Aquella noche, en el Claridge’s de Londres, Parker se encontraba sentado nerviosamente en el despacho improvisado de la secretaria Dolores Martin, contando los minutos que faltaban para entrevistarse con el presidente Andrew Bradford.
A pesar de los ruegos de Nora en el sentido de que esperara un poco más hasta que dispusiera de una información más segura, Parker había decidido seguir adelante y plantearle al presidente sus sospechas. Desde la visita secreta de la primera dama a Ladbury, Parker había estado obsesionado por aquel engaño. El hecho de no hablar de ello —más aún, de no hablar de todo aquel asunto— con el jefe del Estado sería un mal servicio a su país y a su máximo dirigente. No había sido fácil concertar una cita con el presidente con tan poca antelación. El presidente estaba totalmente ocupado hasta pocos minutos antes de su salida para asistir a una cena a las nueve. Pero Parker había insistido.
—Ya sé que está muy ocupado —le había dicho a la señora Martin—, pero se trata de un asunto de carácter personal que necesito exponerle inmediatamente. Es muy importante para la cumbre. Debo verle a solas esta noche.
La insistencia de Parker, sumada a su juvenil encanto, habían inducido finalmente a la señora Martin a abreviar la duración de la última cita para dejarle un hueco. Le había concedido diez minutos de tiempo.
El aparato del escritorio de la señora Martin estaba sonando. Ella lo descolgó, escuchó y volvió a colgar.
—Muy bien, señor Parker —le dijo—, le va a recibir ahora.
—Dándole las gracias, Parker se dirigió a toda prisa hacia el despacho del presidente. El presidente Bradford, vestido para la cena, se encontraba sentado junto a su escritorio, firmando con sus iniciales unos documentos. Sin levantar la mirada, le dijo: —Siéntese, Guy. Estoy con usted enseguida.
Parker tomó una silla, contempló con inquietud la coronilla de la cabeza del presidente y se preguntó si Nora habría tenido razón al aconsejarle que aplazara aquella entrevista. Tal vez fuera conveniente que se retirara, ahora que aún estaba a tiempo.
Pero entonces vio que ya era demasiado tarde. El presidente había vuelto a dejar la pluma en el soporte, había apartado los documentos a un lado y se estaba disponiendo a escuchar lo que su visitante tenía que decirle.
—Yo… yo lamento molestarle de esta manera —dijo Parker.
—No se preocupe. Puedo disponer de diez minutos, Guy. Tengo entendido que se trata de algo importante.
—Creo que puede ser extremadamente importante.
Me ha parecido que tenía que discutirlo con usted cuanto antes. Es un asunto que, en mi opinión, le afecta directamente a usted y guarda relación con el resultado de la cumbre, razón por la cual se lo tengo que exponer en privado.
El presidente parecía estar de buen humor.
—De acuerdo, Guy, le escucho. ¿En qué consiste el misterio?
—Mmm, se refiere a la señora Bradford, la primera dama —dijo Parker en tono vacilante—. No sé cómo explicarlo.
—De la manera más sencilla. Sea directo. Vaya directamente al grano.
—Muy bien, pues, iré al grano —dijo Parker—. Tal como usted sabe, he estado trabajando estrechamente con su esposa casi a diario.
—Y tengo entendido que está usted haciendo un buen trabajo con el libro. Billie me dice que es excelente.
Gracias. Sea como fuere, el hecho de verla con regularidad tal como estoy haciendo, me ha permitido observar algo que me ha preocupado. Déjeme primero hacerle una pregunta, señor presidente. Desde que la señora Bradford regresó de la reunión de mujeres celebrada en Moscú, ¿no ha notado usted en ella algo distinto?
—¿Algo distinto en ella? —repitió el presidente, perplejo—. ¿Qué quiere decir? No tengo la menor idea de a qué se refiere.
En opinión de Parker, semejante respuesta excluía la posibilidad de que el propio Bradford hubiera observado algún cambio en Billie. Ello dificultaría sin duda la labor de comunicarle al presidente lo que tenía que decirle. Decidió exponer sus sospechas con la mayor sencillez y rapidez posible.
—Señor presidente, lo que quiero decir es que la señora Bradford parece haber cambiado desde que regresó de Moscú. A mí, que la he observado de cerca, antes y después de Moscú, no me parece la misma persona por muchos conceptos. Es como si una mujer llamada Billie Bradford se hubiera trasladado a Moscú para una estancia de tres días y otra mujer llamada Billie Bradford hubiera regresado.
—¿De qué está hablando, Guy? —dijo el presidente, mirando fijamente a Parker—. Eso no es uno de sus malditos discursos, ¿sabe? ¿Qué está tratando de decirme? Hable claro.
—Bueno, lo que estoy tratando de decirle es que la señora Bradford ya no parece la misma. ¿No lo ha notado usted en absoluto?
—Sigo sin comprenderle. Billie es Billie. Es mi esposa. ¿Qué hay de distinto en ella?
«Allá va», pensó Parker.
—Muchas cosas parecen distintas, por lo menos en mi opinión. Su memoria, por ejemplo. Sus contradicciones. Su actitud general. Le ruego que tenga la bondad de escucharme.
Le habló del incidente de Kilday a propósito del Times de Los Ángeles. Le habló del hecho de no haber reconocido a su antigua amiga Agnes Ingstrup en el almuerzo de Los Ángeles Le mencionó el partido de béisbol en el estadio de los Dodgers, en cuyo transcurso la señora Bradford no había mostrado interés y, había puesto de manifiesto su ignorancia acerca de aquel juego. Mencionó la visita a la casa de su padre en Malibu en la cual la señora Bradford no había podido identificar una fotografía de su madre, había olvidado haber visto a su sobrino algunas semanas antes y había sido rechazada por su perro.
Antes de que pudiera seguir adelante con su lista de detalles, Parker fue interrumpido bruscamente. El presidente Bradford habló con irritación.
—¿Todo se reduce a eso, a toda esta sarta de idioteces con que me ha estado fastidiando? Dios bendito, Guy, recobre la razón. ¿Qué espera de Billie? Es un ser humano tan falible como cualquier otro. Todo el mundo se distrae de vez en cuando. La memoria humana falla constantemente. En medio de la gente, sometida a tensión, una persona se puede distraer y no reconocer a alguna amiga o a quien conoce desde tiempo. Se lo puedo asegurar porque me ocurre a mí.
Puedo tropezarme con algún funcionario que lleva varios años conmigo y no reconocerle. En cuanto a lo del perro… es ridículo… a su edad, le falla la vista.
—Por favor, señor presidente, le ruego que me escuche un momento —dijo Parker, rehusando darse por vencido—. En cierta ocasión, la señora Bradford se refirió a un embarazoso incidente que había ocurrido en una fiesta en cuyo transcurso había conocido a una actriz cinematográfica con quien usted había salido anteriormente. Me dijo que, en otra ocasión, me hablaría de ello con más detalle. Hace poco, cuando la interrogué al respecto, insistió en que jamás había conocido a aquella actriz cinematográfica. Tal vez ya le hayan hablado de la rueda de prensa que la señora Bradford celebró el otro día. Le dijo a la prensa que esperaba disponer de tiempo para visitar a Janet Farleigh, pese a que, antes de su viaje a Moscú, había sido informada de la muerte de Janet Farleigh y esta noticia la había conmovido profundamente. ¿No le parece un poco insólito, señor presidente?
—En absoluto —replicó el presidente Bradford, claramente molesto—. Es una simple muestra de la fragilidad humana. Repito, todos tenemos fallos de memoria. Todos tenemos contradicciones, un día decimos una cosa y otro día decimos otra acerca del mismo tema. Todos los «por ejemplo» que usted me ha expuesto son de fácil explicación —se detuvo, mirando enfurecido a Parker—. ¿Es por eso realmente por lo que ha venido a molestarme? Tiene que haber algo más en su cabeza. Si lo hay, dígamelo y terminemos de una vez.
Parker se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre el escritorio.
—Señor presidente, estoy diciendo, tengo razones para decir, que no creo que su esposa, la primera dama, sea la misma que usted tenía en Washington hace un mes.
El presidente miró parpadeando a Parker unos instantes.
—¿Está usted tratando de decirme que cree que la han sometido a un lavado de cerebro?
—No. Estoy tratando de decirle… pero, espere, déjeme hablarle de una conferencia para usted que Nora Judson ha atendido mientras usted se hallaba ocupado en otra parte. La llamada era del embajador Youngdahl en Moscú. Ha dicho que una turista estadounidense se había presentado muy trastornada en nuestra Embajada, afirmando ser portadora de un mensaje de una joven que la había acorralado en el Kremlin. La joven le dijo que era su esposa, que era la señora Bradford, y que los soviéticos la tenían prisionera… mientras una impostora estaba ocupando su lugar aquí en Londres.
Ya estaba, pensó Parker, pero ¿dónde estaba el presidente Bradford?
El presidente Bradford se había reclinado en su sillón, con los ojos clavados en Parker. Permaneció en silencio durante unos segundos. Al final, habló.
—En serio, Guy… ¿ha estado usted bebiendo?
—Jamás he estado más sereno, señor. Estoy repitiendo exactamente lo que el embajador Youngdahl le ha contado a la señorita Judson.
—¿Ha simulado tan siquiera el embajador hablar en serio?
Parker se mordió el labio.
—Pues la verdad es que no, señor. Ha creído que era muy gracioso. Y ha pensado que la turista era una de tantas chifladas.
—Y eso pienso yo —dijo el presidente, sin dejar de mirara Parker con ojos cansados—. Pero usted se lo toma en serio, ¿verdad?
—Me lo tomo en serio a la luz de todos los demás errores, contradicciones y fallos de la primera dama. No parecer ser ella —después, casi en tono de súplica, Parker añadió:
¿Está seguro de que no ha observado nada distinto en ella?
Al presidente se le estaba agotando la paciencia.
—Nada, ni una maldita cosa. Desayuno con ella. La veo a ratos a lo largo del día. Duermo con ella. Me parece la esposa que siempre he tenido. ¿Está usted satisfecho? Seguir discutiendo a este respecto sería totalmente ridículo.
Antes de que el presidente le mandara retirarse, Parker levantó la voz en un desesperado esfuerzo por salir airoso de la situación.
—Tan sólo una cosa más, señor presidente. Ocurrió ayer. Estaba trabajando a última hora de la tarde con la primera dama cuando usted entró, ¿lo recuerda? Le oí preguntarle qué había hecho en todo el día. Ella contestó que no había salido del hotel. Pues bueno, eso no era enteramente cierto. Le mintió. Había salido. Yo la seguí. Ella…
—Oiga, un momento —dijo el presidente, interrumpiéndole enojado—. ¿Dice usted que la siguió?
¿Quién demonios se ha creído que es… siguiendo a mi esposa por ahí?
Parker se batió ligeramente en retirada.
—Yo… lo lamento, señor. Lo hice en su propio interés. Estaba preocupado y tenía que averiguar qué se proponía —hizo una pausa—. Acudió al establecimiento de Ladbury de Londres.
—¿Y eso le parece sospechoso? ¿Una mujer que acude a su modisto? ¿Y que no me lo dice?
Probablemente no me lo dice porque teme que la regañe a causa del dinero que se está gastando en ropa. ¿Eso es todo? ¿Para decirme eso ha ocupado usted mi valioso tiempo?
—He venido para decirle que pienso que Ladbury es un contacto soviético. Y que esta primera dama está relacionada con agentes soviéticos.
—¿Puede usted demostrarlo?
—Me gustaría intentarlo —dijo Parker serenamente— y me gustaría que usted me ayudara.
Esperaba poder convencerle de la necesidad de que los servicios de espionaje británicos vigilaran la tienda de Ladbury.
—Vigilar la tienda de Ladbury. ¿Quiere usted decir que la registraran? ¿Y no encontraran nada? ¿Y se armara un escándalo público? ¿Ganarnos la enemistad de los soviéticos ahora que estamos en medio de unas delicadas negociaciones en la cumbre? ¿Se ha vuelto usted loco?
—No estoy loco, señor presidente —dijo Parker, sin ceder terreno—, pero lo que está ocurriendo a nuestro alrededor muy bien pudiera ser una locura. Por favor, crea en mi sinceridad. Estoy preocupado por usted y si no creyera…
—No se preocupe por mí —dijo el presidente, interrumpiéndole. Estaba claramente enfurecido.
Preocúpese por usted. Tendrá que hacerlo si sigue por este camino —hizo una pausa para poder controlar su voz—. Óigame, Parker. Le contraté porque me pareció un joven inteligente y brillante. Le cedí a mi mujer por las mismas razones y porque pensé que era prudente y juicioso. Pero ahora empiezo a tener mis dudas. Creo que está completamente loco. Ha tenido alucinaciones.
Ha estado metiéndose en líos. Y quiere imponerme a mí esta locura. Pero yo no lo admito. Deténgase ahora que aún está a tiempo. Si le permitiera seguir dos minutos más, podría despedirle. Le voy a dar tiempo para que recapacite. Estoy tentado de contarle a mi esposa todo lo que usted me ha contado aquí acerca de ella para demostrarle que…
—No se lo cuente, por favor, no lo haga —le imploró Parker, en la certeza de que, en caso de que la primera dama se enterara de sus sospechas, no tardarían en eliminarle.
—No tiene que preocuparse —dijo el presidente en tono muy seco—. No pienso decírselo porque sé que ella iba a despedirle inmediatamente. Y no quiero que eso ocurra porque ha sido usted un buen colaborador y se merece otra oportunidad.
Parker asintió en gesto de gratitud.
—Le voy a dar un consejo —añadió el presidente.
Mantenga la boca cerrada. Como yo me entere de que le ha contado siquiera a una persona todas estas sandeces, mandaré que le echen de aquí. Por consiguiente, recupere cuanto antes el juicio y limítese a hacer su trabajo. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor.
—Y, para que ambos recuperemos la cordura, hagamos cuenta de que esta conversación jamás tuvo lugar. Y ahora ya basta, Parker. Váyase a lo suyo y no vuelva a molestarme con una sola palabra más acerca de este asunto.
—Sí, señor. Buenas noches, señor.
Ocurrió con mucha oportunidad, mientras el presidente se encontraba todavía ocupado en una conversación con Guy Parker, poco antes de su salida en compañía de Andrew para la cena. Y antes también de que sus destrozados nervios empezaran a desatarse.
Vera Vavilova llevaba esperando lo que a ella le pareció una eternidad, sin recibir noticias de Moscú. Y Moscú seguía guardando silencio.
Con gesto vacilante, había tratado de vestirse para la cena, paralizada por el miedo, mientras examinaba las alternativas que se le ofrecían. Ninguna de ellas le parecía prometedora. La mejor posibilidad consistía en fingirse indispuesta. Cuando regresaran de la cena, podía decirle a Andrew que se sentía indispuesta: que había sufrido una aguda indigestión, que tenía la gripe o que se habían repetido las hemorragias vaginales.
Sabía que nada de todo aquello le iba a servir porque Andrew llamaría inmediatamente al doctor Cummings, el cual descubriría que no le ocurría nada. Aunque el médico le prescribiera un descanso, Vera comprendía que ello serviría tan sólo para aplazar en un día lo inevitable. Otra posibilidad consistía en marcharse, comunicar a sus contactos su deseo de que hicieran saber al primer ministro que no podía seguir sin información y dirigirse al aeropuerto de las afueras de Londres, la antigua base de la RAF que los británicos habían ofrecido a la Unión Soviética para su uso exclusivo, y regresar a Moscú para que la cambiaran por Billie Bradford. Sin embargo, Vera no quería marcharse, no quería fracasar en el más difícil de todos sus papeles.
Era posible que jamás se le volviera a ofrecer semejante oportunidad de alcanzar la gloria.
Sólo quedaba otra opción: enfrentarse con lo inevitable, acostarse con Andrew esta noche y confiar en su intuición. Excesivamente arriesgado.
Se había sumido en la más profunda desesperación cuando sonó el teléfono. El comunicante se identificó como el bendito Fred Willis.
—¿Está sola? —preguntó éste.
—Sí. De momento.
—Quisiera comunicarle algo. Relacionado con su pregunta acerca de lo que se sirve en Disneylandia.
A Vera le dio un vuelco el corazón. Era como una suspensión de última hora de su sentencia de muerte.
—Oh, Fred…
—Hasta luego —dijo él, colgando.
Esperó nerviosamente detrás de la puerta principal, sin apartar los ojos de la puerta que daba acceso a la suite de despachos del presidente. En caso de que Andrew se presentara en el momento en que apareciera Willis, tendría que actuar con rapidez.
Tres o cuatro minutos más tarde, oyó la voz de Fred Willis en el pasillo, hablando con los agentes del servicio de seguridad. Abrió la puerta y le saludó. Willis entró y Vera volvió a cerrar la puerta.
Willis se metió la mano en el bolsillo y dijo en voz baja:
—Es peligroso ponerlo por escrito, pero es demasiado detallado para transmitirlo verbalmente —depositó una nota doblada en la mano de Vera y sonrió—. Todo está aquí. Exactamente lo que usted quiere. Léalo en privado y después destrúyalo.
—Fred, no sabe cuánto…
Pero él ya se había ido.
Echando una ojeada a la puerta de la suite de despachos del presidente, Vera corrió al cuarto de baño.
Una vez cerrada la puerta por dentro, desdobló a toda prisa la nota que resultó ser una sola hoja mecanografiada en inglés a un espacio. Le echó rápidamente un vistazo con expresión radiante y la volvió a leer por segunda vez palabra por palabra, aprendiéndosela de memoria. Estaba a punto de leerla por tercera vez cuando oyó la voz de Andrew desde el dormitorio.
—¿Estás lista? —le preguntó él.
—Dame unos minutos, cariño —le contestó ella.
Abrió por completo el grifo del lavabo, rompió en pedazos la nota de la KGB y arrojó los papeles a la taza del excusado. Echó el agua, cerciorándose de que todos los papeles hubieran desaparecido. Satisfecha, se quitó la bata y empezó a prepararse para la cena.
Se había mostrado insólitamente animada durante la cena y pudo ver que Andrew estaba muy complacido.
Al regresar al Claridge’s y entrar en la suite, el jefe de Estado Mayor almirante Sam Ridley estaba esperando para hablar con el presidente. Se había apartado a un lado con Andrew y se había dirigido a éste en voz baja.
El presidente había asentido con la cabeza y se había acercado de nuevo a Vera.
—Lo siento, querida, pero ha surgido algo que necesito discutir. Tendré que bajar con el almirante. No tardaré más de media hora —le guiñó el ojo y le acercó los labios al oído:
No te vayas a dormir. He estado esperando esta noche mucho tiempo.
Ella le había rozado la mejilla con un beso.
—Te estaré esperando despierta —le había prometido.
Y aquí estaba, secándose con la toalla tras haberse tomado un baño de espuma, sabiendo que Andrew estaría al llegar y dispuesto a acostarse con ella.
Aplicándose un poco de perfume, el aroma preferido de Billie, Vera se examinó con actitud crítica en el espejo a toda altura que había detrás de la puerta del cuarto de baño. Lo que vio no era nada de que avergonzarse o tan siquiera preocuparse. Sus pechos eran maravillosos, apuntando hacia delante, sin la menor caída. Había conseguido controlar el peso y tenía el estómago liso y las caderas bellamente curvadas, pero firmes. Se preguntó fugazmente cómo iba a tratar Andrew aquel cuerpo. A pesar de que ya no experimentaba temor y de que su confianza había renacido, las dudas acerca de él volvieron a provocarle cierta inquietud. Era aquella conocida sensación que había experimentado desde la infancia, la espera entre bastidores, aguardando a que se levantara el telón o a que le dieran pie.
Vera se enfundó en su vaporoso camisón de seda, el de color rosa pálido. Se dirigió al dormitorio, abrió y apagó las luces y, al final, dejó encendida tan sólo la lámpara de la mesilla de noche del presidente.
Acercándose a su cama, soltó las mantas, acercó las dos almohadas, tomó una novela y se acostó para aguardar el último y más difícil obstáculo de aquella arriesgada empresa.
Al cabo de un rato, vio que había transcurrido media hora, y después cuarenta minutos y cincuenta desde que él se había ido a la reunión. De nada serviría intentar dormir o simular estar durmiendo. Él no lo permitiría.
Abrió la novela, con la intención de distraerse, pero fue inútil. Tenía la cabeza en otro sitio. Cerró el libro, lo dejó sobre la mesilla, levantó la almohada contra la cabecera y se incorporó un poco. El material que había recibido de Moscú acerca de la manera de tratar al presidente en la cama había sido general en algunas cosas, específico en otras, pero, en conjunto, le había dado una excelente idea de lo que tendría que esperar y de lo que se esperaría de ella. Se preguntó cómo se habría adquirido aquel material tan íntimo, pero, como es lógico, lo sabía muy bien. Alex había seducido a Billie Bradford. Alex se había acostado con la primera dama.
Alex había redactado las instrucciones. Y, sin embargo, el casi seguro conocimiento de todo ello no le provocó el menor sentimiento de celos. Billie Bradford no habría significado para él más que un trabajo bien hecho. Vera estaba segura de que su principal preocupación habría sido la de conseguir que ella regresara sana y salva junto a él. Recientemente, no había pensado mucho en Alex, pero ahora experimentó de nuevo el antiguo afecto y amor hacia él y recordó su cariño para que éste le sirviera de estímulo en el transcurso de la noche.
Pensando en su próxima actuación, para la que, al final, se sentía bien preparada, se dio cuenta de lo deseosa que estaba de emprenderla. La emoción que estaba experimentando era probablemente mucho mayor que la que hubiera experimentado si hubiera sabido que iba a debutar en Moscú con Casa de muñecas.
Recordó también que lo que iba a suceder esta noche no era más que un medio para alcanzar el fin que se había propuesto. El hecho de entregarse al presidente la permitiría obtener las ventajas que esperaba. Dentro de un rato, él se mostraría relajado y comunicativo y, sabiamente aguijoneado por ella, le revelaría sin duda sus planes secretos en relación con la cumbre. Mañana, ella se los transmitiría al primer ministro. El papel que ella habría desempeñado en la victoria terminaría.
Pasado mañana sería devuelta en avión a Moscú y Billie Bradford sería enviada simultáneamente a Londres. El cambio se llevaría a cabo. La verdadera Billie Bradford reanudaría su habitual papel de primera dama. Y ella, de nuevo en Moscú, se sometería a toda una serie de pequeñas operaciones de cirugía estética para modificar ligeramente su perfecto parecido con Billie y recuperar su antiguo rostro de Vera. Honrada y glorificada, Vera reanudaría una vez más su carrera teatral. Los principales papeles del Teatro de Moscú serían para ella.
Y Alex, el querido Alex, sería para ella abiertamente, se podría casar o vivir con él según le apeteciera.
Miró el reloj. Había transcurrido más de una hora.
El presidente se estaba retrasando muchísimo. Tenía que ser algo muy importante para mantenerle apartado de algo que deseaba con tanta vehemencia. Tenía que tener paciencia, se dijo a sí misma, y tenía que ser generosa y apacible. Para él, la experiencia de esta noche tenía que ser pura y total. Y, por encima de todo, tenía que desarmarle.
Cinco minutos más tarde, oyó abrirse y cerrarse la puerta principal y el rumor de la cerradura al cerrarse por dentro.
Andrew Bradford entró apresuradamente en el dormitorio, le dirigió una sonrisa, se quitó la chaqueta del traje, se despojó de la corbata y se desabrochó la camisa. Se acercó directamente a ella y la besó en los labios.
—Vaya, estás preciosa —le dijo—. Lamento llegar tarde. Teníamos que ultimar unos detalles y concretar la estrategia de nuestras conversaciones. Te digo que me ha resultado difícil concentrarme en el trabajo, sabiendo que tú estabas aquí y que podríamos volver a disfrutar como en los viejos tiempos.
—Te quiero, Andrew. Te he echado de menos.
—No más de lo que yo a ti —el presidente se había quitado la camisa—. Unos minutos y estoy contigo.
—Date prisa.
Él desapareció hacia el cuarto de baño. Ahora se quitaría el resto de la ropa. Se dirigiría al excusado. Oyó el rumor del agua del excusado. Después oyó el rumor del agua del grifo. Después, silencio. «Colonia —pensó— Zizanie».
Regresó descalzo al dormitorio. Mientras emergía de entre las sombras, Vera pudo observar que llevaba sus calzones azules de boxeador. Tenía una sólida y bonita figura, un poco fláccida en algunos puntos, pero de agradable aspecto para un hombre de su edad. Se desabrochó los calzones, los dejó caer al suelo, los apartó y se dirigió al otro lado de las camas gemelas.
Pudo verle el miembro, un poco dilatado, oscilando de un lado para otro. Aún no estaba erguido.
—¿Estas cansado, cariño? —le preguntó.
—Un poco. Hemos estado teniendo una corriente incesante de ideas geniales allí abajo —emitió una breve carcajada—. Pero no estoy excesivamente cansado.
Se estaba metiendo en la cama.
Por un instante, a Vera le dio un vuelco el pulso de la garganta. Su confianza se tambaleó un poco. El informe de Alex era lo suficientemente preciso o eso le había parecido a ella, pero, de repente, tuvo la impresión de que no contenía ningún dato exacto.
¿Dónde estaban los detalles iniciales? ¿Qué debería ocurrir en los próximos segundos? ¿Debería ella inclinarse hacia él? ¿O sería él quién se inclinara hacia ella?
Empezó a deslizarse bajo la manta para acercarse a él, pero se detuvo. Las instrucciones indicaban que iba a ser él quien se moviera primero.
Y así sucedió.
Él había echado la manta un poco más hacia abajo y se encontraba a su lado en la cama y estaba extendiendo la mano hacia el borde de su camisón. Ella se incorporó un poco, tal como él le dio a entender que esperaba que hiciera, y después le facilitó la tarea de quitarle el camisón. Levantó los brazos para que el camisón pudiera deslizarse con más suavidad sobre sus pechos y por sus brazos. Él arrojó el camisón al suelo.
—Tienes los pechos más hermosos de la tierra dijo, mirándola muy serio unos instantes.
—Son tuyos, sólo tuyos —dijo ella, echando los hombros hacia atrás.
—Santo cielo —dijo él en un murmullo, inclinándose hacia el seno que tenía más cerca al tiempo que comprimía los labios sobre el aplanado pezón y empezaba a besarlo y lamerlo hasta conseguir que se endureciera y levantara. Sus labios se desplazaron al otro seno y su mano se curvó bajo el mismo, acariciándolo y besándolo.
—Andrew, yo…
Ella cerró los ojos y permaneció inmóvil, apoyando tan sólo una mano en su cabeza. Él le estaba besando el ombligo y el vientre, mientras una mano comenzaba a deslizarse suavemente hacia abajo, acariciándola con una delicadeza que a Vera le resultó excesiva. Entonces notó que algo se comprimía contra su muslo y abrió los ojos, descubriendo que el miembro se había erguido por completo.
Acercando la boca a su oído, se esforzó por respirar afanosamente. Experimentó la tentación de besarlo con pasión, pero se abstuvo de hacerlo. Recordó las instrucciones.
Mientras él se arrodillaba, ella levantó las piernas y las separó. No estaba completamente excitada y no estaba realmente húmeda, lo cual la preocupó hasta que recordó que anteriormente se había aplicado un lubrificante esterilizado para facilitar la penetración.
Él continuó unos minutos más sus suaves caricias y se inclinó nuevamente para besarla en los pechos, antes de descender entre sus piernas para penetrarla. Cuando estuvo en su interior, la rodeó cariñosamente con los brazos, acercando su tronco y su rostro a los suyos. La mano de Andrew se deslizó por su espalda y su cintura.
—Santo cielo —exclamó éste—, cuánto te deseaba… qué bueno es… qué bueno…
—Muy bueno, cariño.
Ahora se estaba moviendo con regularidad, hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo.
Ella se cubrió los ojos con un brazo y entreabrió la boca con expresión extática. Hubiera deseado agitar el trasero violentamente, subir y bajar con él, obligarle a montarla con más fuerza, hacerle galopar con ella, pero, una vez más, se contuvo y se limitó a ondular levemente.
Se apartó el brazo de los ojos. Las facciones de Andrew aparecían contraídas. Sus arremetidas se estaban acelerando. Vera suponía que estaba pasándolo bien. Así lo esperaba. En cuanto a ella, no estaba interviniendo demasiado activamente, era una silenciosa participante en aquella actuación de solista.
Durante un fugaz momento, Vera estuvo nuevamente tentada de sacudirle y de proporcionarle un auténtico viaje de placer. Qué divertido hubiera resultado ver su rostro, el rostro del presidente de los Estados Unidos, mientras alguien le excitaba hasta enloquecerlo. Sin embargo, la esencia del informe del KGB acerca del comportamiento sexual de Billie ardía en su cerebro con tanta claridad como los apuntes teatrales…
Habitual posición boca arriba. Reacciones principalmente pasivas. Que él venga a ti. Nada de juegos preliminares, exceptuando los senos y el clítoris.
Que lo haga todo a su manera. Reacciona normalmente y con placer. No hagas ningún movimiento agresivo.
Cabe dudar de que te provoque el orgasmo durante el acto. Si lo hace, procura que tu reacción no sea desmedida. Al finalizar, es probable que te provoque el orgasmo manualmente. No conocemos todos los detalles, pero suponemos que eso será suficiente. Déjale que él dirija la función, síguele la corriente y dale a entender que te complace. Todos tus movimientos tienen que ser familiares, cómodos y reveladores de afecto conyugal. Eso tiene que ser una liberación rutinaria, no un gran idilio. Se trata de colaborar agradablemente en su mundo masculino. Buena suerte.
De acuerdo, buena suerte. Gracias, Alex. O sea que Billie había resultado una amante aburrida.
Vera advirtió que el cuerpo del presidente se arqueaba, le oyó resollar y jadear, notó que empujaba con más fuerza, que aceleraba el ritmo de sus acometidas y que de pronto, quedándose por un momento inmóvil, se derramaba dentro de ella mientras murmuraba algo que Vera no alcanzó a entender. Ya todo estaba cumplido, pensó, y tenía derecho a sentirse orgullosa, pues había recorrido toda la distancia sin un solo tropiezo. El fracaso tan temido por Moscú se había convertido en un éxito total.
Incorporándose ligeramente sobre los codos, él empezó a retirar de su interior el resbaladizo apéndice.
—Maravilloso, Andrew, maravilloso.
—Mejor que nunca —dijo él, jadeando—. Has estado mejor que nunca.
Ella bajó las acalambradas piernas y se desperezó.
—Ha sido delicioso —musitó, imitando la voz ocasionalmente ronca de Billie—, la espera ha merecido la pena. Él se había apartado de ella.
—Hay otra cosa cuya espera también merecía la pena —dijo él, perezosamente.
—Estás demasiado cansado —dijo ella, confiando ahora plenamente en el informe—. No tienes por qué hacerlo.
La mano de Andrew se introdujo por entre sus piernas.
—Lo quiero hacer. Quiero que seas tan feliz como yo.
Entonces él comenzó a acariciarla con la misma suavidad y falta de pasión que había demostrado durante todo el acto. Qué hombre tan poco imaginativo era el presidente, aunque, tal vez, no fuera culpa de él sino de Billie, a quien le habían descrito como alguien tan frío.
Mientras él seguía comprimiéndola suavemente, Vera empezó a mover la cabeza de un lado para otro sobre la almohada y movió ligeramente las nalgas —ahora ya conocía a Billie—, simulando una excitación controlada. Habían transcurrido cinco o seis minutos y sabía que no iba a experimentar un verdadero orgasmo.
El problema final. Era indudable que Billie solía experimentar el orgasmo de aquella manera. Pero ¿cuánto tardaba en conseguirlo? ¿Diez minutos?
¿Veinte? ¿Media hora? No tenía que errar el cálculo. Era necesario que él se lo dijera.
—Andrew —dijo con voz quejumbrosa—, lamento tardar tanto.
—Estarás bien dentro de unos minutos. Tranquilízate, tranquilízate, cariño, disponemos de todo el tiempo que haga falta.
Con la cabeza hacia un lado, sus ojos vieron la hora. Habían transcurrido seis minutos. Faltaban dos.
—Oh, Andrew, Andrew, estoy toda mojada.
—Ya estás a punto. Tranquila. No pienses.
«Estúpido idiota —pensó Vera—. Dale una buena. Ahora. Ahora mismo».
Se puso rígida, comprimió los muslos, levantó las nalgas, emitió un grito amortiguado, se estremeció… y se aflojó.
Andrew se apartó y la miró sonriendo.
—Ya está.
—Gracias, Andrew. Delicioso desde el principio hasta el final. Abrázame, cariño, abrázame fuerte.
Mientras sus brazos la rodeaban, Vera sonrió para sus adentros. El mejor orgasmo simulado de toda la historia, estaba segura. Que se quiten la Bernhardt y la Duse, eso sí es una actriz.
El abrazo de Andrew había perdido fuerza.
«Ahora la transición —pensó ella—, en amor todo está permitido… ahora, la guerra». Había superado la terrible prueba incólume, sin ser descubierta y, al parecer, con un éxito absoluto. Pero quedaba la última actuación, la verdadera finalidad de todos aquellos ejercicios acrobáticos, el desenlace. ¿Cómo afrontar la tarea? Lo había ensayado innumerables veces mentalmente. Tenía que lanzarse a ello sin demasiada prisa y sin demasiada ansiedad, pero tampoco demasiado despacio, no fuera que él se durmiera.
Muéstrate hábil. Actúa con naturalidad.
—¿Andrew?
—¿Sí, cariño?
—A juzgar por cómo me siento, lo podría hacer todas las noches.
—Lo sé. Yo también. Ojalá fuera posible. Pero, teniendo en cuenta las discusiones con los soviéticos en los próximos días, vamos a quedar hechos unas piltrafas. Son momentos de alta tensión. Nos lo jugamos todo. No puedo decirte cómo estaré por la noche.
Ella se volvió completamente de lado. Él había regresado a su cama y se encontraba tendido boca arriba, con la cabeza apoyada sobre la almohada, mirando al techo.
—¿Por qué habrá esta vez más tensión que en otras ocasiones? —preguntó ella con indiferencia—. Siempre hay tensión, ya lo sé. Pero parece como si estas reuniones te preocuparan más. No lo entiendo.
—Bueno, voy a exponerte el problema —dijo él.
Por regla general, negociamos desde una postura de fuerza. Eso nos facilita la labor. Pero esta vez…
La voz de Andrew se perdió mientras éste se sumía en sus pensamientos.
—Esta vez… esta vez, ¿qué, Andrew? No me tengas en vilo.
—Ah, perdona —dijo él, centrándose de nuevo en la conversación—. Esta vez tenemos que mantener un engaño para ganar. No es fácil. Muy complicado. Algún día te lo explicaré.
—No es justo, Andrew —dijo ella, fingiendo exasperarse—. No me trates como a una ciudadana de segunda clase. Siempre has confiado en mí. Yo he confiado en ti. Tú te interesas por lo que yo hago diariamente. Pues, bueno, a mí también me interesa lo que haces tú. Somos un equipo, Andrew. Lo compartimos todo. Por consiguiente, no te vuelvas súbitamente machista y me confines a la cocina.
Háblame de los problemas que se te plantean. Quiero compartirlos contigo.
—No quiero ocultarte nada —dijo él en tono de disculpa—. Lo que ocurre es que estoy agotado y ya es muy tarde. Pero tienes derecho a saberlo. Te lo voy a explicar con sencillez. Espero que, de momento, te conformes con una versión resumida. Ya te ampliaré los detalles en otra ocasión. ¿Será suficiente una versión resumida?
—No tiene que ser siquiera una versión resumida.
Me conformaré con una versión en miniatura. Estoy segura de que se trata de algo relacionado con este sitio africano… Boende… y de vuestro desacuerdo con los soviéticos. Pero ¿dónde está el problema? ¿Por qué os lo ponen tan difícil? Tengo que conocer todo lo que puede influir en mi vida sexual.
—Ya estamos —dijo él, sonriendo. Pensó en ello y volvió a ponerse serio—. Los soviéticos tienen a este rebelde comunista de Boende llamado Nwapa listo para adueñarse del país. Si los soviéticos le suministran armas, podrá apoderarse fácilmente del país. Pero los soviéticos no están seguros de nosotros. Si hemos proporcionado armas al presidente Kibangu y al gobierno, si estuviéramos dispuestos a oponernos a ellos y a intervenir, serían aplastados. Una derrota influiría en el poder comunista en toda África.
—Bueno, pero ¿le habéis armado? —preguntó ella casi con indiferencia, haciendo una casual pregunta propia de esposa interesada.
—Eso es exactamente lo que los soviéticos quieren saber —el presidente lanzó un suspiro—. El caso es que no le hemos armado.
—¿Qué no le habéis armado? —repitió ella.
—Pues no. Nos limitamos simplemente a simular que sí. Y en eso estriba mi problema, en conseguir mantener el engaño.
Vera experimentó una descarga de emoción. Los tres años de esfuerzos estaban dando finalmente resultado.
Ya tenía todo lo que necesitaba Kirechenko, ya le había asegurado la victoria.
Vera pasó los dedos por el cabello de Andrew.
—Pobrecito mío —dijo con ternura—. No me extraña que hayas estado tan preocupado.
—Y tú has sido tan cariñosa —dijo él, asiéndola por la muñeca y besándole la mano.
—Gracias, Andrew —Vera se preguntó si el hecho de insistir equivaldría a tentar demasiado la suerte. Decidió probarlo con cautela. Adoptó una expresión perpleja.
Hay una cosa que no entiendo.
—¿Qué es?
—Aunque los soviéticos se enteraran de que los estáis engañando y decidieran actuar, ¿no podríais vosotros intervenir con rapidez, enviando suministros aerotransportados al gobierno de Boende?
—Sí, podríamos, pero, no, no podemos. Ello me costaría la reelección. Ya te mostraré los resultados de las últimas encuestas privadas de opinión, cuando volvamos a casa. Por lo tanto, no podemos intervenir en el último momento para salvar a Boende —el presidente hizo una pausa—. Por suerte, los soviéticos no lo saben.
Si lo supieran, ordenarían que sus rebeldes entraran en acción y se apoderaran de Boende en menos de una semana. Y se negarían sin duda a firmar nuestro pacto de no intervención. Se cargarían la cumbre.
—¿Estás seguro de que no lo saben?
—Pues claro que no lo saben. Y no lo sabrán. Lo cual significa una victoria para nosotros, la parte del león en el uranio de Boende, una avanzada para el control del África central y el término de las incursiones comunistas. Ahora ya sabes lo que me preocupa.
A Vera le estaba resultando difícil reprimir su emoción. Había averiguado todo aquello que era vital averiguar. Se había apoderado del gran secreto del presidente, era la única persona de la Unión Soviética que lo conocía. Hasta mañana.
—Andrew, vamos a ganar, ¿verdad?
—No podemos apostar a eso. Si jugamos bien nuestras cartas y conseguimos mantener el farol, ganaremos.
«Perderéis», pensó ella.
Vera bostezó.
—Andrew, no sabes lo mucho mejor que me hace sentir el hecho de compartir las cosas contigo. Por lo menos, ahora comprendo lo que estás pasando —se incorporó apoyándose sobre un codo—. Buenas noches, cariño —le dio un beso—. Gracias de nuevo por esta maravillosa noche, la mejor que hemos tenido. Olvídate de tus preocupaciones y piensa en nosotros. Ahora procura dormir un poco.
—Buenas noches, tesoro. Será mejor que ambos procuremos dormir un poco.
Andrew se cubrió los hombros con la manta y se acurrucó bajo la misma. Ella se levantó de la cama, tomó la píldora para dormir, se acercó a la mesilla de noche del presidente, apagó la lámpara y regresó a su cama en la oscuridad y se deslizó bajo la manta.
Permanecía tendida boca arriba, aguardando que la píldora le hiciera efecto, cuando le oyó roncar. Sabía que ella tardaría en poder conciliar el sueño. Se sentía demasiado emocionada por el éxito como para borrar la alegría que éste le había producido.
Revisó las siguientes instrucciones. En caso de que averiguara algo importante, le habían dicho, tendría que establecer contacto con Fred Willis. Éste, a su vez, establecería contacto con Ladbury, el cual organizaría la reunión con el primer ministro Kirechenko. En el momento establecido, Willis se encargaría de que le proporcionaran un automóvil y un chófer, sin la escolta de los guardias del servicio de seguridad. Sería conducida a la base abandonada de la RAF de Westridge, cedida a los soviéticos para sus transportes aéreos con carácter exclusivo. Al llegar a la base, sería acompañada al automóvil en el que estarían aguardando el primer ministro Kirechenko y el general Chukovsky.
Y ella les revelaría todo lo que hubiera averiguado por medio del presidente Bradford. Inmediatamente después, sería acompañada a bordo de un reactor soviético que la devolvería a Moscú y Billie Bradford sería trasladada simultáneamente a Londres.
Kirechenko alcanzaría el triunfo. Vera Vavilova alcanzaría el suyo. Llamadas incesantes al proscenio, heroína de la Unión Soviética.
Se acurrucó bajo la manta. Jamás se había sentido más feliz.
Vera Vavilova, heroína y leyenda.
Se trataba de algo que le permitiría sumirse en un sueño reparador.