12

Doce minutos después de haber abandonado el Cinturón de Circunvalación de Moscú, cuando entró con su Volga en el patio contiguo a su casa de cuatro habitaciones, a Alex Razin le pareció extraño estar contemplando su casa por última vez. La vieja casa de madera pintada de verde oscuro, con la ventana de la fachada iluminada, era una dacha heredada de su padre que la había recibido en calidad de regalo del Estado.

Aquí Razin había sido educado por su padre de chico y aquí había vivido cómodamente en su mediana edad. El único otro ocupante era su tío Lutoff, de setenta y tantos años, el hermano mayor de su padre, encorvado y encogido a causa de la artritis.

Razin aparcó, descendió rápidamente del vehículo y se acercó al portaequipajes. Lo abrió, levantó la cubierta y vio que era suficientemente espacioso.

Corrió a la casa y, mientras subía por los estrechos peldaños, se abrió la puerta y apareció su tío Lutoff, esperando para recibirle tal como hacía todas las noches.

—La cena estará lista dentro de diez minutos —dijo tío Lutoff.

Razin pasó junto a él y entró en la casa.

—Déjalo, tío —le dijo—. No tengo tiempo de cenar esta noche. Tengo que emprender viaje a Londres inmediatamente. Tú puedes ayudarme. ¿Aún tenemos por aquí aquel viejo baúl? Aquel grande que papá se trajo de los Estados Unidos.

—Estoy seguro de que lo tenemos en el trastero.

—Vé por él. Vacíalo. Arrástralo hasta aquí. Llámame si necesitas que te ayude. Quítale el polvo. ¿Tenemos un taladro? Si no, serán suficientes un escoplo y un martillo. Tráemelos.

Tío Lutoff asintió con la cabeza y se alejó renqueando en dirección al trastero.

Razin se dirigió a su dormitorio. Mirando el reloj, se quitó la ligera chaqueta. Buscó y encontró su vieja chaqueta de cuero oscuro forrada de lana, la de los bolsillos grandes (en uno de ellos había todavía un botellín de vodka), y se la puso. Después se acercó a la cómoda y abrió el cajón de arriba. Buscando por entre los calzoncillos y los calcetines, encontró la caja de municiones y su pistola PM. Sacó ambas cosas, dejó las municiones sobre la cama y examinó la pistola Makarov de 9 mm. Con rapidez de profesional, la desmontó. Se encontraba en perfectas condiciones de funcionamiento.

La volvió a montar e introdujo ocho cartuchos en el cargador. Recordó otra cosa y la buscó infructuosamente en el primer cajón, pero la encontró en el segundo.

Tomó el costoso silenciador y lo introdujo rápidamente en el cañón de la Makarov. Tras levantar el seguro, se guardó el arma en el segundo bolsillo de la chaqueta.

Sacó su vieja cartera del bolsillo de la chaqueta ligera que había dejado sobre la cama. La examinó, se cercioró de que contenía su carnet del KGB y se guardó la cartera en el bolsillo de atrás del pantalón. Sacó otra cosa de la chaqueta, el pasaporte diplomático que Pietrov le había entregado. Y otra cosa que casi había olvidado, la tarjeta del embajador Youngdahl con su número de teléfono.

Razin tomó ambas tarjetas y se las guardó. Puesto que no iba a regresar, ¿había alguna cosa más? En alguna parte, había una desgastada instantánea de su madre y la última fotografía de su padre. Pero no disponía de tiempo. Tendría que sacrificarlas por Billie.

A punto de abandonar el dormitorio, recordó algo.

Abrió un armario, buscó en el estante de arriba y sacó una manta doblada de color marrón. Se la llevó al salón donde tío Lutoff acababa de quitar el polvo del baúl negro de metro y medio de longitud, con rebordes de latón. Razin arrojó la manta cerca del mismo, se arrodilló, abrió las cerraduras, levantó la tapa y examinó el interior. El baúl era espacioso, pero no lo bastante como para contenerle a él. De todos modos, Billie era considerablemente más baja y delgada. Calculó que podría caber. Tendría que estar encogida y sufrir incomodidades, pero tal vez no tuviera que permanecer allí dentro mucho rato. Por lo menos, él esperaba que no.

Recogió la manta y se levantó, la sacudió y la colocó en el interior del baúl para que sirviera de forro. Bajó la tapa, cerró el baúl y lo colocó de lado.

—¿Has encontrado un taladro? —le preguntó a su tío.

—No, pero tengo un escoplo y un martillo.

—Serán suficiente.

Tomó el escoplo y el martillo de manos de su tío y se inclinó sobre el baúl, apoyando el escoplo con una mano contra la tapa y sosteniendo el martillo sobre el escoplo con la otra. Dio un martillazo al escoplo en un intento de clavar su punta en el baúl. Pero el baúl era muy resistente y sólo cedió un poco. Razin volvió a dar un fuerte martillazo y después un tercero y un cuarto; al quinto martillazo, el escoplo penetró en el baúl, abriendo en él un mellado agujero. Animado, Razin desplazó el escoplo a lo largo del baúl y fue dando martillazos hasta abrir media docena de agujeros.

Complacido, retrocedió unos pasos. Cualquier persona encerrada en el baúl necesitaría oxígeno. Los agujeros permitirían que Billie pudiera respirar.

Guardándose el escoplo en el bolsillo, Razin le entregó el martillo a su desconcertado tío. Tomó la cartera, sacó la mitad de los rublos que contenía y dejó los billetes sobre el baúl. Se dirigió al escritorio del salón y tomó un papel y una pluma. Anotó la fecha en el papel y garabateó una nota. La nota transfería todas las propiedades y los efectos personales de Razin a su tío Lutoff. Razin la firmó. Tomó la nota y los rublos y lo depositó todo en la mano del viejo.

—Es tuyo, tío —dijo—. Todo lo que tengo… por si me ocurriera algo.

—No, no —protestó tío Lutoff—, por favor, no tiene que ocurrir nada.

—Guarda eso y ayúdame —le ordenó Razin, agarrando una de las correas del baúl—. Vamos a colocarlo en el portaequipajes del coche. Tengo muchísima prisa.

Como consecuencia de lo tardío de la hora, las plazas de aparcamiento del Kremlin estaban ocupadas tan sólo en un tercio, por lo que Alex Razin pudo aparcar su automóvil en un lugar favorable para sus propósitos.

Mientras se dirigía al Kremlin, exhibió, como de costumbre, su pase del KGB, a pesar de que los guardias que se encontraban diseminados por la zona le conocían.

Al llegar a la suite en la que permanecía prisionera Billie Bradford, Razin se detuvo para charlar con el guardia del KGB al que conocía.

—¿Qué tal estás, Boris?

—Muy bien, camarada Razin.

—¿Cómo está tu hijo?

—La fiebre le ha bajado. Dentro de una semana, podrá volver a practicar sus deportes.

—Me alegro mucho —dijo Razin, añadiendo después con indiferencia:

¿Ha venido alguien esta noche a visitara nuestra huésped?

—Todo ha estado de lo más tranquilo.

Razin experimentó una profunda sensación de alivio. Su constante temor había sido el de que Pietrov llegara antes que él. Aquello hubiera sido el final de la primera dama y de todas sus esperanzas. Buscando la llave, trató de actuar con su despreocupación habitual.

Abrió la puerta y entró.

Había supuesto que Billie estaría dormida y que tendría que despertarla para que se pusiera en marcha.

Pero la encontró completamente despierta en el otro extremo de la estancia, con su bata y su camisón, haciendo distraídamente solitarios sobre la mesita del café. Una vez Razin hubo cerrado la puerta a su espalda, ella levantó la cabeza y le recibió con una expresión de ligera sorpresa.

Razin se acercó rápidamente el índice a los labios, haciéndole señas de que no se moviera. Se dirigió a la radio, que estaba emitiendo música sinfónica a bajo volumen. Elevó el volumen hasta que la música llenó toda la estancia y después se acercó a ella.

—¿No es una hora un poco rara para que venga aquí? —le dijo ella, observándole.

—Tenía algo urgente que decirle —replicó él en voz baja.

—¿Alguna noticia? —preguntó ella ansiosamente, posando la baraja.

—Hay una noticia, Billie. No exactamente la que usted esperaba.

—Dígame cuál es —dijo ella, estudiándole el rostro.

—Se lo diré. Pero no quiero que se asuste. He venido para ayudarla. Con independencia de lo que pueda pensar, recuérdelo.

—De acuerdo —dijo ella, disponiéndose a escucharle.

—¿Ha venido a decirme que aún no van a enviarme a casa?

—Peor. Mucho peor. Han decidido librarse de usted.

—¿Cómo? —exclamó ella, como si no le hubiera oído bien—. Librar…

—Quieren librarse de usted —repitió él.

Al final, Billie comprendió lo que él le estaba diciendo y se aterró.

—Oh, no… no…

No va a ocurrir —se apresuró a decirle él para tranquilizarla—. Pero eso es lo que han planeado.

Quieren matarla.

—¿Matarme, pero matarme de veras? —repitió ella en tono de absoluta incredulidad.

—Esta noche —dijo Razin—. Quieren que la segunda dama siga desempeñando el papel de primera dama.

Con carácter permanente.

—Pero eso nunca podría…

—Ellos creen que sí.

—Deje que hable con ellos, que les explique… —le suplicó ella.

—No. Sería inútil. Una vez le echaran las manos encima, estaría usted perdida. Sólo hay una posibilidad.

Voy a ayudarla a escapar ahora mismo. Yo tengo orden de trasladarme esta noche a Londres en calidad de correo. Hay un avión aguardándome. Voy a tratar de llevarla conmigo. Tenemos que actuar con rapidez.

Razin había imaginado que ella reaccionaría inmediatamente, le obedecería, se levantaría de un salto y correría al dormitorio. Pero, en su lugar, ella se quedó mirándole con una expresión de amargura dibujada en el rostro. Había recuperado el aplomo y había tomado de nuevo la baraja.

—Billie —dijo Razin, perplejo—, ¿no me ha oído usted?

—Le he oído —dijo ella, concentrándose en los naipes—. No le creo.

—¿Qué no me cree? Billie…

—No, no le creo —dijo ella, levantando los ojos—. Me mintió una vez simulando que me iba a ayudar a escapar. Se aprovechó de mí. No permitiré que vuelva a ocurrir. Sé que es un agente del KGB. ¿Va a usted a negarlo? No lo niegue. Vi su carnet de identidad.

Razin se quedó momentáneamente sin habla.

—Usted no es un amigo —añadió Billie implacablemente—. Usted es uno de ellos. No tengo idea de lo que quiere de mí esta vez. Tal vez quiera matarme usted. Tal vez le han ordenado que me saque de aquí sin dificultad. Cualquiera que sea su juego, no pienso volver a participar. Es usted un embustero, no se puede confiar en usted y no quiero intervenir…

Razin hincó una rodilla ante ella y le agarró los brazos con tanta fuerza que la obligó a hacer una mueca.

—Billie, escúcheme. Por favor, escúcheme. Todo lo que usted ha dicho es cierto. Soy un agente del KGB. Me aproveché de usted. Me dieron una orden y yo la cumplí.

Pero ahora no. Esta vez no. ¿Por qué iba a aprovecharme de usted? ¿Qué razón podría haber?

Conmovida, ella le miró a los ojos. Su vehemencia la indujo a dudar.

—¿Cómo… cómo podré saberlo? —preguntó en tono vacilante.

—Billie, si yo estuviera todavía del lado de ellos, no me hubiera atrevido a decirle lo que le he dicho. Tienen el propósito de ejecutarla esta noche. ¿Cómo podría aprovecharme de usted, qué otra cosa peor que ésta podría hacerle? ¿Qué tengo yo que ganar?

—Suponiendo que lo que usted me ha dicho sea cierto, ¿por qué molestarse en ayudarme? ¿Por qué arriesgar su carrera y su vida?

—Tengo mis razones —dijo él, levantándose—. Pero ahora no disponemos de tiempo para ellas. Se lo repito, tenemos que actuar con rapidez. De lo contrario, no habrá ninguna posibilidad.

—¿Lo dice en serio? —preguntó ella, levantándose.

¿Quieren de veras matarme?

—Van a hacerlo, se lo juro.

—¿Y usted… —dijo ella, empezando a mostrarse angustiada— quiere ayudarme?

—Puedo intentarlo. El general Pietrov va a venir aquí esta noche para llevársela. No sé exactamente cuándo.

Tal vez más tarde. Tal vez de un momento a otro.

Tenemos que irnos. Tengo el automóvil fuera. Haga lo que le digo.

—Muy bien.

—Vístase inmediatamente… —ella se dirigió al dormitorio mientras él añadía: —y póngase el conjunto de visón.

—¿El conjunto de visón? —dijo ella, deteniéndose junto a la puerta—. ¿Cómo sabe usted…?

Lo sabemos todo acerca de usted. ¿Acaso lo ha olvidado? El atuendo o conjunto de visón significa el traje de chaqueta marrón, la blusa, los zapatos de piel de lagarto y el abrigo de visón beige. Póngaselo. Es probable que el guardia de aquí afuera nos dejara pasar.

Pero prefiero el otro camino, la trampa de la cocina que conduce al almacén…

—La han clavado.

Lo sé. Pero yo puedo abrirla. Dese prisa.

Tan pronto como ella se dirigió al dormitorio, Razin se encaminó hacia la cocina. Apartó a un lado la estera que cubría la trampa. Se arrodilló. Ocho clavos aseguraban la trampa. Se metió una mano en el bolsillo de su chaqueta de cuero. Sacó el escoplo. Empezó a utilizarlo a modo de palanca para soltar los clavos. Los clavos estaban muy fuertes y no era fácil. Transcurrieron cinco minutos. Había sacado dos clavos. Intensificó su esfuerzo.

Sólo una cosa le inquietaba. El éxito de su huida dependería enteramente de la hora en que el general Pietrov llegara. Si lo hacía poco después de que ellos se hubieran ido, descubriría la desaparición de Billie, sospecharía de Razin y ordenaría que ambos fueran detenidos en el aeropuerto. En caso de que ya estuvieran en el aire, Pietrov enviaría un mensaje por radio al piloto, ordenándole que regresara. Era la posible detención en el aeropuerto y no ya la orden de regreso del aparato lo que le preocupaba a Razin. En caso de que el piloto recibiera la orden de dar media vuelta, se encontraría también con la pistola de Razin contra su cabeza. Era necesario que ya hubieran despegado cuando Pietrov se enterara del intento de huida.

Razin arrancó el último clavo. Colocó los dedos índices a ambos lados de la trampa, consiguió levantarla del suelo y la apartó a un lado. Vio la empinada escalera que conducía al oscuro almacén.

Billie ya debía estar vestida. A punto de levantarse y de llamarla, Razin fue consciente de una pausa en la música y pudo escuchar con toda claridad otro sonido.

El sonido era paralizador. Su corazón se detuvo.

Agachado, Razin prestó atención. La puerta se abrió con un chirrido y se cerró de golpe.

Desde el ángulo en el que se encontraba, Razin no podía ver a nadie, pero había alguien más en el salón.

Razin se levantó trabajosamente y retrocedió en silencio hacia el frigorífico, lugar desde el que podía ver el resto de la estancia y la puerta que daba acceso al dormitorio.

En aquel instante, apareció la fornida figura del general Pietrov, pasando frente a la cocina para dirigirse al dormitorio. Casi había cruzado el salón cuando Billie, envuelta en su abrigo de visón, apareció en la puerta del dormitorio. Ella también había oído el rumor de la puerta de entrada y había salido para ver qué ocurría y ahora se había encontrado con el general Pietrov.

Aunque su pánico era evidente, trató de conservar el aplomo.

Pietrov, momentáneamente distraído por la reanudación de la ensordecedora transmisión de música, se detuvo.

—Buenas noches, señora Bradford —dijo en voz alta, mirándola de la cabeza a los pies—. ¿Tenía usted el propósito de salir? ¿Al teatro tal vez? ¿A una representación de ballet?

—Nnno —balbució ella—. Estaba aburrida. Me estaba probando ropa.

Pietrov guardó momentáneamente silencio como si reflexionara acerca de su respuesta y después habló casi en tono alegre.

—Una feliz coincidencia —dijo—. Precisamente yo había decidido dejarme caer por aquí para invitarla a salir. Pareció como si Billie quisiera ganar tiempo.

—¿Salir? ¿Yo? ¿Adónde?

—Una sorpresa. Ya lo verá. Ha estado encerrada aquí demasiado tiempo. Venga conmigo.

—No… no estoy segura de que me apetezca salir.

Tenía intención de acostarme.

—Habrá mucho tiempo para dormir. Le sugiero que me acompañe.

—De veras, no me apetece, general. Si no le importa…

—Me importa —dijo él con más aspereza en la voz.

Es más, insisto.

—Bueno, si tengo que…

—Ahora —le ordenó el general.

—Mi bolso —dijo ella en tono vacilante—, voy por el bolso.

—No le hará falta el bolso —dijo Pietrov en tono malhumorado—. Vamos —añadió con voz inflexible.

No me obligue a hacerle salir por la fuerza.

Ella avanzó por el salón, pasó lentamente junto a Pietrov sin mirarle a los ojos y se encaminó hacia la puerta, seguida a varios pasos de distancia por Pietrov.

Desde la cocina, Razin había estado observando la escena y escuchando. La crisis se había producido antes de lo que él esperaba. Las ideas se agolparon en su cerebro mientras trataba de analizar las diversas opciones que se le ofrecían. De una sola cosa podía estar seguro. Pietrov estaba conduciendo a la primera dama a la muerte. Tenía que impedirlo por cualquier medio.

¿Por qué medio? La mano derecha de Razin se había introducido en el bolsillo de la chaqueta. Era necesario desarmar a Pietrov, obligarle a bajar al almacén de abajo, amordazarle, atarle y dejarle allí. Él y Billie tenían que ponerse a salvo antes de que encontraran a Pietrov.

Ambos se estaban alejando del campo visual de Razin. La mano de Razin comprimió la culata de la pistola Makarov. Razin se sacó del bolsillo la pistola con su silenciador y soltó el seguro. En rápido movimiento, se dirigió al salón, sosteniendo la pistola en alto.

—Pietrov —gritó.

Presa del sobresalto, el director del KGB se detuvo en seco. Dio media vuelta con expresión de asombro y miró fijamente a Razin con los ojos muy abiertos.

—Venga —le ordenó Razin, sin pestañear.

Con gesto obediente, Pietrov se adelantó un paso y empezó a levantar las manos en sumisa rendición.

Mientras lo hacía, una mano tan rápida como un rayo se dirigió hacia la pistolera del hombro. Pietrov desenfundó el arma mientras la pistola de Razin le apuntaba.

Razin disparó primero. Se oyó el apagado silbido del silenciador. Pietrov lanzó un jadeo, soltó el arma y su mano se acercó a la otra mano con la que estaba sosteniendo el vientre. Pietrov dio una vuelta, se tambaleó hacia delante y cayó de rodillas, extendiendo instintivamente la mano para evitar la caída. Cayó de bruces sobre el pavimento.

Billie y Razin contemplaron fascinados el cuerpo postrado boca abajo, estudiándolo por si se registraba alguna señal de movimiento. No había ninguna. La sangre estaba empapando la alfombra.

Como emergiendo de un trance hipnótico, Razin entró en acción. Con el arma, le hizo una seña a Billie, indicándole que le siguiera a la cocina. Ella también daba la impresión de haber estado hipnotizada, pero rápidamente salió de aquel estado. Corrió evitando el cuerpo de Pietrov. Razin la acompañó a la abertura del suelo.

—Ahora le creo —le susurró ella al oído—. ¿Lo lograremos?

—No lo sé, pero ojalá lo consigamos. No puedo hacer otra cosa más que seguir adelante.

Sentado al volante de su automóvil con Billie Bradford en el otro asiento, Razin estaba avanzando velozmente en dirección suroeste por la autopista que conducía al aeropuerto de Vnukovo.

Con la excepción de una breve demora, habían podido abandonar el Kremlin sin contratiempos. Al salir del almacén, Razin le había aconsejado a Billie que se cubriera la mitad inferior del rostro con el cuello de su abrigo de visón. Después, tomándola por el codo, la había acompañado sin prisas hacia el amarillo edificio de cuatro plantas de la Administración, que se levantaba al otro lado. Había saludado con aire despreocupado a los pocos guardias con quienes se había cruzado, los cuales le habían reconocido y le habían devuelto el saludo.

En el aparcamiento, Razin había acompañado a Billie a lo largo de la hilera de negros automóviles oficiales cuyo tamaño acentuaba la insignificancia de su Volga. Al llegar a la altura de su automóvil, había ayudado a Billie a acomodarse en el asiento y había rodeado el vehículo para sentarse al volante. Tras hacer marcha atrás, se había dirigido hacia la puerta Spasskaya.

Un nuevo guardia del KGB, al que no conocía, le había impedido el paso. El guardia había mirado a través de la ventanilla abierta del vehículo.

—¿Identificación? —le había pedido a Razin.

Razin había sacado la cartera y había extraído su carnet de identidad del KGB.

El guardia lo había estudiado y después había examinado el rostro de Razin. Tras darse por satisfecho, el guardia había señalado con el rifle a Billie.

—¿Y la señora? —había preguntado.

—Es la testigo de un delito —había contestado Razin—. El general Pietrov quiere que acuda a la Lubyanka para ser interrogada.

—Gracias, señor —había dicho el guardia—. Puede usted pasar.

Mientras el automóvil seguía adelante, dejando atrás el Kremlin, Razin había dicho en tono enigmático:

—Nos queda un paso más… muy largo.

Ella había tratado de comprender lo que quería decir. Observando su expresión de curiosidad, él le había explicado:

—Llegar al aeropuerto antes de que nos den alcance.

Más tarde o más temprano, alguien echará en falta a Pietrov y acudirá en su busca. Cuando interroguen a Boris, su guardia, sabrán que yo he estado en la suite y descubrirán que hemos utilizado la trampa. Tratarán de detenernos en el aeropuerto. Pero es posible que eso no ocurra.

—¿Qué haré yo en el aeropuerto? —había preguntado Billie, estremeciéndose.

—Nada. Lo verá enseguida. Déjelo de mi cuenta.

Mientras atravesaba Moscú con su reconocible acompañante a aquella hora tan tardía, Razin se había sentido cercado y amenazado. Al pasar por la plaza Gagarin, siguiendo por la avenida Lenin, había podido distinguir la Universidad de la Amistad Patricio Lumumba, las débiles luces del hotel Sputnik y algunos edificios comerciales a oscuras tales como La Casa de los Zapatos, La Casa de los Tejidos y los Almacenes de Moscú. Comprendió que muy pronto se alejaría de la ciudad.

Tras cruzar la avenida Vernadsky, había empezado a ver retazos de campiña. Pero sus temores no habían disminuido. Encorvado sobre el volante, había seguido conduciendo el vehículo en silencio mientras Billie permanecía acurrucada en un rincón de su asiento.

Mientras seguía avanzando, la avenida Lenin se había convertido en la autopista de hormigón de cuatro carriles llamada Chaussée Kiev. Había contemplado con atención todos los vehículos con chófer, todos los motoristas uniformados y todos los autobuses urbanos que se habían acercado o le habían adelantado y había observado con recelo todos los faros delanteros encendidos que habían emergido de las calles laterales.

Ahora, contemplando una señalización que le indicaba que el aeropuerto se encontraba a cuatro kilómetros, dejó de pisar el acelerador, aminoró la marcha y fue desplazando poco a poco el vehículo hacia el carril exterior de la autopista, buscando algo en los retazos de penumbra y de densos boscajes de más allá.

Razin se apartó bruscamente de la autopista y empezó a adentrarse por un camino sin asfaltar. Una ligera pendiente le condujo a un cruce. Siguió avanzando y enfiló con su automóvil una ancha calzada de camiones que se perdía en el bosque. A lo largo de unos cien metros, avanzó en zigzag por entre abetos y alerces y, al final, se detuvo en un pequeño claro.

Apagando los faros delanteros, se volvió a mirar a Billie. Ésta permanecía sentada con expresión inquieta e inquisitiva.

—El último paso —le dijo—. Tiene que disponerse a pasar incomodidades durante media hora o tal vez una.

Es posible que se produzca magulladuras y que experimente sacudidas y se asuste. Pero, si todo sale bien, vivirá. Esperemos que dé resultado.

—Esperemos que dé resultado, ¿qué?

Él abrió su portezuela: En el portaequipajes de este vehículo, hay un baúl de viaje. Tiene que meterse en su interior. Yo la encerraré.

Tiene que acurrucarse dentro y no hacer ningún ruido.

Hay una manta en el baúl. Eso y el abrigo de visón la protegerán de los golpes. He practicado unos pequeños orificios para que penetre el aire. ¿Cree que lo podrá soportar?

—¿Después de lo que ya he soportado?

—Muy bien, pues, adelante.

Ambos descendieron del Volga a través de sus portezuelas correspondientes y se reunieron en la parte de atrás del vehículo. Él abrió el portaequipajes y levantó la cubierta, mostrándole a Billie el viejo baúl de viaje. Esperaba que fuera suficiente para contenerla.

Soltó las correas y levantó la tapa del baúl.

—¿Cree que podrá caber aquí dentro? —le preguntó a Billie.

—Sería más fácil si me quitara el abrigo de visón —dijo ella en tono dubitativo.

—No —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Necesitará la protección de las pieles. Vamos a ver si cabe —levantó una mano—. Mire, suba al parachoques y yo la ayudaré a meterse.

Tomando la mano de Razin, ella subió. Asiendo con una mano el borde del baúl, se levantó con la otra mano la falda y el abrigo por encima de las rodillas e introdujo con cuidado una pierna en el baúl y luego la otra.

Después se arrodilló.

—Muy bien —dijo él—, ahora colóquese de lado, acercando las rodillas al mentón. Así. Ahora un poquito más, si puede —Razin se inclinó sobre el baúl, tratando de cubrirla mejor con el abrigo de visón—. ¿Qué tal?

—Terrible. Pero más cómodo que un ataúd. ¿Cuánto me ha dicho?

—De media a una hora todo lo más. Cuando estemos en el aire, la sacaré. Esfuércese todo lo que pueda, Billie.

¿Preparada? Allá vamos.

Razin bajó la tapa despacio, abrochó las correas con hebillas de latón y cerró el baúl.

Cerrando el portaequipajes, regresó a toda prisa a su asiento. A pesar de la urgencia de la situación, hizo marcha atrás con sumo cuidado, decidido a no sacudir o lastimar a su protegida. El Volga se inclinó mientras regresaba por la calzada de camiones y subía por el camino.

Minutos más tarde, Razin se encontraba de nuevo en la autopista, dirigiéndose hacia el aeropuerto.

Una sola cosa le preocupaba: ¿Estaría la guardia pretoriana de Pietrov, el pelotón de ejecución, aguardándoles?

Nadie parecía estar aguardándoles y Razin empezó a respirar más tranquilo.

Al acercarse a la terminal del aeropuerto, que había visitado hacía m uy poco, Razin se sintió momentáneamente perplejo. Estaba viendo no un edificio del aeropuerto sino dos. A la derecha, sé observaba una pequeña edificación de estuco color crema, evidentemente antigua, con unos peldaños frontales y un porche. A la izquierda, a unos tres o cuatro metros, se levantaba un edificio más nuevo, más alto y más impresionante, con una fachada de cristal en la que se veían tres hileras de cristales en marcos de aluminio. Sobre la cubierta, un rótulo inundado de luz de por lo menos un metro y medio de altura indicaba: VNUKOVO.

Razin llegó a la conclusión de que aquel edificio más nuevo no era el edificio en el que se le esperaba.

Giró hacia el edificio más antiguo y, haciendo caso omiso de las plazas de aparcamiento del otro lado, avanzó a lo largo de la ancha acera, se acercó a una señalización metálica en la acera de hormigón en la que se leía Prohibido aparcar y aparcó junto al bordillo.

Mirando a su alrededor, pudo ver que el aeropuerto de Vnukovo estaba muy animado a pesar de lo tarde que era y de que el edificio más antiguo no parecía estar en uso. Razin descendió del vehículo en la esperanza de que hubiera algún mozo de servicio en el turno de noche.

En aquel momento, un militar emergió de la entrada principal del edificio más pequeño y se acercó rápidamente a Razin. Iba enfundado en un uniforme del KGB, según Razin pudo observar. Razin se tensó inmediatamente, pero enseguida pudo ver que el oficial no llevaba, armas a la vista. Se tranquilizó ligeramente y esperó.

El capitán se detuvo frente a Razin.

—Disculpe, ¿es usted Alex Razin?

—Lo soy.

—Me han ordenado que le esperara. Soy el capitán Meshlauk, del KGB. Tengo instrucciones de facilitarle la salida por todos los medios. Ante todo, por favor, su carnet de identidad y pasaporte.

Razin le entregó ambas cosas.

El capitán Meshlauk examinó el carnet del KGB y el pasaporte y asintió.

—Muy bien. Se le ha asignado un aparato, un espacioso Antonov An-12 de transporte. Lo tendrá para usted, exceptuando a la tripulación, claro. Habrá un piloto, un copiloto, un navegante, un ingeniero y un operador de radio, pero estarán encerrados en la parte delantera. Se han recibido instrucciones en el sentido de que ellos no tienen que confraternizar con usted ni usted con ellos. El aparato está listo para llevarle al aeropuerto londinense de Westridge inmediatamente —miró a Razin de arriba abajo—. Me dijeron que le esperara con un paquete.

Razin mostró las manos vacías y sonrió.

—Ah, lo tengo en el portamaletas del automóvil y no es exactamente lo que yo llamaría un paquete. Es un baúl de viaje que debo entregar al primer ministro Kirechenko en Londres.

—¿Es un baúl? Bueno, supongo que alguien lo podría llamar un paquete.

—Abriré el portamaletas. Necesitaré a dos mozos para que lo carguen en el avión.

—Los traigo enseguida —dijo el capitán, dando media vuelta y regresando al interior del edificio.

Razin se dirigió a la parte de atrás del automóvil y abrió el portaequipajes. Allí estaba el baúl de viaje, con Billie en sus entrañas. Se preguntó cómo se encontraría ésta. Estuvo tentado de hablarle, pero no se atrevió.

Permaneció de pie, inspeccionando la zona parcialmente iluminada por los faroles. No se observaba todavía señal alguna de peligro. Esperaba que la suerte le siguiera acompañando.

Pensó que ojalá el capitán Meshlauk se diera prisa.

Como en respuesta a su deseo, el capitán se presentó, seguido de dos mozos entrados en años, vestidos con unos uniformes parduscos.

Razin los esperó en la parte de atrás del vehículo.

—Aquí está —les dijo, indicándoles el baúl.

Trátenlo con cuidado, con mucho cuidado. Hay una correa de cuero en cada extremo.

Los mozos se acercaron al baúl, asieron una correa cada uno y lo levantaron del portaequipajes del coche entre gruñidos.

—Encárguese de que lo trasladen a la sección de pasajeros del aparato —le dijo Razin al capitán—. Es necesario que lo tenga a la vista constantemente.

El capitán asintió y les ladró la orden a los mozos.

—Llevadlo al Antonov An-12. Colocadlo en la sección de pasajeros.

Mientras observaba a los mozos que se alejaban, Razin cerró el portaequipajes del automóvil y le entregó las llaves al capitán Meshlauk.

—¿Querrá usted aparcarlo? Regresaré dentro de unas ocho horas.

—Estaré aquí, aguardándole —dijo el capitán.

Ahora será mejor que suba a bordo. No tenemos que preocuparnos por el control del pasaporte.

Estaban entrando en el edificio cuando Razin asió un brazo del capitán, obligándole a detenerse.

—Otra cosa —dijo Razin—. Cuando esté listo, tengo que efectuar una llamada. ¿Dónde puedo encontrar un teléfono privado?

—Eso no es ningún problema. Permítame que se lo indique.

El capitán acompañó a Razin a un pequeño despacho cercano. Abrió la puerta, encendió la luz y le hizo señas a Razin de que pasara.

—Hay un teléfono encima del escritorio. Voy a ver si los mozos han subido el paquete a bordo. Después me reuniré con usted en la puerta de salida y le acompañaré al avión.

Una vez el capitán se hubo retirado, Razin buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó la tarjeta del embajador Youngdahl con el número de teléfono de la Embajada de los Estados Unidos en Moscú. De pie, Razin descolgó el teléfono y marcó el número de la Embajada.

Una telefonista del turno de noche contestó al primer timbrazo. Razin le dijo que tenía que hablar con el embajador Youngdahl y que su llamada era esperada.

—Dígale que se refiere a un tal señor Guy Parker.

Hubo un largo intervalo de quince segundos antes de que se escuchara la adormilada voz del embajador.

—Aquí el embajador. ¿Es Alex Razin?

—Sí. Tengo un mensaje a entregar directamente a la primera dama o bien a su secretaria.

—Estoy preparado con papel y lápiz.

—Aquí está el mensaje —Razin empezó a dictar despacio:

—«Estoy en ruta hacia Londres con paquete. Acuda al Aeropuerto de Westridge al amanecer para reunirse conmigo. Vista el conjunto de visón. Puesto que es posible que me impongan de momento algunas limitaciones, por favor, suba a bordo del aparato. Allí recibirá ulteriores instrucciones. Firmado, Alex Razin» —Razin hizo una pausa—. Final del mensaje. ¿Está claro, señor embajador?

—Para mí no. Pero tal vez lo esté para la primera dama.

—Vuélvamelo a leer, si no le importa. El embajador lo volvió a leer.

—Perfecto —dijo Razin—. ¿Me hará el favor de enviárselo ahora a la señora Bradford?

—Inmediatamente.

—Gracias, señor embajador. Ahora tengo que irme.

Una vez hubo colgado el aparato, Razin se percató de que estaba sudando. Se sacó un pañuelo y se enjugó la frente y el labio superior.

Guardando el pañuelo, apagó la luz del despacho y salió al vestíbulo casi vacío del edificio escasamente iluminado. A cierta distancia, más allá de los mostradores de control de pasaportes y de registro de equipajes, junto a las puertas de salida, vio al capitán haciéndole señas.

Recorrió rápidamente la distancia y se reunió con el capitán que le abrió la puerta de salida.

—Todo en orden, señor.

—Gracias.

Ahora se encontraban en el exterior y el aire frío azotó el rostro de Razin. El capitán se había adelantado y Razin le siguió en dirección al gigantesco turborreactor que se levantaba frente a ellos. Los reactores estaban silbando y levantando ráfagas de polvo y suciedad.

El capitán empezó a subir por la escalerilla portátil.

Volviéndose a mirar fugazmente. Razin empezó a subir también. Junto a la portezuela del aparato, el capitán esperó y señaló hacia el interior.

—Su baúl —dijo sobre el trasfondo del rumor de los reactores—. Se ha instalado en una fila de asientos. Elija el que guste —le tendió la mano a Razin—. Buen viaje.

Le veré mañana por la mañana.

—Ya le buscaré —dijo Razin, estrechando su mano.

Y gracias de nuevo por su ayuda.

Razin pasó al interior del aparato. Se volvió y observó que el capitán estaba hablando con los de la cabina. Momentos más tarde, el capitán se marchó.

Después salió un miembro de la tripulación y sin tan siquiera mirar al solitario pasajero, cerró la pesada portezuela a través de la cual Razin había entrado y la aseguró. Luego desapareció de nuevo en el interior de la cabina.

Razin empezó a orientarse. El interior del Antonov estaba vacío, exceptuando los largos bancos adosados a las paredes internas —destinados evidentemente a los paracaidistas— y una fila de cuatro asientos. Lanzando un suspiro de agotamiento, Razin se acomodó en uno de los asientos externos y contempló el baúl. En su interior se encontraba la primera dama de los Estados Unidos.

Increíble.

Y no menos increíble resultaba el hecho de que hubieran podido llegar tan lejos. Sus pensamientos se dirigieron al verdugo, ¿habría muerto el general Pietrov o estaría vivo? En caso de que estuviera vivo, ¿lo habría encontrado alguien?

Si estaba vivo y le habían encontrado, aún corrían peligro. Razin se dio una palmadas en el bolsillo. Aún tenía la pistola.

Miró por la ventanilla. El aparato se estaba moviendo.

Los primeros rayos de la aurora estaban perfilando las cúpulas del Kremlin.

Junto al un bordillo del interior del Kremlin, el alargado automovil Zil de color azul oscuro perteneciente al director del KGB seguía aparcado en el mismo sitio en el que lo habían estacionado al llegar.

En el interior del vehículo, los cuatro ocupantes seguían esperando. Sentado al volante se encontraba el chófer Konstantin y a su lado se sentaba el fotógrafo Sukoloff. En la espaciosa parte de atrás, dos de los tres asientos de vinilo aparecían ocupados por dos de los fieles guardaespaldas del KGB del general Pietrov: el capitán Ilya Mirsky y el capitán Andrei Dogel.

El rostro malhumorado de Mirsky denotaba impaciencia.

—Se está haciendo de día —gruño Mirsky, mirando a través de la ventanilla—. No me gusta. Nos estamos retrasando. Tendríamos que haberlo hecho esta noche.

—¿Y qué más da? —dijo Dogel.

A Mirsky sí le daba. Un plan era un plan. Si la gente no se ajustaba a sus planes, el mundo, la vida sobre la tierra, sería un caos. Sin seguir los planes, las cosas podían fallar, la cosas no podrían hacerse. Ésta era una de la cualidades más admirables de Pietrov. Siempre planificaba. Siempre se ajustaba a lo que había planificado. Conseguía hacer las cosas.

A Mirsky la tardanza de su jefe esta noche se le antojaba inexplicable.

Ahora, por décima vez por lo menos, en calidad de antídoto contra el tedio de la inactividad. Mirsky volvió a repasar el aplazado plan. Todos tenía misiones precisas aunque sólo él y Dogel sabían de antemano lo que iba a ocurrir. El chófer Konstantin había recibido instrucciones: una vez se hubiera recogido a la nueva pasajera, tendría que recorrer cinco kilómetros, más allá del parque Izmailovo, hasta llegar a un denso pinar virgen en el que se ocultaba un antiguo cementerio. El chófer debería permanecer en el automóvil y el fotógrafo Sukoloff debería quedarse con él hasta que le mandaran llamar con su cámara. La pasajera, la mujer a la que Pietrov había acudido a recoger, estaría inconsciente. En cuanto Pietrov la hiciera subir al automóvil, Dogel le cubriría el rostro con un trapo empapado en éter. La dejarían en el suelo del vehículo y Mirsky y Dogel la transportarían a través del bosque hasta el cementerio.

Una tumba abierta estaría aguardando. Mirsky debería dispararle un tiro al corazón y después debería apartarse para que el fotógrafo la fotografiara. Una vez Sukoloff hubiera tomado unos primeros planos de su rostro sin vida y de la herida de bala y hubiera recibido la orden de retirarse, Dogel vertería ácido sobre el rostro para destrozarlo de tal manera que fuera imposible reconocerlo. El cadáver sería empujado después a la tumba y Mirsky y Dogel utilizarían unas palas para llenar el hueco con tierra y lo cubrirían todo con una capa de césped. Después regresarían a toda prisa al cuartel general del KGB. Las copias de las fotografías serian entregadas a Pietrov, el cual las entregaría a Alex Razin.

Éste era el plan… todavía no cumplido.

Mirsky acercó el encendedor a un cigarrillo, dio una furiosa chupada y se miró el reloj de pulsera.

—Ya son casi las cuatro —dijo, mirando una vez más a través de la ventanilla—. Es prácticamente de día. Os digo que eso no es propio de él —apagó el cigarrillo, aplastándolo—. Será mejor que vaya a ver qué ocurre —añadió.

—No sé —dijo Dogel—. Hemos recibido la orden de esperar. A lo mejor le sorprendes jodiendo por última vez a la dama.

Mirsky abrió la portezuela del automóvil.

—Correré el riesgo —dijo, descendiendo del vehículo y alejándose.

Caminando a grandes zancadas, Mirsky llegó a su destino en menos de diez minutos. Mientras se acercaba a la suite de la Bradford, vio al guardia de noche vigilando todavía junto a la puerta.

—¿Cómo está, Boris? —dijo Mirsky.

—Muy bien, señor.

—¿Quién está dentro ahora mismo?

—Bueno, señor, la dama, claro. Y después el señor Razin…

—¿El señor Razin?

—Lleva dentro unas cuatro horas. El general Pietrov vino poco después. El general también está dentro.

—¿Ninguno de ellos se ha marchado? —preguntó Mirsky—. ¿Están ahí todavía?

—Sí, señor.

—Bueno, tendré que interrumpir al general Pietrov.

¿Quiere abrirme?

Boris sacó la llave y abrió la puerta de la suite.

En cuanto empujó la puerta para entrar, Mirsky descubrió el corpulento cuerpo del general Pietrov —era Pietrov sin ninguna duda— tendido en el suelo. Fue algo tan inesperado que el aplomo de Mirsky, habitualmente duro como la piedra, se vino abajo.

Recuperándose, gritó sobre el trasfondo de la atronadora música:

—¡Boris!

Mirsky se adelantó de un salto y dobló una rodilla junto a su jefe mientras el guardia Boris entraba corriendo en la habitación.

Ladeando cuidadosamente el cuerpo, Mirsky pudo ver la sangre y la horrible herida de bala.

—Le han disparado… —Mirsky volvió a inclinar el cuerpo de Pietrov sobre el suelo, le asió la muñeca y le tomó el pulso—. Aún está vivo —Mirsky levantó los ojos, mirando al guardia—. ¡Pida una ambulancia a la mayor rapidez posible! ¡Haga sonar la alarma!

El guardia dio media vuelta y abandonó corriendo la estancia.

Una vez se hubo recuperado del sobresalto, Mirsky se levantó. Desenfundando la pistola, examinó el salón.

Había otras dos personas en la suite. ¿Dónde estaban?

Mirsky se dirigió al dormitorio y entró cautelosamente. El dormitorio estaba vacío. Corrió al cuarto de baño. El cuarto de baño y ducha estaban vacíos. Volviendo sobre sus pasos, miró en la cocina.

Vacía. Su prisionera, la primera dama, se había ido, al igual que Alex Razin. A Mirsky no le cupo la menor duda acerca de lo que había ocurrido. Pero ¿cómo habían escapado?

Recordó inmediatamente la trampa y el anterior intento de huida. Se dirigió a la cocina. La trampa parecía estar en su sitio, pero entonces se dio cuenta de que habían arrancado los clavos. Tirando de la trampa y apartándola a un lado, sacó una pequeña linterna del bolsillo, se agachó e iluminó la abertura. La luz mostró tan sólo un almacén vacío.

Mirsky se levantó y se guardó la linterna, en la certeza de que los fugitivos habían huido a través de la trampa. Sacudiéndose el polvo, trató de comprender el motivo de que un leal y veterano agente del KGB como Alex Razin hubiera hecho semejante cosa. ¿Le habría comprado la CIA? ¿O acaso siempre había sido un agente doble al servicio de los estadounidenses? ¿Se habría enterado tal vez de la inminente ejecución de la primera dama y habría accedido a salvarla a cambio de una recompensa? En cualquier caso, ¿cómo suponía Razin que iba a poder sacara la primera dama de Moscú y de Rusia? El comportamiento de Razin resultaba desconcertante. Era absurdo.

Al regresar al salón, vio que el cuerpo de Pietrov se hallaba rodeado por un equipo sanitario integrado por un médico, dos enfermeras y dos camilleros. Mirsky esperó a que se llevaran a Pietrov. El médico dijo:

—Ya veremos la gravedad que reviste cuando lleguemos a la Clínica del Kremlin.

Al salir de la suite, Mirsky fue abordado por unos investigadores de la policía de Moscú y por varios colegas suyos oficiales del KGB. Mirsky les contó rápidamente lo que sabía y después regresó corriendo al automóvil. Se detuvo un momento para contemplar la ambulancia, un pequeño minibús con el emblema de la cruz roja y una luz intermitente en la capota, que estaba acelerando en dirección a la puerta Borovitsky.

Ya en el automóvil, Mirsky le ordenó a Konstantin que se dirigiera rápidamente a la Clínica del Kremlin, situada a escasa distancia.

—La que está al otro lado de la Biblioteca Lenin —añadió.

Mientras el automóvil se dirigía al centro médico, Mirsky les contó a los perplejos Dogel y Sukoloff lo que había ocurrido. Cuando llegaron al edificio de granito rojo de cinco plantas, Mirsky dijo a modo de conclusión:

—Sólo Pietrov puede contestar a nuestras preguntas… si vive —abrió la portezuela del vehículo.

Vamos —le dijo a Dogel—, intentaremos averiguarlo.

La pequeña y asfixiante sala de espera se encontraba frente a la sección de cirugía. Mirsky, más inquieto que nunca, se pasó todo el rato paseando incesantemente arriba y abajo sin dejar de fumar, mientras que Dogel permaneció sentado, hojeando una revista. Ninguno de los dos habló. Transcurrió más de una hora antes de que apareciera el cirujano jefe, quitándose la máscara blanca.

—Hay probabilidades de que, a no ser que se produzcan complicaciones imprevistas, el general Pietrov se recupere —dijo el cirujano—. Sé que ustedes necesitan información. Sin embargo, no esperen poder hablar con el general hasta dentro de dos o tres días.

Serán ustedes informados diariamente, y en privado, de su estado.

Al salir del hospital, Mirsky supo lo que tendría que hacer. Tenía que ordenarle al chófer que les llevara inmediatamente al cuartel general del KGB en el que se encontraba el despacho de Pietrov.

La duración del vuelo de Moscú a Londres era de tres horas y media y el aparato de transporte Antonov con sus dos pasajeros a bordo se hallaba sobrevolando el Mar del Norte, a menos de una hora de su destino.

Una vez en el aire, Alex Razin había abierto el baúl sin pérdida de tiempo. Había encontrado a Billie Bradford acurrucada y encogida en su interior, con los ojos cerrados y las facciones marcadas por el dolor.

Parecía que estuviera medio inconsciente. Pasándole las manos por debajo de las axilas, la había incorporado suavemente, la había sacado del baúl y la había sostenido de pie junto a los asientos. Inmediatamente, a Billie se le habían doblado las rodillas y ésta había caldo en sus brazos. Él la había ayudado a acomodarse en un asiento.

La había observado mientras permanecía tendida, casi en estado comatoso, sin poder hablar.

En determinado momento, al cabo de media hora, ella había abierto parcialmente los ojos.

—¿Se encuentra bien? —le había preguntado él en tono preocupado.

—No… no lo sé.

—¿Le duele algo?

—Todo.

—¿Quiere que le haga masaje?

Ella había asentido débilmente.

Él había empezado a darle un suave masaje en los hombros y después había hecho lo mismo con las caderas, los muslos y las piernas. Para cuando terminó, ella se encontraba profundamente dormida.

Él se había sentado a su lado, reflexionando, mientras fumaba, acerca de su pasado y de su futuro inmediato. Después se había dormido.

Se despertó con un sobresalto y vio que ya habían transcurrido dos horas y que ella también estaba despierta, mirando fijamente hacia delante.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó él.

—Mucho mejor. ¿Dónde estamos?

—A cosa de una hora de Londres.

—¿Estamos a salvo?

—Creo que sí.

—Gracias a Dios —ella se volvió a mirarle y le rozó la mejilla con los dedos—. Gracias. Todo se lo debo a usted.

—Incluido el hecho de haberla metido en este asunto —dijo él amargamente.

—Y el de haberme sacado de él —añadió ella—. Era tan peligroso. ¿Por qué lo ha hecho?

—Es una larga historia, Billie. Se lo contaré todo antes de que tomemos tierra. Pero creo que antes necesita usted un buen trago.

—Yo también lo creo.

Se sacó del bolsillo de la chaqueta el botellín de vodka, desenroscó el tapón y le ofreció el botellín a Billie. Ella ingirió un sorbo, se atragantó, tosió y se incorporó en el asiento. Tomó un segundo sorbo y le devolvió el botellín a Razin.

—Muy fuerte —dijo. Ahora estoy despierta.

Él ingirió un sorbo y después otro, tapó el botellín y se lo guardó.

—Ahora cuéntemelo —le dijo ella, mirándole.

—Que le cuente, ¿qué?

—Por qué lo ha hecho. Por qué estamos aquí. Me ha dicho usted que era una larga historia.

—Trataré de abreviarla —dijo él, sonriendo—. Sí, supongo que debería usted conocer todos los detalles porque tendremos que enfrentarnos con una situación extremadamente delicada y potencialmente peligrosa.

Ya sabe algo acerca de lo que ha ocurrido. Ahora yo debería informarla acerca del resto.

Razin empezó con la historia del descubrimiento por parte del general Pietrov de una actriz de provincias llamada Vera Vavilova en Kiev y de la fascinación de Pietrov ante el parecido casi exacto entre Vera y la esposa de uno de los dos candidatos a la presidencia de los Estados Unidos. Al convertirse aquella esposa en la primera dama, Pietrov puso en marcha su Proyecto Segunda Dama. Al principio, Pietrov no se proponía nada en concreto, sólo pensaba que se avecinaban varias crisis futuras y que el hecho de colocar en la Casa Blanca a una primera dama soviética tal vez se convirtiera en un gran triunfo para el espionaje de su país. Pietrov empleó casi tres años y una gran fortuna en rublos en transformar a Vera Vavilova en una réplica de Billie Bradford.

—Yo participé en el proyecto desde un principio —dijo Razin—. Porque, tal como usted sabe, conocía los Estados Unidos y hablaba bien el inglés. Me encomendaron la tarea de americanizar a Vera Vavilova.

Acabé enamorándome profundamente de Vera y ella de mí. Lamenté mucho que tuviera que ser enviada a Washington en lugar de usted, pero no tuve más remedio que aceptarlo. Después tuve que procurar que alcanzara el éxito y no fuera descubierta, no sólo para protegerla sino también para quien pudiera regresar sana y salva a mi lado.

Entretanto, el KGB le había encomendado la custodia de Billie Bradford durante su encierro. Tal como ahora sabía Billie, todos los actos que había realizado —desde la ayuda que le había prestado en su primer intento de huida hasta su intervención para evitar que la castigaran por este motivo— habían sido ordenados por el KGB. Su mayor problema, dijo, había sido el de la necesidad que tenía Vera de saber cómo comportarse en la cama con el presidente.

—Me encomendaron la tarea de averiguarlo —dijo Razin—. Traté de aprovecharme de usted. Y usted trató de aprovecharse de mí. Sin embargo, al terminar, llegué ala conclusión de que usted había intentado inducirme a error y decidí arriesgarme, dándole a Vera instrucciones en el sentido de que se comportara de manera totalmente contraria a la que usted se había comportado. Resultó que acerté.

—Me lo temía —dijo Billie.

—Era mi deber —dijo Razin—. Pero hoy me he olvidado del deber. Me he negado a obedecer. Su escritor, Guy Parker, consiguió averiguar en Londres no sé cómo, que usted se encontraba en Moscú e iba a ser ejecutada esta noche. Me transmitió la noticia, utilizando como intermediario a su embajador en Moscú. Parker intuyó que yo no lo iba a permitir.

Acertó. No quise permitirlo. De repente, los hombres a los que había estado obedeciendo me parecieron unos monstruos. Decidí arriesgar mi vida para salvar la suya.

Tenía dos motivos. El primero era egoísta. En caso de que a usted la asesinaran, Vera seguiría desempeñando el papel de esposa del presidente mientras ambos vivieran… y yo la perdería para siempre. El otro motivo era… humanitario… pero la verdad es que yo la había llegado a estimar auténticamente y la consideraba en cierto modo como un sucedáneo de Vera. Su asesinato era un acto de barbarie. Yo no quería participar en ello.

Salvándola a usted, tal vez recuperara mi honor… y guardara para mí a la mujer que amo. Ahí tiene usted toda la historia, Billie.

A lo largo de la confesión, ella le había escuchado como hipnotizada, pasando alternativamente de la cólera al afecto. Ahora, más tolerante y aceptando el cambio que en él se había operado, consiguió valorar el riesgo que Razin había corrido. Y, al final, habló.

—Usted ha disparado contra el general Pietrov para rescatarme. ¿Qué le va a ocurrir?

—¿Qué me va a ocurrir? Eso depende enteramente de usted, Billie.

—¿De mí? ¿Qué puedo hacer yo por usted? ¿Qué desea?

—Deseo mi vida y la de Vera —contestó él llanamente—. Vera estará aguardando la llegada de nuestro avión. Ya lo he dispuesto así. Se mostrará muy trastornada e incluso asustada cuando la vea a usted, pero yo la tranquilizaré. Usted y Vera se sustituirán la una a la otra. He mandado decir incluso que se vistiera exactamente igual que usted para que el intercambio resulte más fácil. Y entonces deberá usted ocultarnos durante breve tiempo. Seguramente podrá usted sacarnos del aeropuerto sin dificultad. Nadie obstaculizará los movimientos de la primera dama y de sus acompañantes. Tiene usted que ocultarnos una noche…

—Conozco un lugar en el West End. Un apartamento propiedad de un viudo y de su hijo…

—Consíganos pasaportes estadounidenses. Usted me prometió uno a mí al principio. Quiero otro para Vera.

Bajo otros nombres.

—Se puede arreglar.

—Búsquenos una clínica discreta y un cirujano especialista en cirugía estética en Inglaterra. Disponga que seamos sometidos inmediatamente a unas intervenciones de cirugía facial. Vera tiene que dejar de parecerse a usted y no tiene que conservar su antigua personalidad y yo no debo ser reconocido jamás como Alex Razin. Eso impedirá que el KGB nos localice.

—Se hará inmediatamente.

—Una vez hayamos conseguido residencia permanente en los Estados Unidos, ayúdeme a conseguir un puesto de periodista o profesor y ayude a Vera a reanudar su carrera teatral.

—Estoy segura de que podré hacerlo.

—Otra cosa —dijo Razin—. No hable jamás en público ni en privado de lo que le ha ocurrido. No debe trascender ni una sola palabra. Porque, en caso de que ello ocurriera, en caso de que su esposo o alguien del gobierno de los Estados Unidos se enterara de su secuestro y de la existencia de una doble, los Estados Unidos y la Unión Soviética… —Razin puso de manifiesto su desesperación—. La amistad y la paz serían imposibles y las relaciones entre ambos países se convertirían en una pesadilla.

Billie lo comprendía muy bien.

—Aunque me sienta tentada de hacerlo, Alex —el deseo de venganza es una poderosa fuerza emocional—, trataré de no perder la cabeza. No, Alex, no se preocupe.

Le prometo que jamás hablaré de ello.

—En tal caso, me habrá pagado la deuda —dijo Razin, esbozando una leve sonrisa al tiempo que miraba a través de la ventanilla—. Se está haciendo de día —se reclinó en el asiento y frunció el ceño—. No sé qué estará ocurriendo en Moscú.

En el cuartel general del KGB cercano al Kremlin, Mirsky se encontraba de pie junto al escritorio del general Pietrov con todos los memorándum, las notas y los mensajes descifrados enviados la noche anterior desde Londres extendidos frente a sí. A su lado se encontraban Dogel y otros tres oficiales del KGB que estaban al corriente del Proyecto Segunda Dama.

Mirsky examinó por última vez los papeles del general Pietrov. La borrosa imagen de todo lo que había ocurrido resultaba ahora más clara. No en su totalidad, desde luego, pero una considerable parte de ella, la suficiente.

El hecho más significativo era que, tras haber ordenado el primer ministro que la señora Bradford fuera liquidada y tras haberle sido encomendada a Alex Razin la misión de llevar un paquete (con las fotografías del cadáver) a Londres, Razin se había enterado de la inminente ejecución a través de algún medio desconocido. Y, por la razón que fuera, había decidido rescatar a Billie Bradford y trasladarla a Londres en el avión que le habían asignado.

Tras haberlo comprendido así con toda claridad, Mirsky había telefoneado al aeropuerto de Vnukovo y había hablado con un tal capitán Meshlauk. Mirsky había sido informado de que el aparato de transporte Antonov con Razin a bordo había despegado con destino a Londres más de tres horas antes.

—¿Este señor Razin iba acompañado de una dama? —había preguntado Mirsky.

—No, no le acompañaba nadie. Subió a bordo solo con el paquete… bueno, en realidad, se trataba de un baúl de viaje de gran tamaño.

—Ah, un baúl, un baúl de viaje de gran tamaño.

Mirsky había comprendido de inmediato el horrendo carácter inevitable de lo que iba a ocurrir. El KGB tenía a su primera dama Vera Vavilova a salvo en Londres. Muy pronto, la auténtica primera dama Billie Bradford llegaría también a Londres. La confrontación entre las dos primeras damas haría estallar en el aire toda la intriga del KGB. El descubrimiento de aquellos hechos y sus consecuencias revestirían una gravedad incalculable.

Mirsky sacudió la cabeza y miró a sus compañeros.

—Creo que ya sabemos lo que ha ocurrido. Ahora se trata de saber qué podemos hacer —clavó la mirada en Dogel—. ¿Estás absolutamente seguro de que no es posible ordenar el regreso del aparato?

Dogel inclinó ambos pulgares hacia abajo.

—Imposible. No se dispone de suficiente combustible para el regreso. Además, sabemos que Razin va armado.

—Bueno —dijo Mirsky—, sólo podemos hacer una cosa. Tenemos que notificárselo inmediatamente al primer ministro Kirechenko. Es el único que puede salvarnos.

En el Hotel Claridge’s de Londres, Guy Parker había acudido a recoger a Nora Judson en su despacho, y estaba cruzando con ella el despacho de la señora Dolores Martin para irse a desayunar cuando se escuchó el sonido del teléfono a prueba de escuchas del presidente. La señora Martin se levantó y se dirigió corriendo al teléfono.

Parker se detuvo con Nora junto a la puerta.

—Eso podría ser para alguno de nosotros.

La señora Martin ya se había puesto al aparato.

—Ah, señor embajador… Bueno, no creo que esté levantada todavía, pero Nora Judson está aquí. ¿Quiere hablar con ella? —la señora Martin prestó atención y después cubrió el aparato con una mano—. ¡Nora! Es el embajador Youngdahl. Quiere hablar con usted.

Nora le dirigió a Parker una mirada significativa.

—¡Ya voy! —le gritó a la señora Martin, encaminándose a toda prisa hacia el despacho del presidente al tiempo que le hacía señas a Parker de que la acompañara.

—Hola, señor embajador —dijo, poniéndose al aparato—. Soy. Nora Judson. ¿Quiere que despierte a la señora Bradford?

—No, me basta con usted.

—Muy bien.

—Ante todo, dígale a Parker que hice lo que me indicó. Localicé a Alex Razin y le entregué el mensaje.

Lo hice personalmente y después le dejé. Más tarde, el señor Razin me llamó brevemente y me comunicó un mensaje para la primera dama, para la señora Bradford.

—Tendré mucho gusto en anotarlo.

—Lo tengo aquí escrito. Se lo voy a leer. ¿Preparada?

—Un momento —Nora tomó un bloc y un lápiz.

Adelante.

—Muy bien —dijo el embajador Youngdahl—. Ahí va el mensaje. «Estoy en ruta hacia Londres con paquete. Acuda al aeropuerto de Westridge al amanecer para reunirse conmigo. Vista el conjunto de visón. Puesto que es posible que me impongan de momento algunas limitaciones, por favor, suba a bordo del aparato. Allí recibirá ulteriores instrucciones. Firmado, Alex Razin».

Éste es el mensaje completo.

Se lo transmitiré a la señora Bradford en cuanto pueda hablar con ella.

—Lamento haber tardado tanto tiempo. Se lo hubiera comunicado hace horas, pero ha habido una avería telefónica. Ahora todo vuelve a funcionar. En cualquier caso, ya lo tiene. Transmítale mis saludos a la señora Bradford.

—Gracias, señor embajador.

Mientras colgaba el aparato, Nora arrancó la hoja del bloc que contenía el mensaje.

—Razin ya está en camino. Quiere que Billie se reúna con él en el aeropuerto de Westridge. Será mejor que se lo diga a la primera dama.

Parker adoptó una expresión preocupada.

—¿No va a inquietarse Billie por el hecho de que tú sepas que una primera dama estadounidense va a reunirse con un ciudadano soviético en…?

—Me haré la tonta, Guy. Le diré que se ha recibido esto para ella y que no lo entiendo y no haré más comentarios —Nora hizo una pausa—. Hay una ventaja.

No tendré que despertarles a los dos. Ella está durmiendo sola en otro dormitorio. Temía que el presidente hubiera pillado un resfriado y no quería contagiarse.

—Un segundo, Nora —dijo Parker, frunciendo el ceño. Le arrebató el mensaje de las manos y lo leyó. Lo volvió a leer y miró a Nora con expresión angustiada.

Razin viene con un paquete. Eso es lo que le habían encargado que trajera, un paquete con las fotografías del cadáver de Billie. Y no se habla para nada de Billie.

—No podía mencionar a Billie. Eso es para Billie, ¿acaso no lo recuerdas?

Parker volvió a echar un vistazo al mensaje y se lo devolvió a Nora.

—¿Eso significa… que Razin no ha podido salvarla?

—No sé lo que significa realmente, Guy. Razin no podía decir gran cosa en el mensaje que le ha dictado a nuestro embajador.

—Entonces, ¿por qué desea que Vera acuda al aeropuerto?

—No tengo ni la menor idea —contestó Nora.

Eso tiene que significar que no ha podido salvar a Billie. Tiene las fotografías de su cadáver. Quiere que Vera sepa enseguida que, a partir de ahora, podrá seguir siendo la primera dama.

—No insistas en decir eso. No sabemos nada. Mira, será mejor que despierte a Billie y le entregue el mensaje. Sigue siendo nuestra primera dama. ¿Vas a estar aquí?

—No —contestó Parker, haciendo ademán de abandonar el despacho del presidente.

—Guy, ¿dónde estarás?

—En el aeropuerto de Westridge —dijo, él, bajando la voz—. Tengo que averiguar si Billie está viva o muerta… y con qué primera dama vamos a vivir.

El primer ministro Dmitri Kirechenko se encontraba en un efervescente estado de ánimo mientras subía por la escalera de acceso a la Suite de la Terraza del Hotel Dorchester.

El desayuno en la Embajada de la Unión Soviética en Londres había sido fructífero. Había desayunado con casi todos los miembros de su delegación y discutido el plan de actuación con vistas a la que esperaba que fuera una de las últimas reuniones de la cumbre en la Embajada de los Estados Unidos mañana por la mañana. Hasta ahora, él y su delegación habían utilizado tácticas para ganar tiempo en cada una de las sesiones. Pero mañana esperaba poder anunciar su decisión definitiva con respecto al Pacto de No Agresión de Boende.

Aquella pequeña puta de Vera Vavilova le había mantenido en la cuerda floja, reteniendo despóticamente la valiosa información de que disponía.

Bueno, puesto que se encontraba de buen humor, podía mostrarse razonable al respecto y, en consciencia, no podía reprochárselo. Ella quería una garantía de seguridad. Ahora la iba a tener. A estas horas, la Bradford ya habría sido ejecutada. Dentro de una hora, Razin llegaría con las pruebas fotográficas. En cuanto éstas le fueran mostradas a Vera, él dispondría de la información que necesitaba. En caso de que la información fuera favorable, mañana obligaría a los estadounidenses a caer de rodillas.

Al llegar a lo alto de la escalera, comprendió que Razin podía haber llegado temprano, en cuyo caso Vera estaría dispuesta a hablar. De otro modo, ¿por qué le hubiera llamado el general Chukovsky hacía veinte minutos, obligándole a interrumpir el desayuno en la Embajada? Chukovsky le había pedido que regresara inmediatamente al Dorchester a causa de un asunto de la máxima importancia que no podía comentarse por teléfono.

Bueno, pues, aquí estaba. Correspondió al saludo de los guardias y entró en la Suite de la Terraza, anticipándose alegremente a los acontecimientos.

El general Chukovsky, con su uniforme cuajado de medallas, estaba paseando por el centro de la estancia.

El primer ministro Kirechenko echó un vistazo. No se veía a Vera Vavilova por ninguna parte. Perplejo, se dirigió al escritorio y se dejó caer pesadamente en el sillón.

—Y bien, Chukovsky, ¿cuál es este asunto de la máxima importancia?

Chukovsky no contestó. En su lugar, se sacó una hoja de papel del bolsillo, la desdobló y la depositó ante al primer ministro.

—Se acaba de recibir desde Moscú este mensaje, camarada Kirechenko. Ya está descifrado.

El primer ministro Kirechenko lo tomó y empezó a leerlo. Su furia se estaba intensificando por momentos.

Murmuró las palabras clave mientras seguía leyendo.

—«Pietrov herido de un disparo… Razin ha huido con primera dama… Ha tomado el avión que usted le asignó para trasladarse a Londres…».

La cólera encendió el rostro de Kirechenko, el cual arrugó la hoja del mensaje en su puño al tiempo que ponía los ojos en blanco y sus facciones se contraían como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía.

Después empezó a soltar maldiciones en ruso.

—¿Cómo demonios ha podido ocurrir? —gritó.

—Yo… yo no lo sé, señor —dijo Chukovsky, retrocediendo—. Lo único que sé es lo que usted ha leído en el mensaje. Parece ser que Razin se enteró de lo de la ejecución. Y no quiso que se llevara a cabo. Al parecer, ha disparado contra Pietrov y huido con la primera dama. Viaja en el avión correo con la señora Bradford.

La está trayendo aquí viva.

—¡Una situación imposible! —rugió el primer ministro, descargando un puño sobre la mesa y derribando un tintero vacío—. Eso puede destruirnos de manera absoluta, puede destruir todo aquello por lo que hemos estado trabajando. Vera será descubierta. Jamás obtendremos su información… y, si los estadounidenses lo descubren… ¡imposible! —se puso en pie de un salto—. Tenemos que hacer algo.

—Ya lo ha leído, es demasiado tarde para ordenar el regreso del aparato a Moscú.

El primer ministro estaba pensando.

—Pero no demasiado tarde para otra cosa —dijo lentamente. Se miró el reloj de pulsera—. Tomarán tierra dentro de poco —levantó la mirada, mordiéndose el labio inferior—. Muy bien. No ejecutamos a la primera dama en Moscú. Pero podemos ejecutarla aquí mismo —golpeó fuertemente con la palma de la mano la superficie del escritorio—. Sí. Eso es. Lo tenemos que hacer aquí —se volvió a mirar el reloj—. No disponemos de mucho tiempo. Pero podemos hacerlo. ¿Quién es nuestro mejor hombre para este trabajo?

—Baginov, sin duda.

—¡Qué venga aquí inmediatamente!