13

En el interior de la terminal de Westridge, junto a una ventana panorámica que daba al campo y a las pistas de aterrizaje, Guy Parker estaba montando guardia a la espera del avión de Moscú. Llevaba media hora allí y su nerviosismo iba en aumento a cada minuto que pasaba.

Abandonando Londres tras la llamada del embajador Youngdahl, Parker había conducido su Jaguar alquilado a una velocidad de vértigo en la oscuridad, a lo largo de una autopista cada vez más solitaria, y después, siguiendo una señalización, se había apartado de la autopista para dirigirse al aeropuerto de Westridge. Al ver las luces del pequeño campo de aviación abandonado de la RAF, Parker había aminorado la marcha, había descubierto un aparcamiento al otro lado de la terminal y se había dirigido hacia el mismo.

Cruzando la calzada en dirección a la terminal, sólo había visto una entrada de cristal abierta. Junto a ésta había dos oficiales de inmigración británicos no armados, fumando de pie en actitud indiferente. Uno de ellos le había pedido cortésmente a Parker su identificación. Él había exhibido su documentación de la Casa Blanca. Uno de los oficiales de inmigración le había comunicado su nombre al otro y éste había pulsado los botones de una computadora portátil. Al parecer, lo que había aparecido en la pantalla había sido satisfactorio porque a Parker le habían franqueado el paso. Suponía que cuando llegara la primera dama —o la presunta primera dama— procedente del Claridge’s, ésta no tendría que someterse a semejante comprobación.

Avanzando sobre el agrietado pavimento de hormigón, Parker había llegado a la puerta de salida al campo. Dos guardias soviéticos armados se encontraban estacionados allí. Uno de ellos le había dicho en un inglés chapurreado:

—No permiso para salir al campo. Tiene que esperar junto a ventana.

Parker se había dirigido obedientemente hacia la ventana y, a unos nueve metros de la salida, se había situado en una posición que le permitía ver mejor las pistas. En el primer plano inmediato, había lugar para dos aviones. Un espacio estaba ocupado por un enorme helicóptero que Parker identificó como un Mil Mi-6, utilizado para transporte y carga. Junto al mismo, encaramado a una plataforma móvil, un mecánico de tierra enfundado en un mono azul marino estaba arreglando alguna avería, utilizando una linterna de su carrito de herramientas para ayudarse en su trabajo. El espacio de al lado estaba vacío y otros dos técnicos soviéticos permanecían de pie junto a la escalerilla móvil, aguardando la llegada del avión especial de Moscú.

De eso hacía más de media hora.

Ahora, a medida que iba amaneciendo, Parker pudo ver que se apagaban las luces nocturnas. El espacio vacío, destinado al segundo aparato, aún no había sido ocupado.

Parker encendió la pipa y empezó a desplazar el peso de su cuerpo de una a otra pierna, tratando de hacer frente al cansancio que experimentaba como consecuencia de la falta de sueño. Una vez más, analizó los motivos que le habían inducido a trasladarse allí.

Sabía que Vera iba a llegar de un momento a otro para recibir el avión de Moscú en el que viajaba Alex Razin.

Parker no acertaba a imaginar de qué manera iba ella a poder alejarse del presidente a aquella hora. Pero entonces recordó lo que Nora le había dicho. Vera había dormido sola esta noche en otro dormitorio. No tendría dificultades para irse.

Para Parker, la pregunta que exigía una respuesta y que le había inducido a desplazarse allí era muy sencilla: ¿llegaría Razin solo con el paquete conteniendo las fotografías del cadáver de Billie o bien llegaría con Billie, sana y salva? Como es lógico, Vera no podía estar al corriente de esta segunda posibilidad. Su único propósito sería el de ver las fotografías y cerciorarse de que Billie había desaparecido y de que ella estaba a salvo y era la única primera dama. En segundo lugar, su propósito sería también el de conseguir que Razin superara el control de inmigración y pudiera quedarse en Londres donde ella podría modificar su situación, pasando de ser un extranjero indeseable a un visitante aceptado. Como es natural, ella tendría la posibilidad de conseguirlo. Su siguiente paso consistiría en visitar en secreto al primer ministro Kirechenko con el fin de revelarle lo que sabía acerca de los planes del presidente Bradford en relación con la cumbre.

Distraído por estos pensamientos, Parker no se había percatado de la llegada y aterrizaje del aparato soviético, pero ahora pudo ver el avión, con sus cuatro turbohélices de un solo eje, la franja roja a lo largo del fuselaje y la estrella roja en su plano de deriva posterior.

Observó cómo empezaba a reducir gradualmente su velocidad sobre la pista de aterrizaje de cemento. Tiene que ser éste, se dijo, el esperado aparato que iba a resolver el enigma del destino de Billie Bradford.

Se había vuelto a mirar hacia la entrada de la terminal, preguntándose cuándo llegaría Vera, cuando la vio cruzar rápidamente el umbral. Lucía el conocido conjunto del abrigo de visón beige, cuyo cuello cubría buena parte de su célebre rostro. Un pulcro y delgado sujeto la tomaba del brazo y, al cabo de unos segundos, Parker pudo reconocerle. Se trataba de Fred Willis, el jefe de protocolo, el traidor estadounidense.

Willis se había detenido con Vera al tiempo que les decía algo en voz baja a los oficiales de inmigración británicos. Ambos habían mirado a Vera y se habían inclinado con deferencia ante ella. Willis se apartó de su lado y abandonó la terminal, dirigiéndose hacia lo que parecía ser un Austin, aparcado junto al bordillo. Vera siguió avanzando por el salón de salidas.

Mientras la seguía con la mirada, Parker pudo ver otra cosa por el rabillo del ojo. El recién aterrizado aparato soviético se estaba acercando lentamente al espacio vacío que había junto al helicóptero. Dos mecánicos empezaron a acercarse con la escalerilla móvil.

Apartando el rostro un momento, los ojos de Parker se dirigieron de nuevo a Vera. Ésta se había bajado ligeramente el cuello del abrigo de visón y estaba dirigiendo una sonrisa a los dos guardias soviéticos que se encontraban junto a la puerta de salida. Ambos inclinaron la cabeza respetuosamente. Vera salió al campo de aterrizaje.

El enorme aparato soviético se había detenido. Los mecánicos estaban colocando la escalerilla contra el fuselaje. Vera se situó al pie de la escalerilla. Al abrirse la portezuela del aparato, empezó a subir apresuradamente.

Parker contuvo el aliento, preguntándose qué iba a ocurrir a continuación.

En el transcurso de los últimos cuarenta y cinco minutos, el mecánico de tierra encaramado en la plataforma adosada al helicóptero se había mantenido de espaldas a la ventana panorámica de la terminal y al aparato que acababa de detenerse en el espacio de al lado. No había presenciado la llegada del aparato de transporte, pese a ser consciente de su presencia. No había visto cómo acercaban la escalerilla. No había sido testigo de la llegada de Vera Vavilova y tampoco la había visto desaparecer en el interior del aparato.

Había visto lo menos posible porque no deseaba que alguien le viera… y más tarde le pudiera describir.

Ahora que dos pasajeros iban a descender del aparato de un momento a otro, Baginov se volvió de cara por primera vez. Frotándose el ancho rostro con una sucia mano, pudo ver a un hombre de elevada estatura junto a la ventana panorámica de la terminal y a los dos guardias soviéticos situados junto a la puerta de salida. Volviéndose un poco más, vio a los dos mecánicos que habían colocado la escalerilla y a otros trabajadores soviéticos que se habían congregado algo más allá para contemplar el aparato.

Bajando discretamente de la plataforma, dejó la linterna en el carrito de herramientas y empezó a empujar el carrito, alejándose del helicóptero. Se encontraba en el lado que no debía del recién llegado Antonov. Sabía que iba a ser así y estaba preparado.

Empujando el carrito a paso de tortuga hacia la parte anterior del Antonov, avanzó en dirección al cobertizo de reparaciones, adosado a la terminal.

Al pasar bajo el morro del enorme aparato, Baginov levantó los ojos. La escalerilla móvil resultaba visible desde abajo hasta arriba. Pudo ver que la portezuela del aparato estaba abierta de par en par. Nadie salía a través de la misma y no se veía a nadie en el interior.

Perfecto, se dijo Baginov, el momento era perfecto.

Siguió empujando hacia delante. A medio camino entre el pie de la escalerilla y el cobertizo de reparaciones, detuvo el carrito. Se inclinó indiferentemente sobre el mismo, buscando una pequeña caja. Abrió la parte superior de la caja y se frotó la palma de la mano derecha contra el mono para secársela.

Después se situó de cara a la escalerilla con los ojos clavados en la portezuela.

Y esperó.

Vera Vavilova había cruzado sin aliento la portezuela del aparato, se había vuelto y se había apresurado a entrar en el vacío interior, esperando ser recibida por Alex Razin. Al llegar a la sección de pasajeros, se había quedado inmóvil, presa del desconcierto. Alex no estaba allí. No se veía a ningún miembro de la tripulación. La sección estaba vacía.

En aquel instante, oyó unas pisadas y dio media vuelta. Alex Razin, que había abierto la portezuela y había permanecido parcialmente oculto detrás de la misma, se estaba acercando a ella. Al verle, Vera se notó las rodillas como de gelatina. Le parecía que habían transcurrido siglos desde que había visto a Alex por última vez, pero aquí estaba él, tan apuesto, tan viril, tan tranquilizador… pero, curiosamente, tan sorprendentemente ceñudo.

Extendiendo los brazos, corrió hacia él.

—¡Oh, Alex!

Él la abrazó y ella le abrazó a él con fuerza. Hubiera deseado llorar de alivio.

—Vera —murmuró él—, te quiero.

Sus labios se unieron mientras ella permanecía abrazada a él. Pero Vera se percató muy pronto de que la mano de Razin se encontraba sobre su hombro y de que éste estaba tratando de apartarla.

Le soltó y retrocedió, perpleja.

—Vera, hay algo… —empezó a decirle él.

—Alex —dijo ella, interrumpiéndole—, estás aquí y estás a salvo. Todo se arreglará. Te quedarás. Ya lo he organizado —hizo una pausa—. Las fotografías. ¿Las tienes? Necesito verlas antes de que…

—No hay fotografías —le dijo él en tono categórico.

Hay otra cosa.

Razin se medio volvió y le hizo señas a alguien que se encontraba aguardando en la parte de atrás del aparato.

Desde la sección no iluminada del avión, alguien estaba emergiendo, alguien se estaba acercando.

Se estaba acercando una mujer.

Vera abrió los ojos, se quedó boquiabierta y emitió involuntariamente un estrangulado grito de incredulidad.

La mujer que tenía delante y que la estaba mirando era Billie Bradford.

Vera se la quedó mirando fijamente. Estaba viendo su propio cabello, sus ojos, su nariz, su barbilla, su busto e incluso su propio abrigo de pieles. Durante unos fugaces segundos, creyó estar contemplando su propia imagen reflejada en un espejo a toda altura. Vera estaba mirando a Vera. Pero no… estaba mirando a Billie Bradford en carne y hueso y entonces trató de recuperar el juicio, comprendiendo que aquella mujer era la auténtica mientras que ella no era más que una copia.

Comprendió entonces las consecuencias de aquel terrible encuentro. Aterrada, miró con angustia a Alex.

Él se había interpuesto entre ambas.

—Ya lo saben ustedes todo la una de la otra —dijo rápidamente.

Vera, helada hasta el tuétano, empezó a temblar.

—Alex, yo… no lo entiendo…

—He tenido que hacerlo —dijo Alex—. No había más remedio. Lo he hecho por ti, por nosotros, puedes creerme.

El pánico de Vera se mezcló con su cólera.

—¡No, estúpido! Se hubiera podido arreglar sin necesidad de todo eso. Pero ahora… me has destruido… has traicionado a nuestro pueblo… lo has estropeado todo.

—¡Ya basta! —gritó Razin, asiendo a Vera por los hombros—. Se ha tenido que hacer así. No somos asesinos.

—Tú me has asesinado —dijo Vera con voz apagada.

Billie Bradford habló por primera vez.

—Estará usted a salvo, Vera, se lo prometo. No le reproche nada a Alex. Es un hombre de consciencia. No ha querido verme morir y no quería perderla a usted. A pesar de lo que me han hecho, le debo la vida a Alex. A cambio, yo les ayudaré a los dos. Ya lo tenemos todo organizado…

Vera empezó a percatarse de que estaba perdiendo los estribos.

—No… no, no, no… nada nos puede ayudar.

Billie se acercó rápidamente a Vera, asiéndola del brazo.

—Tiene usted mi palabra, Vera, puedo ayudarla y lo haré. En mi calidad de primera dama…

—La primera dama —repitió Vera horrorizada al tiempo que sacudía la cabeza.

—He sufrido, he sobrevivido —dijo Billie—. Ahora usted está sufriendo… pero sobrevivirá.

Vera estaba como hipnotizada y no lograba apartar los ojos de Billie, tratando de comprender las garantías que ésta le estaba ofreciendo. En el transcurso de los largos segundos que siguieron, Vera trató de recuperar la calma y de considerar con más objetividad a aquella mujer que era su vivo retrato. La comprensión de lo que le habían hecho a aquella mujer, la consciencia de su propia caída de una posición de poder a su repentino desamparo, hicieron que poco a poco se sintiera despreciable.

—Yo… lamento —murmuró—, lamento profundamente lo que le han hecho…

—Sé lo que ha tenido que hacer —dijo Billie, interrumpiéndola—. La perdono. Alex ha tenido que hacer lo que hoy a hecho… por usted… y por mí. Todo se arreglará.

—¿Se podrá arreglar?

—Ahora mismo está empezando a arreglarse —dijo Billie—. Otra cosa. Si puedo ser objetiva en mi calidad de su crítico más severo… —Billie esbozó una leve sonrisa— debo decirle que ha ofrecido usted la mejor actuación que jamás haya ofrecido una actriz en la historia.

La mezcla de hostilidad y de temor que dominaba a Vera empezó a desvanecerse, induciéndola a sentir respeto por aquella mujer.

Billie se estaba dirigiendo de nuevo a ella.

—Ahora tendrá que desempeñar otro papel —Billie hizo una pausa—. Puesto que lo que ha ocurrido tenía que ser así, permítame añadir algo que tal vez le parezca extraño. Gracias por haber engañado a mi esposo… y por haberle cuidado y haber vivido de acuerdo con mi imagen de tal manera que yo pueda reanudar mi vida a partir de hoy. Y… gracias por Alex… y por su fundamental honradez.

—Bueno —dijo Razin—, ahora tenemos que ponernos en marcha. Tenemos muchas cosas que hacer.

Se situó entre ambas, tomándolas del brazo a las dos.

—Ahora vamos a descender del avión. Para evitar rumores y chismorreos, se van ustedes a levantar los cuellos de los abrigos para que no se les vea la cara.

Saldremos rápidamente. ¿Tienes un coche, Vera?

Vera asintió. Willis estaría al volante, aguardando.

No podía saber que habría dos mujeres. Pero teniendo en cuenta su situación, no se atrevería a hablar de ello.

—Por el camino, Billie ocupará de nuevo su sitio.

Ahora vamos. ¿Quién de ustedes quiere salir primero?

Guy Parker se encontraba rígidamente de pie junto a la ventana panorámica, con la mirada clavada en la portezuela abierta del aparato soviético y en la parte superior de la escalerilla. Aún no había salido nadie.

Parker contuvo el aliento y siguió mirando.

Conocía los números y sabía lo que iba a significar el total.

Si emergía tan sólo una primera dama, ésta tendría que ser Vera y ello significaría que Billie había muerto y que los soviéticos habían vencido.

Si emergían dos primeras damas, ello significaría que Billie estaba viva y que los soviéticos habían sufrido una derrota.

Parker seguía con los ojos clavados en la portezuela abierta.

Súbitamente, apareció enmarcada en la portezuela abierta del aparato una hermosa mujer enfundada en un abrigo de visón, con el rostro parcialmente oculto por el cuello del mismo. Empezó a bajar elegantemente los peldaños, asiendo la barandilla. Segundos más tarde, un hombre moreno y de anchos hombros, enfundado en una chaqueta de cuero, apareció en la portezuela y empezó a bajar por la escalerilla. Era Razin, el lejano colaborador de Parker.

Parker mantuvo la mirada fija en la portezuela abierta, esperando la aparición de otra persona.

Se percató de que el corazón le estaba latiendo cada vez con más fuerza y más velocidad.

A escasa distancia del pie de la escalerilla móvil, Baginov simulaba estar ocupado con su carrito de herramientas sin apartar la mirada de la escalerilla. Los ojos de Baginov se clavaron en la mujer que estaba bajando, seguida de cerca por el agente soviético Razin.

Baginov observó cómo su pie pisaba el último peldaño, con Razin pisándole los talones. Un pie abandonó el peldaño metálico y después lo hizo el otro.

Al pisar el suelo, la mujer se detuvo para esperar a Razin.

Sin perderlos de vista, la mano de Baginov se extendió hacia el carrito, se introdujo en la caja abierta y asió la ligera bomba metálica de fragmentación. La envoltura metálica contenía mortífera gelignita.

Mientras se acercaba rápidamente la bomba al costado, Baginov recordó la primera vez que la había visto probar en un campo de tiro situado a treinta kilómetros de Moscú. El Ejército Rojo había utilizado a un prisionero político checo. La bomba había estallado a sus pies y, al disiparse el polvo, el checo había desaparecido. El pedazo más grande que había quedado de él había sido un trozo de piel de cinco centímetros.

Baginov vio que la mujer del abrigo de visón y el hombre apellidado Razin empezaban a alejarse del pie de la escalerilla portátil.

Ahora, se dijo.

Su pulgar apretó el dispositivo de explosión automática. Ocho segundos para la detonación. Levantó la bomba por encima del hombro, retrocedió y extendió el brazo, arrojándola en arco en dirección a la pareja.

Mientras la bomba se alejaba de sus dedos y él seguía su trayectoria, contando mentalmente los segundos, captó un movimiento en la portezuela de lo alto de la escalerilla. Otra mujer estaba emergiendo del aparato, disponiéndose a pisar la plataforma de la escalerilla. Por lo que él pudo ver, era idéntica a la mujer que ya había pisado el suelo… el mismo cabello, los mismos ojos, el mismo abrigo de visón. Por un pequeñísimo instante, se quedó inmóvil y aturdido a causa de la confusión.

Había contado mentalmente seis segundos. Dio instintivamente una vuelta y se arrojó al suelo, al lado del carrito.

Siete… ocho… y la gelignita estalló en el aire con un rugido ensordecedor.

La tierra se estremeció bajo su cuerpo, el polvo le asfixió y los restos del destrozo le llovieron encima.

Con los oídos silbándole y momentáneamente ciego, Baginov consiguió levantarse de rodillas y empezó a gatear cada vez con mayor rapidez hacia el previsto camino de huida, es decir, el cobertizo de reparaciones.

Llegó a la vieja puerta, la empujó hacia dentro y empezó a arrastrarse hacia el interior. Pero, antes de desaparecer, quiso cerciorarse de que había alcanzado el éxito.

Miró por encima del hombro, tratando de atravesar la densa pantalla de humo negro-grisáceo. Algo estaba ardiendo. Pudo distinguir el vientre dañado del aparato, un vacío en el lugar previamente ocupado por la escalerilla y a la mujer de arriba pegada a un lado de la portezuela. Al levantarse y desaparecer el humo, en el lugar en el que anteriormente se habían encontrado la dama del abrigo de visón y Razin… no había nadie, no había nada. La pareja se había desintegrado por completo, borrada de la faz de la tierra.

Baginov había visto todo lo que necesitaba ver. Se dedicó a sí mismo una torva sonrisa de enhorabuena.

Pero su sonrisa desapareció muy pronto. La otra mujer.

No formaba parte del plan. Intuyó que algo había fallado. Él había llevado a cabo su trabajo con toda precisión. Pero algo había fallado.

Cesó de gatear, se puso en pie en el interior del oscuro cobertizo y se dirigió a trompicones hacia la salida que iba a conducirle a la seguridad.

Guy Parker yacía aturdido y sangrando sobre el pavimento de la terminal.

La terrible explosión había destrozado por completo la ventana junto a la que él se encontraba. La fuerza de la detonación le había tumbado de espaldas. La sangre le manaba de unas heridas en el cuello y en la mejilla derecha causadas por trozos de vidrio de la ventana.

Se incorporó medio atontado, tratando de recuperar el sentido y de comprender lo que había visto.

Lo primero que recordó fue que, con anterioridad a la explosión, había visto a dos mujeres. Había una mujer al pie de la escalerilla móvil y otra emergiendo de la portezuela del aparato y, por lo menos a primera vista, ambas parecían iguales. Ello significaba que Razin había conseguido salvar a Billie y huir con ella de Moscú. Ello significaba también que Billie y Vera se habían enfrentado la una a la otra en el interior del aparato, antes de abandonarlo.

Levantándose sobre una rodilla, Parker echó un rápido vistazo a la terminal. Los dos guardias rusos que había junto a la puerta de salida se encontraban todavía en el suelo, el uno tendido de lado y el otro sentado. En la entrada, los dos oficiales de inmigración británicos habían abandonado sus puestos y uno de ellos se había dirigido hacia el campo mientras el otro se acercaba a un teléfono. Más allá, Fred Willis había abandonado el vehículo aparcado y estaba corriendo hacia la entrada de la terminal.

Haciendo un esfuerzo, Parker logró levantarse.

Avanzó unos pasos, tambaleándose. Le temblaban las piernas, pero consiguió mantenerse en pie. Trató de seguir avanzando. Podía andar. Se volvió hacia la destrozada ventana. Vio un gran agujero abierto. Se acercó al mismo, vaciló y después pasó a través del mismo, pisando el suelo de cemento del campo de aviación.

Se detuvo y trató de ordenar las piezas de aquel desastre. Hacia un lado, varios mecánicos de tierra soviéticos estaban vagando sin rumbo, presa del sobresalto. Cerca de ellos, un aturdido soviético enfundado en un uniforme militar estaba contemplando las retorcidas piezas de metal de la escalerilla móvil diseminadas por todas partes. Un oficial de inmigración británico acababa de aparecer sin aliento en la puerta de salida, diciendo a gritos en inglés que había que localizar al asesino.

Ignorándolos a todos, Parker no tuvo ojos más que para una cosa. A través del humo que se estaba elevando del cráter producido por la bomba, miró hacia el dañado fuselaje del avión, concentrándose en la portezuela.

Había una mujer y él la reconoció. La primera dama había sobrevivido y estaba tratando de levantarse y de regresar al interior del aparato. La mujer contempló el espacio vacío que se abría a sus pies y los restos de la escalerilla diseminados por el suelo. En el transcurso de aquellos fugaces segundos, Parker pudo distinguir perfectamente otras figuras humanas, dos personas, tres, los miembros de la tripulación del aparato soviético detrás de ella.

La primera dama, se dijo Parker con alivio, estaba viva y no había sufrido ningún daño.

Sabía que tenía que actuar. Alguien tenía que ayudarla. Acercándose el pañuelo a la boca y a la nariz, Parker agachó la cabeza y corrió por entre el humo, esquivando el enorme cráter y tratando de ignorar unos pequeños restos de piel de visón carbonizada y un espeluznante trozo de oreja humana.

Emergió tosiendo de la columna de humo y avanzó a trompicones sobre el piso de cemento hasta quedar situado directamente debajo de la portezuela del aparato en la que se encontraba la primera dama.

Le hizo señas a Billie con la mano para llamar su atención.

—¡Aquí, Billie! —gritó—. ¡Soy yo! Ella le oyó y movió la cabeza. Parker extendió los brazos hacia ella.

—¡Vamos, arrójese! ¡No es muy alto! ¡Los tripulantes la ayudarán! ¡Arrójese! ¡Yo la recogeré!

Sin una palabra, ella se volvió y tendió las manos a dos de los tripulantes. Ellos se situaron a ambos lados suyos, tomándole cada uno una mano mientras se agarraban a ambos lados de la portezuela. Ella se sentó en el borde con las piernas colgando. Se deslizó hacia delante y quedó fuera mientras ellos la sostenían fuertemente. La bajaron poco a poco y, durante unos segundos, quedó colgando en el espacio.

Extendiendo las manos, Parker pudo rozarle los tobillos.

—¡Suéltese! —le gritó.

Ella se soltó, cayendo a plomo, y Parker la agarró, rodeando con sus brazos la parte inferior del abrigo de visón. El impacto le hizo tambalear y le arrojó hacia atrás hasta que perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo de cemento, con el cuerpo de la primera dama encima del suyo.

Quedaron amontonados mientras él sacudía la cabeza y empezaba a apartarla. Consiguió salir y, levantándose, la ayudó a ponerse en pie.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

Ella asintió en silencio.

Oyó en la distancia el silbido de una sirena y después otro y otro.

—Tiene que salir de aquí —le dijo, tomándola de la mano.

Se alejó con ella rápidamente, esquivando el humo y corriendo hacia lo que quedaba de la destrozada ventana. Al llegar junto al agujero, le indicó el interior del edificio. Ella pasó por entre los restos del cristal. Él la siguió, señalándole la entrada.

En aquel momento, vio a alguien en el centro de la sala, haciéndole frenéticamente señas a la primera dama. Era Fred Willis.

—¡Señora Bradford! —gritó Willis. ¡Dese prisa! Ella se apartó y corrió hacia Willis.

Parker la vio acercarse a Willis, observó que el jefe de protocolo la tomaba del brazo y vio cómo ambos corrían hacia la entrada. A punto de salir al exterior, ella se medio volvió y le dio por señas las gracias a Parker.

Parker se quedó de pie en la entrada, con los ojos clavados en el automóvil que se estaba alejando.

En aquel instante, recordó algo que casi había olvidado. Había dos.

Ahora sólo quedaba una.

—¡Cómo! —rugió el primer ministro Dmitri Kirechenko, levantándose de un salto del sillón y acercándose al agente Baginov del KGB—. ¿Dice usted que había dos… dos? ¿Y que eran iguales?

Baginov retrocedió nerviosamente unos pasos hacia el centro del salón de la suite del Dorchester, asintiendo con la cabeza.

—Sí —le dijo al primer ministro casi sin poder hablar. Después, dirigiéndose al general Vladimir Chukovsky, que se encontraba de pie al lado del primer ministro, Baginov añadió:

—Había dos. Una en el suelo.

Otra arriba, disponiéndose a abandonar el aparato.

—¿Y eran iguales? —preguntó el primer ministro.

—Como hermanas gemelas idénticas —dijo Baginov.

—¿Está usted seguro?

—Yo… yo sólo pude echarle un vistazo a la segunda, pero… sí, camarada Kirechenko, estoy seguro.

El primer ministro Kirechenko se quedó inmóvil, clavando con dureza sus acerados ojos azules en el agente del KGB.

—Permítame aclarar una cosa —dijo el primer ministro—. ¿Hizo usted volar a la primera dama, a la que estaba en el suelo?

—Y al hombre que la acompañaba.

—Razin —murmuró el primer ministro—. En buena hora nos hemos librado de él. Pero ¿liquidó usted a la primera dama totalmente?

—Totalmente. Estas bombas desmenuzan en miles de pedazos a las personas. Lo que queda no se puede identificar.

—Y, en el transcurso de todo eso, ¿vio usted aparecer a otra mujer en lo alto de la escalerilla?

—Desde luego.

—Otra dama. ¿La reconoció usted?

—Sí, señor. Era exactamente igual que la de abajo, que la primera dama.

—Las dos eran iguales… ¿dos primeras damas?

Baginov asintió enérgicamente.

—Muy bien —dijo el primer ministro Kirechenko, frunciendo profundamente el ceño—. ¿Qué le ocurrió a la de arriba? ¿Saltó también en pedazos?

—No —contestó Baginov con firmeza—. Sólo pude verla fugazmente antes de huir. La explosión la derribó hacia un lado y hacia atrás. Pero no resultó muerta. La que estaba en tierra murió. La del avión vivió.

Pareció como si el primer ministro reflexionara acerca de todo ello y, al hablar, lo hizo como hablando para sus adentros.

—O sea que Vera, la muy bruja, subió al avión —dijo—. Ella y la Bradford se vieron. Ahora una ha desaparecido y la otra ha sobrevivido —se adelantó un paso en dirección a Baginov y empujó con un dedo el pecho del agente—. Baginov, piense con cuidado. ¿Cuál de ellas ha muerto? —contuvo la respiración—. ¿Cuál de ellas está viva?

—No lo sé, camarada —se apresuró a contestar Baginov—. No lo sé en absoluto. Yo cumplí las órdenes, señor. Eliminar a la primera dama. La vi. La eliminé. Y después, para mi asombro, volví a verla. Era absurdo.

—No se preocupe —dijo el primer ministro, lanzando un profundo suspiro—. Gracias por haber llevado a cabo la misión. Ahora puede retirarse.

Esperó a que el agente del KGB se hubiera ido. Una vez la puerta se hubo cerrado, se volvió lentamente y se dirigió al sillón que había frente al escritorio, acomodándose con aire ausente en el mismo.

Permaneció sentado inmóvil, mirando con rostro inexpresivo hacia el otro lado de la estancia. Al cabo de más de un minuto, se volvió para mirar al general Chukovsky.

—Y bien —dijo el primer ministro—, ¿qué piensa de todo eso?

—Como es natural, no me gusta.

—Es posible que hayamos matado a la suya —dijo el primer ministro en tono meditabundo—. Pero tal vez hayamos matado a la nuestra.

—Creo, sin embargo, que lo vamos a averiguar muy pronto —dijo el general Chukovsky, asintiendo—. Si nuestra Vera ha resultado muerta, la primera dama no acudirá a visitarnos. En cambio, si Billie ha muerto, Vera aparecerá y todo se habrá resuelto satisfactoriamente.

El primer ministro se levantó y empezó a rodear la cercana mesita, perdido en sus pensamientos. Se detuvo ante al general. Sacudió la cabeza.

—No, general, se equivoca usted. Nadie aparecerá. Si nuestra Vera ha resultado muerta, no aparecerá. Si Billie ha resultado muerta y Vera ha sobrevivido, ésta no aparecerá. Ahora menos que nunca. Porque ahora no tiene ninguna necesidad de hacerlo. Ahora es la primera dama… nosotros no podemos demostrar que no lo es. Y no podemos atrevernos a acercarnos a ella porque es posible que sea la verdadera, es posible que sea Billie Bradford.

El primer ministro se acercó a la mesita, contempló el cuenco de fruta y eligió una verde manzana.

—¿Quién demonios le dijo a Vera que subiera a bordo del avión? —se preguntó a sí mismo mientras limpiaba la manzana con las manos—. Eso es lo que nos ha destrozado.

Estudió la manzana y le dio un ruidoso mordisco.

Empezó a masticar y dijo, encogiéndose de hombros:

—Hay un dicho estadounidense. Se gana algo, se pierde algo. Esta vez hemos perdido. Jamás sabremos si los estadounidenses se están echando un farol en relación con Boende. No podemos correr el riesgo de ponerlos a prueba. Tenemos que andar sobre seguro y esperar otra ocasión. De momento, tenemos que ceder y aceptar el pacto de no agresión propuesto por los Estados Unidos. Ante el mundo, nosotros ofreceremos también la imagen de amantes de la paz. Algún día, dentro de diez o veinte años, dentro de medio siglo, es posible que se presente otra oportunidad y que haya otra Vera todavía mejor. Pero ahora no. Gracias a Vera, hemos perdido —se encaminó hacia el escritorio.

Llamaré al presidente, le diré que hemos llegado a una decisión y pediré una reunión de emergencia esta tarde en su Embajada.

Posó la manzana en el cenicero y pulsó el botón del teléfono.

—Me pregunto quién va a dormir esta noche con el presidente dijo.

Al día siguiente, el Fuerza Aérea Uno estaba sobrevolando el Atlántico, rumbo a la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews y a la ciudad de Washington.

Parker y Nora Judson se encontraban sentados en sus asientos reclinables de la sección destinada al equipo de colaboradores, compartiendo la lectura de la primera plana del Telegraph de Londres.

El titular de mayor tamaño celebraba el fructífero resultado de la cumbre, el tratado de no agresión, la paz en África y una nueva era de distensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Un titular más pequeño se refería a unas misteriosas muertes que habían tenido lugar en el campo de aviación de Westridge en el que un desconocido asesino derechista había arrojado una bomba, causando la muerte de una azafata rusa y del piloto ruso de un aparato militar soviético que acababa de llegar de Moscú.

Al final, Parker dejó el periódico a un lado y contempló con Nora el revuelo que se había originado algo más allá. En el interior del aparato reinaba una atmósfera de júbilo y de fiesta. El presidente y la primera dama habían abandonado su suite para brindar con sus colaboradores por la victoria. El presidente Bradford, sonriendo con una copa en la mano y un brazo alrededor de la cintura de la sonriente primera dama, estaba conversando animadamente con los miembros del equipo de colaboradores de la Casa Blanca. El presidente, emocionado por su triunfo, estaba seguro de que iba a ser reelegido.

La primera dama, mirando a su alrededor, localizó a Parker y a Nora. Separándose del presidente con su vaso de whisky en la mano, avanzó por el pasillo en dirección a ellos.

—Aquí están ustedes —les dijo, acercándose.

Quería darles las gracias por todo.

Parker hizo ademán de levantarse, pero la primera dama apoyó firmemente una mano en su hombro para impedírselo.

—Y quiero proponerles un brindis —añadió la primera dama, levantando su vaso.

Parker y Nora levantaron los suyos para corresponder.

—Por el éxito de la cumbre —dijo Parker.

—Por eso, desde luego —dijo la primera dama.

Pero, en realidad, el brindis es por ustedes dos, si es cierto lo que he oído decir. Tengo entendido que tienen el propósito de casarse.

Nora asintió, esbozando una ancha sonrisa.

En efecto, Billie. Muchas gracias. Tenía intención de decírselo cuando las cosas se calmaran un poco.

—No hubiera podido ocurrir con dos personas más simpáticas que ustedes —dijo la primera dama, tomando un sorbo de su bebida—. Lo mejor que puedo desearles es que sean ustedes tan felices como Andrew y yo hemos sido en el transcurso de estos años pasados.

—No podríamos desear otra cosa —dijo Parker.

—Oiga, no vaya a dejarla embarazada enseguida, Guy —dijo la primera dama en fingido tono de reprensión—. Necesito a Nora para nuestro segundo mandato. Y a usted también le voy a necesitar. En cualquier caso, enhorabuena y mis mejores deseos.

Tras lo cual, la primera dama se alejó para reunirse de nuevo con el presidente y su grupo de colaboradores.

La sonrisa de Parker la siguió. Al cabo de un rato, los ojos de éste se posaron de nuevo en el periódico que tenía al lado. Empezó a hojearlo con aire pensativo, leyendo de nuevo la noticia de primera plana relativa a los misteriosos asesinatos del campo de aviación de Westridge. Al terminar, miró a Nora y vio que ésta le estaba observando fijamente.

—¿Y bien? —le dijo ella.

La sonrisa de Parker se había esfumado.

—Tiene que haber algún medio de averiguarlo.

—¿Cómo? —preguntó Nora—. Anoche estuvimos pensando en todas las posibilidades. Nada podía servirnos. Su ginecólogo está vegetando en un hospital.

Su perro de California fue atropellado accidentalmente por un automóvil hace una semana. Tú dijiste que Vera tenía unas reveladoras cicatrices de cirugía estética. Yo te dije que Billie también se había sometido a intervenciones de cirugía estética, su gran secreto. Por consiguiente, no podemos ir a ninguna parte, a menos que tú averigües algo en el transcurso de las investigaciones relacionadas con su autobiografía.

—Dudo que eso me permita descubrir alguna cosa.

—¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Crees que podremos averiguarlo alguna vez?

—Voy a decirte lo que pienso realmente —dijo Parker—. Creo que nadie conseguirá jamás averiguar la verdad. Ni el presidente. Ni el país. Nadie en todo el mundo. Tan sólo una persona lo sabe —hizo una pausa—. Ella.