La música de la radio sonaba con más fuerza que nunca.
Billie Bradford se encontraba inmóvil en el centro del salón de su suite del Kremlin, aguardando el veredicto de Alex Razin, que se estaba desplazando en círculo a su alrededor para inspeccionar su atuendo.
Llevaba el largo cabello rubio recogido hacia atrás en un apretado moño para no llamar tanto la atención. Lucía una corta chaqueta marrón, una blusa beige a rayas, una falda marrón y unos cómodos zapatos sin tacón.
—¿Y bien? —preguntó nerviosamente al ver que Razin se detenía frente a ella.
—Estupendo —dijo él—. Parece una típica turista occidental, una de las más acaudaladas, pero eso no es insólito. Habrá muchísimas en la plaza Roja, fotografiando el mausoleo de Lenin y la catedral de san Basilio. No convendría que llamara demasiado la atención —se miró el reloj—. El cincuenta por ciento de las posibilidades de éxito en la huida dependerá de la elección del momento más oportuno.
—¿Y el otro cincuenta por ciento?
—De la suerte —contestó él.
—¿Y cree usted que podré conseguirlo? —preguntó Billie, frunciendo el ceño.
—Es muy probable que lo consiga. Volvamos a la elección del momento oportuno, el único factor que podemos controlar. Lo he calculado cuidadosamente.
Emergerá usted de este edificio y se dirigirá a la puerta Spassky. He calculado que invertirá usted diez minutos en llegar a la puerta y la salida. Tardará otros cinco minutos en cruzar la plaza Roja y pasar sin prisas frente a los almacenes GUM para dirigirse a las cantinas de voda de la calle 25 de Octubre. Allí se tomará usted un trago… —Razin se metió la mano en el bolsillo en busca de unas monedas y se las entregó a Billie—. Aquí tiene unos cuantos copecs para mayor seguridad. Espere allí una vez se haya terminado el trago hasta que aparezca un hombre con una maleta azul. Acérquese a él. La estará aguardando. Él la conducirá a la Embajada norteamericana. A partir de aquel momento, todo dependerá del embajador norteamericano.
—Parece todo tan fácil —dijo Billie.
—Tal vez lo sea. Tal vez no. Ya veremos —Razin volvió a consultar el reloj—. No disponemos de mucho tiempo si queremos atenernos al horario. Le explicaré el camino con la mayor sencillez posible y le mostraré un mapa que he dibujado. Disponemos de quince minutos para revisar la ruta de la huida. Después la dejaré sola durante diez minutos para que se la aprenda de memoria. A continuación, tendrá que ponerse en marcha sin demora.
—¿Dónde estoy exactamente? ¿Cómo empiezo?
Se encuentra usted en el edificio del Soviet Supremo, en una suite de despachos transformada en apartamento. Ahora sígame. Le indicaré por dónde tiene que empezar —la precedió a la cocina. A escasa distancia del fregadero, se detuvo y se arrodilló—. Aquí hay una trampa, sus perfiles se disimulan con el dibujo del linóleo. Pietrov la pasó por alto, si es que conocía su existencia… pero mire aquí, dos pequeñas muescas —apoyó los índices de ambas manos en las muescas y levantó parcialmente un cuadrado del pavimento—. Ya ve usted con qué facilidad se abre.
Observando atentamente todos sus movimientos, Billie asintió.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó.
—Hay unos peldaños —en realidad, es una escalera de madera— que la conducirán a una estancia subterránea, una estancia que se utilizó en 1785 para mantener frescos los alimentos. Las paredes son de piedra. Allá abajo hace muchísimo frío y está oscuro.
Deje esta trampa abierta para que penetre la luz de la cocina. Al otro lado de la estancia, encontrará otra escalera. Suba y saldrá a otra abertura. Había una segunda trampa, pero yo la he dejado abierta. Llegará a otra sala de almacenamiento a nivel del suelo, utilizada para guardar muebles. La luz penetra a través de dos ventanas. Sólo hay una puerta.
Acérquese a la misma y salga fuera. Al decir fuera, me refiero a la calle del Kremlin. Ahora será mejor que le indique el resto sobre el mapa.
Razin volvió a colocar la trampa en su sitio y acompañó de nuevo a Billie al salón, indicándole el sofá.
Se sentó a su lado y se sacó algo del bolsillo. Era un papel doblado que desplegó y aplanó sobre la mesita de tomar café, alisándolo.
Billie examinó el tosco mapa dibujado a lápiz. Sólo una parte del mismo, a la derecha, estaba ocupada por dibujos lineales.
—El Kremlin es un conjunto mastodóntico, tal como usted probablemente ya sabe —dijo Razin—. Tres murallas en forma de triángulo. El interior abarca 28 hectáreas. Para que no se confunda, he dibujado tan sólo la parte que a usted le interesa. Esta X indica el lugar en el que ahora se encuentra en el edificio del Soviet Supremo. La x minúscula le indica el lugar al que emergerá. En realidad, se encontrará usted en un pasillo, pero frente a usted verá una puerta por la que se sale al exterior. ¿Me estoy explicando con claridad hasta ahora?
—Con perfecta claridad.
—Siga este camino —dijo Razin, recorriendo con el dedo una línea de puntos—, a lo largo de este edificio, paralelo al muro de los arcos. Al llegar aquí, a su izquierda, verá la aguja de una torre rematada por una estrella roja. ¿Lo ve? Es la torre Spassky o la Spasskira, es decir, la puerta del Salvador. No habrá más que un guardia. Pase junto a él y siga hacia la plaza Roja. Es probable que no la mande detenerse. En caso de que lo haga, explíquele que formaba usted parte de un grupo que visitaba la Armería del palacio Oruzheinaya y que se ha extraviado y espera reunirse con los demás en los almacenes GUM. Es probable que el guardia no hable inglés. Indíquele los almacenes GUM. Lo más seguro es que la deje pasar. Casi todos ellos son unos muchachos amables. Y usted es una bonita turista estadounidense de aspecto inocente.
—Ojalá lo fuera —dijo ella, tratando de sonreír.
—¿Cómo?
—Una turista. Bonita. Inocente.
—En este momento, habrá pasado inadvertida. Siga adelante. Pasee. Hasta la plaza Roja, frente a los almacenes, siga por la calle hasta llegar a las cantinas voda. Pida un trago. Espere al hombre de la maleta azul.
¿Lo ha entendido?
—Creo… creo que sí.
—Si tiene alguna pregunta, ahora es el momento de hacerla.
A ella se le ocurrieron varias preguntas y él las contestó cuidadosamente.
—Muy bien —dijo él. Se sacó del bolsillo una segunda hoja de papel y la colocó al lado del mapa. La hoja estaba en blanco. Le entregó un lápiz a Billie.
Copie el mapa —le dijo—. Yo tengo que destruir el mío.
No puedo dejarle nada escrito de mi puño y letra.
Con mano temblorosa, Billie copió el mapa.
—Ya está —dijo.
—Será mejor que lo lleve con usted.
Ella dobló la hoja hasta que ésta le cupo en el bolsillo de la chaqueta. Él tomó su mapa, lo rompió en pedazos y se lo llevó al cuarto de baño. Billie oyó el rumor del agua del excusado. Razin regresó con las manos vacías.
Billie se levantó, se cruzó en su camino y le asió por ambos brazos.
—Alex, no sé cómo podré agradecérselo.
—No se preocupe. Yo debo permanecer aquí. Tengo que irme. Vigile el reloj. Recuerde que sólo dispone de diez minutos para aprenderse de memoria el camino.
Después márchese enseguida.
—No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento —dijo ella—. Cuando regrese a casa, le ayudaré, se lo prometo. Usted es lo único que me ha hecho soportable esta pesadilla.
—Yo me quedaré en el Kremlin atendiendo otros asuntos hasta que tenga la certeza de que usted ha conseguido salir sana y salva. Si la alarma, si la sirena no suena, sabré que está a salvo. Buena suerte. Que vaya bien.
—Gracias, Alex —dijo ella, besándole en los labios.
Él la miró fijamente. Estaba a punto de decir algo, pero, al parecer, lo pensó mejor. Rápidamente abandonó la estancia.
Una vez nuevamente sola, Billie regresó al sofá, se sentó, se sacó el mapa del bolsillo, lo extendió y lo estudió, mirando a cada pocos minutos el antiguo reloj de pared. Trató de no pensar en los peligros que la acechaban, en las consecuencias del fracaso. La única distracción que podía permitirse era la idea de reunirse con Andrew en Londres.
Concentrándose en la ruta, vio que habían transcurrido nueve minutos. Volvió a doblar el mapa, se lo guardó en el bolsillo, se echó al hombro la correa del bolso y se dirigió a la cocina.
Los latidos de su corazón se aceleraron cuando levantó la trampa y la apartó a un lado. Se introdujo en la abertura, colocando un pie y después el otro en un peldaño de la escalera y empezó a bajar sobre el trasfondo de los crujidos de la madera.
La sala de almacenamiento, con sus paredes de piedra toscamente labrada, resultaba casi insoportablemente fría. Temblando, Billie trató de orientarse. En las sombras, en el extremo más alejado, distinguió lo que parecían ser unos peldaños que subían.
Se acercó a ellos y vio que la escalera era angosta e insegura. Subió de puntillas, emergió a través de la abertura a un oscuro y mohoso almacén con muebles cubiertos por trozos de lona.
Al llegar a la puerta, vaciló. El temor la inmovilizaba como si fuera un enorme peso. Tenía la mente embotada. No lograba recordar lo que tenía que hacer a continuación. Se sacó el mapa del bolsillo de la chaqueta, empezó a desdoblarlo y entonces se acordó.
Volvió a guardarse el mapa en el bolsillo. Razin le había prometido que la puerta no estaría cerrada. Saldría a un pasillo. Habría una puerta al otro lado. Tenía que cruzarla, girar a la derecha, avanzar a lo largo del edificio, cruzar una calle, seguir a lo largo del edificio de Administración, ver la torre Spassky a su izquierda, acercarse a la misma y encaminarse hacia la plaza Roja.
Se preguntó si Razin habría calculado bien el tiempo. Desde que se había iniciado su encierro, los guardias del KGB entraban todas las tardes en la suite para traerle la comida u otros suministros. No solían hacerlo a una hora determinada. Si entraban pronto y se daban cuenta de que no estaba o de que la trampa de la cocina estaba abierta, darían la voz de alarma.
Esta idea la indujo a moverse con mayor rapidez.
Asió el tirador y lo giró. La puerta se abrió, Razin había cumplido su palabra. Se encontraba en un ancho pasillo, no se vislumbraba a nadie ni a la derecha ni a la izquierda y, al otro lado, se veía una salida. La franqueó y, al final, se encontró en el exterior, en medio de un húmedo aire y bajo un cielo encapotado. Vio una muralla rojiza más adelante, una torre más pequeña identificada en el mapa como la torre del Senado, más allá de la cual se encontraba el mausoleo de Lenin, un grupo de cuatro soldados del Ejército Rojo —gorras con visera, franjas rojas en los hombros de sus uniformes—, enzarzados en una animada conversación y, finalmente, el camino de la derecha. Giró a la derecha, «camine tranquilamente», le había advertido Razin, y echó a andar a lo largo del edificio del Soviet Supremo. Llegó a una calle en el momento en que pasaba un ruidoso camión. La cruzó. Otro edificio, el de la Administración.
Mirando directamente hacia delante mientras el bolso oscilaba colgado de su hombro, siguió avanzando, pegada al edificio. Hacia delante y a la izquierda se encontraba la enorme torre rematada por la estrella roja, la torre Spassky, su última prueba antes de huir de aquella fortaleza.
A punto de abandonar el bordillo, un fino y estridente sonido lejano le perforó los tímpanos. El sonido se fue intensificando hasta transformarse en un lamento. Chillaba una y otra vez, incesantemente. Billie se quedó paralizada. Una sirena.
¿Qué había dicho Razin? Sabría que ella se encontraba a salvo si la alarma, la sirena no sonaba.
Pero estaba sonando. No se encontraba a salvo. La sirena estaba sonando por ella.
Se quedó helada y petrificada, sin saber hacia qué lado volverse. Miró a su alrededor para ver si alguien estaba reaccionando. No se veía a nadie, no estaba siquiera el grupo de soldados que había visto al salir al exterior. Durante una décima de segundo, reflexionó acerca de las opciones que se le ofrecían. ¿Dar muestras de valentía y tratar de salir por la puerta Spassky?
¿Buscar algún lugar en el que ocultarse hasta que todo volviera a estar tranquilo? ¿Regresar a toda prisa a la suite?
Súbitamente, mientras trataba de adoptar una decisión, la entrada de la puerta Spassky se llenó de vida. Un grupo de soldados soviéticos uniformados y armados con rifles, emergió en tropel a la calle.
Billie reaccionó instintivamente. No tenía más remedio que echar a correr, que alejarse de ellos, que ocultarse. Con el corazón latiéndole apresuradamente, corrió hacia el edificio que tenía a su espalda y avanzó pegada a la pared, en busca de la puerta más próxima.
Escuchó unos gritos cercanos. Se volvió a mirar y vio por lo menos a tres de los guardias, señalándola con el dedo y gritándole en ruso. Entró en el edificio, asiendo la correa de su bolso.
Dobló una esquina, resbaló, recuperó el equilibrio y avanzó corriendo frente a toda una serie de puertas de despachos con placas escritas en el incomprensible alfabeto cirílico. Buscó algo que pareciera la puerta de un retrete o un cuarto de baño, pero no encontró nada.
Un nuevo ruido la asaltó. Escuchó rumor de botas y matraqueo de armas en el pasillo que había dejado a su espalda. Aminoró el paso, se detuvo ante la impresionante, puerta de doble hoja del despacho más próximo. Sus dedos asieron el tirador y lo giraron, entró y cerró la puerta a su espalda.
Sin aliento, miró a su alrededor para ver dónde se encontraba. Se hallaba en un espacioso y adornado salón con una araña de cristal, una impresionante chimenea, una alfombra oriental y una hilera de sillas doradas adosadas a una pared. El salón estaba vacío, gracias a Dios, y entonces se percató de que no y se le hizo un nudo en la garganta. En la silla más alejada, junto a otra alta puerta de doble hoja, se encontraba acomodada una fornida mujer madura, con un vestido estampado, que la estaba mirando fijamente.
Mientras intentaba recuperar el resuello, Billie se acercó a la mujer, esforzándose por recordar alguna palabra rusa que le fuera útil de entre las pocas que había aprendido. Le fue imposible. Se encontraba junto a la mujer.
—¿Usted… habla usted inglés? —le preguntó Billie con un jadeo.
—Soy estadounidense —dijo la mujer—, de Texas…
Billie cerró los ojos con expresión de alivio.
—Gracias a Dios —murmuró. Volvió a abrir los ojos—. ¿Puede decirme… dónde estoy? ¿Lo sabe usted?
—Pues claro que sí… está usted en la sala de recepción de algún despacho soviético en el que el ministro de Cultura recibe hoy a los visitantes.
—¿Y dice usted que es estadounidense?
—Directamente de Texas. Soy la señora White, del Museo de Bellas Artes de Houston.
—Oiga —le susurró Billie en tono enérgico—, tiene usted que ayudarme.
—Pero yo no… —empezó a decir la señora White al tiempo que se echaba hacia atrás.
Billie la asió con fuerza por los hombros.
—Haga lo que le digo. En cuanto salga de aquí, acuda a la Embajada de los Estados Unidos… el embajador Youngdahl es amigo mío… dígale que estoy aquí en el Kremlin… que me mantienen prisionera… dígale que otra persona se está haciendo pasar por mí…
La señora White le estaba mirando boquiabierta y con los ojos desorbitados como si se encontrara en presencia de una loca.
—Yo… yo… no… no la entiendo —dijo la señora White, tartamudeando—. ¿Quién es usted? Yo…
—Míreme —dijo Billie, volviendo a agarrarla por los hombros—. ¿Acaso no me reconoce?
—Yo… creo que sí. Es usted…
—Soy Billie Bradford. La esposa del presidente.
Estoy…
—¿Qué está usted haciendo aquí, de esta manera?
—Déjeme que le explique. Estoy…
—Se escuchó el crujido de una de las puertas de doble hoja.
—Mi cita con el ministro —dijo la señora White muy excitada, tratando de levantarse.
La puerta de los despachos interiores empezó a abrirse, pero no del todo y Billie pudo ver la mano de la secretaria que estaba hablando con alguien en ruso en su despacho.
Aterrada, Billie retrocedió para evitar ser descubierta, le dirigió a la señora White una mirada de súplica y después abrió la puerta del pasillo, salió y la cerró.
Se volvió para echar a correr y tropezó con dos guardias del KGB.
—¡No me maten! —gritó, Después, mientras el mundo desaparecía a su alrededor y ellos la agarraban sin contemplaciones, perdió el conocimiento.
Si no le estuviera ocurriendo a ella, jamás hubiera creído que pudiera ocurrir.
Billie Bradford había recuperado de nuevo el conocimiento. Se encontraba sentada en una silla de un salón del Kremlin. No podía mover ni los brazos ni las piernas. La habían atado a la silla. Tenía los brazos atados dolorosamente detrás de la silla, sujetos por las muñecas mediante unas esposas. Le habían atado fuertemente los tobillos con una correa o un cinturón.
A escasa distancia, dos fornidos guardias uniformados del KGB se encontraban junto al teléfono.
Uno de ellos estaba efectuando una llamada. Sus retorcidos rasgos faciales se asemejaban a los de una gárgola. Se identificó como el capitán Ilya Mirsky, señaló con el pulgar a su silencioso compañero y dijo, al parecer, que se encontraba en compañía del capitán Andrei Dogel. Mientras hablaba rápidamente en ruso, su labio superior se levantó, dejando al descubierto una hilera de dientes con fundas de acero. Escuchó. Y colgó el aparato.
Mirsky le hizo una seña a su compañero y se acercó a ella.
—Veo que está despierta —dijo, de pie junto a ella. Sus dientes plateados la desconcertaban. El aliento le olía a cebolla. Mi inglés no es muy correcto, pero usted me entenderá. Ha tratado usted de huir. No se lo reprochamos. Pero tenemos que averiguar cómo ha escapado.
Billie permaneció sentada inmóvil, aterrada por lo que se había atrevido a hacer, por su fracaso y por su impotencia.
El rostro de Mirsky se había aproximado mientras Dogel la observaba impasible.
—Tengo que hacerle ciertas preguntas —dijo Mirsky—. Tengo que obtener su respuesta. Y usted me contestará. Billie no respondió.
—Preguntas —dijo Mirsky—. Tengo que averiguar quién… ¿cómo se dice…?, quién estuvo… implicado… implicado en su huida. Vemos el pavimento de la cocina.
Vemos el mapa, un buen mapa. ¿Quién la ayudó y le indicó el camino que debería seguir? ¿Quién ha sido su cómplice? ¿Hay un agente de la CIA aquí en el Kremlin? —hizo una pausa—. ¿Quién fue su ayuda?
Billie meneó la cabeza y frunció los labios.
Mirsky se irguió y esperó.
—No nos lo dice, no nos vamos. Nos lo dice, nos vamos.
Ella seguía sin contestar.
—Sabemos que es usted una persona importante —dijo Mirsky—. Nos tiene sin cuidado. Para nosotros es insignificante. ¿Lo entiende? Si usted no nos da la verdad, se la arrebataremos. Se la haremos decir.
¿Quién fue su ayuda?
—Nadie —contestó ella en tono desafiante.
—¡Miente! —gritó Mirsky, apretando los puños. Sus facciones habían adquirido una expresión amenazadora—. Otra oportunidad. Estamos muy ocupados. Bueno… ¿quién?
—Nadie —repitió ella.
—¡Puta embustera! —rugió él, levantando el brazo derecho y cruzándole la mejilla con el dorso de la mano.
Atormentada, sofocada, Billie dijo entre jadeos:
—No… no lo haga…
—¡Digo que sí, que va usted a hablar!
La áspera palma de la mano de Mirsky le azotó el rostro y después éste volvió a azotarla con el dorso de la mano, golpeándole la boca con los nudillos. Ella gimió y estuvo apunto de caer junto con la silla. Advirtió sabor de sangre en la lengua. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
A través de las lágrimas, vio cómo se abría la puerta detrás de ellos. Pudo distinguir a Alex Razin.
Mirsky había retirado la mano para volver a golpearla cuando Razin rugió una palabra en ruso.
Mirsky dio rápidamente media vuelta y se tensó. Razin se acercó a toda prisa y le apartó a un lado.
—¿Qué demonios está ocurriendo aquí? —gritó Razin.
—Ha tratado de escapar —dijo Mirsky en tono malhumorado—. Tenemos orden…
—Las únicas órdenes las doy yo —replicó Razin—. Yo soy el responsable. Nadie más. Soltadla.
—Pero… —empezó a decir Mirsky en tono de protesta.
—Inmediatamente —exigió Razin—. ¿Queréis que llame al general Pietrov? Quitadle estas malditas esposas. Desatadla.
En contra de su voluntad, los guardias del KGB obedecieron. Mirsky se situó a la espalda de Billie para abrir las esposas. Dogel se arrodilló para deshacer el nudo de la correa. Libre de sus ataduras, Billie empezó a inclinarse hacia delante, pero Razin la sostuvo antes de que cayera. Por encima del hombro, gritó:
—Y ahora largaos de aquí, insensatos.
—Pero es que el comandante de los guardias del Kremlin… —empezó a decir Mirsky a modo de protesta.
—¡Largo de aquí! —bramó Razin.
Con toda la dignidad de que pudieron hacer acopio, Mirsky y Dogel retrocedieron y abandonaron rápidamente la estancia.
A solas con Billie, Razin examinó su rostro. Ella mantenía los ojos cerrados. La sangre manaba todavía de su boca, deslizándose por la barbilla. Razin le rodeó la espalda con un brazo, le colocó el otro bajo las rodillas, la levantó de la silla y la llevó al dormitorio.
Después la tendió delicadamente en la cama. Examinó su rostro con más cuidado y le introdujo los dedos en la boca para localizar la fuente de la hemorragia. Tras haber descubierto un corte en la parte interior del labio, se dirigió al cuarto de baño y tomó una botella de alcohol para utilizarlo como antiséptico así como una caja de torundas de algodón. Lo colocó todo encima de la mesilla de noche. Utilizando un trozo de algodón mojado, limpió la sangre de sus mejillas y de su barbilla.
Después, levantándola parcialmente, le quitó la chaqueta, le desabrochó la blusa y se la quitó, limpiándole la sangre que le manchaba la garganta y el pecho hasta el sujetador. Después se sentó en la cama y desplazó a Billie, apoyando la cabeza de ésta sobre sus rodillas. Localizó de nuevo el corte del labio y restañó la hemorragia con una torunda de algodón. Finalmente, aplicó alcohol a la herida.
Colocándole un brazo bajo la cabeza, Razin empezó a acunarla hacia delante y hacia atrás. Sus ojos se empezaron a abrir poco a poco.
—Ahora ya está usted bien, Billie —le dijo él.
—Gracias a usted. Cuando me atraparon, estaba tan asustada. Me hacían daño…
—Ya todo ha terminado, Billie. Ya no le hacen daño.
Yo no lo permitiré. No tiene nada que temer a partir de ahora. Le doy mi palabra.
Ella extendió los brazos y lo rodeó con ellos, aferrándose a él.
—Es usted muy amable. Sin usted, no sé qué iba a ser de mí —se acercó más y se comprimió contra su pecho—. He estado a punto de escapar… pero lo averiguaron.
—Lo he oído —dijo él—. He venido enseguida. Nadie volverá a hacerle daño.
—¿Lo promete?
—Lo prometo.
Las manos de Billie buscaron la cabeza de Razin, la atrajeron hacia abajo y, dominada por un sentimiento de gratitud y alivio, ella comprimió los magullados labios contra los de Razin y éste empezó a besarla mientras le acariciaba los hombros desnudos.
A causa de su soledad, de su miedo y de su gratitud, ella reaccionó a su ternura, rozándole el rostro y acariciándoselo. Él la atrajo hacia sí mientras sus dedos se deslizaban por su espalda. Un dedo tocó el corchete del sujetador y lo soltó. El sujetador se aflojó y él lo medio apartó. La creciente curva de un suave seno blanco con su gran pezón rosado circular quedó plenamente al descubierto.
—Te quiero, Billie —murmuró él desde lo hondo de su garganta.
Inclinó la cabeza, buscándole el pezón con la lengua.
—Oh, no —gimió ella, abrazándole con más fuerza—. Le necesito, Alex, le necesito, pero, por favor…
El pezón se había convertido en una punta y él lo cubrió con su boca mientras su mano libre se deslizaba hacia la cintura, localizaba la cremallera de la falda y la abría. Ahora sus dedos estaban rozando la cinturilla elástica de las bragas y la estaban echando hacia abajo.
Billie empezó a jadear cuando advirtió que los dedos le rozaban el vello del pubis. En aquel instante recuperó el juicio, se apartó de él, tratando de incorporarse, y le asió por el brazo en un intento de alejarle.
—No, Alex, por favor, no lo haga. Jamás lo he hecho.
No puedo.
El brazo de Alex se quedó inmóvil y éste la miró inquisitivamente a los ojos.
—Lo digo en serio —musitó ella—. No puedo hacerlo.
Le estoy muy agradecida, pero no siga.
Lentamente, él retiró la mano.
—Lo siento —dijo.
—Usted sabe cuánto le aprecio —se apresuró a decir ella—. Pero es que…
—No se preocupe —dijo él, apartándose de ella y levantándose—. Me encargaré de que nunca la vuelvan a amenazar. Ha habido un error. Es probable que el oficial del KGB en el Kremlin no supiera que es usted un caso especial y que nosotros somos los únicos encargados del asunto. ¿Puedo prepararle un trago?
—No.
—Entonces voy a ver al oficial del Kremlin. Antes de irme, volveré para cerciorarme de que está bien.
—Gracias, Alex.
Una vez él se hubo retirado, Billie se medio incorporó contra la cabecera de la cama, tratando de comprender lo que había ocurrido entre Alex y ella. Se miró la blusa desabrochada, el sujetador suelto y la falda abierta. ¿Cómo había permitido que llegara tan lejos?
No, no había sido apetito sexual, apetito corporal, a pesar de que, durante unos odiados momentos, se había dejado arrastrar. La causa sólo podía haber sido el hecho de que ella le debía un favor, un gran favor y quería pagárselo y conservar su buena disposición de ánimo. Al fin y al cabo, había arriesgado su vida, ayudándola en su intento de escapar. Hacía unos minutos, había impedido que la golpearan y torturaran.
Él sólo era su único aliado en aquel terrible lugar.
Estaba en deuda con él. Había querido darle algo a cambio, demostrarle su afecto. Y, al hacerlo así, él había interpretado erróneamente su gesto. Siendo un hombre, un ser humano, la había querido por entero. Era comprensible. En resumidas cuentas, ella había perdido el control y, además, no había querido decepcionarle.
Pero, al final, no había podido entregarse a él. Le había sido de todo punto imposible.
Reflexionó acerca de Alex Razin. Era un hombre honrado. De eso no cabía duda. No se había impuesto por la fuerza, no la había obligado a someterse.
Precisamente en aquellos momentos se encontraba con el comandante del Kremlin para asegurar su integridad física. Una vez hubiera dado la orden, nadie volvería a hacerle daño.
Súbitamente, otra idea afloró a la superficie. ¿Quién era Razin para acudir a un oficial de servicio en el Kremlin y darle una orden? ¿Quién era Razin para anular las órdenes que se habían dado a las guardias del KGB que la estaban sometiendo a castigo?
¿Qué había dicho Razin al abandonar la estancia?
Usted es un caso especial… nosotros somos los únicos encargados del asunto.
¿Nosotros?
¿Pietrov y él? Pero Pietrov era un general, director del KGB en toda la Unión Soviética. Razin no era más que un intérprete civil. ¿Qué era lo que confería a Razin semejante poder?
¿Quién era él realmente?
Sus ojos se posaron en la chaqueta deportiva de Razin, colgada sobre el respaldo de una silla. Antes de dirigirse al cuarto de baño para ir en busca de alcohol y algodón, él se había quitado la chaqueta. Hacía poco rato, cuando se había marchado para ir a ver al comandante del Kremlin, se había dejado la chaqueta y se había ido en mangas de camisa. Regresaría enseguida para recoger la chaqueta y asegurarse de que ella estaba bien.
De momento, allí estaba la chaqueta. Tal vez llevara la clave de su identidad.
Se levantó de la cama, notando que la mandíbula y la mejilla le pulsaban, y asió la cintura de la falda antes deque ésta se le cayera al suelo. Se subió la cremallera, se colocó la copa del sujetador sobre el seno desnudo y cerró el corchete de atrás. Con expresión pensativa, se abrochó la blusa y se remetió los faldones en el interior de la falda, todo ello sin apartar los ojos de la chaqueta.
Al final, se acercó a la silla e introdujo la mano en un bolsillo lateral de la chaqueta. Un peine, una pluma, un botón. Después el otro bolsillo. Una cajetilla de cigarrillos, un encendedor. Abrió un lado de la chaqueta.
El bolsillo interior estaba muy abultado. Introdujo la mano y sacó un gastado billetero de cuero marrón.
Lo sostuvo en la mano, preguntándose si lograría averiguar algo más acerca de él y si deseaba realmente averiguarlo. En el compartimento de moneda, había rublos, billetes de alta denominación. Abrió la parte que contenía una media docena de carnets plastificados.
Empezó a examinarlos. Uno, dos, tres, cuatro, todos en incomprensible alfabeto cirílico. Después una fotograba… ¡suya! Se quedó asombrada. Qué locura.
Acercó los ojos al billetero y a la fotograba. Una fotograba suya hasta la cintura, todo le resultaba familiar menos… menos… menos la blusa bordada de campesina. Ella no poseía una blusa semejante. La verdad la azotó de inmediato y la hizo estremecer.
Aquélla no era ella. Era su doble, la actriz que ahora se estaba haciendo pasar por Billie Bradford en Londres.
Estudió la fotografía. Aparte la extraña blusa, aquella mujer era su réplica exacta. Y, estando la fotografía en el billetero de Razin, era lógico que así fuera. Él había reconocido desde un principio que había trabajado con su doble. Era probable que amara a la doble; de otro modo, ¿por qué hubiera llevado su fotografía en el billetero? Volvió a pensar en el intento de Razin de hacer el amor con ella… ¿habría considerado a Billie como un sucedáneo de su verdadero amor?
Examinó más despacio los tres carnets que quedaban. Ilegibles. Sólo el encabezamiento del último carnet le sugería algo conocido. Trató de recordar dónde había visto aquel encabezamiento, aquellas letras, aquellas iniciales cirílicas. Recordó su primer encuentro con Pietrov. Él le había mostrado su tarjeta de identidad y le había dicho que las iniciales equivalían a el KGB.
Y en el carnet de la cartera de Alex Razin había las mismas iniciales. La historia rusa y las guías que Nora le había facilitado le habían permitido conocer su significado en inglés. Komitiet Gosudarstviennoi Biezopasnosti. KGB.
Se había aclarado el misterio. Alex Razin era un agente del KGB con todas las de la ley.
El muy cochino hijo de puta.
Cerró apresuradamente el billetero y lo introdujo de nuevo en el bolsillo interior de la chaqueta deportiva.
Ciegamente, buscó la cajetilla de cigarrillos, la encontró, sacó un cigarrillo, lo encendió y se sentó en el borde de la cama para pensar.
No le resultaba fácil pensar. Estaba sufriendo aún los efectos del descubrimiento de la verdadera identidad de Razin. Al final, vino la calma y, con ella, todos los más recientes acontecimientos de su encierro empezaron a encajar. La realidad resultaba muy difícil de aceptar, pero la verdad de lo que había ocurrido no podía negarse.
O sea que… Alex Razin, su benefactor, su amigo, el muchacho medio estadounidense, el amable y comprensivo intérprete, era un agente del KGB tan malo como el peor. Había sido el parachoques contra Pietrov.
Había tratado de ayudarla a escapar. La había protegido del castigo de la brutal KGB. Pero todo había sido una gran farsa.
Billie había visto las suficientes películas y había leído las suficientes novelas como para conocer las actitudes del Policía Bueno y el Policía Malo. El general Pietrov había desempeñado el papel del Policía Malo.
Para asustarla. Razin había interpretado el papel del Policía Bueno. Para protegerla y ganarse su confianza.
La huida había sido el punto culminante del guión para que tuviera una confianza absoluta en Razin y se ablandara.
Pero ¿con qué propósito?
Su mente analizó los distintos motivos y se detuvo en uno. Si todo lo demás ya estaba claro, el motivo estaba más claro que el agua. La doble de Billie en Londres, la impostora soviética, la segunda dama, se hallaba metida en un gran apuro. Su doble lo sabía todo acerca de ella, menos una cosa, la cosa más importante.
Mientras el KGB había creído que no iba a haber relaciones sexuales durante el desarrollo del Proyecto Segunda Dama, no había habido ningún problema. Pero ahora que un médico había dicho que Billie podría reanudar la actividad sexual con Andrew dentro de unos días, el bando soviético había sido presa del pánico.
Había un área acerca de la cual el KGB no sabía nada. El comportamiento de los Bradford en la cama era para ellos un libro cerrado. A menos que a la segunda dama se le pudiera comunicar lo que tenía que esperar del presidente en la cama y lo que, a su vez, el presidente esperaría de ella, toda la operación fracasaría.
La única esperanza que tenía el KGB de averiguar cuál era el comportamiento sexual de Billie Bradford se cifraba en el hecho de averiguarlo a través de la propia Billie Bradford. Y, sin embargo, ¿cómo podían abrigar la esperanza de averiguarlo a través de ella?
De repente, comprendió lo que ellos calculaban hacer.
Su rostro se tensó con decisión. Jamás, se dijo a sí misma, ni en un millón de años, permitiría que lo averiguaran.
¿Cómo se comportaba en la cama con Andrew o con otro hombre? Jamás, jamás de los jamases iban a poder tener la menor idea.
Lo cual le permitía abrigar una gran esperanza: la de que su doble se comportara erróneamente en la cama, la de que Andrew empezara a sospechar de su presunta esposa, la de que le arrancara a ésta la verdad y denunciara toda la operación del KGB.
Pero, entonces, pensándolo con detenimiento, su esperanza se fue apagando. Sin saber nada, la segunda dama podía comportarse erróneamente. Pero, al mismo tiempo, maldita sea, podía hacerlo bien y seguir triunfalmente adelante. Las posibilidades en uno y otro sentido eran parejas.
Pero había otra esperanza. Ya casi lo había olvidado.
Ahora, al recordarlo, su corazón se reanimó. La mujer rechoncha con quien se había tropezado en aquel salón de recepción en el transcurso de su intento de huida.
Aquella pobre y desconcertada señora White de Houston, la mujer del museo de Texas. Billie le había suplicado, tal vez con escasa claridad, que acudiera al embajador norteamericano en Moscú y le repitiera lo que ella le había dicho.
Pero la pregunta era: ¿acudiría?
Eran las últimas horas de la tarde en Moscú y aún hacía calor y la señora Louise White de Houston, Texas, estaba sudando a causa de lo mucho que había andado y de la actividad que había estado desarrollando en el transcurso de aquel extraño día.
Se detuvo en la calle Tchaikovsky —qué nombre tan romántico— para consultar una vez más la guía. Sí, la guía la tranquilizó, se encontraba en la calle que buscaba. La dirección de la Embajada de los Estados Unidos en Moscú era calle Tchaikovsky, 19/23. Observó que su lugar de destino no podía estar muy lejos. Siguió andando.
Louise White tenía motivos más que sobrados para sentirse feliz y, sin embargo, estaba curiosamente trastornada. Se había trasladado a la Unión Soviética en un vuelo chárter con un grupo de protectores de las artes y habían tomado tierra en Leningrado. La visita al Ermitage había sido una experiencia memorable. Pero la visita a los lugares de interés no había sido el único propósito del viaje de la señora White. En realidad, la habían enviado con una misión. El principal propósito de su viaje había sido una entrevista con el ministro de Cultura de la URSS en el Kremlin de Moscú. Tenía que negociar con él la posibilidad de obtener el préstamo de treinta lienzos impresionistas franceses en posesión de la Unión Soviética para su exhibición en una importante exposición que el Museo de Bellas Artes de Houston iba a organizar el año próximo. El ministro de Cultura se había mostrado amable y bien dispuesto y le había prometido consultar con sus superiores y darle una respuesta dentro de un mes.
La entrevista, para Louise White, había sido fructífera y positiva, empañada sólo por el incidente que había tenido lugar en el salón de recepción del ministro.
Al salir del Kremlin, había decidido olvidar el encuentro con aquella enloquecida mujer y la improbable afirmación por parte de ésta en el sentido de que era la primera dama de los Estados Unidos. La señora White se había reunido con su grupo, dispuesta a disfrutar de su breve estancia en Moscú, pero, en cierto modo, las visitas a los lugares de interés no habían atraído su atención. El incidente del Kremlin la preocupaba. La mujer rubia que había irrumpido en el salón de recepción del ministro se parecía efectivamente a Billie Bradford. La mujer había implorado a la señora White que acudiera a ver al embajador estadounidense en su nombre. Daba la impresión de estar desesperada. Tanto si estaba loca como si no, la petición de aquella mujer era digna de atención. Al final, la señora White llegó a la conclusión de que, aunque hiciera el ridículo, tenía que informar de aquel incidente al embajador.
Tras recibir instrucciones del guía de Intourist acerca del uso de los teléfonos rusos, Louise White se había apartado de su grupo. Había buscado en la guía el número de teléfono de la Embajada. Había encontrado una cabina telefónica y había marcado el 2520011, tras introducir una moneda de dos copecs en la ranura. Al recibir contestación, había solicitado hablar con el embajador Youngdahl acerca de un asunto urgente. En su lugar, la habían puesto en comunicación con un funcionario de la Embajada, un tal señor Heller. Se había presentado y había insistido de nuevo en que se trataba de un asunto urgente que tenía que discutir con el embajador. El señor Heller le había dicho que acudiera a verle y le había facilitado instrucciones acerca del camino que tendría que seguir.
Cinco minutos más tarde, la señora White llegó a la Embajada de los Estados Unidos. Se la habían descrito como un edificio de nueve plantas de ladrillo amarillento con las ventanas protegidas por rejas de aluminio y con un tejado rematado por todo un laberinto de antenas y cables. Volvió a consultar la dirección en la guía. Allí era. Mientras se dirigía a la entrada principal, uno de los dos guardias armados del KGB le cerró el paso. Ella exhibió orgullosamente su pasaporte estadounidense. Un guardia examinó la fotografía del pasaporte, la miró a ella y, convencido, le indicó por señas que pasara.
Al llegar a la entrada, pulsó un timbre y comprendió que estaba siendo sometida a un examen a través de un sistema de control visual. Se escuchó una voz hueca, solicitándole el nombre, nacionalidad y asunto que la traía. Ella contestó pacientemente. Le dijeron que aguardara. Al cabo de un minuto, tal vez dos, se abrió la puerta principal.
La señora White entró. La recibió un joven alto y delgado de aspecto ligeramente distraído, enfundado en un traje beige, que se presentó como el señor Heller. Si quería acompañarla a su despacho, podrían discutir el «urgente asunto». La señora White se mantuvo firmemente en sus trece.
—He venido aquí para ver al embajador —dijo.
El señor Heller, con la expresión del que sabe que se las está habiendo con alguien de difícil trato, le dijo con la mayor amabilidad posible:
—Me temo que, con tan poca antelación, eso va ser imposible, señora White. El embajador Youngdahl tiene todo el resto de la tarde ocupado con importantes citas.
—Es posible que lo que yo tengo que decirle sea más importante.
—Pero es que está ocupado.
—Esperaré.
—Señora White, si me comunica a mí el asunto que la ha traído, yo me encargaré de que éste llegue a conocimiento del embajador.
—No.
—Eso nos daría tiempo a concertar una futura cita con él.
—No.
Siguió el tira y afloja, pero Louise White no se amilanó. En su ciudad natal, la señora White era famosa por su espíritu indomable y por su decidido carácter. Si se tenían que vender billetes, si se tenía que solicitar alguna donación para fines benéficos, si se buscaba un respaldo, siempre se le encomendaba la tarea a la señora White. Por esta razón el Museo de Bellas Artes de Houston la había elegido para que acudiera a Moscú y tratara de convencer al ministro soviético de Cultura con el fin de que accediera a prestar los cuadros.
El señor Heller no podía competir con ella. Al cabo de cinco minutos, para evitar que la confrontación se transformara en una acalorada discusión, se dio por vencido. Lanzando un suspiro, le dijo que esperara y se acercó al teléfono del mostrador de recepción. Habló con alguien en voz baja. Asintió con la cabeza y colgó.
—Muy bien, señora White —dijo el funcionario de la Embajada, acercándose de nuevo a ella—. El embajador va a recibirla. Pero sólo puede dedicarle unos momentos. Tiene otra cita dentro de cinco minutos. Su despacho se encuentra en la planta baja. Yo la acompañaré.
En un abrir y cerrar de ojos, Louise White se encontró sentada frente al escritorio del embajador Otis Youngdahl. Era un delgado y canoso natural de Minnesota. Sus manos se movieron nerviosamente y alisaron unos papeles que había sobre la reluciente superficie de su escritorio mientras le dirigía una sonrisa a la señora White y trataba de mostrarse benévolo.
—Y bien. ¿Qué es lo que tenía que decirme, señora White?
—¿Está seguro de que estamos solos? —pregunto ella, mirando a su alrededor.
—Pues claro que estamos solos.
—No, no. Quiero decir si no habrá en su despacho dispositivos de escucha.
El embajador no pudo evitar una sonrisa.
—¿Me está preguntando si los soviéticos han instalado aparatos de escucha en esta habitación? Lo dudo mucho. Pero eso nunca se sabe de un día para otro.
—En tal caso, no puedo hablar con usted. Sería demasiado peligroso para mí.
El embajador comprendió que aquello podría prolongarse indefinidamente y, por otra parte, experimentaba cierta curiosidad acerca de la estupidez que aquella turista de Texas consideraba tan seria y secreta. Decidió seguirle la corriente. Ella adivinó sus pensamientos al ver que se levantaba bruscamente.
—Muy bien —dijo él—. Tenemos una habitación especial, una habitación adyacente en la que solemos mantener conversaciones confidenciales.
El embajador acompañó a la señora White a una pequeña habitación contigua, amueblada tan sólo con una mesa y media docena de sillas. Mientras le indicaba a la señora White que se sentara, dijo:
—Esta zona está especialmente protegida contra la penetración de ondas electromagnéticas. Las paredes están revestidas de acero con toda una red de alambres interna destinada a impedir el paso de las señales radiofónicas externas y a provocar perturbaciones en los dispositivos de escucha —se sentó frente a ella—. ¿Le parece ahora que puede hablar?
Louise White se sintió invadida por la emoción.
Asintió, complacida. Empezó explicando el motivo de su presencia en Moscú. Le habló al embajador de su cita con el ministro de Cultura en el Kremlin. A primeras horas de aquella tarde, había acudido al Kremlin para entrevistarse con el ministro.
—Estaba esperando en el salón de recepción cuando ha ocurrido —dijo—. Ha sido increíble.
Se detuvo para recordar todo el incidente. El embajador la instó a que hablara.
—¿Qué es lo que ha sido increíble, señora White?
Por favor, dígame qué ha sucedido.
—Yo estaba sentada allí sola, pensando en mis cosas, cuando ha irrumpido en el salón una mujer joven y rubia, casi sin aliento. Parecía que estuviera huyendo de alguien, que estuviera buscando un lugar en el que ocultarse. Entonces me ha visto y se me ha acercado. Me ha preguntado si era estadounidense, si hablaba inglés.
Me lo ha preguntado en perfecto inglés. Le he dicho quién era. Ella me ha agarrado del brazo y me ha suplicado que la ayudara. Me ha dicho algo así como: «En cuanto salga de aquí, diríjase a la Embajada de los Estados Unidos. El embajador Youngdahl es amigo mío. Dígale que me mantienen prisionera en el Kremlin. Dígale que alguien se está haciendo pasar por mí». No sabía qué pensar de ella cuando me ha acercado el rostro a la cara y me ha dicho: «¿Acaso no me reconoce?». La he mirado y lo cierto es que se parecía a alguien cuyo rostro he visto con frecuencia en la televisión y en los periódicos. Me ha dicho: «Soy Billie Bradford, la esposa del presidente».
Antes de que pudiera hacerle alguna pregunta, me han llamado para la cita. Entonces ella ha dado media vuelta y ha abandonado a toda prisa el salón. No sabía qué hacer, pero no disponía de tiempo para pensar. Estaba ocupada con el ministro. Más adelante, me he vuelto a reunir con mi grupo. Pero, cuanto más pensaba en ella, tanto más me convencía de su parecido con la señora Bradford. Al cabo de unas horas, he llegado a la conclusión de que mi deber era informar a usted del incidente. Y aquí estoy.
El embajador Youngdahl guardó silencio un instante, mirándola como hubiera mirado a una persona que hubiera venido de la calle para decirle que acababa de ver al tripulante de un ovni.
Ahora que había revelado aquella historia, ésta le parecía más increíble que nunca y la señora White se removió inquieta bajo la fija mirada del embajador.
—Bien, señora White —dijo el embajador—, no sé qué pensar de todo eso. ¿Cuándo ha tenido lugar el… el encuentro con esta joven?
Poco antes de las dos de esta tarde.
—¿Y a usted le ha parecido que era la primera dama?
—Ella me ha dicho que lo era.
—Bueno, como es natural, cualquier persona podría decir eso para gastar una broma, a menos que se tratara de una desequilibrada mental.
—Cierto. Pero debo reconocer que se parecía a la señora Bradford.
El embajador se reclinó en su asiento.
—¿Ha conocido usted a la señora Bradford… o la ha visto en persona?
—Sólo a través de la televisión. —La señora White estaba consternada—. Sé que todo eso parece una extravagancia, señor embajador. A mí también me lo ha parecido de momento. Pero allí estaba ella.
El embajador asintió con la cabeza, sin dejar de mirarla.
—Señora White, quisiera hacerle una pregunta personal, si me permite. ¿Ha ingerido usted algún medicamento durante el viaje?
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, alguna medicina de ésas que alteran el estado de ánimo.
—Pues claro que no.
—¿Ha almorzado antes de acudir al Kremlin?
—Nuestro grupo ha almorzado… sí…
—¿Les han servido bebidas?
La señora White se ofendió y se irguió en su asiento.
—Señor embajador, estaba perfectamente serena cuando he acudido al Kremlin, tal como lo estoy en estos momentos. Estoy aquí tan sólo en calidad de ciudadana estadounidense, cumpliendo con mi deber. ¿Acaso no debiera haberle informado de ello?
—Oh, ha hecho usted lo que debía, ciertamente —el embajador se rascó la cabeza con aire meditabundo y se incorporó en la silla—. Señora White, tan sólo puedo decirle una cosa. La primera dama de los Estados Unidos se encuentra en Londres con el presidente. Ayer mismo la saludé. No hubiera podido trasladarse a Moscú de la noche a la mañana sin que yo lo supiera…
—Señor embajador —dijo la señora White, interrumpiéndole—, no sé qué otra cosa puedo decirle.
Esta mujer me dijo que la tenían allí prisionera. Me dijo que otra persona se estaba haciendo pasar por ella. Me dijo que se lo hiciera saber a usted. He hecho lo que tenía que hacer y nada más.
—Y lo ha hecho muy bien por cierto —dijo el embajador, esbozando una leve sonrisa—. Se trata sin duda de una historia insólita —dijo, levantándose. Había tomado a la señora White por el codo y la estaba acompañando fuera del cuarto de seguridad para regresar a su despacho—. Le aseguro que investigaré ulteriormente el asunto. Le agradezco que me haya informado de ello —desde la puerta, el embajador llamó a su secretario:
Puede acompañar a la señora White a la salida.
Mientras se volvía para marcharse, a Louise White no le pasó inadvertida la mirada que se intercambiaron el embajador y el secretario. Ambos se estaban diciendo el uno al otro: la temporada turística es la época de los chiflados.
Se encolerizó, pero, una vez en la calle, se enorgulleció de su diligencia.
Entonces se preguntó quién sería realmente aquella pobre señora del Kremlin y qué le habría ocurrido.
La zona de trabajo personal del presidente Bradford en el Hotel Claridge’s de Londres consistía en una amplia suite conectada con su suite particular por medio de un pequeño pasillo. La zona de trabajo estaba subdividida en un círculo de despachos que rodeaban un área más espaciosa habilitada como despacho del presidente. El más importante de aquellos despachos satélite era el que utilizaba la secretaria del presidente Dolores Martin, con una puerta que daba al pasillo del hotel, otra que conducía al despacho particular del presidente y una tercera que daba acceso a las otras habitaciones de los miembros del equipo presidencial.
Ahora, a última hora de la tarde, la única ocupante de todo aquel complejo era Nora Judson.
Dado que el presidente había ordenado que su secretaria tomara notas en el transcurso de una reunión que se estaba celebrando al fondo del pasillo en una suite transformada en sala de conferencias, Nora Judson había accedido a sustituir a Dolores Martin durante unas horas, antes de irse a cenar con Guy Parker.
Nora se encontraba sentada junto al escritorio de Dolores, tratando de concentrarse en el borrador definitivo del programa de la esposa del presidente para mañana, sin dejar de pensar en Guy Parker y en las profundas sospechas que ambos compartían en secreto a propósito de Billie Bradford.
Mientras se esforzaba por prestar atención al programa de Billie, Nora oyó el inconfundible sonido del teléfono especial del presidente a prueba de dispositivos de escucha en el despacho de al lado. Lo más probable era que se tratara de una llamada del extranjero. Nora se levantó rápidamente, cruzó corriendo la puerta en dirección al escritorio del presidente y descolgó el blanco aparato.
—¿Diga? Despacho del presidente Bradford.
—¿Billie? —dijo la voz del otro extremo de la línea.
Aquí Otis desde Moscú.
Nora comprendió que era el embajador Otis Youngdahly se apresuró a decir:
—No, señor embajador, le habla la secretaria de prensa de la señora Bradford, Nora Judson.
—Ah, Nora, estupendo, ¿qué tal está usted?
—Muy bien, gracias. ¿Puedo…?
—En realidad, Nora, llamaba al presidente. ¿Está por aquí?
—Lo siento, señor embajador. Está reunido con sus colaboradores. Si es importante, puedo pasarle su llamada.
—No es necesario —dijo el embajador Youngdahl.
Estaba sentado aquí tras una larga jornada, con los pies sobre el escritorio, descansando mientras me tomaba un trago. Quería simplemente charlar un rato con él si estaba libre. Quería preguntarle qué tal iba la cumbre.
Pero puedo llamar otra vez.
—La cumbre no ha comenzado todavía oficialmente.
La primera sesión se inicia oficialmente mañana por la mañana. Pero le diré al presidente que ha llamado.
—Gracias, Nora, gracias. Por cierto, ¿está Billie por aquí, por casualidad?
—Lo siento, pero también ha salido. Está asistiendo a una recepción en la Embajada de Boende.
—Bueno, no importa —dijo el embajador—. Quería contarle simplemente una cosa muy divertida que ha ocurrido hoy, algo relacionado con su nombre que le haría mucha gracia. Qué demonios, puedo contárselo a usted para que usted se lo cuente a ella cuando vuelva.
Dígaselo para que se ría un poco.
—Tendré mucho gusto.
El embajador se rió a través del teléfono.
—Dígale a Billie que, tanto si lo sabe como si no, en estos momentos se encuentra en Moscú y no ya en Londres. Hoy me ha acorralado una turista estadounidense de Houston, no recuerdo su nombre, pero estaba loca como un cencerro, y me ha dado la lata, asegurándome que había visto a Billie Bradford esta tarde en el Kremlin.
El embajador empezó a reírse y refirió la historia de la turista estadounidense acerca de la mujer que la había abordado, afirmando ser la primera dama e insistiendo en que estaba siendo mantenida prisionera por los soviéticos yen que otra persona se estaba haciendo pasar por ella.
Con el teléfono pegado al oído, Nora palideció mientras escuchaba al embajador con petrificada fascinación.
A pesar de que no tenían que reunirse hasta la hora de cenar, Nora había localizado a Guy Parker y le había suplicado que se reuniera con ella un poco antes para tomar unas copas.
Ahora se encontraban sentados juntos en un alejado rincón del salón del Claridge’s mientras Parker tomaba su primer trago, atento a todas las palabras que Nora estaba pronunciando.
Nora había repetido lo que el embajador Youngdahl le había contado acerca del encuentro de la turista estadounidense en el Kremlin con una mujer que afirmaba ser Billie Bradford. Nora estaba a punto de finalizar su relato y hablaba en voz baja y con gran vehemencia.
—Entonces la mujer que afirmaba ser Billie ha dicho que otra persona se estaba haciendo pasar por ella y ha huido corriendo.
—¿Otra persona que se estaba haciendo pasar por la primera dama? ¿Dicho con estas palabras?
—Según el embajador Youngdahl, sí.
—¿Y la mujer que afirmaba ser Billie ha dicho que la mantenían prisionera en el Kremlin?
—Exactamente.
—¿Se lo ha tomado en serio el embajador? —preguntó Parker, ingiriendo otro sorbo de whisky.
—De ninguna manera —contestó Nora—. Le ha parecido gracioso. Me lo ha contado riéndose.
—¿Cómo has reaccionado tú a lo que él te contaba?
—¿Cómo podía reaccionar? Al final, me he esforzado por reírme con él. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¿Tienes intención de referirle la historia a nuestra primera dama de aquí?
—No estoy segura. Por una parte, me gustaría ver cómo reacciona. Y, por otra, no quiero ponerla en guardia en modo alguno. ¿Tú qué piensas, Guy? ¿Debo decírselo a nuestra Billie?
—No, no lo hagas. Mi instinto me dice que es mejor olvidarlo.
—De acuerdo.
—¿Qué opinas seriamente de todo eso? —preguntó Parker, mirando fijamente a Nora.
—Me estremezco al pensarlo.
Parker jugueteó con el vaso.
—Desde luego, el embajador podría tener razón. La señora de Texas podría ser una de las muchas turistas chifladas que ve constantemente. Es posible que el incidente no haya ocurrido. O, en caso de que haya ocurrido, la mujer que ha afirmado ser Billie podría ser otra chiflada, estar mal de la chaveta. Por otra parte, teniendo en cuenta nuestros propios recelos, de ser ello cierto, se explicarían sin duda muchas cosas.
—Muchas cosas —convino Nora—. Pero, Guy, ¿cómo podría eso ser cierto? Puedo aceptar que la Billie de aquí haya sido sometida a un lavado de cerebro. Pero que la Billie de aquí sea una impostora me parece un disparate.
¿Cómo hubieran podido atreverse los rusos a hacer semejante cosa? No sé, me cuesta imaginar que hayan pensado siquiera en semejante posibilidad.
—Tienes razón —dijo Parker—. Parece descabellado.
Pero todo es posible. Sobre todo, a la luz de las demás pruebas que tenemos. Eso confirma nuestras sospechas.
Habían apurado sus vasos y Parker pidió otra ronda.
—Guy —dijo Nora, escudriñando el turbado rostro de Parker—, ¿qué podemos hacer nosotros? No veo…
—Podemos decírselo al presidente repuso él en tono categórico.
—¿Al presidente? —Nora se mostraba totalmente escéptica—. ¿Acudir a él y exponerle los hechos sin más?
¿Sin ninguna prueba? Diría que es una patraña.
Pensaría que estamos locos. Nos echaría de aquí o nos encerraría en el manicomio.
—Tal vez sí. Tal vez no. Depende. ¿Y si resultara que el presidente también ha estado albergando ciertas sospechas en relación con Billie? Eso le serviría de ayuda y le pondría en guardia.
—Guy, no puedes demostrar nada, ni una maldita cosa. En cambio, él está seguro de tener a su lado a su querida Billie y tal vez la tenga. Si le decimos eso y él no abriga ningún recelo, perderíamos toda nuestra credibilidad y su confianza. Y, si se lo contara a Billie, charlando con ella antes de irse a dormir, tanto si ella es Billie como si no, me despediría de inmediato. Y a ti también. Y quedaríamos al margen del asunto.
—Bueno, pues, ¿qué sugieres que hagamos? —preguntó Parker—. ¿Qué vamos a hacer?
—No haremos nada —dijo Nora—. La vigilaremos mientras podamos. Esperaremos una oportunidad, otro fallo más importante. Esperaremos a que ocurra un hecho real.
Parker tomó el nuevo vaso de whisky y bebió con aire pensativo. Comprendía lo que estaba penetrando en su imaginación. Hasta ahora, le había negado la entrada.
Era un deseo casi perturbador de participar de algún modo en un sistema de gobierno que había aprendido a respetar y en el que quería influir para mejorarlo. Había sido uno de los factores que le habían inducido a incorporarse al equipo de Bradford, convirtiéndose en uno de sus redactores de discursos. Se había apartado del centro de la acción cuando había accedido a convertirse en colaborador de Billie. Se había dejado subyugar por el dinero y por el encanto de Billie. Pero se estaba sintiendo nuevamente atraído por el centro. Por casualidad, o tal vez no por casualidad sino gracias a su fino sentido de la observación, había descubierto algo susceptible quizá de convertirse en una amenaza al sistema de vida que él apreciaba. Sólo él podía despertar al gigante dormido. Aunque no pudiera mejorar el sistema, tal vez él solo pudiera contribuir a conservar la mejor parte del mismo. Sabía que no podía formular aquellas ideas. Hubieran parecido una página sacada de un manual de boy scouts. Se lo hubieran parecido incluso a Nora. Los hombres maduros no pensaban o no hablaban así.
Miró a Nora. ¿Qué había dicho? No haremos nada… Esperaremos una oportunidad… Esperaremos a que ocurra un hecho real.
—La espera vigilante es algo demasiado pasivo para mí, Nora —dijo—. Creo que voy a hacer algo más que eso. Creo que voy a pisarle los talones a nuestra Billie.
Dondequiera que vaya a partir de ahora, yo la seguiré de cerca. La voy a seguir como una conciencia culpable.
—No sé. Si te acercas demasiado, es posible que te lastimen.
—Y si no me acerco —dijo Parker—, es posible que nos lastimen a todos.