Sentada allí, empezó a sentirse mejor. El suplicio ya casi había terminado.
La disposición del mobiliario Luis XVI del Salón Ovalado Amarillo se había cambiado. Permanecía sentada muy erguida y alerta en el centro del sofá, a rayas, de espaldas a la ventana arqueada y a la extensión de césped del sector sur del jardín, frente a por lo menos veinte reporteras y cuatro reporteros de la Casa Blanca, la mayor parte de ellos en sillas plegables, casi todos implacables.
Se había acomodado entre Nora Judson, su secretaria de prensa y amiga, y Laurel Eakins, su secretaria de citas, que la apoyaba y alentaba. Pero el peso lo había soportado ella sola. Desde que se había convertido en primera dama sólo había concedido cuatro conferencias de prensa en dos años y medio.
Ésta, celebrada a instancias de su marido («una mayor apertura nos podría ser útil a los dos»), era la quinta.
Como consecuencia de su largo silencio, la prensa había llegado con un exceso de preguntas.
A pesar de que no había disfrutado del menor respiro en el transcurso de la última hora, casi todas las preguntas habían sido fáciles y frívolas. ¿Era cierto que había seguido una dieta baja en hidratos de carbono?
¿Tenía previsto reanudar sus clases de tenis?
¿Participaría activamente en la campaña de su marido en las primarias? ¿Confiaba el presidente en ella y le pedía su opinión acerca de los asuntos de Estado? ¿Qué novelas había leído últimamente? ¿Tenía alguna opinión acerca de las actuales modas femeninas? ¿Seguía siendo todavía Ladbury de Londres su modisto preferido?
¿Cuál era su reacción ante las recientes encuestas de opinión según las cuales ella era ahora la mujer más popular del mundo? Y así sucesivamente, sin ninguna pausa.
Ahora una corpulenta mujer con el nasal acento de Texas le estaba dirigiendo una pregunta seria.
—Señora Bradford, en relación con el anuncio según el cual asistirá usted a la Reunión Internacional de Mujeres en Moscú esta semana antes de acompañar a su marido a la cumbre de Londres…
—¿Sí?…
—¿Ha modificado usted sus puntos de vista sobre la enmienda relativa a la igualdad de derechos o sobre el tema del aborto? ¿Y hablará usted de estas cuestiones en Moscú?
Notó que su secretaria de prensa se removía inquieta a su lado, pero hizo caso omiso de la advertencia y siguió adelante.
—Tengo intención de comentar ambos temas cuando hable en la reunión. En cuanto a mis puntos de vista, debo decir que no han cambiado en absoluto. Sigo creyendo que hace tiempo que se les debe a las mujeres la igualdad de derechos en los Estados Unidos y que cada día se nos respalda más a este respecto: En cuanto al tema del aborto, hay mucho que decir en favor de una y otra postura —se detuvo para escuchar él suspiro de alivio de su secretaria de prensa, y prosiguió—. No obstante, pienso que debiera haber ninguna legislación en contra del aborto. Creo que tiene que ser una decisión individual que cada mujer debe adoptar por su cuenta…
—¿Hablará de ello en Moscú?
—Sin duda alguna. También trataré de establecer, sobre la base de las estadísticas de que disponga, cuál es actualmente la postura de las mujeres de los Estados Unidos acerca de ambas cuestiones.
Se había levantado ahora otra reportera, alta y huesuda. Habló con un modulado acento de Boston.
—Señora Bradford, ¿puede decirnos qué otras cosas espera usted discutir en la Reunión Internacional de Mujeres?
—Las mujeres en el sector laboral norteamericano.
Las mujeres en nuestras fuerzas armadas. Oh, infinidad de cuestiones. Tendré listo un informe muy exhaustivo cuando regrese.
La redactora jefe del The York Times se levantó.
—Tengo entendido que va usted a permanecer tres días en Moscú. ¿Puede decimos qué otras actividades piensa desarrollar, aparte las reuniones?
—Bueno, puesto que va a ser mi primera visita a la Unión Soviética, espero disponer de tiempo para efectuar algunas visitas a lugares de interés…, pero creo que Nora les podrá informar mejor acerca de mi programa.
Miró a Nora Judson y su secretaria de prensa tomó el relevo con celeridad, eficiencia y brillantez.
Billie Bradford se reclinó por primera vez en el sofá, suspirando de alivio. Aquel día, sobre todo desde el mediodía hasta entonces, había estado tan ocupada y tan dominada por la inquietud que no se había dado cuenta hasta aquel momento de lo agotada que estaba realmente. Se sentía desaliñada. Bajó la mirada para contemplar el suéter; de cachemira azul claro y la falda plisada de color azul más oscuro. Ambas prendas ofrecían todavía un aspecto pulcro y atildado. Pues entonces sería el cabello. Llevaba el largo cabello rubio peinado hacia atrás y recogido en un moño sujeto por una cinta de seda. Pero, como siempre, algunos mechones se habían soltado y le colgaban sobre la frente. Con un gesto característico, apartó los mechones y los alisó de nuevo.
Nora estaba describiendo a los representantes de la prensa el itinerario moscovita de la primera dama y Billie Bradford se sintió reconfortada. Simulando prestar atención a su secretaria de prensa, Billie dejó que su mente regresara a las últimas horas de la mañana de aquel trascendental día y que cruzara toda la tarde hasta llegar a aquel preciso instante. Antes del mediodía, había despachado toda su correspondencia personal, sobre todo sus cartas a su padre en Malibu y a su hermana menor, Kit, diciéndoles que después de Moscú, y antes de su partida hacia Londres, tendría que permanecer un día en Los Ángeles y esperaba verles a ambos.
Después, se había, metido en la olla a presión.
Había habido un prolongado almuerzo en el Comedor Familiar en honor de las esposas de los dirigentes de la mayoría y de la minoría del Senado y de la Cámara de representantes, así como de las esposas de varios importantes jefes de comités. Inmediatamente después, había recibido a los ganadores de un concurso de pintura patrocinado por una asociación nacional de personas minusválidas. A continuación se había presentado el propio Ladbury, recién llegado de Londres para realizar la prueba preliminar de los nuevos vestidos y trajes que pensaba lucir en Moscú y Londres. Sin el menor descanso, ayudada por su sirvienta personal Sarah Keating, se había lanzado a la búsqueda de un álbum de recortes de su época estudiantil, que Guy Parker necesitaba para sus investigaciones con vistas a la autobiografía que estaba escribiendo en su nombre.
Después había bajado y se había dirigido a la Rosaleda.
La tarde de finales de agosto era suave y había resultado agradable recibir bajo el sol a la delegación de Girl Scouts y a sus directivos y entregar los premios especiales a las muchachas que se habían distinguido en destacados servicios a la comunidad.
Con tan sólo cinco minutos de tiempo, se había dirigido en compañía de Nora al Salón Ovalado Amarillo del piso de arriba, el que los representantes de la prensa habían estado tomando el té mientras aguardaban su llegada.
Y ahora, al cabo de más de una hora, se percató de que la conferencia de prensa acababa de finalizar. Nora y Laurel se encontraban de pie a ambos lados de ella, y se apresuró a levantarse del sofá para murmurar una frase de agradecimiento y decir adiós.
Una vez se hubo vaciado el salón, permaneció de pie, exhausta de energía. La sonrisa, tanto tiempo congelada en sus pálidas facciones de corte clásico, se desvaneció en una apretada línea recta. Ya estaba hecho, el trascendental día había finalizado, y, sin embargo, aún no del todo.
Tenía que emprender una última acción.
Recobrándose, abandonó sola el salón, avanzó por el largo pasillo en dirección al ascensor y lo tomó para dirigirse al piso de abajo.
Minutos más tarde, penetró en el Ala Oeste, se dirigió a la Sala del Gabinete y entró. Raras veces se mostraba aprensiva o inquieta, pero ahora experimentaba ambas sensaciones. La espaciosa estancia olía a cuero y a humo de cigarros. Tal como había supuesto, allí estaban los cinco, todos sentados alrededor de la suntuosa mesa de caoba, contemplando todavía los dos monitores de televisión en los que aparecían imágenes del Salón Ovalado Amarillo que ella acababa de abandonar.
El más corpulento del grupo, un hombre achaparrado y voluminoso, él general Iván Pietrov, presidente del KGB, se puso rápidamente en pie: En su ancho rostro eslavo, exhibía una sonrisa.
—¡Ah, Vera Vavilova! —exclamó. La besó en una mejilla y después en la otra—. Querida mía, ha estado usted soberbia. Una actuación sin tacha. ¡Mi felicitación!
—Gracias —dijo ella mientras su corazón dejaba de latir con fuerza—. Muchísimas gracias.
El general Pietrov estaba hablando de nuevo.
—O sea que ya ha terminado el último ensayo general —la estudió con atención—. ¿Le parece que ya está lista?
—Estoy lista —contestó ella.
—Muy bien —dijo él, recogiendo su gorra—. Ahora iremos al Kremlin para informar al primer ministro.
Cuando abandonaron la Sala del Gabinete, ella les siguió y les vio subir al automóvil y abandonar la falsa Casa Blanca, cruzando la verja de la alta valla, abierta por unos guardias del KGB. Permaneció de pie y vio, más allá de la verja abierta, las distantes cúpulas doradas y las agujas del interior del Kremlin, así como la línea del horizonte de Moscú.
«Otros tres días pensó, al cabo de casi tres años de duro esfuerzo».
Al final, Vera Vavilova sonrió para sus adentros.
Esta vez con una sonrisa auténtica.
Sí, estaba efectivamente lista.