6

Fuerzas Aéreas Uno había despegado de la base aérea el de Andrews en Maryland hacía dos horas y ahora gigantesco cuatrimotor de propulsión a chorro estaba sobrevolando el Atlántico a su máxima altitud, dirigiéndose con su fuselaje de aluminio y acero a la ciudad de Londres y a la conferencia cumbre.

En un rincón de la espaciosa sala de conferencias de la suite presidencial de diez metros de longitud, Guy Parker y la primera dama se encontraban reclinados en unos sillones azules, el uno frente al otro, con el magnetófono portátil de Parker encima de la mesa que había entre ambos. Parker se inclinó hacia delante para ver si había que sustituir la cassette, pero observó a través del contador digital que aún quedaba bastante cinta. Satisfecho, volvió a reclinarse en el sillón y se concentró en la tarea de conseguir de Billie Bradford nuevo material con vistas a la autobiografía.

—Bueno —dijo—, creo que ya tenemos todo lo que nos hace falta acerca de su noviazgo y su boda con el presidente. Ahora me gustaría abordar la cuestión del matrimonio. Sin embargo, antes de analizar los puntos más destacados, me gustaría conocer algo más acerca de sus relaciones personales con su marido hasta ahora. Me refiero a pequeños detalles íntimos que nadie conoce.

Cómo se llevan desde que se levantan hasta que se acuestan. No omita nada. Limítese a decirme todo lo que pueda con la mayor franqueza posible. Después lo podrá usted corregir, claro, cuando yo le muestre el primer borrador. Pero, de momento, sea sincera conmigo, Billie. Le repito, todos los pequeños detalles íntimos…

En aquel instante, Parker captó la expresión de su rostro y se detuvo a media frase. Billie estaba aterrorizada.

—Guy, ¿está usted loco? —dijo ella—. Ya debiera usted saberlo. Bajo ningún pretexto pienso comentar ningún detalle íntimo acerca de Andrew y de mí misma.

Ni lo sueñe. Me parecía que eso ya había quedado aclarado desde un principio.

—Pero usted una vez… —empezó a decir Parker, desconcertado.

—No —dijo ella enérgicamente—. Olvídelo.

—Billie, no quisiera…

—Por favor, no discuta conmigo —Vera extrajo un cigarrillo de la cajetilla que había sobre la mesa—. Será mejor que pasemos a otra cosa.

Perplejo, Parker le acercó el encendedor al cigarrillo y, finalmente, se volvió a reclinar en su asiento.

—Muy bien, otra cosa. La personalidad de su marido, tal y como usted la ve.

¿Se refiere usted a su humor y demás?

—A su humor, su temperamento, todo lo que se le ocurra.

—Déjeme pensar… —dijo ella, exhalando el humo.

Empezó a recordar cosas acerca de su marido. Cosas halagadoras y, en general, pueriles. Parker la estaba escuchando a medias mientras la cinta seguía girando.

«Todo muy aburrido», pensó. Por regla general, Billie solía mostrarse más brillante y perspicaz. Vera habló durante diez minutos mientras él aguardaba pacientemente a que dijera algo que le diera pie para conducirla de nuevo al punto del que se había desviado.

—Eso es muy interesante —dijo Parker, interrumpiéndola—, lo de que el presidente sea tan aficionado al cine.

—Antes frecuentaba mucho el ambiente cinematográfico, ¿verdad?

—Tenía amistad con algunas de aquellas personas.

—Incluso tengo entendido que salía con una actriz, una estrella cinematográfica, cuando empezó a cortejarla a usted… y entonces, si no recuerdo mal, la llevó a usted a una fiesta y la estrella estaba allí y ustedes dos tuvieron ocasión de conocerse…

—No es así, Guy. Él había estado saliendo con aquella actriz cinematográfica, pero ella y yo… no, jamás nos conocimos.

—Me parecía haber oído decir…

—No importa lo que usted haya oído decir, jamás nos conocimos —la primera dama se removió en el sillón y se levantó, desperezándose—. Ya hemos hablado suficiente por ahora —dijo. Señaló con la mano el dormitorio con las dos camas individuales—. Voy a tenderme un poco. Será mejor que todos estemos descansados con vistas a lo de Londres. Gracias, Guy.

Parker apagó rápidamente el magnetófono, lo recogió y se encaminó hacia la puerta.

—Trataré de encontrar un poco de tiempo para nosotros en Londres —le dijo ella a su espalda.

—Se lo agradeceré mucho.

Una vez fuera de la suite presidencial, Parker se alejó de la parte delantera del aparato, cruzó el compartimiento en el que se encontraban acomodados los cuatro agentes del servicio de seguridad, los cuatro guardias de seguridad de las Fuerzas Aéreas y la enfermera de la Marina y entró en el espacioso compartimiento reservado al personal de la Casa Blanca.

Al otro lado de la fotocopiadora, Parker observó que una de las dos máquinas de escribir eléctricas estaba libre.

Consideró la posibilidad de utilizarla para hacer algunas anotaciones, pero después lo pensó mejor. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Miró a su alrededor. Casi todos los cómodos asientos estaban ocupados por miembros del personal que dormitaban o bien estaban leyendo. Los sillones se encontraban situados el uno frente al otro, separados por mesas, y, en un par de ellos, se encontraban acomodados el asesor presidencial Wayne Gibbs y el jefe de protocolo Fred Willis, enfrascados en una partida de naipes. Más allá estaba Nora Judson, haciendo unas rápidas anotaciones en un cuaderno apoyado sobre la mesa. El sillón que tenía delante estaba vacío. Parker pensó en la posibilidad de ocuparlo. Necesitaba desahogarse con alguien del Ala Éste. Tal vez Nora no fuera la mejor elección teniendo en cuenta lo mucho que solía evitarle y lo poco comunicativa que acostumbraba mostrarse en su presencia, pero no se le ofrecía ninguna otra alternativa. Además, le gustaba contemplarle el busto.

Parker se acomodó en el sillón frente a Nora. Ella no levantó la cabeza y siguió escribiendo.

—¿Le importa que fume? —pregunto él.

—Estamos en un país libre —contestó ella sin dejar de escribir.

Parker se sacó del bolsillo la costosa pipa, la llenó de tabaco y le aplicó una cerilla que había sacado de un librito de fósforos que reproducía el sello presidencial en una cara y una imagen del Fuerzas Aéreas Uno en la otra. Permaneció sentado escuchando el zumbido de los turboventiladores del aparato, pasando revista a su reunión con Billie, y mientras lo hacia, advirtió que se le fruncía el entrecejo.

Pensó en la posibilidad de entablar conversación con el témpano que tenía delante y acababa de rechazar esta idea cuando ella levantó la cabeza y le miró.

—¿Qué le pasa? —dijo ella—. No le veo muy contento. ¿Ha ocurrido algo?

El interés de Nora le estimuló.

—Estoy desconcertado —dijo—. Su Billie es muy desconcertante.

Nora posó el lápiz y se reclinó en su asiento, juntando las yemas de los dedos de ambas manos.

—Y ahora, ¿qué?

—Acabo de tener una sesión con ella. Quería tratar el tema de su vida personal con el presidente.

Cualquiera hubiera creído que la había insultado. No quiso comentarla. Ni una sola palabra. Ni un solo detalle. Y, sin embargo, óigame bien, Nora, cuando iniciamos nuestras conversaciones hace dos meses, una de las primeras cosas que me dijo fue que accedería a comentar libremente conmigo su vida privada con el presidente, siempre y cuando pudiera revisar lo que yo escribiera. Me prometió que llegaría todo lo lejos que le fuera posible para conferir interés al libro de tal manera que ambos resultaran más humanos. De eso hace dos meses. Y ahora, hace media hora, me dice que ni hablar del peluquín, que jamás se le ocurriría comentar su vida personal. Y me dice que yo hubiera tenido que comprenderlo —Parker se quitó la pipa de la boca.

¿No le parece un poco raro?

Nora se encogió levemente de hombros.

—¿Qué tiene de raro? En dos meses puede haber cambiado de idea.

—Pero ¿de una manera tan radical? ¿Y actuando como si jamás lo hubiéramos comentado anteriormente? No lo entiendo —al ver que Nora le prestaba atención, Parker decidió seguir hablando y se apoyó contra la mesa—. Otra cosa. Tal vez usted me la pueda explicar. Al principio, cuando iniciamos nuestras conversaciones y estábamos pasando de un tema a otro, le dije a Billie que, en el transcurso de mis investigaciones, había leído en alguna parte que, cuando empezó a cortejarla, Andrew Bradford estaba saliendo con una famosa actriz de cine. Entonces empezó también a salir con Billie. Acompañó a Billie a una cena y allí coincidieron con la actriz. Un momento muy embarazoso. Le pregunté a Billie si era cierto y, en tal caso, si accedería a hablar de estas cosas. Ella se echó a reír y dijo que sí, que había ocurrido y que era una cosa muy graciosa de la que ya me hablaría cuando llegáramos a este punto en el libro. Muy bien y ahora, en la suite presidencial, en el momento que me ha parecido oportuno, he traído el incidente a colación y ella se ha mostrado muy hosca. Ha insistido en que jamás había coincidido con aquella actriz en una fiesta, en que jamás la había conocido, y ha dado por zanjado el asunto —se acercó una cerilla a la pipa—. Le digo, Nora, que no sé que pensar de todo ello porque la contradicción es evidente.

—¿Tiene usted grabadas estas presuntas afirmaciones contradictorias? —preguntó Nora, mirándole con curiosidad.

—No exactamente. La de hoy sí la tengo —dijo Parker, dando unas palmadas al magnetófono—. Pero la primera, no. Al principio, no grabábamos las conversaciones. Nos limitábamos a hablar, tanteándonos el uno al otro.

—Comprendo. O sea, que confía usted únicamente en su memoria.

—No soy un viejo chocho, Nora —dijo él en tono molesto.

—No, pero es humano. Todos nos confundimos algunas veces.

—Yo no estoy confundido. Ella ha incurrido en una tremenda contradicción. Y, ya que estamos en eso, permítame que le cuente otra cosa. Desde que regresó de Moscú, parece otra persona por lo que a mí respecta.

Nuestras sesiones solían ser agradables. Ella se mostraba graciosa, alegre e inteligente. Ahora… resulta aburrida… y sosa. No se diría que es la misma persona.

No sé, la Billie que yo conocía era distinta. Después se va a Moscú unos días y ahora parece otra Billie.

—Vamos, está simplemente cansada, eso es todo.

Fíjese el tute que le ha dado el presidente. Está hecha polvo.

—No —dijo Parker, empezando a sacudir la cabeza—, es algo más que eso, Nora. Es como si la hubieran sometido a un lavado de cerebro durante su estancia en Moscú. Le podría citar por lo menos otra media docena de ejemplos del extraño comportamiento que ha estado observando recientemente…

—No se moleste, Guy —dijo Nora, interrumpiéndole—. No quiero oír más porque todo eso es una absoluta estupidez. Me gusta usted por muchos conceptos, Guy, pero, cuando empieza a mostrarse receloso, extravagante y obsesivo, puede hacerse pesado.

Le aconsejo que deseche todos estos embrollos antes de que aterricemos en Londres. Ajústese a la realidad y a su trabajo y guarde el resto de sus fantasías para una novela. Le prometo que se la compraré. Eso, en cambio, no lo admito. Y ahora discúlpeme, tengo que ir al cuarto de baño.

Era la velada de su bienvenida oficial a Gran Bretaña, la recepción seguida de cena ofrecida por el ministro Dudley Heaton y su esposa Penélope en honor del primer ministro de la URSS, Dimitri Kirechenko, y del presidente de los Estados Unidos, Andrew Bradford, y sus esposas.

Hubiera sido también una de las veladas más emocionantes de su vida, pensó Vera, de no haber estado ella tan profundamente preocupada. La idea de que dentro de tres noches tendría que mantener relaciones sexuales —o cualquier otra cosa que él quisiera— con el presidente obsesionaba a Vera. A no ser que recibiera noticias de sus contactos del KGB en las próximas setenta y dos horas, se vería envuelta en graves dificultades. El temor a lo desconocido torturaba a Vera y destruía toda perspectiva de placer.

Cuando anoche habían tomado tierra en el aeropuerto de Northold, hubiera tenido que sentirse embargada por la emoción. Jamás había estado en Londres, a diferencia de Billie Bradford, pero Alex la había preparado minuciosamente para la visita. Era una experiencia que había estado aguardando con entusiasmo en el transcurso de todo su período de adiestramiento. Sin embargo, a pesar de toda la pompa y ceremonia que la había rodeado en la terminal inundada de luz, la angustia le había estado pisando los talones.

Acomodada en uno de los relucientes Rolls Royce que habían sido enviados al aeropuerto, trató de mostrarse emocionada y curiosa a lo largo de los veinticinco kilómetros que separaban el aeropuerto del West End londinense, pero, por dentro, estaba cavilando. Cuando su Rolls enfiló la calle Brook y se detuvo ante la puerta giratoria del discreto y majestuoso Hotel Claridge’s, se esforzó por mostrar interés. En el vestíbulo ricamente alfombrado, rodeada por sus agentes del servicio secreto y por los oficiales de seguridad británicos, sólo pudo echar un fugaz vistazo a la planta baja. A su izquierda, el pequeño mostrador del conserje y, más allá, una especie de mostrador para las llaves y, al otro lado, un solo y elegante ascensor; directamente enfrente, un espacioso salón con una orquesta uniformada y gente bebiendo y camareros con pantalones hasta la rodilla y, a su derecha, la zona de espera del vestíbulo junto a una ancha escalinata.

El director del hotel, vestido de frac, había acompañado al presidente y a su esposa desde la planta baja al primer piso, subiendo por la alfombrada escalinata. Ahora señaló hacia la izquierda.

—Cómo es lógico, tienen ustedes la Suite Real —le había dicho al presidente.

En el vestíbulo de entrada de la espaciosa suite, el director había tenido interés en mostrarle las dependencias. A pesar de lo cansada que estaba, Vera le siguió. El vestíbulo de entrada daba acceso al comedor, situado justo enfrente, y al salón, situado a la derecha.

Entraron en el comedor. El director dio unas palmadas sobre la superficie de la mesa ovalada.

—Regencia —dijo—. Hay ocho sillas. Les podemos traer más, si lo desean —señaló una puerta de color castaño de doble hoja con tiradores dorados que había a su espalda—. Conduce a una espaciosa suite contigua integrada por tres dormitorios y dos salones. Los transformamos en despachos antes de su llegada, señor presidente. Cuando disponga de tiempo para inspeccionarla, encontrará un pequeño vestíbulo que conduce a un salón que hemos dividido en toda una serie de pequeños despachos, incluido uno para su secretaria personal. Este conduce a otro salón que hemos convertido en su despacho particular. Como es natural, los dormitorios de la suite se han transformado también en despachos. Ahora, si quieren seguirme, les mostraré sus aposentos personales.

Otra puerta de doble hoja situada al otro lado y ya abierta daba acceso al salón de la Suite Real. Vera pudo observar que era magnífico. A sus pies, una mullida alfombra verde. Por encima de su cabeza, un techo blanco Wedgewood con una sola araña de cristal.

Examinó la estancia. Sillones, uno rojo y otro verde. Un curvado sofá verde, protegiendo un viejo piano de cola de color castaño, «propiedad en otros tiempos de D’Oly Calle, productor de las obras de Gilbert y Sullivan y presidente de nuestro Grupo Savoy», les había explicado el director. Unas ventanas que llegaban hasta el suelo iluminaban la estancia. Los ojos de Vera siguieron recorriendo la habitación repleta de flores, se detuvieron en un escritorio victoriano sobre el que había dos teléfonos y se desplazaron a una chimenea blanca, rematada por un espejo. El director estaba abriendo una puerta de color marrón situada junto a la chimenea.

—Si hacen el favor, el dormitorio.

Vera se adelantó al presidente, presa de la angustia.

Dos camas gemelas la una al lado de la otra, cada una de ellas con su propia mesilla y lámpara, con dos teléfonos grises en una de las mesillas y uno solo en la otra. Las barandillas de los pies de las camas eran de bejuco. El dormitorio resultaba agradable, con su techo y sus paredes de color verde concha. Un confidente. Un gracioso tocador con dos lámparas blancas y un triple espejo. Sobre la mesa había una bandeja con un cubo de hielo, champaña y copas. El presidente se sentó en una cama para probarla y se mostró complacido. Vera trató de sonreír.

Enfrente, un espacioso cuarto de baño. Todo mármol y más mármol. En un hueco, junto al excusado, un bidet. En un hueco situado al otro lado, una graciosa bañera con adornos incrustados. En medio, un lavabo de dos pilas. Vera llegó a la conclusión de que el emperador Tiberio se hubiera sentido a sus anchas allí.

—Espero que todo esté a su gusto —había dicho el director, disponiéndose a retirarse.

—Precioso —había dicho Vera—. Muchas gracias.

Lo había dicho en serio, aunque toda aquella hermosura no consiguiera aliviar la angustia que la dominaba por dentro.

Al retirarse, el director se había dirigido al presidente.

—Le recuerdo que su séquito ocupará el resto de la primera planta.

A continuación, el presidente había querido ver su despacho personal y después le había encomendado a Vera la misión de inspeccionar toda la primera planta para comprobar que todo hubiera sido adecuadamente dispuesto y que todos los miembros del séquito estuvieran bien instalados. A medianoche, con la ayuda de Sarah, Vera había deshecho el equipaje y, poco después de terminar, se había acostado con el presidente, presa de una gran inquietud. Eso había sido ayer.

Mientras el presidente despachaba con sus asesores, Vera había dedicado buena parte del día a visitar lugares de interés de Londres, acompañada de sus anfitriones británicos. Se suponía que muchas de aquellas cosas —el Museo Británico, la abadía de Westminster, una breve pausa frente al Hotel Dorchester (en el que se alojaba la delegación soviética), la Torre de Londres— le eran conocidas a Billie Bradford gracias a la visita que había efectuado en su época de estudiante y a su posterior estancia en calidad de representante de relaciones públicas. Vera se había visto obligada a simular un sentimiento de nostalgia. Pero todo aquello constituía para ella una novedad y le había hecho olvidar los oscuros pensamientos de su cerebro.

Mientras Sarah la ayudaba a vestirse en el dormitorio para la cena de gala, Vera pensó que las acogedoras camas gemelas iban a ser su Waterloo y entonces volvió a apoderarse de ella la angustia. Poco después, en el Humber oficial, sentada entre el presidente y el secretario de Estado para Asuntos Exteriores y la Commonwealth, el pulcro y parlanchín muy honorable Ian Enslow, había procurado prestar atención a los lugares históricos que Enslow le estaba señalando y describiendo.

Ahora el automóvil giró y se abrió ante ellos un amplio panorama de la calle Whitehall.

—Enfrente a la izquierda, en la esquina, el edificio pardo de tres plantas con la verja de metal negro frente a la entrada del museo es la Casa de Banquetes —estaba diciendo Enslow—. Giraremos a la Horse Guards Avenue. Para los grandes acontecimientos sociales se utiliza una entrada lateral muy poco llamativa. El recinto de la parte de atrás del edificio se utiliza como aparcamiento y para los camiones de los proveedores…, curiosamente, la Casa de Banquetes carece de cocina. Pero la comida, se lo prometo, será de primera calidad —se estaban adentrando en la Horse Guards Avenue cuando Enslow exclamó:

¡Santo cielo, cuánta gente!

Todo Londres y toda la calle Fleet deben estar aguardando aquí la principal atracción: usted, señor presidente, y su hermosa primera dama.

Se habían detenido ante el pasillo formado por dos hileras de policías metropolitanos que llegaba hasta la misma entrada. La inmensa muchedumbre de espectadores, contenida por una segunda hilera de policías empujaba para poder contemplar mejor a los personajes internacionales. El primer secretario británico había descendido del automóvil y estaba ayudando a Vera a salir. Una docena de fotógrafos, sosteniendo las cámaras por encima de las cabezas de los agentes de policía, estaban apuntando hacia Vera.

Ésta se abrió el abrigo de visón para que los suplicantes fotógrafos pudieran fotografiarle el traje de lamé dorado. Andrew Bradford descendió del vehículo, permaneció brevemente de pie al lado de su esposa para que los fotógrafos pudieran realizar su trabajo y después ambos siguieron a Enslow hacia la entrada de la Casa de Banquetes del siglo XVII.

Tras haber franqueado la pequeña puerta verde guarnecida con adornos florales, Vera se encontró en un vestíbulo junto a un busto de bronce de Jacobo I.

Mientras los hombres se quitaban los sobretodos y Vera entregaba su abrigo de visón a los encargados del guardarropa, Enslow indicó la ancha escalinata de piedra que conducía al salón de arriba de la Casa.

Empezaron a subir, situándose Vera entre ambos hombres.

—¿Nunca han estado aquí? —estaba preguntando Enslow—. Un antiguo granero bastante impresionante.

Lo mandó erigir Enrique VIII para Ana Bolena.

Construido y reconstruido muchas veces. No obstante, el Salón de Banquetes básico lo creó Íñigo Jones, todo un genio, para Jacobo I. No creo que les dé tiempo a visitarlo detenidamente, pero, si lo logran, no se pierdan las pinturas de Rubens del techo. Nueve paneles en total, encargados por el rey Carlos cuando Rubens estuvo aquí en Londres en misión diplomática. Todo el salón, de treinta y cinco metros de longitud, ha sido pintado de nuevo y remodelado con vistas al feliz acontecimiento de esta noche. Ya estamos en el rellano.

El primer ministro está esperando y el primer ministro bolchevique ya se encuentra aquí.

Apresada entre los oficiales de seguridad británicos que habían formado una cuña delante y los agentes del servicio de seguridad de los Estados Unidos que la protegían por la espalda, Vera trató de conservar la calma y el aplomo mientras cruzaban el alto dintel para entrar en la zona del salón Estuardo que había sido aislada del salón de banquetes propiamente dicho con el fin de que sirviera de sala de recepción. Vera pasó por entre las gigantescas columnas blancas de ambos lados, oyó la música que estaba interpretando la orquesta desde la galería de arriba y, de repente, se vio rodeada de personas.

El anfitrión y la anfitriona, el primer ministro Heaton, con una sonrisa en su redondo e insípido rostro, y su elegante esposa, que le ganaba en estatura por una cabeza, estaban aguardando. Vera recordó que les había conocido el verano pasado en una recepción que se había celebrado en su honor en los jardines de la Casa Blanca. Trató de recordar las instrucciones de Alex.

Heaton era exalumno de Harrow, colegio Balliol, Tory, Carlton Club, jerez, el Times. Le estrechó la mano y Heaton le susurró al oído lo mucho que le había encantado aquella fiesta al aire libre y lo complacido que se sentía de recibirla aquí en Londres.

El salón estaba repleto de invitados y el nivel de decibelios era el correspondiente a trescientas cotorras.

Comprimiendo en su mano el bolso adornado con cuentas y tomando del brazo al presidente, Vera se abrió paso entre la multitud de invitados vestidos de etiqueta, guiada por Enslow. A cada pocos pasos, había presentaciones y las comisuras de los labios y las mejillas le dolían de tanto sonreír y de tanto simular interés y atención. La presentación más importante fue aquélla en la que más se entretuvieron, es decir, la correspondiente al primer ministro Kirechenko y su esposa Ludmila. Vera observó que el primer ministro soviético no ofrecía esta noche un aspecto muy proletario. Su alargado rostro aristocrático, sus gafas de cristales sin reborde, su pulcra barba puntiaguda y su frac le conferían más bien la apariencia de un acaudalado ministro zarista. Su voluminosa consorte, enfundada en un horrible traje de organza de seda, parecía estar más gorda que de costumbre. Vera tuvo que recordar que, en su papel de la primera dama Billie Bradford, jamás había tenido ocasión de saludar al primer ministro Kirechenko y, en cambio, ya había conocido a Ludmila durante la Reunión Internacional de Mujeres celebrada en Moscú. Observó que el presidente y el primer ministro empezaban a conversar inmediatamente. Ella y Ludmila tenían muy pocas cosas que decirse porque Ludmila tan sólo conocía unas pocas palabras de inglés y Billie Bradford no hablaba el ruso.

Un rechoncho individuo con una nariz de patata, enfundado en un traje azul oscuro, se situó al lado de Ludmila y ésta le presentó en ruso, riéndose. En su papel de Billie, Vera se encogió de hombros como si no entendiera, pero, en su calidad de Vera, la presentación le dijo que el hombre en cuestión era Yankovich, uno de los guardaespaldas personales, perteneciente sin duda a el KGB.

Muy pronto, Vera y el presidente siguieron avanzando por entre la multitud de invitados. La mayor parte de las presentaciones fueron fugaces y sólo se recordaron fugazmente. Una de ellas causó impresión.

A Vera le presentaron a Mwami Kibangu, presidente de la nación africana de Boende. A través de los datos que le habían facilitado en Moscú, sabía que éste era un simple instrumento capitalista. Pero el pequeño y reposado negro resultó ser un hombre inteligente, listo y simpático. Vera no pudo evitar que le gustara.

Mientras se disponía a alejarse, dijo, guiñando el ojo:

—Ahora tengo que conocer a Nwapa… ¿dónde está?

Tanto Kibangu como Bradford se echaron a reír y Bradford la rodeó con su brazo y le dijo en voz baja:

—Ssss, oficialmente, Nwapa no existe… aunque sea el verdadero motivo de esta cena.

Poco después, el presidente se apartó para saludar a un ministro del gabinete británico y Vera se encontró sola entre la gente. Aceptó la copa de vino blanco que le ofrecía un camarero y después se acercó a una mesa para tomar un poco de caviar. Mientras lo hacia, observó por el rabillo del ojo que Ludmila Kirechenko también estaba sola y se había dirigido a un lejano rincón del salón para sentarse en un confidente, probablemente porque le dolían los pies. Vera comprendió que se trataba de una insólita oportunidad.

Al parecer, no había logrado convencer a el KGB de que su ignorancia en relación con la vida sexual del presidente y Billie estaba poniendo en peligro todo el proyecto. Ahora tenía la ocasión de pasar por encima del jefe del KGB y acudir directamente a los gobernantes de la nación. Unas palabras angustiadas a la señora Kirechenko permitirían que el asunto llegara inmediatamente a conocimiento del primer ministro, el cual, a su vez, instaría a Pietrov a que la ayudara con urgencia o bien abandonara el proyecto. Sí, se dijo a sí misma, eso era lo que tenía que hacer.

Se apartó de la mesa de los entremeses y se abrió paso por entre los invitados con el fin de acercarse a la persona que podía salvarla. Se sentó en el confidente al lado de la señora Kirechenko que, en un principio, se sorprendió y después se mostró complacida. Vera miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solas. Lo estaban, por lo menos, de momento.

Vera se inclinó hacia la esposa del primer ministro.

—Necesito su ayuda —le dijo en un susurro—. Por favor, dígale a su marido… que yo…

Interrumpió en seco lo que estaba diciendo. Recordó que la señora Kirechenko apenas entendía una palabra de inglés. Rápidamente, Vera empezó a hablar en ruso, para explicarle a la esposa del primer ministro la apurada situación en la que se encontraba.

Antes de que pudiera pronunciar dos frases, la señora Kirechenko se inclinó hacia ella con expresión preocupada y la interrumpió.

—No hable en ruso —le advirtió—. Usted no entiende el ruso. Es peligroso.

La esposa del primer ministro se levantó bruscamente, abandonó a Vera y se perdió entre la muchedumbre de invitados.

Vera se quedó sola. La señora Kirechenko tenía razón, claro. Las personas que se encontraban en un aprieto hacían cosas desesperadas. Vera se sentía abandonada y empezó a compadecerse de sí misma.

Entonces se dio cuenta de que alguien se encontraba de pie detrás del confidente, el guardaespaldas del KGB.

Yankovich que debió situarse allí en gesto protector cuando ambas damas habían empezado a hablar. Le dirigió una insensata sonrisa, pero él le volvió la espalda y empezó a seguir a la esposa del primer ministro.

Vera observó que los invitados se estaban dirigiendo hacia la entrada del salón de banquetes. Vio a su marido junto a Kibangu, haciéndole señas de que se acercara. Se apresuró a reunirse con ellos. Situándose entre su esposa y Kibangu, el presidente avanzó hacia la puerta de doble hoja.

En voz baja, Bradford le dijo a Vera:

—Todo un espectáculo el de la primera dama soviética y la primera dama norteamericana sentadas juntas en el confidente. ¿De qué estabais hablando?

—No tengo ni la menor idea —contestó Vera—. Era inútil. Sabe tan poco inglés como yo ruso. Cualquiera sabe lo que estaría diciendo.

—Supongo que ya nos enteraremos más tarde —dijo el presidente, esbozando una sonrisa. Bajó la voz.

Tenemos a unos agentes en este salón y estoy seguro de que ellos también los tienen. En eso consiste el juego.

Vera se sintió invadida por la emoción mientras franqueaban la entrada del salón de banquetes.

—¿Quieres decir que tenemos a un agente aquí?

¿Haciéndose pasar por soviético? ¿Trabajando para nosotros? Oh, Andrew, no puedo creerte.

Hablando en voz baja sin dejar de sonreír, él le dijo:

—Mira por encima del hombro. El ruso del cabello liso y de la narizota. El que está hablando con la esposa del primer ministro. ¿Le ves?

Vera miró por encima del hombro. Vio a Yankovich dirigiéndole unas palabras finales a la señora Kirechenko.

—¿Te refieres… al guardaespaldas soviético?

—Sólo que no es tal —murmuró Bradford—. El M16 británico lo colocó hace años. Pero ahora olvidémonos de eso. Vamos a cenar.

Vera se sintió envuelta por una oleada de horror.

Había hablado con la señora Kirechenko en ruso. Ella —la primera dama de los Estados Unidos que no hablaba el ruso— había hablado en ruso sin percatarse de que un agente británico se había acercado por detrás y tal vez hubiera escuchado sus palabras. Qué insensata había sido, qué error tan increíble acababa de cometer.

En caso de que Yankovich informara a los británicos, estaría perdida. El error podía ser fatal.

Miró de nuevo por encima del hombro. Yankovich se estaba despidiendo de la señora Kirechenko.

—Ya estamos —le oyó decir a su marido.

El presidente le había apartado una silla. Se sentó temblando y tratando de pensar en algún medio de salvar aquella peligrosa situación. El primer ministro Heaton se encontraba a su izquierda, dando instrucciones a un mayordomo de vinos. A su derecha, el presidente ya había iniciado una conversación con Kibangu. Sin prestar atención a la crema de salmón escocés que le habían servido, comprendió que tendría que actuar inmediatamente para evitar un desastre.

Con la mayor discreción posible, Vera empujó la silla hacia atrás, se puso suavemente en pie y, levantando unos centímetros el dobladillo de su traje dorado, se dirigió apresuradamente a la sala de recepción. Con la excepción de algunos rezagados que se estaban disponiendo a entrar en el salón de banquetes, la sala estaba vacía. Vio a la izquierda a Yankovich, dirigiéndose hacia el rellano y la escalinata.

Terriblemente trastornada, buscó a alguien que pudiera salvarla. Vera recorrió con la mirada la fila de desconocidos y vio al ayudante de Pietrov, el coronel Zhuk del KGB.

Procuró conservar la calma mientras se acercaba a él. Los ojos de ambos se cruzaron. Ella le hizo una leve señal, invitándole a que la siguiera y se encaminó hacia la puerta que conducía al rellano. Se percató que el coronel Zhuk se había apartado de la fila y la estaba siguiendo. Al llegar a la puerta, el coronel Zhuk se adelantó galantemente para abrirla.

Vera sabía que tenía que ser una conversación casual y distante. Ella era la primera dama de los Estados Unidos y él un jefe del servicio de seguridad soviético a quien apenas conocía.

—Gracias —dijo suavemente—. El que está bajando por la escalera y se dispone a abandonar el edificio…

—¿Yankovich?

—Un agente británico —dijo Vera con una sonrisa.

Me ha oído hablar en ruso con la señora Kirechenko.

—¿Agente británico? ¿Está segura?

—Me lo ha dicho el presidente.

El coronel Zhuk le devolvió la sonrisa, pero la miró con crueldad.

—Regrese dentro. No se inquiete. Yo me encargaré del asunto… si ya no es demasiado tarde.

Mientras daba media vuelta, observó que el coronel Zhuk bajaba a toda prisa por la escalera.

La orquesta del salón de banquetes había terminado de interpretar una composición cuando ella regresó a su asiento, sintiéndose observada. Tan pronto como ella hubo tomado asiento, el primer ministro Heaton, que había estado escuchando la traducción que un intérprete le había hecho de las palabras de la señora Kirechenko, sentada a su otro lado, asintió con la cabeza y se levantó para hacer un brindis. Vera volvió la cabeza. Su marido la estaba mirando con el ceño fruncido.

Más tarde no recordaría lo que había ocurrido a continuación.

Las horas subsiguientes —la cena con su borsch, su lomo frío de cordero, la conversación, la música—, transcurrieron confusamente. Reaccionó a todo como una autómata. El fatal error que había cometido, los reproches que ella misma se estaba haciendo, cruzaban incesantemente por su imaginación. Todo ello constituía ahora su máximo temor y el carácter inmediato de la posibilidad de ser descubierta había borrado el miedo que le inspiraban las relaciones sexuales. Para las relaciones sexuales faltaban todavía tres noches. En cambio, lo de Yankovich estaba ocurriendo ahora, esta noche.

El banquete pareció prolongarse indefinidamente.

Vera apenas prestaba atención.

Al final, poco antes de la una de la madrugada, pudieron encontrarse de vuelta en la intimidad de la suite del Hotel Claridge’s. Tan pronto como se quedaron solos en el dormitorio y antes incluso de que Vera pudiera quitarse el abrigo de visón, el presidente se dirigió a ella.

—¿Qué demonios te proponías? —le gritó el presidente. Su bien parecido rostro aparecía deformado por la cólera. Vera había oído hablar de sus ocasionales accesos de mal genio. La habían informado al respecto.

Pero no había sido testigo de ninguno y éste le pilló por sorpresa.

—Yo… no sé qué quieres decir.

—Sabes muy bien lo que quiero decir —replicó el presidente, quitándose la corbata de pajarita.

Dejándonos plantados justo en el momento en que se iniciaba el banquete. Desapareciendo sin más. Jamás habías hecho nada semejante. Ha sido una terrible muestra de mala educación. Eso no se hace, tanto menos con los británicos.

—No pude evitarlo, Andrew —dijo ella, tartamudeando—. Tenía… tenía que ir al lavabo.

Habías ido al lavabo antes de salir de aquí.

—No era eso —dijo ella, procurando recuperar el aplomo—. De repente, me he encontrado mal y he sentido náuseas. Tenía que reponerme. Supongo que habrá sido a causa de la excesiva agitación.

—Hubieras podido arreglártelas —dijo él, quitándose la chaqueta.

Vera observó que el presidente se había calmado y ya estaba pensando en otra cosa.

—Lo siento de veras, Andrew —dijo en tono arrepentido.

—No te preocupes —contestó él—. He pensado que debía decírtelo —añadió como hablando consigo mismo mientras trataba de quitarse los botones de la camisa.

—Deja que te ayude —le dijo ella.

Pero él ya había conseguido desabrocharse la camisa y quitársela.

—Procura descansar —le dijo lacónicamente.

Dejó la camisa en una silla y, con el torso desnudo, se encaminó hacia el cuarto de baño y cerró la puerta.

Vera se despojó de las joyas y empezó a desnudarse.

Tendría que andarse con mucho cuidado en todo lo que hiciera, se advirtió a sí misma. Él estaba muy nervioso y preocupado por la cumbre. Probablemente ya se habría formado una opinión de Kirechenko y sabía que la conferencia iba a ser muy dura. Sin embargo, su preocupación no llegaba hasta el extremo de inducirle a pasar por alto cualquier comportamiento insólito por parte de su esposa o de no convertir dicho comportamiento en un pretexto para desahogar su tensión.

En caso de que persistiera aquel estado de ánimo, resultaría casi imposible que comentara tranquilamente con ellas los planes de la delegación estadounidense.

Casi imposible, de no ser por la ventaja de que ella disponía. La reanudación de las relaciones sexuales dentro de tres noches. Cabía la posibilidad de que con ello lo consiguiera, pero también corría el riesgo de perderse. Esta noche se había puesto demasiado nerviosa. El hecho de haberse atrevido a expresar sus temores a la esposa del primer ministro había sido una temeridad. Había sido una ingenua al no haber supuesto que la recepción estaría infiltrada de agentes dobles.

Había estirado innecesariamente el cuello y el hacha podía caer de un momento a otro. Reflexionó acerca de aquella paradoja: tal vez perdiera la cabeza… porque había perdido la cabeza.

Se había puesto el camisón. Se dirigió al salón, procurando calmarse para poder dormir. Cuando regresó al dormitorio, Andrew aún no estaba allí. La puerta del cuarto de baño seguía cerrada. Se preguntó si debería esperarle. En realidad, no le apetecía seguir hablando con él esta noche, teniendo en cuenta su mal humor.

Se tragó la habitual píldora de dormir de Billie con un poco de agua y se acostó.

No pudo conciliar inmediatamente el sueño, tal como había esperado. Vera permaneció tendida durante diez minutos, procurando no pensar. Cuando oyó abrirse la puerta del cuarto de baño, cerró los ojos y fingió estar dormida. Se apagaron las luces y se escuchó el crujido de la otra cama.

Comprendió que debía haberse adormilado porque se medio despertó a causa de los insistentes timbrazos del teléfono del presidente.

Andrew despertó sobresaltado, se incorporó en la cama, encendió la luz y extendió la mano hacia el teléfono.

—¿Sí?… Sí, en efecto —escuchó—. ¿Quién?… ¿Heaton a esta hora? De acuerdo, espere, voy para allá.

Colgó el teléfono, se levantó de la cama y se estaba poniendo la bata de seda azul cuando observó que su mujer se había despertado.

—El primer ministro Heaton —le explicó—. Tengo que ir a mi despacho. Quiere que hablemos a través del teléfono desmodulador. Sigue durmiendo.

Completamente despierta, ella le vio abandonar el dormitorio, le oyó abrir la puerta que comunicaba con la suite contigua, dividida en toda una serie de pequeños despachos para que le sirviera de oficina provisional. Le oyó hablar con el encargado del turno de noche del servicio de señales. Después se hizo el silencio.

Vera permaneció inmóvil, con los ojos abiertos. El primer ministro británico llamando al presidente de los Estados Unidos a las tres y cuarto de la madrugada.

¿Qué estaría ocurriendo? Vera no quería aventurarse a hacer ninguna conjetura.

Ocho minutos más tarde, Andrew Bradford regresó y se quitó la bata.

—¿Ocurre algo malo, Andrew? —le preguntó ella.

—Bastante malo —contestó él enigmáticamente mientras rodeaba la cama, se sentaba en ella y se frotaba los brazos.

—Nuestro mejor agente en la delegación rusa… acaban de encontrarle… muerto.

—¡Muerto!

—Scotland Yard le ha pescado en el Támesis hace media hora… heridas múltiples por arma blanca… acuchillado hasta morir.

—Qué horrible. ¿Ha sido un robo?

—Lo dudan. No le han tocado el dinero. Parece ser que se trata de un asesinato político.

—¿Uno de nuestros agentes?

—Británico, pero uno de los nuestros, sí. Los británicos le reclutaron en Moscú hace años. Vino aquí con la delegación soviética, en calidad de uno de los guardaespaldas asignados a la señora Kirechenko.

Estaba en la fiesta de esta noche. ¿No te lo indiqué? No me acuerdo. Un sujeto apellidado Yankovich —sacudió la cabeza—. Una grave pérdida. La cumbre no empieza con muy buenos auspicios que digamos.

Apagó la lámpara y se deslizó bajo la manta.

—No sé quién le habrá delatado —añadió en la oscuridad. Bostezó—. En fin, será mejor que procuremos dormir. Buenas noches, Billie.

—Buenas noches, cariño.

Hasta varios minutos más tarde, cuando le oyó roncar, no se atrevió Vera a pensar en lo que había ocurrido.

La violencia la hizo estremecer.

Se tendió de lado y hundió profundamente la cabeza en la almohada de plumas.

Se sentía aturdida de alivio. Estaba a salvo, por lo menos durante otros tres días. Hasta eso le parecía ahora menos amenazador. El KGB la había protegido, tal como Alex le había prometido que iba a hacer.

Volvería a protegerla.

A pesar de que el presidente y la primera dama y muchos de los principales colaboradores se encontraban en Londres, Isobel Raines había tenido un día insólitamente ajetreado en la Casa Blanca. Al consultorio del doctor Rex Cummings había acudido una incesante corriente de personal de la Casa Blanca con toda clase de pequeñas dolencias y molestias y, en su calidad de única enfermera del consultorio, Isobel se había visto obligada a hacer horas extraordinarias.

Ahora, mientras enfilaba con su BMW la calzada de su casa de Bethesda, observó que disponía de muy poco tiempo. Se había citado para cenar con sus dos mejores amigas en un restaurante de Georgetown y no quería llegar tarde. Le encantaban aquellas cenas mensuales, las copas y los chismorreos, los comentarios acerca de la vida y del futuro. No quería perderse nada. Si se daba prisa, suponía que aún podría tomarse un baño antes de vestirse para la cena.

Isobel introdujo el automóvil en el garaje, accionó el freno de mano y cerró el encendido. Mientras extendía la mano hacia la portezuela, su mirada captó algo en el espejo retrovisor, aparte su desgreñado cabello rojizo. Al enfilar la calzada, había observado un Ford con dos hombres indescriptibles en su interior, aparcado en la otra acera, frente a su casa. No había prestado la menor atención a los ocupantes del vehículo, suponiendo que estarían aguardando a alguien de la casa de la acera de enfrente.

Pero se había equivocado. El espejo retrovisor le dijo que los dos hombres o, por lo menos, uno de ellos, la esperaban a ella.

Uno de ellos había descendido del Ford, había cruzado la calle y estaba subiendo por su calzada. Era un hombre corpulento y bigotudo, con los ojos protegidos por unas gafas oscuras, y, por lo que ella podía ver, era un desconocido. Mientras el hombre se acercaba y su imagen se iba agrandando en el espejo, se preguntó si sería un atraco. No era probable. Aún era de día. Clavó los ojos en el espejo con fascinación. Le parecía un rostro familiar y, de repente, lo reconoció.

—¡Mierda! —exclamó.

Fue a abrir la portezuela del vehículo para escapar, pero él ya había entrado en el garaje y había abierto la portezuela del otro lado.

—Señorita Raines —le gritó—, le sugiero que se quede sentada al volarte. Necesito mantener una pequeña conversación con usted. Dentro del coche se está más cómodo.

—Ahora no —dijo ella, con un pie fuera del vehículo—. Tengo prisa. Déjeme en paz.

Él se acomodó tranquilamente en el otro asiento.

—Necesito tan sólo unos minutos —dijo.

—No, estoy…

—Señorita Raines —dijo el hombre con una serenidad excesiva—, quédese donde está.

Isobel, estaba medio dentro y medio fuera del vehículo. Pensó que no le convenía huir. Sería inútil.

Tendría que enfrentarse con él más tarde o más temprano. Entró de nuevo en el vehículo y cerró la portezuela.

—Muy bien, y ahora, ¿qué? —preguntó en tono irritado—. La última vez me prometió que nunca…

—Lo lamento —dijo él, interrumpiéndola—. Siento haber tenido que visitarla, pero es necesario. Se me ha pedido que obtenga cierta información de usted. Cuando la tenga, me marcharé y no le haré ningún daño. Le prometo que no volveré a molestarla.

—Eso ya me lo dijo en otra ocasión. ¿Quién demonios es usted?

—No importa quién sea —dijo Grishin—. Lo que a usted tiene que importarle es lo que yo sé.

Isobel era perfectamente consciente de lo que él sabía. Su antigua conexión en Detroit con Da Costa. Su actual situación en la Casa Blanca. Sus ocasionales revolcones con el presidente Bradford. Sus dos anteriores sumisiones al chantaje.

Llegó a la conclusión de que, con independencia de lo que ocurriera, aquello no podía seguir. Había adivinado desde un principio que representaban a algún país extranjero. No podía imaginarse cuál… o tal vez sí.

Desconocía el propósito de todas aquellas visitas. De una cosa estaba segura. No podía seguir traicionando al presidente.

—O sea que han venido a someterme a un chantaje —dijo.

—Sólo buscamos su colaboración —replicó él.

—Pues, bueno, no quiero seguir colaborando. Estoy harta de todo eso. Nunca va a terminar. Ya veo que nunca me van a dejar en paz. Por consiguiente, mejor será: que terminemos de una vez. Sigan adelante y revelen todo lo que quieran acerca de mi pasado. ¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? Perderé el empleo.

Habrá otros empleos en algún sitio. Pero yo tampoco les dejaré libres a ustedes. Acudiré al FBI y les hablaré de ustedes…

—Eso no sería aconsejable, señorita Raines —en el tono de voz de aquel hombre se advertía casi un matiz de pesar—. Sería perjudicial para su salud —hizo una pausa—. En cuanto a lo de vernos obligados a revelar su historia, no quisiéramos hacerlo. No queremos destruirla. Por favor, piénselo. Le prometo, y esta vez lo digo en serio, que no regresaremos. Conteste a una simple pregunta y todo habrá terminado.

Ella vaciló. El hombre parecía sincero. Tal vez hablara en serio. Si accedía a la petición, tal vez no la volviera a molestar. Lo pensó. Dependía de lo que quisieran saber de ella. Ya vería.

—La pregunta —dijo—, ¿cuál es?

—Es acerca… —el hombre estaba tratando de hallar una frase para expresarlo— acerca de las costumbres sexuales del presidente.

La cólera de Isobel afloró a la superficie.

—Pero ¿no se cansan de preguntar siempre lo mismo? Dios mío, ya es la tercera vez.

—Tenemos que saber algo más.

—También tienen que saber que no pienso decírselo.

Noes asunto de la incumbencia de nadie. En cualquier caso, eso no se puede explicar.

—Permítame que le facilite la labor, señorita Raines —dijo él rápidamente—. Déjeme expresarlo de otra manera. Alguien nos dijo, nos enteramos a través de otra fuente, que al presidente no le gusta… bueno, con toda franqueza, que al presidente no le gustan las relaciones sexuales normales.

Isobel no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

Súbitamente, estalló en carcajadas. Siguió riéndose.

Trató de controlarse.

—¿Quién… quién les dijo eso?

—No importa. ¿Qué tiene de gracioso?

Isobel había sacado un Kleenex del bolso y se estaba enjugando los ojos.

—Tiene gracia, eso es todo. Porque es falso.

—¿Falso?

—Completamente falso. Porque es absolutamente normal. ¿Lo entiende? Normal.

—¿Quiere decir…?

—Ya sabe lo que quiero decir —dijo ella, recuperando el aplomo—. Y ahora lárguese de aquí.

Déjeme en paz.

—Gracias, señorita Raines —dijo él asintiendo con la cabeza en gesto afable.

Abrió la portezuela y descendió del vehículo.

Ella le vio alejarse a través del espejo retrovisor.

Esperó a que se marchara el automóvil del otro lado de la calle. Entonces descendió del BMW y se encaminó hacia la casa.

No le daría tiempo a tomarse un baño.

En el salón de su suite del Kremlin en Moscú, Billie Bradford permanecía sentada en el sofá con las piernas recogidas, tratando de leer una edición inglesa, impresa en Moscú, de La llamada de la selva de Jack London.

No le interesaba especialmente el libro, pero éste le servía para ocupar las dos horas que faltaban para la cena.

Alertada por el ruido de la llave en la cerradura de la puerta principal, vio entrar a Alex Razin.

Inmediatamente cerró el libro, lo apartó a un lado y bajó las piernas. A pesar de que seguía catalogándole todavía como enemigo, lo hacía con una leve incertidumbre. Le gustaba. Era la única persona honrada del otro bando.

Además, le apetecía la compañía humana.

Él dejó los últimos periódicos encima de una mesa y se le acercó.

—¿Cómo está hoy, señora Bradford?

—Decepcionada y un poco aburrida —le contestó ella como de costumbre.

—No puedo entenderlo. ¿Le apetece tomar un trago conmigo?

—Desde luego —contestó ella—. El mío que sea doble.

Junto al bar adosado a la pared, mientras le preparaba un whisky a Billie y se servía un vodka para sí mismo, Alex preguntó:

—¿Ha estado usted ocupada en algo?

—En cierto modo. Todo es muy deprimente.

—¿Y eso?

Razin le ofreció a Billie un whisky doble mientras él tomaba un sorbo de vodka.

Ella dio unas palmadas al cojín de al lado del sofá en el que se encontraba acomodada.

—Siéntese aquí —él la complació y ella añadió:

Escuche la historia de mis desdichas.

—¿Tan mala es?

—He empezado con el noticiario radiofónico en inglés —dijo ella, ingiriendo de golpe tres centímetros de whisky—. Casi todo dedicado a mi marido y al primer ministro Kirechenko, a sus actividades durante su primer día de estancia en Londres, a la cena de gala ofrecida por el primer ministro británico, a algunas conjeturas políticas acerca de la conferencia cumbre y acerca de Boende, y también a la noticia del guardaespaldas soviético flotando en las aguas del Támesis, acuchillado a muerte.

—Desgraciadamente, es cierto —dijo Razin.

—Ni una sola palabra a propósito de la primera dama, exceptuando el dato de que acompañó al presidente a la cena de gala. Después he puesto el noticiario de televisión. Esta vez, allí estaba yo en toda mi gloria. Resplandeciente, tomada del brazo de Andrew, en Whitehall, entrando en la Casa de Banquetes —Billie se volvió a mirar a Razin—. ¿Sabe usted que esta miserable y pequeña farsante estaba luciendo realmente mi nuevo traje de noche de Ladbury, el dorado? No podía dar crédito a mis ojos. Hubiera querido matarla. Y toda aquella gente saludándola, vitoreándola, el público, la prensa, los guardias, los miembros de la escolta británica, y nadie podía adivinar nada. Y tanto menos Andrew. Me he quedado de una pieza. No logro imaginar cómo se las puede arreglar.

Mire, Alex… —se detuvo—. Ya está, le he llamado Alex.

Ahora tendrá que llamarme Billie… si es que yo soy Billie.

—Gracias, Billie.

—Mire, me he sentido tan desesperada, tan perdida.

Como si no existiera. Como si hubiera dejado de ser una persona. Nadie en ningún lugar parece saber que existo.

Nadie me necesita ni me echa de menos. ¿Se asombra de que me sienta deprimida? No tiene usted idea…

Sus ojos se habían humedecido. Se mordió el labio, sacudiendo en silencio la cabeza.

Conmovido, Alex la rodeó instintivamente los hombros con su brazo, tratando de consolarla.

—Comprendo sus sentimientos —le dijo. Retiró rápidamente el brazo—. Beba —añadió.

Ambos bebieron sin hablar.

Él posó el vaso y sus dedos juguetearon un rato con la raya de su pantalón.

—Hay algo que tengo que discutir con usted —dijo.

Su estado de ánimo me lo hace doblemente difícil.

—Ahora estoy bien —dijo ella—. ¿De qué se trata?

—Es algo que no debiera decirle, pero considero que tengo que hacerlo.

Billie se estaba poniendo cada vez más nerviosa.

—Dígamelo.

—¿Recuerda el otro día, cuando me vi obligado a preguntarle en términos generales qué tal era su marido como amante? No quería hacerlo, pero usted comprendió la situación y tuvo la amabilidad de ayudarme. Tuve que repetirle a Pietrov lo que usted me había dicho. ¿Lo sabía usted?

—Sí.

—Bueno, le referí a Pietrov lo que usted me había dicho. La información era de carácter general y, en realidad, no les servía más que para una cosa. Era un medio de poner aprueba su sinceridad. Sea como fuere, inmediatamente el KGB se puso en contacto con otras fuentes en los Estados Unidos, para comprobar si usted había dicho la verdad a propósito de su marido. Me temo que ahora piensan que usted no fue sincera. Por lo que han podido averiguar desde entonces, usted mintió a propósito de su marido.

—¡Eso es ridículo! —estalló Billie—. ¿Qué otras fuentes? ¿Qué otra persona podría saber cómo se comporta mi marido conmigo en la intimidad? ¿Qué otra persona podría contradecirme? ¿Otras fuentes?

¿Qué significa eso?

—No puedo decírselo porque no lo sé. Yo no estoy obligado a saber cómo actúa el KGB.

Billie estaba pensando todavía en las otras posibles fuentes del KGB.

—Simplemente no hay nadie a quien pudieran haber acudido —dijo, hablando más consigo misma que con Razin—. A no ser que hayan localizado a alguna mujer con quien Andrew pudiera haber hecho el amor antes de conocerme a mí. O tal vez crean haber encontrado a alguien con quien Andrew haga el amor ahora que ya está casado conmigo, alguna mujer secreta. Lo dudo.

Aunque tal vez sea cierto. No lo sé. Pero ¿suponiendo que existiera esta mujer? Es posible que con otra mujer se comportara de manera distinta a como lo hace conmigo. Eso no les diría nada acerca de nosotros —se percató de la presencia de Razin—. ¿No está de acuerdo?

Son unos necios absolutos.

—¿Qué puedo decirle? —dijo Razin, extendiendo las manos—. Sólo puedo comunicarle, sin que ellos lo sepan, que, en su opinión, está usted mintiendo y no fue sincera a este respecto… razón por la cual es posible que tampoco sea sincera en otras cuestiones. Hoy se han reunido para hablar del asunto. Me he enterado de la reunión más tarde. He decidido advertirla. Billie, la aprecio lo suficiente como para revelarle todo lo que sé.

Tengo que avisarla. Para que cambie de actitud, para que sea sincera, es posible que tengan previsto castigarla.

—¿Castigarme? —preguntó Billie con incredulidad.

—Pueden ser despiadados.

—¿Puede usted explicarme eso?

—Conozco otros casos. A los sospechosos se les ata y se les interroga sin descanso. Si se niegan a hablar, se les mantiene sin agua ni comida. Si siguen obstinándose, son torturados. Lamento decirle estas cosas, pero…

—¿Torturados? ¿A pesar de ser quién soy?

—No importa quién sea usted. Le pueden arrancar las uñas, quemarle el cuerpo, golpearla, azotarla, romperle los huesos, mancillarla y someterla a toda clase de brutalidades. No hay ningún límite. Son capaces de cualquier cosa para darle al prisionero una lección, para enseñarle a decir la verdad la próxima vez.

—¿Me van a hacer eso a mí? —preguntó Billie, aterrada.

—Podrían hacerlo.

—Alex, ¿qué puedo hacer?

Su pregunta quedó en suspenso mientras él se levantaba y encendía la radio. Sintonizó con una emisora que estaba transmitiendo música, elevó el volumen y regresó junto a ella.

—¿Qué puede hacer? —repitió él—. No puede hacer nada… como no sea tal vez confiar en mí. No quiero que la torturen. La aprecio demasiado. En cierto modo, somos conciudadanos estadounidenses.

—Oh, Alex, si me ayuda, no lo lamentará.

—He decidido correr el riesgo. Voy a ayudarla a huir.

Billie se sintió invadida por la emoción y, espontáneamente, le abrazó, le besó en la mejilla y le dio las gracias. Turbado, Razin la apartó.

—Tiene usted que comprender el riesgo… que ambos corremos —dijo él en tono grave—. Si nos apresan y yo me veo mezclado, seré hombre muerto… y usted, usted deseará morir.

—Por lo que a mí respecta, no me importa —dijo ella sin vacilación—. Por usted es por quien…

—No piense en mí. A mí me preocupa usted —Razin hizo una pausa—. ¿Está dispuesta a correr el riesgo?

—Lo estoy, lo estoy.

—Muy bien —dijo él, levantándose—. Tengo un plan.

Ya lo he elaborado.

—¿Para cuándo? —preguntó ella, levantándose.

—Para mañana. Descanse todo lo que pueda.

Póngase la ropa menos llamativa que tenga. Calce zapatos sin tacón. Esté preparada mañana a esta hora.

La veré entonces.

Razin fue a marcharse. Ya en la puerta, ella se le acercó apresuradamente, le asió por los hombros y le miró fijamente a los ojos.

—Alex, ¿por qué lo hace?

Él sostuvo su mirada.

—Porque la quiero —dijo, alejándose bruscamente.

La rueda de prensa para los periódicos británicos se estaba celebrando en la sala de recepción del salón de baile del Hotel Claridge’s, contiguo al vestíbulo del hotel.

Nora Judson había invitado a veinticuatro de los más conocidos e influyentes directores, periodistas y reporteros de Londres y ninguno de ellos había rechazado la invitación. Se encontraban acomodados en las sillas de respaldo curvado, con los blocs de notas sobre las rodillas, frente a Billie Bradford, que se hallaba en una plataforma adornada con flores. Algo por detrás de Billie, y también sentada en una silla de respaldo curvado, Nora sonreía, asentía con la cabeza y tomaba notas, calificando en realidad la actuación de la primera dama (de acuerdo con una escala de valoración de 1 a 10 en la que el 10 representaba la máxima perfección) mientras ésta contestaba a cada pregunta.

Aquel encuentro con los representantes de la prensa británica, que la mayor parte de los visitantes extranjeros consideraba mordaz y sarcástico, había resultado ser tan cordial como una reunión amorosa.

Durante más de dos años, los periodistas británicos se habían mostrado entusiastas de la primera dama de los Estados Unidos vista de lejos, pero ahora, al contemplar su encanto personalmente, su entusiasmo se había convertido en pura adoración.

La conferencia se había iniciado hacía cuarenta y cinco minutos y, según el sistema de puntuación de Nora, Billie había merecido un 9 o un 10 en cada respuesta que había dado. Desde las observaciones iniciales de Billie (acreedoras con toda justicia a un 10), cautivadoras y llenas de gracia —«en realidad, excelentes», pensó Nora, pese a haberlas escrito ella misma— hasta la respuesta de Billie a la última pregunta, las cosas habían salido a pedir de boca.

Afortunadamente, Billie había sido bien informada acerca de las preguntas que le iban a hacer y, hasta ahora, todas habían sido conocidas de antemano. Nora hojeó el bloc de notas y revisó algunas de las preguntas que se habían formulado. ¿Había estado la señora Bradford alguna otra vez en Londres? ¿Cuáles habían sido sus impresiones de las otras veces, comparadas con aquella visita? ¿Desempeñaba ella algún papel en la toma de decisiones del presidente? ¿Le había resultado agradable reunirse con la esposa del primer ministro soviético? ¿Cómo tenía previsto la señora Bradford transcurrir su tiempo libre en Londres? ¿Acudiría por su cuenta a visitar algún lugar de interés? ¿Iría de compras? ¿Qué compraría? ¿Le había confeccionado Ladbury todo su nuevo vestuario? ¿Qué iba a lucir en la recepción que se iba a celebrar al día siguiente en la Embajada soviética?

Nora estaba encantada de la puntuación de Billie.

Sus respuestas improvisadas habían sido tan suaves como la seda, pero habían resultado al mismo tiempo animadas, llenas de colorido, anecdóticas y modestas.

Maravilloso, maravilloso y, dentro de unos minutos, todo habría terminado y Billie habría cumplido con su misión de aquel día.

Nora levantó la mirada del bloc justo en el momento en que un hombre alto y de anchas espaldas, enfundado en un traje marrón, se levantaba en la segunda fila y se presentaba.

—… del Observer —estaba diciendo—. ¿Me permite una pregunta personal?

—Por favor —dijo Billie Bradford.

—Habida cuenta de su larga amistad con ella —dijo el periodista del Observer—, me gustaría conocer su opinión acerca de Janet Farleigh.

Nora se volvió a mirar a Billie. Para su asombro, Billie esbozó una sonrisa mientras se disponía a contestar.

—La aprecio mucho —estaba diciendo Billie.

Considero a Janet Farleigh como un miembro de mi familia. Tal como usted ha dicho, la nuestra es una larga amistad. La conocí en ocasión de mi primera visita a Londres en mi época adolescente. Fue muy amable conmigo y me enseñó muchas cosas. Me sentí muy orgullosa de Janet cuando empezó a escribir sus novelas para jóvenes y éstas se hicieron populares en el Reino Unido. Nunca podré comprender la razón de que sean prácticamente desconocidas en los Estados Unidos. Si puedo, me encargaré de modificar esta situación. En cualquier caso, estoy deseando volver a ver a Janet.

Espero hacerlo la semana que viene.

Nora hizo una mueca y cerró los ojos.

La agitación se extendió entre los representantes de la prensa, seguida de un murmullo de voces. Nora abrió los ojos y vio que los periodistas se miraban unos a otros.

Una pechugona dama británica de la última fila se había levantado, presentándose como periodista del Tatler.

—Señora Bradford —prosiguió diciendo—, no estoy segura de haberla entendido bien. Ha dicho usted que espera ver a Janet Farleigh la semana que viene. Sabrá usted que la señora Farleigh murió de cáncer hace dos semanas, ¿no es cierto?

Se había hecho el silencio en el salón. Todos los ojos estaban clavados en Billie Bradford. La sonrisa de ésta se había borrado y había sido sustituida inmediatamente por una expresión de dolor. Nora la observó con atención. Sus ojos no parpadeaban.

—Perdonen esta frase tan poco afortunada —dijo la primera dama con gran aplomo—. Ocurre que no puedo aceptar la muerte de Janet. Para mí sigue viviendo.

Ciertamente, yo fui una de las primeras personas a las que la familia informó de su prematura muerte. Al afirmar que esperaba verla…, quería decir que esperaba ver el lugar de su último descanso… su tumba… la semana que viene.

Se escuchó una cáustica voz entre los representantes de la prensa:

—No pierda el tiempo buscando su tumba, señora Bradford. No la hay. Lo que queda de ella reposa en el interior de una urna en la repisa de la chimenea de la vivienda que ocupa la familia en St. James’s Place. Fue incinerada.

—Pues claro —dijo Billie con firmeza—. A eso me refería. Tengo intención de visitar a la familia la semana que viene para expresarle mi condolencia. ¿Alguna otra pregunta?

Mientras escuchaba, Nora se sintió invadida por la inquietud. Se pasó la lengua por los labios y advirtió que su labio superior estaba húmedo. Buscó un pañuelo en el bolso, lo encontró y se enjugó el sudor. Contempló el bloc abierto, anotó rápidamente la pregunta relativa a Janet Farleigh y, al cabo de un rato, anotó la puntuación. La puntuación era 0.

Mientras Billie terminaba de contestar a la última pregunta, Nora se levantó.

—¡Gracias, señora Bradford! —dijo, levantando la voz. Dirigiéndose a los representantes de la prensa, añadió:

Gracias a todos y cada uno de ustedes.

Mientras los periodistas se levantaban, Nora tomó a Billie del brazo y la acompañó hacia el vestíbulo.

—Enseguida estoy con usted. Deje que primero me libre de ellos.

Esperó a que Billie entrara en el ascensor y después se dirigió a la entrada principal para despedirse de muchos de los periodistas. La sala de recepción se vació en menos de cinco minutos. Antes de cerrar la puerta, Nora pudo escuchar las palabras de dos periodistas que se habían quedado rezagados y estaban conversando entre sí.

—Ha habido un momento embarazoso hacia el final, ¿verdad? —dijo uno.

—Extraño —dijo el otro—. Inexplicable.

Nora cerró la puerta y se apoyó contra la misma, tratando de recuperar el equilibrio.

«Inexplicable», pensó. «Tal vez», se dijo.

Tras haberse recuperado, abandonó la sala, cruzó el vestíbulo, subió corriendo la escalera y entró en la Suite Real. Llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio y entró.

Billie Bradford se encontraba sentada ante el espejo del tocador, arreglándose el cabello. Vio a Nora reflejada en el espejo y le preguntó:

—Bueno, ¿qué me dice? ¿Qué tal lo he hecho?

—Nunca ha estado mejor —dijo Nora con entusiasmo.

Casi perfecta.

—Casi. Sí, casi.

—No, en realidad, lo ha hecho muy bien, de no ser por…

—Lo sé —dijo Billie, levantando la mano con la palma hacia arriba—. La respuesta acerca de Janet Farleigh. Yo tengo la culpa. No prestaba atención. Me había distraído. Jamás volverá a ocurrir. Pero la culpa no ha sido enteramente mía. El muy ladino ha querido desconcertarme con su pregunta.

—Ha sido una pregunta muy inocente, Billie.

—Es usted muy ingenua. Ninguna de las preguntas era inocente. Los representantes de la prensa británica son todos unos desalmados, unos brujos. Los peores. Ya he oído hablar de ellos. No vuelva a organizarme nada de todo eso, Nora. Ya basta de ruedas de prensa.

—Ya basta, se lo prometo —dijo Nora.

Nora se levantó despacio mientras Billie se retocaba el maquillaje. Estaba perpleja. Hubiera querido decirle a Billie que, esta tarde, los periodistas británicos no habían sido en absoluto ni brujos ni desalmados.

Habían sido amables y corteses. Pero Nora prefirió callarse. Resultaba evidente que Billie estaba molesta y no hubiera admitido que se le llevara la contraria. Había tratado incluso de echarle indirectamente la culpa de la rueda de prensa a Nora. Era impropio de Billie.

—Si me necesita para algo… —empezó a decir.

—No —contestó Billie—. Puede retirarse. Una cosa.

Puede anular mi sesión con Guy. Ya he hablado demasiado por hoy. Quiero efectuar algunas compras.

Dígales a los del servicio de seguridad que, dentro de unos minutos, quiero ir a Harrods.

A pesar de habérsele indicado que se retirara, Nora no pudo evitar contemplar el rostro de Billie reflejado en el espejo.

El rostro mostraba una expresión de dureza.

Los ojos de Billie se clavaron en el espejo.

—¿Qué está mirando?

—Yo… yo la estaba simplemente admirando —contestó Nora, azorada.

Tras lo cual, se retiró.

En el pasillo, recordó que tenía que notificar al agente del servicio de seguridad que montaba guardia frente a la puerta que la señora Bradford iba a salir a efectuar unas compras. Después avanzó lentamente hasta el final del pasillo en el que se encontraba la habitación individual de Guy Parker. Perdida en sus pensamientos, llamó a la puerta con los nudillos.

Segundos después, se abrió la puerta y apareció Guy Parker. Tenía el cabello enmarañado y mojado, todavía sin peinar, tras haberse tomado, al parecer, una ducha.

Iba desnudo de cintura para arriba, con una toalla sobre los hombros. Su apostura no fue inesperada. Ella le había considerado atractivo ya desde el día en que por primera vez le había conocido en la Casa Blanca. Ésta era la causa de que siempre hubiera tratado de evitarle.

Parker simuló sorprenderse.

—La escurridiza Miss Universo —dijo.

—Con un mensaje de García —dijo ella—. Tengo orden de comunicarle que la primera dama ha cancelado la sesión que tenía esta tarde con usted. Está libre.

—¿Y eso?

—Bueno, es una larga historia. Pero puede esperar —a punto de dar media vuelta, Nora lo pensó mejor.

Aunque tal vez no deba. Oiga, ¿quiere anotarse algún tanto? ¿Qué le parece si invita a una colega a un trago?

—Trato hecho.

—Le espero en el bar —dijo ella.

—El Claridge’s no dispone de bar. Pero sirven en el salón contiguo al vestíbulo.

—Póngase la camisa —dijo ella—. Le espero allí.

Quince minutos más tarde, Nora se encontraba sentada junto a una mesita en un apartado rincón del salón del Claridge’s, medio escuchando a la orquesta húngara que acababa de iniciar su actuación cuando Guy Parker llegó para reunirse con ella. Ahora lucía corbata, camisa a rayas y un traje que le sentaba muy bien y ella se percató de lo mucho que se alegraba de verle.

—Una copa… para una damisela en apuros. Ginebra con hielo. Y que sea doble —dijo Nora.

Parker le hizo señas a un camarero uniformado.

Ginebra con hielo doble. Un whisky J&B con hielo, también doble —estudió a Nora—. Parece que haya visto un fantasma, Nora. ¿Qué ocurre?

—¿Quién ha dicho que ocurra algo?

—Usted se ha calificado de damisela en apuros.

—Era un decir.

—Algo pasa —dijo él, volviéndole a examinar el rostro—. Arriba, cuando me ha dicho que Billie cancelaba la sesión, ha añadido que era una larga historia. Me ha dicho también que la historia podía esperar, pero que tal vez no debiera. ¿Qué historia, Nora?

—Deje que la chica tome primero un trago, ¿quiere?

Indicó al camarero que se acercaba con dos vasos en una bandeja. El camarero les sirvió y se retiró. Nora tomó el vaso con las dos manos e ingirió la ginebra como si estuvieran a treinta y cinco grados de temperatura a la sombra.

Apartó a un lado la ginebra que quedaba, que no era mucha según pudo ver, y sus ojos se cruzaron con la fija mirada de Parker.

—Guy —le dijo—, una pregunta.

—¿Sí?

—Dígame por qué sospecha que… bueno, que Billie Bradford ha cambiado. ¿Por qué?

—Vaya —exclamó él como si se sorprendiera—. No creía que le interesara.

—Tal vez sí, tal vez no. De repente, me interesa.

—Si de veras quiere saberlo… —empezó a decir él en tono cauteloso.

—Lo quiero.

—¿No me va a romper la cabeza?

—No, si lo que me dice es razonable —con un gesto impulsivo, ella le rozó una mejilla con los dedos—. Seré amable con su cabeza.

—De acuerdo. Allá va.

Sus recelos, o, por lo menos, su curiosidad, se habían despertado por primera vez al regreso de Billie de Moscú, cuando se encontraban a bordo del avión que les llevaba a Los Ángeles. En el trabajo de prueba que había realizado por cuenta del Times de Los Ángeles, Billie había afirmado haber hablado con un periodista llamado Steve Woods. Parker sabía que Steve Woods no existía. En el almuerzo de Los Ángeles, Billie tenía que sentarse entre una de sus más antiguas amigas, una tal Agnes Ingstrup, y la presidenta de los Clubs de Mujeres de los Estados Unidos y Billie se había dirigido a la presidenta como si ésta fuera Agnes Ingstrup. Durante el almuerzo, Billie había comido ostras, cosa que la propia Nora había dicho que jamás comía. Durante el partido de béisbol en el estadio de los Dodgers, Billie, gran aficionada al béisbol, se había pasado casi todo el rato escuchando cómo un abuelo le explicaba el juego a su nieta. En la casa de su padre en Malibu, Billie no había recordado haber visto a su sobrino un mes antes y había visto que su perro Hamlet se revolvía contra ella.

Previamente, Billie le había asegurado a Parker que le hablaría de sus relaciones personales con el presidente y que le contaría también el gracioso incidente que se había producido al conocer a una actriz con quien Bradford había estado saliendo. Y, tal como Nora ya sabía, hacía unos días, durante el vuelo a Londres, Billie se había negado en redondo a comentar ambos asuntos con Parker.

—Cualquiera de estos hechos se podría explicar como una debilidad humana —dijo Parker—, pero, considerados en su conjunto, resultan… sospechosos.

¿Qué piensa usted?

—Pienso que necesito otro trago —contestó Nora.

También doble.

Parker volvió a pedir para ambos.

—¿Y bien? —le dijo a Nora—. ¿Alguna reacción a mi relato?

—¿Qué significa para usted todo eso, Guy?

—Que, en cierto modo, por lo menos desde que regresó de Moscú, Billie no es la misma.

Parker estaba aguardando a que Nora hiciera algún comentario. Ella no contestó. Simuló estar escuchando la música, pero sus pensamientos estaban ocupados por Billie. Llegaron los vasos, el camarero se retiró y Nora empezó a beberse la ginebra.

—Al cabo de otro medio minuto de silencio, Nora posó temblorosamente el vaso encima de la mesa, derramando parte de su contenido. Muy despacio, utilizando su servilleta, Nora secó la ginebra que había derramado. Después dijo bruscamente: —Hace un rato, Billie ha tenido una rueda de prensa con los periodistas británicos.

—¿Qué tal ha ido?

—Ha estado muy bien hasta casi el final. Alguien le ha hecho una pregunta acerca de Janet Farleigh…

—¿Janet Farleigh? Sí, ya recuerdo. Su antigua amiga, la escritora de relatos infantiles de aquí de Londres. La que murió hace unas semanas.

—La que murió —dijo Nora—. Sólo que Billie no sabía que había muerto. Billie les dijo que iba a ver a Janet la semana que viene. Cuando una periodista le ha recordado que Janet había muerto, Billie ha salido del aprieto, diciendo que había querido decir que iba a visitar la tumba de Janet. Un reportero descarado le ha dicho que no había ninguna tumba, que las cenizas de Janet se encontraban en una urna sobre la repisa de la chimenea del domicilio de la familia. Ella ha salido también del apuro como ha podido y la rueda de prensa ha terminado.

—Menudo fallo… —dijo Parker, emitiendo un pequeño silbido.

—Un fallo doble, como mi ginebra —dijo Nora, levantando el vaso y apurándolo casi por completo.

—¿Y cuál ha sido la reacción de los representantes de la prensa británica?

—Tal como ya le he dicho, ella ha conseguido salir del apuro. La prensa lo ha aceptado. Pero yo no. Desde luego, es muy lista.

—Nora —dijo él, estudiándola una vez más—, ¿por qué motivo eso la ha inquietado más que los incidentes que yo le he estado refiriendo?

—No lo sé. Mejor dicho, lo sé. No sólo porque eso ha ocurrido en mi presencia sino también porque la mañana anterior a nuestra partida hacia Moscú, en la Casa Blanca… pocas horas antes le había dicho a usted que la iba a acompañar… ¿recuerda…?

—Sí.

—… había recibido la noticia de la muerte de Janet Farleigh. Se vino auténticamente abajo. Fue una gran conmoción y no es posible que pudiera olvidarlo.

—Mmmm. ¿Cómo se enteró de la muerte de Janet?

¿Una carta? ¿Un telegrama?

—No fue a través de canales regulares. El embajador británico le envió una nota personal, entregada en mano.

—Con carácter privado.

—Con carácter privado y entregada en mano. Sólo lo supimos Billie, usted y yo.

—¿Qué me dice de las notas necrológicas? —preguntó Parker.

—No hubo ninguna. Janet no significaba nada en los Estados Unidos.

—Pero Billie lo sabía.

—Claro.

—¿Cómo es posible que no lo supiera hace una hora? —dijo Parker en tono desconcertado. Observó que Nora se terminaba su ginebra—. Tómese otra.

—No, gracias —dijo Nora, apartando el vaso—. Estoy bastante bebida —se levantó aturdida—. Subamos a su habitación.

Parker firmó la cuenta, tomó a Nora firmemente del brazo y la acompañó hacia el ascensor.

Minutos más tarde, llegaron a la habitación. Él abrió la puerta y estaba a punto de encender la luz del techo cuando ella le tiró del brazo.

—No. La lámpara es suficiente.

Él encendió la lámpara de pie que había junto a la cama. Nora cerró la puerta y puso la cadena. Él la miró con incertidumbre y observó que se acercaba a él con cuidado como para no perder el equilibrio.

—Estoy un poco bebida, Guy —le dijo ella, mirándole—. Lo reconozco. Antes de que corneta una tontería, contésteme a una cosa con sinceridad… con mucha sinceridad. ¿Le gusto a usted?

—Mucho, Nora.

—¿En serio?

—Completamente en serio.

Muy bien. Me gustó su cara y su cuerpo desde el principio. Pero me parecía que era usted más bien egoísta y ególatra… que esperaba que todas las mujeres se volvieran locas por usted. Más tarde, pensé que era un poco chiflado. ¿Comprende?

Parker no comprendía, pero asintió.

—Yo no podía entablar relaciones con alguien que tuviera estos defectos. Tuve un marido, Guy. Fue terrible. Era egoísta y mimado. Finalmente, me lo quité de encima. Sin embargo, todo el mundo necesita a alguien. Y encontré a Billie. Podía entregarme a ella.

Pero ahora… no sé… ahora, súbitamente, Billie no esta ahí. Y usted está ahí. Le he podido ver mejor y he observado que es una persona cabal. Amable, sensato e incluso físicamente atractivo. En estos momentos, necesito a alguien en quien pueda creer, Guy. ¿Puedo creer en usted?

Él la estrechó en sus brazos y la besó. Nora advirtió una sensación de calor en el pecho y los muslos. Se dio cuenta de que los dedos de Guy le estaban desabrochando la blusa.

Se apartó haciendo un esfuerzo.

—Tú te quitas tus cosas. Yo me encargaré de las mías.

—¿Quieres esperar a estar serena? —preguntó él, en tono vacilante.

—No quiero estar serena —Nora se había quitado la blusa—. Quiero estar bebida, más bebida de lo que estoy.

Mientras ella se quitaba el sujetador, Parker se volvió de espaldas y empezó a desnudarse. Tras haberse quitado la ropa, se volvió y la vio tendida totalmente desnuda en la cama. Mientras se acercaba a ella, su hinchado miembro empezó a ponerse en erección. Era el espectáculo más sensual que jamás hubiera visto. Era algo increíble. A partir de la primera vez que la había visto, la había estado desnudando mentalmente, imaginándose cómo sería desnuda. Y allí la tenía, reluciente cabello oscuro, ojos verdes clavados en él, rojos labios entreabiertos, los lechosos montículos de los senos con los pardos pezones ya erguidos, los generosos muslos separados, el suave triángulo del vello del pubis visible.

Necesitaba a alguien que la deseara. Y él la deseaba, vaya si la deseaba.

Se arrodilló a su lado en la cama. Se inclinó para besarla en la boca y rozarle la lengua con la suya. Le besó el cuello y los hombros y le acarició los pechos. Le lamió y le besó los pezones. Hundió la cabeza entre sus piernas y le besó la húmeda vulva.

Se incorporó sobre las rodillas mientras los dedos de Nora le recorrían el erguido miembro. Estaba jadeando.

Y a ella le estaba resultando difícil respirar.

—Estoy lista —dijo entre jadeos—. Quiéreme, cariño.

El cuerpo de Parker se hundió entre sus muslos y, apoyado sobre los codos, éste la penetró lentamente hasta el fondo.

Veinte minutos más tarde ambos se sintieron satisfechos y agotados. Él se levantó de encima de ella y se tendió a su lado.

—Eres divina, Nora —le dijo.

—Tú tampoco estás mal, Parker —replicó ella, besándole—. Eres maravilloso, eres increíblemente maravilloso. Jamás pensé que me pudiera gustar tanto… Hagámoslo alguna otra vez.

—¿Esta noche por ejemplo?

—Y también mañana por la mañana —dijo ella.

Eres un prodigio. Me has devuelto por completo la fe en los hombres. ¿Tienes un cigarrillo?

—Soy hombre de pipa, pero siempre tengo una cajetilla para las personas como tú.

Parker abrió el cajón de la mesilla de noche, buscó la cajetilla y sacó un cigarrillo para ella y otro para sí mismo. Los encendió y le entregó uno a ella.

—Otra cosa, Guy. Hace una hora, no lo hubiera creído posible. Ha sido un día espantoso. El fallo de Billie me ha traumatizado. Estaba deprimida, triste y obsesionada por el incidente. Ahora me encuentro muy bien, estupendamente bien. No tengo resaca de ella ni de las bebidas. Eres un mago Merlín. Me has hecho olvidar todo este asunto.

—No puedes olvidarlo… —dijo él, mirándola muy serio—, sabes que no desaparecerá.

—Lo sé —dijo ella, lanzando una nube de humo hacia el techo—. Te diré una cosa. Si no supiera que es la primera dama, pensaría que es otra persona. Pero… —miró a Parker— eso es impensable, ¿verdad?

—Nora —dijo él, encogiéndose de hombros—, lo único que te puedo decir es… que tú y yo será mejor que empecemos a pensar en lo impensable.