Eran las últimas horas de la tarde, el tiempo estaba pasando deprisa y el cielo se estaba nublando cuando Guy Parker pasó frente al palacio de Buckingham, rodeó el monumento a la Reina Victoria, se acercó al bordillo, accionó el freno del Jaguar y dejó que el motor marchara en vacío mientras buscaba en alguna de las tres entradas la posible presencia de Nora Judson.
Llevaba veinte minutos recorriendo el St. James’s Park, aminorando constantemente la marcha al pasar frente al palacio para recoger a Nora. Pero ella aún no había aparecido.
Hubiera tenido que entrevistar a la primera dama por la mañana y tenía previsto dedicar la tarde a seguirla en caso de que abandonara el Claridge’s. Una breve llamada y una nota garabateada de Nora habían alterado aquellos planes. La llamada de Nora le informó de que la entrevista con Billie tenía que cancelarse. Su nota, recibida después del almuerzo, le decía: «El príncipe de Gales ha invitado a Billie y a Madame Kirechenko a tomar el té esta tarde en el palacio de Buckingham. ¿Me puedes recoger en la entrada principal hacia las cuatro? Hazlo, por favor».
Ahora eran las cuatro y veinte y Nora seguía sin aparecer. A punto de dar otra vuelta alrededor del monumento, Parker divisó a Nora en el patio, más allá de los altos barrotes de la verja, pasando a toda prisa frente a los alojamientos de la policía en dirección a la entrada lateral del noroeste. La vio salir rápidamente, esquivando a un grupo de turistas y deteniéndose para buscarle. Descendió del automóvil, le hizo señas con la mano y, al final, consiguió llamar su atención. Ella corrió hacia el coche y subió al mismo.
—¿Cómo estás? —le preguntó él, mientras se adentraba con el Jaguar en la corriente del tráfico.
—Nuestra reina se encuentra todavía con el príncipe —contestó ella—. Me he entretenido con el funcionario de prensa de palacio. Lamento llegar tarde. Te he pedido que me recogieras no para que me acompañaras sino porque deseaba saber qué te había ocurrido anoche.
¿Acudiste de veras a ver al presidente?
—Sí.
—¿Le dijiste lo que pensabas?
—Todo, todas las sospechas que tenía en relación con la primera dama.
—¿Y bien?
—Pues que tú tenías razón. Estuvo a punto de despedirme.
—¿Tanto se enojó?
—Se enojó muchísimo —dijo Parker, asintiendo con expresión sombría—. Me dijo que estaba loco. Encontró explicación para todos los errores que ella había cometido. Me advirtió de que, como le mencionara algo de eso a alguna persona, me despediría.
—Supongo que, desde su perspectiva, su actitud es comprensible —dijo Nora, frunciendo los labios con expresión pensativa—. Al fin y al cabo, vive con ella. Ella es su Billie, tal como siempre lo ha sido, nada ha cambiado ni es distinto.
—Éste fue para mí el mayor obstáculo —Parker detuvo el vehículo ante un semáforo—. Para él, sigue siendo la misma Billie de siempre. Eso es lo que más me desmoraliza. Tú y yo sabemos que está ocurriendo algo y no sabemos adónde dirigirnos y no hay nadie que pueda creernos —al aparecer de nuevo la luz verde, pisó el acelerador—. Le aconsejé incluso al presidente lo que tenía que hacer.
—¿Qué es?
—Pedir que los británicos registraran el establecimiento de Ladbury. La visita secreta de Billie lo ha convertido en un lugar muy sospechoso. Estoy seguro de que los soviéticos lo utilizan como contacto. Un registro repentino tal vez nos ofreciera la prueba que necesitamos.
—¿Y cómo reaccionó él?
—Tal como era de esperar —Parker lanzó un suspiro—. Un hombre que piensa que a su esposa no le ocurre nada no va a pensar que haya algo malo en el hecho de que ésta visite a su modisto. No quiso tomar en consideración mi ruego. Y se enfureció como un loco porque había seguido a su Billie.
Parker se percató súbitamente de un movimiento a su lado y entonces vio que Nora se había incorporado en el asiento y tenía los ojos brillantes de emoción.
—Guy, se me acaba de ocurrir una gran idea —dijo ella—. Era tan lógico que lo hemos pasado por alto. Si el presidente necesita un hecho concreto para convencerse, sé cómo conseguírselo. Las huellas dactilares de Billie. Tienen que estar archivadas en alguna parte. Búscalas… comprueba si las huellas de esta primera dama coinciden con las suyas…
Parker la interrumpió, sacudiendo la cabeza.
—Es inútil. No andas descaminada, Nora. Pero es un poco tarde. A mí ya se me había ocurrido… pensaba decírtelo. Esperaba poder mostrarle las pruebas al presidente, en caso de que éstas confirmaran nuestros temores. Telefoneé a la Casa Blanca, le pedí a un buen amigo del Ala Oeste que me buscara confidencialmente las huellas digitales de Billie y que me las enviara en el próximo correo aéreo. Se inició una investigación de rutina. ¿Quieres saberlo que ocurrió? La computadora localizó las huellas en el FBI, en el Departamento de Vehículos Motorizados de California y yo qué sé en cuántos otros sitios. Mi amigo pidió una copia. ¿Y sabes una cosa? Las huellas dactilares de Billie no se encontraron en ninguna parte. Faltaban. Habían desaparecido. Alguien ha hecho un buen trabajo. Por consiguiente, tenemos una sospecha, pero nos faltan pruebas concretas.
—Maldita sea.
—Bien puedes decirlo.
Habían enfilado la calle Brook y se estaban acercando al Claridge’s.
—Y ahora, ¿qué, Guy?
—Supongo que continuaré siguiéndole la pista a Billie para ver si ocurre algo —contestó él, encogiéndose de hombros.
—Hoy no sigas preocupándote por eso. Billie no regresará del palacio de Buckingham hasta más tarde.
Esta noche no saldrá. Quiere ponerse al día con la correspondencia. ¿No te apetecería pasar la noche conmigo?
Él apenas la oyó.
—No —dijo, aminorando la marcha—. Quiero decir, sí, me gustaría… pero… —profundamente enfrascado en sus pensamientos, acercó el Jaguar al bordillo, a pocos metros del conserje del hotel, y se detuvo. Su rostro se iluminó mientras daba una palmada al volante—. ¿Sabes una cosa? —dijo—. Se me acaba de ocurrir… lo que tendría que hacer.
—¿Qué?
—Visitar yo mismo el establecimiento de Ladbury.
Echar un vistazo. Tal vez invitarle a cenar.
—Yo que tú lo pensaría dos veces —dijo Nora en tono preocupado—. Si tu corazonada resultara ser cierta, podrías verte metido en dificultades.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Parker jovialmente—. ¿El «negro» de la primera dama visitando al modisto de la primera dama?
Absolutamente normal. Totalmente inocente.
—Pues no sé. ¿Cuándo piensas ir?
Parker se miró el reloj de pulsera.
—Ahora mismo.
Avanzó hasta la entrada del Claridge’s. El resplandeciente conserje se apresuró a abrir la portezuela del Jaguar.
—Guy, ten cuidado —dijo Nora, inclinándose para besar a Parker.
—Lo intentaré. Quiero volver a verte. Tal vez incluso esta noche. Quédate por ahí.
—Te estaré aguardando —Nora le rozó la manga— Guy, ten mucho cuidado.
Nora descendió del automóvil y él se alejó.
A pesar de que había un tráfico muy intenso a aquella hora, Parker llegó a la calle Motcomb en menos de quince minutos. Encontró un espacio para aparcar a una manzana de la Halkin Arcade y de la tienda de Ladbury, cerró la portezuela y recorrió la distancia a pie.
Al llegar a la entrada de la tienda del modisto, se detuvo momentáneamente para hacer acopio de todo su valor. Al final, asió el tirador y la puerta se abrió hacia dentro. Mientras cruzaba el umbral, un timbre de alarma anunció su llegada.
De pie sobre la mullida alfombra de color blancuzco, Parker examinó el local. No había ningún dependiente a la vista. La estancia aparecía decorada con muy buen gusto y con gran riqueza. En la parte de delante un maniquí sobre un pedestal lucía un vestido de cóctel de terciopelo negro y un chal verde. Detrás del maniquí podía verse un gran escaparate alargado en el que se exhibían unas joyas. Junto a las paredes de ambos lados se veían costosos atuendos. En unas estanterías rectangulares había jerseys y blusas. En unos huecos, había vestidos, faldas, trajes sastre y pantalones colgados. En la parte de atrás había dos espejos a toda altura y varias sillas antiguas diseminadas. La mitad de la pared de atrás aparecía cubierta por una enredadera extendida sobre un enrejado. En la otra mitad de la pared de atrás se veía una escalera de caracol que conducía al piso de arriba y un pasillo que, al parecer, conducía a los probadores y a los despachos.
Parker permaneció solo casi medio minuto —aquella elegante indiferencia y aquella atmósfera reservada le hicieron gracia— antes de que se presentara alguien desde la parte de atrás. Era la rechoncha y masculina mujer que Parker recordaba haber visto en la Casa Blanca, es decir, la ayudante de Ladbury, Rowena Quarles.
Se situó frente a Parker, mirándole como si fuera un intruso.
—¿Sí? ¿En qué puedo servirle?
—Quisiera ver al señor Ladbury —dijo Parker cortésmente—. Trabajo para la señora Bradford. Ella me ha indicado que acudiera a verle.
—¿La señora Bradford?
—Billie Bradford. La primera dama, la primera dama de los Estados Unidos. Creo que es una de las clientes del señor Ladbury.
—¿Ella le ha enviado? —preguntó la señorita Quarles en tono vacilante.
—Sí.
—Bueno, es posible que el señor Ladbury esté ocupado. Pero iré a ver. ¿Quién digo que le visita?
—El señor Parker.
—Si quiere esperar un momento, señor Parker.
La ayudante se dirigió hacia el fondo del pasillo.
Parker empezó a pasear por el impresionante local, deteniéndose ante el escaparate que contenía las deslumbradoras joyas.
Por el rabillo del ojo, vio al joven delgado del sorprendente flequillo amarillo, acercándose con paso elástico y expresión inquisitiva.
—¿Señor Parker? —preguntó el modisto con voz de falsete—. Soy Ladbury —dijo, tendiéndole una displicente mano—. ¿La señora Bradford le ha enviado?
—No exactamente —dijo Parker, soltando la mano del diseñador—. Pero, en cierto modo, sí. Soy Guy Parker y trabajo en la Casa Blanca. Estoy ayudando a la señora Bradford a escribir su libro. Lo que ella me dijo realmente era que convendría que entrevistara a las personas que ella conoce en Londres. Es posible que se lo haya mencionado.
—No he escuchado una sola palabra referente a entrevistas —dijo Ladbury—. Pero creo haberle oído mencionar algo acerca de un libro que estaba escribiendo cuando hace poco visité la Casa Blanca.
—Bueno, pues, yo estoy aquí a propósito de este libro. Pensaba que tal vez usted podría dedicarme un poco de su tiempo libre para comentar los gustos de la primera dama en lo tocante a moda. Qué no le gusta, qué le gusta, cómo la conoció usted, una o dos anécdotas. Tal vez pudiera usted salir a tomar una copa o a cenar conmigo. Ya sé que se lo digo con muy poca antelación, pero…
—Es usted muy amable, gracias —dijo Ladbury, interrumpiéndole—. Ya entiendo lo que necesita para el libro. Adoro a la señora Bradford y tendré sumo gusto en colaborar con usted, señor Parker, pero me temo que no ahora —consultó su Patek Philippe de oro—. Es un poco tarde. Casi la hora de cierre. Vamos a cerrar el establecimiento dentro de unos minutos. Después tengo una cita para una cena, concertada ya hace tiempo. Lo lamento. Pero, mire, ¿por qué no me telefonea dentro de uno o dos días? Concertaremos una cita como es debido en la que podremos hablar a nuestras anchas. Tal vez durante un almuerzo. ¿Qué le parece?
—Dentro de uno o dos días. Muy bien. Ya le llamaré.
Rowena Quarles había emergido del pasillo de atrás.
—¡El teléfono, señor Ladbury! —dijo. ¡París!
—¡Voy enseguida! —contestó Ladbury. Se volvió hacia Parker—. Santo cielo, discúlpeme por ser tan brusco, pero hace horas que espero esta llamada. Siento que no haya podido ser hoy. Ya lo compensaremos —dio media vuelta y añadió:
Dele recuerdos de mi parte a la señora Bradford. Tengo que verla mientras esté en Londres.
Parker se encaminó hacia la puerta. Al llegar a ésta, se detuvo y miró a su alrededor. Ladbury había desaparecido por el pasillo. Una vez más, Parker se encontraba solo en el local.
¿Cuáles habían sido las últimas palabras de Ladbury? Dele recuerdos de mi parte a la señora Bradford. Tengo que verla mientras esté en Londres.
Sin embargo, Ladbury ya la había visto aquí, en Londres. El propio Parker había visto entrar a Billie en aquella tienda.
Ella había mentido al respecto. Ahora Ladbury también había mentido.
¿Qué estaba ocurriendo?
Sus sospechas volvieron a intensificarse y estuvo tentado de averiguar la verdad acerca de aquella tienda.
Miró hacia el pasillo. El despacho de Ladbury debía estar sin duda en la parte de atrás.
Parker adoptó una decisión.
Asió el tirador y abrió la puerta de entrada. El timbre de arriba sonó con estridencia. Sin moverse del sitio, Parker cerró la puerta. Y se quedó en el interior de la tienda.
Dando media vuelta, avanzó con el mayor sigilo posible hacia la parte de atrás, pisando en silencio la mullida alfombra. Miró hacia el pasillo iluminado. El pasillo estaba vacío. Procurando contener el aliento, empezó a adentrarse en el mismo. Desde medio camino, pudo oír a Ladbury hablando por teléfono. Parker siguió avanzando. Había varias habitaciones protegidas por cortinas a la izquierda. Supuso que eran los probadores.
Caminando despacio, siguió avanzando por el pasillo hasta poder oír claramente la voz de Ladbury, hablando con un colega de París. Casi frente a lo que debía ser el despacho privado de Ladbury, había otra habitación con la entrada protegida por unas cortinas. Parker separó las cortinas y se ocultó entre ellas. Se encontraba en un femenino probador de tamaño mediano, bellamente decorado. A ambos lados, altos espejos de tres caras.
Directamente enfrente, la pared era un armario abierto lleno de trajes de noche de mujer, casi todos ellos trajes largos de gran etiqueta. Rápidamente, Parker se acercó al armario, apartó los trajes, penetró a través de ellos hasta la pared y dejó que los trajes le cubrieran por completo. Comprimido incómodamente contra la dura pared, protegido por los trajes con sus perchas almohadilladas, Parker estaba seguro de que nadie que entrara en el probador podría verle.
Prestó atención. Desde el despacho del otro lado del pasillo, la voz de Ladbury sonaba un poco amortiguada, pero se podía oír.
Parker permaneció inmóvil entre los vestidos, medio asfixiado por éstos, plenamente consciente de la temeridad del riesgo que estaba corriendo. Si alguien le encontrara allí, no podría ofrecer ninguna explicación aceptable y las consecuencias serían espantosas. Si la tienda de Ladbury fuera efectivamente un punto de contacto del KGB, sus apresadores le eliminarían inmediatamente. Si no fuera más que una tienda legítima de alta costura, sus apresadores le entregarían al policía local en calidad de vulgar ladrón o intruso. El presidente se enteraría de la detención y le despediría de inmediato. Caería en desgracia y quedaría indefenso.
Estaba empezando a tener sus dudas acerca de sus sospechas y de sus actividades como detective aficionado y estaba considerando la posibilidad de abandonar la vigilancia y marcharse de la tienda ahora que aún estaba a tiempo, cuando sonó el timbre de la puerta de entrada. Se apretó rígidamente contra la pared, pero aguzó el oído.
Pudo oír débilmente cómo se cerraba la puerta, cómo se volvía a abrir con el acompañamiento del timbre y cómo se cerraba de nuevo. Sobre dicho trasfondo, oyó la voz de Ladbury.
—Attendez! Attendez! —le estaba diciendo a alguien a través del teléfono. Ahora se dirigió a alguien que se encontraba en el despacho—. Tienen que ser ellos.
Tome, Rowena, encárguese del teléfono. Su francés es mejor que el mío. Dígale que recibirá su maldito envío la semana que viene con toda seguridad. No se entretenga demasiado. Líbrese de esta maldita mujer.
Tenemos trabajo aquí… será mejor que vaya a ver si han llegado.
Parker miró por entre los trajes y, por debajo de la cortina del probador que no llegaba hasta el suelo, pudo ver los zapatos de charol de Ladbury emergiendo al pasillo. Al parecer, Ladbury estaba mirando hacia la puerta de entrada. Con su voz estridente, le dijo a alguien:
—¡Ah, ya están aquí, llegan a tiempo! ¡Vengan al despacho! Oiga, Baginov, vamos a cerrar la puerta. Sea buen chico y corra el pestillo de la puerta de entrada. La llave de repuesto se encuentra en el bolsillo del modelo de terciopelo, el vestido de terciopelo negro del maniquí.
Sólo faltaría que ahora viniera alguna maldita cliente…
¡Muy bien, buen chico!
Ladbury parecía estar aguardando a los recién llegados junto a la puerta de su despacho. Entonces, por debajo de la cortina, se acercaron a Ladbury unos zapatos de ante marrón, seguidos por unos zapatos de cuero negro y gruesas suelas.
—Señores —les saludó Ladbury con voz chillona—, tengo entendido que hay buenas noticias.
—Las mejores —contestó una voz estadounidense con acento pseudobritánico y un leve ceceo.
El ceceo le resultaba a Parker ligeramente familiar, pero éste no pudo identificarlo de inmediato.
—La puerta de entrada está cerrada —informó una voz de bajo con leve acento ruso.
—Ahora no nos van a molestar —dijo Ladbury.
Pasen a mi despacho. Tengo un jerez excelente.
Desde su escondrijo, Parker escuchó. Durante un breve intervalo, no pudo oír nada. Se preguntó si Ladbury habría cerrado la puerta del despacho.
Para alivio de Parker, la voz de Ladbury se escuchó de nuevo súbitamente, como si sonara desde cierta distancia.
—Por este trascendental éxito —dijo Ladbury.
Al parecer, el silencio se había producido mientras se escanciaba la bebida y ahora los cuatro estaban brindando por la buena noticia. Parker trató de hacer conjeturas acerca del motivo de aquella celebración. Si era alguna especie de victoria soviética, ¿qué estaba haciendo aquí un estadounidense? Si era alguna especie de triunfo estadounidense o británico, ¿qué estaba haciendo aquí un soviético?
—¿O sea que nuestra dama lo ha entregado? —preguntó de nuevo la voz de Ladbury.
—Todavía no, pero casi —contestó la voz estadounidense del ceceo—. Me ha informado simplemente de que está en poder de lo que necesitamos. Se reunirá con el primer ministro en el lugar concertado de la cita a las once en punto de esta noche. Entonces entregará su informe.
—¿Quiere que lo comuniquemos? —preguntó Ladbury.
—Creo que no —dijo el estadounidense.
Esperemos a que se haya hecho.
—Pero ¿y el cambio… el momento de…? —preguntó Ladbury.
Al final, la voz rusa:
—No habrá cambio. Cuando Vera haya facilitado la información, su utilidad habrá terminado. Entonces la otra será devuelta.
Un prolongado silencio.
Ladbury lo rompió.
—¿O sea que nuestra amiga Vera va a ser liquidada?
—Es necesario —dijo el soviético que Parker recordaba haber sido nombrado con el apellido de Baginov al llegar.
—Supongo que sí —dijo Ladbury en tono afligido.
Lástima. Inteligente mujer. ¿Eso ocurrirá cuando haya visto al primer ministro?
—Esta misma noche —contestó Baginov.
—¿Tienen un lugar seguro? —preguntó Ladbury.
—Todo se ha arreglado —dijo Baginov.
—¿Y si el cadáver se encontrara algún día? —preguntó Ladbury—. Eso podría…
—No hay que preocuparse —dijo Baginov—. No será identificable. Ni siquiera el rostro. Ácido.
Otro silencio.
—¿Cuándo lo transmitiremos? —preguntó Ladbury.
—Estará usted aquí a partir de las once de esta noche —dijo Baginov—. Fedin estará a su lado con la clave. En el otro extremo estarán listos para actuar.
—Todo resuelto —dijo Ladbury.
Parker pudo oír unos rumores amortiguados —de sillas o píes— y, mirando a hurtadillas, vislumbró el movimiento de cuatro pares de zapatos que dejaban el despacho, uno de los pares pertenecía a la señorita Quarles. Poco después, oyó el rumor de la puerta de entrada al cerrarse. Por medio de un interruptor general, se apagaron todas las luces.
Parker permaneció inmóvil detrás de los trajes. No sabía si se había quedado solo en la tienda. Tal vez alguno de ellos se hubiera quedado. El hecho de que le descubrieran ahora equivaldría a una muerte segura. Sin embargo, no podía permanecer demasiado tiempo oculto en aquel escondrijo. Más tarde o más temprano, tendría que abandonarlo. En realidad, cuanto antes, mejor.
Decidió permanecer donde estaba otros quince minutos. Si uno de los cuatro se había quedado, cualquier movimiento que hiciera podría ser escuchado.
Aquella espera le ofreció la primera oportunidad de asimilar lo que había oído. Lo que había oído, despojado de todas sus sospechas y fantasías, se reducía al hecho escueto de que los tres hombres a los que había oído conversar estaban actuando en secreto. Tenían a una agente llamada Vera. Ésta había descubierto alguna información secreta de enorme valor. La iba a transmitir al«primer ministro» esta noche. Puesto que en Londres no había en aquellos momentos más que un primer ministro —el primer ministro soviético Dmitri Kirechenko—, se trataba indudablemente de una operación soviética relacionada con la cumbre y los tres hombres que se habían reunido en la tienda de Ladbury eran agentes del KGB. Baginov lo era sin lugar a dudas.
Ladbury también. Y un estadounidense que hablaba con un ligero ceceo. La agente llamada Vera, tras haber averiguado lo que los soviéticos necesitaban saber, iba a ser eliminada inmediatamente después de haber facilitado la información al primer ministro. Y no sólo la matarían sino que, además, la iban a desfigurar.
Parker comprendió que ya no se podía dudar. Todo confirmaba sus sospechas. Esta Vera era sin lugar a dudas la doble de Billie Bradford. Le había arrancado al presidente una información de vital importancia y ahora se la iba a transmitir al primer ministro. A continuación, debería ser eliminada para destruir cualquier prueba de que hubiera sido una doble perfecta de la primera dama de tal manera que, si se encontrara el cadáver, no pudiera descubrirse la intriga soviética. Entonces «la otra» —es decir, la verdadera Billie Bradford— sería devuelta y actuaría como si nada hubiera ocurrido.
La enormidad de aquella operación aturdió a Parker.
El hecho de que ellos estuvieran tan a punto de anotarse un triunfo le indujo a abandonar su escondrijo.
Hacía más de quince minutos que no se escuchaba el menor ruido en la tienda. Parker apartó los trajes y avanzó hacia el centro del probador a oscuras.
Extendiendo una mano frente a él como si fuera un sonámbulo, se dirigió al pasillo. Sus dedos rozaron la cortina. La apartó a un lado y salió al pasillo. Allí, un pequeño rayo de luz brillaba desde la tienda. Lo siguió con cuidado hasta la parte de delante. Varias luces análogas, a pocos centímetros del suelo, servían de iluminación nocturna y le facilitaron el avance. La parte de delante del establecimiento de Ladbury se encontraba parcialmente iluminada por un farol de la galería. Fuera, ya había anochecido.
Al llegar a la puerta de entrada, Parker se detuvo. No le sorprendió averiguar que estaba temblando. Probó a abrir la puerta. Estaba cerrada por dentro y por fuera con el cerrojo. Tendría que encontrar algún medio de salir. Recordó inmediatamente la llave de repuesto que Ladbury le había indicado anteriormente a Baginov.
Parker se acercó al traje de terciopelo del maniquí.
Había dos bolsillos. Uno estaba vacío. La llave se encontraba en el otro.
Abrió con mano temblorosa la puerta, salió y volvió a cerrarla.
Se quedó de pie en la galería, contemplando la llave.
Si se quedaba con ella, más tarde la echarían en falta.
Comprendió que convendría buscar a un cerrajero, pedir un duplicado y devolver el original. Tendría que consultar la guía telefónica de Londres, encontrar un cerrajero que estuviera abierto a aquella hora, tal vez uno que estuviera abierto las veinticuatro horas del día.
Mientras se dirigía a su coche con piernas temblorosas, recordó un detalle. Cuando había dejado el coche junto al cruce con la otra calle para seguir a la presunta primera dama, había visto una tienda que parecía una cerrajería. En realidad, era una ferretería. Tal vez fuera suficiente.
Apresuró el paso para acercarse a su coche. Desde la esquina de la calle Kimmerton pudo ver lo que seguía pareciéndole una cerrajería y lo más interesante era que tenía todavía las luces encendidas. Al llegar allí, echó un vistazo al escaparate. Había toda una serie de aparatos domésticos y cacharros de cocina así como toda una colección de relucientes candados. En la tienda no había más que un dependiente medio calvo que, al parecer, estaba verificando el total de la caja registradora.
Parker entró y se acercó al dependiente.
—Esta llave —dijo, mostrándola—, ¿me podría hacer usted un duplicado mientras espero?
—Hacer, ¿qué?
—Un duplicado. Me es de todo punto necesario.
—Ya estaba a punto de cerrar —dijo el dependiente, frunciendo el ceño—. Ya me estoy retrasando para la cena. Pero… bueno, vamos a ver, es usted estadounidense, ¿verdad?
—Soy, yo…
—Muy bien —dijo el dependiente, tomando la llave—. Mi mujer tiene parientes en los Estados Unidos.
Buena gente. Tardaré sólo un minuto.
Se fue a la trastienda con la llave. Cinco minutos más tarde, regresó con dos llaves.
Parker le dio las gracias, le pagó y se marchó, regresando a toda prisa a la tienda de Ladbury. Al llegar a la puerta, miró a su alrededor. Por la galería no circulaba ningún peatón. Sin pérdida de tiempo, Parker introdujo la llave original en la cerradura y entró. Se acercó al traje de terciopelo y dejó la llave en el bolsillo correspondiente. Dando media vuelta, miró hacia el exterior. No se veía a nadie. Abrió la puerta, la franqueó y la cerró utilizando el duplicado. Acto seguido, se guardó la llave en el bolsillo de la chaqueta.
Rápidamente regresó al Jaguar. Una vez sentado al volante, con el motor en marcha, se reclinó en el asiento para recuperar un poco el resuello.
Recordó con perplejidad sus actividades de la última hora pasada. ¿Cómo se las había apañado? Se las había apañado porque todo había sido imprevisto y espontáneo y porque él era un novato aficionado. Un verdadero profesional hubiera sido descubierto y eliminado. Lo que había oído, suponiendo que no se equivocara, era casi demasiado sorprendente como para que pudiera creerse. Y, sin embargo, él lo había sabido desde un principio, maldita sea. Pero ahora lo sabía con certeza. Había una segunda dama llamada Vera. Era de carne y hueso. La habían conseguido colocar brillantemente con el fin de que obtuviera información del presidente de los Estados Unidos. Por su hazaña —en realidad, por saber demasiado—, iba a ser ejecutada y mutilada esta misma noche. Después, la noticia se comunicaría a Moscú y la verdadera primera dama sería enviada a Londres para sustituirla.
Era necesario decirlo. Los soviéticos y su Vera tenían que ser denunciados ante alguien. Pero ¿ante quién?
¿Quién demonios le iba a creer? Parker les había descubierto, pero intuía en cierto modo que ellos aún tenían la carta del triunfo en su mano. Los soviéticos podrían devolver a la verdadera Billie sin temor a que ésta les descubriera. ¿Quién sabría que ella no había sido la primera dama en Londres? En caso de que decidiera denunciar a los soviéticos, ¿quién iba a creer su increíble historia? ¿El presidente? ¿La CIA? ¿El primer ministro británico? Nadie la iba a creer. Los médicos dirían que ello se debía a un exceso de trabajo, a la tensión mental, a los agobios de su posición. Los psiquiatras dirían que era un agotamiento nervioso y que sufría alucinaciones. Nadie la creería jamás. Jamás se atrevería a hablar de ello. Los soviéticos estaban a salvo y lo sabían.
Y, en cuanto a Parker, ¿quién iba a creerle ahora? No se atrevía a revelarle a nadie lo que acababa de oír.
Exceptuando a Nora y —la idea se le acababa de ocurrir en este momento— a otra persona. Sí, otra persona tenía que saberlo… se lo tenía que decir directamente… o tal vez indirectamente. Eso habría que hacer.
Sus manos habían dejado de temblar. Asiendo el volante con una mano, cambió de marcha con la otra.
Tenía que ver a Nora inmediatamente. Necesitaría su ayuda. Aún quedaba una cosa por hacer… antes de que se perdiera la cumbre.
Cuando llegó a la Suite Real del primer piso del Hotel Claridge’s, Guy Parker encontró de guardia al agente del servicio de seguridad Oliphant.
—¿Ha vuelto ya la señora Bradford del palacio de Buckingham? —le preguntó.
—Todavía no.
—¿Ésta por aquí Nora Judson? —preguntó Parker, muy complacido.
El agente Oliphant le indicó con el pulgar la suite contigua.
—En su despacho.
—Gracias.
Parker se acercó a la puerta de al lado junto a la que se encontraba de guardia un oficial de Scotland Yard.
Exhibiendo su pase, entró, cruzó un pequeño vestíbulo, atravesó el pequeño despacho de Dolores Martin y recorrió el pequeño pasillo que unía aquella suite con la Suite Real hasta llegar al cuartito de Nora Judson. La puerta se encontraba entreabierta y pudo oír a Nora hablando por teléfono. Entró, cerró la puerta a su espalda y acercó una silla al escritorio mientras ella colgaba el teléfono.
Nora se volvió inmediatamente a mirarle con expresión preocupada.
—¿Has ido a la tienda de Ladbury? —fue lo primero que le preguntó.
—¿Que si he ido? Vaya si he ido. No vas a creer lo que ha pasado.
Bajando la voz, Parker procedió a describirle todo lo que había ocurrido, desde el momento en que se había ocultado en el probador situado frente al despacho de Ladbury —pasando por la conversación que había tenido lugar entre un agente soviético y uno estadounidense— hasta su huida.
A lo largo de todo el relato, Nora le había mirado con los ojos muy abiertos, cubriéndose la boca abierta con la mano cerrada en puño, mientras le escuchaba con absoluto asombro. Cuando Parker terminó, permaneció sentada con gesto atónito, absorbiendo todo el alcance de lo que él le había contado.
—¿Y bien? —dijo él.
—Y bien, ¿qué? ¿Qué puedo decirte? Sabes que he estado contigo durante toda esta última semana y que tenía tantas sospechas como tú. Pero eso es distinto. Eso es… una prueba —sacudió la cabeza—. O sea que la primera dama no es realmente la primera dama, no es realmente Billie.
—Se llama Vera no sé qué.
—Perdóname, Guy, pero no alcanzo a entenderlo.
Estoy desconcertada. ¿Cómo lo consiguieron?
—Eso no tiene importancia en estos momentos. Lo hicieron. Eso es lo único que importa.
—Y Billie… ¿dónde está Billie?
En Moscú, probablemente. Han dicho que la enviarían aquí, o que enviarían a alguien, una vez Vera haya entregado nuestros secretos y haya sido eliminada.
Nuestra misión consiste en encargarnos de que los secretos no sean revelados.
—Guy, tienes que acudir al presidente de inmediato.
—¿Otra vez? No iba a creerme. Y, aunque me creyera, diría que eso no es ninguna prueba. ¿El presidente? Santo cielo, me echaría, me despediría. Y entonces me vería totalmente perdido.
—Tienes razón, Guy —reconoció ella—. Eso no daría resultado —Nora levantó las manos en gesto de impotencia—. Pero ¿qué puede dar resultado?
Parker se levantó y rodeó el escritorio para situarse al lado de Nora.
—Hay una posibilidad que tal vez sea arriesgada y tal vez no. Se me ha ocurrido la idea mientras venía. Mira, nuestra principal misión no es la de denunciar a esta falsa primera dama. Aún no estamos en condiciones de hacerlo. Lo que tenemos que hacer es impedir que transmita al primer ministro soviético nuestros secretos en relación con la cumbre. Se lo va a comunicar todo esta noche. Eso es lo que tenemos que impedir.
—Pero ¿cómo?
—Revelándole… a esta Vera… revelándole la verdad acerca de ella. Lo que la aguarda en cuanto haya cumplido su misión. Necesito tu ayuda, Nora.
—Lo que tú quieras.
—Muy bien, presta atención.
Parker se inclinó, acercó la boca al oído de Nora y empezó a hablarle en susurros.
Tras haberle expuesto su plan, se irguió.
—¿Qué te parece?
—¿Puede dar resultado?
—Tiene que darlo. ¿Se te ocurre a ti una idea mejor?
—No. De acuerdo. Hagámoslo.
—Buena chica. ¿Cuándo regresará?
—Está a punto de llegar.
—¿Hay alguna posibilidad de que se vaya directamente a su dormitorio?
—Lo dudo. Siempre pasa primero a verme. Por si hubiera algún recado o alguna llamada telefónica importante.
—¿Estás segura?
—Desde luego.
Parker asintió con la cabeza.
—Entonces, dispongámonos a recibirla.
Ambos abandonaron el cuartito de Nora y se dirigieron al corto pasillo que unía la zona de trabajo con la Suite Real.
—¿Está abierta la puerta del salón? —preguntó Parker.
—Sólo por la noche.
Parker probó a abrir la puerta y ésta se abrió. Sin cerrarla, retrocedió unos pasos, situándose al lado de Nora. Ninguno de los dos habló. Se dispusieron a esperar. A cada pocos minutos, Parker se miraba el reloj de pulsera. Transcurrieron seis minutos, ocho. Parker se estaba inquietando por momentos cuando oyó chirriar la puerta del vestíbulo contiguo. Se acercó los dedos a los labios.
Reconocieron la voz de la primera dama, diciéndoles algo a los agentes del servicio de seguridad que la habían acompañado desde el palacio de Buckingham. Al parecer, había entrado en el comedor porque ahora su voz se escuchaba con más claridad.
—No sé si saldremos del hotel esta noche —estaba diciendo—. El presidente ya se lo hará saber.
Parker oyó cómo se cerraba la puerta y el rumor apenas discernible de los pasos de la primera dama al acercarse.
—Nora, ¿está usted ahí? —gritó ésta.
Parker se acercó una vez más los dedos a los labios.
Nora asintió muy nerviosa, permaneciendo en silencio.
Parker le musitó una palabra. Adelante, le había dicho.
Antes de que la primera dama pudiera entrar en el pasillo, Parker empezó a hablar en voz alta con Nora, en tono coloquial.
—Sí, es una espía soviética. Es el chisme que anda de boca en boca desde que llegamos aquí. Me lo ha dicho uno de los ayudantes del presidente. No sabía gran cosa al respecto. Los soviéticos tienen a una espía aquí mismo en Londres. Dicen que ha conseguido penetrar en el círculo más íntimo del presidente.
—¿No será una broma? —dijo Nora, obedeciendo a una seña—. ¿Lo crees de veras?
—No sé. Sólo puedo decirte lo que me han contado.
Incluso han averiguado su nombre, o parte del mismo.
Se llama Vera.
—¿Quién es?
—No tengo ni la más remota idea. No creo que mi informador lo supiera.
Parker hizo una pausa. Si la primera dama del otro lado de la pared hubiera sido efectivamente Billie, se les hubiera acercado, hubiera confesado haber oído su conversación y hubiera querido saber más. En cambio, si la primera dama era Vera, se hubiera detenido en seco y no se hubiera acercado. Se hubiera quedado al otro lado, muy quieta, en la esperanza de oír algo más.
Parker estaba seguro de que se encontraba al otro lado, muy quieta, en la esperanza de oír algo más.
—¿Cómo es posible que tu amigo se haya enterado de semejante cosa? —preguntó Nora.
—Pues no lo sé. Pero, por algo que me ha dicho, he adivinado en cierto modo que una de nuestras organizaciones controló por medio de unos dispositivos de escucha una reunión clandestina de algunos de sus agentes.
—¿Qué van a hacer los nuestros al respecto?
—Bueno, hasta que no dispongan de pruebas concretas, no pueden hacer gran cosa… o más bien no tienen que hacer nada, pienso yo. Esta Vera ha obtenido cierta información acerca de la cumbre para Kirechenko.
Nada puede hacerse en este sentido. En cuanto a esta Vera, está lejos del alcance de nuestras manos.
—¿Qué quieres decir con eso, Guy?
Pronunciando cuidadosamente las palabras, Parker contestó:
—Quiero decir que corren rumores de que la tal Vera dejará de existir esta noche. Según mi amigo, una vez haya transmitido la información secreta al primer ministro, Vera será inmediatamente liquidada por los propios soviéticos.
—¿Matarán a su propia agente?
—Bueno, considéralo desde esté punto de vista… ¿por qué no? ¿Para qué la necesitan? Una vez haya transmitido la información, el hecho de que andara suelta por ahí podría ser un peligro para ellos. Sabe demasiado. Para ellos, es mejor matarla
—¿Serían capaces de hacer eso?
—Lo harán esta noche. O eso me han dicho.
—Dios mío, pero ¿qué está ocurriendo en el mundo?
—Yo sé lo que debería ocurrir. Tú deberías venir conmigo a tomar unas copas y a cenar.
—Déjame ver…
Fueron interrumpidos por la estridente voz de la primera dama desde la estancia de al lado.
—Nora, ¿está usted ahí?
—¡Aquí estoy, Billie!
La primera dama entró rápidamente en el pasillo, simulando acabar de llegar.
—¿Algún recado importante?
Con la mayor discreción posible, Parker trató de observarle el rostro. Su cara estaba cenicienta. Parecía que toda la sangre hubiera huido de ella.
—El presidente ha mandado decir que estará ocupado hasta las diez. Si le quiere esperar, cenará con usted en la suite. En caso contrario, puede usted cenar antes.
—Gracias, Nora. Ya veré. Estoy muy agotada. Voy a tenderme a descansar un poco. No me moleste bajo ningún pretexto.
La vieron alejarse y dirigirse hacia el dormitorio.
Oyeron que cerraba la puerta.
—¿Crees que nos ha oído? —preguntó Nora en voz baja.
—Ha oído todas y cada una de las palabras.
—¿Qué ocurrirá ahora?
—No quiero ni intentar adivinarlo. De una sola cosa estoy seguro. Lo pensará dos veces antes de entregar su información secreta.
—Y después, ¿qué?
—Tal vez piense en la posibilidad de desertar. En cualquier caso, yo tengo el propósito de alentarla.
—Tendrías que decirle qué la has descubierto —dijo Nora, frunciendo el ceño.
—Tal vez se alegre.
—Por otra parte, podría conseguir que te mataran.
—Razón de más para que disfrutemos de una última cena.
—Es posible que sea también la última para ella.
—No estoy tan seguro de eso. Esperemos a ver.
Sola en el dormitorio, de pie ante el espejo, Vera Vavilova se estremeció involuntariamente. No estaba segura de si su temblor obedecía al temor o a la rabia, o bien a ambas cosas.
La conversación que acababa de escuchar entre Guy y Nora la había alterado más que ninguna otra cosa desde que el proyecto se había iniciado. ¿Cómo había conseguido el amigo de Guy Parker, el ayudante presidencial, averiguar tantas cosas? Y, ¿a través de quién? Guy había hablado de dispositivos de escucha.
Era posible que algún organismo gubernamental hubiera instalado dispositivos de escucha en los teléfonos de Ladbury o Willis. Podía ser una operación de la CIA. O tal vez Fred Willis fuera un agente doble, aunque lo dudaba. Estuvo tentada de avisar a sus contactos, pero entonces comprendió que no sería necesario. No se había hecho la menor alusión en el sentido de que la misteriosa «Vera» fuera en realidad la primera dama. Además, antes de que el enemigo pudiera descubrirla, ella ya se habría ido, esta noche regresaría a Moscú sana y salva. ¿Se iría? En caso de que fuera cierto lo que Guy había dicho, esta noche moriría, sería fríamente ejecutada tras entregar la información secreta a Kirechenko. Era increíble que hubiera podido confiar en aquellos despiadados bastardos. Aquellos sucios y traidores bastardos. Sus propios compatriotas, sus defensores y aliados, su propia gente recompensando su ingenio y el riesgo que había corrido con la muerte. Pues, bueno, ya no iba a seguir siendo su obediente peón. Ahora tenía un poder propio y lo iba a utilizar.
Se miró al espejo. Sabía lo que tenía que hacer. El único problema era aquel maldito rostro de primera dama que estaba viendo reflejado en el espejo. Su desventaja consistía en tener la cara más reconocible del mundo. Ello le impedía moverse con libertad y, en estos momentos, necesitaba más que nunca poder moverse con libertad.
Había afrontado toda una sucesión de dificultades para llegar a este punto. Las había superado gracias a su voluntad, a su inteligencia y a la ayuda de sus aliados.
Pero ahora no tenía aliados en ninguna parte. Estaba completamente sola ante la mayor crisis personal con que jamás se hubiera enfrentado. Llegó a la conclusión de que la superaría tal como había superado otras porque esta vez estaba armada.
¿Cómo pasar inadvertida para ir adónde tenía que ir?
Se concentró en el problema, sorprendiéndose de su nueva serenidad y sorprendiéndose más si cabe de lo fácilmente que se le había ocurrido la solución. En primer lugar, tenía que efectuar dos llamadas telefónicas. Después, se pondría en marcha.
Buscó y encontró la agenda encuadernada en cuero con teléfonos y direcciones, reproducción de la que Billie solía llevar consigo en sus viajes. En la letra F encontró «Farleigh, Janet». De acuerdo, Janet ya no estaba, pero Vera había averiguado, tras su error ante la prensa, que Cecil, el marido de Janet, y Patrick, su hijo de diecisiete años, seguían viviendo en su antigua residencia de la Castlemain House, junto al Green Park, en la que Billie había vivido como huésped en cierta ocasión. Sosteniendo la agenda abierta por la página en la que figuraba el número de teléfono de los Farleigh, Vera se sentó en la cama y leyó las instrucciones del teléfono gris: Para llamar a la centralita, levántese el microteléfono. Levantó el microteléfono. Se escuchó inmediatamente la voz de la telefonista. Vera leyó el número de la residencia de los Farleigh.
Contestaron a la llamada tras un solo timbrazo. Era una recia voz de joven.
—¿Diga? Patrick Farleigh al habla.
—¿Patrick? Soy Billie Bradford, una antigua amiga de tu madre.
—¿Billie…? —dijo el joven en tono reverente.
—Sí, Billie Bradford. Mi marido y yo hemos venido desde los Estados Unidos para la cumbre.
—Lo sé. Les he visto en la televisión. Leí en los periódicos que tal vez nos iba usted a visitar. Siento que mi padre no esté en casa…
—No importa. Quería también hablar contigo.
Quería expresaros mi más profunda condolencia. Yo quería a tu madre. Todo el mundo la quería.
—Gracias —dijo Patrick con voz conmovida.
—Llamo también por otro motivo —dijo Vera.
Necesito tu ayuda en un pequeño asunto. ¿Podría ir a verte unos minutos? ¿Vas a estar en casa?
—Pues claro que estaré. ¿Cuándo quiere usted decir?
¿Esta noche?
—Ahora mismo. Podría estar ahí dentro de unos diez o quince minutos. ¿Seguro que no te importa?
—Será un gran honor.
—Hasta ahora —dijo Vera, colgando.
De momento, todo bien. Ahora la siguiente llamada, la más importante. En una repisa junto a la mesilla de noche, había cuatro guías telefónicas de Londres. Se inclinó para leer los lomos. El anaranjado decía AD, el rosa decía EK, el verde LR y el azul SZ. Sacó el primero, el AD. En la cubierta se podía leer ÁREA POSTAL DE LONDRES. Abrió la guía por el final y pasó las páginas hasta encontrar el Hotel Dorchester y su número de teléfono. Anotó el número en un bloc. Dejando la guía en su sitio, contempló enfurecida el número que había anotado en el bloc y, poco a poco, su expresión se hizo perversa.
Se sentó en la cama y levantó el microteléfono.
Contestó la voz de una telefonista. Vera le facilitó el número del Dorchester. Tras unos timbrazos que a ella se le antojaron interminables, la llamada fue atendida.
Era la centralita telefónica del Dorchester. Procurando conferir a su voz un tono autoritario, Vera solicitó que la pusieran en comunicación con la suite del primer ministro Dmitri Kirechenko. Sabía que no iba a poder hablar con el primer ministro sino que hablaría con alguna persona que actuaría de parachoques, lo cual sería suficiente dado que dicha persona se encargaría de transmitir muy pronto su mensaje.
—Delegación soviética —dijo una áspera voz en ruso.
Vera reconoció aquella voz y preguntó también en ruso:
—¿Es el general Chukovsky?
—¿Quién es usted? —preguntó en tono receloso la voz del otro extremo del hilo telefónico—. ¿De qué asunto se trata?
Con sádico placer, Vera contestó en ruso:
—¿No lo sabe usted, general? Soy Vera Vavilova.
—Vera Vav… —parecía que el general estuviera a punto de estallar—. ¡No! Eso no está permitido. No debe usted llamar.
—Pues llamo —contestó ella tranquilamente.
Después añadió con dureza:
—Por favor, póngame con el primer ministro Kirechenko.
La voz del otro extremo vaciló.
—No puedo. Imposible. Tiene trabajo… está ocupado. Después tiene que acudir a cenar a toda prisa.
Después de eso… después… más tarde… ya la verá a usted según lo dispuesto.
—Voy a cambiar la hora de nuestro encuentro —dijo ella con firmeza—. No más tarde sino antes. En realidad, ahora mismo, tengo intención de verle ahora mismo.
Salgo hacia el Dorchester inmediatamente.
—¡No puede usted hacer eso! Si viene, será peligroso para usted…
Ella le interrumpió con frialdad.
—Más peligroso todavía va a ser para usted si no voy. Tras lo cual, Vera cortó los balbuceos del general, colgándole el teléfono.
Hasta ahora, todo se había desarrollado sin contratiempos, tal como hubiera dicho Billie Bradford, pensó Vera Vavilova.
Vera no había hecho el menor intento de abandonar subrepticiamente la suite. En su lugar, actuó con soltura y siguiendo de manera estricta el procedimiento habitual. Mandó llamar a los agentes del servicio de seguridad Oliphant y McGinty para informarles de que iba a salir del hotel para visitar a la familia de una amiga que vivía en la Castlemain House, en el número 21 de St.
James Place. Pidió que pusieran a su disposición cuanto antes uno de los automóviles de la delegación estadounidense. Así se hizo. Los agentes la acompañaron al vestíbulo y al automóvil. Juntos se habían dirigido a Piccadilly Circus yendo hacia el este, habían retrocedido al Pall Mall por Haymarket, pasando frente al palacio de St. James para enfilar la estrecha St.
James Place, una bonita calle sin salida.
Ahora habían aparcado frente a la Castlemain House, en la que todavía residían el marido y el hijo de Janet Farleigh. Era un edificio de siete plantas con el vestíbulo oculto tras unas paredes de cristal salpicadas de estrellas doradas. Vera tenía que simular que ya conocía el lugar.
El agente Oliphant descendió del vehículo. Al hacer Vera medio ademán de seguirle, McGinty la disuadió de hacerlo.
—Oliphant quiere echar primero un vistazo —explicó McGinty—. Tardará tan sólo unos minutos.
Vera volvió a sentarse con impaciencia mientras Oliphant entraba. A través del cristal, pudo verle hablando con el portero que se encontraba de pie detrás de un mostrador de la derecha. Después Oliphant salió y levantó la mano para indicar que esperaran. Se dirigió al garaje, situado junto al edificio, lo inspeccionó y después se encaminó hacia un estrecho pasadizo que conducía a la parte de atrás, empezó a avanzar por el pasadizo y se perdió de vista.
Cinco minutos más tarde, regresó al automóvil. Se dirigió a McGinty, situado al otro lado de Vera.
—Tengo la certeza de que es seguro. Hay un patio trasero rodeado por muros de ladrillos a los lados y por un enrejado de hierro sobre hormigón en el extremo más alejado. No hay ninguna entrada en el enrejado. No hay por qué preocuparse. Tú patrulla por la calle, McGinty. Yo entraré con la señora Bradford.
Turbada por el hecho de que no hubiera una salida posterior, Vera descendió del automóvil y se dirigió a la Castlemain House, precediendo a Oliphant. Había una escalera a la izquierda del vestíbulo. Mientras se encaminaban hacia la misma, Oliphant dijo:
—Los Farleigh ocupan el apartamento de atrás del segundo piso.
—Lo sé —dijo Vera, agradeciendo en silencio aquella explicación.
—Hay un elevador —añadió él.
—Aquí se llama ascensor —le corrigió ella—. Prefiero las escaleras.
Al llegar al piso, Oliphant se situó junto a la puerta de entrada.
Mientras pulsaba el timbre, Vera le dijo:
—Esto es una visita de condolencia. Me quedaré por lo menos una hora o tal vez una hora y media.
—Aquí estaré —dijo Oliphant, inclinando la cabeza.
Se abrió la puerta y Patrick Farleigh, el único ocupante de la vivienda en aquel momento, le franqueó el paso y volvió a cerrar la puerta. A pesar de la prisa que tenía, Vera trató de conservar ciertos modales sociales.
Besó al larguirucho joven de rostro granujiento y retrocedió para estudiarle:
—Vaya, cómo has crecido, Patrick —le dijo.
El muchacho le rogó torpemente que se sentara y ella le dijo que, por desgracia, disponía de muy poco tiempo para estar con él, pero deseaba saber cómo se encontraban él y su padre desde que había ocurrido la desgracia. Para que el chico se sintiera más a gusto, se acomodó en el borde del enorme sillón que tenía al lado.
Hizo que Patrick le hablara de sí mismo, de sus estudios, de su interés por convertirse en escritor como su madre.
Al final, dejando los cumplidos, Vera decidió ir directamente al grano.
—Me encanta tu compañía, Patrick, y me gustaría que me contaras más cosas acerca de ti, pero vamos a tener que dejarlo para otra vez —dijo. Ya te he dicho por teléfono que necesitaba tu ayuda en un asunto.
—Sí, claro.
—En realidad, tengo otra cita que deseo mantener en privado. Quiero decir que preferiría que nadie lo supiera. Nada malo, que conste, simplemente alguien a quien tengo que ver a solas. Por desgracia, la intimidad no es uno de los privilegios de que goza una primera dama. Dondequiera que vaya, tengo que utilizar un vehículo oficial y me tienen que acompañar los agentes del servicio de seguridad. Les he dicho que estaré aquí contigo una hora o más. Se lo he dicho para engañarles, para quitármelos de encima. Me gustaría que pensaran que estoy aquí contigo, pero, entretanto, necesito salir y acudir sola a mi cita. ¿Te importa?
—En absoluto. Me parece muy emocionante.
—¿Hay algún medio de que pueda salir sin que me vean mis agentes del servicio de seguridad? Hay un hombre en la calle. ¿Tal vez haya una entrada de servicio en la parte de atrás?
—No. La entrada de servicio está delante.
—Si no recuerdo mal, la parte de atrás está rodeada por muros de ladrillo y un enrejado de hierro. ¿Es así?
—Me temo que sí.
—¿No hay absolutamente ninguna salida por la parte de atrás? —preguntó Vera, sumida en el desaliento.
El chico permaneció mudo un rato y después pareció alegrarse.
—Bueno, verá, hay un medio, si… si a usted no le importa la molestia.
—¿Qué quieres decir?
—Hay varias escaleras en el patio de atrás, unos albañiles están efectuando unos trabajos de reparación durante el día. Dejan las escaleras aquí cuando terminan la jornada. Yo podría apoyar una contra el enrejado y colocar la otra al otro lado. Podría usted subir por una y bajar por la otra, si se atreve.
Vera se levantó del sillón y abrazó a Patrick.
—Eres un encanto. Pues claro que me atrevo —Vera vaciló—. Pero, cuando baje al otro lado, ¿dónde estaré?
—Hay un ancho camino asfaltado entre nuestra casa y el Green Park. Puede seguir andando hasta la primera calle.
—¿Habrá taxis?
—A montones. La calle es Piccadilly.
—Maravilloso —Vera volvió a besar al joven y éste enrojeció. Tenía otra preocupación—. ¿Estarán las escaleras ahí cuando regrese?
—Yo me encargaré de que estén.
—Eres un encanto, Patrick. Regresaré dentro de una hora —recuerda que hay que simular que estoy contigo durante este rato— y después me reuniré con mis agentes del servicio de seguridad y regresaré al automóvil —tomó al chico del brazo—. Ahora, ¿me quieres enseñar el camino hacia la salida especial?
El taxi rodeó la isla de peatones de la calle y la dejó frente al hotel Dorchester.
Vera Vavilova abrió el bolso y le pagó el importe de la carrera al taxista, añadiendo una propina. Antes de cerrar el bolso, sacó un pañuelo. Llevaba un abrigo de paño con un cuello alto que ocultaba su indiscreto rostro, pero el cuello sólo le cubría parcialmente las facciones. Esperaba que el pañuelo ocultara el resto.
Un conserje abrió la portezuela del taxi y se rozó la gorra con la mano mientras ella salía. Vera se dirigió apresuradamente hacia la puerta giratoria, la empujó y, en la zona de recepción, pasó frente al mostrador y cruzó el espacioso vestíbulo. Varios árabes que se encontraban sentados leyendo el periódico levantaron los ojos para mirarla, pero ella se cubrió el rostro con el pañuelo mientras buscaba los ascensores. Los vio a la derecha y entró rápidamente en el primero de ellos.
El anciano ascensorista cerró las puertas y preguntó: ¿Piso, señora?
—El piso del primer ministro Kirechenko, por favor.
El ascensorista la miró con expresión recelosa.
—Me esperan —añadió ella.
—Sí, señora. Número ocho, señora.
El ascensor se elevó suavemente y se detuvo cuando la luz de encima de la puerta iluminó el número ocho.
Vera salió y se quedó inmóvil, sin saber adónde tenía que ir.
El ascensorista le indicó la dirección:
—A su izquierda y después a la derecha, señora. Es la Suite de la Terraza.
Vera asintió con la cabeza para darle las gracias y empezó a andar, girando al largo pasillo iluminado por velas eléctricas colocadas en unos apliques de pared a ambos lados. Siguió avanzando lentamente por el pasillo, preguntó a una camarera que pasaba y, al llegar al cruce de un segundo pasillo, giró a la derecha.
Descubrió casi inmediatamente a un grupo de cuatro hombres, conversando frente a una puerta en cuya placa se leía SUITES ARLEQUÍN Y TERRAZA.
Al acercarse Vera a la puerta, uno de aquellos hombres vestidos de paisano abandonó el grupo para impedirle el paso.
—No está permitido entrar sin un pase —le dijo en un deficiente inglés.
En aquel momento, otro componente del grupo que estaba de espaldas se volvió y ella le reconoció como al coronel Zhuk. La sorpresa de éste fue evidente.
Tomándola del brazo, se apartó con ella. En voz baja, ella le dijo que el primer ministro la estaba aguardando.
El coronel Zhuk asintió y se adelantó hacia la puerta. La abrió y les dijo a los de dentro en ruso que la visitante podía pasar.
Vera entró y se encontró con otros tres guardias armados del KGB, de pie frente a una empinada escalera. Dirigiéndoles una sonrisa, asió la barandilla y empezó a subir. En el rellano de arriba, vio otra puerta en cuya placa se leía SUITE DE LA TERRAZA. junto a ella había dos guardias del KGB. Ella les saludó con una inclinación de cabeza y pulsó el timbre.
La respuesta fue casi instantánea. En la puerta apareció uno de los dirigentes de su país, el que ella reconoció como Anatoli Garanin, miembro del Politburó.
Él la miró con cierta expresión de hastío.
—¿Camarada Vavilova? No tenía usted que ver al primer ministro hasta más tarde, mucho más tarde.
—He telefoneado —dijo ella lacónicamente—. Tengo que verle ahora. Ya se ha dispuesto así.
—No lo sé —dijo Garanin, sacudiendo la cabeza al tiempo que le indicaba el interior de la suite—. Por favor, espere aquí en el vestíbulo de invitados. Hablaré con el primer ministro.
No llevaba esperando ni un minuto, rebosante de determinación y rectitud, cuando apareció de nuevo Garanin y le hizo una seña.
La acompañó a un espacioso salón, lujosamente amueblado.
El primer ministro ha accedido a verla brevemente —dijo Garanin—. Pero debo decirle que está enojado.
—Y yo también —dijo Vera.
Pareció que Garanin consideraba irrespetuosas sus palabras.
—Recuerde que es el primer ministro.
—Y usted recuerde que yo soy la primera dama —replicó ella.
Garanin la miró enfurecido.
—Estará con usted enseguida —dijo, abandonando la estancia.
Sola e impaciente, Vera empezó a pasear por el impresionante salón, que tenía unos lujosos cortinajes con estampado de flores y figuras chinas. Había unas puertas vidrieras y una gran terraza que daba a las copas de los árboles del Hyde Park. En otras zonas del salón había tres sofás, unas sillas antiguas y un escritorio francés.
Dando media vuelta, se percató de que el primer ministro Kirechenko había emergido silenciosamente de uno de los dormitorios. Iba sin corbata, llevaba una camisa y unos pantalones de vestir y se estaba colocando los gemelos. Su alargado rostro barbudo y sus gafas de montura sin reborde estaban concentrados en los puños dobles de la camisa. Se acercó a Vera sin mirarla.
—Está corriendo un gran riesgo, camarada Vavilova —dijo serenamente—. Muy imprudente de su parte.
Había hablado en ruso y Vera comprendió que prefería llevar toda la conversación en dicho idioma. Por muy encumbrada que fuera la posición que él ocupara, Vera decidió no derrumbarse ante él y no interpretar el papel de una servil súbdita. Se animó al recordar que ella también tenía poder.
—Estoy acostumbrada a los riesgos, camarada Kirechenko —le dijo—. Todo lo que hago por usted entraña riesgos. No hubiera acudido aquí si no se tratara de un asunto de vital importancia.
—Comprendido —dijo él, sentándose junto al escritorio francés—. Acerque una silla. Vamos a hablar ahora esperó a que ella se sentara y prosiguió diciendo: —¿Debo felicitarla? Me han dicho que ha cumplido usted su misión y ha obtenido lo que necesitábamos.
—En efecto.
—Espero que sea importante.
—Lo es mucho.
—Excelente —dijo el primer ministro, arqueando las cejas—. En tal caso, aguarde un momento a que llame al general Chukovsky.
—No quiero que venga —dijo ella enérgicamente.
Le hablaré sólo a usted.
Pensó que su audacia iba a provocar el enojo del primer ministro. Pero, mientras apartaba la mano del timbre, él la miró serenamente con una expresión distinta. «Tal vez —pensó ella—, con un nuevo interés».
—Como usted desee —dijo él, mirándola con expresión divertida—. Camarada Vavilova, hemos trabajado casi tres años en este provecto. Hemos invertido innumerables horas de energía y una enorme suma de dinero para llevarla a usted a este momento.
Ahora el momento ha llegado. Ésta va a ser la reunión que teníamos prevista para esta noche —la miró a través de los cristales sin reborde—. ¿Dice usted que tiene todo lo que necesitamos?
—Sí, todo.
—¿De labios del propio presidente?
—Sí, información directa.
—¿Cree usted en lo que él le ha contado? ¿Él no sospechaba, no trató de burlarla o engañarla?
—Dijo la verdad —contestó Vera, sonriendo—. Nos encontrábamos en la cama. Hicimos el amor. Estaba agradecido.
—Me lo imagino —dijo él, mirándola. Ahora, la frivolidad que pudiera haberse advertido en su tono había desaparecido—. Muy bien, estoy preparado.
Dígame lo que se proponen hacer los Estados Unidos en la cumbre. Dígame lo que ha averiguado.
—No —contestó ella.
Al parecer, el primer ministro no podía dar crédito a sus oídos.
—¿Qué es eso?
—No, no le diré lo que he averiguado.
—¿Qué no me lo va a decir? —exclamó el primer ministro Kirechenko, visiblemente desconcertado.
—No, no lo haré —replicó ella en tono categórico.
Él la miró perplejo.
—¿Qué demonios está pasando aquí? ¿Estoy loco yo o lo está usted? ¿La he oído bien? ¿Se niega a entregar la información?
—Exactamente —contestó ella, cobrando ánimo.
No voy a entregarle mi sentencia de muerte.
—¿De qué está usted hablando? —el desconcierto del primer ministro parecía haber aumentado—. ¿Qué sentencia de muerte? Hable claro y no siga poniendo a prueba mi paciencia.
—Sé lo que se proponen ustedes —dijo ella, hablando apresuradamente—. Me he enterado a través de una fuente autorizada. A partir del momento en que yo les revele lo que sé acerca de los planes estadounidenses, estaré prácticamente muerta. Cuando les entregue los secretos, cuando me marche de aquí, voy a ser ejecutada. Porque sé demasiado. El KGB me va a eliminar. Esta noche, para ser más exactos.
Él pareció sorprenderse. O era el mejor actor de entre ellos dos, pensó Vera, o realmente no sabía cuáles eran los propósitos del KGB en relación con ella.
—¿Cómo? —estaba diciendo el primer ministro.
¿Qué clase de estupidez es ésta? ¿De dónde ha sacado usted semejante cosa?
—De una fuente de la Casa Blanca que se enteró a través de uno de los ayudantes del presidente.
—¿Una fuente de la Casa Blanca? —repitió él—. ¿Y qué tiene usted que ver con esta persona?
—Señor —dijo ella, echando los hombros hacia atrás debo recordarle que soy la primera dama de los Estados Unidos.
Claro, claro —dijo él, soltando un bufido—, casi lo había olvidado —sus ojos de pedernal se clavaron en ella—. Sus nuevos amigos de la Casa Blanca la han engañado —dijo—. Es posible que, en cierto modo, sospechen de usted. Desean evitar que nos revele lo que ha averiguado. Demuestran ser muy listos al utilizarla de este modo. Pero usted es demasiado lista para dejarse engañar. Está de nuestro lado. Es de los nuestros.
Estamos juntos en eso contra ellos. Por consiguiente, déjese de tonterías y adelante. Limítese a revelarme lo que sepa. Será recompensada por su patriótico esfuerzo mucho más de lo que pueda llegar a imaginar. Hable ahora.
Ella frunció los labios y guardó silencio durante unos largos segundos. Al final, decidió hablar.
—No confío en usted.
Vera se percató de que el ministro se estaba esforzando por no perder los estribos.
—Camarada Vavilova —dijo éste con suavidad, con una suavidad excesiva y una velada amenaza en cada una de sus palabras—, es usted una insolente. Es posible que me vea obligado a enseñarle a confiar en mí.
Dispongo de medios para arrancarle la información antes de que abandone esta estancia.
La audacia de Vera estaba resultando casi temeraria.
—Ciertamente, puede usted hacer conmigo cualquier cosa que se le antoje. Lo cual confirma lo que yo estaba diciendo. Está rodeado por unos bárbaros, unos torturadores, unos verdugos. Pero esta vez no les ordenará usted que le ayuden. Castígueme, máteme, pero los secretos estadounidenses morirán conmigo. No le tengo miedo.
El primer ministro Kirechenko permaneció inmóvil frente a ella, mirándola fijamente. Se oía tan sólo el tic tac de un reloj desde alguna parte. Bruscamente, la pétrea fachada se vino abajo. El cuerpo se reclinó en el asiento. Las gafas se guardaron y el severo rostro se iluminó con una sonrisa.
—Usted gana, camarada —dijo el primer ministro casi alegremente—. Es usted una mujer fuerte y yo respeto a las mujeres fuertes. Sí, claro, tiene usted mucha razón…
Pietrov tenía el propósito de ejecutarla una vez se hubiera usted entrevistado conmigo. Una insensatez, yo supe desde un principio que era una insensatez. Yo estaba en contra, pero Pietrov insistió y le dejé salirse con la suya. Después, me olvidé del asunto. Pero reconozco que fue un burdo error. Yo lo rectificaré.
Anularé la orden de ejecución. Aquí y ahora le garantizo su seguridad.
Se le veía satisfecho.
Pero Vera estaba sacudiendo la cabeza.
—Su palabra no es suficiente —dijo—. Necesito una garantía a toda prueba.
—Bien, ¿cómo se daría por satisfecha? ¿Cómo puedo garantizarle su seguridad? —con aire distraído, el primer ministro tomó un lápiz y empezó a dibujar unos garabatos en la hoja de un bloc del Hotel Dorchester.
¿Qué podría ser? ¿Tiene usted alguna idea determinada?
—Todavía no.
—Yo tengo una idea —dijo él, posando el lápiz—. Tal vez la satisfaga. Un visado para un país neutral.
Modificaríamos su aspecto una vez más y nos encargaríamos de que pudiera usted disfrutar de una residencia permanente en… digamos Suecia o Suiza… con una generosa pensión depositada a su nombre en alguno de estos países. ¿Qué le parece?
—No demasiado prometedor —contestó Vera—. Yo seguiría siendo vulnerable. Los sabuesos de Pietrov lograrían encontrarme. Usted temería que yo le sometiera a chantaje y usted y Pietrov me buscarían y me matarían. Tiene que ser algo mejor, algo que me deje auténticamente a salvo.
Ambos permanecieron sentados, pensando en ello y tratando de llegar a una solución aceptable.
Habían transcurrido dos o tres minutos cuando el primer ministro Kirechenko se removió en el sillón y se inclinó hacia ella. Parecía fascinado por algo, por alguna nueva idea.
—Se me acaba de ocurrir una posibilidad —dijo—, bastante audaz, pero factible, una posibilidad que tal vez la satisfaga en todos los sentidos.
—Dígamela replicó ella, ansiosamente.
—Mire, exceptuando los recelos de algunas personas de la Casa Blanca, unos recelos que no hay por qué tomar en serio puesto que nadie podría demostrar que no es usted realmente la auténtica primera dama, exceptuando este hecho, ha conseguido usted engañar con éxito, en el transcurso de estas semanas, a todas las personas imaginables, ¿no es cierto? El presidente, sus colaboradores, los políticos, los más íntimos amigos de la señora Bradford, la prensa, todos la han aceptado como la primera dama de los Estados Unidos.
—Totalmente.
—Pues bien. ¿Le gustaría seguir siendo la primera dama durante toda la vida?
—¿Durante toda la vida? —repitió ella, sin comprender adónde quería ir a parar el primer ministro.
—Sí, mientras Bradford siga en la Casa Blanca, durante el resto del mandato y durante el próximo mandato de cuatro años, y después, seguir siendo la exprimera dama, agasajada en todas partes, un personaje famoso mientras viviera. ¿No le gustaría?
Vera no había pensado realmente en semejante posibilidad o, mejor dicho, en el placer que le deparaba su papel de primera dama. ¿Qué no había pensado en ello? Eso no era verdad. Había pensado en ello. Había pensado en ello con frecuencia. De vez en cuando, en el transcurso de las pasadas semanas, se había entregado a fantasías a propósito de la prolongación de su papel.
A veces, llegaba a olvidar incluso por completo que era una espía y una ciudadana soviética. Sólo veía los dorados Estados Unidos a su alrededor, los Estados Unidos con su riqueza, sus lujos, su vida regalada. Y ella, en su calidad de primera dama y con el poder, el respeto y la fama de que gozaba, convertida en la mujer más famosa de la tierra. Incluso su matrimonio con el presidente, más adelante con el expresidente, le resultaba agradable. Andrew Bradford era relativamente poco exigente, de fácil trato e incluso atractivo por algunos conceptos. Cierto que nunca le amaría como amaba a Alex y que tendría que prescindir de Alex, pero el poder no se podía comprar sin sacrificio. En cuanto a su carrera de actriz, ésta se perdería, pero, en su papel de la vida real, disfrutaría siempre de la luz de las candilejas y de la atención de las cámaras y el público.
Oh, lo había estado imaginando todo en el transcurso de aquellas semanas anteriores. Ahora le parecía incluso mejor, sobre todo ahora que ya no podía vivir segura ni en la Unión Soviética ni en ninguna otra parte del mundo. El papel que había desempeñado en la intriga le había convertido en una amenaza para sus amos. Su única invulnerabilidad residía en su papel de primera dama. ¿Estaba el primer ministro insinuando la posibilidad de convertir su fantasía en realidad?
—¿Qué me está sugiriendo? —preguntó en tono receloso—. ¿Cómo iba yo a poder ser de por vida la primera dama de los Estados Unidos?
—Siendo la única primera dama, camarada Vavilova —contestó el primer ministro, inclinándose un poco más hacia ella—. Eliminando nosotros a la otra. Si liquidáramos a la señora Bradford, usted sería la única primera dama de los Estados Unidos que quedara en el mundo. Para usted, ello equivaldría a la definitiva garantía de su seguridad. ¿Podría haber mejor garantía?
Vera se asustó un poco ante la indiferencia con la cual se estaba aludiendo a la súbita muerte de una figura internacional. Aquella crueldad la asombraba.
—No me gusta la idea de matar —dijo.
—La supervivencia es lo único que importa en este mundo. La vida de ella a cambio de la de usted. Ella tendrá que morir de todos modos algún día, paro cardíaco, ataque, cáncer. Nos limitamos a acelerar un proceso natural. La muerte rápida e indolora de una actriz desconocida a cambio de la vida de la primera dama. ¿Qué le parece?
—No sé qué decir.
—¿No quería usted una garantía a toda prueba? Pues aquí la tiene. ¿No está de acuerdo?
—Estoy de acuerdo en que sería a toda prueba.
—Una vez lo hubiéramos hecho, ello le permitiría a usted decirme lo que ha averiguado en la certeza de que está a salvo.
—Supongo que sí.
—Entonces, se hará. Eliminaremos discretamente a la señora Bradford.
—¿Cuándo?
—Inmediatamente. Digamos dentro de un plazo de veinticuatro horas —el primer ministro hizo una pausa—. Estará muerta y enterrada. Usted nos entregará lo que necesitamos. ¿Trato hecho?
Vera se estremeció. Tenía que apartar a Billie, a la vibrante y hermosa Billie Bradford, de sus pensamientos. No tenía que pensar más que en su propia supervivencia y en su fantasía convertida en realidad.
—Estoy dispuesta a hacer el trato —dijo ella asintiendo—… pero, con una condición.
—¿Sí?
—Tengo que disponer de pruebas de que la han matado.
—Es usted muy difícil, camarada Vavilova. Sigue recelando.
—Y con razón. Está en juego mi vida.
El primer ministro pareció pensar que sus palabras no carecían de lógica.
—Muy bien —dijo en tono pensativo—. Dispondrá usted de una prueba indiscutible. Mandaré que fotografíen su, cadáver después de la ejecución.
Ordenaré que las envíen aquí por avión. Usted las verá.
¿Se darla por satisfecha?
—Me daría.
—Verá las fotografías mañana.
—Una cosa… —se había exilado con excesiva rapidez al papel de primera dama y a una vida estadounidense.
Se iba a sentir muy sola sin alguien que hubiera estado cerca de ella. O sea, sin Alex. Cierto que había estado dispuesta a sacrificarle en aras de su seguridad, del poder y la riqueza. Pero, si pudiera tenerle a su lado sin ningún riesgo, ¿por qué no? Cabía la posibilidad de que pudiera tener todo eso y gozar, además, de la compañía de Alex, ahora que negociaba desde una posición de fuerza
—¿Dice usted que las pruebas serán enviadas aquí en avión?
—Por medio de un correo en un vuelo especial. Ya le comunicaremos cuándo puede ver las pruebas que necesita.
—Me gustaría designar al correo —dijo ella.
La persona que usted desee.
—Alex Razin del KGB.
—¿Razin? —preguntó el primer ministro, arqueando las cejas—. ¿Su mentor?
—Y amigo. Confío en él. En realidad, me gustaría que pudiera quedarse en los Estados Unidos para que yo pudiera tener cerca de mí a alguien con quien hablar de vez en cuando.
—Podría usted complicar su vida estadounidense.
—No —dijo ella—. Tiene que ser Alex. Él tiene que traerme las fotografías que me demuestren la muerte de Billie. Cuando las vea mañana y tenga la certeza de que ella ha desaparecido y de que yo soy la única, le facilitaré a usted la información que necesita. Yo haré lo que me corresponda. Pero primero tiene que hacerlo usted.
—Yo haré también lo que me corresponda —el primer ministro se levantó—. Mañana por la mañana, Billie Bradford estará muerta.