11

Hacía una hora y media, Guy Parker había visto fugazmente a Vera, en su papel de primera dama, abandonando la suite presidencial en compañía de los agentes del servicio de seguridad. Un tercer agente del servicio que se había quedado vigilando la puerta de la suite le había, comunicado a Parker que la primera dama iba a visitar a unos amigos. Parker sabía que no iba a visitar a ningún amigo. Ahora que se había enterado de su inminente ejecución, estaba seguro de que había acudido a algún destacado miembro de la delegación soviética. Parker se preguntó cómo se las iba a arreglar. Se preguntó también cómo iba a conseguir que los soviéticos anularan su ejecución. Debía disponer de cierta fuerza de negociación ahora que estaba en posesión de los secretos estadounidenses. Tal vez sus superiores soviéticos le permitieran desertar y someterse a una operación de cirugía estética. O tal vez, tanto si les facilitaba la información como si no, la mataran de todos modos.

Parker se había pasado todo el rato yendo del pasillo del hotel al despacho de Nora y de éste de nuevo al pasillo, sin perder de vista el ascensor, para ver si la primera dama regresaba.

Casi había llegado a la conclusión de que Vera había sido liquidada cuando la vio emerger rápidamente del ascensor con expresión tranquila y encaminarse hacia la suite, acompañada por los agentes. Parker abandonó a toda prisa el pasillo y entró en el despacho de Nora.

Cuando llegó junto a Nora, ella estaba hablando a través del teléfono interior. En cuanto colgó el aparato, Parker le dijo:

—Nuestra Vera sigue con vida.

—Lo sé —dijo Nora, tomando un bloc de notas y unas plumas—. Quiere verme. Quiere dictarme unos cambios en su programa.

—Eso significa… —dijo él, asiéndola por el brazo.

—Sé lo que significa —dijo Nora, zafándose—. Ahora mismo tengo que verla.

Nora se dirigió al pasillo que unía las dos suites.

Parker la siguió.

—A ver si puedes enterarte de algo para nosotros.

Ella asintió con la cabeza y desapareció camino de la Suite Real.

Parker acercó el oído a la puerta, pero las voces del otro lado —la de Vera y la de Nora— sonaban demasiado amortiguadas como para que se pudieran entender las palabras. Impacientándose, Parker empezó a pasear a lo largo de la breve distancia que mediaba entre el cuartito de Nora y el pasillo que unía las dos suites. Empezó a hacer conjeturas acerca de Vera, la doble de Billie, y de lo que se proponía hacer. Después trató de pensar en alguna otra cosa que pudiera hacer para atraparla.

Pensó que, a la primera ocasión que se le ofreciera, intentaría entrar en su dormitorio para buscar algo que la comprometiera. Pero sabía que no iba a encontrar nada útil allí, en una habitación ocupada también por el presidente de los Estados Unidos. La única opción que le quedaba era la de seguir pisándole los talones cada vez que saliera del hotel.

Mientras Parker paseaba una vez más en proximidad del pasillo, se abrió de repente la puerta de la suite presidencial y apareció Nora. Parker la miró inquisitivamente.

—Hemos tenido que abreviar —le dijo ella en voz baja—. Fred Willis, el de protocolo, se ha presentado inesperadamente para una reunión de urgencia.

—Es extraño.

—Supongo que sí… Oh, Guy, no he cerrado la puerta por completo. ¿Quieres hacer el favor…? —Nora vio la expresión de su rostro y se detuvo—. ¿Vas… vas a intentar escuchar?

Parker se acercó a la puerta de la primera dama, entornada un centímetro, y se situó detrás de la misma.

Una conocida voz masculina se filtró a través del resquicio. Algo de aquella voz le indujo a tensarse. Era una voz sorprendentemente conocida, un acento pseudoinglés, combinado con un ligero e inconfundible ceceo. El que estaba hablando en el contiguo salón tenía que ser Fred Willis. Y, sin embargo, se trataba del mismo acento y el mismo ceceo que había oído anteriormente desde su escondrijo de la tienda de Ladbury. ¿Sería posible que Willis hubiera estado conspirando con Ladbury y un agente soviético? No tenía más remedio que ser así. Las voces eran las mismas.

Parker experimentó una auténtica sacudida. ¿Fred Willis, agente soviético? ¿Podía ser? Entonces tenía que ser alguien de la Casa Blanca. Siempre era alguien. Por consiguiente, ¿por qué no Willis?

Parker se quedó inmóvil. Aguzó el oído para escuchar la conversación del salón. No era fácil. No podía verles, pero suponía que se encontraban en proximidad del comedor que le separaba de ellos.

Además, la conversación no se estaba manteniendo en un tono normal. Parecía que hablaran en voz baja y confidencial. Las palabras de Vera apenas podían oírse.

Pero la estridente voz de Willis, que estaba más excitado, cruzó vagamente la barrera del sonido y llegó hasta el oído de Parker.

—… acabo de recibirlo… —estaba diciendo Willis para que usted sepa… llevándolo a efecto.

Vera estaba contestando, pero Parker no pudo entenderla.

Otra vez Willis, palabras en tono más alto, palabras perdiéndose.

—… se transmitirá… dentro de una hora en el lugar de costumbre… usted… informada esta noche.

Parker cerró suavemente la puerta. Se volvió y descubrió a Nora, mirándole fijamente. Tomándola por el codo, se dirigió con ella al despacho.

—Fred Willis es uno de ellos —le dijo al oído.

—No puedo creerlo. ¿Cómo…?

—Lo es, Nora. Estoy seguro. Willis la estaba informando de algo. Dentro de una hora transmitirán información, probablemente a Moscú, y mantendrán informada a Vera. Tengo intención de averiguar de qué se trata. Me voy.

—¿Adónde?

A la tienda de Ladbury. Tengo que llegar allí antes que ellos. Espérame. Regresaré… —Parker se detuvo junto a la puerta—… así lo espero.

Se estaba dirigiendo a grandes zancadas a la tienda de Ladbury.

Era una posibilidad, lo sabía. Tal vez la persona que había oído hablar en la tienda de Ladbury no hubiera sido Willis sino alguien con acento parecido. Y, sin embargo, la similitud entre la voz que había oído en la tienda de Ladbury y la voz de Willis que ahora mismo había estado hablando con la primera dama —con Vera— era sorprendente. No podía pasar por alto aquella pista. Si sus sospechas eran ciertas, alguien acudiría muy pronto a la tienda de Ladbury para transmitir un mensaje a través de algún aparato oculto en el local.

Resultaba peligroso acudir allí por segunda vez.

Estaba tentando la suerte. Pero tenía que hacerlo.

Disponía de unas pruebas que tal vez fueran suficientes para que se iniciara una investigación. Pero no tenía a nadie a quien acudir. El presidente no le creería y tampoco le iban a creer sus ayudantes o la CIA. Todo el asunto estaba en manos de Parker, en las suyas y en las de Nora. Si tuvieran algo concreto que ofrecer, algún retazo de prueba, podrían obstaculizar cualquier plan que Vera hubiera urdido para transmitir su información a el KGB o al primer ministro.

Había llegado a la resplandeciente entrada de la tienda de Ladbury. Mirando hacia ambos extremos de la galería, no pudo ver más que a una joven pareja que estaba paseando a cierta distancia, contemplando los escaparates. Se adelantó, se sacó del bolsillo el duplicado de la llave, lo introdujo en la cerradura y lo hizo girar. La puerta se abrió. Al entrar, el timbre de arriba empezó a sonar. Inmediatamente cerró la puerta por dentro.

En el local estaban encendidas las luces nocturnas, pero la iluminación era escasa. Consideró la posibilidad de efectuar un recorrido y subir al piso de arriba en busca del presunto aparato de transmisión, pero, al final, desistió de hacerlo. Le llevaría demasiado tiempo.

Y corría el peligro de quedar atrapado arriba, sin ningún lugar en el que poder ocultarse. Era mejor el puesto de escucha que ya conocía.

Avanzó cuidadosamente hacia el pasillo y se adentró en el mismo. En el probador del fondo, frente al despacho de Ladbury, apartó las cortinas y se vio envuelto en una oscuridad total. Extendiendo la mano, cruzó el cuarto en dirección a la pared del otro lado.

Buscó a tientas y encontró la hilera de vestidos, los separó, pasó por en medio y se situó detrás de los trajes de noche.

Si la transmisión se realizaba en el «lugar de costumbre» —y si este lugar era la tienda de Ladbury—, ello iba a ocurrir dentro de veinte minutos. No podía hacer otra cosa más que esperar.

Permaneció de pie en su asfixiante escondrijo, medio ahogado por los voluminosos trajes, desplazando el peso del cuerpo de uno a otro pie. El tiempo iba pasando. La espera le pareció interminable. Estaba empezando a dolerle la espalda. Comenzó a sentirse invadido por las dudas. Tal vez se hubiera equivocado con respecto a Willis. Tal vez hubiera seguido una ridícula pista falsa. Tal vez le conviniera largarse de allí.

Para ir, ¿adónde? No podía ir a ninguna otra parte.

Esperó.

Sus dudas habían empezado a aflorar de nuevo y estaba tratando de apartarlas de su pensamiento, cuando el silencio fue roto por el timbre de la puerta de entrada. La columna vertebral de Parker se comprimió rígidamente contra la pared.

Prestó atención. Le pareció oír el rumor de unos pies que se acercaban. Se encendieron las luces del pasillo y la iluminación se filtró al interior del probador.

Atisbando por entre los trajes, Parker distinguió un par de zapatos de charol por debajo de las cortinas.

Ladbury, sin la menor duda.

Se abrió la puerta del despacho del otro lado del pasillo y se encendieron las luces. La puerta del despacho volvió a cerrarse. Maldita sea.

Parker siguió aguardando, sumido en la desesperación.

Súbitamente, sonó de nuevo el timbre de la puerta.

Unos pasos más. Vislumbró unos zapatos. Dos pares.

Unos zapatos toscos. La puerta del despacho se abrió y se volvió a cerrar. Maldición. ¿Conque eso iba a ocurrir?

¿Le iban a dejar fuera?

En aquel instante, el timbre de la puerta sonó por tercera vez.

Rápidas pisadas. Por debajo de las cortinas, Parker pudo ver los zapatos de ante marrón. Otra vez la puerta del despacho abierta de par en par. Un haz luminoso procedente del despacho. Esta vez, la luz del despacho no desapareció. A Parker le dio un vuelco el corazón. La puerta de Ladbury se había quedado abierta.

Parker contuvo el aliento, a la espera de que alguien empezara a hablar.

La voz estridente y ceceante, Willis, si es que era Willis, estaba hablando.

—Ladbury… Baginov… Fedin. De acuerdo, todos presentes. Les ruego que me presten toda su atención.

Eso es importante. He recibido órdenes de arriba. Todo el plan de actuación se ha modificado. Se nos ha ordenado actuar con rapidez. Fedin, usted tendrá que utilizar el aparato en cuanto nos separemos.

—Estoy dispuesto.

—¿Qué ocurre? —preguntó la voz de Ladbury.

¿Qué ha cambiado? Me han dicho que nuestra dama se ha entrevistado antes con el primer ministro. ¿Es cierto?

—Le ha visto —contestó Willis—. Desconozco más detalles, pero sé que ella descubrió que tenían previsto liquidarla.

—Dios mío, ¿cómo es posible? —preguntó Ladbury.

—No tengo ni idea. En cualquier caso, está sometiendo a chantaje al primer ministro. Quiere que le garanticen la vida; de lo contrario, no accede a entregar la información.

—¿Qué se la garanticen? —repitió Ladbury—. No existe ningún medio…

—Ella lo tiene —dijo la voz de Willis, interrumpiendo a Ladbury—. Lo comprenderán perfectamente en un minuto. Naturalmente, el primer ministro en persona ha dado una contraorden en el sentido de que no se elimine a Vera. No se la puede tocar.

—Eso ya me lo han dicho —terció Baginov—. Otra cosa no sé.

—Yo les contaré el resto —dijo Willis—. Usted no haga nada, Baginov. Las órdenes que he recibido son para su compañero. Fedin…

La respuesta fue un resoplido sin palabras.

—Fedin, deberá usted transmitir lo siguiente al general Pietrov en Moscú, utilizando la clave más reciente —Willis pronunció claramente cada una de las palabras—. «La primera dama, señora Billie Bradford, tiene que ser ejecutada antes de mañana por la mañana».

Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Parker. Éste se agarró a varios trajes para no perder el equilibrio.

—¿Cómo? —exclamó Ladbury—. ¿Billie ejecutada?

No puedo creerlo. ¿Está seguro?

—Completamente seguro —dijo Willis en tono irritado—. Aquí ya tenemos a una primera dama. No nos hace falta otra.

—Aaaah —dijo Ladbury—. Conque es ésa la garantía de Vera.

—En efecto —dijo Willis— y muy inteligente, por cierto. Me han dicho que la idea se le ha ocurrido al propio primer ministro… Y ahora, Fedin, ahí van todos los detalles. Será mejor que tome nota —un silencio y después Willis siguió diciendo:

—Billie Bradford ejecutada antes de mañana por la mañana. ¿Lo ha anotado? Cuando la hayan liquidado, antes de que la desfiguren, su cadáver deberá ser fotografiado para que se vea claramente que ha muerto. Se ha ordenado que Alex Razin sea el portador del paquete de fotografías.

Un avión especial deberá trasladar a Razin a nuestra base aérea provisional de Westridge. La nueva primera dama acudirá a examinar las fotografías. Una vez se haya dado por satisfecha… bueno, eso ya no tiene nada que ver con el mensaje. Hará usted lo que le he dicho.

¿Está claro?

—Perfectamente —dijo una voz desconocida que Parker imaginó que pertenecía a Fedin.

En su escondrijo, Parker se había quedado de piedra. El horror de lo que estaba ocurriendo le impedía pensar con lógica. Al enterarse de que los rusos habían sustituido a la primera dama estadounidense por una doble suya, se había creído curado de espantos. Pero ahora se sentía más trastornado de lo que jamás se hubiera sentido en cualquier otra circunstancia anterior.

El problema inmediato que se le planteaba era el de poder asimilar aquel hecho. Que los soviéticos secuestraran a la primera dama, la sustituyeran y la asesinaran resultaba casi increíble.

Y esta noche, estaba ocurriendo esta noche.

Se quedó inmóvil, detrás de aquella barrera de trajes de mujer, en la esperanza de poder oír algo más. Pero no hubo más. Se apagaron las luces del despacho del otro lado del pasillo. Pudo ver unos zapatos moviéndose por debajo de las cortinas del probador.

Una voz ya lejana, probablemente la de Baginov, dijo:

—Vamos arriba ahora mismo para efectuar la transmisión. ¿Tienes la clave de hoy, Mikhail?

—En la cartera —contestó Fedin.

—Otra cosa —les gritó Willis—. Averigüen exactamente a qué hora tomará tierra el avión de Razin en Westridge.

—Se lo comunicaremos más tarde —dijo Fedin. Otra voz, la de Ladbury:

—Ustedes dos apaguen las luces cuando se vayan.

No olviden cerrar la puerta. ¿Tienen las llaves?

—Yo no —contestó Baginov—, pero Fedin tiene una.

—Permanezcan en contacto —les dijo Ladbury.

Desde el probador, Parker oyó el timbre de la puerta y comprendió que Ladbury y Willis se habían marchado.

Oyó cómo los dos agentes soviéticos subían por la escalera. Y luego nada más.

Aunque estaba deseando marcharse, Parker se contuvo. Esperaría cinco minutos. No podía leer la hora en su reloj y empezó a contar mentalmente los segundos. Al final, se movió, pasó por entre los trajes del armario y salió de puntillas al pasillo. Avanzó por el pasillo, pasó frente a la escalera y miró hacia arriba.

Pudo distinguir una débil luz en lo alto. Se encaminó hacia la puerta, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Abriendo la puerta no más de un par de centímetros, apoyó el pie en el borde del escaparate para elevarse y, cubriendo el timbre con una mano para amortiguar su sonido, abrió con la otra mano la puerta lo suficiente como para que pudiera pasar su cuerpo y, soltando el timbre, saltó al suelo, salió y cerró la puerta con la llave.

El aire era fresco y suave, pero a Parker todo le resultaba agobiante.

Ahora estaba asustado tanto por lo que iba a ocurrir como por su propia impotencia.

Mientras regresaba a toda prisa a su automóvil, reflexionó acerca de lo que iba a hacer. Necesitaba ayuda. ¿A quién dirigirse? Seguía escuchando en su cabeza el mismo disco. No había nadie. Convencer a alguna autoridad de que lo que había oído era cierto, convencer a las autoridades de la necesidad de enfrentarse con la Unión Soviética, conseguir que acusaran a los soviéticos de aquella intriga y del asesinato de la primera dama era imposible. Y, aunque fuera posible, llevaría demasiado tiempo. Billie ya habría muerto. Si él y Nora conocieran a alguien en Moscú en quien pudieran atreverse a confiar y con quien pudieran establecer contacto…

Para cuando llegó al hotel, ya se le había ocurrido una posibilidad. Las probabilidades en contra eran enormes. Pero, si se hacía paso a paso, pero con presteza, tal vez diera resultado, tal vez lo diera.

Además, no se podía seguir otro camino. Despreciando las dificultades, se concentró en lo que se debería hacer.

Tenía que empezar con Nora. Aparcó el vehículo y entró corriendo en el hotel.

Nora no estaba en su habitación. Se preguntó si estaría tal vez con la primera dama. Entonces recordó que la primera dama tenía que cenar fuera. Pese a ello, le preguntó al agente del servicio de seguridad que montaba guardia en el pasillo si la señora Bradford aún no había vuelto de la cena. Se enteró de que el presidente había anulado la cena y de que la señora Bradford había cenado sola en la suite y aún se encontraba allí. Parker se dirigió al despacho de Nora. La encontró tomando un trago y esperándole.

Al verle, estuvo a punto de desmayarse de alivio.

—Estás vivo —dijo con un jadeo—. Gracias a Dios.

No acertaba a imaginar lo que había ocurrido. O, mejor dicho, sí lo imaginaba. Te veía estirado sobre un potro de tormento mientras ellos te arrancaban lo que sabes —Nora se levantó de la silla y le abrazó—. Oh, cuánto me alegro de que hayas vuelto. Ahora comprendo la angustia de los que esperan —hizo una pausa y le estudió el rostro—. Guy, ¿qué te ha ocurrido?

—Yo no soy importante —dijo él lacónicamente, acompañándola de nuevo al escritorio y acercando una silla para sí mismo—. Lo que tengo que decirte es lo siguiente. Escúchame sin interrumpirme. Y cree todas las palabras que te voy a decir.

Habló en voz baja y le reveló a Nora todo lo que podía recordar haber oído en la tienda de Ladbury.

Cuando terminó, Nora se había quedado pálida y sin habla.

Poco a poco, consiguió hablar.

—¿La matarían? No… no puede ser.

—Sí, puede —dijo él.

—Guy, sé que te negaste a hacerlo la última vez… pero tienes que reconsiderarlo… tienes que acudir al presidente una vez más.

—Ya lo he pensado. Pero ¿qué ocurriría? Me diría: «O sea que estaba usted oculto detrás de unos vestidos y se ha enterado de todo eso. ¿Y ahora quiere que yo proteste ante el primer ministro? ¿Quiere que invada la Unión Soviética para salvar a mi mujer… estando mi mujer aquí conmigo en estos momentos? Pues, muy bien, no me creo ni una maldita palabra de lo que usted ha oído».

—Tienes razón —dijo ella, asintiendo con tristeza.

De acuerdo, no pensemos más en ello. ¿Qué te parece el embajador Youngdahl? Quiero decir que él está en Moscú. Tal vez a nosotros nos tomara más en serio que aquella turista.

—No —dijo Parker—, no serviría. Youngdahl insistiría en ponerse primero en contacto con el presidente… suponiendo que nos creyera. Pero, aunque consiguiéramos que actuara… ¿qué iba a hacer? ¿Acudir a los soviéticos y decirles que pusieran en libertad a la primera dama? Ellos le dirían: ¿Qué primera dama?

¿Está usted loco? ¿Y si intentara localizarla por su cuenta? ¿Adónde podría ir? Aunque tuviera alguna pista… ellos la podrían trasladar a otro sitio —sacudió la cabeza—. No, Nora, todo eso es absurdo. Pero hay otra cosa que no lo es tanto. Por lo menos, es un poco lógica.

Exigiría también la participación del embajador Youngdahl, pero en un papel de menor importancia que no le revelaría lo que está ocurriendo. Todo se reduce a una cosa. ¿A quién conocemos en Moscú?

—Nos presentaron a innumerables personas cuando estuvimos allí.

—¿Puedes recordar a alguna? Hubo tantas presentaciones, tantos apretones de mano y tantos nombres olvidados. Pero hay alguien, alguien por lo menos a quien recuerdo bien. No sé si podremos localizarle. Y, en caso de que le localicemos, no sé si accederá a ayudarnos. Ocurre que me pidió un favor.

Podríamos darle lo que quiere… si él nos diera lo que nosotros queremos. Es el que estuvo más cerca de Billie durante nuestra estancia allí.

—El intérprete —dijo ella rápidamente.

—Exactamente, Nora. Alex Razin. Ya te he dicho que le he oído nombrar en la tienda de Ladbury. Es el correo que tiene que traer el paquete con las fotografías del cadáver de Billie. Es el experto en asuntos estadounidenses. En cierto modo, está metido en el asunto. Lo que deberíamos saber es si está de nuestro lado o bien del de ellos. ¿Sabe que van a ejecutar a Billie? ¿Conoce el contenido del paquete del que va a ser portador? Tengo la impresión de que… no sabe nada. Si no sabe nada y nosotros podemos establecer contacto con él antes de que Billie sufra algún daño y antes de que él abandone Moscú rumbo a Londres, podríamos tener alguna posibilidad. Porque podemos prometerle a Razin asilo político en los Estados Unidos, que es lo que, al parecer, más desea en la vida. Yo te digo que merece la pena probarlo.

—¿Cómo podemos establecer contacto con él?

Parker señaló con el pulgar en dirección al despacho del presidente.

—El teléfono a prueba de escuchas conectado con nuestra embajada en Moscú. Conseguiremos línea directa con Youngdahl.

—El problema está en el teléfono. Sólo el presidente y la primera dama están autorizados…

—Tú eres la mano derecha de la primera dama —dijo Parker, interrumpiendo a Nora—. Ella te ha pedido que actúes en su nombre. Hablas con el embajador y yo me encargaré de lo demás.

—Muy bien —dijo ella, mirándole fijamente un instante—. Creo que la señora Martin se encuentra todavía allí.

—Necesitaremos su ayuda.

Nora se levantó de la silla para dirigirse al despacho de al lado. Parker la siguió. La cabeza y el cabello gris de la señora Martin aparecían inclinados sobre unas notas manuscritas que estaba pasando a máquina. Una taza de café cargado se encontraba junto a su codo.

—Señora Martin, menos mal que está usted ahí todavía —le dijo Nora.

—Voy a estar aquí hasta el amanecer —replicó ella en tono malhumorado.

—La señora Bradford nos ha pedido que hablemos con usted. Quiere que llame en su nombre al embajador Youngdahl en Moscú. Quiere que utilice el teléfono a prueba de escuchas.

—Hubiera tenido que comunicármelo.

—Tendrá que perdonarla porque está ocupada. Me ha dicho que usted comprendería que yo hiciera la llamada en su nombre.

—Bueno, supongo que no habrá inconveniente —la señora Martin se levantó, quejándose en voz baja de que le dolía la espalda—. Voy a abrirle el teléfono.

La señora Martin les acompañó al despacho provisional del presidente. Encima del escritorio y junto a dos teléfonos negros, había otro blanco con un pequeño candado en el disco. La señora Martin buscó la llave y abrió y retiró el candado. Tomó después un lápiz y anotó un número.

—Este número les pondrá en comunicación con el oficial del servicio de señales. Identifíquense y díganle al oficial con quién desean hablar y dónde. Cuando hayan terminado, díganmelo.

La secretaria se retiró y cerró la puerta.

Nora se sentó inmediatamente junto al escritorio, se acercó el teléfono blanco y marcó el número. Contestó un capitán del servicio de señales. Nora se identificó y anunció que tenía que hablar con el embajador Otis Youngdahl en la Embajada de los Estados Unidos en Moscú. Siguiendo las instrucciones, colgó y esperó.

Observó a Parker de pie junto al escritorio, redactando un mensaje en una hoja de papel.

—¿Qué vas a decirle, Guy?

—Un mensaje para Alex Razin —dijo él—. Pronto lo vas a oír. No sé si dará resultado, pero tenemos que intentarlo.

Sonó el teléfono y Nora se apresuró a descolgarlo.

—¿Diga?

Parker inclinó la cabeza y acercó el oído al aparato que Nora estaba sosteniendo. Pudo oír la metálica voz del embajador Youngdahl.

—Hola, Nora. Me han dicho que era usted. Esperaba al presidente por esta línea.

—No ha podido ponerse al teléfono y Billie tampoco y la señora Martin no está en su escritorio. Me han pedido que les llamara en su nombre. Supongo que es urgente. ¿Le he despertado?

—No, estoy levantado hasta muy tarde. ¿Qué es eso tan urgente?

—Hay un mensaje que desean que transmita a alguien de Moscú. Se lo han comunicado a Guy Parker…

—¿A quién?

—A Guy Parker, uno de los redactores de discursos del presidente, está ayudando a Billie en su libro, le conoció usted hace unas semanas cuando estuvimos…

—Sí, claro. Recuerdo al joven.

—Le paso el teléfono a él para que le transmita el mensaje del presidente.

—Un segundo. Voy por una pluma.

—Enseguida se pone —dijo Nora, entregándole el aparato a Parker.

De pie junto al escritorio del presidente, Parker se acercó el teléfono al oído y siguió introduciendo modificaciones en el mensaje que había anotado en un bloc de notas.

—¿Oiga, Parker? —dijo de nuevo la voz del embajador Youngdahl.

—Sí, señor.

—Estoy preparado. ¿Qué desea el presidente que se haga?

—Señor embajador, ¿recuerda usted cuando la primera dama estuvo en Moscú el mes pasado? Los soviéticos le asignaron un intérprete soviético nacido en los Estados Unidos. Un hombre llamado Alex Razin.

—¿Razin, Razin? No estoy seguro… —se produjo un momento de silencio—. Sí, creo que ya sé quién es. Más bien alto, cabello muy negro peinado hacia un lado.

Hablaba un excelente inglés. Estuvo sentado al lado de Billie en la…

—Ése es —dijo Parker—. ¿Cree que puede localizarle?

—Nuestro servicio de espionaje tendría que tenerle en archivo. Lo comprobaré mañana.

—Mañana no, señor. Tiene que ser esta noche.

Ahora mismo.

—¿Tan importante es eso? —preguntó el embajador, tras hacer una pausa.

—Creo que el presidente y la primera dama consideran que es muy importante. En cualquier caso, yo me limito a repetir sus instrucciones.

—Muy bien —dijo el embajador Youngdahl.

Ordenaré que el servicio de espionaje ponga inmediatamente manos a la obra. Una vez hayamos localizado a Razin, ¿qué hacemos con él?

—Entregarle un mensaje.

—Entregarle a Razin un mensaje. De acuerdo. ¿Cuál es el mensaje?

Parker lo había estado redactando y lo tenía ahora anotado en la hoja. El mensaje tenía que ser lo suficientemente críptico como para no suscitar el menor recelo por parte del embajador. Y, sin embargo, tenía que ser lo suficientemente claro como para ser comprendido inmediatamente por Alex Razin. Y tenía que contener la suficiente fuerza como para inducirle a actuar inmediatamente, suponiendo que supiera dónde tenían prisionera a Billie Bradford.

—El mensaje —dijo Parker—. Se lo voy a leer despacio para que pueda anotarlo bien.

—Adelante.

—Dígale a Alex Razin lo siguiente: «Primera dama necesita su ayuda desesperadamente. Tiene especial preocupación por ejecución KGB prevista para esta noche en Moscú. Significaría que su amiga Vera quedaría permanentemente en el lugar. Primera dama espera que usted pueda y quiera intervenir en su nombre. A cambio de su ayuda, se le garantizará la entrada en los Estados Unidos. A ser posible, infórmeme del resultado en el hotel Claridge’s de Londres a través del embajador de los Estados Unidos en Moscú. Firmado, Guy Parker» —Parker hizo una pausa—. Final del mensaje.

—No entiendo nada de todo eso —dijo la voz del embajador en tono perplejo.

—Alex Razin lo entenderá.

—¿Es una clave o qué?

—Más o menos.

—Muy bien, como usted diga. Será mejor que se lo vuelva a leer.

—Por favor.

Con voz vacilante, el embajador leyó de nuevo el mensaje, palabra por palabra.

Parker pudo comprobar que había sido perfectamente recogido al pie de la letra.

—Eso es exactamente, señor —dijo.

—En cuanto localicemos a Razin, me encargaré de que alguien se lo entregue.

—No —dijo Parker—. El presidente desea que sea usted quien lo entregue personalmente.

—¿Yo? —dijo el embajador Youngdahl con asombro—. ¿No es un poco irregular? ¿Está seguro de que desea que lo entregue yo?

—El presidente hizo hincapié en el hecho de que fuera usted quien lo entregara a Razin.

—Tiene que ser muy importante. Bueno… supongo que yo se lo podría llevar a Razin —el embajador vaciló—. Tendré que andarme con mucho cuidado, ¿sabe?

—Lo comprendo —dijo Parker—. Debo significarle también que el presidente desea que el mensaje sea entregado inmediatamente.

—Haré todo lo que pueda —dijo el embajador, lanzando un suspiro.

A pesar de que ya era muy entrada la noche en Moscú, el viejo edificio que daba a la plaza Dzerzhinsky aparecía constelado de luces. El turno de noche del KGB estaba trabajando afanosamente. Algunas de las luces, sin embargo, no correspondían al turno de noche sino que iluminaban los despachos de incansables agentes que trabajaban tanto en el turno de día como en el de noche, uno de los cuales era Alex Razin.

En estos momentos, Razin se encontraba especialmente contento. Había terminado una sobrecarga de trabajo acumulado e iba a disponer de unas cuantas horas para descansar en casa, tomarse una o dos copas, ponerse un poco al día en sus lecturas y disfrutar de un bien merecido sueño.

Se reclinó en su silla giratoria, con las manos entrelazadas en la nuca y, relajándose con la contemplación de las paredes verde pálido, volvió a acariciar mentalmente a Vera. La había echado de menos terriblemente en los últimos días, pero ahora la separación estaba a punto de tocar a su fin. A través de los rumores habituales, se había enterado de que el día de mañana iba a ser decisivo para la cumbre de Londres y de que el primer ministro Kirechenko iba a negociar con los norteamericanos desde una posición de fuerza.

Ello significaba sin duda que Vera había superado la prueba sexual (gracias a su propia colaboración intuitiva), que había obtenido información acerca de la estrategia estadounidense y que se la había transmitido al primer ministro. Significaba también que Vera, tras haber cumplido triunfalmente su misión, regresaría a Moscú dentro de uno o dos días y sería cambiada por Billie Bradford. Se sentiría aliviado al tener a Vera nuevamente en sus brazos sana y salva y al verse libre de la responsabilidad de cuidar de Billie. Había decidido decirle a Vera que deseaba casarse inmediatamente, tenerla consigo para siempre y engendrar hijos.

Tenía la sensación de que nada del mundo podía empañar su alegría, ni siquiera el hecho de que Billie Bradford se hubiera mostrado últimamente arisca y deprimida. Su creciente depresión era comprensible y él conocía el motivo. Había seguido visitando diariamente a la primera dama en plan social desde aquella noche de amor. No habían repetido la unión y ninguno de los dos había hecho la menor alusión al respecto. Intuía, sin embargo, que, tras su agresivo comportamiento en la cama, Billie había esperado algún resultado. Vera imitaría su actuación. El presidente empezaría cuando menos a sospechar. La maquinación de los rojos sería descubierta. Ella sería liberada. Les habría engañado, les habría engañado a todos. A cada visita que Razin le hacía, ella le saludaba con gesto esperanzado. Al ver que él no le ofrecía ninguna palabra de esperanza, se había ido sumiendo en unos silencios cada vez más largos.

Hacía unas horas, cuando la había visto, le había parecido que estaba al borde de la desesperación, bebiendo demasiado y negándose a comer. Pero esta noche no podía compadecerla porque le constaba que, dentro de uno o dos días, Billie iba a alcanzar lo que esperaba. Sería liberada, se reuniría en Londres con su marido y regresaría a la Casa Blanca para seguir desempeñando su papel de primera dama. Hubiera deseado poder consolarla con las noticias de hoy, pero no estaba autorizado a hacerlo. En realidad, la inminente liberación y el intercambio no eran todavía más que unos rumores sin carácter de noticia oficial. Sin embargo, él intuía que su liberación estaba cerca.

Se había levantado para introducir unos papeles en la cartera cuando el sonido del teléfono le interrumpió.

Extendió la mano hacia el aparato.

Su interlocutor era el secretario del general Pietrov.

—El general Pietrov desearía verle de inmediato a propósito de un asunto urgente.

Ya estaba, se dijo a sí mismo, la noticia del intercambio de la primera dama y la segunda dama.

Deteniéndose brevemente ante el espejo de la pared para peinarse, Razin abandonó su despacho, bajó ruidosamente por la escalera y entró en la antesala del despacho del general Pietrov. El secretario del director del KGB le indicó por señas que pasara.

Al entrar en el despacho, Razin vio a Pietrov estudiando lo que parecía ser un largo telegrama.

Pietrov colocó rápidamente el mensaje boca abajo sobre el escritorio y le indicó a Razin una silla. Razin se acomodó sin apartar los ojos del general, preguntándose si el mensaje urgente sería el que él estaba esperando.

—Razin —dijo Pietrov—, me temo que esta noche no va usted a poder dormir, a menos que pueda dormir en un avión.

—¿Un avión, señor?

—Tengo una misión inmediata para usted. Necesito un correo para entregar un paquete en mano esta noche en Londres. Usted deberá hacer entrega del paquete.

—Pero ¿estoy autorizado a entrar en Inglaterra?

—Su destino, el aeropuerto de Westridge, situado en las afueras de Londres, es provisionalmente territorio soviético, de la misma manera que la Embajada soviética en Londres se considera territorio nuestro. Con la excepción de dos controladores aéreos británicos y de dos indiferentes oficiales de inmigración británicos a la entrada de la base, no habrá más que personal soviético.

Uno de los nuestros le recibirá, se hará cargo del paquete, y entonces usted subirá de nuevo a bordo del aparato y regresará a Moscú.

—¿Una inmediata ida y vuelta?

—Inmediata.

—Pero, mi general, disculpe… ¿no podría encargarse de ello un correo ordinario?

—Desde luego. Pero el primer ministro Kirechenko ha exigido que fuera usted personalmente. Conque ya lo sabe.

—Sí, señor.

—Seguirá usted estas instrucciones. He dispuesto que un aparato militar le traslade a Inglaterra. Será usted el único pasajero del aparato. El avión estará aguardando en el aeropuerto de Vnukovo y despegará llevándole a usted abordo dentro de exactamente tres horas. Entretanto, vuelva a casa y cene. Espéreme allí.

Yo pasaré para hacerle entrega del paquete sellado. Mi chófer me dejará de nuevo aquí y le acompañará a usted directamente al aeropuerto. ¿Me ha comprendido?

—Sí, señor —contestó Razin, guardándose de preguntar a qué obedecía todo aquello—. Le estaré esperando, señor.

Mientras abandonaba el despacho de Pietrov, perplejo ante el propósito de aquel inesperado viaje, Razin decidió no pensar más en el asunto y limitarse simplemente a cumplir las órdenes, tal como siempre había hecho.

Subió la escalera para regresar a su despacho, terminó de llenar la cartera, la tomó, recogió un impermeable ligero y salió del edificio para dirigirse al aparcamiento público que se encontraba a pocos minutos de la calle Furkosov.

El tiempo era frío. Con una mano, se abrochó el impermeable mientras caminaba, entró en el aparcamiento, localizó su automóvil Volga de color negro, se inclinó y se sentó al volante. Dejó la cartera en el otro asiento, sacó la llave de encendido y puso en marcha el vehículo. Dejó que el motor marchara en vacío un minuto, encendió los faros delanteros y volvió la cabeza para retroceder y salir. En aquel momento, vio a un hombre alto y elegantemente vestido que corría en su dirección. Incapaz de reconocer a aquel extraño, Razin estaba a punto de hacer marcha atrás cuando el hombre de elevada estatura alcanzó el automóvil por el otro lado, abrió la portezuela, apartó la cartera y se acomodó en el otro asiento frontal.

—¿Alex Razin, supongo? —dijo el desconocido en inglés.

Razin miró subrepticiamente a su visitante, le reconoció de inmediato y no trató de ocultar su sorpresa al hablar.

—Embajador Youngdahl. ¿Qué está usted…?

—Tengo un mensaje privado y personal para usted —dijo Youngdahl en tono enérgico—. Salgamos de este aparcamiento. Busque alguna calle desierta. Creo que sería mucho más prudente.

Razin vaciló momentáneamente, presa de la confusión, y después, vencido por la curiosidad, decidió cooperar. Soltando el freno de mano, Razin abandonó la plaza de aparcamiento y se dirigió hacia la salida.

Al llegar al primer semáforo, Razin estudió la impresionante figura del anciano embajador estadounidense.

—¿Un mensaje para mí? —preguntó.

—Al parecer, muy importante. Yo no lo entiendo.

Pero me han dicho que usted lo entenderá.

Al aparecer la luz verde, Razin cambió de marcha y siguió avanzando por la calle 25 de Octubre. La calle aparecía desierta y sin tráfico rodado a aquellas horas de la noche. Razin aminoró la marcha mientras cruzaba las travesías, buscando una que fuera de su agrado, hasta que encontró una calle adoquinada, casi sin iluminación, y giró hacia la misma. Había árboles y hierbas junto a los bordillos de las aceras flanqueadas por viejos edificios de viviendas estropeados por la intemperie. Unos cincuenta metros más allá, al no ver el menor signo de vida, Razin acercó el Volga al bordillo, frente a la valla provisional de un edificio en construcción. Accionando los frenos, apagó el motor y se medio volvió para mirar al embajador de los Estados Unidos.

—¿De quién es el mensaje? —preguntó Razin.

—De un hombre que forma parte del séquito presidencial en Londres. Se llama Guy Parker. Parece ser que le conoció usted cuando…

—Le recuerdo —dijo Razin, interrumpiendo al embajador—. Redactaba los discursos de la primera dama. Y estaba escribiendo también un libro de ella.

¿Qué desea de mí?

—No lo sé —contestó el embajador Youngdahl—. Me ha dicho que le entregara a usted un mensaje que me ha dictado a través del teléfono a prueba de escuchas del presidente —Youngdahl había introducido la mano en el abrigo y en el bolsillo interior de su chaqueta y había sacado una hoja de papel—. Lo único que sé es que lo tenía que entregar personalmente y que guarda relación con un asunto de cierta urgencia. Aquí está —le entregó la hoja a Razin—. Encontrará mi número de teléfono en la tarjeta adjunta por si necesita establecer contacto conmigo en cualquier momento —Youngdahl movió el tirador y abrió la portezuela—. Será mejor que le deje aquí. Regresaré a pie a mi coche. Buena suerte, señor Razin.

El embajador descendió del vehículo y muy pronto se perdió entre las sombras de la noche.

Diez minutos más tarde, Alex Razin se encontraba sentado todavía al volante de su automóvil en el mismo lugar y en la misma calle.

Había leído tres veces el mensaje de Guy Parker. La primera lectura le había dejado confuso y desconcertado. La segunda y más cuidadosa lectura le había dejado helado. Y esta tercera lectura había sido causa de que la sangre empezara a pulsar con fuerza en sus ardientes sienes.

Había experimentado una serie de sobresaltos, uno detrás de otro, que le habían afectado como una conmoción.

Sólo ahora empezaba a salir de su estupor para pasar a un estado de cólera que se iba transformando en una profunda agitación. Trataba con dificultad de organizar sus pensamientos y de pensar con lógica.

Había traducido el mensaje deliberadamente oscuro de Parker en algo que ahora podía comprender totalmente. El mensaje de Parker le había dicho que Billie Bradford iba a ser asesinada esta noche. La mención del nombre de Vera, sorprendente en sí misma, le había dicho que ésta no iba a regresar a Rusia y seguiría desempeñando su actual papel. Y, finalmente, le había dicho que, en caso de que pudiera salvar a Billie, sería autorizado a entrar en los Estados Unidos y se le concedería asilo político.

Al finalizar la segunda lectura, todas las terribles consecuencias contenidas en el breve mensaje empezaron a penetrar y a surtir efecto en la mente de Razin. En primer lugar, estaba la horrible noticia de que la primera dama de los Estados Unidos iba a ser ejecutada con carácter inmediato. Desde el principio hasta el final de todo aquel proyecto, la muerte de Billie jamás había formado parte del plan, era un acto violento que no se había tomado en consideración. ¿Por qué aquel acto inhumano se había convertido ahora en una necesidad? Si el primer ministro Kirechenko lo había ordenado, o estaba loco o era un salvaje de sangre fría.

Si la ejecución se llevaba a cabo y la noticia se filtraba a Occidente, ello conduciría a una ruptura de las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética que, tal vez, provocaría una escalada bélica y un suicida conflicto nuclear. Millones y millones de personas iban a perecer a causa de la absurda muerte de una mujer. La furia de los Estados Unidos rebasaría los límites de la comprensión. La imagen de la Unión Soviética ante el mundo sería la de una bárbara nación homicida. ¿Por qué correr aquel riesgo? Era casi imposible de imaginar. ¿Se hacía tal vez para dejar el camino expedito a Vera de manera que ésta pudiera seguir interpretando el papel de primera dama en el transcurso de los próximos cinco años y el KGB dispusiera así de una espía en la Casa Blanca y, más adelante, de una espía en los estratos más altos de la sociedad estadounidense? ¿O tal vez el asesinato obedecía a otro motivo más apremiante que él no podía imaginar desde lejos? Sí, había probablemente un motivo más inmediato y poderoso que había inducido al primer ministro a ordenar una carnicería destinada a eliminar a la mujer más famosa y querida de los Estados Unidos.

Lo que resultaba análogamente sorprendente y menos comprensible era el hecho de que los estadounidenses —o, por lo menos, uno de ellos, un burócrata de categoría inferior apellidado Parker— hubieran descubierto que la verdadera primera dama se encontraba prisionera en Moscú y que una agente soviética llamada Vera estaba desempeñando con éxito el papel de doble. Y que él, Razin, estaba implicado en cierto modo. Y que ahora, conociendo la identidad de las dos primeras damas, la verdadera iba a ser eliminada.

¿Cómo había averiguado Parker semejante cosa? Eso no tenía importancia en aquellos momentos. ¿Por qué Parker no lo había denunciado inmediatamente, por qué no había acudido al presidente, por qué no había informado de ello a los militares o a la CIA, por qué no había provocado una confrontación con la Unión Soviética? Sin embargo, nadie más parecía estar al corriente de la intriga puesto que, al parecer, la cumbre estaba a punto de finalizar sin que se hubiera producido la menor alarma.

Entonces, una frase del mensaje de Parker que guardaba relación con la vida personal de Razin, estremeció la vida de éste y la volvió del revés.

Significaría que su amiga Vera quedaría permanentemente en el lugar. No era posible que Parker estuviera enterado de las relaciones secretas de Razin con Vera. Y, sin embargo, sin querer, había dado en el blanco de Razin. La conclusión de Parker era inequívoca. Era cierto. En caso de que fuera ejecutada en secreto esta noche, Billie Bradford seguiría viviendo en la persona de Vera Vavilova. Los Estados Unidos y el mundo no conocerían más que a una primera dama y ésta sería Vera. Vera se quedaría en la Casa Blanca durante el resto del mandato del presidente y en el transcurso de los cuatro años del siguiente mandato y después seguiría siendo su esposa hasta que la muerte los separara. Y Alex Razin… Razin la perdería para siempre.

Lo comprendió por entero: el destino de Vera y el suyo propio estaban ligados a la vida o la muerte de Billie Bradford. Si Billie muriera, sus relaciones con Vera morirían también. Si Billie viviera, su amor y su futuro con Vera también vivirían. Sustituida y libre, Vera podría reunirse con él en los Estados Unidos. El mensaje de Parker le prometía una recompensa: el levantamiento de la prohibición de entrada y la autorización para residir permanentemente en los Estados Unidos.

Podría abrirse para ellos un futuro maravilloso.

Razin empezó a pensar con rapidez. Si pudiera intervenir ahora, proteger a Billie, rescatarla y devolverla a Londres… y ponerse anticipadamente de acuerdo con Parker para que Vera y él fueran enviados a una clínica en la que les sometieran a unas intervenciones de cirugía estética y recibieran posteriormente autorización de residencia en los Estados Unidos, ambos estarían a salvo y podrían vivir juntos. Y Billie podría vivir y recuperar su antigua existencia.

¿Sería posible?

Dostoyevski se había enfrentado con un pelotón en aquella misma ciudad de Moscú, a punto de ser ejecutado, y se había salvado gracias a una suspensión de última hora. ¿Podría la primera dama de los Estados Unidos, a punto de ser ejecutada también, salvarse gracias a su intervención de última hora?

Se repitió una vez más la pregunta. ¿Sería posible?

Se contestó a sí mismo con una pregunta propia.

¿Por qué no?

Ciertamente, era posible… pero posible por los pelos.

Casualmente, las circunstancias le permitían abrigar alguna esperanza. Ante todo, a pesar del carácter secreto de la orden de ejecución, él se había enterado sin que su superior tuviera conocimiento de ello. Y, en segundo lugar, había un avión esperando a veintiocho kilómetros de Moscú, listo para trasladarle a Londres con el fin de que entregara un paquete. ¿Por qué no podía Billie Bradford ser el paquete?

Por unos momentos, se preguntó por qué Pietrov no le habría revelado el plan encaminado a liquidar a Billie y a mantener a Vera en el papel de primera dama de los Estados Unidos. Tal vez porque Pietrov se había enterado del amor que Razin sentía por Vera. O tal vez porque pensaba que cuantas menos personas estuvieran al corriente del asesinato, tanto mejor para los asesinos.

Razin trató de concentrar su atención en los siguientes pasos. Pietrov se dirigiría al Kremlin muy pronto, si es que ya no lo había hecho. Él y sus bandidos adiestrados se llevarían a Billie a la fuerza. En el interior del automóvil, la atarían y la amordazarían. La conducirían a las afueras, a un bosque solitario. Le dispararían un tiro en la cabeza por detrás. La desfigurarían para que su identidad no pudiera conocerse jamás. La enterrarían en una tumba sin indicación alguna. Jamás se la echaría de menos porque seguiría viviendo en Londres y en Washington.

El primer paso más lógico consistía en llegar hasta ella en el Kremlin antes de que llegara Pietrov.

Pero no, se dijo, eso sería demasiado rápido, demasiado inesperado. Tal vez la vieran, tal vez ambos fueran detenidos antes de llegar al aeropuerto. Llegar hasta Billie en el Kremlin tendría que ser el segundo paso. Antes tenía que dirigirse a casa para preparar lo necesario. Sólo entonces se podría atrever a sacar a Billie del Kremlin y tratar de huir con ella. Se dirigirían al aeropuerto. Allí habría un avión, esperándole a él con su paquete. Telefonearía al embajador Youngdahl antes de salir. Después tomaría el avión con destino a Londres. Dos horas más tarde, la Operación Vera habría concluido satisfactoriamente.

Tal vez, tal vez.

Todo era muy fácil de organizar, pero muy difícil de llevar a cabo. Un solo paso en falso y la primera dama estaría tan muerta como se pretendía que estuviera. Y Razin también moriría.

Dejó sus conjeturas y vio el mensaje de Parker sobre sus rodillas. Separó la tarjeta del embajador, se la guardó en el bolsillo y sostuvo el mensaje en la mano mientras abría la portezuela del automóvil. Sacó su encendedor del bolsillo, lo encendió, observó cómo surgía la llama y la aplicó al papel que contenía el mensaje. El papel se encendió al rojo. Cuando empezó a chamuscarle los dedos, lo dejó caer a la calzada y muy pronto lo vio convertido en cenizas.

Pisó las cenizas con el zapato, cerró la portezuela del vehículo y giró la llave de encendido.

Ya basta de pensar. Había que actuar.

Conocía al enemigo.

El tiempo era el enemigo.