3

Eran las ocho menos cinco de la mañana en Moscú.

Los cuatro se hallaban reunidos en el salón de la aislada casa de Vera Vavilova, con las sillas colocadas muy cerca de la gran pantalla de su televisor. Vera, con largo cabello rubio sujeto hacia atrás con un pasador, iba vestida con blusa rosa, pantalones azules y sandalias de tiras de cuero. A su derecha se sentaba el general Iván Pietrov, enfundado en un conservador traje azul oscuro cuya ajustada chaqueta resultaba demasiado estrecha para su poderoso tórax y su abultado vientre, con los brillantes ojos clavados en la pantalla en blanco del televisor. Al lado del general se encontraba sentado su ayudante el coronel Zhuky y su mejor amigo en el Politburó, es decir, Garanin.

Pietrov consultó la negra esfera de su reloj japonés.

—Ha llegado —anunció. Enciendan el aparato.

El coronel Zhuk se levantó de un salto, se acercó al televisor y giró un botón. Zhuk aguardó a que apareciera la imagen, cosa que ocurrió lentamente. Mostraba una brumosa vista de la bandera de la Unión Soviética y de la de los Estados Unidos en lo alto de unos mástiles, ondeando en medio de la brisa sobre el amenazador trasfondo de un triste y nublado cielo gris. Zhuk ajustó apresuradamente el foco de la imagen y levantó el volumen de una voz incorpórea. La voz estaba anunciando en ruso que la comitiva oficial estadounidense procedente de Washington ya había tomado tierra en el aeropuerto de Vnukovo y que el aparato estaba apartándose de la pista de aterrizaje para dirigirse a la terminal. Una vez la primera dama hubiera desembarcado y tras la breve ceremonia de recepción, la ilustre visitante recorrería en automóvil, bajo escolta, los veintiocho kilómetros que mediaban entre el aeropuerto y Moscú.

Mientras Zhuk regresaba a su asiento, en la pantalla apareció otra imagen, la de la anfitriona oficial y el grupo que la acompañaba, contemplando, al parecer, cómo se acercaba el Fuerzas Aéreas Uno, que aún no podía verse en pantalla.

Vera se inclinó hacia delante y distinguió a la esposa del primer ministro Ludmila Kirechenko, una majestuosa y pechugona dama de cabello gris con todo el aspecto de una mezzosoprano de ópera retirada. Vera no pudo identificar a las demás figuras hasta que la cámara se centró en Alex Razin, tan viril y tan apuesto con su traje marrón. A Vera le fue difícil reprimir una sonrisa de placer.

Pietrov se sacó un cigarro del bolsillo y lo desenvolvió con aire ausente mientras fijaba la mirada en el televisor. Un gigantesco aparato de propulsión a chorro con el rectángulo de las barras y estrellas pintado en el fuselaje apareció en la pantalla, avanzó y se detuvo. Los empleados del aeropuerto estaban acercando la escalerilla metálica y ajustándola a la portezuela de salida del avión.

La portezuela se abrió lentamente. En aquellos momentos, se empezaron a escuchar los primeros acordes de «Barras y estrellas» interpretados por una banda que las cámaras no recogían.

Vera se inclinó instintivamente hacia delante y Pietrov contrajo los ojos.

Un hombre joven y de aspecto atlético había aparecido en la portezuela del aparato y estaba empezando a bajar por la escalerilla, seguido de cerca por otro.

—Sus guardias del servicio de seguridad —dijo Vera Vavilova en inglés. El primero es Van Acker y el segundo McGinty.

—¿Y la mujer que les sigue? —preguntó Pietrov.

—Su secretaria de prensa Nora Judson —contestó Vera.

—Ya. Entonces… ¿quién ha dicho que era el hombre alto?

—Guy Parker.

—Ah, el de la CIA —dijo Pietrov con una sonrisa.

El coronel Zhuk habló en tono vacilante.

—Eso no lo sabemos, camarada. Sólo sabemos que es el que ayuda a la señora Bradford en la redacción de su libro.

—La CIA —musitó Pietrov, mascando el frío puro.

Toda la atención de Vera se concentraba en el televisor. Vio a Nora Judson y a Guy Parker bajando por la escalerilla ante la cual estaban extendiendo una alfombra roja. Había visto innumerables fotografías suyas. Ahora, en carne y hueso y tridimensionales, parecían más impresionantes.

—¡Y aquí está ella! —exclamó Pietrov, incorporándose en su asiento. ¿La ven? Billie Bradford. La primera dama.

Los ojos de Vera casi taladraron la pantalla, siguiendo el gracioso descenso de la primera dama por la escalerilla. Era alta y escultural y, sin embargo, se movía con soltura. Su cabello color lino, recogido en un pulcro moño, era resplandeciente; los perfiles de su encantador rostro, perfectos. Unos pendientes blancos hacían juego con la blanca montura de sus grandes gafas de sol. Una ligera brisa le pegaba al sinuoso cuerpo, el vestido de gasa estampada.

El suave ceño de Vera se contrajo al contemplar a la mujer a la que conocía mejor que a sí misma. El aplomo de Vera se vino momentáneamente abajo. Billie Bradford resultaba impresionante. Era mundialmente famosa. Era real. Era única. Jamás podría haber otra igual que ella. Vera se notó un nudo en la garganta. Por primera vez en casi tres años, experimentó inquietud y como una especie de miedo al escenario.

—Es demasiado hermosa —dijo Vera, boquiabierta.

Pietrov había desplazado su mirada desde Billie Bradford en la pantalla a Vera Vavilova, sentada a su lado. La estudió.

—¿Demasiado hermosa? —repitió, cubriendo la delicada mano de Vera con su vellosa mano—. No más que usted, querida mía.

Los ojos de Vera se hallaban fijos en la pantalla.

—¿De verdad tengo este aspecto? —preguntó en tono de asombro.

Pietrov hizo una indicación con la mano.

—Allí tiene el espejo.

Los ojos de Vera siguieron la dirección del dedo que estaba señalando hacia el espejo de pared. Contempló su imagen reflejada. En su opinión, en aquellos momentos, era todavía ella misma. No Billie Bradford. Simplemente la actriz que siempre había conocido, Vera Vavilova de Kiev. Dirigió de nuevo la mirada a la pantalla. Billie Bradford estaba recibiendo un ramo de gladiolos de manos de una niña.

El embajador norteamericano en la Unión Soviética, Otis Youngdahl, el acaudalado y bien vestido gigantón, avanzaba por la alfombra roja para saludar a la esposa del presidente con un beso en la mejilla. Ahora había tomado a Billie del brazo y la estaba acompañando hacia el grupo soviético: La presentó a la esposa del primer ministro Ludmila Kirechenko. Las dos célebres mujeres se estrecharon la mano y Alex Razin se situó entre ambas. Ludmila se estaba dirigiendo a Billie con gran profusión de palabras y Alex actuaba de intérprete, traduciendo del ruso al inglés para la primera dama.

Después, Alex acompañó a Billie Bradford hasta el círculo de dignatarios rusos. Tradujo los saludos y comentarios de los rusos al inglés para la esposa del presidente y las respuestas de ésta del inglés al ruso.

Alex Razin apoyó la mano en el antebrazo de Billie Bradford mientras la acompañaba a lo largo del círculo, inclinando la cabeza hacia ella mientras seguía actuando de intérprete.

Contemplándoles en la pantalla, Vera Vavilova experimentó una punzada de celos. Su amado se hallaba en compañía de la mujer más hermosa y excitante del mundo. Ahora se encontraba cerca de ella y lo iba a estar todavía más en las próximas semanas. Tal vez confundiera a Billie con Vera… o, peor todavía, tal vez prefiriera Billie a la propia Vera.

Vera volvió a mirarse al espejo para examinarse la cara una vez más y comprendió que todo lo que había estado imaginando era ridículo. Si Billie era la mujer más hermosa y excitante del mundo, también lo era ella.

Alex estaba viendo únicamente una reproducción de su Vera. Apartó los ojos del espejo, ya más tranquila.

Más relajada, Vera centró toda su atención en la pantalla. Alex había acompañado a Billie a una batería de micrófonos. Ella estaba hablando graciosamente en inglés… de lo mucho que siempre había deseado visitar Moscú, de lo emocionada que se sentía de encontrarse allí, de su gran interés por participar en las discusiones con las dirigentes de otras naciones acerca de los progresos en materia de derechos femeninos. Todo aquello era extraño, pensó Vera, la manera en que aquella mujer había estado imitando las inflexiones lingüísticas de Vera, las expresiones faciales de Vera y los gestos de Vera.

Vera lo contemplaba todo como hipnotizada mientras la esposa del presidente de los Estados Unidos y la esposa del primer ministro soviético eran acompañadas al negro automóvil Chaika, flanqueado por dos amarillos vehículos de la policía y cuatro guardias motorizados con casco y uniforme gris.

Mientras Billie Bradford desaparecía en el interior del automóvil, Vera se volvió para hablar con Pietrov. Se sorprendió al ver que ésta la estaba mirando fijamente.

Pietrov inclinó la cabeza hacia el televisor.

—¿La asusta? —preguntó suavemente.

—No, absolutamente no —contestó Vera Vavilova sin la menor vacilación—. ¿Quién es esta impostora? —añadió con firmeza—. Yo soy la primera dama.

—Muy bien —dijo Pietrov, soltando una carcajada.

—Mejor. Mucho mejor. Procure no olvidarlo.

—No lo olvidaré —dijo Vera, observando que Pietrov se había dando cuenta de que hablaba en serio.

En el interior del extremadamente moderno Palacio de Congresos que se levantaba en proximidad de la Puerta de la Trinidad que daba acceso al amurallado Kremlin, en el gigantesco auditorio principal, la primera dama de la Unión Soviética Madame Ludmila Kirechenko se encontraba de pie en el estrado dirigiendo el discurso de clausura a las dos mil delegadas y a sus acompañantes de noventa naciones.

Era el tercero y último día de la Reunión Internacional de Mujeres y, desde luego, Billie Bradford se alegraba.

Permanecía sentada con expresión de cansancio en el centro de la segunda fila, tratando de aparentar interés, mientras escuchaba a través de los auriculares que llevaba puestos una voz que traducía el discurso de clausura de la señora Kirechenko del ruso al inglés. A uno de sus lados se sentaba el embajador Otis Youngdahl y el funcionario de protocolo Fred Willis. A su otro lado estaba Alex Razin, Nora Judson y Guy Parker. Directamente delante y detrás de ella se encontraban sentados sus agentes del servicio de seguridad Van Acker y McGinty. Previamente, en la sesión final de la tarde, había escuchado las palabras de presentación de las oradoras soviéticas sin recurrir a los auriculares. Mientras las voces de las oradoras resonaban a través de los siete mil altavoces ocultos por todo el auditorio, había preferido que su amable intérprete y guía Alex Razin le hiciera de traductor. Sin embargo, cuando las jefas de las delegaciones de Francia, Alemania y España habían subido al estrado y Razin no había podido ayudarla, había, recurrido a los auriculares.

Trató de concentrarse en el resumen de la señora Kirechenko —las conclusiones y las recomendaciones a propósito del papel de la mujer en el mundo y en su futuro—, pero la mente de Billie estaba vagando.

Una de las piernas estaba a punto de dormírsele y ella se movió para darle un masaje. Se sentía profundamente cansada. Había sido la penúltima oradora que había subido al estrado y su informe se había centrado en los avances de los derechos femeninos en los Estados Unidos en el transcurso de los últimos diez años y, hacia el final, su voz había quedado reducida a un áspero chirrido. Pese a ello, las palabras habían sido adecuadas y, al abandonar el estrado, había recibido unos entusiastas aplausos.

En términos generales, la reunión internacional había sido lo que ella había imaginado. Principalmente inútil. Principalmente una exhibición comunista. El tema central, la variedad de temas que iban a tratarse, parecían impresionantes. Pero raras veces, en el transcurso de los tres días, habían sido abordados con decisión. Casi todas las delegadas habían afrontado su tarea como otras tantas marionetas de la Cámara de Comercio. La reunión, al igual que todas las demás actividades secundarias organizadas por los soviéticos, había sido pesada e incluso aburrida. Además, tal como solía ocurrirles a tantos estadounidenses que visitaban la Unión Soviética, se sentía aislada del mundo exterior, alejada de todo lo que le era conocido, constantemente solitaria y, separada de Andrew, vulnerable… Jamás había echado tanto de menos a Andrew. En cuanto regresara al hotel, le telefonearía.

La voz monótona de la señora Kirechenko, seguida de la rápida interpretación de Razin, le zumbaba en los oídos mientras trataba de escapar y de ocultarse en el interior de su cabeza. Su mente buscaba los comienzos de aquellos pasados tres días y trataba de evocar lo que había ocurrido. La primera mañana en Moscú, tras haberse instalado en una suite especial del hotel Rossiya, había abrigado la esperanza de descansar y tal vez de reanudar sus conversaciones con Guy Parker con vistas al libro. Durante el vuelo a Moscú, no había podido dedicar a éste tanto tiempo como había previsto.

Tras su llegada, apenas había tenido tiempo de ducharse y cambiarse de ropa cuando sus celosos anfitriones la habían sacado del hotel a la calle con el fin de acompañarla en un vertiginoso recorrido por los lugares de mayor interés de la ciudad. Pero ahora le dolía la cabeza de sólo recordar el caleidoscopio de lugares —el mausoleo de Lenin y San Basilio en la plaza Roja, las murallas rojo oscuro del Kremlin y las diecinueve torres y puertas que rodeaban cinco catedrales, cuatro iglesias y dos plazas, después de la Galería Trietyakov, el Museo Pushkin, el Museo de Marx y Engels, la Exposición de Realizaciones Económicas de la URSS, el Parque Gorki—, a toda prisa, media hora en cada sitio todo lo más, mientras la cabeza le daba vueltas igual que ahora.

Y, junto a ello, no podía recordarla hora, el día, un centro modelo de puericultura, un hospital, un desfile de modas. La gente era amable, hospitalaria y sincera. Los dirigentes también, aunque su sinceridad fuera sospechosa. Y, sin embargo, ello era cierto en todas partes. A media tarde del primer día, se había reunido con otras delegadas en aquel auditorio. Interminables discursos de bienvenida. Aburridos documentales acerca de las mujeres de la URSS y de los pasos que éstas habían dado hacia la igualdad. Después, con una breve pausa para la cena, breves informes de cuarenta países acerca de la situación de la mujer en sus naciones y así sucesivamente hasta bien entrada la noche.

En la segunda mañana había habido más informes.

La tarde y la noche del segundo día habían estado centradas en incontables grupos de trabajo, seminarios acerca de la igualdad laboral, la libertad de voto, la igualdad sexual y siempre lo mismo. En la tercera mañana, la mañana de hoy, las representantes de veinte naciones habían participado para expresar su esperanza de futuros progresos. Esta tarde, larga, exposiciones de las delegadas de ocho importantes países acerca del futuro de los derechos femeninos. Ahora, la señora Kirechenko lo estaba dando todo por terminado.

Menos mal que esta noche se iba a celebrar el banquete de despedida. Después, todo habría terminado y Billie podría dormir. Pero no por mucho tiempo, recordó con tristeza. Mañana, otra vez el avión para regresar a Washington. Y después a Los Ángeles para informar acerca de la reunión. Después a Londres con su marido y la cumbre. Demasiado. Sus células cerebrales estaban desquiciadas. Se preguntó si habría en su cuerpo algún músculo que no le doliera.

Fue consciente de un resonante silencio en sus oídos. En toda la sala, la gente se había levantado a su alrededor y estaba aplaudiendo. La señora Kirechenko había acabado y Billie se sentía casi acabada, se quitó los auriculares y se levantó para aplaudir.

Después avanzó por el pasillo precedida por dos guardias de seguridad soviéticos y seguida por sus propios hombres del servido de seguridad. La empujaron cuatro o cinco veces otras delegadas que le pedían su autógrafo y ella las complació. En el vestíbulo, los fotógrafos la persiguieron mientras sus flashes parpadeaban una y otra vez.

Una atrevida mujer de mediana edad, al parecer, una reportera de la India, se abrió paso hacia ella, gritando:

—¿Por qué se inclina ante los sexistas con este vestido transparente?

Billie conservó su aplomo y su sonrisa al tiempo que contestaba:

—Porque quiero que los hombres me miren… no sólo como a una igual sino también como a una mujer.

Fuera, junto al bordillo de la acera con sus cuatro peldaños, dos negros automóviles Chaika de ocho cilindros estaban aguardando en la calzada adoquinada.

Mientras el chófer del primer automóvil abría la portezuela de atrás, Billie vaciló y miró a los componentes de su séquito congregados a su alrededor.

—¿Qué tal andamos de tiempo, Nora? —preguntó—. Me gustaría comprar algunos recuerdos.

Nora consultó su reloj de pulsera y levantó los ojos.

—Si no tarda demasiado, podría disponer de una hora.

—Vamos allá —dijo Billie—. Dentro de unos días estaré en Los Ángeles. Tendría que llevar algo para la familia —se dirigió a su intérprete:

—¿Adónde podría ir, señor Razin?

—Le sugiero el establecimiento Beryoska más cercano —contestó Razin—. Es un establecimiento de control estatal que sólo vende a los extranjeros con moneda extranjera. En los establecimientos Beryoska hay los mejores artículos: pieles, cristal tallado a mano, cajas pintadas a mano, vino.

—Pero eso es sólo para los extranjeros —dijo Billie, arrugando la nariz—. A mí me gustaría ver algún lugar al que acudieran los soviéticos.

—Ah, entonces quiere usted ver el GUM, los almacenes estatales —dijo Razin—. Están al otro lado de la plaza Roja. Tiene más de mil tiendas en sus arcadas, pero no podrá comprar cosas de demasiado valor.

Encontrará tela para vestidos, algunos aparatos culinarios, juguetes para los niños. Y necesitará rublos.

—Eso no será ningún problema —dijo el embajador Youngdahl.

—¿Y es allí donde acuden los soviéticos? —preguntó Billie.

—Ah, desde luego —le prometió Razin.

—Entonces quiero verlo —dijo Billie.

—Permítame que llame al director de los almacenes —dijo Razin—. Le facilitará las cosas. Habla perfectamente inglés. Vayan ustedes. Yo les sigo.

Razin corrió de nuevo al vestíbulo.

Diez minutos más tarde, Razin se incorporó en el asiento de atrás del segundo automóvil en el que viajaba en compañía del embajador Youndahl y de Guy Parker y señaló hacia el parabrisas.

—Allí están, esperando. Aparque detrás de ellos.

El Chaika de Billie Bradford se encontraba detenido frente al edificio de mármol y granito de tres plantas, rematado por unos chapiteles, en el que se albergaban los grandes almacenes. Mientras se acercaban, Razin abrió la portezuela de atrás del vehículo todavía en marcha y bajó, perdiendo casi el equilibrio.

—Voy en busca del director —dijo.

A los pocos minutos, Razin apareció llevando del brazo al corpulento director, al que empujó hacia Billie Bradford y las demás personas que estaban aguardando junto al primer automóvil. Razin le presentó a Billie Bradford y después al embajador Youngdahl, a la señorita Judson y a Guy Parker. El director se inclinó en reverencia ante cada uno de ellos.

—Me siento muy honrado, muy honrado —dijo el director—. Entren, por favor, permítame que les acompañe.

Billie se dirigió a Nora y a los demás.

—Nora, necesitaré su consejo. ¿Le importa? En cuanto a ustedes, no se molesten en acompañarme.

Quédense aquí mismo. Las compras les iban a cansar.

Además, no quiero llamar demasiado la atención.

—Será mejor que yo la acompañe —dijo el embajador Youngdahl, situándose detrás de Billie.

Alex Razin y Guy Parker permanecieron de pie junto a los automóviles, observando cómo el grupo penetraba en los almacenes GUM.

—¿Le apetece estirar las piernas y fumarse un cigarrillo? —preguntó Razin.

—No es mala idea —dijo Parker.

—No nos apartaremos del campo visual —dijo Razin, echando a andar—. Pasearemos arriba y abajo por delante de los almacenes.

Le ofreció a Parker un cigarrillo, sacó otro para sí y acercó un encendedor a ambos.

Pasearon en silencio durante un minuto largo.

Parker fue quien primero rompió el silencio.

—Usted no habla inglés de Inglaterra dijo—. Usted habla inglés norteamericano. ¿Dónde lo aprendió?

—En los Estados Unidos —contestó Razin—. Nací en Virginia.

—¿De veras? Es sorprendente. Parecía usted tan… tan soviético.

—Y soy soviético, medio soviético por parte de padre. Mi madre era estadounidense, de Pennsylvania.

Yo… bueno, no quiero cansarle con mi genealogía.

—Al contrario, me interesa —dijo Parker.

—Va usted a arrepentirse —dijo Razin, esbozando una solemne sonrisa al tiempo que empezaba a facilitar más detalles acerca de los antecedentes de sus padres y de su propia educación en los Estados Unidos, así como una versión censurada de su regreso a la Unión Soviética en compañía de su padre. No mencionó su adiestramiento y sus actividades en el KGB. Señaló que desempeñaba en régimen de plena dedicación la tarea de intérprete oficial.

—Ahora ya lo sabe usted todo —terminó diciendo Razin.

Parker asintió mientras ambos seguían paseando.

Aceptó otro cigarrillo y el fuego que Razin le ofreció.

—Curioso dijo. Hay algo tan familiar en usted que juraría haberle conocido en los Estados Unidos. Sin embargo, eso es imposible porque usted se fue a los quince años.

Razin decidió decírselo.

—No es imposible —dijo—. Había olvidado decírselo.

Estuve en los Estados Unidos hace cuatro o cinco años durante un breve período.

—¿En calidad de turista?

—Era corresponsal en Washington de la TASS.

—Bueno, eso podría explicarlo todo —dijo Parker.

Es posible que nos conociéramos. En aquella época, antes de convertirme en uno de los redactores de los discursos presidenciales, pasé algunos meses en las oficinas de la Associated Press en Washington. Cubrí esporádicamente la información relativa a la Casa Blanca. Es posible que nos viéramos en alguna rueda de prensa.

—Es muy probable —convino Razin.

—¿Le gustó trabajar en Washington?

—Me encantó.

—¿Por qué se fue?

Razin llegó a la conclusión de que no tenía nada que perder.

—No me fui —contestó—. Me expulsaron.

Parker se detuvo en seco.

—¿Fue usted expulsado?

—Exactamente. Me echaron bajo falsas acusaciones.

Mis amigos de Moscú habían detenido a uno de los funcionarios de su Embajada por colaborar con los disidentes. Su gobierno decidió hacer una represalia. Yo fui elegido al azar en calidad de víctima inocente. Me denunciaron, fui detenido bajo una acusación ridícula y me devolvieron a Moscú a cambio de su funcionario en Moscú. Me temo que soy persona non grata en los Estados Unidos —sacudió la cabeza—. Lástima. Siempre había considerado a los Estados Unidos como mi primera patria. Nací allí. Me gustaba. Ahora me temo que jamás podré volver.

—Lo lamento.

Razin nunca supo qué debió impulsarle a decir lo que dijo a continuación. Creía haber enterrado su fantasía. Pero aquí, en compañía de un funcionario estadounidense allegado a la primera dama y al presidente, no pudo resistir la tentación de reavivar la esperanza de una opción que tal vez él y Vera pudieran aprovechar en el futuro.

—Ojalá hubiera allí alguna persona que pudiera conocer la verdad y anular tal vez la proscripción que pesa sobre mí. Sería bonito, pero supongo que no es probable.

La última frase había sido una especie de muda pregunta. Parker no la contestó con claridad. Se encogió de hombros mientras reanudaban el paseo.

—¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Eso nunca se sabe. El clima político puede cambiar. Las antiguas decisiones se pueden revocar.

—Si algo cambiara alguna vez —dijo Razin—, le agradecería que se acordara de mí. Usted está bien relacionado. Unas palabras suyas dirigidas a unos oídos adecuados podrían significar mucho para mí. Quede claro que me gusta la situación de que disfruto aquí. Soy feliz. Pero sería agradable saber que puedo volver a visitar los Estados Unidos.

—Lo tendré en cuenta —dijo Parker—. Pero ahora el momento no es propicio, tal como usted sabe. El clima que reina entre nuestros dos países no es inmejorable.

Si ahora fuera mejor, no sería necesaria la conferencia cumbre que va a celebrarse en Londres la semana que viene. Pero ¿y el futuro? ¿Quién sabe lo que éste puede traer? Estaré al tanto de lo que ocurra para ayudarle.

—¿No lo olvidará? —preguntó Razin con expresión muy seria.

—No lo olvidaré.

—Se lo agradezco —dijo Razin—. Sé que lo que voy a decirle ahora le parecerá ridículo, pero, si alguna vez pudiera corresponder, hacerle a usted algún pequeño favor, me encantaría poder complacerle. Reconozco que no soy muy importante. Pero tengo algunos buenos contactos.

—Gracias —dijo Parker, sonriendo—. Es posible que le pida algo algún día… una caja de vodka local.

—Póngame a prueba —dijo Razin, sin sonreír.

Parker estaba señalando hacia la entrada de los almacenes.

—¿No es la señora Bradford?

Razin contrajo los ojos.

—Sí. Parece que ha encontrado algo para comprar.

Billie Bradford había salido en compañía del director de los almacenes GUM, ambos con sendas bolsas de plástico, seguidos de Nora Judson, que portaba un paquete, y del embajador Youngdahl.

—Será mejor que regresemos —dijo Parker, echando a andar.

Razin le siguió, pensando. ¿Habría cometido un error hablando con el estadounidense? ¿Habría sido indiscreto? ¿Y si Pietrov se enterara de su afecto por los Estados Unidos y de su deseo de regresar allí?

Pero entonces, comprendió que Pietrov jamás se iba a enterar. Estaba claro que Guy Parker no le había tomado en serio. Parker se había limitado a disimular.

Parker, como todos los estadounidenses, se había mostrado cortés.

En realidad, daba lo mismo, se dijo Razin. Su viejo sueño de los Estados Unidos no era más que una nostalgia de su juventud. Ahora era un adulto. Sólo una cosa le importaba.

Vio a la primera dama Billie Bradford subir al automóvil. Vio a Vera Vavilova subir al automóvil.

Eso era lo único que le importaba. Que Vera regresara sana y salva a sus brazos.

La noche había caído sobre Moscú, pero, en el interior del Kremlin inundado de luz, especialmente en el espacioso y ventilado despacho del primer ministro Dmitri Kirechenko, secretario general del Partido Comunista, presidente del Presidium del Soviet Supremo y mariscal de la Unión Soviética.

En las cuatro paredes del despacho del primer ministro tapizadas en seda blanda no había más que dos adornos: un retrato enmarcado de Carlos Marx y un retrato enmarcado de V. L. Lenin. En el centro de la estancia, bajo una araña de cristal, había una mesa de conferencias cubierta por un tapete verde. En una esquina del despacho hexagonal se encontraba el escritorio en forma de L del primer ministro. Sobre su superficie no se observaban ni chucherías ni papeles, tan sólo tres teléfonos blancos y un tablero de botones, una carpeta verde que contenía un cuaderno de instrucciones mecanografiadas, un reloj cuadrado de latón, una pluma, un tintero y un calendario. Un sillón de cuero marrón oscuro con respaldo acolchado acompañaba al escritorio.

En este momento de la noche, la silla se encontraba sólidamente ocupada por el primer ministro Kirechenko, frotándose la puntiaguda barba mientras contemplaba a través de sus gafas de cristales sin reborde a los colaboradores que le rodeaban. Frente a él, con unos cuadernos de instrucciones sobre las rodillas, se podía ver al general Chukovsky, al coronel Zhuk, a los miembros del Politburó Garanin y Unyakov y a dos especialistas en asuntos africanos.

—Muy bien —dijo el primer ministro Kirechenko—, ya he tomado nota de sus sugerencias y las agradezco.

Ahora, para que no haya malentendidos, permítanme resumir nuestra postura y la de los Estados Unidos antes de acudir a la reunión de Londres.

El primer ministro se reclinó en su sillón giratorio de cuero, se quitó las gafas sin reborde, cerró los ojos y siguió hablando.

Boende —entonó—, hasta ahora un país insignificante de treinta millones de habitantes, situado en el sur de África central. Hace un año adquirió importancia. Se descubrieron y empezaron a explotarse unos enormes yacimientos de mineral de uranio.

Nosotros, en la Unión Soviética, necesitamos uranio.

Los Estados Unidos necesitan uranio. Para conservar una apariencia de neutralidad, Mwami Kibangu, el presidente de Boende, que, en realidad, es una marioneta de los Estados Unidos, estableció una cuota de lo que iba a vendernos, al tiempo que les vendía a los Estados Unidos una cantidad tres veces superior. Una situación intolerable.

Sabemos que Kibangu preside un gobierno que carece de un sólido apoya popular. Su gobierno es una democracia artificial, respaldada por su aliado estadounidense. Por otra parte, nuestro hombre, el coronel Nwapa, dirige un ejército popular clandestino de rebeldes, supuestamente adherido a los principios del comunismo. Nuestros nexos con el coronel Nwapa son muy estrechos y éste nos ha informado de que está preparado para actuar y derrocar al gobierno títere de los estadounidenses. Éstos son los antecedentes —el primer ministro Kirechenko abrió los ojos, con las gafas colgándole de los dedos—. Y llegamos así a la situación actual —prosiguió—. El coronel Nwapa dispone del necesario contingente de hombres para alzarse con el triunfo. No obstante, no dispone de un sofisticado armamento capaz de garantizarle la victoria. Por otra parte, el proestadounidense presidente Kibangu afirma disponer de un considerable arsenal del más reciente armamento, suministrado por los Estados Unidos. Asegura también haber firmado un tratado con los Estados Unidos por el cual se le suministraría ulterior armamento en caso de que se produjera alguna amenaza contra su gobierno. Nos enfrentamos así con la gran pregunta. ¿Son ciertas las afirmaciones del presidente Kibangu? Y las restantes preguntas secundarias. ¿Está el ejército gubernamental totalmente equipado con armamento estadounidense? ¿Podría el presidente Kibangu conseguir ayuda del presidente Bradford en caso de que las fuerzas rebeldes atacaran?

Si las afirmaciones de Kibangu son ciertas, el ejército gubernamental aplastaría a Nwapa sin la menor dificultad. Si sus afirmaciones son ciertas, nosotros no podríamos atrevernos a enviar armamento aerotransportado desde Etiopía para las fuerzas rebeldes, y Nwapa se vería en la imposibilidad de seguir adelante sin nuestra ayuda. Pero, si las afirmaciones del gobierno no son ciertas, si los Estados Unidos no hubieran reforzado su defensa, si los Estados Unidos no tuvieran intención de prestar su apoyo en caso de emergencia, entonces nosotros llevaríamos ventaja.

Podríamos facilitarle a Nwapa suficientes suministros técnicos y asesores capaces de asegurarle el control de Boende en una sola semana. Nwapa dirigiría el país.

Nosotros dispondríamos de todo el uranio que quisiéramos. Las exportaciones de uranio de Boende a los Estados Unidos se interrumpirían. Nuestra posición nuclear se beneficiaría y, nuestro dominio sobre nuestro rival capitalista sería completo.

Varios de los que se encontraban sentados al otro lado del escritorio asintieron con la cabeza para mostrar su conformidad. El primer ministro Kirechenko no les prestó atención y añadió:

—Esto nos lleva a la conferencia cumbre de Londres.

Nuestros agentes de espionaje en la zona no han podido establecer cuál es la fuerza efectiva del gobierno de Boende. Al mismo tiempo, la CIA del presidente Bradford tampoco ha logrado averiguar el alcance de la fuerza de los rebeldes. Por consiguiente, nos encontramos en una situación de tablas. El enemigo prefiere el statu quo con el fin de seguir explotando las riquezas de Boende. Nosotros preferimos una guerra de liberación para salvar al pueblo de Boende. Para romper esta situación de estancamiento, decidimos enfrentarnos con los Estados Unidos en una conferencia cumbre. Conocernos los planes del presidente Bradford.

Nos propondrá la aceptación y firma de un tratado. Nos propondrá el statu quo, no sólo en relación con Boende sino con toda África, un tratado en el que se afirme que no se producirán ulteriores intervenciones extranjeras en África y no se realizarán ulteriores exportaciones de armas a ningún Estado africano. ¿Qué postura adoptaremos ante este propuesto tratado? Si los Estados Unidos están simulando en lo concerniente a su pasado y a su futuro apoyo a Boende y si nosotros nos vemos en la imposibilidad de demostrarlo, la firma del tratado supondría para ellos una inteligente e importante victoria. Si nosotros pudiéramos averiguar de antemano que los Estados Unidos están simulando, podríamos rechazar el tratado, darle a Nwapa la señal de atacar y adueñarnos de Boende y de sus depósitos de uranio, estableciendo nuestra mejor avanzada con vistas a un gradual control de África.

»¿Cómo podríamos ganar la cumbre? No la podríamos ganar y no la ganaríamos más que a través de un factor desconocido: la posesión de un arma secreta que nos asegurara una clamorosa victoria —el sillón del primer ministro Kirechenko rechino al erguirse éste. El primer ministro volvió a ajustarse las gafas sobre el caballete de la nariz. Caballeros, varios de ustedes han presenciado el desarrollo de nuestra arma secreta.

Todos ustedes han oído hablar de ella. Esta arma buscará y hallará la verdad del presidente Bradford, nos revelerá la verdadera postura de los Estados Unidos y la verdadera fuerza o debilidad de Boende. Con esta verdad en nuestras manos, sabremos exactamente cómo actuar en la cumbre. Señores, quiero que todos y cada uno de ustedes vean el arma secreta totalmente punto antes de su lanzamiento.

Su mano se extendió hacia el escritorio y su índice pulsó un botón. Sus ojos se clavaron en la puerta de doble hoja que daba acceso a la sala de recepción en el extremo más alejado de su despacho. Todas las cabezas se volvieron para seguir su mirada.

La puerta de doble hoja se abrió. El general Pietrov entró con el rostro muy serio, se apartó a un lado e hizo una seña.

Y entonces apareció ella. Cruzó muy despacio el dintel. Avanzó hacia el escritorio del primer ministro.

Mantenía la cabeza alta y el porte erguido. Lucía una blusa de seda de color beige con un profundo escote adornado por una cadena de oro de la que colgaba un diminuto medallón sobre su pecho, y una falda acampanada de suave color marrón. Su cabellera rubia era sedosa, sus grandes ojos de color zafiro parpadeaban y, bajo su nariz respingona, sus labios color rubí esbozaban una leve sonrisa. Su cuerpo sinuoso cruzó el despacho como deslizándose.

Pasó junto al grupo que se encontraba de pie junto al escritorio y se acercó directamente ale hombre situado detrás del mismo. Le tendió la mano y el hombre de detrás del escritorio se levantó rápidamente y se la estrechó con solemnidad.

—Señor primer ministro Kirechenko —estaba diciendo ella, al final tengo el placer de conocerle. Soy Billie Bradford. Mi esposo, el presidente de los Estados Unidos, me ha rogado que le transmita sus más cordiales saludos.

El primer ministro reaccionó con una insólita sonrisa.

—Soberbio —dijo.

La tomó del brazo y la señaló a sus colaboradores.

Incluso aquéllos que ya la habían conocido con anterioridad la estaban mirando asombrados. Los que jamás la habían visto se habían quedado boquiabiertos.

—Para aquéllos de ustedes que están confusos —dijo el primer ministro—, es comprensible. Para los demás, aquí está el producto acabado. Señores, les presento a la más grande actriz de la Unión Soviética, la camarada Vera Vavilova… Pietrov, acérquele una silla. Siéntense todos —aguardó a que Vera se sentara y después, acomodándose en su sillón, les dijo a sus colaboradores:

—Aunque ustedes sabían más o meros lo que estábamos planeando, no creo que la mayor parte de ustedes estuviera convencida de su realidad. Sin embargo, es real, ella es real. Pueden verlo ustedes mismos.

El viejo general Chukovsky no podía quitarle los ojos de encima.

—Sorprendente —musitó—. Sí, sabía lo que se llevaban entre manos, pero tenía mis dudas —sacudió la cabeza—. Ahora ya no las tengo.

El primer ministro mostró su complacencia y lo mismo hizo Pietrov, sentado cerca de él.

—Aquí está nuestra arma secreta —dijo el primer ministro—, nuestra fuerza cuando acudamos a la cumbre la semana que viene. Sus averiguaciones nos guiarán hacia la victoria. Volviendo la cabeza, añadió: —Un brillante trabajo, Pietrov.

—Gracias.

La mirada del primer ministro Kirechenko volvió a posarse en Vera Vavilova.

—O sea que está usted preparada, ¿no es cierto señora primera dama?

—Lo estoy, señor.

—¿Tiene confianza?

—Absoluta.

—En tal caso, me tranquilizo —dijo el primer ministro—. El futuro de la Unión Soviética, de hecho, el futuro equilibrio de poder en el mundo, es muy posible que descanse sobre sus hombros.

—Soy plenamente consciente de lo que está en juego, señor —dijo Vera Vavilova.

Por unos instantes, el primer ministro se mostró preocupado.

—Tal vez sea un insensato al permitirlo. Los riesgos son enormes. Un error, uno solo, y estaríamos perdidos.

Vera Vavilova asintió.

—Señor primer ministro Kirechenko, créame, no habrá ningún error. Ni uno solo. Cumpliré mi misión.

—En tal caso, nosotros también —el primer ministro se levantó y tendió la mano una vez más—. Buena suerte, señora Bradford. Mis saludos al presidente.

A pesar de lo fatigada que se sentía, Billie Bradford tuvo que reconocer que la escena resultaba impresionante.

Ella y los componentes de su grupo se encontraban sentados hacia el centro de una de las cuatro mesas de banquete que se extendían a lo largo de las cuatro paredes del deslumbrante Salón de San Jorge, situado en el Gran Palacio del Kremlin. La habían sentado entre el intérprete Alex Razin y el embajador de los Estados Unidos, Otis Youngdahl. En sillas doradas a ambos lados de ellos se encontraban Nora Judson, Guy Parker y el funcionario de protocolo Fred Willis.

Billie Bradford levantó la mirada hacia la galería en la que una orquesta estaba interpretando un popurrí de alegres melodías de famosas comedias musicales de Broadway.

Obligada a centrar nuevamente su atención en la mesa por los camareros con chaqueta blanca que estaban retirando su plato en el que, todavía quedaba casi todo el filete de buey y el vaso aún medio lleno de vino tinto moldavo, Billie comprendió que había perdido la noción del tiempo. Suponía que debía ser cerca de la medianoche. Pero ahora que estaban retirando los platos de carne, comprendió que muy pronto les servirían el postre y que con ello acabarían, aquella interminable velada y aquel día.

A pesar de los muchos exóticos banquetes de gala en los que había participado en la Ciudad de México, en París, en Roma y en la propia Casa Blanca, jamás se había visto obligada a participar en una cena tan copiosa como la de esta noche. Trató de pensar en el primer plato y empezó a contar. El primer plato, Dios mío, caviar fresco y vodka, buñuelos de pescado, más pescado en gelatina, seguido de carne de venado con pepinos encurtidos y sazonados con eneldo y una ensalada. Todo eso no había sido más que el primer plato. Después les habían servido caldo de ave salvaje con albóndigas, después una sopa fría elaborada con aquella cerveza de centeno llamada «kvass», o lo que fuera. Después salmón blanco al horno. Después, «esterlet» o esturión ruso con vino blanco georgiano. A continuación filete de buey. Había conseguido sobrevivir comiendo tan sólo la mitad de cada cosa. Y aún faltaba el postre. Tendría que recordar decirle a Andrew que en la Casa Blanca eran un poco tacaños.

El hecho de pensar en su marido le hizo recordar la frustración que había experimentado al no conseguir telefonearle antes de la cena. Mientras se ponía el traje de noche de terciopelo negro, había telefoneado a la Crasa Blanca, preguntando por Andrew. En su lugar, se había puesto al aparato su secretaria personal Dolores Martin. Ésta le dijo que Andrew se encontraba reunido con el Gabinete y había ordenado que no le molestaran.

Billie se había sentido decepcionada. Estaba deseando hablar con él para disipar su soledad y su cansancio. La señorita Martin preguntó si deseaba que el presidente la llamara. Desde luego, había contestado ella. Estaría en el hotel poco después de medianoche.

El camarero la distrajo de sus pensamientos. Le estaba colocando delante un helado de fresas silvestres con un cuenco de fruta y una taza de café. Entonces vio que le estaba escanciando champaña en una copa de cristal. Iba a protestar —detestaba el champaña—, pero ya era demasiado tarde, porque se lo habían escanciado y la copa estaba llena, casi hasta el borde.

Observó que todas las cabezas se estaban volviendo hacia el centro de la mesa, unos doce asientos más allá.

Vio una figura masculina de pie, sosteniendo en la mano una copó de champaña, y, para su asombro, descubrió que era el primer ministro Kirechenko. Hasta entonces, su silla había estado vacía y su esposa se había encargado de ser, la anfitriona de la velada. Al parecer, acababa de llegar y estaba haciendo un brindis en ruso.

Billie percibió el aliento de Alex Razin en su oído mientras éste le murmuraba la traducción. El primer ministro estaba brindando por los éxitos de las mujeres en todas partes, por los cargos que iban a ocupar, por los hijos que iban a tener sus maridos. Un chiste. Risas.

Después, más en serio, brindó por la próxima cumbre de Londres y por un entendimiento que llevara a una paz duradera en la Tierra.

Billie vio que todo el mundo se levantaba, uniéndose al brindis. Se levantó rápidamente, tomando la copa de champaña. Se la acercó a regañadientes a los labios, tomó un sorbo e hizo una mueca. Consciente de que Razin la estaba mirando, dijo:

—No puedo terminar. Odio esta bebida.

Razin se inclinó hacia ella y le dijo en un susurro:

—Por favor, Madame, tiene que beberlo. El no hacerlo sería una ruptura de la etiqueta, sobre todo siendo usted quien es.

Se volvió a mirar al embajador Youngdahl, que había estado escuchando los comentarios. Éste asintió. Más allá, buscó a Nora Judson, que aborrecía el champaña tanto como ella. Nora se estaba bebiendo su copa.

Encogiéndose de hombros, Billie cerró los ojos, se acercó el champaña a los labios y, en rápidos tragos, ingirió todo el contenido de la copa, Era más amargo que de costumbre e inmediatamente sufrió un breve acceso de tos. Al final, posando la copa vacía, se sentó, alegrándose de que el brindis hubiera terminado.

Una voz amplificada anunció algo en ruso. Razin tradujo. El final de la velada iba a consistir en un espectáculo a cargo de unas mujeres soviéticas.

Las luces se amortiguaron, unos reflectores se centraron en un grupo de bailarinas situado en el centro del salón, dispuesto a interpretar durante otros veinte minutos algunos fragmentos; de memorables ballets.

A pesar de su cansancio, Billie trató de concentrarse en las evoluciones, brincos y saltos, de las bailarinas.

Poco a poco, advirtió que se iba apoderando de ella el cansancio corporal. Empezó a dormirse, se dio cuenta y procuró espabilarse. Con la vista nublada, siguió las acrobacias de las bailarinas. A punto de volver a dormirse, Billie advirtió que la música se detenía y que los reflectores se apagaban. Todo el mundo estaba aplaudiendo. Billie trató de aplaudir también, pero las manos se esquivaban la una a la otra. Alegrándose de que hubiera terminado, empujó su silla hacia atrás para levantarse. Sin embargo, la mano de Razin la retuvo suavemente.

—Señora Bradford, por favor —le dijo éste en voz baja, hay otro espectáculo para terminar el programa.

Nuestras campeonas mundiales de gimnasia.

Billie esbozó una sonrisa estúpida mientras los reflectores iluminaban unas barras paralelas y varios otros aparatos gimnásticos en el centro del salón.

Aparecieron las gimnastas, todas jóvenes y diminutas como pájaros, enfundadas en mallas. Livianas como el aire, brincaban, daban vueltas, se mantenían en equilibrio y giraban en las barras en medio de estruendosos aplausos.

Mientras seguían realizando sus graciosos ejercidos, Billie trató de concentrar en ellas su mirada. Era imposible. Las seis se convirtieron en doce y después se desdoblaron en dieciocho o más. Billie contrajo los ojos para ver mejor, pero perdió la visión del grupo. Sus párpados estaban pegados con engrudo. Su cabeza se inclinó hacia un lado.

Después advirtió que alguien la estaba sacudiendo para despertarla. El embajador la estaba sosteniendo por los hombros y las luces del salón se habían encendido.

—Vamos, señora Bradford —estaba diciendo el embajador—, ya es hora de regresar al hotel y de acostarse.

Colocándole la mano bajo el brazo, la ayudó a levantarse.

—Dormir —musitó ella como desde un profundo pozo—. Necesito… tengo… tengo que dormir.

Se encontraba inmersa en una muchedumbre que la empujaba hacia la salida. Rodeada por sus agentes del servicio de seguridad y por unos guardias del KGB, avanzó arrastrando los pies.

Se preguntó si Nora, en algún lugar, estaría tan soñolienta como ella. En determinado momento, tropezó, pero unas fuertes manos la sostuvieron.

«Abrázame —pensó—, abrázame, querido sueño».

Habían salido del ascensor y se encontraban en el pasillo del tercer piso del hotel Rossiya.

Billie Bradford había sido despertada para descender del automóvil y entraren el hotel. Por un instante, al entrar, en el vestíbulo, se había reanimado un poco. Pero ahora, en el pasillo, avanzando lentamente hacia su suite, volvía a sentirse débil y se notaba los miembros como paralizados.

Los agentes del servicio de seguridad del turno de noche, Oliphant y Upchurch se encontraban situados uno a cada lado de ella, sosteniéndole cada uno de ellos un brazo, comprimiéndoselo con más fuerza cada vez que parecía que iba a caerse. Unos pasos más atrás, Guy Parker estaba ayudando a una adormilada Nora Judson.

A Billie Bradford le pareció una eternidad, pero, al final, consiguieron llegar hasta la majestuosa puerta de doble hoja de la suite de la primera dama. Junto a la entrada de la suite, la camarera personal de Billie, Sarah Keating, sustituyendo a la habitual dezhurnaya, la mujer que distribuía las llaves de las habitaciones, se levantó de un salto de su silla. Con la llave en la mano, se apresuró a abrir la puerta.

La camarera estudió a su señora con preocupación.

—¿Puedo ayudarla a prepararse para la cama, señora?

Billie trató de levantar una mano para indicarle que se retirara.

—No es nece… necesario. Retírese. Estoy bien, bien.

Puedo desnudarme sola: Guy Parker entregó a Nora a la custodia del agente Upchurch y se adelantó.

—¿Sé encuentra usted bien, Billie?

—Perfect… perfectamente bien. Simplemente muy cansada, supongo.

—Recuerde que tenemos que salir para el aeropuerto a las siete.

—No se preocupe. Tengo puesto el despertador.

—Pues descanse un poco. Le hace mucha falta.

Parker se reunió con el agente Upchurch que estaba sosteniendo a Nora. Parker la tomó por el otro codo y ambos rodearon la esquina para acompañar a su pupila a su habitación de matrimonio.

Apoyándose en el marco de la puerta, Billie observó cómo se llevaban a Nora. Nora aparecía y desaparecía de su vista.

—Pobrecilla —dijo Billie—. Ha trabajado demasiado.

Dio media vuelta hacia la puerta abierta.

El agente Oliphant aún le estaba sosteniendo el brazo. Mostraba una expresión preocupada.

—¿Quiere que la ayude a entrar, señora?

—No, no —contestó ella, liberando su brazo—. Me acuesto enseguida.

Señaló con la mano el salón.

—Estaré toda la noche junto a su puerta —le dijo el agente Oliphant. Si me necesita, llámeme.

Ella ladeó la cabeza y le cerró la puerta en las narices. Las luces del salón estaban encendidas. Echó un vistazo a la estancia. Ésta subía y bajaba como si la estuviera agitando un terremoto. Medio aturdida, empezó a cruzar la habitación que daba vueltas a su alrededor, tropezando con los muebles hasta que, al final, se golpeó contra el interruptor de la pared. La luz se apagó.

Caminando con unas piernas como de goma, entró en el dormitorio en el que sólo brillaba la lámpara amarilla que iluminaba la cama de matrimonio. Hizo un esfuerzo de voluntad para llegar a la cama. A medio camino, se detuvo, tambaleándose, se quitó los zapatos, se bajó la cremallera del traje de terciopelo, dejó que éste cayera al suelo y consiguió salir del mismo. Tiró de las bragas hacia abajo y a punto estuvo de caerse mientras se las quitaba. Desnuda, colocando un pie delante del otro, pisó la pequeña alfombra alargada. Su camisón verde se hallaba pulcramente extendido sobre la cama. Alargó la mano para recogerlo, lo agarró, introdujo con dificultad la cabeza y los brazos y logró ponérselo. Una esquina de la manta estaba doblada hacia atrás. La asió y la echó a un lado. Un paso. Otro.

Notó el borde del colchón. Se abandonó y se dejó caer como una piedra en la cama.

Boca arriba y con gran esfuerzo, consiguió deslizarse bajo la manta y se la subió hasta la altura del pecho.

Trató de mantener los ojos abiertos. Había varios techos por encima suyo, subiendo y bajando. Las paredes de la habitación daban vueltas incesantemente. Centró la vista en las lámparas de la mesilla de noche y las miró fijamente hasta que se convirtieron en una sola. Bajo la misma vio su reloj de viaje y escuchó el tic-tac del mismo. Se movía demasiado como para poder ver la hora. Pero, al final, pudo verla fugazmente. Algo y diez… doce… las doce y diez. Su fría mano, buscó la base de la lámpara y apagó la luz.

En la oscuridad, hundió la cabeza en la almohada de plumas. Los soviéticos tenían unas almohadas deliciosas. Dejó que sus pesados párpados se cerraran.

Desde un distante lugar, oyó un timbre. Tal vez su teléfono. Tal vez fuera Andrew que la llamaba. Hizo un pequeño esfuerzo por levantarse, pero sus hombros y su columna vertebral se negaron a ayudarla. Se dio por vencida. Al diablo el teléfono.

Permaneció tendida, inmóvil. Como clavada.

Impotente. Sólo en su cabeza advertía movimiento.

Tenía como una especie de molinillo en la cabeza. Debía estar terriblemente borracha, se dijo.

El molinillo seguía girando.

Un destello de claridad sustituyó al molinillo. A juzgar por lo que había bebido no era posible que estuviera tan ebria como para eso. ¿La habrían drogado?

¿Convendría que llamara al embajador? ¿Convendría que llamara al agente del servicio de seguridad que estaba aguardando fuera? Su mente trató de adoptar una decisión, de aferrarse a alguna decisión, pero ésta se le estaba escapando: El molinillo había regresado, girando más despacio, retrocediendo, perdiéndose en un vacío que se estaba llenando de oscuridad. Su cuerpo se hundió como flotando en un sopor. La cabeza se le apagó y se reunió con el cuerpo.

Billie Bradford estaba dormida.

El reloj de la mesilla de noche marcaba las doce y catorce minutos.

Oscuridad.

El reloj de la mesilla de noche marcaba las dos y diez. Billie Bradford seguía durmiendo, durmiendo profundamente, sin ser consciente de la noche.

Estaba inmóvil. La habitación estaba inmóvil.

Entonces algo empezó a moverse. La pequeña alfombra, la alfombra oriental de un metro veinte extendida sobre el entarimado, al lado de la cama, se movió. Lenta, misteriosamente, un extremo de la alfombra empezó a levantarse; un centímetro, dos centímetros, tres, cuatro, cinco.

Las tablas de roble del suelo bajo la alfombra, dos tablas y una a cada lado, seguían levantándose. Una mano de gruesos nudillos y un brazo enfundado en una manga aparecieron junto a la alfombra, unos gruesos dedos buscaron el borde de la alfombra, lo agarraron y lo apartaron a un lado, dejando al descubierto las cuatro tablas elevadas que seguían subiendo. La más alejada de las tablas se había elevado a una altura de más de treinta centímetros del suelo y estaba siendo apartada a un lado y depositada suavemente en el suelo. Después, rápida y silenciosamente, las otras tres tablas, una tras otra, se levantaron, quedaron inmóviles, fueron apartadas a un lado y depositadas en él suelo.

El suelo del dormitorio mostraba ahora un agujero de forma irregularmente cuadrada, de un metro y medio de longitud por un metro veinte de anchura.

Una sombra, una figura perfilada en la oscuridad, empezó a emerger desde abajo. Una ágil figura masculina, vestida de negro, se elevó del agujero, se puso de rodillas y después se levantó y permaneció de pie. Momentos más tarde, otra borrosa figura masculina, más corpulenta, emergió del agujero y se quedó de pie en el dormitorio a oscuras.

Ambas figuras se acercaron de puntillas a la cama, se detuvieron y contemplaron a la mujer dormida. El uno le hizo una seña al otro. Simultáneamente, como si lo hubieran ensayado, ambos se metieron la mano en un bolsillo de sus respectivas chaquetas. Uno de ellos extrajo un pañuelo y el otro una aguja hipodérmica. Uno de ellos le volvió a hacer una seña al otro. En un rápido movimiento, el pañuelo se acercó a la boca de Billie, penetrando en la misma. En aquel mismo instante, la aguja hueca de la jeringa se deslizó hacia el interior de la carne del brazo de Billie. La presión, la punzada de dolor, la sobresaltaron, induciéndola a mover el cuerpo mientras trataba de despertarse. Sus ojos ciegos se abrieron parpadeando, miraron fijamente, mostraron terror, se desenfocaron, empezaron a cerrarse mientras los párpados le caían y se cerraban con fuerza y su cabeza se hundía de nuevo en la almohada. Los labios se movieron y después se relajaron. El pañuelo se comprimió con más fuerza. La aguja hipodérmica, vacía de liquido, fue retirada.

Yacía con el cuerpo aflojado, totalmente inconsciente.

Le arrancaron la manta de encima. Ambas figuras se inclinaron hacia ella, pasando los brazos por debajo de sus hombros y de sus piernas. Los cuatro brazos la acunaron y la levantaron de la cama sin la menor dificultad. Los cuatro brazos y los cuatro pies caminaron suavemente mientras se la llevaban a toda prisa hacia la abertura del suelo.

Con cuidado, con sumo cuidado, la bajaron hacia la abertura. Cuatro nuevos brazos se extendieron hacia ella, aceptaron la transferencia del relajado cuerpo, con las manos y los pies colgando, y, con cuidado, con sumo cuidado, los nuevos brazos se curvaron a su alrededor y la atrajeron hacia abajo hasta que el cuerpo y el camisón verde se perdieron de vista.

Las dos figuras del dormitorio aguardaron. Después, una de ellas se arrodilló, se introdujo en la abertura y saltó hacia abajo. Segundos más tarde, la otra figura se agachó, penetró en el agujero y desapareció.

El dormitorio se había quedado sin vida.

Tan sólo durante un minuto.

La cúspide de una cabeza estaba asomando por la abertura del suelo. Había emergido el perfil de toda una cabeza, toda una cabeza y una figura femenina, subiendo de lado, apoyándose sobre las rodillas, levantándose, alisándose el camisón verde, permaneciendo inmóvil al tiempo que trataba de acostumbrar la vista a la oscuridad.

Estaba lista. Se movió con rapidez y delicadeza, sin un solo movimiento innecesario, con deliberación.

Levantó una de las tablas de roble, la acercó a la abertura del suelo y, con gran cuidado, la ajustó a la misma como si estuviera completando un rompecabezas de figuras irregulares. Tomó la segunda tabla de roble y la colocó en su sitio, cubriendo otra zona de la abertura.

Después hizo lo mismo con la tercera y la cuarta tabla.

El agujero abierto había desaparecido, el suelo se encontraba una vez más intacto. Inclinándose, tomó la alfombra oriental, la extendió y la colocó sobre el pavimento de madera.

Echó un vistazo al dormitorio en medio de la oscuridad a la que ahora ya se había acostumbrado. Por lo que podía ven, todo estaba en su sitio. No faltaba nada. En el dintel que daba acceso al salón, inclinó la cabeza hacia la puerta principal de doble hoja. Silencio.

El agente del servido de seguridad estadounidense, en su aburrido puesto de guardia del pasillo, no había sido molestado.

Sonriendo para sus adentros, se encaminó descalza hacia la cama. La estudió brevemente, se sentó en el borde, se acostó en ella y se puso cómoda bajo la arrugada manta. Estirándose por completo en la cama todavía tibia, se subió la manta hasta la barbilla y hundió la cabeza en el hueco de la almohada.

Echó un vistazo al iluminado reloj de viaje.

Las dos y veintiséis.

Extendió la mano para tomar la píldora somnífera y la encontró al lado del vaso de agua. Su predecesora no había estado en condiciones de tomársela. Comprendió que ella tampoco tendría que tomarla.

Satisfecha, se quedó tendida y trató de distinguir el techo. Percibió los latidos de su corazón que pulsaba con fuerza, pero con regularidad. No le apetecía en absoluto dormir. La adrenalina seguía corriéndole por las venas, las terminaciones nerviosas le pulsaban, su cuerpo palpitaba a causa de la emoción del peligro. No podía negarse que estaba excitada y nerviosa, tal como le ocurría siempre que esperaba entre bastidores el momento de salir a escena. Suponía que el hecho de estar nerviosa y alerta constituía una buena señal. Por regla general, ello era el preludio de una perfecta actuación.

Pero tenía que calmarse y relajarse. El sueño era necesario. Su mente rebuscó en el desván de su reciente pasado: Kiev. La noche en que Pietrov había acudido a visitarla al camerino. Moscú. El día en que había sido llamada por el KGB. El día en que se había enterado de la clase de papel que iba a desempeñar verdaderamente.

El día en que había comprendido que amaba a Alex y aquella tarde en que por vez primera éste la había poseído. Y también aquella deliciosa última vez. Su mente abandonó las realidades de los tres últimos años y se elevó en rápido vuelo hacia el futuro. Una vez finalizado el proyecto, ella convertida en heroína de la Unión Soviética, en princesa entre los plebeyos, en niña mimada de la élite. Ella y Alex.

Fue consciente de que la cabeza se le estaba vaciando, de que las imágenes del ayer y del mañana se estaban esfumando, de que sus miembros se estaban aflojando. Bostezó. El sueño se estaba apoderando de ella. Lo acogió con agrado. Tenía que despertarse a las cinco. Entonces se iba a levantar el telón.

Se volvió de lado.

Mañana. Tenía que recordar su papel, su identidad, sus frases. Trató de recordar. No pudo recordar nada.

Sin embargo, la proximidad del sueño amortiguó el pánico. Se acordaría, se acordaría. El telón se estaba levantando. La representación estaba a punto de comenzar.

Fue lo último que recordó.

Adiós, Vera Vavilova.

Hola, primera dama de los Estados Unidos de América.