La aparición de Billie Bradford, o de la que se hacía pasar por Billie Bradford, emergiendo del ascensor para salir al vestíbulo del Claridge’s, fue inesperada y pilló a Guy Parker por sorpresa.
Eran las primeras horas de la tarde del día siguiente y Parker había abandonado hacía una hora su claustrofóbica habitación para sentarse en el vestíbulo, echar un vistazo a los periódicos, volver a leer parte de sus investigaciones, salir tal vez a dar un paseo y ocupar el tiempo entre la una y las cuatro en que tenía una cita para una sesión con Billie.
Se había pasado la mañana preparándose para hacer lo que Nora le había dicho que tenía que hacer: vigilar de cerca a la primera dama presuntamente falsa. Había alquilado un coche, un lujoso Jaguar azul oscuro, rápido y manejable, capaz de serle útil en el tráfico urbano y en la carretera, una vez se hubiera acostumbrado a la circulación por la izquierda. Había entregado una generosa propina a uno de los conserjes con chistera del Claridge’s para que le reservara una plaza de aparcamiento frente a la entrada principal de la calle Brook. Después había ido en busca de Nora para averiguar el programa de la tarde de la primera dama y había sufrido una decepción al enterarse de que Billie no iría a ninguna parte aquella tarde y no vería a nadie antes de su reunión con él a las cuatro. Después, dado que el presidente iba a estar ocupado, Billie asistiría a la representación de una comedia musical en compañía de Penelope Heaton, la esposa del primer ministro británico, y después ambas cenarían juntas con sus acompañantes en el Mirabelle de la calle Curzon.
Dondequiera que Billie acudiera aquella noche, Parker sabía que la iba a seguir de cerca. Entretanto, no había encontrado nada en qué ocupar las aburridas horas que tenía por delante hasta que llegara la hora de reunirse con ella. Por consiguiente, estaba descansando y leyendo en el vestíbulo cuando levantó los ojos y la vio salir del ascensor.
Fue una auténtica sorpresa ver a Billie Bradford sola, sin la escolta de los agentes del servicio de seguridad. Se preguntó cómo lo habría conseguido y entonces comprendió que se podía hacer y que, en realidad, ella lo había hecho muy fácilmente. Cruzando parte de las suites de la primera planta, comunicadas entre sí, se podía evitar a los hombres del servicio de seguridad que montaban guardia en el pasillo, subir a la segunda planta y tomar allí el ascensor para bajar.
Estaba claro que no quería que la reconocieran o molestaran. Había ocultado la cabellera que constituía su principal signo distintivo en el interior de un redondo sombrero de fieltro de ala ancha. Unas enormes gafas ahumadas le cubrían la parte superior del rostro y la parte inferior estaba semioculta por el cuello levantado de una chaqueta de hilo. Aquel camuflaje podía engañar a algunas personas. Pero no engañó a Guy Parker.
A toda prisa, éste guardó las notas de su investigación en una cartera, se levantó y, procurando mantener cierta distancia, la siguió a la calle Brook.
Mientras ella se acercaba al conserje, él pasó a su espalda y se dirigió rápidamente a la esquina de la calle Davies y cruzó a la otra acera junto a la que se encontraba aparcado su automóvil.
Se hallaba al volante del Jaguar, emergiendo de la plaza de aparcamiento, cuando vio fugazmente una de sus piernas desapareciendo en la parte de atrás de un taxi. Poco a poco, el taxi empezó a moverse, Parker aguardó con impaciencia a que otro vehículo se interpusiera entre ellos y entonces empezó a seguir al taxi.
El taxi giró a la derecha, enfilando la calle Bond, volvió a girar a la derecha para entrar en la calle Bruton y pronto emergió a la Berkeley Square. Parker no tenía ni la más remota idea de adónde se estaría dirigiendo, si bien, a juzgar por el camino que estaba siguiendo, parecía ser que su objetivo era algún lugar del West End.
No tuvo grandes dificultades para seguirla a través de Fitzmaurice Place y la calle Curzon, aparte las que le plantearon los semáforos. Dos veces se había visto obligado a saltarse la luz roja para no perder de vista el taxi.
Por el camino, vio los carteles del Evening News y del Evening Standard con unos llamativos titulares referentes a la inauguración de la cumbre estadounidense-soviética.
La conferencia cumbre se había reunido aquella mañana en la Embajada soviética. Parker había escuchado el informe preliminar de la primera sesión, facilitado a la hora del almuerzo por el secretario de prensa del presidente, Tim Hibberd. El presidente Bradford había esbozado un pacto mutuo de no intervención: los Estados Unidos y la Unión Soviética, no deberían enviar tropas, asesores ni armas a nación africana alguna. El primer ministro Kirechenko había replicado con otra versión del pacto. En principio, se había mostrado de acuerdo en relación con la propuesta de no enviar tropas a ningún país africano por parte de ninguna de las dos grandes potencias. No obstante, se había opuesto a la limitación de la exportación de armas. Había insistido en que algunas naciones africanas necesitaban las armas para defenderse de los ataques de vecinos más agresivos. Ninguna de ambas partes se había referido explícitamente a Boende.
En opinión de Parker, la postura soviética parecía ser de expectativa. Pero, estaban a la expectativa, ¿de qué? Había una respuesta descabellada. Si Billie Bradford no era lo que parecía ser, si era —increíblemente— una impostora soviética, Kirechenko tenía sus buenas razones para intentar ganar tiempo.
Podía estar esperando información acerca de los planes secretos del presidente por parte de la primera dama de fabricación rusa o bien de una verdadera Billie Bradford sometida a un lavado de cerebro. La misma audacia de semejante operación por parte rusa le confería un carácter inverosímil.
Mirando por encima del volante de su Jaguar, Parker observó que el taxi giraba a la derecha de Piccadilly hacia la esquina de Hyde Park y seguía avanzando por Grosvenor Crescent. El vehículo que se interponía entre ellos se había desviado y Parker tuvo que procurar no acercarse demasiado al taxi de la primera dama. Otra vuelta pasando frente a un parque particular y se encontraron en la Belgrave Square. El taxi rodeó lentamente la isla de peatones y Parker, siguiéndolo con obstinación, aminoró también la marcha.
El taxi se adentró por una calle de dos direcciones llamada Motcomb y, a un tercio del camino, Parker pudo ver que el taxista indicaba la entrada de una arcada en cuyo rótulo podía leerse Halkin Arcade, y que la primera dama asentía con la cabeza. Dado que, al parecer, había demasiado tráfico como para que ella pudiera apearse en mitad de la calle, el taxista siguió adelante y después giró ala izquierda para adentrarse en la perpendicular calle Kinnerton, se acercó al bordillo de la izquierda y se detuvo. Parker se acercó, procurando circular a la mayor distancia posible del taxi, lo adelantó unos quince metros y se aproximó al bordillo. Apagó el motor del Jaguar y se volvió a mirar. Pudo ver cómo la primera dama le pagaba la carrera al taxista y le indicaba por señas que se quedara con el cambio.
Cuando se abrió la portezuela de atrás y Billie descendió a la acera, Parker se guardó las llaves del coche en el bolsillo y abrió la portezuela. Ella se estaba dirigiendo a la esquina para regresar a la calle Motcomb y ahora estaba esperando para cruzar la calle. Parker empezó a seguirla y, al observar que ella miraba a su alrededor, se volvió de espaldas, simulando mirar el escaparate de una tienda en cuyo rótulo podía leerse FERRETERÍA DE CALIDAD. Al volver a mirar en su dirección, la vio cruzando la calle. La siguió con rapidez.
Desde la esquina, pudo ver que se dirigía a la entrada de la arcada. Sorteando el tráfico mientras cruzaba a la otra acera, se preguntó adónde se estaría dirigiendo en aquella lujosa zona de Belgrave. La vio desaparecer en el interior de la arcada y apresuró el paso antes de perderla de vista por completo. Al llegar a la entrada de la Halkin Arcade, miró hacia el interior en el que podían verse elegantes tiendas con jardineras cuadradas de madera blanca en el exterior y faroles de cristal en la parte de arriba para proporcionar iluminación. Descubrió a Billie a medio camino, justo en el momento en que se detenía. La vio abrir la puerta de una tienda y entrar.
Una vez la hubo perdido de vista, entró apresuradamente en la arcada para ver adónde había ido. Al acercarse a la tienda en la que la había visto entrar, avanzó con cautela. No tenía que ser visto por ella. En caso de que ella le viera, no podría darle ninguna explicación. Al final, pudo distinguir la lujosa entrada del establecimiento, con su escaparate enmarcado en oro. En él se exhibía un vaporoso traje de noche azul pálido. Por encima del escaparate, sobre un trasfondo de ónix negro, las letras doradas decían: LADBURY DE LONDRES. Contempló la entrada de la tienda.
Ladbury.
Había visto a Ladbury la semana anterior en la Casa Blanca cuando el diseñador inglés y su ayudante habían acudido para hacer entrega del nuevo vestuario de Billie y efectuar las últimas pruebas y modificaciones.
¿Qué estaría haciendo Billie ahora con él? ¿Por qué había acudido a verle tan subrepticiamente?
Mientras hacía conjeturas acerca de aquella furtiva visita, Parker reanudó rápidamente su camino, distinguiendo fugazmente la parte posterior de la cabeza de Billie a través del cristal del escaparate. Se dirigió apresuradamente hacia el otro extremo de la arcada, se situó detrás de una columna color crema y se dispuso a montar guardia, vigilando la entrada del establecimiento de Ladbury.
En el interior de la tienda de modas, Ladbury, con su flequillo color paja, su corbata de pajarita, su traje de algodón y sus zapatos de ante gris, se adelantó a Vera Vavilova con gesto afectado, acompañándola a su despacho en la parte de atrás. Una vez dentro, cerró la puerta.
Tras haber tomado ambos asiento, Ladbury no ocultó su desagrado.
—Sabe que no hubiera tenido que venir —dijo, a menos que…
—A menos que se produjera una situación de emergencia —dijo ella, interrumpiéndole—. Bueno, pues, se ha producido.
—¿Cómo ha conseguido escapar? ¿La acompañan los imbéciles del servicio de seguridad?
—Pues claro que no. Les he dado esquinazo. He pasado por las suites hasta llegar al despacho de Tim Hibberd, he salido a otro pasillo y he subido al segundo piso para tomar el ascensor. No ha sido difícil.
—¿Está segura de que nadie sabe que se encuentra aquí?
—Completamente segura. No se ponga nervioso y preste atención, por favor. Me encuentro en un terrible apuro y necesito su ayuda.
—Estoy aquí para ayudarla. Dígame de qué se trata.
—El presidente iba a reanudar las relaciones sexuales con su esposa mañana, mañana por la noche.
—Sí, lo sé.
—Bueno, pues, esta mañana me ha dicho que no quiere esperar tanto. Que se vayan al infierno las órdenes del médico, me ha dicho. Está seguro de que me encuentro restablecida. Quiere empezar a acostarse conmigo esta noche.
—¿Ha intentado usted rechazarle?
—¿Ha intentado usted alguna vez discutir con un miembro erguido? Con toda la amabilidad que he podido, he intentado decirle que debiéramos esperar otro día. No he podido convencerle. Y, al final, he capitulado. Le he dicho que muy bien, que yo tampoco podía esperar más. Y se ha marchado sonriendo.
—Conque va a ser esta noche, ¿eh?
El enjuto rostro de Ladbury parecía haberse marchitado de golpe.
—Y lo peor es que… pienso que está dispuesto a revelarme todo el asunto… sus planes acerca de Boende… una vez hayamos mantenido relaciones sexuales. He estado tratando de conseguir información anteriormente. No ha habido suerte. Pero esta noche, cuando nos hayamos acostado, estoy segura de que se mostrará dispuesto a hablar. Esta mañana me ha dicho: «Cuando esté más relajado esta noche, te pondré al corriente acerca de la política». «Más relajado» es la eufemística expresión que él utiliza para referirse a la consumación de las relaciones sexuales. Si diera resultado, tendría en mi poder todo lo que necesita el primer ministro —Vera hizo una pausa—. Pero lo más probable es que no dé resultado. Sigo sin saber ni una maldita cosa acerca de lo que él espera de mí en la cama.
Un movimiento en falso y él se dará cuenta de que no me comporto como su buena esposa de siempre. No sé qué ocurrirá. Si empieza a abrigar sospechas…
—Vera, por favor, cálmese.
—¡No puedo! ¿Qué han estado haciendo aquellos idiotas de Moscú durante todo este tiempo? ¿Por qué no pueden darme una solución? Ahora casi se nos ha acabado el tiempo. A menos que me den algo, no podré superar la prueba, no podré. ¿Se lo va usted a decir?
—Se lo diré —dijo Ladbury, levantándose—. Quédese tranquila. Espere. O yo u otra persona establecerá contacto con usted esta noche, se lo prometo. Ahora voy a pedirle un taxi.
Guy Parker había regresado al Claridge’s poco después de que Billie Bradford regresara al hotel, tras su visita no programada al establecimiento de Ladbury. Se había dirigido a su habitación para recoger el magnetófono y después había acudido a su cita de trabajo con la primera dama.
Ahora, sentado con la primera dama en el salón de la Suite Real del Claridge’s, con el magnetófono entre ambos, Parker observó que se habían pasado cincuenta minutos comentando el primer año de Billie en la Casa Blanca. Había pensado en las siguientes preguntas y se estaba disponiendo a formular la primera de ellas cuando oyó que se abría la puerta de la suite.
El presidente Andrew Bradford, apuesto, sólido, imperturbable, entró en el salón procedente del vestíbulo, enfrascado en sus pensamientos. Se quitó las gafas de montura de concha, se las guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y se encaminó hacia el improvisado bar.
—Hola, Andrew —le dijo Billie.
—Ah, hola, cariño. Hola, Guy.
Pasó de largo al llegar al bar y, acercándose a ellos, le dio a Billie un ligero beso en la mejilla.
—Llegas temprano —le dijo ella—. ¿Qué tal han ido las cosas con los soviéticos?
—Tal como era de esperar —contestó él.
Kirechenko se ha mostrado amable, pero muy pronto hemos chocado. No va a ser fácil. Aun así, creo que conseguiremos imponer nuestro tratado. He asistido a las discusiones posteriores de nuestro equipo, pero he llegado a la conclusión de que ya estaba harto —le dirigió una sonrisa a su mujer—. Les he dejado discutiendo. He preferido pasar un rato con mi esposa y descansar un poco antes de cenar.
—Qué estupendo —dijo Billie.
El presidente se aflojó el nudo de la corbata.
—¿Y tú qué me cuentas? ¿Has tenido un día ajetreado? ¿Has ido a alguna parte? ¿Has visto algo?
—Lamento parecerte aburrida, Andrew, pero no he hecho nada —contestó Billie—. Me he pasado todo el día encerrada. No he puesto los pies en la calle —se volvió a mirar a Parker—. Creo que por hoy ya es suficiente, Guy.
Gracias. Probablemente le veré mañana. Póngase en contacto con Nora.
Parker recogió apresuradamente el magnetófono, musitó unos adioses y abandonó la suite.
Quería ver a Nora. Se dirigió a la habitación de ésta, llamó a la puerta y se anunció. La voz amortiguada de Nora le dio la bienvenida. Parker entró. Ella estaba escribiendo cartas en un alargado escritorio francés.
Él le señaló la bandeja de las botellas.
¿Un trago?
—Me apetece mucho —dijo ella, posando la pluma.
Al parecer, lo único que se hace aquí es beber.
—Tal vez tengamos nuestros buenos motivos —dijo él, dejando el magnetófono encima del televisor.
Ella le observó mientras preparaba las bebidas.
¿Ha habido alguna novedad, Guy?
—Alguna cosa —contestó él. Colocó un vaso delante de Nora, tomó un sorbo de su bebida, posó el vaso y se acercó al magnetófono. Pulsó el botón de retroceso y esperó un momento, pulsó el botón de detención, pulsó el de puesta en marcha y escuchó. Manipuló de nuevo el aparato brevemente hasta localizar la parte que le interesaba—. Estaba trabajando con Billie —dijo— cuando ha entrado el presidente. Yo tenía el magnetófono en marcha y éste ha seguido funcionando.
¿Quieres escuchar un diálogo esclarecedor? Presta atención.
Parker pulsó una vez más el botón de puesta en marcha y elevó el volumen. La cinta empezó a girar. Voz del presidente: «¿Has tenido un día ajetreado? ¿Has ido a alguna parte? ¿Has visto algo?». Voz de la primera dama: «Lamento parecerte aburrida, Andrew, pero no he hecho nada. Me he pasado todo el día encerrada. No he puesto los pies en la calle».
Parker apagó el aparato y miró a Nora.
—¿Qué te parece eso?
Nora se desconcertó ante la pregunta.
—¿Qué tiene de malo? Ha estado aquí todo el día. Yo no tenía nada en programa para ella.
—Ah, ¿no? Bueno, pues, ella sí tenía algo programado. Yo me encontraba en el vestíbulo esta tarde a primera hora y la he visto salir subrepticiamente.
—¿Estás seguro? —preguntó Nora, incorporándose en su asiento.
—Completamente seguro.
—¿Sola o con los agentes del servicio de seguridad?
—Sin nadie. Billie sola. Y sin automóvil. Ha tomado un taxi.
—Qué extraño. ¿Sabes adónde iba?
—La he seguido. Ha acudido a Ladbury de Londres.
—¿Su modisto? Es su diseñador, pero ella no tenía ningún motivo para verle ahora. La última semana estuvo en Washington con el vestuario para hacerle una prueba final. Cuando llegamos a Londres, la ropa ya estaba esperando aquí en el hotel. ¿Por qué iba a querer verle ahora?
—¿Por qué iba a querer verle ahora en secreto querrás decir?
—Sí, supongo que sí. No tiene sentido.
—Tiene mucho sentido si ella no es la primera dama y necesita establecer comunicación con un contacto soviético.
—¿Estás diciendo que Ladbury podría ser un contacto?
—¿Por qué no? Ya han utilizado en otras ocasiones a personas parecidas. Nora, quiero averiguar algo acerca de este señor Ladbury.
—¿Cómo?
—Recabando la ayuda del presidente.
—¿De veras se lo vas a decir? —preguntó Nora, frunciendo el ceño.
—Es necesario.
—No sé, Guy. Lo que sí sé es que tengo una duda.
—¿Cuál es?
—Si nuestra dama no es la primera dama, ¿para qué quiere ver a uno de sus agentes? ¿Cuál es su problema?
—Ésta, mi querida Nora, es la gran pregunta.
Eran las primeras horas de la noche en Moscú y Billie Bradford, paseando arriba y abajo por su dormitorio, se hallaba reflexionando todavía acerca del asunto.
La noche anterior había estado pensando en todos los detalles hasta que el sueño la había vencido. Había pensado en ello hasta el momento de despertar y había seguido pensando en ello en la ducha, mientras desayunaba y durante toda la tarde. Sin apetito para cenar, había seguido pensando en ello durante un ligero piscolabis integrado por té y galletas.
Como es lógico, Alex Razin era la persona clave de sus pensamientos. Una mirada al reloj le recordó que éste llegaría dentro de aproximadamente quince minutos. Su visita obligatoria, la visita que le habían encomendado. Pero con una diferencia. Esta vez él iba a visitarla no por la tarde sino por la noche. Billie estaba segura de que eso tenía un significado.
Al principio, solía esperar con agrado sus visitas.
Pensaba que él deseaba granjearse su amistad y consolarla. Pero ahora sabía que pertenecía sin la menor duda a el KGB, que era un agente enemigo y que su misión consistía en ganarse su amistad, desarmarla y ganarse su confianza. Ahora comprendía claramente su propósito. Quería utilizarla… para ayudar a su segunda dama y destruir a Andrew.
Razin… santo cielo, cuánto le odiaba desde que había averiguado la verdad acerca de él. No quería volver a ver a aquel hijo de puta, a aquel cochino traidor, a aquel asqueroso agente del KGB. Pero, si tenía que verle, se alegraba de que fuera esta noche y no ya por la tarde. La tarde la había necesitado para decidir qué postura iba a adoptar, para establecer qué actitud iba a seguir con él. Estaba a punto de adoptar una decisión, pero aún no la había madurado del todo.
Le quedaban diez minutos para decidirse.
Se dirigió al salón, se preparó un coñac con agua y revisó de nuevo el tema de su discusión interior.
Examinaría todas las facetas, mejor dicho, las dos facetas del asunto, y llegaría a una decisión final.
Sentada en un brazo del sofá, tomando el coñac, reflexionó acerca de la cuestión principal, tanto para el KGB como para ella, es decir, acerca de la pregunta que precisaba de una respuesta. Puesto que Andrew, su marido, se iba a acostar y a hacer el amor con una impostora mañana por la noche, ¿cómo iba la impostora a poder actuar y comportarse sin correr el peligro de ser descubierta?
Antes de que Billie pudiera pensar en la respuesta, una imagen la distrajo. La imagen de su marido Andrew, desnudo mañana por la noche, tendido al lado de otra mujer, también desnuda, acostándose con una doble suya: la imagen le resultó demasiado perturbadora para poder seguir contemplándola. Haciendo un esfuerzo, trató de borrarla de sus pensamientos. Al fin y al cabo, Andrew desconocía el engaño de que había sido objeto y no se daba cuenta de lo que estaba haciendo. Todo podía considerarse un simple ejercicio de acrobacia sin la menor significación. Lo más importante en aquellos fugaces minutos era su propio papel y su propia supervivencia.
Evidentemente, los soviéticos estaban desesperados.
Tenían que averiguar cuanto antes cómo debería comportarse la impostora con Andrew al día siguiente.
Si la impostora actuaba obedeciendo a su instinto y tal como Andrew esperaba, se ganaría la gratitud y la confianza de éste. Y conseguiría sin duda conocer el gran secreto que andaba buscando. Billie sabía que Andrew, cuando estaba relajado y sexualmente satisfecho, comentaba casi siempre con ella sus inquietudes presidenciales. Sintiéndose más íntimamente unido a su compañera, le revelaría a ésta sus preocupaciones en relación con la cumbre. Al día siguiente, la impostora transmitiría la información a sus superiores soviéticos y éstos, a su vez, podrían alzarse con el triunfo en la cumbre.
Por otra parte, cabía igualmente la posibilidad —la única posibilidad que los soviéticos temían— de que la impostora equivocara el comportamiento en la cama. En caso de que ello ocurriera, Andrew comprendería inmediatamente que aquella Billie no era su Billie.
Andrew era una criatura rutinaria, tanto en la cama como fuera de ella, y percibía inmediatamente los cambios. Si algo estaba fuera de lugar, si alguien reaccionaba en forma inesperada, ello le inducía siempre a asombrarse y a indagar. Una esposa que se comportara sexualmente de manera insólita despertaría con toda seguridad sus sospechas. Ello tal vez condujera al descubrimiento de la maquinación del KGB.
Los soviéticos tenían por tanto un cincuenta por ciento de posibilidades de que su impostora acertara en su comportamiento. La intuición le decía que, habiendo llegado tan lejos, los soviéticos no se lo iban a jugar todo a un riesgo del cincuenta por ciento. La impostora debería estar preparada. Los soviéticos necesitaban que las probabilidades estuvieran cien por cien a su favor.
¿Y qué papel desempeñaba ella, la verdadera Billie Bradford, en todo aquello?
Sólo ella poseía toda la información que necesitaban.
Y lo que necesitaban tenían que conseguirlo esta noche para poder utilizarlo mañana. ¿Cómo iban a intentar obtener de ella semejante información? Era posible que, en lugar de Razin, el KGB enviara esta noche a alguno de sus matones a torturarla con el fin de arrancarle la verdad. Pero dudaba que ocurriera tal cosa. Podían enviar también a algún desconocido que la violara.
También lo dudaba ya que ello sólo les proporcionaría una imagen deformada de su comportamiento. O, en último extremo, ¿enviarían tal vez a Razin para que cumpliera su misión, jugando con su temor y su soledad para seducirla tal como había estado a punto de hacer ayer? Esto era probablemente lo que iba a ocurrir.
Suponiendo que la misión de Razin consistiera en seducirla, ¿cómo debería ella reaccionar? ¿Resistir o sucumbir? ¿Cuál sería la mejor opción en su lucha por la supervivencia? El dilema aparecía equilibrado en su mente, contestado, pero sin contestar desde la noche anterior. Ahora que sólo le quedaban unos minutos, tenía que elegir. No podía seguir manteniendo una postura ambigua.
Resistir. Si se negaba a acostarse con Razin, si le rechazaba, el KGB jamás averiguaría la verdad.
Tendrían que ordenarle a Razin o cualquier otro que la violara fríamente o tendrían simplemente que torturarla. En cualquiera de los dos casos experimentaría miedo y padecería dolor, pero tendría la satisfacción de saber que ellos seguían sin conocer la verdad.
Sucumbir. Emergería intacta, pero no mentalmente.
Era el camino más rápido hacia la supervivencia, pero ellos tendrían un conocimiento aproximado de su conducta en la cama, dispondrían de información para la impostora y podrían alcanzar la victoria. Sin embargo, se le ocurrió pensar que ello no tenía por qué ser inevitablemente así. Su sumisión a ellos podía conducirles también a una terrible derrota.
Sí, era posible hacer lo que ellos deseaban y, al mismo tiempo, convertir su victoria en derrota, aumentando sus propias probabilidades de supervivencia. Comprendía que, en la sumisión, se le ofrecía otra opción. Si se acostaba con Razin, sería un acto voluntario en el que controlaría totalmente la situación. Podría controlar las averiguaciones de Razin e inducirle a error, observando una conducta contraria a su normal comportamiento en la cama. Podría inducir a Razin a error para que éste, a su vez, indujera a error a la segunda dama, la cual despertaría de este modo los recelos de Andrew.
Ya estaba. Muy sencillo. Una oportunidad de ayudarse a sí misma y de ayudar a su marido. Pero no tan sencillo. Había una cosa que lo empañaba todo. El hecho de permitir que otro hombre la penetrara, abusara de ella y la humillara. Ni una sola vez en su matrimonio le había sido infiel a Andrew o había soñado con acostarse con otro. Sólo dos veces, con anterioridad a su matrimonio, había mantenido unas breves e inmaduras relaciones con hombres. Hacer el amor por cálculo con un bárbaro desconocido no formaba parte de su naturaleza. Y lo más grave era que el hombre que estaba a punto de llegar, un enemigo al que se había encomendado una misión destructora, era un sujeto al que despreciaba. Era un enemigo de su mente. Era un enemigo de su cuerpo. Era un enemigo de su esposo, de su país, de todos los ideales que ella apreciaba. Y, sin embargo, de la misma manera que había superado su enojo ante la imagen de su marido acostado mañana con otra mujer, comprendiendo que él iba a ser víctima de un engaño y que el acto no iba a ser más que un mero ejercicio, pudo comprender ahora que la violación de su cuerpo por parte de Razin podía reducirse también a un mero ejercicio físico. Un acto sexual sin amor no violaba ni el cuerpo ni el espíritu. Lo más importante era que aquel acto le proporcionara un medio de llegar hasta su marido. A través de la utilización de la impostora, Razin iba a ser el único conducto por medio del cual podría enviarle a Andrew un mensaje, una señal de alerta y una advertencia.
¿Qué hacer? ¿Resistir o someterse?
Enfrascada en sus pensamientos, se acercó al mueble bar, se preparó un segundo coñac con agua y se dirigió al dormitorio, bebiendo lentamente. Pero cuando llegó a los pies de la cama, ya lo había decidido. Sabía lo que tenía que hacer.
A partir de aquel momento, cesó de pensar en el dilema. Había adoptado una decisión y lo único que tenía que hacer era actuar en consecuencia. Echando una mirada al reloj, empezó a quitarse la ropa, prenda a prenda, hasta quedar totalmente desnuda. Descalza, se dirigió al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha, regulándolo a templado, y se colocó bajo la misma, dejando que las agujas de agua le estimularan la piel. Se enjabonó concienzudamente, eliminó con agua la espuma, cerró el grifo y salió, pisando la suave alfombra color de rosa. Se observó en el espejo mientras se secaba, los altos senos, el liso abdomen, el suave triángulo del vello del pubis, las generosas caderas, los bien torneados muslos. No estaba mal, no estaba nada mal. Una vez seca, fue en busca del perfume y se puso detrás de las orejas, entre los pechos y en el vello del pubis. Mientras lo hacía, pensó en la protección, en algún medio anticonceptivo. Se inquietó y entonces recordó su neceser de viaje, el que siempre tenía a punto, incluso cuando no viajaba, para estar segura de no olvidar nada. Cuando ella y Andrew decidieron tener un hijo, había guardado el diafragma en el neceser con vistas a posibles necesidades futuras. ¿Estaría todavía allí? Buscó el neceser y, para su asombro, allí estaba, su neceser o uno exactamente igual. El KGB no había olvidado nada, había reproducido todos los efectos que ella se había llevado a Moscú (probablemente para que su regreso fuera impecable cuando se produjera el cambio, si es que se producía).
Volvió el neceser del revés, esparciendo su contenido al lado del lavabo. Al parecer, todo lo que contenía su neceser original estaba también aquí. Era más que asombroso. Era aterrador. Se negó a hacer conjeturas acerca del procedimiento que habrían utilizado los soviéticos. Apartó aquellos pensamientos de su imaginación. Una preocupación más inmediata exigía en estos momentos prioridad. Clasificando los distintos artículos de tocador, encontró su querido y antiguo diafragma (o su querido y nuevo diafragma), junto con un tubo de espermaticida. Preparó con alivio el diafragma y se lo introdujo en la vagina.
Examinó los camisones que guardaba en un cajón, seleccionó uno de color blanco muy vaporoso que apenas le llegaba a las rodillas y se lo puso. Se dirigió al armario en busca del salto de cama de encaje que no había lucido desde que se había iniciado su cautiverio y se lo puso. Apagó el interruptor de la lámpara del techo, apagó una lámpara de pie y dejó encendidas tan sólo las dos lámparas de ambos lados de la cama.
La cama de matrimonio.
Echó la colcha hacia atrás, la dobló y la apartó a un lado. Pensó en la fina manta, tiró de ella para soltarla y la dejó a los pies de la cama. Ahuecó la almohada.
Satisfecha de su trabajo, tomó de nuevo la copa y apuró su contenido. Se disponía a regresar al bar del salón para volverse a llenar la copa cuando vio aparecer a Razin en el dintel del dormitorio. Esta noche le parecía más alto y musculoso de lo que ella recordaba. Lucía una chaqueta deportiva marrón, una camisa con el cuello desabrochado y unos pantalones de color beige. Billie contempló su liso cabello negro, sus pobladas cejas, su prominente nariz y sus gruesos labios. Tenía los hombros anchos y la cintura estrecha. Jamás le había inspeccionado con tanto detenimiento.
La realidad de su persona, sumada a su reciente decisión, le produjo un momento de pánico. Hubiera deseado revocar su decisión, pero sabía que no debía.
Necesitaba ayuda. Otro trago.
—Hola, Alex —dijo—. Estaba esperando que viniera.
—No me hubiera perdido la oportunidad de gozar de su compañía —dijo él, quitándose la chaqueta y arrojándola sobre un sillón, a su espalda.
—Tenga —le dijo ella, entregándole la copa vacía.
Me apetece otro coñac con agua. No exagere con el agua.
—La acompañaré —dijo él, tomando la copa y dirigiéndose al salón.
—Oiga, Alex —le dijo ella desde el dormitorio—, ponga un poco de música… lo suficientemente alta como para que yo la oiga.
Mientras la música empezaba a sonar con estruendo, Billie inspeccionó el dormitorio por última vez y después se acercó a la mecedora. Se tendió en la misma y dejó que se abriera el salto de cama y dejara al descubierto su breve camisón y parte de la carne de un muslo.
Trató de no imaginarle desnudo. Tenía que pensar tan sólo en su motivación y en el resultado.
Él regresó al dormitorio con las dos copas. Se detuvo a mirarla.
—Muy atractiva —dijo—. Es usted una mujer auténticamente hermosa, Billie.
—Es todo un cumplido por su parte, Alex.
—Demasiado modesto —dijo él, entregándole la más oscura de las dos copas.
—Por usted —dijo ella, levantando la copa—, por ser un hombre tan maravilloso y por haberme salvado la vida.
—Por usted —dijo él, rozándole la copa con la suya—, por haber enriquecido mi vida. Yo… yo siento que haya tenido que ocurrir de esta manera.
Razin se sentó en el suelo, a sus pies.
—Aunque haya tenido que ocurrir de esta manera —dijo ella—, la vida no tiene por qué detenerse, ¿verdad?
—No, desde luego.
—Por consiguiente, vivamos un poco. Beba —Billie notó el fuerte coñac bajándole por la garganta, difundiéndose por detrás de sus pechos, calentándola y aturdiéndola ligeramente. Le miró mientras bebía.
Parecía sorprendentemente joven. Ingirió otro buen trago de coñac y mantuvo la copa pegada a los labios hasta apurar su contenido. Después lo posó.
—¿Cómo está? —le preguntó él, mirándola a los ojos.
—Muy bien, mejor que nunca —contestó ella—. Y usted, ¿cómo está?
—¿De veras quiere saberlo? —preguntó él, terminándose el trago.
—Pues claro que sí.
—Estoy locamente enamorado de usted, Billie —dijo él, apoyando una mano sobre su muslo desnudo.
Daría cualquier cosa por tenerla.
—Yo también he pensado en ello —dijo Billie, tomándole la mano—. Comprendo que ayer fui una estúpida. Yo también le quiero. Mucho. No perdamos más el tiempo.
Experimentó casi una oleada de alivio. Ya se había comprometido.
Él se levantó rápidamente, asiéndole la mano con fuerza, y la ayudó a levantarse de la meridiana. Trató de abrazarla, pero ella se escabulló.
—No quiero ropa entre nosotros —dijo ella jadeando—. No quiero nada entre nosotros. Quiero que estemos juntos en la cama.
Acercándose a la cama, se desprendió de la bata y la dejó caer al suelo. A punto de hacer lo mismo con el corto camisón blanco, se detuvo y dio lentamente media vuelta para esperarle. Él se quitó la camisa, quedando al descubierto su velloso tórax de abultados músculos. Ya se había quitado los zapatos y los calcetines. Se había desabrochado el cinturón. Cayeron los pantalones y él los apartó. Lucía unos ajustados calzoncillos blancos. Se inclinó para quitárselos y, al erguirse de nuevo, su miembro ya libre empezó a ponerse en erección, apuntando hacia ella. Billie trató de evitar mirarlo, pero no lo consiguió. Le dio una profunda repugnancia pensar que pronto estaría dentro de ella. El horrible apéndice se estaba acercando a ella.
Ella dio media vuelta y se quedó de espaldas, levantando los brazos.
—Alex, ayúdeme a quitarme eso.
Las manos de Alex tomaron el dobladillo del camisón, lo levantaron en rápido movimiento por encima de la melena rubia de Billie y ésta vio volar la prenda. Los vellosos brazos de Alex pasaron por debajo de sus axilas y sus grandes manos le cubrieron los pechos. Lo sintió como una ardiente barra, comprimiéndole las suaves nalgas. «Que el cielo me ayude», pensó, sintiéndose momentáneamente presa del pánico y las náuseas.
Él le soltó los pechos. Sus brazos la levantaron del suelo, la transportaron a través de la habitación y la depositaron en la cama.
Los ojos de Razin estaban clavados en su desnudez.
Ella hubiera deseado cubrirse la vagina, el ombligo, los pezones, hubiera deseado ocultar su desnudez, hubiera deseado empezar de nuevo con la ropa puesta y rehusar desnudarse, pero ya era demasiado tarde. Trató de apartar los ojos de él, decidida a conservar el control y a recordar lo que se había propuesto, la finalidad de aquella humillación que ella iba a cambiar por su libertad.
Durante unos fugaces momentos, acogió a Andrew en su mente, un reposado y cariñoso amante, besándole dulcemente los pechos, acariciándole suavemente el cuerpo, frotándole ligeramente el clítoris, elevándose delicadamente por encima de ella para introducirse entre sus piernas separadas. Con los labios sobre sus labios mientras ella le sostenía afectuosamente la cabeza con ambas manos. Su tronco descendiendo entre sus muslos, su erección buscando la cálida abertura y deslizándose en su interior, sus regulares y mesuradas acometidas mientras sus propias caderas se elevaban para seguir el ritmo. Ningún otro movimiento, con la excepción de aquellas acometidas. Y después, cada vez más rápido hasta que experimentaba el orgasmo, lanzando un jadeo. No se pronunciaba ninguna palabra.
Ella lo atraía hacia abajo y a su lado y él le acariciaba el clítoris y, a los pocos minutos, ella experimentaba un estremecimiento y lanzaba un suspiro. Después ambos permanecían tendidos boca arriba en silencio, recuperándose, él le ofrecía un cigarrillo y tomaba otro para sí y, poco a poco, empezaba a hablar, preguntándole qué tal jornada había tenido, hablándole de su propia jornada, contándole chismes de despacho, hablándole de las reuniones con el gabinete, de otras reuniones, de sus frustraciones, esperanzas y secretos.
Al final, tras haberse terminado de fumar los cigarrillos, se sumían en el sueño.
Todo muy civilizado, cómodo y afectuoso.
Cómo le hubiera apetecido esta noche.
Advirtió que el colchón se hundía a su lado y percibió la realidad de una mole de carne, y entonces su recuerdo se esfumó. Abrió a regañadientes los ojos para mirar a aquel desconocido. El corazón le estaba latiendo apresuradamente. Había llegado el momento de empezar.
Empezar, ¿qué? Empezar, ¿cómo?
Su lastimosa inexperiencia se apoderó de ella. Hizo acopio de todos los conocimientos de segunda mano de que disponía —películas que había visto, libros que había leído, historias que le habían contado—, tratando enfurecidamente de comportarse como una mujer que Andrew jamás hubiera visto.
Arqueó la parte superior de su cuerpo desnudo hacia él, echando los hombros hacia atrás y acercando al rostro de Razin sus firmes pechos redondos con los grandes pezones rosados todavía fláccidos, provocadoramente ardiente y llena de deseo. La reacción de Razin fue instantánea. Sus manos le apresaron los pechos por debajo, su boca besó y succionó el primer pezón hasta endurecerlo y después hizo lo mismo con el otro. Ella gimió cada vez con más fuerza y pudo advertir su excitación mientras doblaba las rodillas. La boca de Razin la abandonó y éste empezó a apartarse para desplazarse hacia sus rodillas. Sabía adónde estaba yendo. Todavía no, se dijo a sí misma, todavía no.
Le asió por los hombros, clavándole las uñas y tiró con fuerza, tratando de atraerle de nuevo hacia sí.
—No, no lo hagas… ¡espera, Alex, espera! —gritó—. Me gusta hacer primero lo otro. Me encanta. Lo quiero —extendió la mano hacia el hinchado miembro, tratando de rodearlo con los dedos mientras se escabullía de debajo suyo y empujaba contra la almohada para elevarse. Abrió la boca y la acercó al miembro.
Aquello iba a ser lo peor, lo que había sopesado y temido. La felación le era desconocida, se trataba de algo que jamás había hecho. Había besado a Andrew allí varias veces, pero a él no le gustaba. Por eso tenía que hacerlo ahora, para transmitirle a la impostora su afición a aquel acto. Sin embargo, la idea de meterse en la boca un apéndice masculino la repugnaba, y tanto más el de un desconocido. Sí, le parecía un acto sucio y humillante. Tal vez con alguien a quien se amara no lo fuera. Pero con aquel cochino hijo de puta… tenía que hacerlo, era absolutamente necesario.
Cerró los ojos, abrió la boca y comenzó a cumplir con esa última y fatal simulación a que se había obligado. A medida que pasaban los minutos —minutos que se le hacían horas, años, siglos— se iba sintiendo peor y tuvo que esforzarse para reprimir un deseo de vomitar que le bañaba la frente de sudor. Pero pensó en Andrew y en la vital importancia que revestía su actuación, y se aplicó con renovados impulsos.
Inventaba sobre la marcha y dejándose guiar por una suerte de instinto ciego, movió los labios plegándose a un ritmo que era, sin duda, el acertado, ya que Razin comenzó a moverse —primero suavemente, luego con creciente velocidad—, mientras le introducía las manos en el pelo y le acariciaba la cabeza con movimientos cada vez más crispados. Su boca siguió obediente.
Él estaba musitando unas palabras en ruso y diciendo algo en inglés que sonaba como «Bueno, muy bueno». Ahora le había colocado la mano en la nuca y le estaba moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás.
Ella le asió las manos, apartó la boca, atragantándose y tosiendo y le dijo:
—Ahora, Alex, ahora, por favor —se estaba esforzando por colocar el cuerpo debajo del de Razin, separando las piernas todo lo que podía y suplicándole:
Vamos, entra… Déjalo que entre, querido. Oh, me encanta. Hazlo, amor mío, hazlo… bien…
Estaba acercándose cada vez más a la culminación y seguía atrayéndolo hacia el interior de sus muslos.
Estaba deseando terminar de una vez. Dentro de unos minutos, todo habría terminado. Pero tenía que seguir actuando, interpretar la comedia a la perfección.
De pronto, Razin, obedeciendo a sus ruegos y al movimiento ondulante de su cuerpo, entró profundamente en ella. Billie se sintió desfallecer bajo su peso y más aún bajo el peso de las imágenes de Andrew que comenzaron a bailar en su cabeza. No era posible lo que le estaba ocurriendo, que un extraño hubiera penetrado así en su cuerpo y que éste se plegara a los gestos del amor más allá de la repugnancia y el miedo que experimentaba.
Trató de que ese súbito relámpago de lucidez no empañara su actuación y dejó que su cuerpo siguiera el ritmo cada vez más agitado del cuerpo de Razin. Él se movía como si estuviera conectado a un martinete de alta velocidad, y su violencia feroz empezó a contagiarla.
Trató de asirle los brazos mientras su cuerpo temblaba y sus dientes castañeteaban y su cabeza empezaba a golpear contra la cabecera de la cama. Intentó abrir brevemente los párpados y observó que el oscuro rostro que se cernía sobre ella la estaba contemplando, estaba contemplando su expresión y sus gestos, como si estuviera tomando nota de su comportamiento. Santo cielo, casi lo había olvidado. Él lo estaba haciendo para informar a otra persona. Casi había olvidado su proyecto, su programa. Tenía que actuar para él de otra manera, darle a entender que su comportamiento era de carácter agresivo. Tenía que lograr que aquello fuera del todo inolvidable para él de tal modo que lo tuviera presente a la hora de hacer su informe. Trató de recuperar el resuello.
—Alex, Alex… santo cielo, me estás destrozando.
Al principio, él no contestó. Siguió con sus acometidas como si fuera incapaz de reparar en otra cosa.
—¿Demasiado fuerte? —preguntó él entre jadeos.
¿Quieres que vaya más despacio?
—¡No, maldita sea, más fuerte todavía! —exclamó ella, clavándole las uñas en los brazos—. Me encanta. Te quiero. No te aflojes. ¡Dámelo con más fuerza!
Con un doloroso esfuerzo, levantó las piernas al aire, las dobló alrededor de sus hombros y cruzó los tobillos sobre su nuca.
Ello le provocó a Razin una especie de frenesí, que lo llevó a multiplicar —si era posible— la violencia y el ardor de sus movimientos. Billie, aterrada, tuvo la impresión de que la estaba partiendo en dos y lo agarró con fuerza antes de que su cerebro se desintegrara.
Luchó por conservar el juicio, tratando de recordar y recuperar su plan. Su plan, su plan. Engañarle, tratar por todos lo medios de poner en práctica todo aquello acerca de lo cual había leído o bien le habían hablado.
Empezó inmediatamente a agitarse y a brincar, a montar a aquel salvaje semental, subiendo y bajando con él, clavándole las uñas en el pecho, gritando unas palabrotas que jamás había utilizado con anterioridad.
Captó fugazmente la bárbara sonrisa que se había dibujado en su rostro y entonces le desgarró la carne gritando sin cesar mientras él la empalaba contra la cabecera de la cama y seguía empujando como un loco.
Contó los segundos, los minutos, esperando a que él alcanzara el orgasmo, pero no ocurrió tal cosa. Renovó sus ejercicios, pero los muslos, las nalgas y las piernas no le respondían. Pese a ello, siguió tratando de hacerle experimentar el orgasmo, moviendo el trasero, comprimiendo los muslos, gritando y gritando, pero él seguía empujando sin alcanzar la culminación.
Entonces notó algo extraño en su interior, algo que jamás había notado con un hombre en su interior, una especie como de fuerza explosiva creciéndole dentro poco a poco, una sensación no buscada, inesperada, desconocida, el deseo de que su cuerpo estallara y reventara. Advirtió que empezaba a ahogarse en una corriente de agua, con el géiser de su vagina a punto de elevarse a dos kilómetros de altura. Entonces lo comprendió, lo comprendió con toda seguridad. Estaba perdiendo el control, estaba a punto de experimentar una liberación total. Hubiera deseado gritar porque no quería que ocurriera por primera vez en un acto sexual con aquel odioso palurdo. Y lo peor, lo más grave, era que ello iba a estropear su plan. No podría organizar sus movimientos en caso de que él se hiciera con el control y de que su cuerpo la traicionara ante aquel monstruo y se rindiera. Sus dedos se agarraron a la parte superior de la cabecera de la cama. Se mordió el labio y suplicó a sus destrozados sentidos que se recuperaran y no permitieran que su vagina se rindiera.
Trató de no seguir reaccionando. Giró la cabeza sobre la almohada, procurando apartar sus pensamientos de aquella soberbia cópula. Le fue imposible. Su derrumbamiento resultaba delicioso. Se encontraba a escasos segundos de la total liberación.
Otra actitud, otra actitud insólita y desconocida para Andrew, se suplicó a sí misma, para que Razin tuviera algo nuevo de que tomar nota e informar. ¿Podría conseguirlo antes de estallar? Bajando las piernas, extendió las manos hacia delante, a ambos lados de aquel cuerpo en perpetuo movimiento, las asentó sobre sus caderas y comenzó a acariciarle circularmente las nalgas y el vientre, los muslos y el pubis, mientras el sudor le nublaba los ojos y los brazos le temblaban.
No sabía exactamente qué había hecho, pero lo que fuera lo había hecho bien. Porque él empezó a bramar en ruso. Sus acometidas se acortaron y se hicieron cada vez más lentas para volver después a acelerarse. Chilló una vez, dos veces, fundiéndose en un largo grito mientras cesaban sus movimientos y se quedaba petrificado, chillando y rugiendo al tiempo que experimentaba un prolongado orgasmo.
Después, como a cámara lenta, Razin se vino abajo y cayó como un dirigible pinchado.
Fascinada, ella le vio rodar a su lado en la cama.
Estaba disfrutando de su triunfo. Había evitado experimentar un orgasmo. Había conservado el control.
Ahora tenía que ejercer una vez más el control en el transcurso del acto final de su comedia.
Conservó la calma. Él estaba descansando a su lado, jadeando todavía como un animal. Al cabo de unos minutos, su respiración empezó a normalizarse. Se incorporó y le dirigió una sonrisa.
—Ha sido bueno, Billie —le dijo.
—Muy bueno —dijo ella en voz baja—. Pero, Alex, aún hay más. Estoy aquí. Por favor, termínamelo.
—¿Qué lo termine?
—Estoy casi a punto. Quiero experimentar el orgasmo. Por favor…
—¿Qué quieres que haga? —preguntó él con incertidumbre.
Ella dobló las rodillas y separó las piernas. Extendió las manos hacia su nuca y le empujó la cabeza hacia su pubis.
—Bésame entre las piernas. Enseguida experimentaré el orgasmo.
—Ah, ¿conque es eso? —dijo él—. ¿Te gusta eso?
—Siempre, siempre…
Él se movió a su alrededor, inclinó la cabeza entre sus piernas, y comenzó a besarla con una suavidad y una destreza que la hicieron estremecerse en una especie de descarga eléctrica.
Jamás le habían hecho semejante cosa y, para su asombro, le resultó maravilloso. Sintiendo las caricias cada vez más apremiantes, su cuerpo comenzó a responder y levantó las nalgas y empezó a mover los muslos mientras trataba de reprimir un gemido.
Resultaba angustioso tratar de contenerse… pero ¿por qué se contenía? ¿Para no darle a él ninguna satisfacción y ninguna sensación de dominio?… Al diablo con ello. Permitió que un prolongado gemido se escapara de su garganta, arqueó la espalda, curvó los dedos de los pies, levantó y volvió a bajar el trasero, emitió un grito gutural y se disolvió en un orgasmo total.
Él se incorporó complacido.
Tratando de encontrar las palabras, Billie fue a hablar, pero no pudo y entonces asintió en silencio con la cabeza para darle a entender su gratitud.
—Gracias, Alex —dijo al final—. Ha sido maravilloso.
Ahora apaga esta música y déjame dormir.
Se volvió de lado, hundió la cabeza en la almohada y apretó con fuerza los párpados. Le oyó levantarse de la cama, ir al cuarto de baño y volver. Fingió estar dormida mientras él se vestía, tarareando suavemente una canción.
Al cabo de un rato, Razin se marchó sin decir nada.
En cuanto oyó que se abría y cerraba la puerta exterior, Billie trató de levantarse. Consiguió abandonar la cama no sin cierta dificultad. Le dolían todos los músculos del cuerpo. Se dirigió a trompicones al cuarto de baño y se enjabonó y se lavó. De vuelta en el dormitorio, apagó las lámparas, hizo caso omiso de la píldora para dormir y se acostó. La cama conservaba todavía el calor de sus cuerpos y se aspiraba en el aire el almizcleño olor de la cópula.
Por su imaginación cruzaban eróticos fragmentos de lo que había ocurrido.
La primera dama de los Estados Unidos. Qué barbaridad. Si alguien de casa lo supiera alguna vez.
Se sintió invadida por la vergüenza a causa de lo que había hecho. La hacía sentirse sucia. Y lo peor era que experimentaba remordimiento por haber disfrutado en parte. No obstante, su vergüenza y su remordimiento se atenuaron al recordar que se había entregado a aquel sacrificio para advertir a su modo, para salvarle y para salvarse ella misma.
Razin, el muy hijo de puta. Todos los de aquí eran unos hijos de puta. Les había dado su merecido.
Sonrió para sus adentros en la oscuridad. Se imaginaba a la intrusa, a su doble, a la impostora mañana por la noche con su marido. Ya podía ver al pobre Andrew asaltado por una mansa y pasiva esposa enloquecida: felación, arañazos, palabrotas, piernas alrededor de sus hombros, todos los trucos de una casa de putas y, al final, la invitación a que le besara el sexo.
Iba a ser la noche más revuelta y sorprendente de toda la vida de Andrew. Ya se lo imaginaba preguntándose quién era aquella extraña mujer enloquecida como un gato montés que, con toda certeza, no era su Billie, la esposa que conocía desde hacía siete años.
Conociéndole, sabía que él no iba a darse por satisfecho sin más. Averiguaría la verdad.
Por muy actriz que fuera la otra mujer, sólo ella, la verdadera Billie Bradford, era consciente de haber interpretado el mejor papel de todo el siglo.
El juego de aquellos hijos de puta estaba a punto de tocar a su fin. En cuanto a ella, la liberación estaba muy cerca.
Conseguiría conciliar fácilmente el sueño.
Una hora más tarde, en su despacho del KGB, ubicado en el tranquilo edificio de la policía, Alex Razin tomó un bloc y una pluma y trató de concentrarse de nuevo en su trabajo.
No era fácil. Su mente no quería apartarse de la cama de Billie Bradford. Perduraba todavía el placer de aquel maravilloso encuentro sexual. Experimentaba una agradable sensación. Le parecía que había vuelto a gozar de Vera. Sabía en su corazón y en sus ingles que ello no era enteramente cierto. Aunque las comparaciones entre las mujeres fueran odiosas y aunque Vera jamás hubiera dejado de proporcionarle placer, esta Billie Bradford había sido mucho mejor, la mejor hembra con quien jamás se hubiera acostado en su vida. Una tipa fantástica, una mujer agresiva y sin la menor inhibición. Se sorprendía de que el presidente de los Estados Unidos no estuviera todavía para el arrastre.
Lo cual le hizo recordar que se había acostado verdaderamente con la esposa del presidente estadounidense. Éste era el plan y la esperanza que habían albergado, pero el hecho de que hubiera ocurrido realmente le tenía casi abrumado. Le parecía doblemente sorprendente que lo que él había considerado una misión política se hubiera convertido en el punto culminante de toda su vida sexual.
Se preguntó si Billie sería sexualmente insaciable y volvería a querer hacerlo. Suponía que no. Una vez lo podría disculpar como un antídoto de su soledad y como una muestra de gratitud por su amabilidad, pero dos veces no lo podría justificar. Eso no podía hacerlo Billie Bradford, que era la primera dama de los Estados Unidos y tal vez del mundo. Se hizo a sí mismo la promesa de que no la atosigaría.
Además, ahora que había cumplido su misión, Vera regresaría a su lado. Contempló la hoja en blanco del bloc. Muy pronto la iba a llenar con instrucciones explícitas a las que Vera pudiera atenerse cuando esta noche se acostara con el presidente. Una vez Vera hubiera satisfecho al presidente, lo más probable era que éste le hablara de su trabajo y de sus planes secretos. Y, una vez Vera le hubiera transmitido la información a Kirechenko, su misión habría terminado. Sería cambiada discretamente y enviada a Moscú y Billie Bradford sería enviada a Londres.
La idea de volver a tener a Vera en sus brazos hizo que sus pensamientos se centraran en ésta.
En estos momentos, Vera estaría aterrada. El presidente había modificado el horario de su esposa. Ambos reanudarían las relaciones sexuales esta noche en lugar de mañana por la noche. Y Vera no estaba preparada. Qué alivio experimentaría cuando recibiera su mensaje descifrado con la descripción explícita de lo que el presidente iba a esperar de ella. El hecho de que Vera tuviera que hacer muy pronto el amor con el presidente le provocó a Razin una punzada de celos.
Vera le iba a proporcionar a Andrew Bradford una noche maravillosa. La idea de su hermosa Vera, de la mujer que se iba a convertir en su esposa, haciendo el amor con otro hombre y dando placer a otro hombre, arrojó una sombra sobre su propia hazaña de aquella noche. Sin embargo, era necesario ser razonable. La infidelidad de Vera, al igual que la suya propia era falsa y mecánica, era una acción llevada a cabo en cumplimiento del deber. Tenía que ser objetivo. Si su mensaje llegaba hasta Vera, si ésta conseguía engañar al presidente, era posible que la Unión Soviética se alzara con el triunfo en la cumbre.
Razin se percató súbitamente de que se estaba haciendo tarde, de que el tiempo estaba pasando y Vera debía estar angustiosamente a la espera de sus noticias.
Tomó la pluma negra para reconstruir su noche con Billie. Acercó un poco más la silla al escritorio y notó que tenía las piernas muy cansadas. En realidad, todo su cuerpo estaba saciado y conservaba el calor de aquellas prolongadas relaciones amorosas. Pensó que tenía que conservar la serenidad para no olvidar ningún detalle de la fantástica actuación de Billie.
En realidad, dijo para sus adentros, los detalles pormenorizados carecían de importancia. Lo importante era la diversidad de la actuación y su actitud general en relación con un amante y con lo que de éste esperaba. La actitud general de Billie había sido la de una mujer sin inhibiciones y sexualmente agresiva, deseosa de realizar toda clase de variaciones del acto sexual.
El análisis le pareció correcto. Al fin y al cabo, él disponía de pruebas de primera mano. Y, sin embargo, algo le inquietaba. La Billie Bradford que había visto esta noche en la cama estaba en contradicción con la Billie Bradford que había conocido diariamente en el transcurso de toda la semana. La suave Billie que había conocido con anterioridad a esta noche, con su mata de cabello rubio, con su sereno y joven rostro y sus amables modales no era la clase de mujer que había conocido en la cama hacía menos de dos horas. A juzgar por su estilo y su comportamiento general fuera de la cama, hubiera podido esperar cualquier cosa menos una desenfrenada ninfómana. A decir verdad, la había imaginado cariñosa y simpática, pero relativamente pasiva y con un comportamiento enteramente recto. Tal vez se abandonara hasta cierto punto, pero sin desmelenarse por completo. Pero habérsela metido en la boca para empezar, haberle arañado, haber gritado palabrotas, haberle agarrado los testículos y haber insistido en que él le aplicara la boca, eso había sido totalmente inesperado e increíble.
Razin soltó la pluma y se reclinó en la silla para pensar. Tal vez fuera increíble.
A pesar de la necesidad de apresurarse, comprendió que era mejor que se apresurara despacio. Había demasiadas cosas en juego como para que él cometiera un error. El mensaje que enviara a Londres podía decidir el resultado de la cumbre… así como el destino de Vera. Tendría que examinar con una actitud más crítica el comportamiento de su reciente compañera de cama.
¿Habría sido el comportamiento de Billie Bradford durante el acto sexual con él su sincero comportamiento habitual? ¿O habría sido tal vez una actuación encaminada a inducirle a error de tal manera que él enviara a su doble una información errónea? Recordó haber leído en cierta ocasión una novela corta estadounidense: «¿La dama o el tigre?». El héroe, un apuesto joven, había cometido el delito de atreverse a amar a la hija de su rey. Tras ordenársele que compareciera en público para ser juzgado, el héroe se enfrentaba con dos puertas y un dilema. Si abría una puerta, emergería una hermosa dama a la que podría poseer. Si abría la otra, aparecería un feroz tigre devorador de hombres. ¿Cuál de las puertas abrir? Razin se enfrentaba ahora con un dilema parecido. La mujer que se había acostado con él, ¿habría sido un tigre? ¿O bien una dama? Cuando se pulsaba el botón de su sexualidad, ¿era realmente un gato montés, tal como eran algunas mujeres, o era precisamente todo lo contrario, un manso y obediente felino que esta noche se había limitado simplemente a ser un gato montés?
Se preguntó si ella se habría esforzado realmente por engañarle. Le había parecido una típica muchacha estadounidense, ingenua y sin complicaciones. Pero comprendía que podía ser algo más. Detrás de aquella fachada, podía haber una mente más tortuosa, astuta e intrigante. Pocas eran las bobaliconas que se convertían en primeras damas. La capacidad de utilizar a los demás, tanto en provecho propio como en el de sus compañeros, tal vez fuera la característica común de casi todas las primeras damas. Era muy posible que Billie fuera capaz de utilizarle hábilmente para destruir a Vera.
Razin vacilaba. Tenía que decidirse. No había margen para el error.
Presa de gran inquietud, se levantó y se dirigió a un despacho contiguo para examinar el expediente de Billie Bradford. Localizó la carpeta de cartulina que contenía información acerca de su vida sexual. Era una carpeta muy poco abultada.
Apoyado contra el archivador, hojeó los memorándum de la carpeta. Había los nombres de dos jóvenes con quienes había mantenido relaciones amorosas antes de conocer al senador Bradford. La información era esquemática y no contenía nada acerca de su comportamiento sexual con ellos. Estaban después las notas que él mismo había tomado en relación con los interrogatorios a que había sometido a Billie. Éstas indicaban, según las declaraciones de Billie, que su marido actuaba con gran variedad en la cama. De ser ello cierto, Billie hubiera tenido que colaborar en aquellos actos, lo cual confirmaría sin duda las experiencias del propio Razin con ella. Por otra parte, Isobel Raines, la amante ocasional del presidente, contradecía a la esposa. Isobel Raines había manifestado que el presidente era convencional en materia sexual. De ser ello cierto, lo más probable era que Billie tuviera que actuar de manera convencional con el presidente. Lo cual significaría que su comportamiento de esta noche había sido una farsa y una mentira. Dos informes completamente contradictorios. Razin cerró la carpeta y la volvió a guardar en el archivador.
Regresó tristemente a su escritorio. Comprendió que el tiempo estaba pasando y que tenía que adoptar rápidamente una decisión.
Un último repaso a la actividad de esta noche.
Posibilidad de que Billie se hubiera comportado con honradez esta noche. A Razin le había parecido evidente que ella deseaba mantener relaciones sexuales y que se había mostrado sincera al respecto. Le había pedido que se desnudara rápidamente y le había pedido que la ayudara a quitarse el camisón. Nada de todo ello parecía haber sido preparado de antemano. Ella había provocado y había acogido con complacencia los juegos preliminares y había reaccionado como todas las mujeres que él había conocido. Había insistido en la felación como parte de aquellos juegos preliminares que él no esperaba de ella tan sólo porque la había idealizado en exceso. En aquel momento, el vehemente deseo de Billie de ser poseída, teniendo en cuenta su excitación, había sido perfectamente normal. Ella le había guiado expertamente hacia su vulva. Y, una vez le había tenido en su interior, había reaccionado y colaborado tal como lo hubiera hecho cualquier amante experta. La humedad de su vagina no podía ser una simulación. Billie había actuado en la cama con menos inhibiciones y con más agresividad que cualquier mujer que Razin hubiera conocido, pero éste no había conocido en la cama más que a mujeres soviéticas y ella era estadounidense y las representantes de la nueva raza de estadounidenses eran famosas por su audacia en materia sexual. Todo lo demás —las piernas a su alrededor, los arañazos, las palabrotas, el hecho de haberle agarrado los testículos— no era en modo alguno insólito, teniendo en cuenta lo bien que él la había jodido y la había excitado y lo mucho que ella había disfrutado. El hecho de que no hubiera logrado provocarle un orgasmo durante el acto le había sorprendido, pero ahora, recordándolo, le parecía menos sorprendente. A pesar de su audacia, pocas estadounidenses alcanzaban el orgasmo durante el acto.
Como colofón, ella le había rogado que practicara el cunnilingus para que pudiera alcanzar el orgasmo. Él lo había hecho y el orgasmo que ella había experimentado había sido auténtico. Sí, había sido un buen compendio de delicias celestiales. Estaba seguro de que Vera podría imitar a la perfección su comportamiento. En suma, considerada en conjunto y desde su punto de vista como participante, la conducta de Billie había parecido natural, con una reacción auténticamente normal, sin el menor asomo de actitud sospechosa. Reviviéndola emocionalmente en su conjunto, la conducta de Billie Bradford resultaba digna de confianza.
Pero ¿se podía confiar en ella? Si se la examinaba más de cerca, no tanto desde un punto de vista emocional cuanto intelectual, y no en su conjunto sino detalle por detalle, ¿se podía confiar en ella?
Posibilidad de que Billie se hubiera comportado fraudulentamente esta noche. Se había observado cierto matiz estudiado en cada uno de los detalles desde el principio al final. La posibilidad de que hubiera actuado con fraudulencia se basaba en la premisa de que fuera una actriz tan consumada como Vera. Y, ¿por qué no?
En su calidad de primera dama en una Casa Blanca de cristal rodeada de cámaras, tenía que estar muy versada en las artes teatrales, de la misma manera que Jackie Kennedy había sabido desempeñar el papel de heroína cultural y Betty Ford había sabido desempeñar el papel de una mujer de sencilla sinceridad. Esta noche, Billie hubiera tenido que despertar sus sospechas de entrada.
Se había vestido —o desvestido— para interpretar el papel de seductora. El salto de cama abierto y el vaporoso camisón que jamás había lucido habían tenido el propósito de provocarle. Se había mostrado demasiado deseosa de acostarse con él. Si se examinaba bien su historial, se veía que no era una mujer fácil y que su pasado no había sido promiscuo. En el transcurso de los juegos preliminares, sus esfuerzos por practicar la felación habían sido toscos y propios de una aficionada, poniendo de manifiesto su absoluta inexperiencia. Casi todas las mujeres que lo hacían a menudo aguijoneaban la punta del miembro con la lengua, la besaban y la comprimían antes de chuparla. Billie, probablemente sin saber qué hacer, no había hecho otra cosa que metérselo torpemente en la boca. Tal vez éste fuera su estilo, tal vez lo hiciera de esta manera con el presidente.
Pero Razin lo dudaba, dudaba que jamás hubiera hecho semejante cosa con nadie. En cuanto a la cópula propiamente dicha, en ningún momento la había visto abandonarse por completo y disfrutar. Se había esforzado constantemente por hacerle creer y hacerle sentir que era una mujer salvaje y sin inhibiciones. Es posible que algunas mujeres se dedicaran a arañar y a desgarrar, pero, pensando en ello, Razin jamás había conocido personalmente a ninguna que lo hiciera como no fuera en broma. Billie había interpretado esta faceta de su actuación, con el acompañamiento de las insólitas palabrotas, como si ésta fuera su reacción habitual.
Probablemente, también con su marido. Razin lo dudaba. Algunas de aquellas cualidades latinas, junto con la vulgaridad del lenguaje, hubieran resultado evidentes de alguna manera en el transcurso de sus cotidianas reuniones. Jamás había observado la más leve insinuación en este sentido. En cuanto a la forma en que le había agarrado los testículos, Razin había advertido que lo había hecho con dificultad y torpeza y no podía imaginársela haciéndolo con el presidente.
Tampoco podía imaginársela obligando al presidente a aplicarle la boca. Tal vez la mano, pero nunca la boca.
En conjunto, se habían observado en toda la actuación demasiadas simulaciones de puntos sobresalientes, como si con ello se pretendiera llamar su atención sobre los mismos de manera que no olvidara comunicárselos a Vera. Sólo de una cosa podía estar seguro. Su orgasmo no había sido simulado. Había sido auténtico. Pero ¿y lo demás? Sospechoso.
Los dos argumentos, a favor o en contra de su sinceridad, habían sido expuestos. Ahora todo estaba visto para sentencia.
Razin cerró los ojos y trató de pensar. Volvió a abrir los ojos. Había adoptado una decisión.
Tomó rápidamente la pluma y empezó a escribir. Lo que escribió iba a ser la suspensión de la ejecución de Vera… o bien su condena a muerte. No vaciló y siguió escribiendo.