Su despertar fue como subir por una empinada e interminable escalera. Pero Billie Bradford estaba despierta en su mente, aunque sus ojos estuvieran todavía cerrados. Por detrás de su frente y de la delgada capa de dolor que la cubría, su cerebro era un lodazal. Se notaba la boca seca, con un sabor residual de amargura.
Sus pensamientos se abrieron paso por el lodazal y, al final, llegaron a un recuerdo de la noche anterior. El banquete, el cansancio, la borracheras. Eso había sido, el exceso de bebida. Tenía una resaca espantosa y no era nada extraño.
Mantuvo los ojos cerrados, en espera de que se le aclarara el cerebro y le desapareciera el dolor de cabeza.
Al cabo de unos minutos, tendida muy inmóvil, notó que el dolor de cabeza se atenuaba y empezaba a ceder.
Su cerebro se libró del lodazal y empezó a funcionar. Se estaba despabilando. Recordó dónde estaba, el día que era, dónde la esperaban.
Tenía que levantarse a las cinco de la madrugada para emprender viaje de regreso a casa desde Moscú.
Abrió los ojos y ladeó la cabeza sobre la almohada para consultar el reloj de viaje de la mesilla de noche. El reloj le dijo que eran las cuatro. Menos mal que no se había dormido. Aún faltaba una hora para que sonara el despertador. Podría disfrutar de otra hora de sueño.
Estaba a punto de acurrucarse y de cerrar los ojos para descansar un poco más cuando le llamó la atención una cosa muy extraña. El reloj de la mesilla de noche.
Era distinto no era su relojito de viaje forrado en cuero rojo en el que tanto confiaba. Era un reloj de gran tamaño, rodeado por un marco de nogal. Qué raro.
¿Había entrado su camarera Sarah y habría sustituido su reloj por otro? Era absurdo. Movió la cabeza sobre la almohada, examinando el dormitorio. Súbitamente, presa del sobresalto, comprendió que aquél no era su dormitorio de la suite del Rossiya. Era un dormitorio distinto, totalmente distinto, desde el papel aterciopelado de la pared hasta el moderno mobiliario y los pilares de la cabecera de la cama.
Se incorporó, confusa y perpleja.
Sin embargo, otras cosas le resultaban familiares: la alianza matrimonial que llevaba en el dedo, el camisón verde, las mullidas zapatillas del suelo, su ligera bata de lana color turquesa, descansando sobre el sillón Pero la habitación no era la suya, desde luego.
¿Qué había ocurrido? ¿Estaba la noche anterior demasiado borracha para llevarla a su habitación y la habían instalado, en su lugar, en la habitación de Nora?
Era posible, no probable, pero sí posible.
Entonces oyó dos confusas voces masculinas, procedentes de la habitación contigua. Alguien, dos personas, se encontraban en el salón. Probablemente, sus agentes del servicio de seguridad Oliphant y Upchurch. Decidió averiguarlo. Y averiguar también por qué se encontraba en aquella habitación distinta.
Se incorporó, introdujo los pies en las zapatillas, se levantó, tomó la bata, y se la puso. Tras anudar el cinturón de la misma, buscó el otro peine que siempre llevaba en el bolsillo grande. Allí estaba. Se dirigió al espejo del tocador, se peinó el enredado cabello, lo alisó hacia atrás y se estudió. La resaca se había disipado y parecía y se notaba casi humana.
El zumbido de las voces en la habitación de al lado volvió a alertarla. Experimentando curiosidad a propósito de aquellas voces y todavía confusa a causa del ambiente que la rodeaba, abandonó el dormitorio y se dirigió al salón.
Al principio, no vio a las personas propietarias de las voces. Vio sólo otra habitación distinta que jamás había visto con anterioridad, distinta y mucho más espaciosa y moderna que la que había ocupado ayer y los dos días anteriores en el hotel Rossiya. Entonces descubrió a los propietarios de las voces, hacia la izquierda y ligeramente a su espalda. Se sobresaltó porque ninguno de ellos era uno de sus protectores del servicio de seguridad.
Parecían soviéticos; uno de ellos le resultaba familiar y el otro le era totalmente desconocido ¿Qué hacía aquí?
¿Qué hacia ella aquí? Se acercó a ellos, tratando de averiguar la explicación de aquel misterio. Entonces, desde su sillón, uno de los hombres se percató de su presencia y le hizo una seña al otro, que se volvió a mirarla.
El que le era familiar era el que le había servido de intérprete en el transcurso de los tres últimos días: Alex Razin. Al otro, hombre bajo y rechoncho de ojos pequeños y penetrantes, jamás lo había visto. Ahora ambos se habían levantado.
—Ah, señora Bradford —dijo el rechoncho.
Estábamos aguardando a que se despertara.
Billie no le prestó atención y se dirigió a Razin.
—¿Qué es eso? ¿Qué está sucediendo? —abarcó con un gesto todo el salón—. ¿Cómo he llegado hasta aquí?
No lo entiendo.
—Trataré de explicárselo dijo Razin, adelantándose y hablando en tono de disculpa.
El hombre rechoncho levantó una mano para indicarle que guardara silencio.
—Yo contestaré a sus preguntas, señora Bradford…
Razin, tráigale un poco de café.
Con gesto obediente, Razin cruzó rápidamente el comedor para dirigirse a la cocina.
—Venga aquí —dijo el sujeto rechoncho mientras se acercaba a uno de los dos sofás de color beige claro que había a ambos lados de la chimenea. Perpleja, ella le siguió—. Le sugiero que tome asiento dijo él.
Ella fue a desafiarle, pero se sentó, ajustándose la bata sobre las rodillas. El sujeto rechoncho permaneció de pie a su lado.
Después empezó a hablar de nuevo en voz baja y áspera.
—Se comprende que esté confusa.
—Más que eso —dijo Billie en tono indignado—. Esto no tiene…
—¿No tiene sentido? —la interrumpió el gordo. Lo tendrá, lo tendrá. Permítame que me presente. Soy el general Iván Pietrov. ¿Ha oído usted hablar de mí?
—No.
El hombre se introdujo una mano en el bolsillo, sacó una tarjeta de identidad y se la mostró. Su dedo subrayó tres grandes letras mayúsculas en alfabeto cirílico, junto a su fotografía.
—KGB —dijo Ella contempló la tarjeta sin comprender nada.
—Soy el director del KGB, nuestra policía de seguridad —dijo, volviéndose a guardar la tarjeta en el bolsillo—. Contestaré a sus preguntas. ¿Pregunta usted dónde está? Está en un apartamento de invitados del Kremlin. ¿Pregunta cómo ha llegado hasta aquí? La sacamos anoche de su hotel y la trasladamos aquí.
—¿Qué ustedes… qué ustedes qué?
—La sacamos y la trasladamos aquí —repitió Pietrov, entono paciente—. Era necesario. Se pregunta usted por qué…
—¡Espere un momento! —gritó Billie, enfurecida.
¿Me está usted diciendo… que me han secuestrado?
—Supongo que lo podríamos llamar así —dijo Pietrov, encogiéndose levemente de hombros…
El asombro de Billie casi no podía expresarse con palabras.
—¿Me han secuestrado, me han raptado mientras dormía? Es imposible. ¿Cómo podría alguien…? —titubeó—. A menos… a menos que me drogaran. ¿Me drogaron ustedes?
—Naturalmente —replicó Pietrov en tono positivo.
Durante el banquete, con el champaña.
—¿Está usted loco? —gritó Billie, elevando la voz.
¡Tiene que estar loco, completamente loco! Cuando mi marido se entere…
—Señora Bradford, su marido no se enterará —dijo Pietrov con una exasperante sonrisa—. Se lo prometo, no se enterará.
Billie se quedó sin habla, totalmente confusa.
Razin había regresado con una bandeja de café, crema de leche, azúcar, pan integral y mermelada.
Colocó la bandeja sobre la superficie de cristal de una mesa baja que había frente a ella, evitando sus ojos.
—Señor Razin —dijo ella—, dígame que eso no es cierto. No puede ser cierto.
Él no contestó y siguió evitando su mirada mientras retrocedía y se situaba detrás de Pietrov.
Billie volvió a fijar la mirada en Pietrov.
—Estoy soñando —dijo—. Dígame que estoy soñando.
—No está soñando —contestó Pietrov categóricamente—. Es cierto.
—Me debo estar volviendo loca —dijo ella con cierto acento de histeria en la voz—. Eso es absurdo. Ustedes me han secuestrado. Nadie secuestra a… una primera dama, a menos que esté loco. Tiene que estar loco. ¿Sabe a qué puede conducir todo esto… conoce las consecuencias? ¿Las conoce? ¿Qué pretende? ¿Un rescate? ¿O un chantaje? ¿Están tratando de someter a chantaje al presidente? No dará resultado. Eso es increíble, una locura absoluta. Dígame… ¿qué pretenden? Terminemos de una vez. Tengo que estar en el avión dentro de unas horas. Salimos a las ocho de esta mañana.
—Ya son mucho más de las ocho de la mañana —dijo Pietrov en tono reposado—. Son las cuatro de la tarde.
Su avión despegó hace muchas horas.
—No hubiera despegado. El avión no hubiera despegado sin mí.
—Tiene usted razón en cierto modo —convino Pietrov—. El Fuerzas Aéreas Uno no despegaría sin la señora Bradford. Y no lo ha hecho… Se lo aseguro… la señora Bradford se encuentra en estos momentos a bordo de aquel avión.
Ella le miró sin comprender.
—Veo que todavía está perpleja —siguió diciendo Pietrov—. Permítame revelarle sin ambages lo que está ocurriendo. Entonces lo comprenderá y yo me podré ir.
Tengo un día muy ocupado. Si tiene más preguntas cuando yo termine de hablar, al señor Razin le ha sido encomendada la misión de contestarlas —hizo una pausa—. Señora Bradford, su marido y nuestro primer ministro van a reunirse en una conferencia cumbre que se celebrará en Londres la semana que viene. Estarán en juego muchas cuestiones que afectan a la paz mundial.
Es vital para nosotros averiguar lo que se propone su marido, cuáles son sus planes secretos en sus conversaciones con nosotros. A tal fin, pensamos en la posibilidad de colocar un agente secreto en la Casa Blanca, alguien capaz de estar al corriente o de tener acceso a los pensamientos de su marido. No es una práctica insólita, la emplea a menudo la CIA de su país.
Nosotros tuvimos la suerte de anticiparnos a la necesidad de este agente. Hace casi tres años, antes incluso de que entrara usted en la Casa Blanca, empezamos a hacer planes con vistas a este agente. Por casualidad, acertamos a dar con alguien aquí en la Unión Soviética que era exactamente igual que usted…
—¿Exactamente igual que yo? Imposible. Las personas son como las huellas dactilares. No hay dos iguales.
—No es en absoluto imposible —dijo Pietrov.
Créame, es muy posible. La joven que encontramos no se diferenciaba en nada de usted. El mismo rostro, el mismo cuerpo, y hablaba perfectamente el inglés. Había algunas discrepancias que pudimos resolver. Nos pasamos tres años adiestrándola pacientemente para que fuera su doble…
—¿Mi doble? —Billie se quedó estupefacta—. Jamás había oído nada tan descabellado… tan absurdo… ¿El doble de una figura pública? —sacudió enérgicamente la cabeza—. Jamás podría dar resultado. Semejante cosa no ha ocurrido jamás…
—Razin —dijo Pietrov, haciéndole a éste una seña de que se acercara—, para mejorar nuestra credibilidad, dígaselo. Usted fue estudiante de historia. Convénzala.
Razin se adelantó a regañadientes.
—Me temo que está usted… bueno, que se equivoca usted, señora Bradford. Esta cuestión que estamos discutiendo no constituye ninguna novedad. Es tan vieja como la historia. Hay incontables ejemplos en el pasado en los que unos dobles, por diversos motivos, han desempeñado con éxito el papel de otras personas.
Napoleón tenía un doble llamado Eugene Robeaud. Su presidente Roosevelt utilizaba a veces un doble. Usted habrá oído hablar sin duda de cómo sir Bernard Montgomery, el general británico, utilizó a un doble llamado Clifton James durante la segunda guerra mundial. Ya ha ocurrido antes.
—Sí, y está ocurriendo ahora —le dijo Pietrov a Billie.
—No puede dar resultado —insistió en decir Billie.
—Tiene que darlo y lo dará —dijo Pietrov.
Billie estaba volviendo a sacudir la cabeza.
—Simplemente, no lo creo —miró fijamente a Petrov—. ¿Y yo, qué va a ocurrir conmigo? ¿Qué van a hacer ustedes conmigo?
—Nada, señora Bradford, nada en absoluto. Su vida no corre peligro. ¿Cree usted que somos unos bárbaros? Está usted a salvo. La mantendremos incomunicada en este apartamento del Kremlin durante aproximadamente dos semanas, mientras nuestra agente, vamos a llamarla la segunda dama, mientras ella obtiene la información que necesitamos. El último día de la conferencia cumbre, cuando nosotros hayamos salido triunfantes, será usted devuelta, trasladada en avión a Londres y cambiada por nuestra doble y regresará usted a casa con su marido. Nadie sabrá jamás que ello ocurrió.
—¿Jamás? —exclamó Billie—. ¿Esperan ustedes que yo no diga nada? Les denunciaré. Se lo diré a mi esposo, a todo el mundo… lo gritaré desde los tejados de las casas…
—No lo intente, señora Bradford, por su propio bien, no lo haga —dijo Pietrov—. ¿Piensa usted que su marido la iba a creer? ¿Que alguien la creería y daría crédito a sus balbuceos acerca de una acción tan loca e insensata, tal como usted misma la ha calificado? Usted misma nos ha dicho que no puede creerla. Si Usted no puede, ¿quién podrá? Si insistiera usted en esta paranoica y fantasiosa historia, sin el menor asomo de prueba, pondría en un aprieto a su marido ante el mundo.
Acabaría usted en… Razin, ¿cómo se llama aquel sitio?
—La Clínica Menniger, señor.
—Sí, en un hospital para desequilibrados mentales.
De nada serviría, señora Bradford. Cuando usted sea devuelta a casa, tendrá que guardar silencio, como si nunca hubiera ocurrido. No tememos ser desenmascarados. La misma audacia del plan, el carácter increíble del mismo, nos mantendrán a salvo.
Pietrov tomó la petaca que había dejado sobre la mesita y se la guardó en el bolsillo interior de sti chaqueta de doble botonadura.
—Ahora tengo que irme —le dijo a Billie—. El señor Razin se encargará de que se encuentre usted cómoda.
Espero que se mantenga ocupada. Que coma, duerma, haga ejercicio y lea. Tenemos libros ingleses para usted, de sus autores preferidos. Tenemos «videotapes» de películas norteamericanas que usted podrá ver en el televisor. Encontrará dos aparatos de radio. Podrá escuchar la Voz de América o la BBC. Unos duplicados de sus maletas y de su guardarropa de viaje se encuentran en el dormitorio. No sufrirá daño alguno si acepta la situación —el rostro de Pietrov adquirió una expresión amenazadora—. Como trate de huir o de establecer contacto con el exterior, será privada de sus comodidades y tendrá que sufrir. Por su propio bien, adáptese a su destino provisional, a estas breves vacaciones, y todo irá bien para usted. Si necesita algo, dentro de lo razonable, el señor Razin se lo proporcionará. Yo mismo la visitaré personalmente de vez en cuando.
Pietrov se encaminó hacia la puerta.
—¡Jamás conseguirán salirse con la suya! —le gritó Billie.
Con la mano en el tirador de la puerta, Pietrov le hizo el regalo de una breve sonrisa.
—¿Qué jamás conseguiremos salirnos con la nuestra? —repitió—. Ya lo hemos conseguido… Razin, demuéstreselo.
Una vez Pietrov se hubo ido, Alex Razin se adelantó y se acomodó con gesto vacilante en el borde del sofá, frente a ella.
La perpleja mirada de Billie se cruzó con la de Razin.
—¿Está ocurriendo realmente? —preguntó Billie en tono de incredulidad—. ¿Puede ser cierto?
—Me temo que es cierto, señora Bradford —contestó Razin, asintiendo con tristeza.
—¿Forma… forma usted parte de todo eso? —preguntó ella, frunciendo el ceño—. Parecía usted tan simpático ayer y anteayer.
—Y hoy no soy menos simpático —dijo él en tono grave—. En cuanto a la pregunta de si formo parte de eso, la respuesta es sí y no. Estoy en contra de esta conspiración. Me parecía atroz. Sin embargo, se trata de una operación puramente del KGB. Yo no pertenezco a el KGB. Me obligaron a participar tal vez porque soy medio estadounidense. Mi madre era estadounidense.
Yo me crié en los Estados Unidos. Mi padre, que era soviético, me trajo aquí al morir mi madre, cuando yo contaba quince años.
—¿Por qué no regresó a los Estados Unidos?
Razin vaciló antes de responder. Se levantó, se acercó a un aparato de radio que había sobre una mesa y lo encendió, sintonizando con un programa de música.
Después giró uno de los botones de mando para elevar mucho más el volumen. Regresó al sofá y le dirigió a Billie una tímida sonrisa.
—Una simple precaución —explicó—. Y ahora… volviendo a su pregunta. ¿Por qué no regresé a los Estados Unidos? Yo deseaba regresar y lo sigo deseando.
Se trata de algo que no quisiera que usted le revelara a nadie. Aunque regresé una vez a Washington en calidad de periodista, me vi envuelto en un caso de espionaje, a pesar de que era inocente. Me expulsaron de los Estados Unidos.
—Yo podría conseguir que volviera… hablar con mi marido… si usted me ayudara.
—¿Ayudarla? ¿Cómo? Se encuentra usted en el Kremlin, en el interior de una fortaleza. Está vigilada. El solo hecho de pensar en la huida resulta peligroso.
Créame, me gustaría ayudarla, pero…
—No me refiero a una huida —dijo ella—. Conseguir simplemente que alguien lo supiera, el embajador de los Estados Unidos…
—No me iba a creer —dijo Razin, interrumpiéndola—. Pero, aun en el caso de que me creyera, ¿cómo iba a localizarla? Si acudiera aquí, no encontraría nada. Para entonces, ya estaría usted muy lejos de Moscú. En cuanto a mí, si se enteraran de que yo había facilitado la información, acabaría delante de un pelotón de ejecución. Le digo que cualquier acción encaminada a liberarla sería infructuosa.
—Tiene usted razón —dijo ella débilmente. Hizo una pausa—. ¿Permitirán realmente que me vaya dentro de dos semanas?
—Así lo creo.
—¿No me causarán daño?
—No tienen razón alguna. Les interesa que usted viva y esté bien. Es posible que necesiten más información de usted… acerca de algunas cosas que… la segunda dama… tal vez ignore. Una vez finalizada la cumbre, se encontrará usted sana y salva en su casa.
Billie estaba reflexionando acerca de su situación y del hecho de que alguien estuviera interpretando su papel.
—No puede dar resultado —dijo como hablando consigo misma. Levantó la mirada—. ¿No lo comprende? No puede dar resultado. En cuanto ella descienda del helicóptero sobre el césped de la Casa Blanca, mi marido se dará cuenta… se dará cuenta de que la otra no soy yo… me conoce demasiado bien… en cuanto la vea, sabrá que es una impostora —vaciló—. El otro… el otro hombre que ha estado aquí…
—El general Pietrov.
—Sí, Pietrov. Cuando le he dicho que jamás podría salirse con la suya, me ha contestado: «Ya lo hemos conseguido». Después se ha dirigido a usted y le ha dicho: «Demuéstreselo». ¿Qué ha querido decir?
Demostrarme, ¿qué?
Razin asintió, se levantó del sofá, se acercó a su cartera y sacó un pequeño rollo de cinta. Tras apagar la radio, se dirigió con el rollo al aparato de «videotape», conectado con un televisor de circuito cerrado.
Introdujo la cinta en el aparato.
—Quería que le mostrara esto —explicó Razin.
Acabamos de grabar la transmisión de este acto por parte de la televisión estadounidense, recibida vía satélite —encendió el televisor—. Su llegada hoy a la Casa Blanca.
Billie clavó la mirada en la pantalla del televisor. Allí estaba el helicóptero presidencial procedente de la base de las Fuerzas Aéreas de Andrew, en suspenso por encima de la extensión de césped de la zona sur del jardín de la Casa Blanca y posándose suavemente sobre la superficie asfaltada. Allí estaba la rampa móvil, trasladada sobre ruedas. Allí estaba la portezuela del helicóptero abriéndose. Y allí estaba… ella… Billie Bradford, apareciendo, permaneciendo de pie, saludando con la mano.
Al verlo, Billie emitió un perceptible jadeo.
En la pantalla había aparecido ella, no cabía la menor duda. Su propio rostro, sus rasgos, su cuerpo, su ropa. Estaba descendiendo. Había pisado el césped. Una imagen de su marido, acercándose a la escalerilla.
Andrew. Ella se encontraba en sus brazos. Ambos se estaban abrazando. Él la besó y la tomó del brazo. Se escucharon unos aplausos mientras él la volvía a besar y la acompañaba hacia los representantes de la prensa, los fotógrafos y los micrófonos. Ella habló brevemente.
La Reunión Internacional de Mujeres de Moscú había constituido un éxito. Mañana se trasladaría a Los Ángeles para hablar en la convención de Clubs de Mujeres de los Estados Unidos y presentar su informe acerca de las conclusiones de Moscú. Aunque la acogida que le habían dispensado en Moscú había sido muy amable y fascinante, se alegraba mucho de encontrarse de nuevo en casa.
Desde el sofá, Billie estaba contemplando la pantalla del televisor. Había oído su propia voz y sus inflexiones, había visto sus propios gestos. Todo impecable. Todo por obra de una impostora soviética. Observó cómo Andrew la acompañaba hacia el Pórtico Sur y después hacia el interior del Salón de Recepciones Diplomáticas.
Andrew llevándosela del brazo al interior de la casa, en calidad de su esposa.
¡Jamás conseguirán salirse con la suya!
Ya lo hemos conseguido…
Billie se sintió aturdida.
Razin apagó el televisor y la miró tristemente.
—Ya ha visto lo que Pietrov me ha pedido que le mostrara. Nadie sabe que ella no es usted, ni siquiera su marido. Me temo que Pietrov tenía razón. Ha conseguido salirse con la suya. Lo lamento, señora Bradford.
Cruzando los brazos sobre el pecho y comprimiéndose las costillas, Billie empezó a oscilar hacia delante y hacia atrás en el sofá con expresión afligida. El miserable KGB había estado brillante. La sustitución y la sustituta eran perfectas, por encima de toda sospecha. El KGB se había instalado firmemente en el interior de la Casa Blanca. Su situación era desesperada.
Y, sin embargo, su mente se aferraba a la esperanza y consiguió hallar un cabo suelto.
Mañana estaría en Los Ángeles. Pasado mañana pronunciaría un discurso. Después del discurso se reuniría con su padre, con Clarence, su padre de toda la vida. Si su marido había sido lo suficiente insensible y distraído como para no percatarse de que estaba habiéndoselas con otra mujer, no con su primera dama sino con una falsa segunda dama, si a él le habían podido engañar, su padre sería otro cantar. Nadie que se hiciera pasar por Billie podría engañar a su padre. Él se percataría inmediatamente de que estaba ocurriendo algo, lo diría abiertamente y descubriría la conspiración del KGB.
Otra cosa animó a Billie. Porque cabía la posibilidad de que ni siquiera tuviera que intervenir su padre. Era posible que el fraude se descubriera aquella noche.
Aquella noche cuando Andrew y la impostora se fueran a la cama. La impostora no podría saber que ella tenía que abstenerse de las relaciones sexuales por lo menos durante cuatro semanas. Era posible que la impostora diera un paso en falso y tratara de mantener relaciones sexuales en cuyo instante Andrew empezaría a sospechar.
Si eso no daba resultado, ya lo daría el encuentro con su padre.
Maldita sea, había una esperanza.
Con dificultad, volvió a prestar atención a Razin y esbozó una fingida sonrisa condescendiente.
—De acuerdo —dijo—, primer asalto para… para su país. Pero, no olvide lo que le digo, eso no ha terminado.
Para su segunda dama, eso no es más que el principio… de unos graves problemas.
Después de cenar en el Comedor del Presidente de la Casa Blanca, los tres pasaron al Salón Verde, suavemente iluminado, para ver la televisión.
Vera Vavilova había sido minuciosamente adoctrinada acerca de aquella estancia, así como de las restantes habitaciones del piso de arriba, y sabía que, siempre que la primera dama veía la televisión, se sentaba en el canapé a rayas adosado a la pared oeste, bajo el retrato al óleo de Benjamín Franklin, pintado en 1767. Vera se encontraba ahora sentada en aquel canapé. A ambos lados de ella, en los dos sillones Sheraton de caoba tapizados de verde, se habían sentado Nora Judson y Guy Parker.
Siendo el primer día de la vuelta a casa de la primera dama y habida cuenta de la agotadora visita a Moscú, se había decidido que aquella noche no trabajarían. Iban a descansar y se acostarían temprano dado que mañana iban a tomar un avión con destino a Los Ángeles.
Todos se habían mostrado de acuerdo en que la televisión era el sedante más apetecible. Y lo mejor sería una reposición de una vieja película. Sintonizaron el canal que ofrecía la película Casablanca y se pasaron una hora absortos en las aventuras que protagonizaban Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. Vera sabía que Guy Parker había visto la película tres veces y que Nora ya la había visto dos. Vera sabía también que Billie Bradford ya la había visto una vez. Vera jamás la había visto, pero tuvo que simular que sí, que no era una novedad para ella sino algo con lo que, en cierto modo, ya estaba familiarizada. Para mantener la simulación, tras unas escenas especialmente interesantes, Vera había comentado en dos ocasiones:
—¿No les parece estupendo? Mejor todavía que la primera vez.
Sin embargo, mientras exteriormente prestaba atención a la película, Vera pasó interiormente revista a las escenas de aquel día en la Casa Blanca.
Se vio dentro del día y a lo largo del día y lo que vio la entusiasmó. A partir del momento en que había descendido del helicóptero y había recibido el cordial abrazo del presidente —de Andrew—, su confianza había ido en aumento. Durante las doce horas que habían transcurrido desde su llegada, había superado con éxito todas las pruebas imaginables.
En realidad, las pruebas se habían iniciado mucho antes, a partir del instante en que había puesto los pies en el interior del Fuerzas Aéreas Uno y había comprendido que iba a estar sometida a un minucioso análisis. Muy pronto pudo observar que no la estaban sometiendo en absoluto a ningún análisis. Todo el mundo esperaba que Billie Bradford estuviera en aquel avión y ella era Billie Bradford. En el transcurso del vuelo no había surgido el menor problema. La verdadera Nora Judson, tan próxima a la primera dama, no constituyó ningún reto para Vera. Ello se debió al hecho de que la verdadera Nora se pasó todo el rato que duró el vuelo desde Moscú a Washington durmiendo profundamente en su asiento. Alex le había dicho en cierta ocasión que drogarían a Nora, al igual que a Billie, durante el banquete de despedida, y estaba claro que lo habían hecho. Guy Parker tampoco le había planteado ningún problema durante el vuelo. No había mostrado el menor recelo en cuanto al hecho de que Vera fuera Billie. Al principio del vuelo, se le había acercado, preguntándole si le apetecía grabar algunos recuerdos más. Ella había alegado que estaba agotada y necesitaba descansar y Parker se había mostrado comprensivo.
—Anoche se acostó tarde —le había dicho Parker.
Aproveche para dormir todo lo que pueda.
En su mente el mayor obstáculo que tendría que superar sería el de la inmediata aceptación por parte de su presunto marido. Unas oleadas de inquietud la habían dominado hasta que el helicóptero se posó sobre el césped de la zona sur del jardín de la Casa Blanca y se abrió la portezuela del aparato. Al pisar el césped, su inquietud se desvaneció. Se sintió súbitamente tranquila, confiada y en su sitio. Cuando se echó en brazos del presidente, fue Billie Bradford. Después, con la excepción de un instante, las cosas habían rodado como la seda. En la Casa Blanca —a pesar de estar familiarizada con ella a través de los ensayos—, había experimentado un transitorio momento de temor y ansiedad. Al darse cuenta de que había conseguido entrar con éxito en la verdadera Casa Blanca, la casa principal de los Estados Unidos, le había costado un esfuerzo reprimir sus emociones y mostrarse perfectamente tranquila y a sus anchas en aquel ambiente. Pero después, la actriz que había en ella se había vuelto a imponer. Otra cosa que la había favorecido ulteriormente había sido el poco tiempo que el presidente le había dedicado. Estaba ocupado, distraído y deseoso de reanudar su apretado programa.
No le había visto en todo el resto de la mañana y tampoco por la tarde o por la noche. Pocas horas antes, la había telefoneado desde el Despacho Ovalado para disculparse por no poder cenar con ella. Él y sus asesores comerían unos bocadillos para seguir discutiendo detalles relacionados con la inminente cumbre de Londres y el asunto de Boende.
En el dormitorio del presidente del piso de arriba, Vera había supervisado la labor de Sarah, deshaciendo el equipaje. Había seleccionado la ropa que iba a utilizar en Los Ángeles mañana y pasado mañana y había dejado a Sarah haciendo de nuevo las maletas. Había sido la anfitriona de un almuerzo privado en el Comedor Familiar en honor de las esposas de tres senadores.
Gracias a su excelente preparación, no se había producido el menor contratiempo. Había comentado sus impresiones anecdóticas acerca de Moscú y había escuchado mientras las esposas discutían acerca de los derechos de la mujer y criticaban a otras esposas. A media tarde se había presentado de nuevo Ladbury con su ayudante, la señorita Quarles, con el fin de hacerle una última prueba del nuevo vestuario que iba a lucir en ocasión de la cumbre. Ladbury estaba muy nervioso y había expresado su deseo de que todo estuviera bien, puesto que había reservado pasaje de avión para regresar a Londres aquella misma noche. Con la excepción de algunos retoques, todo había estado bien.
El vestuario la estaría aguardando en Londres.
Guy Parker le había llevado el primer borrador del discurso que ella iba a pronunciar en Los Ángeles. Había hecho diversas sugerencias para animarlo un poco y Parker había accedido de buen grado a redactarlo de nuevo. Estuvo tentada también de revisar algunos de los inexactos comentarios acerca de la vida de las mujeres soviéticas bajo el comunismo, pero tuvo que recordarse constantemente que ella no era una ferviente ciudadana soviética llamada Vera Vavilova sino una patriótica primera dama de los Estados Unidos llamada Billie Bradford. Dado que Billie invitaba con frecuencia a Parker y a Nora Judson a cenar cuando su marido estaba ocupado, Vera había invitado debidamente a Parker y a Nora Judson a cenar con ella más tarde.
Tras lo cual, había descabezado un sueño.
Despertada por Sarah, se había vestido con jersey y pantalones. Antes de cenar, había pedido un trago, recordando que éste no podría ser la vodka sola, que era su bebida preferida, sino el habitual whisky escocés con soda, que era la bebida preferida de Billie.
Durante la cena, ya más a gusto con Nora y Parker, Vera se había sentido relajada. Nora había encauzado la conversación hacia el banquete de despedida de la noche anterior en Moscú. Nora se había estado sintiendo todo el día como cansada y con resaca y, pensando en ello, había empezado a sospechar que ella y Billie habían sido drogadas durante el banquete. Vera se había reído de semejante idea tan absurda.
—¿El primer ministro de la Unión Soviética drogando a la primera dama de los Estados Unidos y a su secretaria de prensa? —había dicho, riéndose—. ¿Por qué? Francamente, Nora, eso es demasiado.
Enfrentémonos con la verdad. Usted y yo nos emborrachamos como una cuba, probablemente porque sus bebidas son el doble de fuertes que las nuestras.
Durante la cena, Parker había sacado a colación el tema de la familia de Billie, a cada uno de cuyos miembros él ya había entrevistado brevemente con anterioridad y a los que volverían a ver pasado mañana.
Vera se había lanzado a unas sentimentales reminiscencias de su madre, muerta hacía mucho tiempo, y de su padre que se las había apañado solo a lo largo de los muchos años transcurridos desde que había enviudado. Comprendió que Parker, que ya tenía grabado parte de dicho material con vistas al libro, pretendía averiguar algún otro dato. Vera llegó rápidamente a la conclusión de que el interés de Parker era puramente profesional y no estaba teñido de la menor sospecha.
Una vez finalizada la cena, se habían dirigido al Salón Verde para ver en la televisión la reposición de la película Casablanca y ahora la película estaba tocando a su fin. Consciente de la presencia de sus acompañantes, Vera procuró mostrarse más interesada por el final de la película.
Finalmente, la película terminó.
—Ha sido estupenda, pero los anuncios la han estropeado —dijo Parker, levántandose y acercándose al aparato—. ¿Quiere ver lo que dan los otros canales? —le preguntó a Billie.
Vera reprimió un bostezo y miró su reloj de pulsera de oro.
—Son más de las diez. Ha sido un día muy largo.
Creo que ya tengo suficiente.
—Yo también —dijo Nora.
Parker apagó el televisor.
—¿A qué hora salimos mañana para Los Ángeles?
—Entre las cuatro y las cinco de la tarde, creo —dijo Vera.
—A las cinco y cinco —dijo Nora.
—Supongo que mañana estará demasiado ocupada para trabajar —le dijo Parker a Billie.
Será mejor que nos olvidemos del libro hasta que termine con lo de Los Ángeles —dijo Vera.
Revisaremos el discurso durante el vuelo —se levantó, desperezándose—. Buenas noches a los dos.
Sola en el dormitorio del presidente, Vera empezó a desnudarse muy despacio. Se sentía satisfecha de sí misma. Había conseguido superar todo aquel día sin tropezar ni una sola vez. Se encontraba en la guarida del enemigo, sin la ayuda de sus aliados, y los había engañado a todos, a todos y cada uno de ellos. Pero después recordó algo: no totalmente sin la ayuda de aliados. En el transcurso de las intensivas sesiones de información en las que había participado antes de marcharse, le habían dicho que había dos personas en la Casa Blanca que eran amigas y conocían su verdadera identidad. A ser posible, no debería establecer contacto con aquellas personas y tampoco con los demás agentes que el KGB tenía en Washington. En realidad, no debería establecer ningún contacto hasta que se trasladara a Londres en ocasión de la conferencia cumbre… a no ser que se produjera una emergencia y ella necesitara desesperadamente ayuda. En caso de que se produjera semejante emergencia, se le había facilitado un número de teléfono exterior de Washington al que debería llamar. La persona que recibiera la llamada, lo notificaría a su vez a uno de los contactos del KGB en la Casa Blanca, el cual utilizaría un santo y seña especial para identificarse ante Vera.
Mientras se quitaba los pantys, tuvo la certeza de que no se produciría tal emergencia y de que no tendría necesidad de establecer contacto con ningún agente soviético.
Se dirigió al cuarto de vestir de Billie, sacó un camisón de color melocotón del interior de un cajón y se lo puso. Con fascinación, examinó un armario que contenía toda una larga hilera de vestidos y pantalones de Billie Bradford. Vera pudo ver que los gustos de Billie en materia de vestir eran mucho más frívolos y provocadores de lo que jamás hubieran sido los suyos por lo que, mientras durara su papel de Billie, podría entregarse a este placer.
Después, mientras se acostaba en la cama de matrimonio, se sintió rebosante de triunfo. Gracias a Alex. Él, su mentor, se sentiría orgulloso de su alumna.
En aquel momento se percató de que apenas había pensado en Alex en todo el día. Él lo hubiera comprendido, desde luego… hubiera comprendido su concentración, su tensión, su excitación interior. Lo que tal vez no hubiera comprendido tan bien era la manera en que ella se deleitaba en su éxito como actriz y gozaba ejerciendo su poder. Con independencia de quién fuera realmente, en aquellos momentos era la primera dama de aquel país. Se preguntó fugazmente cómo debían irle las cosas a Alex en Moscú. Ahora era el mentor de la destituida primera dama. Y después se preguntó cómo debían irle las cosas a la pobrecita Billie. Rechazó de inmediato este último pensamiento. Sólo tenía que preocuparse por una Billie… es decir, por Vera, por ella misma.
Extendió la mano hacia la mesilla de noche, se introdujo la píldora para dormir en la boca y se la tragó con un sorbo del vaso de agua. Tomó el programa que Nora le había mecanografiado, correspondiente a sus actividades de mañana. El programa era deliberadamente ligero, habida cuenta de que tenía que emprender viaje a Los Ángeles por la tarde.
A punto de dejar el papel, vio al presidente entrar en la habitación. Dejó el programa a un lado mientras él se inclinaba para rozarle los labios con un beso. El presidente se quitó la chaqueta, se desanudó la corbata y le preguntó con aire ausente acerca del viaje.
—¿Ha sido agradable? —quiso saber. ¿Te han tratado bien nuestros amigos los soviéticos?
—Demasiado bien. Me han dejado hecha polvo con su hospitalidad y su vodka.
—¿Viste a Kirechenko? —le preguntó él mientras seguía desnudándose.
—Sólo de lejos. No olvides que era una reunión de mujeres. Mantuve varias agradables conversaciones con la señora K.
—¿De veras? ¿Qué tal es?
—Parece a primera vista un ama de casa. Pero ni hablar. Es un elemento de cuidado.
—Eso me han dicho.
El presidente se había quitado los calzones azules de boxeador y se encontraba desnudo. Ella trató de no mirar. Aquello tenía que ser algo familiar para ella. Aun así, Vera echó un vistazo al físico del presidente. No era su Alex, pero, para un hombre de su edad, no estaba mal. Se preguntó qué tal sería haciendo el amor. Jamás lo sabría. Para cuando pudiera mantener relaciones sexuales con ella, ya habría recuperado a su verdadera esposa.
Su voz le siguió hasta el cuarto de baño, cuya puerta el presidente había dejado abierta mientras se cepillaba los dientes. Ella le fue contando algunos de los acontecimientos más destacados de su estancia en Moscú.
—¿Y qué me dices de hoy? —le preguntó él.
Vera hizo un repaso de sus actividades durante la mañana y la tarde.
—Me alegro de que te lo hayas tomado con calma —dijo el presidente, reapareciendo enfundado en un pijama a rayas. Apagó la lámpara de la mesilla de noche de su mujer y rodeó la cama para ocupar el lado que le correspondía—. Y ahora volveré a perderte durante dos días.
—California, allá voy —dijo ella, satisfecha de la expresión que Alex le había enseñado.
—Por si lo olvidara mañana, saluda a tu padre de mi parte.
El presidente apagó su lámpara y se tendió en la cama, a su lado. La atrajo a sus brazos y la besó.
—Te he echado de menos, Billie —susurró.
—Y yo a ti más, cariño —contestó ella.
Él le acarició la mejilla y el cuello y deslizó la mano por el interior del camisón cubriéndole y acariciándole suavemente un seno. Para su asombro, Vera notó que se le endurecían los pezones.
—Me estás excitando, cariño —dijo.
—Creo que no debiera —dijo él, retirando la mano. ¿Cómo está lo de aquí abajo?
—Mejor —contestó ella, cautelosamente.
—Muy bien. Ya desaparecerá. Estoy deseando volver a entrar. Tal vez no sea necesario esperar.
—Bueno… son órdenes del médico.
—Supongo que sí. Estaré contando los días y las horas.
—Yo también.
—Santo cielo, estoy agotado —dijo él, dejando caer de nuevo la cabeza sobre la almohada.
—¿Has estado trabajando hasta tan tarde?
—Son asuntos bastante urgentes, la cuestión africana. Lo de Boende se está convirtiendo en un grave problema. Los soviéticos nos están sometiendo a mucha presión. La cumbre va a ser muy dura.
Vera hubiera deseado hacerle más preguntas, pero se abstuvo de hacerlo. Recordó las instrucciones de Pietrov: No insista hasta estar segura de que hablará.
Él no dijo más y ella guardó silencio.
Bajo la manta, los dedos del presidente le rozaron la mano.
—Me alegro de que estés de vuelta, Billie.
—Y yo me alegro de estarlo, cariño.
Él se tendió de lado, apartándose de ella, y muy pronto empezó a roncar suavemente.
Con los ojos abiertos en la oscuridad, Vera lanzó un involuntario suspiro de alivio. Había sobrevivido a la primera noche con él. Él se había tragado el anzuelo, el sedal y la plomada. Lo cual permitía augurar una buena pesca. Y lo más importante era que se había confirmado la necesidad de abstinencia sexual. El KGB era extraordinario.
Se volvió de lado, de espaldas a él, sonriendo contra la almohada. Estaba en casa —¿cuál era la expresión norteamericana que Alex le había enseñado?—, sí, estaba libremente en casa, es decir, completamente a sus anchas.
Con la excepción de una cosa. La reunión con el padre de Billie que iba a tener lugar pasado mañana.
Aquella iba a ser su última prueba. Después, todo sería coser y cantar. Después, comportándose tal como lo había hecho hoy, iba a sentirse verdaderamente a sus anchas.
Se encontraban a una hora y media de Los Ángeles, dirigiéndose hacia el sol que se estaba poniendo en el oeste, cuando Vera Vavilova mandó llamar a Guy Parker para que se reuniera con ella en el sofá de la suite presidencial. No tenía previsto trabajar, dijo, pero ya habían terminado de revisar el discurso y no le apetecía dormir. Una mujer tiene derecho a cambiar de idea, agregó. Ahora le apetecía trabajar. Sí, en el libro. El vuelo se le haría más corto. Además, el libro tenía que hacerse.
Muy complacido, Guy Parker fue por el magnetófono portátil, introdujo una nueva «cassette» y puso en marcha el aparato.
—La última sesión completa tuvo lugar durante el vuelo a Moscú —le recordó él—. Vamos a seguir a partir de allí.
—Estoy lista —dijo Vera.
—Al principio, cuando empezamos a hablar, me habló usted un poco de su primer trabajo verdadero en el Los Ángeles Times. Me habló usted de cómo, al iniciarse su noviazgo, trajo a su marido a la playa para presentárselo a su padre. Durante el vuelo a Moscú, estuvimos hablando del tema de su noviazgo con Andrew Bradford. Pero, antes de que terminemos este tema, me gustaría terminar el de su carrera periodística en Los Ángeles Times. Volvamos a este asunto.
—Con mucho gusto. Creo que ya le he hablado de la primera entrevista que me encargaron por cuenta del Times. De cómo estuve a punto de echarlo todo a rodar.
—Y George Kilday le salvó el pellejo. Sí, ya…
—No sólo Kilday —dijo ella— sino también Steve Woods, el corrector que volvió a redactar el reportaje.
¿Sabía usted todo eso?
—Sí —contestó él, vacilando—. Creo que quizás haya algo que usted debería saber. Me lo contó el propio Kilday hace unos días. Prometí no revelarlo. Pero, qué demonios… usted tiene que conocer la verdad. Además, no tiene demasiada importancia… Ningún Steve Woods redactó de nuevo el reportaje. El propio Kilday fue quien se encargó de volver a redactarlo.
—¿Eso le ha dicho él? —preguntó Vera en tono molesto.
—En efecto.
—El pobre hombre se está haciendo viejo —dijo ella, sonriendo al tiempo que sacudía la cabeza—. Porque, al enterarme de que Woods había redactado de nuevo el reportaje por encargo de Kilday, acudí a Woods para darle las gracias y él reconoció haber hecho el trabajo.
—¿Qué Steve Woods reconoció haber redactado de nuevo el reportaje?
—Exactamente.
—Comprendo —dijo Parker, tratando de disimular su asombro.
Pero no comprendía nada.
Hacía menos de una semana, George Kilday le había dicho en el café del Madison. No hubo ningún Steve Woods que volviera a redactar el reportaje. El tal Woods no existía.
Ahora Billie Bradford acababa de insistir en que había acudido a ver a Steve Woods para decirle lo mucho que le agradecía su ayuda. Tal vez no le gustara que nadie le llevara la contraria. Tal vez su memoria la hubiera traicionado. En cualquiera de los dos casos, aquello no era propio de ella.
—Bueno, eso ya está aclarado —dijo Parker.
Sigamos.
Billie contestó animadamente a sus preguntas.
Al cabo de cuarenta y cinco minutos, se detuvo.
—Creo que ya hemos hecho suficiente por ahora —dijo—. Me siento cansada. Voy a intentar dormir un poco antes de que tomemos tierra en Los Ángeles.
Parker apagó el magnetófono.
—Gracias por todos estos detalles tan útiles —dijo.
—Gracias a usted, Guy. Nos veremos más tarde.
Parker abandonó la suite y avanzó lentamente por el pasillo en dirección a su asiento.
Se sentía auténticamente trastornado. Que él supiera, era la primera vez que Billie le mentía.
Se preguntó qué le estaría ocurriendo.
Había sido una jornada muy curiosa la de Los Ángeles, pero ahora ya todo había terminado y estaban regresando a Washington.
Guy Parker se reclinó en su asiento, contempló a través de la ventanilla la oscuridad de la noche, miró a Nora, que estaba sentada al lado del pasillo, y observó que ella y otros muchos componentes del grupo de colaboradores estaban tratando de dormir un poco. Se desabrochó el cinturón, se estiró contra el respaldo del asiento y acunó en su mano el whisky escocés con agua, con expresión pensativa.
Al cabo de un rato, Parker posó el vaso al lado de la carpeta de hojas sustituibles que contenía su diario personal, sobre la mesa extensible que tenía delante.
Llevaba aquel diario desde que había accedido a colaborar con Billie Bradford en su autobiografía. No sabía qué le había inducido a hacer tal cosa. Resultaba pesado anotar los acontecimientos de cada día al término de cada jornada, antes de acostarse. Escribía fielmente lo que había hecho, visto y pensado durante el día, completando a menudo las anotaciones relativas al libro con observaciones y comentarios para su exclusivo uso particular. Aquel diario le parecía un ejercicio inútil… de todos modos, cabía la posibilidad que ello le refrescara la memoria, permitiéndole recordar ciertas cosas que tal vez no hubiera incluido en sus anotaciones.
Hacía apenas quince minutos que había terminado de redactar un resumen de las actividades de la primera dama y de las suyas propias, desde primeras horas de la mañana hasta la hora de la partida de Los Ángeles, al anochecer. Los acontecimientos del día le habían fascinado y quería revisarlos. Tomó el cuaderno de hojas sueltas, lo abrió por las páginas que acababa de escribir y empezó a leer de nuevo lo que había escrito:
Un día realmente curioso con Billie en su Los Ángeles natal, su antiguo lugar preferido.
Esta mañana, a las nueve, ha concedido tres entrevistas separadas en la suite presidencial del Century Plaza a unos periodistas del Times y el Examiner de Los Ángeles y la United Press International acerca de su visita a Moscú, de los sentimientos que experimenta al regresar a su hogar de Los Ángeles (ello merece siempre nuevos comentarios, a pesar de las muchas veces que ha regresado a Los Ángeles) y de lo que piensa de su viaje a Londres, acompañando a su marido en ocasión de la cumbre que éste celebrará allí con los soviéticos la semana que viene. Nora, que no siempre está simpática por la mañana, ha estado rebosante de buen humor. Cree que las entrevistas han estado extremadamente bien. Billie ha demostrado poseer unos sorprendentes conocimientos acerca de la Unión Soviética y se ha mostrado muy perspicaz en todas las cuestiones que se han planteado.
He acompañado a la primera dama y a su grupo al Salón de Baile del Century Plaza de Los Ángeles en el que ella ha presentado un informe, transmitido por televisión a todo el país, acerca de las conclusiones de la Reunión Internacional de Mujeres celebrada en Moscú ante las delegadas que participan en la convención de Clubs de Mujeres de los Estados Unidos. Se había organizado un enorme almuerzo y todos los asientos estaban ocupados. Todo el mundo ha estado automáticamente a mano. La primera dama posee encanto y atractivo, no cabe duda.
Ha habido una pequeña confusión y un pequeño incidente en la mesa principal cuando Billie estaba a punto de sentarse. Nora le había comunicado a Billie que se iba a sentar entre la presidenta de los Clubs de Mujeres de los Estados Unidos y Agnes Ingstrup, su amiga más antigua de Los Ángeles. Una de estas dos mujeres ya se encontraba en su sitio cuando Billie se ha acomodado en su asiento. Billie la ha tomado inmediatamente del brazo y la ha saludado con un «¡Agnes querida!». La mujer la ha mirado con expresión desconcertada, diciéndole que ella no era Agnes Ingstrup sino la presidente de los Clubs de Mujeres. En aquel momento, Nora ha acompañado a otra mujer a la mesa, diciéndole a Billie: «Aquí está su antigua amiga Agnes». Entonces Billie se ha deshecho en disculpas ante la presidenta, explicándole: «Siento haberme confundido. Hay demasiado ajetreo».
A mí me habían colocado al lado de Nora. Cuando han empezado a servir el almuerzo, he advertido que ésta emitía un pequeño gemido. He preguntado qué ocurría. Nora ha contestado: «He metido la pata. Hubiera tenido que avisarles, pero me he olvidado. Billie no comerá ostras. Y, mire, para empezar, están sirviendo ostras. Bueno, cest la guerre. No las probará». He mirado con disimulo a Billie. Se estaba comiendo las ostras. Nora no podía creerlo. Yo he dicho: «Tal vez lo haga por cortesía». Nora ha sacudido la cabeza. «Nunca ha sido cortés a este respecto, pero menos mal que se está portando bien».
Tras estos dos pequeños fallos por parte de Billie y de Nora, todo se ha desarrollado con suavidad. Al término del almuerzo, Billie ha sido presentada. Ella se ha levantado y, con gran aplomo, ha pronunciado el discurso. Ha sido un discurso maravilloso, si me está permitido decirlo, sobre todo la parte que ella ha insistido en añadir, la parte en que ha fustigado a las naciones que todavía no han concedido el voto a la mujer, incluyendo la India y Pakistán, países en los que sólo se permite a las mujeres votar en las elecciones locales, no en las nacionales. El discurso ha sido interrumpido varias veces por los aplausos y, al final, ha sido acogido con una prolongada ovación. Un gran éxito. Nora estaba tan emocionada que me ha tomado la mano espontáneamente.
Mientras Billie salía del hotel, le han comunicado que se había introducido un cambio de último momento en su programa, aprobado personalmente por el presidente hacía una hora. Billie tenía previsto trasladarse directamente a Malibu para transcurrir unas cuantas horas con su familia antes de prepararse para su regreso a Washington. Ahora la reunión familiar se había aplazado brevemente y la primera dama sería acompañada al estadio de los Dodgers para efectuar el saque de pelota en un partido local de béisbol de carácter benéfico entre los Dodgers de Los Ángeles y los Ángeles de California. En el interior del vehículo, Billie se ha mostrado perpleja y ha protestado. «No estaba en el programa», ha dicho. Nora ha tratado de calmarla. El propietario de los Dodgers telefoneó anoche a Tim Hibberd, secretario de prensa del presidente, invitando a Billie al partido y diciendo que le presencia de la primera dama contribuiría a conferir mayor realce al acontecimiento benéfico. Hibberd no ha logrado establecer contacto con el presidente hasta esta mañana.
El presidente ha pensado que ello constituiría un inesperado placer para Billie puesto que su padre había sido un gran aficionado al béisbol y ella misma había sido educada también en esta afición.
«No tendrá que presenciar más que dos tiempos —le ha prometido Nora—. Después podremos irnos a Malibu».
Me he dado cuenta de que a Billie no le hacía la menor gracia. Al final, ha lanzado un suspiro y ha dado su consentimiento. Durante el trayecto de ida al estadio, ha permanecido sentada en silencio con expresión absorta.
En el estadio, hemos sido efusivamente recibidos por el propietario de los Dodgers y escoltados hasta una de las tribunas reservadas de primera fila. A través de los altavoces, se ha anunciado la llegada de la primera dama y, al aparecer en la tribuna, ésta ha sido acogida con grandes vítores y fotografiada.
Los Ángeles de California tenían el campo cuando Billie ha sido acompañada a su asiento. El propietario de los Dodgers le ha entregado una pelota. Ella la ha tomado cuidadosamente, acariciando las costuras. El propietario la ha ayudado a levantarse y le ha indicado al «catcher» de los Ángeles que le estaba haciendo señas con su guante redondo. Billie se ha quedado de pie, como si no supiera lo que tenía que hacer. He oído que el propietario de los Dodgers le decía: «Tengo entendido que tiene usted un estupendo brazo, señora Bradford. Ahora tendrá ocasión de demostrarlo. Arrójele la pelota al guante». Billie se ha quedado de pie como si no le hubiera oído. El propietario le ha mostrado por señas cómo arrojarle la pelota al «catcher». Súbitamente, Billie ha asentido con entusiasmo, ha retrocedido y ha lanzado la pelota con fuerza. Se ha escuchado un rugido del público y, minutos después, se ha reanudado el juego.
No obstante, para ser alguien que, según me consta, tiene una gran afición al béisbol, me ha parecido que Billie no mostraba demasiado interés durante la primera entrada. En realidad, parecía como si prestara más atención a los ocupantes de la tribuna de al lado.
Un anciano caballero estaba hablando con su nieta y, durante buena parte de la primera entrada, Billie se ha inclinado hacia ellos para escuchar su conversación. En determinado momento, les ha dirigido la palabra.
Durante la segunda mitad de la segunda entrada, Billie se ha animado y ha seguido las jugadas que se estaban desarrollando en el campo. Al finalizar la segunda entrada, ya era hora de irnos. Billie y los demás han abandonado los asientos y han subido por el pasillo en dirección a la salida.
Yo me he rezagado. Quería saber lo que les había dicho al anciano y a la niña de la tribuna de al lado. El caballero se mostraba muy honrado por el hecho de haber podido cambiar unas palabras con la primera dama, claro. «¿Qué le ha dicho?», le he preguntado. Él me ha repetido sus primeras palabras con expresión radiante. «Su nieta es muy bonita. He oído cómo le explicaba el juego. ¿Le importa que le escuche?». Él le ha dicho que no iba a aprender de él nada que no supiera.
Entonces ella le ha dicho: ‘Pero es que quiero saber cómo explicarles el béisbol a los niños.’ Curioso episodio.
A lo largo de la autopista de la Costa del Pacífico nos ha seguido todo un autocar lleno de equipos de televisión y fotógrafos. Billie se ha mostrado retraída y preocupada durante todo el largo trayecto. Su padre Clarence Lane es propietario de una casa de madera de dos plantas y doce metros de anchura en la Carbon Beach. Según yo recordaba de mi reciente visita a la familia de Billie, tenía un salón bastante grande con una pared ocupada por una librería, una chimenea de piedra y un gran ventanal que daba a una terraza de madera sobre el océano azul.
Mientras los dos automóviles, el vehículo de escolta de la policía y el autocar de los fotógrafos se detenían y nosotros descendíamos de los coches, se ha abierto la puerta principal de la casa y ha aparecido Kit, la hermana menor de Billie, corriendo para abrazar a ésta.
Los fotógrafos ya estaban distribuyéndose por la zona, disparando su cámaras o disponiéndose a hacerlo. Billie y Kit forman una atractiva y contrastante pareja. Kit es morena y más baja y tiene la nariz respingona. Ambas han seguido abrazadas mientras charlaban animadamente para darles a los fotógrafos la oportunidad de captar su imagen.
Enseguida hemos entrado en la casa, acompañados por dos fotógrafos que posteriormente iban a facilitar a los demás las fotografías que obtuvieran. Cuando he entrado, Billie ya había saludado a su padre y ambos se habían retirado a un rincón para conversar en privado.
Han charlado animadamente durante un buen rato mientras Kit servía café y galletas inglesas.
Después, tras haber distribuido Billie alguno de sus regalos soviéticos nos hemos sentado alrededor de la mesita del café mientras los fotógrafos se mantenían a cierta distancia. La conversación ha girado en torno al viaje de Billie, a los soviéticos, a Londres, a las películas que se habían visto y los libros que se habían leído hasta que han llamado a la puerta. Kit ha ido a abrir y han entrado su marido y su hijo. Les he reconocido inmediatamente. El dentista Norris Weinstein, cuñado de Billie, y su sobrino Richie de catorce años. Billie ha besado a su cuñado, se ha inclinado para besar a su sobrino y después lo ha estudiado, sosteniéndolo por los hombros. ‘Santo cielo, Richie, no logro seguirte. Hay que ver lo que has crecido en el año que llevo sin verte’, ha dicho Billie.
Kit se ha adelantado. «¿Qué estás diciendo, hermana? ¿Un año? Viste a Richie hace menos de un mes. ¿Acaso lo has olvidado?».
Me ha parecido que Billie se ha desconcertado.
No hace ni siquiera un mes —ha insistido en decir Kit—. ¿No te acuerdas? ¿No recuerdas que me lo llevé al Éste para echar un vistazo a las escuelas preparatorias y que nos presentamos en la Casa Blanca para visitarte sin previo aviso?
«¿Dónde tengo la cabeza? —ha exclamado Billie, dándose una palmada en la frente—. Perdóname, Richie. A mi edad, las células cerebrales se deterioran con gran rapidez —después ha atraído a Richie hacia sí para darle otro beso—. Pues claro que me acuerdo».
Norris Weinstein se ha dirigido hacia la puerta. «Tienes otro visitante que está aguardando para verte —ha dicho—. Espera un momento». Ha salido corriendo hacia su coche y medio minuto más tarde, ha regresado llevando en brazos una bola de pelo negro. He reconocido al pequeño terrier escocés de color negro de que Billie me había hablado en cierta ocasión. Lo había dejado con los Weinstein porque padecía de artritis y necesitaba el sol de California. El perro se llamaba Hamlet. Weinstein lo ha dejado sobre las baldosas del suelo. Billie ha lanzado un grito de alegría, se ha arrodillado rápidamente y ha extendido los brazos en dirección al perro. ‘Ven a decirme hola, Hamlet’, le ha dicho. El perro no ha hecho ademán de acercarse a ella.
Se ha quedado inmóvil husmeando y después ha retrocedido rígidamente y ha empezado a ladrar muy enojado. Billie ha tratado de convencerle de que se acercara, pero el perro ha seguido ladrando. Billie se ha levantado muy turbada.
«Le crié cuando era un cachorro —ha dicho, sin dirigirse a nadie en particular—. Siempre se me ha arrojado a los brazos y me ha besado. ¿Qué le ocurre? —después ha agitado un dedo en dirección al perro—. Eres un niño malo, Hamlet. Si no eres más amable, no vendré a verte otra vez». Se ha reído con los demás y ha cambiado de tema. Hemos estado hablando media hora más y después hemos tenido que irnos.
Es absurdo, pero, de entre todas las cosas que hoy han sucedido, el incidente que con mayor fuerza se me ha quedado grabado en la mente ha sido el de los recelos del perro. No hacía más que pensar en la Odisea. Ulises, ausente de Itaca siete largos años, regresa disfrazado de mendigo y, ¿quién le reconoce instantáneamente y le saluda? Su viejo y fiel perro. Quiero decir que, por larga que sea la separación, los perros nunca dejan de reconocer a sus amos… o amas cuando éstos regresan.
Cuando ya estábamos en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, a punto de subir al avión que iba a llevarnos a Washington, me he quedado brevemente a solas con Nora.
«Bueno, las cosas han rodado como la seda, ¿verdad?», he dicho yo.
«No hubieran podido ir mejor», ha contestado Nora.
«Sólo una cosa, —he dicho. ¿No le ha parecido extraña la manera en que el viejo perro de Billie le ha gruñido?».
«¿Qué está diciendo?».
«Estoy diciendo que me ha parecido extraño».
«Tonterías —ha replicado Nora—. El perro tenía indigestión, eso es todo».
«Sí, tal vez eso sea todo», he dicho yo.
Puesto que Billie había regresado muy tarde de Los Ángeles, el presidente había dejado instrucciones en el sentido de que no la despertaran hasta las diez de la mañana. Necesitaba dormir.
El presidente bajó a la piscina de la Casa Blanca para nadar un poco, se duchó, se vistió, desayunó y llegó al Despacho Ovalado a las ocho en punto, hora del comienzo de la penúltima reunión exhaustiva acerca del asunto de Boende, antes de la conferencia cumbre con el primer ministro Kirechenko en Londres.
Se estaban congregando alrededor del escritorio Buchanan mientras Andrew Bradford, sintiéndose relajado, se dejó caer en su sillón giratorio de alto respaldo y empezó a contarlos: el jefe de Estado Mayor almirante Sam Ridley, el secretario de Estado Edward Canning, el jefe de Asuntos Africanos Jack Tidwell y la secretaria personal del presidente Dolores Martin, con su cuaderno de taquigrafía. Bradford observó que sólo faltaba el asesor presidencial Wayne Gibbs. Estaba a punto de preguntar por él a través del dictáfono para averiguar qué le retenía cuando Gibbs apareció en la puerta con un montón de documentos encuadernados.
—Lamento llegar con retraso —dijo Gibbs, disculpándose—. Tuve que esperar que me facilitaran estos datos puestos al día —empezó a distribuirlos.
Mientras le entregaba el último al presidente, añadió:
—Dígale a la primera dama que ayer la vi hablar desde Los Ángeles y que estuvo francamente sensacional.
Nunca ha estado mejor. Ayer fue mejor que nunca. Eso les va a ser muy útil a los dos.
—Estando las elecciones a la vuelta de la esquina, tenemos que aprovechar todas las oportunidades que se nos ofrezcan —dijo el presidente en tono irónico—. Lo cual nos lleva a Boende, que no es sólo una cuestión de seguridad nacional… sino también un factor de reelección.
Abrió la carpeta que Gibbs le había entregado y empezó a hojear las páginas.
—Muy bien, Boende —siguió diciendo Bradford—. A la luz de la más reciente información, vamos a revisar esta situación por ambas partes. En el interior de Boende, la posición del gobierno y la posición de los rebeldes. En relación con la cumbre, nuestra postura y la postura soviética. Jack, usted es el experto en asuntos de África. Háblenos de ello.
El presidente se reclinó en su asiento y empezó a juguetear con un lápiz entre los dedos mientras se disponía a escuchar.
Jack Tidwell, que había accedido a aquel cargo en la administración tras haber ejercido como docente de historia africana en la Universidad de Alabama, estaba más que preparado.
—Nuestro hombre de Boende, el presidente Kibangu, dispone de efectivos humanos pero carece del armamento necesario. En una confrontación declarada, sin ayuda exterior a ninguno de los dos bandos, nuestros servicios de espionaje —el militar y el de la CIA— consideran que las fuerzas de Kibangu podrían rechazar el ataque del Ejército Popular Comunista de Nwapa y conservar para nosotros el país. Nwapa no tiene ninguna posibilidad a no ser que pueda contar con armamento y asesores de la Unión Soviética. Con el más moderno armamento y con la ayuda de los técnicos soviéticos, Nwapa podría alcanzar fácilmente el dominio del país. Los soviéticos controlarían entonces al cien por ciento los depósitos de uranio de Boende y dispondrían, además, de una base desde la cual podrían infiltrarse y derrocar los gobiernos de otras naciones del África central. Pero, si nosotros interviniéramos mediante suministros e igualáramos la cantidad de armamento que los soviéticos están dispuestos a proporcionar a los rebeldes, Nwapa no se atrevería a atacar. Y nosotros seguiríamos dominando.
—Sí, creo que esta situación está muy clara desde hace meses —dijo el presidente, moviendo el sillón—. Y bien, almirante, ¿qué dice usted a eso? ¿Cuentan los soviéticos con suficiente armamento en aquella zona?
El jefe de Estado Mayor almirante Ridley asintió con la cabeza.
—Es indudable que sí. No exactamente en aquella zona, pero bastante cerca de ella. Han creado un vasto arsenal en Etiopía, listo para ser aerotransportado a Boende de la noche a la mañana —sacó de su cartera varias hojas sujetas por grapas y se las entregó al presidente—. Aquí está un inventario, el mejor que hemos podido conseguir, del armamento que los soviéticos le tienen reservado a Nwapa en Etiopía —el almirante carraspeó—. Me temo que la lista le resultará impresionante. Misiles dirigidos SA2, misiles Goa SA3, misiles Gainful SA6, misiles antitanques soviéticos Sagger y Snapper, misiles TOW, rifles de asalto AKM, artillería de cohetes, cohetes de asedio de 122 mm, tanques T54, reactores de caza MIG21, aparatos de transporte Antonov 22 , etcétera. Repito… impresionante.
El presidente Bradford se rascó la mejilla mientras reflexionaba acerca de lo que había oído.
—Y, en cuanto a nuestra situación armamentística en Boende, ¿ha habido algún cambio?
El almirante Ridley sacudió enérgicamente la cabeza.
—Ningún cambio. Ninguna mejora. El armamento que hemos facilitado a Kibangu se reduce a una defensa construida en buena parte a través de la prensa, la publicidad y el camuflaje. Le hemos hablado al mundo, en realidad, a los soviéticos, de tremendas ventas y envíos a Boende. Pero lo cierto es que le hemos proporcionado a Boende unos suministros mínimos, por no decir nulos. Si los soviéticos lo supieran, los rebeldes nativos podrían adueñarse del país en menos de una semana.
El presidente agitó en su mano el inventario de armas soviéticas que el almirante Ridley le había entregado.
—Si nuestros suministros pudieran equipararse a éstos, ¿cree usted que Kibangu lograría aplastar cualquier rebelión?
—No cabe la menor duda —contestó el almirante Ridley—. Claro está que el envío de nuestro mejor armamento exigiría también el envío de un considerable número de técnicos militares. Algunos sectores lo podrían ver como una total intervención por parte de los Estados Unidos… lo cual quizá no fuera una mala idea, habida cuenta de todo lo que está en juego.
—Un momento, permítame intervenir también un poco —dijo el asesor presidencial Wayne Gibbs—. Desde un punto de vista estrictamente político, señor presidente, el hecho de proporcionar armamento a Boende y de enviar un considerable número de personal militar sería un suicidio para usted. Anoche recibí desde Nueva York los informes relativos a las más recientes encuestas de opinión. En estos momentos, las encuestas de opinión revelan que un cincuenta y cinco por ciento —el resto está indeciso— de la población está en contra de cualquier tipo de intervención en África por parte de los Estados Unidos y que un veintinueve por ciento está a favor. Y, en estos momentos, un cuarenta y seis por ciento de la población se muestra contraria a nuestra intervención en Boende, aunque la Unión Soviética apoye a los rebeldes comunistas de cualquier lugar de África, mientras que un treinta y cuatro por ciento está a favor. En cuanto al tema de los cuantiosos envíos de armamento para apoyar a un aliado en África, el público vota en una proporción de cuarenta y ocho por ciento a favor y treinta y uno por ciento en contra. La voz del pueblo está clara. Todo eso les recuerda demasiado los comienzos de Vietnam. Cualquier acción contraria a la voluntad del público, señor presidente, pondrá en peligro su popularidad. Es posible que ello le hiciera perder unas reñidas elecciones el año que viene.
El presidente pareció mostrarse de acuerdo.
—Por consiguiente, desde un punto de vista político, la postura que vamos a defender en la cumbre de Londres es buena. Apoyamos, apoyamos enérgicamente, la no intervención por nuestra parte y por parte de los soviéticos.
—Perfecto —dijo Wayne Gibbs—. Si consigue que los soviéticos se muestren de acuerdo, habrá usted triunfado en la cumbre… y en la reelección a la presidencia.
El secretario de Estado Canning levantó la mano.
—Me inclino a estar de acuerdo en que nuestra única postura debe ser la de mantener las manos apartadas de África. Si antes vacilaba, ahora ya no tengo la menor duda. No intervención en forma absoluta. Detrás de todo ello se oculta el profundo convencimiento que yo tengo en el sentido de que a la población de los Estados Unidos África le importa un comino. La población de nuestro país no se puede identificar con unos nativos negros analfabetos. El público no acierta a ver de qué modo el control de una pequeña república negra puede afectar sus vidas. Y tampoco se le puede hacer entender al público la importancia del uranio. De ello se deduce que el hecho de lograr que los soviéticos firmaran un tratado de no intervención constituiría para nosotros una victoria tanto desde el punto de vista militar como político.
—Creo que eso no está en nuestras manos —dijo el almirante Ridley, haciendo una concesión—. En realidad, está en las manos de Kirechenko y de su grupo comunista. Los soviéticos creen que le hemos proporcionado a nuestro Kibangu una elevada cantidad de armamento y que estamos dispuestos a proporcionarle más. Muy bien. En caso de que lo sigan creyendo, la semana que viene en Londres no darán la señal de ataque. Firmarán nuestro pacto de no intervención. Pero, si averiguan la verdad, nuestra debilidad militar en Boende, nuestra incapacidad de actuar en caso de que ellos lo hagan si se enteran de algo de todo eso, no firmarán el tratado de la cumbre. Se limitarán simplemente a aerotransportar su arsenal a Boende y a meterse el país en el bolsillo. Si usted está decidido, señor presidente, a mantener las manos apartadas, el futuro no está en nuestras manos sino en las de Kirechenko.
—Exacto —dijo el presidente—. Por consiguiente, señores, todo se reduce a que ellos no averigüen la verdad acerca de nuestra situación. Todo se reduce a mantener en secreto nuestras intenciones.
—A eso se reduce —convino el secretario de Estado Canning—. Nuestra arma secreta es el sigilo. Si se averiguara la verdad, si ésta trascendiera, estaríamos perdidos… y el equilibrio de poder podría inclinarse del lado contrario al nuestro en los próximos diez años.
—A no ser —dijo el almirante Ridley—, y permítame repetirlo, a no ser que usted se muestre dispuesto, señor presidente, a intervenir activamente en estos momentos.
Eso les pararía los pies y les rechazaría.
—Y también me pararía los pies y me rechazaría a mí —dijo el presidente—. Perdería las elecciones y tendríamos a un nuevo presidente y todos ustedes tendrían que buscarse otro trabajo.
—Es cierto —dijo Gibbs.
El presidente apoyó las manos sobre la superficie del escritorio y se irguió con aire decidido.
—Señores, no tenemos más remedio que actuar tal como lo estamos haciendo. Si se produjera algún cambio en nuestra información de espionaje, podríamos reconsiderar nuestra postura. Pero, tal y como están ahora las cosas, tenemos que actuar según lo previsto.
Debemos simular que nuestro bando es fuerte. Hay que seguir engañando a sus servicios de espionaje y mantener las bocas cerradas acerca de la verdad. Ésta es la fórmula para ganar. Bueno, pues, ya hemos terminado. Celebraremos una última reunión cuando lleguemos a Londres, confirmaremos nuestra postura y nos dirigiremos a la cumbre. Hasta entonces, atengámonos a un antiguo lema de la Segunda Guerra Mundial: mantén los labios cerrados con cremallera.
Gracias, señores, y buenos días.
A primeras horas de la tarde, en el Comedor del Presidente de la Casa Blanca, Vera Vavilova y Nora Judson ya habían terminado su ligero almuerzo de trabajo.
Agotada todavía por el viaje y la actividad de la última semana, así como por las exigencias del papel que estaba desempeñando, Vera removió lentamente su café con la cucharilla para que se enfriara y trató de prestar atención a su secretaria de prensa.
Nora sostenía en la mano el programa de la tarde de la primera dama y lo estaba leyendo. A medida que iba enumerando las citas, hacía digresiones acerca de la importancia de la cita y acerca de los antecedentes de las personas u organizaciones correspondientes.
El resto de la tarde no le iba a suponer a Vera ninguna dificultad o sorpresa. Otra sesión para un reportaje que se iba a publicar en el Ladies Home Journal. Recepción de un grupo de estudiantes extranjeros que iba a visitar la Casa Blanca. Reunión con los editores de las ediciones de lujo y de bolsillo que se habían desplazado desde Nueva York, acompañados de Guy Parker. Té con las esposas de los diplomáticos de mayor antigüedad de la Embajada china. Un poco de tiempo para despachar la correspondencia más urgente.
Un breve descanso antes de la cena. El presidente y ella ofrecerían una cena privada a los expertos en recaudación de fondos para el partido demócrata, acompañados de sus esposas, ocho parejas invitadas.
Muy fácil.
Nora abrió las anillas de su cuaderno de notas de hojas sueltas, sacó el programa del día y se lo entregó a Vera.
—Aquí tiene la copia —dijo—. Y eso también —tomó un montón de recortes de periódico y de hojas de teletipo y se lo entregó a la primera dama—. Las primeras informaciones y comentarios acerca de su intervención televisada de ayer desde Los Ángeles. Se va a sentir muy satisfecha, Billie. Tuvo un gran éxito, tal como todos le dijimos.
Vera hojeó los recortes y reprimió una sonrisa. Las informaciones estimularon su diversión íntima. En el transcurso de toda su carrera de actriz, como estudiante en Moscú y como profesional en Kiev, jamás había recibido ni una centésima parte de la cantidad de comentarios que ahora tenía delante a propósito de una sola y breve actuación.
—Ah, otra cosa —estaba diciendo Nora—. Acabo de ultimar su programa de mañana. Puesto que va a ser su último día entero aquí antes de su partida hacia Londres pasado mañana por la mañana, me ha parecido que le gustaría tener una copia para echar un vistazo y organizar su tiempo libre de tal modo que pueda hacer el equipaje o lo que sea. He procurado deliberadamente que su programa de mañana fuera ligero, teniendo en cuenta su cita de las cuatro de la tarde. Me ha parecido que no le apetecería hacer gran… cosa antes.
Nora le entregó a Vera una copia del programa del día siguiente.
Mientras se tomaba el café, Vera sostuvo el programa por encima del borde de la taza y lo recorrió con la mirada. Llegó a las cuatro de la tarde, se detuvo y leyó:
«4.00… Salida a las 3.45 para una importante cita a las 4.00 con el doctor Murry Sadek en su consultorio. Regreso a las 5.00».
La inocente línea escrita la hirió como un rayo.
Permaneció sentada, presa de un silencioso sobresalto, con las facciones rígidas, mientras seguía contemplando fijamente las palabras «importante cita».
Luchó en su fuero interno por recuperar y conservar el aplomo en presencia de Nora. Su computadora mental empezó a funcionar, buscando la información que Alex Razin le había proporcionado acerca de los médicos de Billie. Había sido minuciosamente informada acerca de sus costumbres, personalidades y aspectos. El doctor Rex Cummings, médico de la Casa Blanca, claro, y los especialistas Brown, Appel, Stoleff y Sadek. Sí, el doctor Murry Sadek, ginecólogo. Lo recordaba. Sin embargo, las intensivas sesiones de información no la habían preparado con vistas a lo que Nora había calificado de «importante cita». ¿Qué sería aquello? La ignorancia de los hechos la desconcertaba.
¿Iba a ser un rutinario examen y chequeo de los que se practicaban cada tres meses? ¿O acaso se trataba de algo especial? La palabra «importante» anulaba la posibilidad de que fuera algo de carácter «rutinario» y apuntaba en el sentido de que se trataba de algo «especial». En tal caso, ¿qué sería? No podía acudir a ciegas a semejante cita, ignorante de lo que tenía que saber acerca de su propio cuerpo.
—El doctor Sadek —dijo Vera—. Lo había olvidado.
Nora levantó la mirada, sorprendida.
«Importante» —añadió Vera—. ¿Por qué «importante cita»? ¿Lo ha expresado usted así porque era una cita con un médico?
—Billie, lo he expresado así porque usted me lo dijo… ¿no lo recuerda?… poco antes de emprender viaje a Moscú. Me dijo que era «Importante» y yo le he puesto que era «importante» en el programa.
—Sí, creo que ya me acuerdo. Bueno, estoy segura de que exageraba un poco. En cualquier caso, fuera lo que fuese, creo que se puede aplazar hasta que vuelva de Londres. Estoy demasiado ocupada y agobiada en estos momentos. Aparte lo que se menciona en el programa, tengo millones de cosas que hacer. ¿Por qué no lo aplazamos…?
Nora la interrumpió.
—Billie, el médico insistió en esta cita. Usted tenía también mucho interés. El doctor Sadek la visitó antes de su viaje a Moscú y quería volver a visitarla cuanto antes a su regreso. No pudo ser antes de Los Ángeles.
Accedió usted a verle antes de emprender viaje a Londres. Y él ha cambiado un poco las citas que tenía concertadas con otras pacientes para poder atenderla a usted mañana. Claro que yo no sé si realmente es algo tan importante. Sólo usted lo sabe. Sin embargo, cuando hoy se lo he confirmado, su enfermera me ha dicho que le comunicara que los resultados de los análisis ya estaban listos.
—Los análisis. Ah, sí —dijo Vera con voz hueca—. No sé en qué estaría pensando. Claro… claro, es importante.
Será mejor que le vea.
La perplejidad se borró del rostro de Nora.
—Me alegro —dijo ésta con expresión de alivio.
Hubiera sido difícil…
—No importa… vamos a ver estas otras citas de mañana.
Las comentaron brevemente. Acababan de terminar cuando el bolso de Nora, colocado en el sudo al lado de ésta, empezó a emitir unos pequeños graznidos.
—El indicador electrónico —dijo Nora, poniéndose en pie—. Discúlpeme, Billie, será mejor que vaya a ver quién es.
Corrió hacia el teléfono y marcó el número central de la Oficina de Señales del edificio. Al final, colgó el aparato.
—Es Tim Hibberd. Quiere que esté presente cuando facilite el comunicado a la prensa. Todo un honor, viniendo de este chauvinista. Supongo que, a raíz del discurso que usted pronunció ayer, se habrá decidido a reconocer la existencia del Ala Este femenina —Nora tomó el bolso—. ¿Quiere usted alguna otra cosa, Billie?
—Gracias, Nora. Puede retirarse.
—Dispone de media hora antes de que me tenga otra vez aquí con los estudiantes extranjeros.
—Estaré aguardando en el Salón Azul.
En cuanto Nora desapareció y ella se quedó sola, el aplomo de Vera se esfumó. Advirtió que su agitación iba en aumento. Se apartó de la mesa, salió al pasillo y se encaminó con expresión meditabunda hacia el Salón Azul. Todo había salido tan bien hasta ahora. Cierto que la visita a Los Ángeles no había ido como la seda. Había cometido toda una serie de pequeños errores y fallos, pero, en su calidad de consumada actriz, había logrado superarlos. Confiaba en que nadie se hubiera dado cuenta de que ocurría algo. No cabía duda de que el padre y la hermana de Billie la habían aceptado sin el menor recelo. Sólo el perro, el muy hijo de puta del perro, se había dado cuenta, pero menos mal que era un animal mudo. No, a pesar de lo de Los Ángeles, se las había apañado muy bien. Y Londres, a mucha distancia de aquéllos que conocían a Billie íntimamente, no le plantearía ningún problema, siempre y cuando… siempre y cuando ella pudiera superar este nuevo e inesperado obstáculo. Sólo el doctor Murry Sadek se interponía entre ella y el éxito de su misión. La «importante» e imprevista visita a su ginecólogo podía llevarla a la perdición.
Entró en el Salón Azul, todavía pensando, colocó un sillón Bellange de cara a la chimenea de mármol blanco de Carrara y se hundió en él, contemplando con expresión sombría la chimenea. Se sentía aturdida, pero trató de reprimir sus sentimientos. No tenía que sucumbir ante el pánico. Debía analizar su precaria situación y actuar con calma. Estaba claro que su única protección estribaría en el hecho de averiguar el motivo de que el doctor Sadek quisiera verla. ¿Por qué acudía a su consulta? ¿Por qué lo consideraba él tan importante?
¿Qué era todo aquello?
Disponía tan sólo de unas aterradoras veintiséis horas para averiguar el motivo por el cual tenía que acudir al ginecólogo de Billie, a su ginecólogo.
¿Consideraría el general Pietrov que aquello era una emergencia? Ciertamente que sí. Le habían dado instrucciones en el sentido de que no estableciera contacto con los agentes del KGB en los Estados Unidos, a no ser que se enfrentara con un problema urgente susceptible de conducir a un desastroso percance.
Bueno, pues, aquél era un problema urgente donde los hubiera. Tenía que correr el nesgo de establecer contacto para recabar ayuda.
Revisó mentalmente el procedimiento a seguir en caso de problema. Tenía que efectuar dos llamadas telefónicas, ambas al exterior. Le facilitaría un número a la telefonista de la centralita. Cuando le contestara una voz, preguntaría por el señor Smith. Le diría que se había equivocado de número. Tras colgar, le facilitaría a la telefonista el mismo número, menos la última cifra que sería distinta. Cuando le contestara otra voz, preguntaría de nuevo por el señor Smith y le volverían a decir que se había equivocado de número. Una vez hecho esto, el KGB ya sabría que necesitaba ayuda. Ello significaría que el KGB establecería contacto con uno de los agentes secretos que tenía infiltrados en la Casa Blanca. El agente residente se acercaría a ella y le diría: «Se sirve en Disneylandia». Ella le comunicaría con el mayor sigilo, brevedad y rapidez posible cuál era el problema. Más tarde, otro agente secreto del KGB le facilitaría la solución a su problema.
El reloj de pulsera le indicó a Vera que faltaban todavía veinte minutos para que Nora se presentara con su grupo de estudiantes extranjeros.
Sin perder el tiempo, Vera se levantó del sillón y se acercó al teléfono que había sobre la mesa situada bajo el retrato del presidente James Monroe, pintado por Gilbert Stuart. El retrato era irreal y los ojos de Monroe miraban por encima de su cabeza, por lo que no se sintió observada. Descolgó el aparato, facilitó el número, preguntó por el señor Smith y le dijeron que se había equivocado. Colgó y repitió el procedimiento. Una vez más el número equivocado.
Colgó el teléfono y se sintió más, tranquila. Su llamada de socorro había sido escuchada. En algún lugar, de alguna manera, alguien que se encontraba en aquella mansión, un aliado, un amigo, estaba siendo buscado y él a su vez establecería contacto con ella. Ya no estaba sola.
No sabía cómo y cuándo sería localizada ni por parte de quién. Sólo sabía que en cierta misteriosa forma ello iba a ocurrir.
Empezó a pasear arriba y abajo por el Salón Azul, tratando de hallar un medio de comunicar de manera resumida al agente de la Casa Blanca su cita con el doctor Sadek y su necesidad de estar al corriente de lo que debería saber antes de acudir a aquella cita.
Mientras esperaba la llegada del grupo de estudiantes de Nora, Vera fue consciente de que tendría que seguir soportando aquel problema. Era demasiado inquietante. Necesitaba distraerse. Decidió ir al dormitorio para cambiar su vaporosa blusa por un jersey y después regresar. Se estaba dirigiendo hacia la puerta cuando sonó el teléfono a su espalda. Sonaba con tanta intensidad como una sirena. Dio media vuelta y corrió hacia el teléfono.
—¿Madame Bradford? —dijo una voz masculina con acento francés.
—¿Sí?
—Soy el chef Maurice de la cocina.
Recordaba al rechoncho francés de Lyon que supervisaba y dirigía el equipo de cocineros de la Casa Blanca. Le había visto en dos ocasiones y le había parecido simpático.
—Hola, Maurice.
—Siento molestarla, Madame. Pero me ha parecido que le gustaría revisar conmigo el menú para la cena de esta noche.
—No es necesario —dijo ella, sin paciencia para estas cosas—. Le confío el menú. Prepare lo que considere mejor.
—Disculpe, Madame, pero he pensado que tal vez el plato principal le resultará gracioso. Se sirve en Disneylandia.
Al principio, no lo entendió y casi lo pasó por alto, pero entonces comprendió que el cocinero había pronunciado la frase clave como el que no quiere la cosa.
Se sirve en Disneylandia. ¡El cocinero francés!
Comprimió el aparato con la mano y se lo acercó a la boca.
—No sé, Maurice. Tal vez sea un plato demasiado insólito. Quizá convenga que lo discutamos. Por favor, tráigame sus sugerencias ahora mismo. Estaré en el salón del presidente.
Colgó el aparato, experimentando una sensación de debilidad. Trató de reponerse y se encaminó apresuradamente hacia el dormitorio.
Tras ordenarle a su camarera Sarah que informara a Nora de que llegaría con unos minutos de retraso, Vera se cambió la blusa por el jersey. Se estaba alisando el jersey, cuando unos breves golpecitos con los nudillos la indujeron a abrir la puerta. Hizo pasar al barrigudo chef sin saludarle, cerró la puerta con cuidado y le indicó una silla. Después tomó otra silla y la acercó tanto a éste que le rozó el muslo con el borde de la misma.
—¿El menú para esta noche? —dijo suavemente, inclinándose hacia él.
Él le colocó un bloc de hojas amarillas sobre el regazo.
—Mis sugerencias —dijo con un graznido apenas audible—. Escucharé lo que tenga que decirme.
—Problemas —murmuró ella.
—Siga, Madame.
—Una inesperada cita con un médico, concertada hace algunas semanas —dijo ella en un susurro—. Tengo que ver a mi ginecólogo el doctor Murry Sadek…
—El doctor Murry Sadek —repitió Maurice como un eco.
—… mañana por la tarde a las cuatro en punto.
Saldré de la Casa Blanca quince minutos antes. Una importante cita, según me han dicho. Se han hecho unos análisis con anterioridad. Tengo que saber por qué acudo a ver al doctor Sadek y qué debo esperar. Sin saberlo, podría cometer un grave error.
El mofletudo rostro que tenía delante permaneció inmóvil.
—Entendido.
—Tengo que saberlo todo —dijo ella.
—Informaré.
—Y otra cosa —dijo Vera en voz baja—. Es probable que el doctor Sadek me someta a una exploración interna a ha examinado muchas veces la vagina de la primera dama. Está familiarizado con ella. Para un ginecólogo, eso podría ser tan personal y revelador como unas huellas dactilares para un detective. Tras llevar a cabo el examen pélvico mediante el espéculo, palpará y examinará por dentro con los dedos, comprimiendo los ovarios y demás. Yo no sé qué puede averiguar un ginecólogo por este medio, qué diferencias puede advertir entre una mujer y otra. Pero es posible que note que el tamaño y la textura de mi vagina son distintos a los de la primera dama y que entonces empiece a recelar. De los dos peligros, éste podría ser el menor, pero, aun así, el peligro existe. Sería mejor que no me examinara el doctor Sadek personalmente. ¿Lo entiende, Maurice?
—Perfectamente, Madame —el cocinero se levantó con un gruñido—. Todo se resolverá esta noche. Mañana será usted informada. No se preocupe. Que pase una agradable velada y disfrute con la cena de esta noche.
Bon appétit!
—Gracias, Maurice.
El cocinero tomó el cuaderno de notas amarillo que había dejado sobre el regazo de Vera, se inclinó en reverencia y abandonó con paso cansino el dormitorio.
Tras haberse quitado el problema de la cabeza y dejarlo en otras manos, unas manos capacitadas, el resto del día de Vera transcurrió rápidamente. Durante la cena incluso se mostró alegre.
Sólo más tarde, cuando ella y Andrew ya se habían acostado, volvió a recordar el problema. Ella se había acostado primero y estaba aguardando a que Andrew lo hiciera cuando trajo indiferentemente a colación el tema de la conferencia cumbre.
—¿Están preparados para enfrentarse con los soviéticos? —le preguntó.
—Todavía no —contestó él, abrochándose el pijama—. Pero lo estaremos.
—¿Va a ser una confrontación muy seria?
—No puedo decirlo.
—¿Puede llegarse a un compromiso?
—Así lo espero.
Se estaba mostrando enloquecedoramente críptico y vago. Vera decidió no insistir más sobre el tema.
—¿En Londres todo será trabajo y no habrá diversiones?
—Probablemente. Ya te lo contaré todo, Billie, cuando esté seguro de todo el programa.
Ahora se encontraban juntos en la cama con las luces apagadas. Él la besó en los labios. Le besó los pezones. Le acarició un seno.
—Debes estar nerviosa por lo de mañana —dijo él.
—Un poco.
—Yo que tú no me preocuparía —dijo él, en un intento de tranquilizarla—. El doctor Sadek es el mejor.
—Estoy tratando de no preocuparme. Creo que todas las mujeres se inquietan un poco antes de acudir al ginecólogo. Es automático. No estoy terriblemente preocupada —Vera trató de obtener un poco más de información—. ¿Tú lo estás, Andrew?
—Pues claro que no —contestó él, dejando caer de nuevo la cabeza sobre la almohada—. Vamos a ver qué ocurre. Lo que tenga que pasar, pasará. Confiemos en el médico. Buenas noches, preciosa.
—Buenas noches —dijo ella con un hilo de voz.
¿Qué había querido decir? Lo que tenga que pasar, pasará.
El no saberlo resultaba decepcionante y aterrador.
Antes de que su aprensión se intensificara, una segunda idea la tranquilizó.
Lo sabría.
En aquellos momentos, el KGB lo averiguaba para ella. Sus agentes nunca fallaban. Eran omniscientes. Se habían propuesto introducirla en la Casa Blanca y aquí estaba, en la Casa Blanca, en la cama del presidente de los Estados Unidos. Se habían propuesto revelarle por qué tenía que acudir al doctor Sadek. Mañana por la mañana se lo dirían.
Sintiéndose más segura se dispuso a conciliar el sueño.