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En cuanto abandonó el edificio de Georgetown en uno de cuyos apartamentos vivía, Guy Parker comprendió que aquél no iba a ser su día. Cuando en Washington hacía calor y humedad, no había en el mundo ninguna ciudad más sofocante. Para cuando enfiló la calleja y se dirigió al garaje, ya estaba empezando a sentirse pegajoso por todas partes. Tenía manchas de sudor desde los sobacos hasta la cintura. La camisa se le había pegado al cuerpo como si fuera un ancho vendaje de cinta adhesiva. Tras abrir la portezuela de su nuevo Ford, se quitó la chaqueta de hilo a rayas, se aflojó el nudo de la corbata de punto, se inclinó y se sentó al volante. Dejó la chaqueta doblada sobre el asiento de al lado y colocó encima el pequeño magnetófono a cassette.

Tras poner en marcha el vehículo, hacer marcha atrás y abandonar la calleja, aceleró y se dirigió a la máxima velocidad posible al hotel Madison. Tenía una cita para almorzar a la una y media. No quería llegar tarde porque su invitado estaba extraordinariamente ocupado y le hacía un favor. Dos veces se había citado para almorzar con George Kilday y cada una de las veces Kilday había cancelado la cita en el último momento a causa de alguna noticia urgente. Hacía una hora, había telefoneado a Kilday en la oficina de Los Ángeles Times en Washington y le habían asegurado que aquella tarde la cita iba a seguir en pie. Parker estaba doblemente decidido a no llegar con retraso porque la entrevista era un auténtico favor. El jefe de la oficina no tenía nada que ganar viendo a Parker mientras que Parker tenía muchas cosas que ganar.

Corría por toda la ciudad o, por lo menos, entre los miembros del cuarto poder, el rumor de que Parker iba a quedarse con medio millón de dólares del anticipo que el editor le había entregado a la primera dama por su autobiografía (el otro medio millón se destinaría a obras de beneficencia). Kilday hubiera tenido muchas razones para estar celoso y molesto y para no querer colaborar.

En su lugar, había resultado ser una persona muy amable, un veterano que se alegraba del éxito de sus colegas.

Guy Parker llegó al Madison con cuatro minutos de antelación. Tomando el magnetófono y la chaqueta, le entregó el coche al portero. En el vestíbulo, exquisitamente amueblado, el aire fresco le proporcionó, inmediato alivio y renovada energía. Se desvió pasando junto al mostrador de recepción y la ventanilla de caja y se dirigió de prisa al sencillo café. Al entrar, vio que una camarera estaba acompañando a Kilday a una mesa. Se acercó a ellos, saludando a Kilday con la mano, y Kilday le devolvió el saludo.

No conocía muy bien a Kilday, pero se había tropezado con él aproximadamente una media docena de veces en el transcurso de los últimos dos años y medio, en la época en que Parker era uno de los redactores de los discursos del presidente, y las pocas veces que habían conversado, lo habían hecho durante muy breve tiempo y siempre hablando de política.

Casi nada personal sabía de Kilday, como no fuera que se trataba de un periodista apreciado en los ambientes periodísticos, por su tenacidad con las noticias y por su respeto casi religioso por la exactitud.

Parker no supo que hubiera habido alguna relación entre Kilday y la primera dama hasta aquella sesión inicial en que la propia Billie, se lo comunicó. Habían estado hablando del período posterior a la graduación en periodismo de Billie en el Vassar. Antes de que su padre se jubilara, ella había estado trabajando en la agencia de publicidad de la que era cliente la empresa que comercializaba los inventos de su padre. Había conseguido un empleo en una empresa de relaciones públicas de Nueva York y más tarde había sido su representante en Londres durante un breve período. Había regresado a Los Ángeles decidida, a escribir una novela y, cuando iba por la mitad, la había roto en pedazos.

—Y, poco después; consiguió usted un empleo en él Los Ángeles Times, ¿no es cierto? —le había preguntado Parker.

—No exactamente. En realidad, mi primer empleo periodístico, si así puede llamársele, fue en un periódico de distribución directa de Santa Mónica a cambio de un ínfimo salario semanal. El dinero no me importaba. En realidad, no lo necesitaba. Lo interesante fue que ello me dio acceso a muchos acontecimientos y lugares que de otro modo no hubiera conocido. Bueno, un día el redactor jefe me encomendó la tarea de escribir un reportaje acerca de un centro de rehabilitación de drogadictos. Pero, en lugar de hacerlo de manera rutinaria, entrevistando al director, se me ocurrió una idea, pensando en algo que había leído en una biografía de Nellie Bly.

¿La que trató de batir el récord de la vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne?

—La misma. El Phileas Fogg de Verne lo hizo en ochenta días en la novela. Nellie Bly lo hizo en la realidad en 1889 y 1890. Dio la vuelta al mundo en setenta y dos días. En cualquier caso, antes de llevar a cabo esta hazaña, justo cuando estaba empezando en calidad de reportera novel en el periódico New York World, Nellie Bly escribió un reportaje acerca de los locos que eran enviados a la isla de Blackwell y acerca del trato que allí recibían. Pero, en lugar de hacer el reportaje en forma ortodoxa, Nellie se vistió de andrajos, adoptó un aire trastornado, simuló enajenación mental y consiguió que la encerraran en la isla de Blackwell. En calidad de paciente, pudo observar en forma directa las miserables condiciones y la crueldad con que eran tratados los enfermos. Al salir, escribió dos reportajes de primera plana sobre su experiencia. Aquella denuncia la hizo famosa de la noche a la mañana. Pues bueno, a mí me habían encomendado un reportaje de rutina acerca de un centro de rehabilitación de drogadictos en Santa Mónica y pensé en Nellie Bly y me dije… ¿por qué no?

—¿Consiguió ingresar en el centro como drogadicta?

—Adicta a la cocaína. Y dio resultado. Pude ver muchas cosas. Después escribí el reportaje en primera persona, desde el punto de vista de un paciente. Bueno, no diré que fuera una sensación… al fin y al cabo, el reportaje se publicó en una pequeña publicación semanal de distribución directa llena de anuncios de inmobiliarias y de comercios de alimentación… pero, aun así, logré que se fijaran un poco en mí y que me elogiaran. Sobre todo, mi familia. A mi padre le encantó.

Tanto es así que envió un recorte a un amigo suyo que ocupaba un cargo directivo en él Los Ángeles Times. Al ejecutivo le gustó y también le gustó el hecho de que fuera obra de la hija de Clarence Lane (mi padre era por aquel entonces bastante famoso por sus inventos) y pasó el trabajo a la sección de redacción. El jefe de redacción me citó para una entrevista y decidió someterme a una prueba para mi ingreso en plantilla.

—¿Qué tal lo hizo?

—Fue un fracaso —dijo Billie Bradford, echándose a reír—. Me hubieran contratado y despachado en veinticuatro horas, de no haber sido por George Kilday.

Era revisor de manuscritos y me salvó el pellejo.

—¿Qué ocurrió?

—Oh, no quiero entrar en detalles. Pregúnteselo a George Kilday. Él se lo contará todo. Ahora está aquí en Washington, es el jefe de la oficina del Los Ángeles Times. En realidad, convendría que le viera de todos modos. Él le pondrá al corriente acerca de muchas cosas relacionadas con mis pinitos periodísticos que yo no recuerdo. Tiene un auténtico ojo de reportero.

Pregúntele.

—Así lo haré, señora Bradford. Pero primero quiero hacerle a usted unas preguntas. ¿Qué ocurrió con la primera tarea que le encomendaron?

Y ella se lo había contado, le había contado lo que podía recordar de aquélla su primera misión.

Sea como fuere, de eso hacía ya algunos meses y así había averiguado Parker el pequeño papel desempeñado por Kilday en la vida de Billie Bradford y se había propuesto reunirse con Kilday y finalmente lo había intentado y ahora, en su tercer intento, Parker se encontraba sentado frente a Kilday en el café del Madison.

Parker expresó inmediatamente su agradecimiento por la colaboración del veterano periodista.

—No faltaría más —dijo Kilday.

La camarera regresó para tomar nota y, mientras Kilday estudiaba una vez más el menú, eligiendo sopa de pollo con fideos y un bocadillo de pan blanco con queso y lechuga, Parker estudió al jefe de la oficina. Éste tenía pobladas cejas blancas, nariz prominente y pronunciadas mandíbulas con dos heridas de afeitado, todo ello sobre un cuello corto y un cuerpo rechoncho enfundado en un arrugado traje grisáceo. Tras haber elegido los platos, Parker señaló el magnetófono que había depositado sobre la mesa de plástico.

—¿Le importa?

—Adelante —dijo kilday. Yo no los usó. Me parecen una pérdida de tiempo La transcripción da mucho trabajo y buena parte de ello es intrascendente. Pero no, no me importa que me graben.

Parker pulsó el botón y puso en marcha el aparato.

—¿Cuánto tiempo lleva en Washington? —preguntó.

—Fui trasladado aquí el año anterior a la llegada de Billie Bradford a la Casa Blanca.

—Hace aproximadamente tres años y medio.

—Aproximadamente. Me siento bastante orgulloso de ella. Está confiriendo un nuevo aire a la vieja Casa. Es tan elegante como Jacqueline Kennedy. Tan lista y sincera como Betty Ford. Con una mentalidad creadora más acusada que la de éstas y también con más astucia política. Con tanta sin duda como Rosalynn Carter.

Mucho instinto. En mi opinión, la más agraciada que hemos tenido allí.

—Estoy de acuerdo —dijo Parker—. Es una delicia trabajar con ella. ¿Ha estado usted viendo con frecuencia a la señora Bradford desde que se convirtió en primera dama?

—No, demasiado. No tengo mucho que ver con el Ala Éste. Yo estoy en la zona del Ala Oeste. Política presidencial exclusivamente. No obstante, ella ha tenido la amabilidad de invitarme a tres o cuatro banquetes de gala.

—Yo no sabía que tuviera usted algo que ver con su vida. Un día, no hace mucho tiempo, ella le mencionó a usted.

—¿De veras? ¿Qué mencionó?

—La forma en que usted le había salvado el pellejo tras su primera misión en el Los Ángeles Times.

—¿Ella le contó eso?

—Sí, dijo que le debía mucho.

—Se trata de algo que cualquiera hubiera hecho. Qué demonios, no era más que una periodista novata con los estudios recién terminados y con un par de trabajos en el sector publicitario —Kilday hizo una pausa—. ¿Qué fue lo que le contó?

—Los hechos escuetos. Pensó que usted me podría facilitar más detalles. Es un materia muy llamativo para el libro.

—Adelante

—Su primer trabajo por cuenta del periódico —dijo Parker—. Era muy importante para ella y el jefe de redacción… no conozco su nombre…

—Dave Nugent.

—Gracias. Sea como fuere, le encargaron entrevistar a alguien importante…

—El doctor Jonas Salk. El de la vacuna contra la poliomielitis. Desplazado desde La Jolla para pronunciar una conferencia en Los Ángeles.

—Muy bien. Ella solicitó la entrevista y se la concedieron. Salk se mostró muy amable. Le proporcionó un material estupendo. Ella se sentó a la máquina, escribió el reportaje y se lo entregó a usted para que lo hiciera llegar al redactor jefe. El reportaje se le antojó a usted terriblemente malo, inexperto, mal planteado, etcétera. Sin decirle nada, lo retuvo. Sabía que, en caso de leerlo, el redactor jefe la iba a despedir.

Por consiguiente, recurrió con discreción a un íntimo amigo suyo que se dedicaba a refundir artículos, un veterano periodista llamado Steve Woodson…

—Steve Woods —le corrigió Kilday.

—Sí, gracias. Woods. Él refundió totalmente el trabajo y se lo devolvió a petición suya. Usted le pasó el reportaje al redactor jefe. A éste le gustó y le dio a Billie un empleo permanente. Cuando lo vio publicado, Billie se asombró de lo que había ocurrido. Acudió a usted y usted se lo confesó todo. Le dijo que la entrevista era horrible. Le dijo exactamente en qué se había equivocado. Le dijo que le había pasado el trabajo a Woods para que lo refundiera. Le señaló que éste lo había modificado para que resultara aceptable. Ella era una alumna aventajada. La próxima vez, y todas las veces que siguieron, consiguió hacerlo bien. Ésta es la versión de la señora Bradford. ¿Es esencialmente exacta?

Kilday se había terminado el bocadillo.

—Mmm, supongo que sí, esencialmente —dijo. Se cubrió la boca con una mano ahuecada y, por detrás de ésta, utilizó un mondadientes para limpiarse los espacios interdentales—. Sólo hay una cosa que no se ajusta a la verdad. Porque yo nunca se la revelé. No hubo ningún Steve Woods encargado de refundir el trabajo. Éste no existía. En caso de haber existido, yo no le hubiera mostrado el reportaje, no hubiera querido que ni él ni nadie se enterara de lo mal que Billie había llevado a cabo su primera misión. No hubiera querido que la cuestión llegara a oídos del jefe. No. La verdad es que yo me llevé el reportaje a casa, lo volví a escribir yo mismo y lo entregué. Jamás se lo dije. No quería que estuviera en deuda conmigo. Quería simplemente ser su amigo. Y ella nunca lo supo. No lo supo entonces. Y sigue sin saberlo. Por consiguiente, se trata de algo que a usted no le sirve. No puede utilizarlo en su libro. Se lo he revelado de escritor a escritor. Y ahora olvídelo.

«Curioso individuo», pensó Parker, apurando la taza de café. Ya no quedaban muchas personas dispuestas a renunciar al reconocimiento de sus méritos.

—Se lo agradezco —dijo Parker—. Y, de esta manera, después del reportaje de Salk, ella ingresó en plantilla.

Y se pasó unos tres años entrevistando a personajes.

—Exactamente. Y uno de los últimos fue un senador por California llamado Andrew Bradford. Entonces fue cuando empezó todo para ella.

—Sí, claro. Me gustaría saber algo acerca de los demás personajes famosos que entrevistó antes de llegar a Bradford.

—Si usted quiere —dijo Kilday.

En aquel momento, la cajera del café se acercó a la mesa.

—Disculpen —dijo—. ¿Alguno de ustedes dos es el señor Guy Parker?

—Yo soy —dijo Parker, mirándola sorprendido.

—Le llaman de la Casa Blanca. El teléfono está al lado de la caja.

Perplejo, Parker dejó la servilleta sobre la mesa, se excusó y cruzó el local en dirección al teléfono.

La voz del otro extremo del hilo telefónico era la de Nora Judson.

—Me ha costado trabajo localizarle —dijo ésta.

Después he recordado que iba usted a almorzar en el Madison.

—Con George Kilday. A propósito del libro.

—¿Podría usted abreviar? Billie quisiera verle cuanto antes.

—De todos modos, voy a verla dentro de una hora para nuestro…

—No, eso se ha anulado. Tiene un programa demasiado apretado. Salé para Moscú mañana por la tarde. Hoy no dispone de tiempo para trabajar con usted en el libro. Si pudiera usted venir inmediatamente… bueno, digamos dentro de unos quince minutos…

—De acuerdo, lo intentaré. Lo malo es que me ha sido tan difícil reunirme con Kilday…

—Concierte una cita para otro día. Por favor, dese prisa antes de que todo empiece a acumularse.

Dicho esto, la secretaria colgó el aparato. Parker lo colgó a su vez y se preguntó que le iba a decir a George Kilday. Pero resultó que no tuvo que decirle nada.

Cuando regresó a la mesa, Kilday ya se encontraba de pie, recogiendo la cajetilla de cigarrillos, las cerillas y el llavero.

—Ya lo sé —dijo en tono de fingida exasperación.

La Casa Blanca. Ha surgido algo importante. Siempre ocurre lo mismo.

—Lo lamento —dijo Parker mientras echaba un vistazo a la cuenta y dejaba unos billetes sobre la mesa—. Me alegro de que lo comprenda. Me estaba usted ayudando mucho. ¿Podríamos terminarlo en alguna otra ocasión?

—Cuando le parezca bien, llámeme.

Salieron juntos y permanecieron de pie frente al hotel. La calle era como un horno. Pese a ello, Parker decidió dejar el coche y dirigirse a pie a la Casa Blanca.

No tardaría más de quince minutos. Necesitaba aquel rato para estar a solas mentalmente. Mientras Kilday pedía su coche, Parker le dio nuevamente las gracias, hizo un ademán de despedida, y se fue.

A pesar del calor, caminaba rápidamente dando grandes zancadas. Desde el otro lado de la calle, dos periodistas que salían del edificio del Washington Post le saludaron con la mano. Él les devolvió el saludo sin detenerse. Se vio reflejado varias veces en los escaparates de las tiendas. Lo que vela nunca dejaba de sorprenderle. Por fuera, parecía tan impecable, tan seguro de sí mismo. Aquello no era más que una apariencia. En su interior se albergaba toda una maraña de ansiedades e incertidumbres.

A veces le sorprendía el hecho de haberse convertido en escritor. Pese a que lo hacía muy bien, de eso no cabía duda. La gente le decía siempre que parecía un escritor, a saber lo que significaría eso. Era casi alto, apenas por debajo del metro ochenta, delgado, larguirucho y vigoroso. Sin el menor asomo de grasa.

Llevaba el abundante cabello negro peinado con raya al lado, tenía ojos castaños que destacaban sobre los prominentes pómulos, nariz ligeramente aguileña, labios sensuales (es lo que siempre le decían las mujeres) y un pronunciado maxilar inferior en el que se dibujaban unos hoyuelos.

En realidad, nunca había habido ningún escritor en su familia. Su padre era profesor de ciencias políticas de la Universidad de Wisconsin. Su madre, psicóloga.

Parker se había matriculado en la Universidad del Noroeste y había empezado a estudiar historia norteamericana con la vaga idea de dedicarse algún día a la enseñanza. Su máxima afición había sido la voraz lectura de novelas de intriga y misterio. Ello había aumentado su deseo de llevar una vida más activa y emocionante. En los primeros tiempos del conflicto vietnamita, alguien le había prometido la oportunidad de ingresar en el servicio de espionaje del ejército, en caso de que se alistara. Aunque consideraba que el papel de los norteamericanos en Vietnam era inmoral, quería tener la ocasión de convertir sus fantasías en realidad.

Se alistó, ingresó en la escuela de adiestramiento de oficiales, obtuvo el título y consiguió un puesto en las oficinas del servicio de espionaje del Pentágono.

Durante algún tiempo, todo aquello le resultó intelectualmente estimulante, pero, al final, le pareció que era un latazo sedentario. Además, parte de la información bélica a la que había tenido acceso, empezó a intensificar paulatinamente su sentido de la honradez.

Lo de Vietnam era indignante y él se estaba empezando a indignar.

Estaba deseando abandonar el servicio y, cuando lo hizo, procuró alejarse lo más posible de los robots militares y de lo que éstos les estaban haciendo a miles de personas amarillas que vivían a medio mundo de distancia. Con sus escasos ahorros, Parker se fue a Europa para estar solo, para pensar, para distraerse. Fue su primer viaje al extranjero, y se limitó tímidamente a visitar las ciudades y lugares más conocidos: Londres, París, Roma. Pero entonces comprendió que eran conocidos porque figuraban entre los lugares más interesantes que se podían visitar en Europa, y no le preocupó seguir el camino trillado.

Cuando regresó a los Estados Unidos, la guerra de Vietnam se había agravado y el movimiento de protesta había alcanzado su punto culminante. Se despertó en él cierto sentido activista, largo tiempo latente, que le impulsó a dirigirse a San Francisco para incorporarse a una organización del movimiento en pro de la paz. A la organización le faltaban redactores, y Parker empezó a redactar por cuenta de ésta invectivas y panfletos de condena contra el gobierno norteamericano.

Para cuando terminó la guerra, Parker se encontró en Chicago y sin trabajo. Una importante agencia privada de detectives había insertado un anuncio en un periódico de Chicago, solicitando jóvenes colaboradores.

Parker se presentó y consiguió el puesto, porque sus antecedentes en la sección de espionaje del ejército resultaban adecuados sobre el papel. Al principio, le gustó. Se imaginaba cómo una especie de Dashiell Hammett en su fase Pinkerton. En realidad, tenía que andar mucho, seguir a personas, entrar ilegalmente en lugares y colocar dispositivos electrónicos, pero buena parte de su actividad era aburrida y pesada, monótonamente llena de vulgares casos de divorcio, localización de hijos fugados e investigación de insignificantes estafas monetarias. Para que la cosa resultara más romántica, empezó a escribir sin demasiado entusiasmo. Escribió tres artículos basados en hechos reales y consiguió venderlos.

Al enterarse de que se había producido una vacante en la oficina de Nueva York de la Associated Press, Parker redactó apresuradamente un currículum y lo entregó junto con unas fotocopias de los tres artículos publicados. Una semana más tarde, le mandaron llamar de Nueva York para una entrevista. Tras pasarse media hora conversando con un veterano ejecutivo de la AP, fue inmediatamente contratado y enviado a Washington con el fin de que escribiera relatos ligeros y textos publicitarios para su distribución por correo durante los fines de semana, todo lo cual no le daba para vivir pero hizo que su nombre empezara a ser conocido. Sin embargo; Washington le fascinaba totalmente y ello se reflejaba en sus escritos, por lo que muy pronto su nombre encabezando los artículos empezó a resultarle rentable.

Un día le llamó por conferencia un tal Wayne Gibbs.

Había leído cierto número de artículos del Parker y éstos le habían impresionado favorablemente. Era, le dijo, un colaborador del senador Andrew Bradford, que acababa de ganar la nominación del partido demócrata para la presidencia de los Estados Unidos. Gibbs tenía una propuesta que hacerle a Parker. ¿Podía Parker trasladarse a Los Ángeles aquel fin de semana, con todos los gastos pagados? Parker podía y lo hizo. La propuesta era tentadora. Los partidarios de Bradford deseaban que se escribiera y se publicara un libro acerca de su candidato, una ágil y animada biografía de su candidato que fuera de fácil lectura. Una biografía destinada a mejorar la imagen de su hombre durante la campaña. Ya tenían al editor. Ahora necesitaban a un escritor que pudiera entregar el libro con rapidez. El dinero sería generoso.

A Parker el dinero le resultaba atractivo, pero había otra cosa que todavía se le antojaba más atractiva. Se trataba de su incorporación a la corriente principal.

Hasta entonces, Parker había pasado por muchas circunvoluciones en su actitud en relación con su país y con la democracia norteamericana. En el ejército, se había limitado a dejarse llevar y, al final, lo que había visto le había repugnado. Había huido y se había ido al extranjero. Al regresar, se había convertido en disidente y había fustigado la política y la corrupción del gobierno, en un deseo de derribarlo. Después, ya en la AP, viendo el gobierno de cerca y con más objetividad, recordando la enfermedad política que había observado en Europa, había llegado a la conclusión de que, por malo que fuera, el sistema democrático de los Estados Unidos seguía siendo el mejor que jamás hubieran concebido las mentes de los hombres y el mejor que pudiera haber en cualquier parte. Esta conclusión no juvenil ni la consecuencia de una imagen vista a través de un filtro rojo, blanco o azul. Fue pragmática. Fue madura. Si las personas tenían que vivir juntas en una sociedad, aquel sistema era el mejor en el que se pudiera hacerlo. Lo malo era que aquel voluminoso y pesado gigante estaba tan lleno de defectos que nadie podía hacer nada por mejorarlo desde el exterior como no fuera mediante el uso del voto, el cual por su parte ofrecía muy pocas opciones. Sin embargo, aquí, en Los Ángeles, se le había ofrecido la insólita oportunidad de dejar de ser un forastero impotente y de entrar y acercarse mucho más a la maquinaria principal.

Sin pensarlo dos veces, Parker dejó la Associated Press y se convirtió en un escritor político en plan de plena dedicación.

Durante la preparación del libro, se había reunido tres veces con Andrew Bradford, una vez para cenar con su esposa y dos veces para unas intrascendentes entrevistas de investigación. El libro consistía más que nada en una simple labor de compaginación. Bradford le gustó inmediatamente. Era un hombre algo más bajo que él, de complexión más fornida, pero elegante.

Bradford tenía cuarenta y ocho años. Poseía un bello rostro finamente cincelado, sincero, serio, atento y directo. Las sienes entrecanas, las gafas de montura de concha y su rápida forma de hablar contribuían a reforzar su aire de autoridad. Tenía, además, un cerebro libre de tópicos y estereotipos, rápido y original, muy superior a lo que hubiera cabido esperar de un político.

Parker terminó de escribir el libro a tiempo. El libro se vendió muy bien en las concentraciones y banquetes del partido y la edición en rústica superó las previsiones de ventas entre los mimos independientes. Las acciones de Parker habían subido mucho. Ya no era un zángano del partido. Gozaba de cierta visibilidad. Wayne Gibbs le mantuvo adscrito al comité electoral con el fin de que echara una mano en la preparación de las comunicados de prensa.

Las elecciones vinieron y se fueron. Tras unos comienzos muy disputados, las encuestas de opinión dieron a Bradford un 6% de ventaja sobre su oponente republicano. Bradford ganó por un 7%. En su calidad de presidente electo, y antes de la inauguración de su mandato, Bradford empezó a crear su equipo permanente. Recordó a Guy Parker y el libro. Desde San Francisco, mandó llamar a Parker, para cerciorarse de que estaba pensando en el hombre adecuado. Antes de que finalizara la entrevista, contrató a Parker y dos meses más tarde le instaló en el Ala Oeste de la Casa Blanca en calidad de uno de los tres redactores de discursos.

De eso hacía dos años y medio. A Parker le gustaba su papel. Se encontraba en el centro de la acción, un hombre invisible detrás de los que se movían y agitaban, pero estaba allí. Después, de la noche a la mañana, dejó de estar. Varios prestigiosos editores de Nueva York, pertenecientes también al partido, le señalaron al presidente que una autobiografía de su esposa tal vez fuera bien recibida por un gran número de lectores, contribuyendo a mejorar su imagen de presidente en su camino hacia la reelección. Billie Bradford había resultado ser una brillante y encantadora primera dama.

Con cierta renuencia y turbación —tenía tan sólo treinta y seis años— ésta accedió a trabajar en la autobiografía, con una condición: quería que Guy Parker colaborara con ella. Al principio, Parker se mostró remiso. Tenía la impresión de que con ello se rebajaba. Pasar de la redacción de severos discursos políticos para el máximo dirigente del mundo libre a un frívolo y chismoso confesonario de salón de té le pareció un desmerecimiento. Lo que convenció a Parker de que se trataba de una acción interesante fue el medio millón de dólares del anticipo que le iban a entregar… y la propia Billie Bradford. Pronto pudo averiguar que ésta lo era todo menos frívola. Era tan seria como su marido, tal vez más inteligente y nunca aburrida. Resultaba una delicia estar con ella. Él la respetaba y adoraba y, al final, pasó del Ala Oeste al Ala Éste con una mínima resistencia.

Y allí se había encontrado con una ventaja adicional.

A Parker le instalaron en un despacho contiguo al de Nora Judson, la secretaria de prensa de la primera dama, que también intervenía en la vida social y las apariciones públicas de ésta. El hecho de ser capaz de abarcar tantas tareas y de hacerlas todas bien constituía una demostración de la energía y las dotes de aquella joven. Parker suponía que debía tener unos veintinueve años. Le hubiera gustado contemplarla como un objeto sexual. Desde su lustroso cabello oscuro, sus ojos verdes y su graciosa nariz hasta su exuberante busto y sus bien torneadas piernas, era un deleite para las miradas masculinas. Su inteligencia era extraordinaria. Antes de que hubiera terminado una frase, ella ya había concluido la tarea. Hacía varias cosas simultáneamente y todas a la perfección. Podía pasar de un comunicado de prensa a la inauguración de un hospital o una cena de gala sin la menor torpeza y sin quejarse. El único e importante problema estribaba en su lejanía. Siempre estaba ocupada o se esforzaba por estarlo y, por lo demás, era una persona particular que prefería este régimen de vida. Parker le había insinuado la posibilidad de invitarla a tomar una copa o cenar juntos.

Ella no le había hecho caso. En cinco meses, no había conseguido atravesar la pared que separaba sus despachos y sus personas. Ella se había mostrado correcta y amable, pero distante. A pesar de lo enloquecedor de la situación, su existencia y su cercanía habían sido sin duda una ventaja adicional.

Parker también había estado ocupado. El hecho de preparar la base de la tan anhelada autobiografía de la primera dama le había llevado diez horas diarias. Al principio su misión había consistido en reunir material para leer. Había localizado y leído todo lo que se había publicado acerca de Billie Bradford. Había atravesado toda una cadena montañosa de periódicos y revistas, tomando incontables páginas de notas. Después había empezado a viajar fuera de Washington, visitando y entrevistando a familiares y amigos y a profesores y compañeros de clase de la escuela particular y la universidad. Había viajado incluso a California para pasar dos días con su padre Clarence Lane, su hermana Kit, su cuñado Norris Weinstein y un sobrino llamado Richie.

Y, al final, con cientos de preguntas que hacer, había llegado al meollo del libro. Había empezado a entrevistar a la propia Billie Bradford. Ella había fijado el programa cotidiano. Una hora, por regla general todas las tardes, para contestar a sus preguntas ante el magnetófono en marcha. Le había impresionado como una persona muy profesional, franca y divertida y el trabajo no hubiera parecido en absoluto un trabajo de no haber sido por su obsesiva necesidad de averiguar detalles.

Y ahora aquí estaba, en esta sofocante tarde de finales de agosto, dirigiéndose a otra sesión de entrevista… pero no, hoy no habría otra. Ya se acordaba.

Billie Bradford acababa de anular la sesión de hoy.

Estaba demasiado ocupada. Le desconcertaba aquella anulación de la segunda sesión que celebraban. Y, sin embargo, Nora se lo había dicho claramente, la primera dama deseaba verle cuanto antes a propósito de otra cuestión. Se preguntó qué otra cosa podría ser.

Emergió del parque Lafayette, cruzó la Avenida Pennsylvania, se acercó a la garita y abrió con aire indiferente la cartera para mostrar su tarjeta de identificación de la Casa Blanca. Le franquearon el paso y subió por la curvada calzada cochera que conducía a la entrada del Pórtico Norte. Llegó a la escalinata principal alfombrada de rojo y, saludando con la cabeza el retrato de Herbet Hoover que colgaba en el rellano, subió los peldaños de dos en dos, pasando frente a los retratos de Woodrow, Wilson y de Franklin D. Roosevelt. Al llegar a lo alto de la escalinata, fue saludado por Nora Judson.

—¿He conseguido llegar en quince minutos? —preguntó Parker sin resuello—. Me he apresurado sabía que estaba usted deseando verme.

—Me moría de angustia —contestó Nora—. Temía que le hubiera atropellado un camión… o su inmenso orgullo.

—¿Qué orgullo? Siempre se echa a temblar en mi presencia, señora.

—Ya hablaremos de eso en otra ocasión.

—¿Podríamos concertar una cita?

—No —contestó ella enérgicamente, acompañándole al Salón Ovalado Amarillo—. En cualquier caso, ha llegado usted puntual. La conferencia de prensa ha terminado hace diez minuto. Los representantes de la prensa ya se han ido. Los de la televisión ya están recogiendo sus cosas.

—¿De veras le ha sido imposible mantener el pie nuestra cita?

—Era un programa muy apretado, teniendo que emprender viaje a Moscú mañana por la tarde, Después ha llegado Ladbury de Londres, hubiera tenido que estar aquí ayer, y ha insistido en realizar una última prueba antes de la celebración de la cumbre de Londres la semana que viene. Y he tenido que cambiarlo todo. Aún le queda por hacer el bosquejo para la House Beautiful.

No podíamos aplazarlo otra vez. Tiene que acompañar al nuevo embajador francés en su visita a la National Gallery. Más tarde, Fred Willis insiste en verla personalmente para que le informe acerca de la visita protocolaria a Moscú. Después tiene que hacer el equipaje. No permitirá que Sarah lo haga sola.

—¿Para qué quiere verme? —preguntó Parker.

—No tengo la menor idea —contestó Nora—. Quería hablar cinco minutos con usted después de la conferencia de prensa y antes de empezar las pruebas con el modisto. Ya estamos.

Habían llegado a la entrada del Salón Ovalado Amarillo y se apartaron a un lado para que salieran tres miembros de una cadena de televisión con su equipo.

Una vez éstos se hubieron ido, Nora entró, seguida de Parker.

No había nadie en la estancia, con la excepción de Billie Bradford. De espaldas a ellos y con el cabello rubio desparramándose sobre sus hombros, ésta se apoyó en el brazo del sofá y se dejó caer en el mismo. Mientras se quitaba los zapatos sacudiendo los pies, se percató de su presencia.

—Ah, Nora, me preguntaba dónde estaba. Hola, Guy… —dio unas palmadas al asiento del sofá.

Siéntese aquí. —Parker se acercó y se sentó respetuosamente.

—Hola, señora Bradford…

—Guy, por favor —le interrumpió ella, haciendo una mueca—. Por enésima vez, ¿quiere usted dejar de llamarme señora Bradford? Lo digo en serio. Estoy aquí, viéndole diariamente en la intimidad, prácticamente desnudándome delante de usted, descubriéndole mi alma, permitiéndole conocer todos los secretos vergonzosos de la familia… y usted sigue tratándome con ceremonia. Vamos a modificar esta situación enseguida, sobre todo teniendo en cuenta lo que voy a decirle. A partir de este momento, adiós señora Bradford y hola Billie. Sellémoslo —dijo, ofreciéndole a Parker la mejilla.

Él se inclinó y la besó torpemente en la mejilla.

—Hola, Billie —dijo.

—¿Qué tal ha ido, Nora? —preguntó Billie, dirigiéndose a Nora Judson, sentada frente a ellos.

¿Qué tal ha ido la conferencia de prensa?

—Ha estado maravillosa, franca y sincera, sin ambigüedades. Les ha dejado encantados.

—Así lo espero. Por el bien de Andrew. Supongo que tendría que hacerlo más a menudo.

—Desde luego —dijo Nora.

Billie se volvió hacia Parker.

—Lamento tener que saltarme el emocionante episodio de hoy acerca de la vida y milagros de la primera dama. ¿Dónde dejamos a nuestra heroína?

¿Plantada en alguna vía de ferrocarril?

—No, señora mía, no exactamente —contestó Parker con una sonrisa—. Al término de la sesión de ayer, estaba usted en su tercer año de universidad, a punto de emprender un viaje literario por Inglaterra, organizado por la universidad.

El rostro de Billie; se ensombreció repentinamente.

—Sí —dijo ésta—. Fue el viaje en cuyo transcurso conocí a Janet Farleigh. Ya ha tropezado usted con ella en sus investigaciones.

—Sí, claro. La novelista de los niños ingleses. Es una de sus mejores amigas, según lo que he leído.

—Era —dijo Billie tristemente—. Murió anoche.

Cáncer. Y yo nunca supe nada. El embajador británico ha enviado una nota entregada en mano esta mañana, informándome de ello. El embajador era una de las pocas personas que conocía nuestra íntima amistad. Ha sido un golpe, se lo aseguro.

—Lo lamento —dijo Parker.

—Conocí Janet Farleigh en el transcurso de aquel viaje estudiantil. Estuve en su casa. Ella fue mi anfitriona en Londres. Tenía diez años más que yo, pero nos hicimos muy amigas, llevaba algún tiempo sin verla.

Eso de la Casa Blanca lo entorpece todo. Esperaba verla en Londres la semana que viene, pero ahora… bueno, visitaré a su marido y a su hijo.

Nora estaba dando unas palmadas al cristal de su reloj de pulsera.

—Billie, siento decírselo, pero no andamos sobradas de tiempo.

—Muy bien —dijo Billie, reponiéndose—. No había pensado en ello en todo el día, corriendo de esta manera —miró a Parker sonriendo—. ¿De qué estábamos hablando cuando usted ha llegado? Ah, sí. De saltarnos la sesión de hoy. Voy a compensarle. Es por eso realmente por lo que deseaba verle.

Guy Parker esperó.

Billie Bradford hizo una pausa y siguió hablando más animada.

—Mañana por la tarde vamos a tomar el Fuerzas Aéreas Uno rumbo a Moscú. Podría ser un vuelo largo y aburrido. Se me ofrece la opción de volver a leer Tolstoi toda el rato o bien de hablar acerca de mí misma. O Ana Karenina durante ocho horas o Billie Bradford. La contienda era desigual. He ganado yo. Durante el vuelo, quiero hablarle a usted de mí misma. En otras palabras, Guy, le invito a acompañarme en el Fuerzas Aéreas Uno a Moscú. Podremos hablar durante la ida y la vuelta.

¿Ha atado alguna vez en Moscú?

—Pues no, pero… —Parker estaba aturdido… bueno, gracias, pero eso es muy repentino… no sé, necesito tiempo para prepararme… conseguir el pasaporte…

—Vamos, Guy —dijo ella, en tono de chanza—. ¿Qué importancia tiene todo eso? Conozco sus antecedentes… servicio de espionaje en Vietnam, labor de detective, todo eso… tiene que estar acostumbrado a los cambios y a los movimientos rápidos. En cuanto a su pasaporte diplomático, ya nos encargaremos de eso. Haga el equipaje y vayámonos. Estará ocupado durante todo el viaje. Cuándo yo no le haga compañía, se la hará Nora.

¿Qué le parece?

Parker miró a Nora.

—Me parece muy bien, señora… Billie —dijo—. Será mejor que vaya a preparar la mochila.

Mientras se levantaba, Billie le dijo:

—Nora le informará de los detalles de la hora de salida y demás. Nos veremos mañana.

Habían llamado a la puerta y Nora se apresuró a ir para abrirla. El ujier principal se adelantó medió paso.

—Han llegado el señor Ladbury y la señorita Quarles —anunció.

Parker se encontraba situado junto a Nora cuando la pareja irrumpió en la estancia. Ambos iban cargados de cajas de vestidos. Casi sin saludar a Nora y haciendo caso omiso de Parker, Ladbury se acercó a la primera dama como si revoloteara, seguido de Rowena Quarles.

Parker sólo pudo verles fugazmente. Ladbury parecía un Aubrey Beardsley redivivo, flequillo pajizo, nariz aguileña, facciones pálidas y enjutas, flexible, delgado, joven, saludando a Billie con un estridente:

—¡Querida! ¡Mis mejores deseos!

A su espalda se encontraba la Quarles, al parecer, su ayudante, lesbiana sin la menor, duda, vulgar rostro mofletudo, cuerpo corto y achaparrado, enfundada en un traje de tweed (¡con, el tiempo que hacia!).

Nora salió con Parker al pasillo y le acompañó hacia la escalinata.

—¿Cómo es posible que utilice a un modisto británico?

—Bueno, Billie ya le conocía y le apreciaba antes de llegar a la Casa Blanca. Una vez convertida en primera dama, resultaba políticamente conveniente comprar norteamericano y entonces pasó a utilizar los servicios de varios diseñadores de Nueva York. En realidad, la idea de utilizar de nuevo a Ladbury se le ocurrió a Fred Willis. Pensó que los británicos sabrían apreciar este gesto en su visita a Londres. Como es natural, sus diseñadores de Manhattan han protestado, pero Billie se ha mantenido firme en su decisión de utilizar a Ladbury en este viaje —mientras se acercaban a la escalinata, Nora añadió:

Le entregaré su programa, su pasaporte y demás a la hora de cenar.

—Gracias.

—Debiera estar contento con este viaje. Ha sido muy amable con usted. No va a dormir mucho y, por consiguiente, tendrá usted ocasión de hablar con ella buena parte del tiempo que dure el vuelo a Moscú.

—Y con usted —dijo Parker.

—¿Conmigo? —dijo ella, sin romper su reticencia.

Yo estaré ocupada con Tolstoi.

Él se detuvo en el rellano y la tomó del brazo.

—Nora, querida, ¿qué tiene usted en contra de mi?

—Simplemente que pertenece usted al mismo sexo que mi exmarido —contestó ella, mirándole fríamente.

—¿Cómo? ¿Su exmarido? No lo sabía.

—Pues ahora ya lo sabe.

—¿Sufrió usted graves quemaduras?

—De tercer grado —dijo ella, alejándose.

Eran las doce menos cinco de la noche en Moscú.

No lejos del impresionante Kremlin, en el número 2 de la plaza Dzerzhinsky, se levantaba un complejo de antiguos y nuevos edificios de piedra gris que en la Unión Soviética se denominaba el Centro y que, en realidad, era el cuartel general del comité de seguridad del Estado, conocido como el KGB. En la tercera planta, detrás de su enorme escritorio del despacho principal de una espaciosa suite, permanecía sentado el presidente de las siete direcciones del KGB, general Iván Pietrov, contemplando más allá de los barrotes de la ventana el patio débilmente iluminado.

Le rodeaban todos los ornamentos del liderazgo. Las paredes se hallaban revestidas de madera de caoba. De una pared colgaba un retrato enmarcado de V. I. Lenin.

Debajo del mismo había unos elegantes sofás y unas sillas tapizadas. Sobre el suelo se extendía una alfombra oriental, en uno de los pocos despachos que disponían de alfombra. El lado derecho del escritorio estaba ocupado por seis teléfonos, uno de ellos directamente conectado con Secretaría General del Partido Comunista y el primer ministro Dmitri Kirechenko y los otros directamente conectados con los miembros del Politburó, con el Ministerio de Defensa, con sus seis delegados de la misma planta y (mediante conexiones de alta frecuencia) con las oficinas del KGB en las distintas embajadas soviéticas esparcidas por todo el mundo.

Y, sin embargo, en aquella víspera gloriosa, sus pensamientos se distrajeron momentáneamente con un trozo de papel que sostenía en las manos.

Sus agentes en Washington le habían enviado hada unos minutos este mensaje cifrado. No parecía revestir una gran importancia, pero, en aquel día trascendental, cualquier cosa inesperada despertaba su recelo. El mensaje informaba de que un nuevo nombre había sido añadido a la lista de pasajeros que iban a acompañar mañana a la primera dama de los Estados Unidos en su viaje a Moscú.

Pietrov posó el papel sobre el escritorio y se acarició con las manos secas la cerdosa barba de su arrugado rostro. Lo podía dejar para uno de sus ayudantes, cuando éste entrara a trabajar a las nueve de la mañana.

O bien podía satisfacer su curiosidad ahora mismo. Se irguió —se alisó automáticamente la chaqueta del mal cortado traje gris que le cubría el cuerpo corto y rechoncho— y se dirigió al archivador de madera que contenía la ficha en la que figuraba el nombre de PARKER, GUY, con el número de remisión. Telefoneó al centro de computadores del sótano y, diez minutos más tarde, apareció un mensajero con la carpeta de cartulina en la mano.

Pietrov se llevó el dossier al escritorio, se acomodó en el sillón giratorio tapizado en cuero y abrió la carpeta.

¿Quién era Parker? Ah, aquí, estaba. Servicio de espionaje del Pentágono. Detective privado. Biógrafo político. Redactor de discursos presidenciales. En la actualidad, colaborador de la señora Bradford en la autobiografía de ésta. Había más cosas, pero para Pietrov ya era suficiente.

Bueno, se preguntó, ¿por qué se había encomendado súbitamente a este Parker que acompañara a la primera dama a Moscú? Tal vez las respuestas fueran muy sencillas. Para hacerle compañía a la primera dama.

Para seguir trabajando con ella durante el viaje. O, más probablemente, para actuar en calidad de agente secreto de la CIA durante los tres días de estancia.

Pietrov arrancó del cuaderno una hoja de memorándum y le garabateó una nota al coronel Zhuk, informándole de la nueva adición que se había producido en el grupo estadounidense y ordenándole que se encargara de que el KGB vigilara de cerca a este Guy Parker.

Apartando la nota a un lado, recordó una vez más que no se tenía que pasar nada por alto en aquellos momentos finales. No quedaba absolutamente ningún margen de error.

Mientras desenvolvía un puro habano, los ojos de Pietrov se posaron en el reloj que había encima del escritorio. Ya era pasada la medianoche. Moscú estaba durmiendo. A Pietrov le gustaba pensar que él nunca dormía. De las veinticuatro horas del día, aquélla era su preferida. Fuera, la calle estaba en silencio. Dentro, el Centro estaba tranquilo. Exceptuando los despachos de transmisiones y de descifre y algunos otros despachos ocupados por los funcionarios de turno de noche, todo el lugar era suyo. Era un momento apropiado para reflexionar y meditar. A muy pocos diligentes se les ofrecía aquella oportunidad, lo cual era una lástima.

Cierto que disfrutaba de aquella oportunidad a cambio del pequeño precio de no dormir. El sueño era el enemigo de la vida, hacía tiempo que había llegado a aquella conclusión, era una pérdida de tiempo, una rendición, una anticipación no deseada de la muerte. Ya habría tiempo más adelante para la muerte y el sueño.

Pasó mentalmente revista a aquella emocionante y ajetreada jornada. El momento culminante del día en el apartado recinto Potemkin, el último ensayo de Vera Vavilova, había constituido un éxito superior a todas las previsiones. Vera Vavilova no se había limitado simplemente a ser perfecta. Eso hubiera entrañado imitación. Había sido algo más. Se había convertido realmente en la primera dama estadounidense, en la personificación y encarnación de Billie Bradford. Una hazaña extraordinaria, de carácter casi metafísico.

Y, sin embargo, Pietrov lo sabía, ella era un producto del hombre, del esfuerzo consciente, de una labor asidua, de un genio creador. Tal vez a su delegado personal, Alex Razin, le correspondiera parte del mérito.

Su esfuerzo y su trabajo habían hecho posible el plan.

Pero él no había sido más que una pieza del engranaje que había puesto de manifiesto un rasgo de genio. El verdadero genio habría estado en la concepción de la idea. Y ésta se había debido a Iván Pietrov. Sin su genio, no hubiera habido ninguna segunda dama. En caso de que se alcanzara el éxito —cosa de la que él estaba seguro— sería el golpe de espionaje más audaz y magnífico de toda la historia del mundo. Por desgracia, la historia del mundo jamás se iba a enterar. El plan tendría que seguir siendo el hecho político y militar más secreto de todos los tiempos. Era, pensó Pietrov, como el crimen perfecto. En caso de que un crimen se descubriera, ya no sería perfecto. En caso de que siguiera siendo desconocido, era posible que no hubiera ocurrido. La empresa de la Vavilova planteaba la misma paradoja.

Sin embargo, se dijo Pietrov, se trataba afortunadamente de una realidad conocida por unos pocos privilegiados. Los participantes estaban al corriente de ella. Y, por encima de todo, el primer ministro y varios miembros del Politburó estaban informados. Pietrov se enorgullecía de haber podido contar con el apoyo del primer ministro, durante casi tres años, habiendo éste pasado de una fase de interés y vacilación a otra de confianza y de cauto entusiasmo. A última hora de la tarde, tras recibir un informe relativo al ensayo final, el primer ministro había mostrado su conformidad. Dentro de tres días, tendría que adoptar una decisión fatídica. Prescindir de la cautela y seguir adelante sin reticencias. O bien abortar el proyecto.

Pietrov se negaba acreer en la posibilidad de que el primer ministro abortara el proyecto, sabiendo los progresos que se habían alcanzado y sabiendo el éxito histórico que ello les iba a reportar.

Tras haber empezado, no podrían volverse atrás.

Una vez el proyecto en marcha, el éxito sería inevitable.

Entonces y sólo entonces, a pesar de la obligación de guardar secreto, Iván Pietrov tendría sus recompensas.

Aparte de la Orden de Lenin, sería coronado como Héroe de la Unión Soviética por alguna hazaña imaginaria. Ascendería en el Politburó. Sería reconocido cómo un genio por sus superiores, compañeros, esposa e hijos. ¿Qué más hubiera podido desear un hombre en la tierra?

Dando unas chupadas al puro, lleno de una suave satisfacción mientras contemplaba el resultado final, Iván se permitió el lujo de resucitar y de revivir el plan y el papel que él había desempeñado en éste desde sus comienzos. Para no dar la impresión de que se complacía en sí mismo, Pietrov simuló que estaba revisando el plan para cerciorarse de que éste era hermético e impecable y de que no se había pasado por alto ningún obstáculo. Tras el reconocimiento de este serio motivo, podría permitirse el placer de celebrar una vez más su genio creador. Retrocedió sin dificultad en el tiempo, a aquella memorable noche de hacía tres años en que por primera vez se le había ocurrido la idea. Hacía tres años. El pasado era presente.

El general Iván Pietrov y su séquito estaban realizando una apresurada gira por algunas de las principales ciudades de la URSS. Pietrov estaba tratando de modernizar y de conferir una mayor eficiencia a la actuación del KGB en cada ciudad. Se encontraba en Kiev, al sur de Moscú y a orillas del Dnieper, la metrópoli más antigua y la tercera de la Unión Soviética. Tras una jornada muy dura, al caer la noche, pensó que le apetecerla un poco de vodka y una mujer. En su lugar, se enteró, para su pesar, de que el jefe de la oficina local del KGB había dispuesto una velada teatral para él y su grupo. Se habían reservado localidades en el teatro Lesya Ukrainka, en el que las obras se representaban en ruso y no en ucraniano, con el fin de asistir a una representación de Las tres hermanas, de Antón Chejov. Pietrov aborrecía el teatro serio en general y las obras de Chejov en particular.

Pensaba que estas obras resultaban increíbles, artificiales y aburridas. Pese a ello, no podía decepcionar a su anfitrión, un destacado veterano del KGB. Y accedió a regañadientes.

Mientras su automóvil le conducía por la calle Lenin hasta el cruce con la calle Pulhkin, Pietrov divisó con hastío la fachada gris del teatro Lesya Ukrainka. En compañía de su grupo, descendió del automóvil, cruzó la calle adoquinada y se dirigió hacia una de las puertas de entrada.

A punto de, entrar, a Pietrov le llamó la atención un pequeño arracimamiento de gente junto a una vitrina de cristal de la izquierda, más allá de entrada. Levemente invadido por la curiosidad, Pietrov se apartó de sus acompañantes y, seguido de un guardaespaldas, se acercó al grupo para ver lo que estaba ocurriendo.

Abriéndose paso a codazos, pudo ver al final a la que era el centro de la atención de los espectadores: una joven bastante agraciada, de aspecto más bien nórdico, con un corto cabello rubio claro, sonriendo y firmando apresuradamente algunos autógrafos mientras trataba de avanzar entre la gente. Aquello no tenía nada de extraordinario, excepto una cosa. El rostro de aquella joven le resultaba levemente familiar. Al principio, Pietrov tuvo la certeza de que debía ser alguna famosa norteamericana que estaba recorriendo Rusia y visitando Kiev. Le sorprendió que su persona le resultara familiar y que su identidad no le fuera conocida. No recordaba haber visto ningún dossier acerca de ella. Y, sin embargo, tenía que ser una extranjera de cierta importancia puesto que estaba firmando autógrafos y tratando de huir de las personas que la habían reconocido.

Momentos después, encogiéndose de hombros, la olvidó, se reunió con su grupo y entró en el vestíbulo del teatro, siguiendo a su anfitrión para dirigirse al patio de butacas. A continuación, reconfortado por unos cuantos tragos de alcohol, avanzó por el pasillo central alfombrado de verde, se acomodó en una dorada butaca de luneta y se dispuso a echar un sueñecito.

Pero aún estaba despierto cuando ella apareció en el escenario. Interpretaba el papel de hermana del jugador Andrey Prozorov. Era Olga Prozorova, la tercera de las tres hermanas, la que deseaba regresar a Moscú. Pietrov se irguió en su asiento y se animó. A pesar de su maquillaje teatral, era la joven rubia que había visto fuera, junto a la entrada del teatro, la que él había tomado por una turista norteamericana. Pero aquí estaba delante de, él y era una actriz rusa, en modo alguno una norteamericana.

Pietrov recogió el programa que se le había caldo al suelo y lo abrió, buscando en la semioscuridad el nombre de la actriz que interpretaba el papel de Olga Prozorova. Vio impresos los nombres de las cuatro actrices que interpretaban aquel papel en distintas noches. Pietrov comprendió. Se trataba de una compañía de repertorio. Entonces observó que uno de los cuatro nombres había sido ligeramente destacado con un recuadro por el portero.

Pietrov forzó la vista. Su verdadero nombre era Vera Vavilova.

Levantó los ojos para localizarla en el escenario, se concentró en su rostro y, en aquel momento, comprendió la razón de que le hubiera resultado vagamente familiar. Le había parecido una norteamericana porque se parecía a una norteamericana cuyo rostro él había visto en muchos periódicos y revistas estadounidenses que pasaban por su escritorio.

Pietrov había estado siguiendo la campaña presidencial norteamericana y el nominado candidato demócrata, un tal senador Andrew Bradford, tenía una encantadora y juvenil esposa —Millie, Tillie, Billie: no recordaba el nombre exacto— que era objeto de mucha atención por parte de la prensa frívola estadounidense.

Pietrov volvió a centrar la vista en el escenario. No cabía la menor duda. Aquella actriz —volvió a mirar el programa, sí, Vera Vavilova—, exceptuando el peinado, era casi una doble de la esposa del candidato presidencial norteamericano. Pietrov parpadeó. Pese a haber leído recientemente que semejante cosa puede ocurrir, jamás en su vida había observado un parecido más extraño entre dos personas. Billie ahora recordaba su nombre, Billie Bradford y Vera Vavilova hubieran podido ser unas gemelas idénticas.

Por una inexplicable razón, Pietrov, siguió prestando atención durante todo el resto de la obra de Chejov. Y, por una inexplicable razón, al finalizar la representación, Pietrov experimentó el deseo de acudir al camerino para felicitar a Vera Vavilova. Al conocer su deseo, el director del teatro escoltó muy emocionado al gran general Pietrov y a su guardaespaldas por entre bastidores, acompañándolo al camerino de la joven actriz.

En el pequeño y luminoso cuarto, había varias actrices de la compañía en distintas fases de desnudez.

Pietrov no les prestó atención y, acompañado del director del teatro, se acercó directamente a Vera Vavilova. Ésta se encontraba frente al espejo, desmaquillándose. Levantando la voz, el director presentó al general Pietrov con un ceremonioso gesto.

Vera Vavilova se levantó despacio, le miró y aceptó su apretón de manos. Pietrov la miró detenidamente. Sí, confirmado. El parecido era extraordinario.

—La felicito —le dijo—. Me ha gustado inmensamente su actuación.

—Gracias —contestó ella, bajando modestamente la cabeza—. Me siento muy honrada.

Disculpe —dijo él, sin dejar de mirarla—. Siento una curiosidad. ¿Ha visitado usted alguna vez los Estados Unidos?

—¿Los Estados Unidos? Pues no.

—¿Tiene usted parientes allí, alguna hermana tal vez?

—No, no tengo a nadie —contestó ella, dirigiéndole una encantadora sonrisa. Me temo que mi familia es provincianamente ucraniana. Mis padres viven en Bróvari, una pequeña aldea situada a veintidós kilómetros de Kiev. Nunca han estado en Moscú y no digamos en los Estados Unidos. Con la excepción de mi abuela, yo soy la única de la familia que ha viajado un poco. Por la Unión Soviética. Estudié en Moscú.

—Interesante —dijo Pietrov ¿Habla usted inglés? La conversación se había estado desarrollando en ruso.

Ahora ella le contestó en un inglés impecable.

—0h, sí, general, hablo y leo inglés y francés. En realidad, hablo inglés con acento norteamericano.

Estudié y hablé inglés durante cuatro años en la Escuela de Teatro Shchepkin de Moscú. Tuve más de mil horas de estudio. Mis profesores siempre me decían que era muy rápida en el estudio y que tenía unas dotes naturales para la mímica. Mi mejor profesor se crió en los Estados Unidos. ¿Me puede usted comprender?

—Sí, muy bien —contestó Pietrov, asintiendo.

Hablaba el inglés con mucha torpeza y dificultad.

Pero lo entendía sin esfuerzo. El acento de la actriz era perfecto. No hubiera podido explicar por qué se sentía tan complacido.

Dos horas más tarde, durante el vuelo de regrese a Moscú, las personas de Vera Vavilova y de Billie Bradford se convirtieron en su mente en una sola y, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad preparándose para el aterrizaje, el general empezó a forjar un descabellado plan.

Para cuando le hubieron acompañado al cuartel general del KGB bien entrada la noche, hubo subido a la suite de su despacho y se hubo desnudado en el dormitorio, Pietrov comprendió qué todos sus planes serían estériles a menos que ocurriera algo dos meses más tarde, a principios de noviembre. Entonces se iban a celebrar las elecciones en los Estados Unidos. Si el senador Andrew Bradford no resultaba elegido, ya no se podría hacer nada. Pero, si le elegían y se convertía en presidente de los Estados Unidas, su esposa sería la primera dama de los Estados Unidos. Y la actriz Vera Vavilova sería un valioso descubrimiento. Pietrov estaba deseoso de llevar a la práctica su plan. Pero se contuvo.

Lo primero era lo primero. De la noche a la mañana, Pietrov se convirtió en un ávido seguidor de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.

A causa de sus ocupaciones, Pietrov mandó llamar a un delegado del KGB de la Primera Dirección General, llamado Alex Razin, con el fin de que le ayudara. Razin ocupaba unos despachos en el piso de arriba, el cuarto, en el que era uno de los responsables del Primer Departamento, el Departamento Norteamericano, una sección creada hacía seis años en el transcurso de una reorganización del KGB. Nacido y parcialmente educado en los Estados Unidos, adiestrado en la Unión Soviética, Razin era un experto en historia, costumbres sociales, política, deportes y temas de actualidad norteamericanos, Era un hombre apuesto de treinta y seis años que había servido con lealtad y energía al KGB durante más de doce años. Pietrov le mandó llamar del cuarto piso y le encomendó la tarea de mantener informado a su superior acerca de los acontecimientos relacionados con la campaña presidencial de los Estados Unidos. A Razin le encantó el encargo. Como parte de su normal actividad, controlaba toda la información relativa a la campaña electoral y al comportamiento de los candidatos rivales con el fin de trazar un perfil para el KGB acerca del ganador y próximo presidente. La nueva tarea confería una dimensión adicional al interés de Razin. A pesar de que Pietrov confiaba en su delegado, no le reveló a éste (ni a nadie) la razón de su especial interés por el resultado de las elecciones de los Estados Unidos. Se limitó a ordenar que su delegado le dejara diariamente un resumen sobre el escritorio.

Una vez, en el transcurso de las primeras fases, cuando el demócrata Bradford y su oponente republicano estaban empatados en las encuestas de opinión, Pietrov comentó con Razin el reñido carácter de la contienda. Pietrov dijo, de manera un tanto enigmática, que los deseos del Politburó se inclinaban en favor de Bradford. Y se preguntó en voz alta qué podría hacer la Unión Soviética para asegurar la victoria de Bradford. Consideró la posibilidad de que el KGB interviniera en la campaña —subrepticiamente, claro—, divulgando escandalosos rumores acerca del contrincante de Bradford para reforzar así las posibilidades de éste. Razin se mostró severamente contrario. Demasiado peligroso. En caso de que se averiguara que los rumores procedían de la Unión Soviética, ello daría lugar a un efecto contraproducente a causa del cual Bradford sería catalogado de blando con el comunismo y perdería las elecciones en una disputada competición. En atención a los conocimientos que Razin tenía de la mentalidad norte americana, Pietrov abandonó la idea y jamás volvió a mencionarla.

En víspera de las elecciones, una encuesta de opinión reveló que Bradford iba en cabeza. Pietrov respiró aliviado. Pese a ello, durante toda la jornada electoral, Pietrov estuvo sobre ascuas. La noche de las elecciones norteamericanas, con Razin a su lado, se pasó cuatro horas siguiendo los resultados por televisión, vía satélite. Estuvo contemplando la pantalla hasta que el candidato republicano reconoció su derrota y felicitó a su rival demócrata. Pietrov no podía ocultar su satisfacción. Andrew Bradford se trasladaría a la Casa Blanca en enero. Su esposa, Billie Bradford, estaría a su lado en calidad de compañera, confidente y primera dama de los Estados Unidos. En Rusia, por un capricho de la naturaleza, había una mujer que era casi su doble.

Por primera vez, Pietrov se permitió el lujo de transformar por completo lo que antes había sido un plan descabellado en lo que podía ser una realidad de espionaje.

«¿Con qué objeto el plan y su transformación en realidad?», se preguntó. No le sorprendió averiguar que ya tenía la respuesta a punto. Si, en un momento adecuado y durante un breve tiempo pudiera sustituir a la primera dama de los Estados Unidos por su adiestrada doble ucraniana, la Unión Soviética dispondría de un conducto perfecto para averiguar los secretos del presidente norteamericano. Si, en el transcurso de una crisis mundial y de una confrontación entre los Estados Unidos y la URSS —ya se estaban cociendo en potencia por lo menos tres, se pudiera llevar a cabo con éxito dicha sustitución, la Unión Soviética alcanzarla una victoria política y el dominio internacional.

Por consiguiente, el objetivo final estaba claro. Lo más difícil era el comienzo. Pietrov comprendió que tendría que haber tres fases, las que tradujo en tres preguntas: ¿Podría prepararse adecuadamente el engaño? ¿Podría éste conseguir engañar? ¿Podría recibir una sanción oficial?

Pietrov llegó a la conclusión de que sólo habría un medio de alcanzar este objetivo. Empezar por la primera fase. Hacer los preparativos básicos con vistas al proyecto. Ello exigía la total colaboración de la actriz de Kiev.

Pietrov mandó llamar a Vera Vavilova.

Fue una orden y ella acudió inmediatamente. Alex Razin, el experto en asuntos norteamericanos, se encontraba al lado de Pietrov cuando ella entró en el despacho. Una vez más se sorprendió —y se congratuló— de su parecido con la que iba a ser la primera dama norteamericana. Por el rabillo del ojo, Pietrov pudo ver la expresión de asombro de Razin.

Razin, en aquellos momentos tal vez la única persona de Rusia que lo sabía todo acerca de Billie Bradford, había constituido una prueba importante. Para Pietrov, su reacción fue tranquilizadora.

Con anterioridad a la entrevista, Pietrov había sopesado la posibilidad de revelarles a Vera y a Razin la verdad acerca del plan que había forjado, pero después vetó la idea. Todavía no, había decidido. Demasiado pronto. Y entonces se inventó una historia. Tal vez no consiguiera engañar a ninguno de los dos. No importaba. Tendrían que aceptarla a falta de otro motivo mejor.

Una vez la actriz tomó asiento, Pietrov se levantó:

—Bienvenida a Moscú, camarada Vavilova —dijo éste—. ¿Recuerda nuestro encuentro en Kiev?

—Hubiera sido imposible que lo olvidara —contestó ella.

—Le presento a mi ayudante Alex Razin —dijo Pietrov.

Ambos se saludaron en un susurro.

—Muy bien —dijo Pietrov—. Iré directamente al grano. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de una mujer llamada Billie Bradford?

—No. Me temo que no.

—Ya oirá hablar de ella —dijo Pietrov—. Es una norteamericana y muy pronto será una norteamericana famosa. Es la esposa del nuevo presidente electo de los Estados Unidos. Residirá en la Casa Blanca el año que viene en calidad de primera dama del país.

Vera Vavilova guardaba silencio, sin acertar a comprender nada.

—El motivo de que la visitara en su camerino de Kiev —dijo Pietrov, abreviando— es el de que tiene usted un sorprendente parecido con ella. Éste es también el motivo de que la haya mandado llamar aquí.

Vera Vavilova aguardó ulteriores explicaciones.

—Este parecido que usted tiene con ella podría ser útil para nuestro gobierno —dijo Pietrov—. Tenemos previsto rodar un cortometraje —algo así como un documental— acerca de la primera dama Billie Bradford y se me ha ocurrido pensar que usted podría interpretar el papel.

—Qué interesante. Me siento muy halagada.

—Es más que interesante. Es importante. Tendría usted que abandonar todo lo que está haciendo. Tendría que dedicarse por entero al papel. Tendría que trasladarse a Moscú de inmediato…

—Pero Kiev, mis papeles en la compañía… el director no me iba a permitir…

—Déjese de tonterías. Nosotros nos encargaríamos de todo. Se le pagaría el cuádruple de lo que jamás haya ganado. Correríamos con todos sus gastos y le proporcionaríamos una cómoda vivienda en Moscú.

—¿A cambio simplemente de interpretar el papel de Billie Bradford en una película? ¿Dónde se exhibiría la película? —preguntó Vera.

—Eso no importa. Más adelante se le comunicarán a usted otros detalles. Pero ahora todavía no. Otra cosa… ¿está usted casada o tiene un amante?

—Ninguna de las dos cosas.

—Muy bien. Porque éste es un proyecto secreto, de momento. No queremos que el proyecto, o su participación en el mismo, sea comentado con nadie. Si accediera usted a colaborar con nosotros, tendría que desaparecer por entero. No estaría usted autorizada a decirle a su familia, a sus amigos ni a nadie dónde se encuentra o qué está haciendo. A cambio, se lo puedo garantizar, gozaría de privilegios y se convertirla un día en la más destacada actriz de la Unión Soviética. ¿Está interesada?

—¿Puedo elegir? —preguntó Vera Vavilova con una sonrisa.

—Pues claro.

—Estoy más que interesada. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por mi gobierno.

—Excelente —dijo Pietrov, descargando una mano sobre la superficie del escritorio—. Espere en la sala de recepción. El señor Razin le facilitará ulteriores instrucciones.

En cuanto ella hubo abandonado el despacho, Pietrov se volvió con su sillón giratorio hacia Alex Razin.

—Y bien, Razin, ¿qué opina usted?

—¿Acerca de ella? Tal como usted ha dicho… es casi perfecta. Se le deja crecer el cabello, se elimina la pequeña cicatriz de la mejilla, se le acorta ligeramente la nariz y es Billie Bradford.

—No, me refiero a la historia. ¿Se la ha creído?

—Posiblemente.

—¿Y usted?

—No demasiado —contestó Razin serenamente.

Pero yo llevo muchos años en el KGB —añadió con expresión divertida—. Soy escéptico a propósito de la película.

Pietrov se echó a reír y después se puso serio.

—Curiosamente, habrá una película. Pero tiene usted razón. Éste no es nuestro objetivo. Limítese a tener confianza en mí. No tardará mucho en conocer la verdad —abrió un cajón y sacó otro cigarro puro.

Empezaremos inmediatamente. Bajó mis órdenes, será usted plenamente responsable. Ésta… esta película tendrá preferencia sobre todas sus demás actividades.

No la dejará regresar a Kiev. Informe al teatro, a la familia, bastará para ello cualquier historia inofensiva.

Mande traer sus efectos personales. Busque una pequeña villa en el complejo residencial de personalidades cercano a la Universidad. Dentro de unas semanas, le tendremos preparado un alojamiento permanente. Pero, a partir de hoy, ningún extraño deberá verla en ningún momento. Mañana celebraré con usted una larga reunión. Mañana se iniciará la transformación de Vera Vavilova en Billie Bradford.

La tarea inicial consistió en la recogida de datos superficiales. Pietrov le encomendó a Razin la misión y Razin, utilizando sus agentes y contactos del KGB en Washington y en Nueva York, empezó a reunir lo que necesitaba. En aquella primera fase, aún se necesitaban fotografías y filmaciones de televisión en las que apareciera Billie Bradford de la cabeza a los pies, con el fin de estudiar sus proporciones físicas, su forma de andar, sus gestos y sus peculiaridades. Las grabaciones revelarían sus hábitos de lenguaje.

Mientras Razin recogía minuciosamente la información, Pietrov procedió rápidamente a encargarse de otra faceta vital del proyecto que él había bautizado con la denominación de «Segunda Dama». A quince kilómetros al sur de Moscú, en una elevación de terreno situada más allá del cinturón que rodeaba la ciudad, Pietrov se adueñó de dos hectáreas y media de tierra virgen detrás de un pinar, en una zona situada en proximidad de la autopista principal que conducía al aeropuerto de Vnukovo. Mandó construir una carretera privada desde la autopista a través del bosque. Más allá del bosque, supervisó la construcción de un vasto y barato escenario cinematográfico. En su interior mandó reproducir el Salón Rojo, el Comedor del Presidente, el Dormitorio de la Reina, el Dormitorio de Lincoln y el Salón Ovalado Amarillo de la Casa Blanca. Las alfombras y cortinas, las chimeneas, las lámparas y las arañas de cristal, el mobiliario, el papel de las paredes y los cuadros que colgaban en las mismas eran reproducciones exactas de los originales que se veían en las fotografías y las filmaciones de televisión realizadas en el interior de la Casa Blanca de los Estados Unidos.

Alrededor de aquel vasto escenario, por orden de Pietrov, se construyó una alta valla de seguridad de madera con una verja que se abría a la carretera privada.

Después, a cien metros de la parte posterior del escenario, Pietrov, mandó construir una pequeña casa cuadrada de dos plantas en la que se incluía una sala de proyección. Tan pronto como la casa estuvo construida, Vera Vavilova fue trasladada a la misma para residir en ella en calidad de única ocupante.

Entretanto, Alex Razin había obtenido los datos necesarios desde los Estados Unidos Americanos.

Las proporciones físicas, de Billie Bradford eran impresionantes. Media un metro sesenta y cinco de estatura, ochenta y cinco centímetros de busto, cincuenta y seis de cintura y ochenta y cinco centímetros de cadera y pesaba cincuenta y cinco kilos. Tenía un suave cabello rubio que le llegaba hasta los hombros (las muestras obtenidas por el KGB habían sido enviadas a Razin), unos ojos azules, una nariz recta de cuatro centímetros y medio de longitud, ligeramente respingona, y una boca de seis centímetros y medio de longitud.

Las proporciones físicas de Vera Vavilova resultaban análogamente impresionantes. Un día después de haberse mudado a vivir a su recoleta casa, Razin le pidió que se pusiera un bikini y ordenó que un médico del KGB le tomara medidas. Medía un metro sesenta y cuatro de estatura, ochenta y un centímetros de busto, cincuenta y ocho centímetros de cintura y ochenta y ocho centímetros de cadera y pesaba cincuenta y nueve kilos. Su corto cabello era suave y rubio, tenía los ojos azules, una nariz recta de cuatro centímetros y siete milímetros de longitud ligeramente respingona, y una boca de seis centímetros y siete milímetros de longitud.

Pietrov mandó llamar a Razin. Había visto las cifras.

Las diferencias eran mínimas, muy escasas, pero las había. El cabello de Vera Vavilova tenía que crecer hasta los hombros y había que teñirlo de un tono ligeramente más oscuro. Su busto tendría que aumentar cuatro centímetros. La nariz se le tendría que acortar dos milímetros. Habría que eliminar la cicatriz de la parte, superior de la mejilla. Tendría que perder tres kilos de peso, dos centímetros de cintura y tres centímetros de cadera. ¿Se podría conseguir? Los cirujanos del Instituto de Cosmetología de Moscú aseguraron que sería fácil y sencillo. ¿Qué decía Vera Vavilova?

—No me importa perder peso —les dijo a Pietrov y Razin en el salón de su recoleta casa—. Pero no me agrada la idea de la cirugía estética. Una nariz más corta y un busto más grande para una simple película. ¿Por qué? ¿Por qué es necesario que sea exactamente igual que esta señora Bradford? Ya me parezco a ella lo suficiente tal y como soy.

—Repito que es necesario —dijo Pietrov en tono reservado—. Lo comprenderá mejor más adelante.

—¿No puede decir nada acerca de mí ahora mismo?

—Lo lamento… pero no —contestó Pietrov—. Por lo menos, no en este momento.

—¿Insiste usted?

—Debo insistir —dijo Pietrov—. No se arrepentirá.

Vera no tenía un carácter rebelde. Jamás había protestado de nada con anterioridad. Pensaba que había llegado todo lo lejos que había podido. Se encogió de hombros.

—Muy bien. Lo que usted diga.

Unos días más tarde, la operación de cirugía estética se llevó a cabo con éxito y a ella siguió un severo régimen alimenticio —fuera las patatas y todas las demás féculas—, combinado con ejercicios diarios de calistenia y gimnasia.

Cuando el médico del KGB volvió a tomarle las medidas a Vera Vavilova, sus proporciones equivalían exactamente a las de Billie Bradford.

Simultáneamente, en la lejana Washington, Andrew Bradford juraba el cargo de presidente de los Estados Unidos y Billie Bradford entraba en la Casa Blanca en calidad de primera dama.

Dos meses más tarde, a través de una cadena norteamericana de, televisión, Billie, Bradford acompañó a varios millones de telespectadores en un breve recorrido por los aposentos privados del segundo piso de la Casa Blanca y se mostró como una seria, ocurrente e ingeniosa comentarista histórica. El programa alcanzó un alto nivel de aceptación y contribuyó a aumentar la popularidad de la primera dama. Desde Nueva York, una copia del recorrido televisado de la primera dama fue enviado por vía aérea a Moscú. Allí, Pietrov, Razin y Vera Vavilova vieron la filmación en la sala de proyección privada. Tras la proyección, Vera Vavilova recibió la orden de presenciarla tres veces al día, por espacia de seis semanas consecutivas, la proyección de aquella película de diez minutos de duración. Tendría que estudiar y aprenderse de memoria todos los matices del lenguaje de la primera dama, todos sus gestos y movimientos, absorber toda su actuación e imitarla y ensayarla en el escenario cinematográfico en el que se habían reproducido los aposentos de la Casa Blanca.

Junto con esta tarea, Vera Vavilova seguía tomando lecciones de voz y porte. Mientras un instructor pasaba una y otra vez las grabaciones de los discursos y entrevistas de Billie Bradford, Vera Vavilova se esforzaba por asimilar el leve acento norteamericano occidental de la primera dama y por adquirir un timbre de voz más profundo y gutural. Aprendió también a imitar la leve cadencia de la vos de la primera dama y su risa contagiosa. Con la ayuda de otros instructores, en presencia de un montaje cinematográfico de Billie Bradford, la actriz rusa asimiló la madera de andar de la primera dama, sus graciosas piruetas cuando se volvía para hablar con alguien, su serenidad cuando no se movía y sus numerosos gestos.

Al cabo de seis semanas, Razin le dijo a su pupila:

—Se presentará usted en el escenario de la Casa Blanca mañana por la mañana a las ocho. Empezaremos el rodaje de la película.

—Entonces, ¿habrá realmente una película? —preguntó ella en tono zumbón.

Razin se sentía cautivado por ella, pero seguía mostrándose profesionalmente serio.

—Desde luego que sí, y usted será la estrella.

Cuatro semanas más tarde, una vez finalizado el rodaje, Pietrov presenció la proyección de la versión definitiva y consideró llegado el momento de dar el paso más trascendental. No podía seguir adelante sin una autorización oficial… y un presupuesto considerablemente más dallado.

Pietrov telefoneó al primer ministro Dmitri Kirechenko para solicitarle una cita especial para el día siguiente en la sala de proyecciones del Kremlin.

El primer ministro, habitualmente sereno e imperturbable, se mostró nervioso.

—¿La sala de proyecciones? No dispongo de tiempo para películas. ¿No puede esperar?

—Se trata de un asunto de alta prioridad.

—Mmm. Tengo ocupadas toda la mañana y toda la tarde.

—¿Y la noche?

—La noche, la noche… Garanin, Lobanov, Umyakov… cenarán conmigo.

Eran unos destacados miembros del Politburó.

Anatoli Garanin, especialmente era amigo del KGB y de sus proyectos.

—Tráigales también —dijo Pietrov—. Me bastará media hora antes de la cena.

El primer ministro lanzó un suspiro. Parecía cansado.

—Qué sea como usted dice. Mañana por la tarde a las siete y media. Sala de proyecciones.

El primer ministro colgó el teléfono.

A la tarde siguiente, Pietrov se encontraba en la espléndida sala de proyecciones del Kremlin a las siete y veintiocho minutos, sentado en la primera de la media docena de filas de butacas tapizadas de rojo oscura.

Había llevado consigo a Alex Razin y Razin se encontraba en la cabina, dando instrucciones minuciosas al operador. A las siete y treinta y cuatro minutos, llegó el primer ministro Kirechenko, acompañado de sus colegas del Politburó Garanin, Lobanov y Umyakov. Como siempre, el primer ministro resultaba una figura impresionante, con su metro setenta y nueve de estatura, sólido como una estatua de mármol e impecablemente vestido con un traje azul a rayas. Su rostro caballuno aparecía adornado por unas gafas sin reborde, un bigote pulcramente recortado y una barba puntiaguda corta que le conferían un leve parecido con el enemigo del Estado, León Trotsky.

Tomó asiento y también lo hicieron Garanin, bajito y parcialmente calvo, con cierto aire de intelectual, y Lobanov y Umyakov, que parecían unos prósperos hombres de negocios de mediana edad. Pietrov se había levantado para saludarles.

—Aquí estamos dijo el primer ministro. ¿Qué es eso tan trascendental?

—Un nuevo proyecto —contestó Pietrov—, algo extraordinario. Si se llevara a efecto, podría cambiar el rostro del mundo. Empieza con dos breves proyecciones cinematográficas.

Al ver que Razin salía apresuradamente de la cabina de proyección, Pietrov se sentó mientras Razin pasaba frente a él, hacía una seña a la cabina y se acomodaba tras el panel de control.

Las luces se apagaron. Un silencio total invadió la sala. La pantalla fue ocupada por Billie Bradford, deslizándose hacia el interior del Dormitorio Lincoln de la Casa Blanca.

—¿La reconoce usted, señor secretario? —preguntó Pietrov por encima del hombro.

—Es la nueva primera dama norteamericana —replicó el primer ministro—. Un deleite para la vista.

Desde la pantalla, la imagen de Billie Bradford empezó a relatar anécdotas relacionadas con la cama de palisandro de dos metros cuarenta de longitud y el mobiliario norteamericano de estilo victoriano adquirido por la esposa de Lincoln. La película mostró ahora a Billie Bradford, saliendo del dormitorio Lincoln y entrando en el Comedor del Presidente. Cuando finalizó la película, diez minutos más tarde, volvieron a encenderse las luces: Pietrov se medio volvió en su asiento plegable.

—Ésta es una reciente filmación televisada de la esposa del presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, acompañando a los telespectadores norteamericanos en un recorrido por los aposentos privados de la residencia del primer mandatario de los Estados Unidos. Ahora vamos a pasar nuevamente la película.

—¿Desde cuándo mi jefe de seguridad se ha convertido en un distribuidor cinematográfico? —preguntó el primer ministro echándose a reír mientras los restantes miembros del politburó hacían lo propio.

—Ya verá… ya verá usted mi verdadero propósito —dijo Pietrov.

Las luces volvieron a apagarse y la oscura sala de proyección se iluminó instantáneamente de una imagen de Billie Bradford en la pantalla, entrando en el Dormitorio Lincoln de la Casa Blanca, señalando los muebles históricos y relatando las anécdotas correspondientes. Mientras para dirigirse al Comedor del Presidente, se escuchó la voz impaciente del primer ministro.

—Pietrov, ¿qué ocurre? Nos está usted volviendo a pasar la misma película. Acabamos de verla.

—Ya lo sé —dijo Pietrov—. Le ruego que tenga un poco de paciencia durante unos minutos. Hay una razón.

La filmación en la que se mostraba a la primera dama de los Estados Unidos repitió exactamente lo que ya se había mostrado en la primera proyección. El primer ministro volvió a expresar su fastidio, rezongando en voz alta. La película terminó y volvieron a encenderse las luces.

El primer ministro estaba más que molesto. Miró enfurecido al jefe del KGB.

—Pietrov, ¿está usted loco? ¿Cómo se atreve a ocupar nuestro valioso tiempo, mostrándonos dos veces la misma película? Si lo hubiera hecho otra persona, me encargaría de que la enviaran a un manicomio. Será mejor que me facilite una buena explicación.

Pietrov se levantó sin inmutarse y se volvió del todo.

—Se la puedo facilitar —dijo.

—Maldita sea, hombre, desembuche de una vez.

Pietrov no se descompuso y se dirigió en tono pausado al primer ministro.

—¿Está seguro de haber visto la misma película, camarada Kirechenko?

—¿Cree que estoy ciego? La misma película proyectada dos veces.

—¿Con la primera dama en la primera película?

—Pues claro.

—¿Y con la primera dama en la segunda película?

—Sí, naturalmente —contestó el primer ministro exasperado.

Pietrov aguardó un instante y después dijo:

—Discúlpeme, pero está usted totalmente equivocado, camarada. En la primera película aparecía la verdadera primera dama norteamericana… Billie Bradford. En la segunda película aparecía una actriz rusa, Vera Vavilova, interpretando el papel de la primera dama norteamericana.

Pietrov pudo ver una expresión de asombro y perplejidad en los cuatro rostros que tenía delante.

El primer ministro rompió el silencio.

—¿Bromea usted?

—No bromeo en absoluto. En la primera película aparecía la esposa del presidente norteamericano, Billie Bradford. En la segunda película actuaba su doble soviética, la actriz Vera Vavilova encarnando el papel de la primera dama en un decorado que hemos construido y que reproduce algunas de las estancias privadas de la Casa Blanca. Mi ayudante, el señor Razin, podrá confirmar lo que estoy diciendo. Acaban de ver ustedes a la esposa del presidente en la ciudad de Washington.

Y acaban de ver a su doble en Moscú.

—Extraordinario dijo Garanin, mirando al primer ministro, sentado a su lado.

—Increíble —dijo el primer ministro, asintiendo. Se incorporó en su butaca—. Muy bien, Pietrov. Un buen juego de manos. Un engaño perfecto. ¿Qué se propone usted?

—Un engaño mucho más grande y atrevido —dijo Pietrov suavemente—. En determinado momento de los próximos años, en la escena política mundial, surgirá alguna crisis, una inevitable confrontación entre los Estados Unidos y la URSS. Tal como todos sabemos, la confrontación tendrá lugar en Corea, Boende o Irán. En aquel momento, o retrocederán ellos o retrocederemos nosotros; en caso contrario, habrá una guerra. En aquel momento, para asegurarnos la victoria, necesitaremos un arma secreta. Lo que ustedes acaban de ver en la pantalla puede ser nuestra arma secreta. Si disponemos de una mujer que se parezca como una gota de agua a la esposa del presidente, si podemos instalar a nuestra mujer en la Casa Blanca en lugar de la esposa del presidente durante un corto período sin que la estratagema se descubra, habremos conseguido disponer del más importante agente de espionaje de toda la historia. Estaríamos al corriente de todos los planes del presidente de los Estados Unidos, de su jefe de estado mayor y de sus expertos en asuntos bélicos.

Conoceríamos de antemano todos los proyectos y planes del enemigo. Nuestro triunfo en cualquier crisis estaría asegurado.

Durante unos largos segundos, reinó el silencio en la estancia.

Al final, la voz del primer ministro Kirechenko rompió el silencio.

—¿Es posible, realmente posible?

—¿Quiere usted decir si ella podría hacerlo realmente?

—¿Podría?

Pietrov asintió.

—Puede y lo hará llegado el caso. Ya ha visto usted la prueba. Es Billie Bradford. Permítame explicarle cómo ocurrió, cómo la preparamos, cómo tenemos previsto seguir preparándola y cómo pretendemos utilizarla.

Durante tres cuartos de hora, Pietrov expuso su plan sin detenerse y sin que nadie le interrumpiera.

Al terminar, estaba casi sin resuello.

—Ahí tiene usted, camarada Kirechenko.

—Pero ¿qué es lo que tengo? —dijo el primer ministro en voz baja—. Tengo a alguien que desea llevar a cabo esta arriesgada empresa en la vida real. ¿No es eso lo qué tengo? Una cosa es una película de breve duración. Sin embargo, esperar que ella pueda seguir desempeñando este papel durante varios días, semanas, y que, pueda salir airosa de la prueba es un disparate.

No tendría más remedio que equivocarse y cometer algún error. Un fallo en una película se puede volver a filmar y corregir, pero en la vida real…

—Camarada Kirechenko —le interrumpió Pietrov en tono apremiante—, ella no ha cometido el menor error, ni uno solo, durante la preparación de la película. No cometería uno en la vida real. Durante diez días, podría desempeñar el papel. Apostaría en ello toda mi carrera.

Kirechenko estudió al jefe del KGB.

—Si fracasara, le costaría a usted el pellejo.

—Lo sé.

—Si fracasara, su país y sus compatriotas correrían peligro.

—También lo sé.

—¿Y me lo sigue recomendando?

—Absolutamente —dijo Pietrov con gran seguridad—. Porque no fracasará. Confío en ella hasta este extremo. Alcanzará un éxito total. Cosechará para nosotros unos frutos, que no podríamos conseguir por ningún, otro medio. Nos revelará las estrategias y los secretos de la política norteamericana y los desarmará por completo. ¿Peligroso? Ciertamente lo es… Pero todas las grandes empresas históricas lo son, camarada.

—Un fallo nos podría desacreditar ante todo el mundo… —dijo Kirechenko— y conducirnos al borde de la guerra.

—Eso es verdad. Pero, si lo consiguiéramos, y estamos seguros de que lo conseguiríamos, es posible que ello nos garantizara el dominio de la Unión Soviética sobre los Estados Unidos durante las generaciones venideras.

El primer ministro permaneció sentado, perdido en sus pensamientos.

—Es una oportunidad de valor incalculable —le susurró Garanin, inclinándose hacia él.

Sin prestar atención a su asesor, el primer ministro levantó la cabeza y miró al jefe del KGB.

—Es usted muy convincente, camarada Pietrov —su mirada se desplazó hacia la blanca pantalla cinematográfica—. Y también lo es ella en estos momentos —sus ojos volvieron a clavarse en Pietrov—. ¿Qué le hace falta? —preguntó.

—Dos cosas. En primer lugar, su autorización para seguir adelante. Como es lógico, la decisión final de llevar adelante el proyecto o de abortarlo en el último momento le corresponderá a usted. Pero, ahora… su autorización.

—Ya la tiene —dijo el primer ministro con voz apenas audible.

—Y el dinero.

—Lo tiene.

De eso hacía casi tres años. Sentado junto a su escritorio, el general Pietrov salió de su ensueño y regresó al presente. Mañana empezaría la cuenta atrás.

En realidad, esta noche, puesto que el reloj de su escritorio le decía que ya era pasada la una de la madrugada. Otras setenta y dos horas. La espera resultaba casi insoportable.

Presa del nerviosismo, se levantó de detrás del escritorio. Era tarde y hubiera tenido que procurar dormir un poco en la habitación contigua. Sin embargo, sabía que su mente estaba demasiado despierta como para permitirle conciliar el sueño con facilidad. En su cerebro se agolpaban los acontecimientos de aquellos tres años. En realidad, había organizado algo así como un centro secreto de estudios superiores, un centro con una carrera de tres años de duración, una asignatura principal y una sola alumna. La asignatura principal había sido Billie Bradford. El cuerpo estudiantil había sido Vera Vavilova. Ahora, a punto de conseguir el titulo y con el mundo real directamente a la vista, Pietrov experimentó la súbita necesidad de ver al decano del centro. Sólo Alex Razin estaría en condiciones de saber si la alumna estaba preparada para enfrentarse con el mundo real. Pietrov necesitaba que le tranquilizaran y le reiteraran que nada había sido pasado por alto y que la alumna podría apañárselas. Se preguntó si Razin, noctámbulo como él, se encontraría todavía en su despacho.

Arriba, en el cuarto piso, en su monacal despacho del KGB —lámparas de techo con pantalla, paredes color verde pálido, desnudo pavimento de parquet—, Alex Razin apoyó verticalmente la vieja cartera de cuero marrón en una esquina del escritorio atestado de papeles e introdujo en ella unas carpetas de color beige con revestimiento rojo. Le había dicho a Vera que tal vez regresara tarde —y era tarde—, pero ella había insistido en permanecer despierta, aguardándole. Ahora, mientras se disponía a dejar su trabajo para pasar la noche con ella —la última noche que iban a pasar juntos en tres semanas—, observó que le temblaba una mano.

Una tensión implacable se había apoderado de él.

Mientras preparaba toda aquella arriesgada empresa junto con otros muchos, bajo las órdenes de Pietrov, la responsabilidad de la perfección había sido totalmente suya. A nivel humano, él, más que ningún otro de los que habían intervenido, se lo estaba jugando todo. Su alumna, el peón de aquella operación de superespionaje, no era urna simple agente sino la persona que más apreciaba y a la que amaba más que a ninguna otra en la tierra. Este hecho había dificultado doblemente su labor. La actuación de Vera tenía que ser impecable y su futuro inmediato tenía que ser seguro, no sólo para obtener una victoria en la guerra fría sino también para conservar su valiosa existencia para sí mismo y para ambos. La responsabilidad le hizo experimentar un estremecimiento de terror.

Cuando llamaron a la puerta y entró inesperadamente él general Pietrov, diciéndole que deseaba revisar ciertos aspectos de la fase de adiestramiento de Vera por última vez, Razin lanzó un suspiro de alivio. Aunque estaba deseando gozar del calor del cuerpo de Vera antes de que se la arrebataran, el hecho de tener una excusa para examinar una vez más su obra constituyó para él un alivio. Al igual que Pietrov, deseaba estar seguro, más allá de toda certeza, de que se habían previsto todas las posibles sorpresas. No le importaba retrasarse ulteriormente con Vera. En caso de que ésta se durmiera, la podría despertar y tener la certeza de que, gracias a sus desvelos, ella iba a estar más segura.

—Espero que no se encuentre usted demasiado cansado —añadió Pietrov, sentándose en el sillón que había frente al escritorio de su delegado.

—Para eso, no —contestó Razin—. Esperaba que se me ofreciera la oportunidad de repasar una vez más nuestros preparativos. Todas las precauciones son pocas. Tiene que ser absolutamente infalible.

Mientras Razin se acercaba al fichero, Pietrov dijo.

—Oh, es infalible, de eso estoy seguro, No sé por qué quiero repasarlo de nuevo. Tal vez quiera darme un gusto, complacerme en el trabajo bien hecho… antes de que ella se nos vaya de las manos.

Irse de las manos. Las últimas palabras de Pietrov provocaron la alarma de Razin. Abrió el cajón del fichero, rebuscó en su interior y sacó las tres abultadas carpetas del Proyecto Segunda Dama.

Las llevó al escritorio y las posó frente a Pietrov.

—Todo está aquí —dijo Razin—. Encontrará usted una copia de todos los memorándum, las hojas de progresos y las notas relativas a lo que teníamos que hacer y lo que hicimos, cubriendo las actividades de todas las semanas desde el día en que Kirechenko nos dio el visto bueno y nos asignó los fondos especiales.

Pietrov tomó la abultada carpeta superior y la abrió sobre sus rodillas.

—Déjeme echar un vistazo a los puntos más importantes. No tardaré mucho. ¿Tiene usted un trago?

—Sí, pero no hielo.

—El hielo sólo sirve para diluirlo —mientras Razin llenaba un vaso de vodka para Pietrov y otro para él, el jefe del KGB empezó a estudiar los documentos relativos a las primeras fases—. Ya me acuerdo —dijo.

Empezamos con la Casa Blanca, realizando buena parte de la reconstrucción a escala exacta. Tardamos mucho, resultó muy costoso y muy difícil.

Razin acercó un sillón al de Pietrov y miró por encima del hombro de éste.

—Pero fue auténtico —dijo Razin—. Una vez tuvimos en nuestro poder los últimos planos de remodelación y las fotografías más recientes, me pareció que todo iba bien —se reclinó en el sillón, ingiriendo un sorbo de la bebida—. Lo único que me preocupó fue la reproducción a escala más reducida de algunas de las estancias para ahorrar gastos y tiempo. Siempre he temido que se pudiera desorientar al encontrarse en las verdaderas habitaciones.

—Ella ha asegurado que no tendría problemas.

—Tal vez no —dijo Razin.

El arquitecto y los constructores habían reproducido casi todo el interior de la Casa Blanca, la planta baja, el primer piso y el segundo. Tres de las fachadas exteriores no habían sido más que unas paredes lisas (de nuevo, para ahorrar gastos y tiempo), pero el Pórtico Sur, la zona exterior del Despacho Ovalado y la Rosaleda se habían reproducido con toda fidelidad al original.

Razin estaba volviendo a mirar por encima del hombro de Pietrov.

—Después, como usted puede ver, duplicamos el número de nuestros agentes e informadores en Washington y aumentamos el número de los que actuaban por todo el país. Mientras aquí se realizaba la reconstrucción, iniciamos allí una intensiva labor de averiguación de datos.

Los materiales necesarios habían sido enviados a Moscú en grandes cantidades, en una interminable corriente de trascendental información. En general, la tarea había sido relativamente fácil. Más grabaciones de la voz de Billie Bradford para que Vera Vavilova siguiera estudiando. Más filmaciones de Billie Bradford en acción en el interior de la Casa Blanca y en público. Una y otra vez le habían mostrado a Vera películas y grabaciones de la primera dama de los Estados Unidos y Vera había imitado y ensayado las expresiones faciales, los gestos y las peculiaridades de Billie Bradford. Lo que ya se sabía no se daba por descontado.

Las grabaciones se pasaban una y otra vez para captar y estudiar no sólo el timbre de voz de la primera dama sino también para aprender su preferencia por el uso de palabras, frases, modismos y repeticiones.

El físico de la verdadera primera dama era controlado semana a semana para descubrir una posible nueva arruga en la frente, un peinado recién adoptado e incluso el más leve aumento o la más leve reducción de peso. Cada cambio que ocurría allá lejos, era seguido por un cambio en Vera Vavilova en Moscú.

Otros aspectos del físico de la primera dama, los que permanecían ocultos a los observadores externos, eran también objeto de consideración. Se efectuó un asalto secreto a su compañía de seguros y se localizaron y copiaron los impresos de solicitud y las pólizas por si figurara en ellos, algún dato relativo a alguna deformación o defecto oculto. El despacho del médico de la Casa Blanca, doctor Rex Cummings, fue visitado también y se fotografiaron los informes de las revisiones médicas de la primera dama por si éstos contuvieran algún dato acerca de alguna posible enfermedad crónica.

Durante muchos meses, hubo una inquietante laguna.

Los amigos y conocidos podían ser engañados por una réplica de una Billie Bradford vestida o semivestida.

Pero ¿qué decir del médico o de su marido el presidente, sobre todo del presidente, que la verían desnuda? ¿Cómo debía ser la primera dama desnuda?

Sería necesario averiguarlo para que Vera Vavilova pudiera llevar felizmente a término su simulación incluso desnuda. Razin había meditado acerca del problema y, al final, se le había ocurrido una idea.

Recordaba haber visto, en una revista italiana para hombres, cinco fotografías en color de Jacqueline Kennedy, entonces Onassis, de cuerpo entero y totalmente desnuda. La antigua primera dama estadounidense estaba tomando, el sol sin ropas en su refugio griego de la isla de Skorpios. Un fotógrafo italiano, desde una barca de pesca a cierta distancia de la costa, había utilizado una cámara provista de una poderosa lente telescópica para captarla desnuda. Las imágenes de Jacqueline Kennedy resultaron ser extra ordinariamente reveladoras, mostrando claramente sus pequeños pechos y sus pezones pardo oscuro, sus redondas nalgas y la alargada extensión de vello que le cubría el montículo vaginal. Recordando aquellas fotografías, Razin pensó que, si pudiera obtener unas fotografías similares de la nueva primera dama Billie Bradford, su problema estaría resuelto.

Unos insistentes rumores señalaban, que, cuando se encontraba en privado en algún lugar de vacaciones, Billie Bradford gustaba de nadar desnuda. Razin contrató a un fotógrafo, con una poderosa lente telescópica ajustada a la cámara, para que siguiera cuidadosamente a Billie Bradford en todas sus vacaciones. El fotógrafo había seguido a la primera dama a Miami Beach y a Malibu y, en ambas ocasiones, tanto si había nadado desnuda como si no, el follaje o bien otros obstáculos la habían mantenido apartada de su vista. Durante su segundo año de permanencia en la Casa Blanca, quiso la suerte que Billie Bradford se fuera a pasar una semana de vacaciones en Sicilia. En su calidad de huésped del embajador de Italia en los Estados Unidos, se puso a su disposición una caleta y una playa privada: A la tercera mañana temprano, había emergido de la caseta enfundada en una ligera bata azul, había llegado al anillo de arena y se había desprendido de la bata. Después permaneció desnuda, dando perezosamente vueltas sobre la arena para disfrutar del resplandor del sol. El intrépido fotógrafo de Razin se encontraba al acecho sobre el ardiente tejado de una lejana casa, apuntando con la lente telescópica a la desnuda primera dama.

Cuando se recibieron las fotografías frontales de la primera dama desnuda, Razin se entusiasmó. La semana anterior ya había dispuesto que se tomaran unas fotografías frontales de Vera Vavilova desnuda. Las fotografías eran excelentes y Razin se había excitado.

Una vez con las dos series de fotografías en su poder, Razin colocó en hilera las fotografías de Billie Bradford desnuda y, debajo de ellas, las fotografías de Vera Vavilova desnuda. Después, Razin las examinó con una lupa, comparándolas entre sí. Los firmes y redondos bustos de ambas eran idénticos, los pezones aproximadamente iguales. Los ombligos y los vientres no se hubieran podido distinguir el uno del otro.

Momentos más tarde, Razin descubrió una diferencia en los cuerpos desnudos; una pequeña diferencia y después otra. En el costado inferior derecho de Billie Bradford había una pequeña señal. En el de Vera no había ninguna señal. Además, la extensión de los triángulos de vello púbico era diferente: el de Billie Bradford formaba un bulto más alto y más ancho que el de Vera. Razin mandó llamar a un médico para que estudiara las fotografías mediante una lupa. El médico así lo hizo. La señal del cuerpo de Billie Bradford, que no se observaba en el de Vera Vavilova, fue de muy fácil identificación. La señal del cuerpo de la primera dama estadounidense era una cicatriz, consecuencia de una apendicectomía. La solución consistiría en someter a Vera Vavilova a una intervención en cuyo transcurso se le practicaría una incisión con un bisturí para reproducir con exactitud la cicatriz de la primera dama.

En cuanto a las diferencias de contorno y desarrollo del vello del pubis, el médico opinaba que éstas también, se podrían resolver. Se añadiría más vello y se trasplantaría a la parte superior del pubis de Vera.

Fue más fácil decirlo que hacerlo. Poco antes de que se adoptaran estas decisiones, Vera Vavilova se había resistido a posar desnuda para los fotógrafos. Razin había vencido sus recelos, convenciéndola de que aquellas fotografías artísticas servirían para un importante propósito que muy pronto le sería revelado.

Sin embargo, al comunicársele que tendría que someterse a una intervención quirúrgica y que se le tendría que trasplantar vello en el pubis, Vera Vavilova se mostró inflexible.

Pietrov había pensado en la posibilidad de revelarle la verdad acerca de su papel, inmediatamente después de haber recibido la autorización del primer ministro.

Pero lo había seguido aplazando porque deseaba mantener el proyecto en secreto el mayor tiempo posible, Sabía que no podría seguir ocultándoles indefinidamente su verdadero propósito a Vera Vavilova y Alex Razin. Se les estaba exigiendo demasiadas cosas como para que se les pudiera ocultar a ambos la verdad.

Pietrov había decidido revelarles la verdad una vez hubiera finalizado la reproducción de la Casa Blanca que se estaba construyendo en el escenario cinematográfico.

Pero aquel momento ya había llegado y quedado atrás y Pietrov seguía sin decir palabra. Sin embargo, cuando Razin acudió a él para exponerle la necesidad de practicar una intervención quirúrgica y un trasplante de vello y decirle que Vera se había opuesto a ambas cosas, Pietrov comprendió que ya no podría seguir ocultándoles por más tiempo la verdad.

Se reunieron a última hora de la tarde, tras una larga jornada de ensayos. Se acomodaron en el salón de la residencia de Vera, cada uno de ellos con una copa en la mano.

Pietrov se había dirigido en primer lugar a Razin.

—¿Sabe usted qué está ocurriendo? ¿El propósito que se oculta tras lo que estamos haciendo?

—Creo que ya lo he adivinado había replicado Razin.

—¿Y usted? —preguntó Pietrov, volviéndose hacia la actriz—. ¿Lo ha adivinado?

—Sé que no va usted a hacer otra película —había contestado ella—. Supongo que se trata de algún asunto del KGB que yo no entiendo.

—No anda usted desorientada —había dicho Pietrov—. Ahora que ya está metida en ello… ahora que creo poder confiar en usted… se lo diré.

Les reveló a Razin y a ella todo el plan, desde el comienzo del proyecto hasta aquel momento decisivo.

No omitió nada. Lo contó todo. Reconoció que tal vez no sirviera de nada, que tal vez no fuera necesario en todo el transcurso de la permanencia de la señora Bradford en la Casa Blanca. Pero había muchas probabilidades de que se pudiera utilizar. Eran inminentes varias importantes confrontaciones entre la Unión Soviética y la Casa Blanca que tal vez alcanzaran su punto culminante el próximo año. Era necesario estar preparados para dicha eventualidad.

—Cuando ello suceda —terminó diciendo—, usted sustituirá a Billie Bradford en la Casa Blanca en calidad de primera dama de los Estados Unidos durante un breve período. Será el más importante papel que actriz alguna haya desempeñado jamás… y… el más peligroso.

Razin no se había inquietado. Porque Razin era inteligente y ya lo habría adivinado todo, exceptuando los detalles. La que le preocupaba era Vera Vavilova. Ya hacía tiempo que había comprobado su firmeza y lealtad, pero no sabía hasta qué extremo llegaban. Ahora lo iba averiguar.

Tras la revelación de la verdad, había esperado que ella hiciera alguna mueca, frunciera el ceño o bien expresara alguna duda.

Pero ella había permanecido sentada muy inmóvil y con rostro inexpresivo.

Tras un intervalo de silencio, él le había dicho:

—¿Y bien, camarada Vavilova?

—Seguiré con el papel —había dicho ella—. Me gusta. Nunca se me ofrecerá otro mejor.

Tras lo cual, Vera acudió al hospital para someterse a la intervención y al trasplante.

Tan pronto como Vera hubo sido dada de alta en el hospital, los agentes del KGB en los Estados Unidos enviaron con retraso un paquete final con detalles relativos al cuerpo de Vera. El paquete contenía varias cosas: copias de radiografías dentales de Billie Bradford y una reproducción de las impresiones en yeso de su dentadura superior e inferior. El dentista del primer ministro Kirechenko las estudió y comparó con las radiografías y las impresiones dentales de Vera.

—Unas alineaciones extraordinariamente parecidas —afirmó el dentista ruso—, exceptuando las muelas posteriores.

—¿Las de atrás quiere usted decir? —preguntó Razin.

—Sí. Las de la camarada Vavilova están un poco desviadas y no coinciden exactamente.

—¿Podría verlas alguien o bien observar la diferencia? —preguntó Razin.

—Sólo un dentista.

Razin reflexionó. Cuando Vera sustituyera a Billie, lo haría durante un breve período y no era probable que necesitara a un dentista. En caso de que le dolieran las muelas, tendría que aguantarse. Si, por alguna inimaginable razón, tuviera que ver a un dentista, ello tendría lugar en una capital extranjera y no ya en Washington, donde residía el dentista de Billie Bradford.

—¿Hay alguna otra cosa? —preguntó Razin.

—Se observa una importante discrepancia en las radiografías: Todos los dientes de la camarada Vavilova son suyos. Jamás han sido sometidos a ningún proceso.

En cambio, el primero y el segundo bicúspide inferior izquierdo y la primera muela de la señora Bradford hada sido vaciados y empastados. Es la única diferencia evidente entre ambas dentaduras.

El hecho inquietó a Razin.

—¿Se podría conseguir que los dientes de esta parte de la dentadura de la camarada Vavilova se parecieran a los de la señora Bradford?

—Vaciándolos y empastándolos, sí, ciertamente.

Razin aborrecía tener que comunicarle a Vera la necesidad de perder tres dientes sanos y de empastarlos y no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción. Para su inmenso alivio, Vera se mostró comprensiva y dispuesta a colaborar. Ahora ya estaba obsesionada con la idea de interpretar el papel a la perfección.

Todos aquellos acontecimientos que habían punteado el desarrollo del proyecto volvieron ahora a la mente de Razin mientras éste permanecía sentado en su despacho al lado de Pietrov, tomando un trago y observando cómo el jefe del KGB revisaba los papeles, pasaba las páginas, asentía, sonreía, pensando a veces y a veces hablando.

Fue en esta fase, recordó Razin, cuando Vera se convirtió de una actriz soviética que estaba tratando de representar el papel de una estadounidense en una persona que vivía y pensaba como una estadounidense.

Sólo estaba autorizada a hablar en inglés, a vestir prendas norteamericanas (con excepción de las que se habían importado de la casa Ladbury de Londres) y a comer alimentos norteamericanos. A la hora del desayuno, bebía zumo de tomate y comía cereales enlatados sin azúcar importados de los Estados Unidos y leía las ediciones del día anterior del New York Times y del Washington Post. Cuando ponía discos, se trataba siempre de clásicos de la música norteamericana o bien de éxitos actuales de los Estados Unidos. Cuando encendía su televisor de circuito cerrado, sólo podía ver noticiarios norteamericanos grabados en «videotape», comedias de ambiente norteamericano, programas hablados norteamericanos y pases de películas norteamericanas.

La habían inundado de material relacionado con Billie Bradford, pero nunca la habían abrumado. Era una alumna muy rápida, lista e inteligente y dueña de una fantástica memoria. Se educó a sí misma, asimilando la educación elemental, superior y universitaria de Billie Bradford. Leyó los exámenes de Billie Bradford, sus trabajos a lo largo de los cursos, sus periódicos y anuarios escolares. En las personas de actores rusos (que creían estar sometiéndose a unas pruebas o un ensayo con vistas a una película, realizando cada uno de ellos una breve actuación antes de ser sustituido), tuvo ocasión de conocer a los antiguos compañeros de escuela, maestros, instructores y profesores de la primera dama.

Le facilitaron información acerca de su familia inmediata, su padre, su hermana, su cuñado, su sobrino y su madre muerta hacía una década, el perro de la familia, sus tías, tíos y parientes lejanos de Los Ángeles, Denver, Chicago y Nueva York. Poco a poco, la información se extendió a sus tiendas preferidas, a sus amigos y amistades del pasado y del presente. Los estudios se ampliaron hasta incluir a los colaboradores en la campaña presidencial de su marido, al personal de la Casa Blanca, a los ayudantes de su marido, a los miembros del gabinete, a otros funcionarios de departamento, a congresistas y a la prensa de Washington.

Y, por encima de todo, recibía una diaria instrucción acerca de los antecedentes, caprichos, prejuicios y costumbres de su marido Andrew Bradford y de todo lo que se había podido averiguar a propósito de las relaciones íntimas entre ambos.

Aquí, una vez más, Razin tropezó con un obstáculo que a punto estuvo de obligar a Pietrov a abandonar el proyecto. Durante más de dos años, Razin había estado intentando averiguar algo, lo que fuera, acerca de la vida sexual de los Bradford. Si Vera tenía que sustituir a Billie Bradford, tendría que conocer de qué manera se comportaba Billie en la cama con su marido. ¿Cuál era el comportamiento de ambos? ¿Se entregaban a un acto sexual normal y, en este caso, con cuánta frecuencia?

¿Era Billie dócil o agresiva? ¿Eran aficionados él o ella a entregarse a una amplia variedad de las llamadas perversiones sexuales? Y, sin embargo, en el transcurso de los dos primeros años, tras haber encomendado la tarea a distintos agentes, Razin no había logrado averiguar cosa alguna. A medida que pasaba el tiempo, Pietrov empezó a comprender que, sin conocer este aspecto de la vida de Billie Bradford, Vera no tendría ninguna posibilidad de alcanzar el éxito como no fuera por puro azar. Y no se podía dejar ningún margen al azar.

Desesperado, Razin trató de hallar algún medio de soslayar el problema sexual. Tal vez el presidente Bradford sufriera un accidente que le mantuviera imposibilitado durante un mes. Pero cabía la posibilidad de que aquel accidente le obligara a aplazar también una conferencia y unas conversaciones con Kirechenko. Esta solución no era una solución y se descartó. Tal vez la propia Billie pudiera sufrir un accidente que no hiciera probable las relaciones sexuales durante tres o cuatro semanas. Mientras se discutía esta posibilidad, a Razin se le ofreció una magnífica ocasión.

Un bien remunerado agente estadounidense del KGB en Washington, en la propia Casa Blanca, había oído algunos rumores de secretarias según los cuales la joven enfermera pelirroja del doctor Cummings actuaba de vez en cuando en calidad de amante ocasional del presidente. Se llamaba Isobel Raines y era propietaria de una pequeña villa (cuyo coste estaba muy por encima de sus medios) en Bethesda, Maryland. El KGB la sometió inmediatamente a vigilancia, mientras revisaba su pasado. Muy pronto se pudo averiguar que, siempre que la primera dama se ausentaba de la capital, el presidente acogía en su cama a la señorita Raines hasta la madrugada. Poco después de confirmarse este dato, el KGB pudo poner a punto un dossier acerca de las pasadas actividades de Isobel Raines. Había un período desagradable. Cinco años antes, la señorita Raines había vivido con un conocido jefe de la mafia de Detroit. Había llegado el momento de visitar a la señorita Raines.

Los eficientes funcionarios del KGB, miembros de la Rezidentura de la Embajada soviética en Washington, uno de ellos apellidado Grishin y el otro Ilf, se desplazaron a Bethesda para hacerle una visita de carácter social a Isobel Raines. La conversación subsiguiente había sido bastante clara. Los agentes del KGB apenas se molestaron en disimular que aquello era un chantaje. A pesar de su sorpresa ante el hecho de que su secreto pasado en Detroit ya no fuera un secreto y a pesar de constarle que cualquier información acerca de su pasado daría al traste con el maravilloso puesto que ocupaba en la Casa Blanca, Isobel Raines se mostró firmemente leal al presidente y a su esposa. Por alto que fuera el precio que tuviera que pagar, no comentaría los hábitos sexuales del presidente ni lo que ella había oído comentar acerca del comportamiento de su esposa.

Reconoció haber mantenido algunas relaciones sexuales con el presidente, pero sólo cuando la primera dama se encontraba ausente de la ciudad o… o recientemente, cuando había estado enferma y no podía hacer nada con él.

Tras informar a Razin en Moscú de su visita a la señorita Raines, Grishin e Ilf preguntaron qué deberían hacer a continuación. Un detalle de su informe había despertado la curiosidad de Razin, infundiéndole esperanza: el detalle relacionado con la reciente enfermedad de la primera dama por la que ésta se había visto en la imposibilidad de mantener relaciones sexuales. Razin estableció contacto con sus agentes en Washington y les ordenó que no comprometieran a Isobel Raines y no la volvieran a visitar hasta recibir instrucciones en este sentido.

Ahora, en su despacho, sentado al lado de Pietrov, que sostenía en la mano el viejo informe, Razin recordó lo que había ocurrido a continuación. Crecientemente nervioso a causa de la falta de información acerca de la vida sexual de Billie Bradford, sin saber qué hacer, Razin tropezó con una oportunidad y la aprovechó. Poco antes de emprender viaje para participar en la cumbre de Londres, mientras su esposa se encontraba en Los Ángeles, el presidente había gozado de Isobel Raines en su cama de la Casa Blanca. La noche siguiente, un ayudante presidencial había sido sorprendido con una prostituta. El presidente lo había destituido inmediatamente de su cargo. En el transcurso de la rueda de prensa de la mañana siguiente, al ser preguntado acerca de su ayudante, el presidente les había largado a los reporteros un sermón acerca de la moralidad en el gobierno.

Razin no pasó por alto el detalle en Moscú. Isobel Raines tendría ahora más miedo que nunca. Había llegado el momento de que Grishin e Ilf le hicieran otra visita.

Isobel Raines estaba en efecto muy nerviosa y asustada. En caso de que se negara a hablar, se daría a conocer su propia inmoralidad y ello perjudicaría al presidente y destruiría su propia carrera. Esta vez habló.

No mucho, pero un poco, lo suficiente. Insistió en que no sabía nada acerca del comportamiento sexual de la señora Bradford con su marido. El presidente no solía hablar de tales cosas. La había llamado a su cama porque necesitaba una satisfacción sexual que su esposa no podía proporcionarle en aquellos momentos. Le había dicho a Isobel Raines que su esposa tenía cierto problema y que el ginecólogo le había ordenado evitar toda actividad sexual durante seis semanas, hasta que dispusiera de los resultados de los análisis.

Sin saberlo, Isobel Raines le había facilitado a Razin lo que éste quería. En el transcurso de las tres semanas en las que Vera Vavilova iba a interpretar el papel de la primera dama, no podría haber ninguna relación sexual entre ella y el presidente.

El último obstáculo del Proyecto Segunda Dama se había eliminado. Pietrov estaba entusiasmado, Razin se mostraba complacido y Vera Vavilova se sentía aliviada.

Todo ello mientras Vera seguía aprendiendo y ensayando, trabajando sin cesar de la mañana a la noche. Su trabajo adquirió muy pronto un carácter más febril. Porque, mientras estudiaba a las personas y los acontecimientos del nuevo pasado, tenía que habérselas también con otras personas y acontecimientos del presente. África llevaba algún tiempo siendo la manzana de la discordia entre las dos potencias mundiales y ahora de repente Boende se había convertido en un nombre habitual de su vocabulario. Boende era una nación independiente del África central, muy rica en uranio. Tanto los Estados Unidos como la URSS necesitaban uranio. Boende, una democracia con un presidente electo llamado Mwami Kibangu, mantenía estrechos lazos con los Estados Unidos. En su frontera norteña, unas numerosas fuerzas rebeldes —el Ejército Popular Comunista, dirigida por el coronel Nwapa, que había recibido adiestramiento en Moscú—, estaban aguardando una señal soviética para invadir el país y hacerse con el control del mismo a través de una revolución. La Unión Soviética estaba dispuesta a proporcionar armas a los rebeldes. Era necesario averiguar qué cantidad de armas habían proporcionado los Estados Unidos a las tropas gubernamentales de Kibangu. Las posibilidades futuras eran muy amplias, no sólo uranio en cantidad sino también el control del corazón de África.

Al agravarse la confrontación, el primer ministro Kirechenko mandó llamar a Pietrov para hacerle una consulta tranquilizado por éste, Kirechenko dio el primer paso. Sugirió la celebración de una conferencia cumbre de dos días de duración, con unas delegaciones encabezadas por el presidente estadounidense y él mismo que se reunirían un país neutral tan pronto como fuera posible, en beneficio, de la paz mundial. El presidente Bradford no tuvo más remedio que aceptar la propuesta. Después vinieron los detalles técnicos, el más importante de los cuales fue la elección del lugar en el que se iba a celebrar la cumbre. Se iniciaron así los habituales forcejeos preliminares. Se sugirieron las Ciudades de Helsinki, Ginebra y Viena y las tres fueres rechazadas por uno u otro lado por distintas razones. El primer ministro Kirechenko hizo entonces una sorprendente y astuta sugerencia. A pesar de que los estadounidenses habían sido aliados de los británicos durante muchos años, la Unión Soviética había firmado recientemente varios importantes acuerdos con Gran Bretaña y la amistad entre ambos países jamás había sido más cordial. Para subrayar su confianza en los británicos y para desarmar al mismo tiempo a los conservadores del ala derecha de los Estados Unidos, Kirechenko sugirió que la cumbre se celebrara en Londres. Pillado por sorpresa, el presidente Bradford no pudo poner ningún reparo. La reunión se iba a celebrar por tanto en Londres. El presidente Bradford propuso entonces una fecha y el primer ministro Kirechenko la aceptó de inmediato.

Algunas semanas más tarde, casi como si se hubiera tratado de una nueva ocurrencia, la esposa del primer ministro soviético Ludmila Kirechenko anunció que una semana antes de la cumbre de Londres iba a invitar a las dirigentes femeninas de todo el mundo a asistir a una Reunión Internacional de Mujeres de tres días de duración, a celebrar en Moscú. El tema de la reunión iban a ser los derechos femeninos actuales y futuros. A pesar de los recelos que a Billie Bradford le inspiraban todos aquellos viajes y actividades en tan breve plazo de tiempo, el tema de los derechos femeninos le interesaba muchísimo. No le era posible rechazar la invitación. Se contó entre las primeras que prometieron asistir.

Aunque la Reunión Internacional de Mujeres se había organizado y programado exclusivamente en beneficio de Vera Vavilova, la preparación de ésta no se vio afectada por la reunión puesto que no iba a desempeñar en ella ningún papel. En cambio, la cumbre de Londres que se celebraría a continuación iba a representar para Vera una sobrecarga de trabajo.

Nuevos nombres entraron en su vida, los que ya conocía y otros a los que tal vez conociera y acerca de los cuales tenía que aprender detalles. Le iban llegando los resultados de nuevas investigaciones. Súbitamente, Vera tuvo que familiarizarse con Londres, ciudad con la que Billie Bradford estaba familiarizada y con la que Vera Vavilova no lo estaba. Y le fue presentada toda una serie de nuevos personajes tales como la reina de Inglaterra, el primer ministro británico Dudley Heaton, su esposa Penelope Heaton, el primer secretario británico Ian Enslow, el presidente boendés Kibangu y su embajador en Gran Bretaña Zandi.

Todo ello figuraba en los documentos que Pietrov había estado revisando en el despacho que Razin ocupaba en la central del KGB.

Pietrov sostenía en la mano el último documento de la última de las tres carpetas. Era el último memorándum mecanografiado de Razin acerca del ensayo general que Vera Vavilova había realizado hacía nueve horas.

Pietrov posó de nuevo la tercera carpeta sobre el escritorio, apuró el último centímetro de whisky que quedaba en su vaso y sacudió su poderosa cabeza.

—Menudo esfuerzo. Tres años de trabajo. Espero que haya valido la pena —se levantó muy despacio.

Muy bien hecho, Razin. Ningún hueco, ningún fallo. Me parece perfecto.

—A mí también —dijo Razin.

—La primera dama llega mañana… mejor dicho, hoy.

Nosotros ya no tenemos nada que ver. A partir de ahora, todo será la segunda dama. Bueno, gracias y buenas noches.

Una vez Pietrov se hubo marchado, Razin guardó las carpetas y cerró el archivador. Después cerró la cartera.

Algo cruzó por su imaginación. En su calidad de ateo, jamás había rezado desde que se había convertido en ciudadano ruso, pero lo que cruzó por su imaginación fue una oración aprendida en los Estados Unidos en el regazo de su madre. Hacía mucho tiempo. Una oración, una oración por la seguridad de su querida Vera.

Eran las 2.23 de la madrugada cuando Alex Razin llegó junto a la alta valla y la verja de las afueras de Moscú y dos centinelas nocturnos del KGB le franquearon el paso al área restringida. Avanzó con su automóvil por el camino de grava que discurría frente a la reproducción de la Casa Blanca —la última vez que iba a verla en pie, puesto que la iban a derribar a primeras horas de la mañana— y siguió las amarillentas luces que conducían a través de la oscuridad hacia la cuadrada casa de madera de dos plantas que se levantaba en la parte de atrás.

Tras aparcar en proximidad de la entrada principal, buscó en el bolsillo de la chaqueta una de las tres llaves (Pietrov tenía la tercera) del escondrijo y entró en el vestíbulo. Cruzando el salón, subió por la escalera que conducía al dormitorio y entró suavemente.

Vera le había dejado encendidas dos lámparas de pie y una rendija de luz se filtraba a través de la puerta entreabierta del cuarto de baño. El dormitorio era espacioso y cómodo, amueblado en primitivo estilo norteamericano. Pietrov no había reparado en gastos para el mobiliario. Quería lo mejor para su estrella.

Creía que toda la habitación tenía que recordarle a ésta que iba a ser una estadounidense.

Razin contempló la cama de matrimonio.

Suponía que ella ya estaría durmiendo, y efectivamente lo estaba. Permanecía tendida de lado, parcialmente cubierta por la manta, dándole la espalda desnuda. Razin podía oír su suave y regular respiración.

Se quitó los zapatos y se encaminó hacia el cuarto de baño. En la blancura fluorescente de la estancia, descubrió un trozo de papel junto a la pila. Contenía una nota escrita a lápiz para él: