El niño era pequeño y nuevo en el orfanato, lo que significaba que tenía la peor cama del dormitorio, la más llena de bultos, hundida y maloliente; era poco más que un catre encajado en un hueco del fondo de la habitación. Y cuando se oyó el grito, un grito diferente de cualquier grito que jamás hubiese oído el niño, un grito que pareció atravesarle el pecho y espachurrarle el corazón, fue el último de los niños asustados que salieron despavoridos.
Al llegar abajo, la horda de niños se encontró con una espesa niebla, giró a la derecha y huyó precipitadamente por el pasillo. El niño se disponía a seguirlos cuando emergieron de la neblina dos figuras que les pisaban los talones. Las figuras, vestidas de negro, tenían los ojos amarillentos y centelleantes, empuñaban largas espadas de hoja dentada y apestaban a podredumbre. El niño esperó a que pasaran y echó a correr en la otra dirección.
Corrió a ciegas; el miedo le atenazaba la garganta. Solo sabía que debía desaparecer, esconderse. De pronto se encontró en el despacho del director. Oyó unas voces en el pasillo, se agachó detrás de la mesa de escritorio y encogió las piernas.
La puerta del despacho se abrió de golpe y se encendió una luz. Vio un par de zapatillas verdes y oyó al director del orfanato, un hombre aburrido y de mal genio, suplicando:
—Por favor, por favor, no me haga daño…
Habló otro hombre que tenía una voz extrañamente fría y cadenciosa:
—¿Y por qué querría yo hacerte daño? He venido a buscar a tres niños.
—¡Pues lléveselos! ¡Llévese a tres! ¡Llévese a diez, pero no me haga daño!
El otro hombre se acercó. El suelo crujió bajo su peso.
—¡Vaya, qué generoso! Pero es que busco a tres niños muy especiales. Tres hermanos: un niño y dos niñas. Responden a los bonitos nombres de Kate, Michael y Emma.
—Ya no… ya no están aquí. ¡Les dijimos que se marcharan! Hace más de un año…
Se oyó un gorgoteo estrangulado, y el niño contempló los pies enfundados en las zapatillas, que se alzaban en el aire y se agitaban con violencia. El otro hombre siguió hablando con voz serena, sin rastro de esfuerzo:
—¿Y adónde los enviaste? ¿Dónde puedo encontrarlos?
El niño se tapó las orejas con las manos, pero aun así oyó los sonidos del hombre que se ahogaba y la voz cadenciosa y asesina del otro:
—¿Dónde están los niños?