdad —había dicho Emma—, sería demasiado fácil.

—Bueno, ¿dónde estaba?

La enciclopedia tenía el tamaño y la forma de un libro de himnos, y su cubierta de piel negra estaba gastada y totalmente repleta de marcas. Michael la hojeó.

—¡Oh! Aquí hay una historia sobre dos príncipes duendes que comenzaron una guerra discutiendo sobre cuál de los dos tenía el pelo más brillante. ¡Qué típico! Si yo fuese un duende, creo que me moriría de vergüenza. —Michael tenía muy mala opinión de los duendes—. ¡Aquí está! Es una cita del rey Matador Killick; M-A-T-A-D-O-R es su verdadero nombre, no un apodo porque matase a mucha gente, aunque también lo hizo. Dice así: «Un gran jefe no vive en su corazón, sino en su cabeza». —Michael cerró el libro de golpe y sonrió—. La cabeza y no el corazón. Esa es la clave. Eso es lo que ella debe aprender. Sí, señor.

Una vez expuestos sus argumentos, Michael volvió a colocarse bien las gafas y aguardó la respuesta de su hermana.

Michael tenía casi un año más que Emma. Casi, pero no del todo, lo que significaba que cada año, durante unas cuantas semanas, los dos tenían técnicamente la misma edad. Y cada año Michael se volvía un poco loco. Como era el mediano, se aferraba a esa pizca de superioridad. Que a menudo la gente los tomase a Emma y a él por gemelos no ayudaba a resolver la situación. Tenían el mismo pelo castaño, los mismos ojos oscuros; ambos eran bajitos y esqueléticos. Kate era consciente de que Michael vivía temiendo que Emma diese el estirón antes que él. Es más, durante algún tiempo había observado que Michael trataba de permanecer tan tieso y rígido como podía, como si confiase en dar al menos una impresión de mayor estatura. Pero Emma no dejaba de preguntarle si tenía que ir al baño, y finalmente dejó de hacerlo.

Al cabo de cinco días cumpliría trece años. Kate sabía que lo estaba deseando. Aunque lo cierto era que a ella le pasaba exactamente lo mismo.

—Gracias. Lo recordaré.

Él asintió, satisfecho.

—Bueno, ¿qué le escribías al doctor Pym? Te he visto echar la carta en el árbol.

Era así como se comunicaban con el brujo. Las cartas dejadas en el tronco hueco del árbol le llegarían de inmediato. O eso creían los niños. Como no habían tenido noticias del brujo desde su llegada a Baltimore, Kate se preguntaba a veces si las notas que había echado en el árbol estarían allí, sin leer.

La muchacha se encogió de hombros.

—Solo le preguntaba cuánto tiempo más estaremos aquí.

—Llevamos casi ocho meses.

—Lo sé.

—Para ser exactos, siete meses y veintitrés días.

«Siete meses y veintitrés días», pensó Kate. Y de pronto recordó la mañana de Navidad en la que, nada más despertarse y regresar al presente, le dijeron que el doctor Pym y Gabriel habían huido durante la noche, que Cascadas de Cambridge ya no era seguro y que los tres debían volver a Baltimore.

En cierto modo, Kate no se sorprendió. La noche anterior, a solas en el barco del brujo, había averiguado lo suficiente para saber que su aventura estaba lejos de acabar. Trató de explicarles la situación a Michael y Emma, a quienes reunió en la biblioteca de la mansión para recordarles que el Atlas, el libro de color verde esmeralda que les permitía viajar a través del tiempo, era solo uno de tres legendarios libros llamados los Libros de los Orígenes.

—Resulta que existe una profecía. Se supone que tres niños encontrarán los Libros y los reunirán. Todo el mundo cree que nosotros somos esos niños y nos buscarán.

—¿Quién lo hará? —quiso saber Emma, todavía disgustada por la marcha sin previo aviso de Gabriel, su amigo—. ¡La estúpida bruja está muerta! ¡Su estúpido barco cayó por la catarata!

Fue entonces cuando Kate les contó que la condesa había escapado del barco en el último momento, que había estado esperando durante quince años y había atacado a Kate cuando regresaron al presente, que Kate había empleado el Atlas para devolver a la bruja al pasado y abandonarla allí.

—O sea, que yo tenía razón —dijo Emma—. Está muerta. O como si lo estuviese.

—Sí, pero no es de ella de quien tenemos que preocuparnos.

Y Kate les habló del amo de la condesa, Magnus el Siniestro. Describió el violín que había anunciado su llegada. Les contó cómo se había hecho cargo del cuerpo de la condesa y que incluso el doctor Pym parecía intimidado por su poder. Magnus el Siniestro los necesitaba, explicó, pues solo a través de ellos tres podría encontrar los Libros.

La nieve caía al otro lado de las ventanas de la biblioteca. El mundo exterior aparecía silencioso y blanco. Kate tuvo que obligarse a seguir:

—Hay otra cosa. Durante los últimos diez años, todo este tiempo que hemos pasado yendo de orfanato en orfanato, Magnus el Siniestro ha mantenido prisioneros a mamá y a papá. A nosotros nos corresponde liberarlos. Sin embargo, para eso necesitamos los Libros.

Al día siguiente, Kate guardó el Atlas en el fondo de su bolsa, los niños recogieron sus pocas pertenencias y regresaron a Baltimore.

En aquel momento, de pie en la ladera de la colina, con el aire tibio del final del verano contra la piel, Kate pensó en el Atlas. Para cuando acabó la aventura de los tres en Cascadas de Cambridge, había aprendido a controlar su magia a voluntad. Era capaz de lograr que los trasladase a través del tiempo y del espacio.

«Aunque el doctor Pym no venga —se dijo—, puedo salvarlos».

—¡Eh, casi se me olvida! —exclamó Michael—. ¿Te has enterado de lo que pasó en St. Anselm?

Kate volvió la cabeza rápidamente.

—¿Qué?

—He oído hablar a unos críos. Anoche entró una especie de banda o algo así. Dicen que el señor Swattley, ¿te acuerdas de él?, dicen que lo asesinaron. Oye…, ¿qué te pasa?

Kate estaba temblando. St. Anselm era el orfanato en el que habían vivido los tres antes de llegar a Baltimore por primera vez. También era el orfanato de su sueño.

—Michael… —Trató de hablar con voz tranquila—. Puedo confiar en ti, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Si yo no estuviese aquí, podría confiar en que cuidases de Emma, en que tuvieses paciencia con ella, en que hicieses de jefe, ¿verdad?

—Kate.

—Prométemelo, por favor.

Se hizo un silencio prolongado, y luego él dijo:

—Por supuesto.

Ella abrió la boca para hablarle de su sueño, de todos sus sueños, no solo el de esa semana, pero advirtió que Michael miraba a través de los árboles. La chica siguió la dirección de su mirada.

Apenas había llovido en todo el verano, días y días sin nubes. Sin embargo, a lo largo del horizonte, se acumulaba un montón de densas nubes negras. Se movían; avanzaban hacia los niños, creciendo y oscureciéndose más a cada instante. A Kate le pareció que tapaban el cielo con una cortina grande y oscura.

La muchacha dijo:

—Vamos a buscar a Emma.