Querido mío,

Antes de acostarte, despiértame.

No lo olvides.

Te quiero. Tuya siempre.

Vera

Razin esbozó una sonrisa. Poco a poco, empezó a desnudarse. Pensó en ella, en la primera vez que la había conocido en el despacho de Pietrov y en las primeras veces que se había reunido con ella a partir de entonces.

Por lo que a él respectaba, aquello había sido un flechazo. Por lo menos, había estado seguro de ello a la tercera o cuarta vez, que la había visto. Sin embargo, había procurado deliberadamente que los sentimientos que ella le inspiraba no aflorasen a la superficie.

Muchas veces había tratado de analizar los motivos de su inhibición. Volvió a hacerlo una vez más. A pesar de haber conocido a muchas mujeres y de haber mantenido relaciones satisfactorias con algunas, ninguna le había impresionado como Vera. Casi todas las demás tenían muchas cualidades, pero todas tenían algún defecto que le había impedido comprometerse en serio con ellas. Tal vez sus aspiraciones eran excesivas.

Pese a ello, había esperado.

Y entonces había aparecido Vera. Y, sin embargo, desde un principio, no había podido expresarle sus sentimientos. Ella le intimidaba: su increíble belleza, su feminidad, su inteligencia, su seguridad, su aplomo.

Estaba, además, su faceta de actriz, destinada a ser apreciada sólo de lejos. Eso, y su nuevo papel que la convertía en un singular objeto de Estado, valioso e intocable.

Por otra parte, al principio, Razin no había estado muy seguro de ser digno de ella. Ciertamente, a nivel físico, ella hubiera podido tener cualquier hombre que le hubiera apetecido. Era una diosa. Él era vulgar. No experimentaba ningún complejo de inferioridad en lo referente a su aspecto, pero era un sujeto del montón; ella nunca podría ser tal cosa. Mientras seguía desnudándose, se miró en el espejo del cuarto de baño.

Liso cabello negro peinado hacia atrás. Cejas pobladas, ojos contraídos, nariz en cierto modo aplanada, labios gruesos, oscura tez de treinta y nueve años. Un metro setenta y ocho de estatura, espalda ancha, cintura estrecha. Necesitaba gafas para leer. Era listo, pero sospechaba que ella lo era más. Sus horizontes, limitados. Era un pequeño engranaje de una máquina.

Cabía la posibilidad de que algún día fuera un engranaje más importante, pero nunca pasaría de ahí. El futuro de Vera era infinito.

Y aquí estaban, juntos, juntos desde hacía casi dos años.

La necesidad del contacto diario entre ambos durante el primer año y la proximidad se habían transformado en intimidad. La vida y la supervivencia de Vera dependían de él. Ella había necesitado conocerle como jamás había conocido a otro hombre. Y él la había tenido que conocer como jamás había conocido a mujer alguna para tenerla certeza de que Vera ibera poder afrontar la prueba que se avecinaba y también porque estaba enamorado de ella.

Para su asombro, averiguó que ella se había enamorado de él. Cada cual había encontrado lo que necesitaba de otra persona.

Recordó el día en que le habían enviado las fotografías de los desnudos para compararlas con las de Billie Bradford. Había tratado demostrarse distante en relación con aquellas fotografías. Por dentro, ardía en deseos de poseerla, de amarla y de ser amado por ella.

Sin embargo, se había mantenido a distancia y había interpretado el papel de mentor.

No obstante, el propósito común les había ido acercando cada vez más el uno al otro. Tras una jornada de duro trabajo, en lugar de regresar a su despacho o bien a casa, Razin había empezado poco a poco a demorarse, a acompañar a Vera a su casa dando un paseo y a entrar a tomar con ella una o dos copas. Se relajaban juntos, a veces haciendo todavía comentarios acerca de su trabajo y, con más frecuencia, compartiendo información acerca de sus pasados. La transición de unas copas juntos a la cena juntas se había producido con naturalidad. A medida que aumentaba la mutua confianza, ambos habían empezado a intercambiarse confidencias, aspiraciones y sueños.

Razin no había tardado mucho tiempo en comprender que los antecedentes de Vera eran mucho más disciplinados de lo que él había supuesto. No, se había convertido en una consumada actriz de manera accidental. Su historial, que él había leído y se había aprendido de memoria, no revelaba muchos datos relativos a la profundidad de su interés por, y su experiencia en, el escenario. Razin había imaginado que era el producto de dos obreros de fábrica analfabetos, de unas personas muy alejadas del mundo del teatro que habían permitido que su hija hiciera realidad su sueño de convertirse en actriz.

A decir verdad, tal como la propia Vera había revelado, ella siempre había llevado el teatro en la sangre. Su abuela materna, viva y retirada, había actuado durante los mejores años de su vida con la gran Alla Tarasova en el Teatro de las Artes de Moscú.

Aunque carecía de talento interpretativo, su madre había sido y seguía siendo una gran aficionada al teatro y una fuente de conocimientos teatrales. Ella había animado y alentado el interés de Vera por el teatro ya desde los primeros años de la infancia de ésta. Al cumplir los dieciocho, con la ayuda de su abuela, Vera había acudido a Moscú para examinarse de lectura en la Maly. Había 800 aspirantes al ingreso en la escuela y, entre las 25 aceptadas, Vera había sido la más prometedora. Vera se pasó cuatro años estudiando, 6000 horas en total, un tercio de ellas dedicado a clases; de interpretación según el método Stanislavski.

Tras recibir el diploma, había sido enviada a la compañía de repertorio de Kiev con el objeto de que adquiriera experiencia en un verdadero escenario. Vera no había tenido en ningún momento la menor duda de que algún día acabaría siendo una estrella del Teatro Maly o bien del Teatro de las Artes de Moscú y que, más adelante, llegaría a ser una de las Artistas del Pueblo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, con todos los especiales privilegios que tal honor llevaba aparejados.

Cuando Pietrov la descubrió, Vera estaba empezando a experimentar las primeras angustias en relación con su futuro. Llevaba demasiado tiempo estancada en Kiev, según sus cálculos, y Moscú todavía no la había llamado a la grandeza. Temía, a pesar de su juventud, haber sido pasada por alto y olvidada. Y entonces se había presentado Pietrov y le había ofrecido el reto y la oportunidad que superaba sus más fantásticos sueños.

En cierta ocasión, Razin se había atrevido a preguntarle acerca de los hombres de su vida. Ella le había confesado con toda sinceridad haber mantenido tan sólo dos relaciones, una con un imberbe alumno de la Maly y otra con un primer actor de la compañía de Kiev, ambas sin el menor compromiso emocional y ambas decepcionantes en último extremo. Simplemente, los hombres no habían desempeñado un papel importante en su pasado. Su vida había estado dedicada al arte.

Razin se había preguntado después si los hombres —algún hombre— podrían alguna vez desempeñar un papel significativo en su vida.

Y entonces ocurrió. Lo que ocurrió tuvo lugar con toda naturalidad, en la cocina de Vera, en el onceavo mes de aquellas platónicas relaciones entre ambos. Ella se encontraba junto al fogón con una sartén en la mano mientras él le comentaba desde la puerta un aspecto de su interpretación del papel de Billie Bradford. Al entrar en la cocina y pasar junto a ella sin haber calculado bien el paso, le rozó la espalda. Al hacerlo, se detuvo para pedir disculpas y le besó cariñosamente la nuca. Ella dejó la sartén, dio media vuelta, extendió los brazos y le besó apasionadamente en los labios, aferrándose a él.

No pronunciaron palabra. Salieron de la cocina abrazados el uno al otro, sin dejar de besarse mientras subían por la escalera que conducía al dormitorio. Razin la ayudó a desvestirse, se desnudó a su vez, la abrazó y la llevó a la cama. Todas las inhibiciones se habían desvanecido instantáneamente. Se habían unido carne con carne como si cada cual estuviera tratando de recuperar una parte perdida de su cuerpo.

Permanecieron estrechamente unidos, estremeciéndose como un solo ser por espacio de una hora o más. Al final, se consumó la unión y ambos se quedaron vacíos y húmedos de agotamiento, pero rebosantes de una maravillosa sensación de satisfacción.

En los muchos meses que siguieron, jamás volvieron a permanecer separados mucho tiempo.

Instintivamente le ocultaron el secreto —un secreto dentro de un secreto— al general Pietrov.

Razin pensaba a veces que tal vez Pietrov lo supiera.

Se suponía que Pietrov lo tenía que saber todo. De ser así, Pietrov nunca había hecho el menor comentario al respecto. En caso de que lo supiera, solía pensar Razin, no importaba. Ambos hacían bien su trabajo. Sólo eso importaba.

Emergiendo del agradable pasado para situarse en el presente, Razin se percató de sus ropas colgadas en el cuarto de baño y de su propia desnudez. Ella quería que la despertara y él quería despertarla y hacerle el amor por última vez antes de que se iniciara su misión. El período de preparación había terminado. A partir de mañana, ella dependería del KGB y el Politburó. Razin no volvería a verla a solas hasta que regresara.

Razin entró en el dormitorio, no se preocupó por las dos lámparas encendidas y se deslizó a su lado entre las sábanas. El peso de su cuerpo la obligó a moverse. Su mano se, deslizó bajo la manta para acariciarle los pechos desnudos, el vientre, el clítoris. Ella se colocó boca arriba y abrió los soñolientos ojos. Por un instante, al contemplarle el rostro de cerca, Razin la creyó Billie Bradford. Era la primera dama de los Estados Unidos.

Estaba aquí en la cama con él. Era imposible. Ella había apartado la manta y, al extender la mano hacia su rígido miembro, volvió a ser su Vera Vavilova.

La consciencia de que muy pronto tendrían que separarse les unió rápidamente. Se hundió en ella lo más profundamente que pudo, para tenerla lo más cerca posible. Fue como la primera vez, ardiente, apasionado e incesante. En media hora, sus cuerpos se quedaron resbaladizos. La ciega cópula animal se fue intensificando hasta que ella empezó a emitir unos ahogados y largos gemidos al acercarse al punto culminante. Arqueó el cuerpo y él gritó mientras el semen se escapaba en chorro. Después ambos se derrumbaron, abrazados el uno al otro.

Al final, ella se apartó y abandonó el tibio lecho para dirigirse al cuarto de baño.

De nuevo en la cama, se sentó y tomó una píldora que había en la mesilla, ingiriéndola con un sorbo de agua.

—¿Por qué esta píldora para dormir? —le preguntó él. Esta noche no la necesitas.

—Billie Bradford la toma —dijo ella, deslizándose bajo la manta—. Siempre se toma una. Espero que mi memoria sea mejor que la tuya —bajo la manta, buscó su mano—. Te quiero, cariño.

—Y yo a ti más —contesto él—. Procura conservar esta buena memoria. Quiero que regreses sana y salva.

—Regresaré sana y salva.

—Y entonces nos casaremos.

—Sí. Ahora tengo que dormir —dijo ella, haciendo una pausa—. Buenas noches, señor presidente. ¿O puedo llamarte Andrew?

Ambos sonrieron. Habían averiguado que ésta era una de las pequeñas bromas de Billie Bradford con su marido. Razin se inclinó y la besó.

—Buenas noches, corazón.

Ella se volvió de lado, se cubrió los hombros con la manta y, en pocos minutos, se quedó profundamente dormida.

Él permaneció tendido boca arriba, con el cuerpo saciado y la mente alerta y ansiosa. Tras un breve intervalo, se incorporó, se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño para ir en busca de la cajetilla de cigarrillos que guardaba en el bolsillo de la chaqueta.

Encendió un cigarrillo, apagó las lámparas, regresó al salón, se acercó a un sillón y se hundió en él.

Permaneció sentado, meditando en la oscuridad.

Ahora aborrecía aquel proyecto. Aborrecía la responsabilidad que a él le correspondía en el papel de Vera y en la seguridad de ésta. ¿Qué lo había arrastrado hacia aquella extraña empresa?

El hecho de ser medio estadounidense, lo sabía, eso era lo que le había arrastrado a esta noche.

Su corazón jamás había participado totalmente de buen grado en el proyecto, jamás había deseado que se llevara a cabo, jamás había querido que alcanzara el éxito hasta que se enamoró de Vera. Ella había representado el momento decisivo. Tras comprometerse con ella, supo que el plan tendría que alcanzar el éxito, que no podría fallar y sublimó su faceta estadounidense en favor de su faceta soviética. Mientras se disponía a causar un grave daño al país que le había visto nacer y que siempre había amado en secreto, había tratado de explicarse racionalmente a sí mismo que su verdadera lealtad tenía que pertenecer a la Unión Soviética a la que tanto debía y a la mujer a la que amaba más que la propia vida.

El padre de Razin era soviético, nacido en Sverdlovsk, y era un antiguo astro del atletismo olímpico que posteriormente se había convertido en periodista y había sido enviado por la agencia TASS a cubrir la información política en la ciudad de Washington. La madre de Razin era estadounidense, natural de Filadelfia, y se había trasladado a Washington en calidad de secretaria de un congresista de Pennsylvania. El periodista soviético y la secretaria estadounidense se habían conocido, se habían enamorado y se habían casado. Se fueron a vivir a una casa de alquiler en Virginia, en la que Alex Razin había nacido. Éste había frecuentado la escuela primaria en Virginia, había sido «boy scout», había participado en la Pequeña Liga de béisbol y había sido candidato al Premio Nacional de Ortografía. Cuando él tenía doce años, su querida madre, su cariñosa y dulce madre, había muerto. Tres años más tarde, cuando contaba quince, su padre había recibido un ofrecimiento de ascenso y más elevado salario en calidad de director ejecutivo de la oficina central de la TASS en Moscú. A su padre le encantaban los Estados Unidos, pero, angustiado por la muerte de su mujer y sin tener compañía ni amigos, decidió regresar al lugar del que había venido, a la Madre Rusia. Alex tuvo por tanto que acompañar a su padre, abandonar su escuela, sus amigos y el único hogar que había conocido y trasladarse a vivir a un lejano país en el que no conocía a nadie más que a su padre. Desarraigado a los quince años, enviado a un lugar desconocido lleno de extraños, se sintió asustado y solo durante muchos meses.

Afortunadamente, era bilingüe; el ruso que le había enseñado su padre era su segundo idioma. Gracias al conocimiento del idioma y al hecho de encontrarse en la patria de su padre, Alex Razin acabó adaptándose a la nueva vida.

Había tenido intención de ser periodista como su padre. Después pensó que tal vez le gustara ser historiador. Cuando llegó el momento de iniciar estudios superiores, se matriculó en el Instituto Estatal de Historia, Filosofía y Literatura de Moscú. Al llegar al tercer curso, fue reclutado por el KGB. Sus antecedentes estadounidenses y sus conocimientos del inglés suscitaron el interés de aquel organismo. Necesitaban agentes de habla inglesa. El KGB le entrevistó y le seleccionó para un curso de adiestramiento. Su padre le animó a que siguiera. Le recordaron que los agentes del KGB formaban una élite especial en la Unión Soviética y percibían unos ingresos tres o cuatro veces superiores a los de los profesionales cualificados corrientes. Fue enviado al edificio de cuatro plantas de Novosibirsk y tras someterse a un adiestramiento intensivo, obtuvo el título, siendo, entre trescientos alumnos, el número uno de la promoción. Tras un período de aprendizaje en distintas provincias, había sido enviado al número 2 de la plaza Dzerzhinsky de Moscú, en el que había permanecido desde entonces.

Recordaba haber disfrutado de un feliz interludio.

Cuatro años antes, Pietrov le había ordenado que actuara de corresponsal extranjero en los Estados Unidos, en la ciudad de Washington, representando oficialmente al Pravda. No le habían encomendado ninguna misión específica de espionaje, le habían dicho simplemente que mantuviera los ojos abiertos. Más adelante ya le encargarían alguna misión. Tendría que limitarse a realizar tareas periodísticas y a esperar.

Razin se mostró entusiasmado.

En lo más hondo de su corazón, Razin deseaba regresar a los Estados Unidos. Jamás lo había comentado con nadie, ni siquiera con su padre. Ahora su sueño se había convertido en realidad.

En cuanto puso de nuevo los pies en el suelo de los Estados Unidos, Razin volvió a llenarse de alegría. Se sentía estimulado y emocionado como jamás había estado desde que tenía quince años. No se cansaba de respirar aire libre. Se entregó a su trabajo con fervor.

Agobiado por el remordimiento, empezó a acariciar la idea de desertar, pero comprendió que no podría hacerlo estando su padre en Moscú. Pese a ello, se encontraba en los Estados Unidos y estaba decidido a saborear al máximo aquellos días. Su placer fue muy efímero. Una mañana, en su décimo mes de estancia, fue detenido por el FBI bajo la acusación de espionaje. Le acusaron de haber intentado obtener información acerca de secretos militares a través de un oficial de la Marina.

Él reconoció haber abordado a un, oficial de la Marina, buscando abiertamente información, no secretos militares, con vistas a un reportaje que tenía el propósito de escribir. Insistió en su absoluta inocencia.

El FBI opinaba lo contrario. Pocos días después de haber sido encarcelado, comprendió lo que estaba ocurriendo. En Moscú, un subsecretario de la Embajada de los Estados Unidos había sido arrestado y encarcelado en la prisión de Lubyanka por haber tratado de ayudar a unos disidentes. El gobierno de los Estados Unidos tenía que tomar represalias. Y Razin había sido elegido en calidad de chivo expiatorio. Una semana después de su detención, fue enviado en avión a Bucarest y canjeado por el subsecretario de la Embajada de los Estados Unidos en Moscú.

De vuelta una vez más en Moscú, sentado junto a su conocido escritorio de la central del KGB, se enteró de que su padre había fallecido de un ataque al corazón la víspera de su regreso. Se sintió entristecido y amargado a un tiempo. Si su padre hubiera muerto tan sólo algunas semanas antes, Razin tal vez hubiera podido residir en los Estados Unidos y ser de nuevo un ciudadano estadounidense. Tenía gracia porque ahora jamás podría regresar a su país natal. Su esperanza de poder irse a vivir algún día a los Estados Unidos se había desvanecido. Le habían catalogado como espía y había sido proscrito para siempre.

No se mostraba resentido con los Estados Unidos por haberle expulsado del país. Se trataba de cuestiones políticas y él no había sido más que una pieza accidental de escasa importancia. Estaba furioso con el destino que gobernaba su vida. Pero era un realista. Archivó su antiguo sueño de convertirse en ciudadano estadounidense. Se entregó por entero a su trabajo en el KGB, ofreció toda su lealtad a la Unión Soviética y, en el transcurso de los años siguientes, logró ganarse la estima de Pietrov.

Incluso tras haber conocido a Vera y haberse enamorado de ella, su sueño latente persistió en forma de fantasía. Si los estadounidenses le absolvieran y le readmitieran algún día, se encargaría de que Vera le acompañara. Podría someter a chantaje a las autoridades soviéticas amenazándolas con la entrega de fotografías del Proyecto Segunda Dama a la CIA. Ello obligaría a las autoridades soviéticas a, conceder la libertad a Vera y a permitirle que se reuniera con él y entonces ambos podrían disfrutar juntos de los dorados Estados Unidos.

Esta noche, mientras pensaba en ello, la fantasía se le antojó una idea descabellada. No podría hacerse realidad ni en un millón de años. Esta noche, ni siquiera deseaba que ocurriera. La Unión Soviética había sido benévola con él. Con Vera a su lado en calidad de compañera suya, sería un paraíso. Lo único que le importaba era Vera, su seguridad, la posibilidad de que ambos se reunieran de nuevo.

Sentado en la oscuridad, se la imaginaba durmiendo apaciblemente en su cama. En cuestión de horas, le abandonaría. En caso de que su labor hubiera sido satisfactoria, ella estaría de nuevo en la cama con él dentro de tres semanas. En caso de haber cometido un solo error, jamás volvería a verla.

Todo aquel proyecto era demasiado peligroso. Vera no podría salir airosa de la prueba. Nadie hubiera podido.

En un momento de lucidez, comprendió que no podría dar resultado. Todo el proyecto tenía que anularse inmediatamente. Estuvo tentado de telefonear a Pietrov, despertarle, decirle que era imposible y aconsejarle que lo dejara correr mientras aún estuviese a tiempo.

Un prolongado momento de lucidez le permitió conocer la respuesta de Pietrov. Aquel proyecto era la obsesión de Pietrov. Éste jamás lo anularía.

Además, ya era demasiado tarde. Dentro de algunas horas, la primera dama de los Estados Unidos emprendería el viaje…

Dentro de muy pocas horas, pensó ella, emprendería el viaje.

Billie Bradford, enfundada en su fino camisón azul claro con adornos de encaje, se acostó bajo la manta en su lado de la cama del dormitorio del presidente en la Casa Blanca.

No hubiera deseado emprender el viaje, esta vez no.

Por regla general, le gustaban los viajes, la reconfortaban los nuevos espectáculos y sonidos. Pero, en estos momentos, el viaje a Moscú era demasiado. No le apetecían el largo viaje hasta allí, los tres ajetreados días de estancia ni el monótono vuelo de regreso. Y después, el viaje a Londres y el tumulto y la ostentación de allí.

Todo era excesivo. Lo de Londres ya hubiera sido suficiente. Hubiera estado bien: Pero el hecho de ir primero a Moscú hacía que lo demás le resultara insoportable. Y, sin embargo, el viaje a Moscú no se podía evitar. El tema de la reunión eran los derechos de la mujer y ella era una ardiente feminista. La negativa a asistir le hubiera supuesto mala prensa y le habría reportado la antipatía de sus compañeras feministas.

Además, Andrew quería que aceptara. Se estaban acercando al próximo año electoral y él deseaba residir otros cuatro años en aquella casa tan expuesta a las corrientes de aire y pensaba que el viaje mejoraría la imagen de su mujer y, por consiguiente, la suya propia.

Andrew había dicho que iba a llegar tarde esta noche porque tenía una reunión con el jefe de Estado Mayor almirante Ridley y numerosos ayudantes en el Despacho Ovalado. Probablemente otra reunión a propósito del asunto de Boende y de la forma de abordar a los soviéticos en la cumbre de Londres. Bueno, ya era tarde y Andrew aún no había llegado. Quería esperarle para darle las buenas noches como era debido antes de emprender viaje mañana por la tarde desde la base de las Fuerzas Aéreas de Andrews. Pero se sentía demasiado cansada como para seguir esperando. Sería mejor que tratara de dormir.

Tomó la píldora para dormir y la ingirió con un poco de agua.

La píldora tardaría veinte minutos en hacerle efecto.

En lugar de esperar a que ello ocurriera, decidió echar una vez más un vistazo al equipaje aún abierto. Su camarera Sarah Keating se había encargado de hacerle casi todo el equipaje, pero sería mejor que se cerciorara de que tenía todo lo que quería.

Echando a un lado la manta, se levantó de la cama y se calzó las mullidas chinelas blancas. Pasó frente a las cinco maletas de cuero abiertas y al baúl guardarropa abierto e inspeccionó su contenido. Le faltaba el jersey marrón de cachemira y la falda plisada y se dirigió al cuarto de vestir para buscarlos y meterlos en una maleta. Una vea hecho esto, observó que Sarah, como siempre, había olvidado incluirle algo para leer. Es probable que no dispusiera de tiempo para eso, teniéndole que dictar la autobiografía a Guy Parker en el avión y teniendo después que pasarse el rato corriendo por Moscú, pero siempre la tranquilizaba llevarse algunos libros. Contempló la sobrecubierta de cuatro novelas recientemente adquiridas, relatos de intriga y misterio, y seleccionó tres, pero entonces vio los dos libros acerca de la Unión Soviética que Nora Judson le había dejado. No había leído aquellos libros rusos y sería conveniente que los leyera, aunque fuera por encima, durante el viaje a Moscú. Dejó dos de las tres novelas, tomó los dos libros rusos y los introdujo en su bolsa de mano.

Estaba arrodillada y, al levantarse, notó que se estaba durmiendo. La píldora le estaba haciendo efecto.

Apenas consiguió llegar a la cama, mientras recogía de paso el programa mecanografiado de su estancia en Moscú.

Medio incorporada en la cama, trató de leerlo, pero lo vio todo borroso. Dejó caer el papel al suelo, se acurrucó bajo la manta y hundió profundamente la cabeza en la almohada. Estaba empezando a dormirse cuando oyó levemente cómo se abría la puerta del dormitorio. Sería Andrew.

Se esforzó por abrir los ojos y por mantenerse despierta. Le vio enfundado en su pijama a rayas, con una copa de coñac en la mano.

Desde los pies de la cama, la estaba mirando.

—¿Billie? ¿Te he despertado?

—No sé. Ahora estoy despierta.

—Siento haberte despertado —el presidente se había dirigido al otro lado de la cama y se había sentado en el borde de la misma para terminarse el coñac—. Siento haber llegado tan tarde. Pero el asunto de Boende es muy importante y el almirante habla mucho y es muy terco. Nos las estamos viendo negras preparándonos para la entrevista con Kirechenko. Dios mío, qué cansado estoy.

Posó la copa, apagó las luces del dormitorio y se acostó. Billie notó el roce de sus pies contra los suyos.

—Mmmm, tienes los dedos calientes —musitó.

—¿Qué tal te encuentras? —le preguntó él—. ¿Lista para Moscú?

—Supongo que sí.

—Me gustaría no haberte sugerido que fueras allí.

—Visita de buena voluntad —dijo ella.

—Si, no nos irá nada mal, sobre todo ahora que tenemos tantos puntos de desacuerdo con los soviéticos.

Tu visita será de su agrado.

—Así lo espero.

Sintió las suaves manos de él en su pecho, su pelo contra su barbilla, su lengua en su pezón.

—Cómo me gustaría estar dentro de ti —dijo él.

—Ya falta poco repuso ella.

—Esas semanas se me hacen eternas. ¿Sigues sangrando?

—Un poco. No gran cosa.

—Bueno, habrá que esperar… —dijo separándose de ella—. Buenas noches, querida.

—Buenas noches, señor presidente —contestó Billie Bradford con voz apagada—. ¿O puedo llamarte Andrew?