5

Era un moderno edificio comercial de diez plantas ubicado en la calle Dieciséis, uno de los edificios de más reciente construcción de Washington, ocupado durante el día por profesionales, abogados, agentes comerciales, médicos. A esta hora, a medianoche, el lugar estaba a oscuras y vacío de humanidad, exceptuando el iluminado vestíbulo en el que un uniformado vigilante particular se hallaba sentado en un taburete al lado de una estrecha mesa adosada a una columna de mármol en proximidad de la encristalada puerta principal.

Dos trabajadores enfundados en unos monos, uno de ellos con bigote, de mediana edad y corpulento, portando un aspirador de gran tamaño, y el otro con la cara afeitada, joven y delgado, portando una caja de madera de utensilios, abrieron la puerta y entraron en el vestíbulo dirigiéndose al mostrador.

El vigilante levantó los ojos del libro en rústica que estaba leyendo.

—Hola —dijo el de más edad, dejando el aspirador en el suelo y extendiendo la mano hacia el bolígrafo para firmar. El vigilante miró de uno a otro.

—Me parece que no os he visto antes. ¿Sois nuevos?

—Sí —dijo el más joven—. La primera vez que venimos. El Servicio de Limpieza nos ha encargado un trabajo especial en algunos despachos de la cuarta planta. Es el último trabajo de esta noche.

—Curioso —dijo el vigilante—. La supervisora del edificio no me ha dicho nada. ¿Tenéis una tarjeta de la empresa?

El empleado de más edad rebuscó en un bolsillo del mono y, al final, sacó una sucia y doblada tarjeta, entregándosela al vigilante.

Mientras el vigilante estudiaba la tarjeta, el empleado más joven se alejó unos metros silbando y después se acercó de nuevo a la mesa. El vigilante posó la tarjeta sobre la superficie de la mesa e hizo ademán de descolgar el teléfono.

—Déjenme que llame a la empresa simplemente para confirmar…

—A esta hora te responderá el contestador automático —dijo el más viejo.

—Probaré de todos modos.

Mientras sus dedos rozaban la esfera, el vigilante se irguió súbitamente en su asiento e hizo una mueca.

El empleado más joven había apoyado un negro revólver de hocico achatado en la espalda del vigilante.

—Bueno —dijo el más joven en voz baja y en tono duro—. Haz lo que digamos y no sufrirás ningún daño.

En primer lugar, vamos a librarte de este peso extra que llevas encima —rodeó al vigilante con su brazo, extrajo de la funda el revólver especial de reglamento, comprobó el seguro y le entregó el arma a su compañero, que se la guardó en el bolsillo—. Bueno, no quieras comportarte como un héroe. Levántate tranquilamente de este taburete y dirígete con normalidad hacia el primer ascensor. Nosotros te seguiremos.

El pálido vigilante se levantó del taburete y se encaminó con un paso rígido hacia el primer ascensor cuyas puertas estaban abiertas. El empleado más viejo se adelantó al trote y penetró en el ascensor con el incómodo aspirador y la caja de utensilios de limpieza.

El más joven empujó al vigilante.

Entra.

El más viejo pulsó el botón del octavo piso. Las puertas se cerraron mientras el ascensor se deslizaba hacia arriba.

Al llegar al octavo piso, emergieron a un pasillo débilmente iluminado. El joven volvió a empujar al vigilante con el revólver.

—A la derecha, hacia el lavabo de señoras.

Al entrar en el lavabo, el más viejo posó el equipo de limpieza en el suelo detrás de la puerta y encendió las luces. Introdujo la mano en la caja de utensilios y sacó dos fragmentos de cuerda y un rollo de esparadrapo ancho. Los dos empleados actuaron con rapidez y eficiencia como si fueran expertos en dicha tarea. Le colocaron al sumiso vigilante los brazos a la espalda y le amarraron fuertemente las muñecas. Para acallar las protestas del vigilante, le cubrieron la boca con esparadrapo. El más viejo le empujó al interior de un retrete y le sentó en la taza del excusado mientras el más joven se arrodillaba y le amarraba los tobillos.

Después ambos empleados abandonaron el retrete.

El más viejo le dijo:

—Que pase usted una buena noche, señor. Seguro que mañana alguna señora se va a llevar una sorpresa cuando entre aquí a orinar.

Tras cerrar la puerta del lavabo, ambos individuos recogieron su equipo, apagaron las luces, salieron al pasillo y se encamisaron hacia el ascensor.

—Todo ha ido bien, Ilf —dijo el más viejo.

—Resulta agradable trabajar contigo, Grishin —dijo el más joven.

Bajaron en el ascensor hasta la cuarta planta, salieron al pasillo, doblaron la primera esquina y se detuvieron frente a la puerta de recepción del despacho.

En una pequeña placa de madera fijada a la puerta se leía lo siguiente:

MURRY SADEK, Doctor en Medicina

RUTH DARLY, Doctora en Medicina

OBSTETRICIA

GINECOLOGÍA

El bigotudo y corpulento sujeto llamado Grishin se inclinó y descerrajó la puerta en quince segundos.

Una vez en el interior de la sala de recepción, abandonaron su equipo de limpieza, hicieron caso omiso de los interruptores y sacaron las linternas.

—Todo eso es muy elegante —dijo Ilf.

No querrás que la primera dama acuda a una pocilga —dijo Grishin. Inclinando las linternas, exploraron las distintas habitaciones. Sala de espera. Despacho y archivos de la recepcionista. El despacho alegremente decorado del doctor Sadek. Una sala de exploraciones. Otra. Un laboratorio. Un cuarto de baño. Una tercera y una cuarta sala de exploraciones. El despacho de la doctora Darly.

—Bueno —dijo Grishin—. El archivador.

Sus linternas les guiaron de nuevo hacia los archivadores verdes. En ellos había unas carpetas de cartulina, cada una de ellas provistas de etiquetas con los nombres de las pacientes. Mientras Ilf iluminaba con las dos linternas el segundo cajón del archivador, Grishin buscó y encontró la etiqueta en la que figuraba el nombre de BRADFORD, BILLIE L.

—Ya la tengo —dijo Grishin con satisfacción.

Vamos a echar un vistazo.

Se encaminó hacia el escritorio de la recepcionista y se sentó en la silla giratoria. Ilf había posado las linternas para buscar algo en sus bolsillos.

—Maldita sea, sostenme las linternas para que pueda ver —le ordenó Grishin—. Ya buscarás la Minox más tarde.

Ilf tomó rápidamente las linternas e iluminó la carpeta de Bradford mientras Grishin la abría…

Había en su interior como una media docena de hojas. Grishin echó un vistazo a la primera, pasó a la segunda y la estudió.

—Sólo fechas y anotaciones correspondientes a exámenes desde la primera vez que acudió al consultorio del doctor Sadek hace dos años y medio —dijo Grishin, frunciendo el ceño—. Visitas normales de rutina. Nada insólito, nada distinto, ninguna emergencia por lo que se ve.

—A lo mejor la última página, correspondiente a la última visita, nos revelará lo que está ocurriendo —dijo Ilf.

—Sí. Pero, primero, déjame terminar las páginas de las otras visitas por si hubiera… —se detuvo—. Infección vaginal en diciembre último… —vaciló—. Esto no nos sirve. Se resolvió en tres semanas —pasó otras páginas—. Nada. Nada. Y aquí está la última anotación, hecha hace un par de semanas… esto tendría que… —se detuvo en seco, guardó silencio un instante y después musitó:

¿Qué demonios es eso?

Acercó la página a las linternas para que Ilf pudiera leer.

—Está en taquigrafía —dijo Ilf.

—No conozco este sistema.

—Supongo que será el del médico —dijo Ilf—. Hay mucha gente que se inventa su propio… espera un momento, aquí hay una nota al margen en lápiz rojo. Dice «Transcribir».

Grishin estudió la página.

—¿Por qué esta maldita enfermera no lo transcribió y lo mecanografió para que pudiéramos leerlo? Todo lo demás está mecanografiado.

—Es demasiado reciente. Supongo que no debió darle tiempo.

—Pues, escrito en esta endiablada taquigrafía, no se entiende —dijo Grishin—. No me aclaro. Estamos perdidos.

—Un momento, Grishin. Se me ocurre otra cosa.

Conozco a alguien que se podría aclarar: Su enfermera.

Puesto que es la que se encarga de mecanografiarlo, estará en condiciones de leerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que le vamos a hacer una visita de cortesía nocturna. Le diremos que nos lo traduzca. Si se niega, la sacudiremos un poco hasta que acceda a colaborar.

Grishin miró a su compañero y meneó lentamente la cabeza.

—Pero, Ilfy, muchacho, ¿dónde estabas cuando hicieron el reparto de cerebros? ¿Hasta qué extremo puede llegar tu estupidez? ¿Qué sacudamos a la enfermera del doctor Sadek hasta que nos diga qué ocurrió en la última visita de la señora Bradford? Eso no sería una operación secreta. La enfermera se iría de la lengua con la policía, con la Casa Blanca. Les diría que dos sujetos habían tratado de averiguar datos concernientes a la primera dama, Y, la verdad, no creo que a la nueva primera dama le convenga llamar demasiado la atención. Sé que a Pietrov eso no le conviene.

—Tienes razón —reconoció Ilf—. Dejémoslo.

Grishin volvió a guardar los informes médicos en la carpeta.

—No podemos descifrar la taquigrafía que se ha inventado este hijo de puta y sanseacabó —le entregó la carpeta a Ilf—. Déjala donde estaba y borra las huellas dactilares. Déjame una linterna.

Mientras Ilf se alejaba con la carpeta, Grishin buscó en el escritorio, abrió al final el cajón de en medio y encontró el cuaderno de citas de la recepcionista.

Examinó las citas del día siguiente. Encontró la cita de la señora Bradford para las cuatro. Dejó el cuaderno en el cajón y lo volvió a cerrar.

—¿Ilf? —dijo en la oscuridad.

—Estoy aquí junto al archivador.

Hemos tropezado en la primera fase. Será mejor que pasemos a la segunda. Tráeme las carpetas de otras seis mujeres.

—Muy bien.

Minutos más tarde, ambos empezaron a examinar los historiales de seis mujeres que habían acudido al doctor Sadek en el transcurso del último año.

Estudiaron los datos más recientes de cada una de ellas y descartaron tres. Grishin estaba examinando la última anotación del cuarto historial cuando levantó la mirada y esbozó una sonrisa.

—Hemos estado de suerte —acercó el teléfono blanco que había sobre el escritorio—. Allá vamos.

Marcó el teléfono del domicilio del doctor Sadek.

Contestó el servicio de recepción de mensajes del médico.

—Aquí el señor Joe MacGill. Llamo al doctor Murry Sadek en nombre de mi esposa Grace MacGill. Es paciente habitual del doctor Sadek. Se encuentra muy mal en estos momentos. Tengo que hablar con el doctor.

—¿Está seguro de que no se trata de algo que puede esperar a mañana?

—Señora, tengo aquí a una mujer enferma. Sufre muchos dolores. Necesita ayuda. Se trata de un caso urgente.

—Muy bien. Vamos a ver si puedo localizar al doctor.

¿Puede indicarme el número desde el que está llamando?

—Pues… no, no puedo. Tenemos el teléfono de casa estropeado. Llamo desde una cabina y el número resulta ilegible.

—Eso ya va a ser más difícil. Veamos qué puedo hacer. Por favor, no se retire.

Grishin le guiñó el ojo a Ilf y esperó. Se oyeron unos ruidos a través del aparato y después habló una voz adormilada.

—Aquí el doctor Sadek. ¿Señor MacGill?

—Sí, señor. Llamo por mi esposa Grace MacGill. Es paciente suya desde hace…

—Recuerdo a la señora MacGill, desde luego.

¿Quiere decirme qué ocurre?

—Bueno, sufre unos terribles dolores en la pelvis y unos calambres en el vientre. Dice que nota lo mismo que el año pasado cuando usted la operó… dice…

Teniendo delante el informe de Grace MacGill, Grishin eligió unos cuantos términos médicos y los pronunció deliberadamente mal para describir el estado de la señora MacGill.

—Sí —dijo el doctor Sadek, chasqueando la lengua—, creo que será mejor que la examine esta noche. Que descanse y dígale que voy ahora mismo. ¿Puede indicarme su dirección?

Grishin leyó la dirección.

—Estaré ahí dentro de tres cuartos de hora —dijo el doctor Sadek, colgando el aparato.

Grishin lo colgó también, le dirigió a Ilf una sonrisa victoriosa bajo la débil luz de las linternas y volvió a descolgar el teléfono. Marcó un número con soltura.

Tras un solo timbrazo, contestó una voz masculina.

—G e I al habla —dijo Grishin—. En marcha la fase dos.

—¿Cuándo?

—Inmediatamente. Se está vistiendo para efectuar la visita domiciliaria. Ya tienen ustedes la dirección de la que sale. Aquí está la dirección a la que acude —Grishin la leyó—. Estará allí dentro de tres cuartos de hora. ¿Les dará tiempo a llegar?

—Nos dará.

—Buena suerte —dijo Grishin, colgando el aparato y levantándose—. Ilf, inspecciona el lugar y encárgate de que todo esté en orden. Yo voy por el equipo de la limpieza. Te espero en la puerta.

Minutos más tarde, Ilf se reunió con Grishin junto a la puerta de la sala de recepción.

—Bueno, ya tenemos la mitad de lo que la primera dama quiere —dijo Grishin—. En cuanto a la otra mitad… qué demonios, es una actriz, ¿no? Vayámonos.

Arriba, en el Salón Verde de la Casa Blanca, a media tarde, Vera Vavilova se encontraba sentada en el borde del duro sofá, simulando prestar atención a su secretaria de prensa, sin dejar de mirar el reloj. Mientras Nora comentaba el programa del primero y del segundo día de estancia de Billie en Londres, Vera se preocupaba por la hora. Dentro de una hora y veinte minutos, saldría para dirigirse al consultorio del doctor Sadek y aún no sabía maldita la cosa. Los minutos que pasaban resonaban en el viejo reloj, acercando cada vez más el momento de su cita con el ginecólogo y ella no sabía al respecto más que ayer. Se preguntó cuándo y cómo el KGB establecería contacto con ella y qué le iba a decir el agente.

A cada movimiento de la larga manecilla del reloj su confianza se iba deteriorando poco a poco. Sin embargo, seguía conservando su fe en el KGB de la misma manera que su madre soviética había conservado (incluso en esta época de progreso) su fe en Dios.

—Y ésta será su segunda jornada en Londres —le oyó decir a Nora—. No creo que la atosiguen demasiado.

—No. Me parece bien. Esta segunda velada. ¿Le importa que la repasemos de nuevo?

—Tal como ya le he dicho, la primera noche será de descanso y de adaptación al nuevo horario. Lo cual significa que las actividades sociales se iniciarán a la noche del segundo día. El primer ministro Dudley Heaton y su esposa Penelope Heaton ofrecerán una recepción de gala y una cena en honor de usted y del presidente… y de los Kirechenko, claro.

—¿Dónde?

—En el Palacio de Banquetes de Whitehall.

—Nunca he estado allí.

—Es maravilloso, Billie. Un legado de Enrique VIII que previamente había construido en aquel lugar un salón de banquetes.

—Estoy deseando…

Sonó el teléfono y a Vera le dio un vuelco el corazón.

«Tiene que ser Maurice —pensó, Maurice, el chef salvador». Nora hizo ademán de levantarse para ponerse al teléfono, pero Vera ya se había levantado.

—Yo contestaré, Nora —dijo—. Estoy esperando una llamada personal.

Descolgó el teléfono al cuarto timbrazo.

—¿Diga?

—¿La señora Bradford?

La voz era estridente con un ligero ceceo y un artificial deje británico. Vera no estuvo segura de si era una voz masculina o femenina.

—Sí.

—Fred Willis —dijo la voz—. Protocolo —más bien masculina. Le veía de vez en cuando y hubiera tenido que reconocer aquella afectada voz, pero jamás lo conseguía. Él seguía hablando—. Tengo que hablar con usted acerca del viaje oficial a Londres.

Vera sufrió una decepción. Estaba esperando la llamada, no aquella idiotez, y el tiempo se estaba agotando.

—Lo siento, estoy ocupada —dijo con más aspereza de la que hubiera querido.

—Señora Bradford, tengo que verla inmediatamente —dijo Willis con estridencia, elevando en una octava el volumen de su histérica voz.

—Tengo que cambiarme de ropa. Tengo que…

Por favor, señora Bradford —le imploró él.

Estoy en la planta baja.

Había algo en su tono de voz que indujo a Vera a reconsiderar su actitud.

—Bueno, muy bien, pero sólo un minuto.

Colgó el teléfono, enojada consigo misma por haber accedido a molestarse en verle.

Nora ya estaba recogiendo los papeles y tomando la cartera.

—Tiene una visita, ¿verdad?

—Fred Willis. Temo que se derrita si no le atiendo.

—Es un pesado —dijo Nora—. Pero supongo que conoce su obligación. No olvide su cita con el médico.

—No la olvidaré.

Vera la vio alejarse. Una vez se hubo cerrado la puerta, miró la hora una vez más y después contempló el mudo teléfono. ¿Qué le había ocurrido a su informador? Hasta ahora, el KGB no le había fallado.

Dentro de una hora se encontraría en el consultorio del doctor Sadek, ignorante y desvalida. Eso era imposible.

Llamaron ágilmente a la puerta.

—Pase, pase.

Fred Willis entró rápidamente en la estancia.

Siempre la desconcertaba. Tan ridículo. Nora debía estar en lo cierto. Probablemente cumplía con su obligación. Era un hombre menudo e inmaculado. Ojos hipertiroideos, nariz puntiaguda, barbilla huidiza y boca pequeña. Parecía un dirigente juvenil demasiado mayor y vestía como un exalumno de Eton. Le hizo una leve reverencia.

—Me alegro de que me haya podido conceder un momento, señora Bradford.

—Me temo que no podrá ser muy largo —dijo ella, acomodándose en un sillón para escucharle.

—No la hubiera molestado si no fuera un asunto importante.

Para asombro de Vera, Willis tomó una silla del otro lado de la estancia y la colocó al lado de la suya.

Después se sentó, se inclinó hacia ella y bajó la voz hasta hablar en un chirriante susurro.

—Se sirve en Disneylandia.

Ella se quedó perpleja una décima de segundo hasta que lo comprendió.

—¿Disneylandia?

—Exactamente.

Ella se medio volvió en su asiento para verle mejor.

—¿Usted? —dijo en voz baja—. Debo decir que lo he pensado al ver la urgencia de su llamada, pero inmediatamente he desechado la idea.

Fred Willis era el que menos hubiera podido encajar en aquel papel. Qué habilidad por parte del KGB, qué manera de saber engañar. Y qué audacia haber conseguido penetrar en el Departamento de Estado y la Casa Blanca a aquel nivel.

—No esperaba que fuera usted —añadió—. Pero menos mal que ha llegado a tiempo —trató de leerle el rostro. Le escucho.

—Sus peticiones —dijo él, hablando en voz baja—. La primera: el propósito de su visita al especialista. Se hizo un esfuerzo por averiguarlo, pero la información no estaba disponible, simplemente no estaba disponible.

—Oh, no —exclamó ella, aterrada—. Eso es terrible.

¿No habrá nada?

Willis sacudió la cabeza.

—No se pudo averiguar absolutamente nada. No obstante, la situación no es tan grave como parece.

Porque hemos alcanzado el éxito en la segunda petición, que afecta a la primera. Afortunadamente, a las cuatro en punto no se reunirá con el doctor Murry Sadek.

—¿No?

—Ha sido sustituido por su colaboradora la doctora Ruth Darly. Anoche, mientras se dirigía a atender una llamada urgente de un domicilio particular, el doctor Sadek se vio envuelto en un grave accidente de tráfico.

Su vehículo fue alcanzado por un automóvil que salía a toda velocidad de una calle lateral… los dos ocupantes del otro vehículo escaparon… iban al volante de un coche robado y por eso no se les pudo localizar. El doctor Sadek se encontraba inconsciente cuando llegó la ambulancia. Sufrió una grave conmoción, dos extremidades fracturadas y otras lesiones. Según me han dicho, sobrevivirá, pero es posible que tenga que permanecer hospitalizado varios meses y que no vuelva a trabajar. En cualquier caso, su colaboradora la doctora Ruth Darly se hará cargo de algunas de sus pacientes.

Todas las citas de hoy han sido canceladas, menos la suya.

—Maldita sea.

—Habida cuenta de quién es usted y del hecho de que mañana emprende un viaje, la doctora Darly ha anulado una cita que tenía con un paciente a las cuatro en punto para poder atenderla a usted.

—Maldita sea dos veces. Pero, sí, mucho mejor que ver al doctor Sadek.

—¿Ha sido usted examinada alguna vez por la doctora Darly?

Vera pensó en la información médica que le habían facilitado.

—No —dijo.

—En tal caso, no tiene por qué temer —dijo Willis.

—Pero seguiré sin saber por qué acudo allí.

—Con el doctor Sadek, hubiera podido ser difícil y embarazoso. Con la doctora Darly será más fácil. Ella no conoce su caso más que a través de las notas de Sadek.

No conoce su cuerpo en absoluto. —Willis apartó su rostro de hurón del oído de Vera. Se levantó y la miró sonriendo—. Además, señora Bradford, usted está llena de recursos, tal como ya ha tenido ocasión de demostrar, es una actriz divina. Me atrevo a asegurar que se las apañará muy bien —mientras se encaminaba hacia la puerta, Willis dijo en voz alta:

Terminaremos esta información durante el vuelo a Londres. Para entonces, ya sabré si la reina regresará a Bermudas mientras dure su estancia en Londres. Buenas tardes, señora Bradford, muy buenas tardes.

Cinco minutos después de las cuatro de la tarde, Vera Vavilova ligeramente maquillada y sin joyas, luciendo una simple blusa y una falda, se encontraba tranquilamente sentada en el sillón que había frente al escritorio de la doctora Ruth Darly. La carpeta con el nombre de BRADFORD, BILLIE L. permanecía cerrada sobre el escritorio dela ginecóloga.

Al dejar en la puerta a los agentes del servicio de seguridad y entrar en el consultorio, Vera se había mostrado cautelosa. Era probable que conociera a la doctora Darly, que el doctor Sadek se la hubiera presentado hacía tiempo y que la hubiera visto varias veces después, y ahora no quería equivocarse de mujer.

Por suerte, una joven enfermera, tratándola con gran deferencia, la había acompañado directamente al despacho de la doctora Darly.

La doctora Darly la había saludado con gran cordialidad, tomando las dos manos de Vera. Resultó ser una amable y rechoncha mujer de mediana edad, con un liso cabello castaño, unas sonrosadas mejillas, un poco de vello sobre el labio superior, manos regordetas y piernas gruesas, casi perdida en una bata blanca excesivamente larga.

—Me alegro de volver a verla, señora Bradford —dijo—, aunque jamás pensé que fuéramos a vernos profesionalmente.

—Me ha horrorizado la noticia del doctor Sadek.

Pobre hombre…

Se habían pasado varios minutos hablando del doctor Sadek y ahora seguían hablando de él.

—Bueno, lo único que podemos hacer es rezar para que se reponga pronto —terminó diciendo la doctora Darly, acercando el sillón giratorio un poco más al escritorio. Abrió la carpeta, estudió los informes y pasó las páginas hasta llegar a la última—. Aún no está transcrito —musitó, hablando medio para sus adentros—. Todavía en taquigrafía. Menos mal que, aparte la enfermera, yo soy la única persona de este consultorio que puede descifrar la innovadora escritura del doctor Sadek. Bueno, vamos a ver qué tenemos aquí —levantó la mirada—. ¿Ha ido al cuarto de baño, querida?

—No.

—Pues vaya, por favor, mientras yo leo todo esto. Al otro lado del pasillo. Deje la cubeta de la orina en el laboratorio.

Vera abandonó el despacho, fue al cuarto de baño y, a los pocos minutos, ya se encontraba de regreso en el despacho de la doctora Darly.

—Bueno, creo que eso ya está claro —dijo la doctora Darly—. Como usted sabe, tenemos que resolver dos asuntos.

—Sí —dijo Vera, muy nerviosa.

—¿Qué tal se ha encontrado desde la última visita?

Sé que ha estado viajando mucho. ¿Se ha encontrado mejor?

—Mucho mejor.

—Estupendo —la doctora se levantó—. Antes de que prosigamos, déjeme echarle un vistazo. Sígame, por favor.

Vera la siguió a la más próxima sala de exploración.

Ya sabe lo que tiene que hacer —dijo la doctora Darly—. Quítese la ropa. Las perchas están allí. La camisa se encuentra sobre la mesa. Y la sábana está al lado. Después colóquese en la mesa. Yo vengo enseguida.

La doctora Darly encerró a Vera en la pequeña estancia. Vera empezó rápidamente a desnudarse, preguntándose desesperadamente qué andaría buscando la ginecóloga. Tras haberse quitado toda la ropa, permaneció de pie desnuda, tomó la camisa y se la puso. La parte de atrás estaba abierta y la prenda sólo le llegaba hasta las rodillas. Encontró la sábana, más grande que una toalla de baño, subió a la mesa y se sentó en el borde. Se colocó la sábana sobre el regazo, quedando cubierta por ella hasta las pantorrillas.

Sentada allí, procurando recuperar la calma, vio que se abría la puerta y que aparecía una joven enfermera morena.

—Veo que ya está preparada —dijo ésta—. Déjeme tomarle la presión arterial.

Una vez lo hubo hecho, la enfermera dejó a un lado el aparato.

—La doctora vendrá enseguida —dijo.

En aquel instante, la doctora Darly entró en la sala de exploración.

—Allá vamos —dijo mientras Vera se tendía boca arriba—. Vamos a bajarla un poquito más.

Ayudó a Vera a deslizarse un poco más hacia abajo sobre la mesa. Vera dobló las rodillas y separó las piernas y la doctora Darly la ayudó a colocar los pies en los soportes metálicos situados a ambos lados de la mesa.

Mientras regulaba la inclinación de la lámpara flexible, la doctora Darly preguntó:

—¿Cómo van las pérdidas de sangre, señora Bradford? ¿Sigue usted sangrando?

¡Sangrando! Conque era eso.

Ya tenía la primera clave.

—Bueno, he sangrado, sí, alguna manchita.

Irregularmente y cada vez menos. Hace cinco días, cesó por completo.

—Muy bien —dijo la doctora Darly, asintiendo—. Era lo que esperaba el doctor Sadek.

La doctora Darly se había puesto en la mano derecha un guante transparente desechable. La enfermera le entregó un tibio espéculo de plástico. La doctora levantó la sábana, miró entre las piernas de Vera y ésta comprendió que estaba examinando su zona genital externa, los labios mayores y los menores, en busca de posibles inflamaciones o llagas.

Vera advirtió después que le separaban los labios, que le insertaban el espéculo en la vagina y que las hojas se abrían para dilatar sus paredes vaginales. Oyó que la doctora Darly decía, hablando consigo misma o con la enfermera:

—Cuello. Liso, firme, rosado. Tomamos una muestra celular en la última visita.

Mientras permanecía tendida boca arriba, Vera había estado tratando de ampliar la única clave de que disponía acerca de su estado. Había estado sangrando —mejor dicho, había estado Billie— y ahora ya no sangraba. ¿Qué significaba aquello?

Notó el espéculo profundamente en su interior. En cierto modo, siempre que la habían sometido a exámenes similares en Moscú y Kiev, no se había preocupado lo más mínimo. Era una mujer. La naturaleza la había dotado, al igual que a todas las hembras de la tierra, de un complejo sistema procreador. Los exámenes de vez en cuando eran obligatorios y convenientes. Pero, en aquel momento, el instrumento de plástico que le estaban retirando de la vagina le pareció antinatural y peligroso. Era una forastera en un lugar desconocido, entre enemigos, haciéndose pasar por alguien que no era, haciéndose pasar por la mujer más importante del mundo. ¿Podría su vagina descubrirla y revelar que era una impostora?

Se estremeció.

—Perdone, señora Bradford —dijo la doctora Darly.

Vera notó que le habían retirado el espéculo y que los dedos de la ginecóloga se estaban moviendo, presionándole los ovarios y los órganos internos —palpación era la palabra en Estados Unidos—, explorándola en busca de posibles anormalidades.

Vio aparecer el sonriente rostro de la doctora Darly.

—Listo —dijo ésta—. No hay por qué preocuparse —se quitó el guante y lo arrojó a un cubo tapado, junto a una pila—. Puede vestirse y venir a mi despacho.

Mantendremos una pequeña conversación.

Aliviada, Vera se incorporó mientras la doctora Darly abandonaba la sala de exploración. Esperó a que la enfermera se retirara también. Una vez sola, Vera apartó la sábana, se quitó la camisa y empezó a vestirse apresuradamente. Se acercó a la pila y utilizó el pedal para abrir el grifo y lavarse las manos: Tras secárselas con una toalla de papel, se sentó junto a un tocador, se peinó el cabello hacia atrás y se aplicó nuevamente un poco de carmín en los labios.

Se encaminó hacia el despacho de la ginecóloga, procurando mantenerse alerta en la esperanza de poder llevar a cabo su actuación.

La doctora Darly se encontraba sentada junto a su escritorio, hablando por teléfono. Al sentarse Vera, la doctora dio por terminada la conversación y giró el sillón hacia ella.

—Señora Bradford, hay una mala noticia y una buena noticia —dijo con expresión grave—. Empecemos por lo malo. Tras su partida para Moscú, recibimos el resultado de las pruebas de embarazo. Puesto que permaneció usted aquí tan sólo un día antes de volverse a marchar, está claro que no tuvo tiempo de ver al doctor Sadek y él no quiso transmitirle el informe por teléfono. A pesar de que en la primera prueba se observó algún indicio de que pudiera estar usted embarazada, tal como sucede a menudo, las pruebas más recientes han permitido establecer que no está embarazada. Lo lamento mucho.

Vera, que había estado escuchando todas las palabras casi sin aliento, experimentó una oleada de alivio al averiguar en qué consistía la importancia de aquella visita.

Inmediatamente comprendió que, en el papel de Billie Bradford, tendría que reaccionar adecuadamente.

Billie Brafdord quería estar encinta y no lo estaba. En el escenario, en Kiev, Vera siempre había sido admirada por su histriónica capacidad de derramar lágrimas a requerimiento del director. Así tenía que reaccionar ahora. Decepción y tristeza, pero sin exagerar. Sus ojos se humedecieron inmediatamente. Apartó el rostro, rebuscó en el bolso, sacó un delicado pañuelo y se secó los ojos.

La doctora Darly se acercó, la rodeó con su brazo y trató de consolarla.

—Sé lo que siente —dijo la doctora en tono comprensivo—. Pero créame, señora Bradford, es un revés transitorio. Usted y el presidente quieren un hijo y yo le prometo que tendrán uno o tantos como deseen.

Lo principal, se lo aseguro, es que esté sana y plenamente en condiciones de ser fecundada y de dar a luz, y eso lo conseguirá.

—Gracias —dijo Verá con voz trémula—. Disculpe.

Lo… lo deseo tanto.

—Y yo le repito que lo tendrá —la doctora Darly había regresado a su escritorio y se estaba sentando.

Y ahora vamos con la buena noticia. Las pérdidas de sangre —tomó los resultados de unos análisis que había dejado encima de unos papeles, a un lado del escritorio—. No era grave en absoluto. Pérdidas excesivas y prolongadas… consecuencia, en su caso, del pequeño pólipo que el doctor Sadek le cauterizó, en combinación con los trastornos emocionales provocados por su propia preocupación a causa de ello. No creo necesario que conozca los detalles. Lo importante es que han desaparecido totalmente. La situación se ha resuelto. Tal como usted misma ha dicho, las pérdidas cesaron hace cinco días. El examen a que la he sometido lo ha confirmado así. Está usted como nueva.

Vera experimentó en su fuero interno la sensación de haberse librado de un gran peso. Se sentía ligera y maravillosa. El misterio que había ensombrecido su visita se había disipado. Había sobrevivido a aquel riesgo desconocido sin estar preparada. Sin embargo, el instinto le decía que, a pesar de fingir alegría por el hecho de que las hemorragias no hubieran sido nada serio, convenía que siguiera dando muestras de cierta tristeza a causa de su frustrado embarazo. Tenía que ser Billie Bradford.

Vera esbozó una leve sonrisa, conservando una expresión de tristeza en los ojos y en los rasgos faciales.

—Me alegra saberlo, doctora Darly. Estaba preocupada por estas pérdidas, naturalmente.

—Bueno, pues, ya no tiene que preocuparse. Está perfectamente.

—Gracias a Dios.

Vera hizo ademán de levantarse cuando la voz de la doctora Darly la retuvo en su asiento.

—Otra cosa —estaba diciendo la doctora Darly—, otra buena noticia adicional.

Vera esperó, preguntándose qué otra buena noticia podría aumentar su euforia.

—Deduzco de las notas del doctor Sadek —dijo la doctora Darly— que éste les dijo a usted y a su marido que no podrían mantener relaciones sexuales durante seis semanas… bueno, eso significa que, contando a partir de hoy, no podría haber relaciones sexuales hasta dentro de cuatro semanas pero ahora me complace poder decirle que se puede modificar esta restricción. Su situación ha mejorado tanto que podría reanudar las relaciones sexuales casi inmediatamente… pero, para ir sobre seguro, mejor que sea dentro de cuatro o cinco días… digamos dentro de cinco días. Por consiguiente, muy pronto tendrá la oportunidad de quedar nuevamente embarazada. Eso la alegrará.

Vera advirtió que el corazón le daba un vuelco y empezaba a latirle con fuerza.

—¿Relaciones sexuales… dentro de cinco días?

—Con toda tranquilidad.

Vera trató de aparentar calma. Pero sabía que se estaba viniendo abajo. Trató de recuperar el aplomo.

—Yo… yo me alegro mucho. Estoy deseando… comunicárselo a mi marido.

Sabía que jamás debería mencionarle lo de los cinco días. Le mentiría le diría que aún tenían que aguardar cuatro semanas. Él no debería enterarse. Sólo eso podría salvarla.

—Oh, perdón —dijo la doctora Darly—. Yo misma se lo he dicho a su marido. Hubiera tenido que dejarle la sorpresa a usted. Me ha telefoneado antes de la cita, cuando usted se encontraba de camino hacia aquí.

Estaba deseando conocer el diagnóstico del doctor Sadek… o el mío, mejor dicho. Le he dicho que le llamaría cuando la hubiera examinado. Y así lo he hecho mientras usted se estaba vistiendo. Se ha entristecido un poco por el resultado de las pruebas de embarazo. Pero, al mismo tiempo, se ha alegrado de que las pérdidas hubieran cesado… y, francamente, se ha mostrado encantado al enterarse de que podría reanudar unas relaciones normales con usted antes de una semana.

Vera casi no podía hablar.

—Puesto que él ya lo sabe —dijo en voz baja.

Gracias por todo, doctora Darly.

«Gracias por nada, estúpida entrometida de mierda», pensó.

Al salir y mientras se reunía con su escolta del servicio de seguridad y se encaminaba hacia el ascensor, experimentó un momento de desequilibrio. Estaba aturdida a causa de aquella imprevista complicación.

Se hundió en el asiento posterior del automóvil de la Casa Blanca como en una tumba. Fue consciente de la curiosidad de los peatones que la habían reconocido y se estaban congregando alrededor del vehículo para verla más de cerca. Varios la saludaron con la mano. Por primera vez, no les hizo caso y siguió mirando con expresión sombría hacia delante mientras el automóvil se apartaba del bordillo y se dirigía a la Avenida Pennsylvania.

Un frío, gélido temor se apoderó de ella. Su situación había ido de mal en peor. El hecho de descubrir la razón del examen ginecológico le había parecido un obstáculo insuperable… pero ahora se enfrentaba con una trampa mucho más formidable, una obstrucción que ni Alex ni el KGB habían previsto.

Relaciones sexuales con el presidente dentro de cinco días. Y tenía que convivir con él otras dos semanas antes deque tuviera lugar el cambio y la huida.

Durante cinco, seis, siete años —ya no podía recordar exactamente cuántos—, el presidente se había estado acostando casi a diario con su querida Billie.

Realizaban el acto sexual —o cualquier otra cosa con ello relacionada— tres o cuatro veces por semana. En la cama juntos, conociéndose íntimamente el uno al otro, conociendo cada uno de ellos todas las protuberancias y depresiones del cuerpo del otro, cada uno de ellos sabiendo lo que al otro le gustaba o le disgustaba. Y ahora Billie no estaba y ella ocupaba el lugar de Billie junto a aquella persona. Era aterrador. ¿Cómo se comportaría Billie en la cama? ¿Cómo debería ella comportarse? ¿Hasta qué extremo debería entregarse a los juegos preliminares? ¿Hasta qué extremo tendría que mostrarse pasiva? ¿O apasionada? ¿Qué aberraciones debería practicar? ¿Felación?

¿Cunnilingus? ¿Qué hacer? ¿Qué esperar?

Vera había mantenido relaciones sexuales con tres hombres y cada uno de ellos había sido especial, distinto y caprichoso a su manera. ¿Cuáles serían los caprichos del presidente? ¿Cuáles serían los de Billie?

Aquello era una pesadilla.

Recordaba que, en el transcurso de su largo período de adiestramiento, Alex y el KGB no habían cejado en su empeño de conocer esta clase de información: los hábitos sexuales de Billie Bradford. Alex había estado tan seguro de que podría obtener aquella información que había redoblado sus esfuerzos, preparando a Vera para su papel. Pero, conforme pasaba el tiempo y se iba acercando la Reunión Internacional de Mujeres de Moscú, su confianza se había ido esfumando. Sin la necesaria información, el Proyecto Segunda Dama no podía seguir adelante. Todos los esfuerzos hubieran sido vanos. Y entonces, en el último momento, habían tenido un golpe de suerte. El presidente le había revelado a su amante que él y su esposa deberían abstenerse de las relaciones sexuales durante seis semanas. Vera recordaba el alivio y el alborozo que ella, Alex y Pietrov habían experimentado. No siendo ya necesaria ninguna información acerca del comportamiento sexual de Billie, el proyecto se había visto libre de obstáculos y se había podido poner en práctica.

Ahora Vera se encontraba en el punto de partida, exigiendo una vez más la información que el KGB jamás había podido obtener, sólo que ahora su situación era mucho más grave que la de antes. Porque, en estos momentos, ella era Billie, con las relaciones sexuales a la vuelta de la esquina y sumida en una ignorancia total.

Mientras el vehículo penetraba en el recinto de la Casa Blanca y se dirigía hacia el Pórtico Sur, la mente de Vera se centró en una imagen. Andrew Bradford desnudo y con una erección impresionante acercándose a ella y ella tendida desnuda ante él, paralizada y esperando… ¿qué?

La trampa era demasiado enorme como para que ella pudiera captarla, evitarla y superarla.

Sin el conocimiento carnal, estaba perdida. Sólo la pura suerte podía salvarla. Un movimiento en falso por su parte, un acto o una reacción impropia y él se sorprendería, se desconcertaría y empezaría a recelar.

Le haría preguntas. Dudaría. Comprendería que ella no era lo que parecía, que no era la habitual compañera de lecho a la que conocía desde hacía tanto tiempo.

Tú no eres Billie. ¿Quién demonios eres tú?

Aquello podría ser el final… de la conspiración y de ella misma.

No se trataba simplemente de una situación de emergencia. Se trataba de una situación todavía más desesperada. Sólo una cosa le importaba ahora.

Averiguar la manera de afrontarla.

Tan pronto como se encontrara sola en la Casa Blanca, tendría que establecer contacto con el chef Maurice o bien con el jefe de protocolo Fred Willis. No, ellos no. Tenía que utilizar el teléfono. Dos llamadas a números equivocados. Entonces aparecería un rescatador… tal vez Maurice, tal vez Willis, tal vez otra persona. Quienquiera que fuera le transmitiría el mensaje a Pietrov en Moscú.

Sólo una pregunta, general Pietrov, una sola.

¿Cómo se comporta la primera dama de los Estados Unidos con el presidente de los Estados Unidos cuando ambos se acuestan?

¿Cómo demonios podemos saberlo? —farfulló el general Pietrov, entregándole el mensaje descifrado recibido desde Washington a Alex Razin, que se encontraba de pie junto a su escritorio. Leyendo el despacho, la expresión de Razin pasó del asombro a una profunda preocupación.

—Eso es algo inesperado —murmuró.

—No hay lugar para lo inesperado en una operación de importancia tan vital —dijo Pietrov en tono enfurecido. Se abrió la puerta del despacho particular de Pietrov en el KGB y entraron el coronel Zhuk, el miembro del Politburó Garanin y el psiquiatra jefe del KGB doctor Lunts, todos ellos convocados con urgencia para una reunión. Cada uno saludó al director del KGB antes de tomar asiento. Pietrov le arrebató a Razin el mensaje de las manos y lo contempló encolerizado.

—Un problema, un grave problema —masculló Pietrov. Nuestra dama invencible, nuestra Vera Vavilova, se encuentra en dificultades.

—Pero todo estaba previsto —dijo Garanin.

—No todo —replicó Pietrov. Miró con enojo a su experto en asuntos norteamericanos—. Al camarada Razin se le pasó por alto una cosa.

—Nos aseguraron que no podría haber relaciones sexuales durante seis semanas —protestó Razin.

—Asegurar una cosa no es tener certeza —dijo Pietrov. Vio una expresión de perplejidad dibujada en los rostros de los demás—. La señora Bradford tenía una cita con su ginecólogo. La camarada Vavilova desconocía el motivo. Pese a ello, acudió a la cita ocupando el lugar de la primera dama. Superó la prueba con éxito. Averiguó que había sufrido unas hemorragias vaginales. Ésta era la razón de que no pudiera mantener relaciones sexuales con el presidente durante seis semanas, lo cual significa que le quedaban todavía cuatro semanas, contando a partir de ahora. Ello significaba que la camarada Vavilova dispondría de tiempo para cumplir su misión en la cumbre, ser intercambiada y regresar sana y salva junto a nosotros antes de que el presidente pudiera mantener relaciones sexuales con ella. Ahora la camarada Vavilova se ha enterado de que se ha curado de su afección vaginal y su ginecóloga ha informado al presidente de que podrá reanudar las relaciones sexuales con su esposa dentro de cinco días; exactamente cinco días, contando a partir de hoy. ¿Comprenden ustedes la precaria situación en la que se encuentra nuestra agente?

—Lo comprendo con demasiada claridad —dijo el doctor Lunts—. Es un contratiempo…

—Usted lo minusvalora, doctor Lunts —dijo Pietrov—. Es un desastre en potencia. Dentro de cinco noches, cuanto todos estemos en Londres, nuestra Vera Vavilova tendrá que acostarse con el presidente para volver a disfrutar de las relaciones sexuales. Pero ella desconoce el carácter de las relaciones anteriores entre ambos. ¿Cómo se comportaba la verdadera primera dama con su marido en la cama? Nuestra segunda dama no lo sabe. Pero tiene que saberlo… o correr el riesgo de ser descubierta. O averiguamos la verdad y la ayudamos… o bien anulamos todo el proyecto.

—¿Podemos anularlo con tan poco tiempo? —preguntó el coronel Zhuk.

—¿Por qué no? Uno o dos días antes de que el presidente se acueste con ella, sacarnos a Vera Vavilova de Londres y la traemos de nuevo a Moscú… sustituyéndola al mismo tiempo por Billie Bradford. Se puede hacer. Pero yo no quiero que se haga. No quiero que Vera Vavilova regrese sin haber obtenido la información que precisa el primer ministro con vistas a la cumbre.

—Devolverla equivaldría a tres años de inútiles esfuerzos —se lamentó Garanin.

—Peor todavía —dijo Pietrov—, ello dejaría al primer ministro desarmado en la cumbre, le dejaría en la absoluta ignorancia y es posible que le obligara a claudicar ante los capitalistas. No, no puedo tolerarlo.

No quiero que ocurra. Tenemos que averiguar cómo se comporta la primera dama en la cama con su marido y transmitirle la información a Vera Vavilova.

—¿Y cómo podremos conseguir tal cosa? —preguntó Razin, sin dirigirse a nadie en particular.

—Por eso nos hemos reunido todos aquí, para pensar en algo.

—Algunos secretos son imposibles de averiguar —dijo Razin—. Las relaciones sexuales entre mujer y marido son un asunto íntimo.

—No necesariamente —dijo Pietrov—. ¿Y si uno de ellos hubiera visitado a un psicoanalista?

—Ninguno de ellos lo ha visitado —dijo Razin.

—¿O hubiera hecho alguna confidencia a algún amigo íntimo?

—Lo dudo mucho —dijo Razin—. Y, aunque lo hubiera hecho, no disponemos de tiempo…

—Entonces digamos que sólo dos personas en la tierra conocen cómo se comporta Billie Bradford en la cama con el presidente —reconoció Pietrov—. Está claro que no podemos interrogar al presidente. Nos queda su mujer. Tenemos a su mujer aquí. Tal vez podamos conseguir de ella esta información.

—No es probable, mi general.

—Vamos, Razin, su Billie Bradford no es que digamos una virgen vestal. Me consta a través de los datos obtenidos que tuvo relaciones con varios hombres.

—¿Mantuvo relaciones con todos los hombres de su pasado? —preguntó Razin.

—No lo sé —reconoció Pietrov. No disponemos de pruebas. Y no sería prudente establecer contacto con estos hombres.

—¿Ha cometido alguna vez adulterio tras haber contraído matrimonio con el presidente? —preguntó el doctor Lunts.

—No hay pruebas en este sentido —contestó Pietrov—. Pero estoy seguro de que existen otras posibilidades.

—¿En qué posibilidades está usted pensando? —preguntó el psiquiatra del KGB.

—Una de ellas es el camino más directo. Acudir a ella. Decirle francamente lo que necesitamos. Decirle que su futura seguridad depende de su colaboración.

—Los datos de que disponemos apuntan en el sentido de que jamás accedería a colaborar —dijo el doctor Lunts, meneando la cabeza—. La santidad del matrimonio. La intimidad. El puritanismo. Le desafiaría a usted hasta el final con su silencio.

—En tal caso, se la debería someter al tratamiento que solemos emplear con los obstruccionistas —dijo Pietrov, frunciendo el ceño.

—¿La tortura? —preguntó el doctor Lunts.

—¿Por qué no? —dijo Pietrov, encogiéndose de hombros.

—Le suplico que me disculpe, mi general —terció Razin rápidamente—, pero los daños físicos que le infligiéramos resultarían inexplicables cuando la devolviéramos a los estadounidenses.

—¿Quién ha hablado de daños físicos? —dijo Pietrov con aire inocente—. Hay otros métodos de persuasión.

Matarla de hambre, por ejemplo.

—Eso dejaría huellas.

—Drogas entonces.

—No son de fiar —dijo el doctor Lunts—. Es probable que deformaran las normales reacciones. La hipnosis tampoco sería muy fiable, sobre todo si ella mostrara una fuerte resistencia.

Pietrov se había estado impacientando poco a poco.

—Ya basta —dijo—. Les diré con toda claridad lo que vamos a hacer. Digo que alguien entre allí y la fuerce.

Veremos cómo se comporta. Lo averiguaremos directamente.

—Averiguar, ¿qué? —preguntó Razin. ¿Cree usted que reaccionará a una violación tal como reacciona cuando mantiene unas relaciones sexuales normales?

Jamás.

—Tiene razón, mi general —dijo el doctor Lunts, respaldando la opinión de Razin—. La violación no le proporcionaría a usted una respuesta fiable.

—Son ustedes unos derrotistas y no me ofrecen nada —dijo Pietrov exasperado—. Ni una sola idea constructiva. Sólo nyet. ¿Por qué les he reunido aquí?

Porque les considero los mejores cerebros del KGB.

Tenemos que establecer unas directrices hoy mismo.

Tenemos que ponerlas en práctica. Tenemos que alcanzar el éxito. De lo contrario, todo estará perdido.

Las palabras fueron seguidas por el silencio mientras los demás adoptaban unas actitudes de profunda meditación.

Levantando una mano para recabar la atención de los demás, Razin rompió el silencio.

—General Pietrov —dijo.

—¿Sí?

—Existe una posibilidad. Creo…, creo que se me ha ocurrido una idea. Escúchenme, por favor.

Empezó a hablar lentamente y muy pronto todos los que se encontraban en el despacho le escucharon absortos.

En su recóndita suite del Kremlin —su cárcel, su prisión, su Lubyanka camuflada, ¿por qué dignificarla con otro nombre?—, Billie Bradford, enfundada en una camiseta gris y unos pantalones blancos, se encontraba sentada, tomando con desgana el repugnante desayuno ruso integrado por trozos de salchichón, requesón con azúcar, una pesada hojuela de sartén con crema amarga, un yogur y pan integral. La comida la repugnaba.

Además, no tenía apetito. Comía justo lo necesario para conservar las fuerzas con vistas a lo que pudiera ocurrir.

La había sorprendido la aparición del general Pietrov hacía unos minutos, mostrándose auténticamente amable, el muy animal, y anunciándole que se le había ocurrido visitarla y tomar una taza de café con ella. Se había ido a la cocina para calentarse el café y llenarse una taza.

La había sorprendido la aparición de Pietrov porque ya no esperaba ninguna visita oficial. En los últimos tres o cuatro días —había perdido un poco la noción del paso del tiempo—, sólo había tenido un visitante. El intérprete Alex Razin la había hecho una breve visita el segundo día para traerle los últimos periódicos y revistas estadounidenses. Se había interesado por su salud y se había ido. No contaba las visitas diarias, tres veces al día, de los dos silenciosos guardias armados y uniformados del KGB. Le traían tres comidas: el desayuno, el almuerzo, consistente por lo general en caviar rojo sobre mitades de huevos duros, un aceitoso salmón, sopa de verduras con pepinos encurtidos y pollo de Kiev, y la cena, que solía estar compuesta por carne de cerdo o de ternera Stroganov con arroz, empanadas de col y helado con crema de frutas. También le traían nuevos videotapes, cigarrillos, botellas de bebidas y ropa limpia, y le hacían la limpieza. Un guardia permanecía junto a la puerta, vigilándola. El otro depositaba las bandejas de comida e inspeccionaba la suite y después ambos se marchaban.

Había estado sola durante períodos interminablemente largos. En su vida, siempre había podido soportar la soledad, pero el carácter irreal de aquella experiencia hacía que ello le resultara más difícil. Había procurado distraerse de la introspección, haciendo ejercicio, haciéndose la cama, preparándose en la cocina algún bocadillo que, en realidad, no le apetecía, quitando el polvo, leyendo, viendo en la televisión los noticiarios de su país del día anterior, viendo películas, escuchando la Voz de América y la BBC.

Pero, en general, vivía dentro de su cabeza. Se repetía una y otra vez que lo que había sucedido no había sucedido realmente, que era una pesadilla de la que iba a despertar. Cuando se convencía de que no era un sueño, trataba de imaginarse cómo era posible que el enemigo hubiera fraguado aquella improbable jugarreta, cómo era posible que los soviéticos hubieran encontrado y adiestrado a otra mujer para que actuara como su doble. Y después, como siempre, se imaginaba a la otra mujer, a aquella falsa primera dama, y pensaba en lo que aquella otra mujer estaría haciendo en su lugar y con su marido.

No todo el mundo podía ser engañado. Alguien lo averiguaría. Sus pensamientos giraban siempre en torno a lo mismo. Había contado con que Andrew comprendiera la verdad. O Nora o Guy o Wayne Gibbs o uno de los agentes, del servicio de seguridad, alguien.

Su padre, sin duda. Él se daría cuenta inmediatamente de que ocurría algo. Y daría la voz de alarma. La impostora sería descubierta. Se produciría un increíble escándalo a nivel mundial. Escuchaba religiosamente los noticiarios ingleses (especialmente grabados para ella), porque creía que la revelación superaría a todas las demás noticias durante muchos días. Esperaba a cada hora que se abrieran las puertas de su prisión, que Razin o Pietrov entraran y reconocieran que habían sido descubiertos y no tenían más remedio que devolverla a casa. O que se presentara el embajador Youngdahl.

Aparecería en la puerta y le diría que la impostora había sido detenida y que ella podía marcharse con él y dirigirse al avión que iba a llevarla a la Casa Blanca.

Pero nadie se había presentado con la noticia que ella esperaba.

Ahora, al final, uno de ellos había venido. El monstruo que había urdido todo el plan y su encarcelamiento. Tal vez le trajera la noticia de su liberación. Y, sin embargo, le había visto demasiado satisfecho de sí mismo como para que fuese él quien le trajese la noticia de su propia derrota.

Levantó los ojos y le vio salir de la cocina con una humeante taza de café en la mano.

El general Pietrov se acomodó en el sofá frente a ella, posó la taza y el plato en la mesita, removió el café con una cucharilla e ingirió un sorbo.

Billie llegó a la conclusión de que Pietrov debía saber que su llamada segunda dama había fracasado y había sido descubierta, pero no quería decírselo. Aquella sádica bestia estaba jugando con ella. No le daría, ni en un millón de años, la satisfacción de preguntárselo.

Pero se le escapó.

—Ha fallado, ¿verdad? —dijo bruscamente.

—¿Cómo? —dijo él, sinceramente desconcertado.

—Su maquinación —explicó ella—. Mi padre… en Los Ángeles… no le han podido engañar, ¿verdad?

Miró a Pietrov con ansiedad.

—¡Ah, conque era eso! —Pietrov echó la cabeza hacia atrás y se rió de buena gana. Mi querida señora Bradford, su padre la quiere, siempre la ha querido y siempre la querrá. Estuvo encantado de verla en Los Ángeles hace unos días. Ustedes dos se llevan estupendamente. Y usted y su marido jamás habían estado más unidos.

Permaneció sentada con expresión afligida.

Parecía como si le estuvieran temblando todos los órganos del cuerpo. Pietrov la miró por encima del borde de la taza de café.

—Francamente, señora Bradford, no iría usted a pensar que, después de todos nuestros interminables meses de preparación, nuestra dama iba a ser descubierta, ¿verdad? Lamento decepcionarla… pero es usted más popular que nunca en los Estados Unidos. Se habrá enterado sin duda de que su discurso de Los Ángeles fue entusiásticamente acogido en todas partes.

Lo había visto en videotape, lo había escuchado a través de la radio, pero lo había borrado de su consciencia.

—No se la echa a usted de menos, señora Bradford —dijo Pietrov con una sonrisa—. ¿Cómo se la podría echar, estando usted allí donde siempre ha estado en los últimos años, en la Casa Blanca e intacta, a punto de trasladarse a Londres?

Ella se mordió el labio, comprendiendo que era tan insensata en sus imaginaciones como lo eran ellos en sus irrealidades.

—Sin embargo, no dará resultado —insistió en decir obstinadamente—. No lo dará.

—¿Hace falta que lo repita, señora Bradford? ¿Tengo que decirle otra vez que está dando resultado?

—Eso no puede seguir así, ¿acaso no lo ve? Más tarde o más temprano, esta descabellada maquinación quedará al descubierto. Acabe con todo ello antes de que, por esta causa, se malogre la cumbre y se destruyan las relaciones entre su país y el mío. Piense en lo que ocurriría si usted y su pueblo averiguaran que los Estados Unidos habían secuestrado a la señora Kirechenko y la habían sustituido por una estadounidense que se hacía pasar por la esposa de su primer ministro y que manteníamos cautiva a la señora Kirechenko en Camp David. ¿Acaso no comprende el riesgo que ello entrañaría si se descubriera?

—Respeto su imaginación, señora Bradford —dijo Pietrov con expresión divertida—, pero usted no acierta a ver lo principal. Lo que usted ha dicho no podría ocurrir. Ustedes los estadounidenses no tienen nuestra mentalidad. No son lo suficientemente listos para llevar a cabo semejante empresa, no son lo suficientemente audaces. La CIA actúa con torpeza y sin tino, a la manera de los aficionados. Su presunta libertad democrática, que no es una verdadera libertad sino tan sólo licencia, ablanda a su pueblo. Ustedes ni siquiera hubieran podido concebir un plan como éste. En cuanto a los riesgos que corremos en la cumbre con esta empresa, sí, se ha prestado una cuidadosa atención a su aspecto de jugada atrevida. Si ganamos, habremos adquirido el poder de preservar la paz mundial. Si perdemos… bueno, si he de serle sincero, no hemos elaborado ningún plan de contingencia porque no podemos perder, no podemos y no perderemos.

—Ya veremos —dijo Billie tercamente.

—Señora Bradford, ya lo hemos visto —Pietrov apuró la taza de café. La prueba la tenemos en los progresos que hemos realizado hasta ahora. Usted está aquí. Con la excepción de Razin y de nuestro Politburó, nadie en el mundo sabe que está aquí. Nuestra segunda dama está en la Casa Blanca. Nadie más sabe que está allí. Ya le hemos dicho que su marido, sus amigos, su padre y hermana la aceptan como si fuera usted.

Mañana, en Londres, los británicos recibirán a la primera dama —hizo una pausa—. Señora Bradford, si tiene alguna esperanza de que se produzca un fallo, olvídela. Acepte su destino, colabore y regresará al lugar del que vino dentro de dos semanas o menos. Colabore con nosotros y no lo lamentará.

—¿Qué colabore con ustedes? ¿Qué significa eso?

—No ponga dificultades. No trate de escapar o de establecer comunicación con alguien del exterior.

Conteste a todas las preguntas que le hagamos. En realidad, ahora mismo tengo varias preguntas que hacerle. No son importantes. Sabemos todo lo que hay que saber. Sin embargo, para confirmar lo que tenemos en nuestros archivos, queremos oír lo que usted tenga que decirnos.

—¿Sobre qué?

Billie comprendió que, al final, habían llegado al verdadero propósito de la visita de Pietrov.

—Sobre su marido —contestó Pietrov, quitando el celofán de un cigarro puro—. Sobre el presidente de los Estados Unidos —cortó meticulosamente un extremo del cigarro—. ¿Se muestra siempre tan tranquilo e imperturbable como aparenta en público?

—Usted afirma saberlo todo —dijo Billie—. ¿Por qué voy a gastar saliva repitiéndole lo que ya sabe?

—Tenemos entendido que tiene muy mal genio en privado.

—¿De veras? —dijo ella, torciendo la boca en una sonrisa—. Qué interesante.

Su atención se fijó en la puerta situada a la espalda de Pietrov. El intérprete Alex Razin acababa de entrar.

La saludó con una leve inclinación de cabeza y fue a sentarse silenciosamente en una silla de allí cerca.

Pietrov no le prestó atención y clavó los ojos en Billie.

—Eso, señora Bradford, es lo que yo llamo no colaborar.

Ella frunció los labios y resistió su mirada.

Pietrov la miró ceñudamente y, al hablar, lo hizo con aspereza.

—Joven, le sugiero que reconsidere su actitud. Están en juego muchas cosas. Su salud, por ejemplo.

—¿Es una amenaza?

—Es lo que a usted le parezca —Pietrov encendió el puro—. Sí, es una amenaza. Sépalo… disponemos de medios para hacerla hablar. Preferiría no tener que utilizarlos, pero, si me veo obligado, lo haré. Eso no es un cortés juego de salón, señora Bradford. Eso no es una visita social. No somos iguales usted y yo. En estos momentos, no tiene usted ningún derecho, ninguna opción. Como siga obstinándose, va a ser castigada —dio una chupada al cigarro—. Muy bien, voy a darle una nueva ocasión de demostrar su buena voluntad.

Probemos de nuevo con su marido. ¿Le interesa el sexo?

¿Le gusta acostarse con usted?

—Eso no es asunto suyo —replicó ella, enfureciéndose inmediatamente—. ¡Cómo se atreve!

—Señora —dijo Pietrov, levantándose con gesto amenazador—, todo es asunto mío, ¿me ha comprendido? Le repetiré la pregunta una vez más. Si se niega a contestarme, me encargaré de que se la conteste a los guardias. Les mandaré entrar…

Razin se levantó de un salto y apoyó una mano sobre el hombro de Pietrov como para sujetarle.

—Mi general, por favor… —trató de apartar al director del KGB de la mesa—. Prometió usted, señor, que no… haría uso de la fuerza…

—En caso de que ella se mostrara razonable —dijo Pietrov en tono encolerizado—. Pero es una bruja obstinada…

—Espere, por favor, escúcheme —insistió en decir Razin.

Había conseguido apartar a Pietrov de la mesa junto a la que se encontraba sentado y ahora le estaba acompañando hacia la puerta. Razin seguía hablando con su superior en voz baja.

Billie permanecía sentada inmóvil en el sofá, observando, esperando, presa del terror.

Oyó a Pietrov resoplar y le vio apartarse bruscamente, no sin antes haberle dirigido a Razin una mirada de desprecio.

—Deje de gemir. Veo que es usted todavía muy estadounidense. Débil y sentimental —dio una chupada al puro—. Por esta vez, muy bien. Hable con ella a solas.

Pero no abuse demasiado de mi paciencia, Razin.

Pietrov miró enfurecido a Billie, dio media vuelta y salió apresuradamente.

Tras haberse cerrado la puerta de golpe, Razin la siguió mirando fijamente hasta que, poco a poco, dio media vuelta, regresó junto a Billie y se sentó junto a ella.

—Lo siento —dijo.

—Dios mío, cuánto le odio —estalló Billie—. Es… es infrahumano —miró a Razin con expresión de gratitud—. ¿Qué le ha dicho para que se detuviera?

—Le he dicho simplemente que no entiende a las mujeres estadounidenses. Le he dicho que la tortura no le llevaría a ninguna parte y que, de hecho, sería contraproducente. Le he dicho que era usted una mujer honrada, una mujer amable y sensata y que sería razonable… que lo que no era razonable eran sus preguntas.

—Gracias —dijo ella, dirigiéndole a Razin una sonrisa agradecida.

—Creo que a ambos nos sentará bien un trago —dijo éste, levantándose. Se detuvo junto al aparato de radio, lo encendió y elevó el volumen. Junto al aparador, mientras preparaba un whisky para ella y un vodka para sí mismo, dijo:

—La mayor parte de los hombres de aquí, hombres con la autoridad de un Pietrov, no comprenden a las mujeres del mundo occidental. A mí me criaron mujeres estadounidenses. De mayor, salí con ellas. Las entiendo. Cuando me trajeron a la Unión Soviética, observé inmediatamente que la actitud de los soviéticos hacia las mujeres era distinta. Los hombres de aquí, aunque admitan a las mujeres en el mundo laboral, las consideran realmente unas esclavas. En opinión de los rusos, a las mujeres hay que tratarlas como cautivas, criadas, dóciles objetos sexuales. Es una de las cosas que nunca me han gustado en la Unión Soviética, una de las razones por las que siempre deseé regresar a los Estados Unidos.

—Si tanto aprecia los Estados Unidos, ¿por qué se ha mezclado en esta maquinación?

—Instinto de supervivencia —se limitó a contestar él. Le ofreció el vaso y una servilleta y después se sentó con el suyo y lo levantó en un brindis—. A su salud, señora Bradford.

—Beberé con esta intención —el whisky la reconfortó. Ingirió otros dos sorbos antes de posar el vaso—. He estado un rato a solas con Pietrov. He preguntado si mi… mi, ¿qué?… ¿doble?… si mi doble estaba saliendo adelante con su simulación. Pietrov me ha asegurado que lo está haciendo perfectamente. Nadie recela lo más mínimo de ella, ni mi marido ni mis amigos ni mi padre. Me ha costado creerlo. ¿Debo creerlo?

—Me temo que sí, señora Bradford. Es cierto.

—Me sigue pareciendo increíble. ¿Cómo ha podido aprender tantas cosas esta mujer que se hace pasar por mí?

—Es una actriz.

—¿Una actriz?

—Una brillante actriz que casualmente se parecía a usted. Dados mis antecedentes y mis conocimientos de inglés, me ordenaron que trabajara con ella. Aborrecía el encargo, pera no tuve más remedio que aceptarlo. En realidad, adiestrar a aquella actriz resultó en cierto modo fascinante. A mí me fascinaba no ella sino el papel que interpretaba.

—Interpretaba mi papel.

—Exactamente. Y, desde que usted se convirtió en una figura pública, despertó usted mi interés y me fascinó.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé. Tal vez porque era usted el prototipo de la típica muchacha estadounidense, en versión de California. Era usted maravillosamente bonita, abierta, sincera, alegre y rebosante de entusiasmo. Yo salí con una muchacha estadounidense como usted, cuando era muy joven.

—Me halaga usted —dijo Billie.

—No se sienta halagada —dijo Razin, haciendo una mueca—. El hecho de crear una reproducción suya me fascinó en gran manera. Hice el trabajo demasiado bien para mi pesar.

—¿O sea que no tengo esperanzas a este respecto?

—¿Esperanzas de que nuestra actriz cometa un fallo y sea descubierta? No, yo no contaría con ello.

—En tal caso, mis esperanzas tienen que cifrarse en salir de aquí por mi cuenta y conseguir llegar a la Embajada de los Estados Unidos.

—No es posible.

—Con su ayuda, podría ser posible. Tal como le prometí el primer día que hablamos en esta habitación, yo podría conseguir su regreso a los Estados Unidos.

Él bajó la mirada como si reflexionara. Casi imperceptiblemente, su cabeza empezó a menearse.

—No, no podría conseguirlo, ni siquiera con mi ayuda. Averiguarían que yo he intervenido. Harían…

—Preferiría morir antes que confesarlo.

—No —dijo él en tono categórico—, no volvamos a hablar de ello.

Con un suspiro de resignación, Billie tomó de nuevo el vaso y lo apuró.

—Volviendo a Pietrov. Las preguntas que me ha hecho acerca de mi marido y de nuestra vida sexual.

¿Me las hizo realmente a modo de confirmación?

—Pues claro que no —contestó Razin, sonriendo.

Vaciló y, al final, habló.

—Le diré de qué se trata. Tienen un problema, pero no quieren que usted lo sepa. Ha surgido algo imprevisto. No debiera decírselo, pero lo haré si usted accede a guardar el secreto.

—Se lo juro —dijo Billie, levantando una mano.

—Tenía usted una cita con su ginecólogo esta semana.

—¿Mi ginecol…? —repitió ella, perpleja—. ¿Quiere decir…? Ah, el doctor Sadek. Ya me acuerdo. Sí —después añadió rápidamente:

¿Su actriz tuvo que acudir a la cita?

—Exactamente. Por desgracia, su médico sufrió un accidente y su doble fue examinada por una colaboradora del doctor. Tuvo que someterse al examen y conocer el resultado de los análisis. Siento tener que decírselo, señora Bradford, pero no está usted embarazada.

La noticia le produjo a Billie una punzada de desesperación y dolor. Permaneció sentada inmóvil, mientras la noticia penetraba en su cabeza. Advirtió que los ojos se le humedecían, pero contuvo las lágrimas. Lo sentía por Andrew y también por sí misma. Pero esperaba con toda el alma que pudiera haber una segunda ocasión.

Razin la estaba observando con expresión preocupada.

—Sé que es muy desagradable —dijo—. ¿Se encuentra bien?

—No se preocupe, estoy bien —contestó ella.

Dadas las circunstancias en que me encuentro aquí, tal vez no importe.

—En cuanto a las hemorragias —dijo Razin—. Como es natural, la ginecóloga examinó a otra mujer y la encontró bien. Pero eso no nos dice nada acerca de su propio estado. ¿Sigue sangrando? Porque, en tal caso, podríamos…

—No sangro —dijo ella—. Estoy bien.

—Estupendo. Sea como fuere, cuando usted empezó a sangrar hace algunas semanas, le ordenaron que se abstuviera de mantener relaciones sexuales con su marido durante seis semanas. A Pietrov le pareció que ello le sería muy útil a su doble de usted.

—¿Cómo pudieron averiguar todo eso… —Billie se incorporó en su asiento—, las hemorragias… la prohibición de mantener relaciones sexuales durante seis semanas…?

—No tengo la más remota idea. Pero el KGB se enteró. Ahora se han enterado de otra cosa. Las hemorragias han cesado. Ha sido usted declarada totalmente curada. La doctora dice que usted y su marido, es decir su doble y su marido, pueden reanudar las relaciones sexuales dentro de cinco días.

—Dentro de cinco días —dijo Billie, asintiendo.

Comprendo. ¿Ahora mi doble tiene que saber cómo es mi marido y cómo soy yo en… en la cama?

—Lo ha adivinado usted.

Billie sonrió brevemente para sus adentros, pero, cuando levantó los ojos para mirar a Razin, estaba seria.

—Señor Razin, estoy segura de que lo sabe, no tengo intención de discutir este asunto de ninguna manera. No tengo intención de ayudar a su actriz.

—No se lo puedo reprochar —dijo Razin en tono comprensivo.

—Me alegro de que lo comprenda. Es posible que sea una mujer liberada, pero no hasta ese extremo. Creo que ciertas cosas pertenecen a la intimidad.

—Estoy de acuerdo con usted. Pero eso a mí me plantea un problema. He conseguido que Pietrov se marchara de aquí, he impedido que le causara a usted un daño, insistiendo en que tal vez yo conseguiría su colaboración, apelando a su razón. Ahora tengo que demostrarle a Pietrov que mi método es el mejor. Si acudo a él con las manos vacías, es posible que repita el interrogatorio. Por su propia seguridad, tengo que darle algo, cualquier cosa, alguna migaja. Si logro hacerlo, le habré demostrado que mi método es mejor que el suyo.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó ella, mirándole fijamente.

—Oh, cualquier cosa, cualquier cosa… por pequeña que sea… mientras sea verdad.

Billie estudió la respuesta. Estaba claro que lo que aquel hombre le estaba diciendo era sincero. Si pudiera demostrar que su método era más eficaz, ello mantendría a Pietrov apartado de ella. Y, sin embargo, le repugnaba tener que hablar con unos desconocidos acerca del comportamiento sexual de Andrew… unos desconocidos que eran, además, unos criminales. Aquel hombre que tenía al lado, a pesar de ser uno de ellos, tenía por lo menos cierto sentido de la decencia.

Además, era medio estadounidense. La elección era un asco, pero era una elección. Eligió a Razin en lugar de Pietrov.

—Bueno —dijo en tono vacilante—, eso es… eso es muy embarazoso, ¿sabe…?

—No quiero oír nada que pueda producirle a usted turbación —se apresuró a decir él—, me basta un bocado para que Pietrov se quede tranquilo.

—Bueno… mi marido… supongo que les puede decir eso… a mi marido… no le gustan las relaciones sexuales…normales.

Ya estaba. Un dato para aquellos hijos de puta. Eso les tranquilizaría. Y tal vez la salvara a ella.

Razin pareció mostrarse complacido. Se inclinó hacia delante para darle unas palmadas en la mano.

—Gracias. Comprendo lo difícil que ha sido para usted. Pero es suficiente. No es necesario que diga nada más. Eso nos ayudará a los dos.

—Yo… yo le agradezco… su interés por mí.

—Haré todo lo que pueda por usted, señora Bradford —dijo él, levantándose—. Puede confiar en mí.

Buenos días.