Christine levantó el pestillo de hierro de la puerta de madera que llevaba afuera, al jardín trasero, y se tomó un instante para disfrutar de los familiares aromas que subían de la escalera del sótano: cemento fresco, vinagre en barriles de roble, cebollas, patatas cubiertas de tierra. Sonrió al oír las gallinas que, al otro lado de la puerta, cloqueaban y escarbaban en la tierra roja y en la hierba de primavera. Por fin salió a la fragante tarde y, por entre los manzanos y los ciruelos, se dirigió hacia el rincón del fondo del cercado jardín.
Y allí estaba, justo donde había plantado el hueso el día antes de que a ella y a Isaac los enviaran a Dachau: un zanquilargo y joven ciruelo, con las esbeltas ramas llenas de apiñadas yemas y flores color lavanda y las hojas rielando en la tibia brisa. «Has sobrevivido», pensó Christine con la garganta tensa. Alargó la mano para acariciar los suaves pétalos de una flor abierta, mientras los dedos de sus pies descalzos se hundían en la suave hierba. De pronto alguien la agarró desde detrás, y Christine dio un grito ahogado al tiempo que, jugando, rechazaba los fuertes brazos que le ceñían la cintura. Era Isaac.
—Venga, vamos adentro, Frau Bauerman —le dijo él, apartándole el pelo para darle un beso en el cuello—. Tu madre te ha preparado todo lo que te gusta, a pesar de que creo que sigue enfadada porque nos hayamos casado mientras estábamos fuera ayudando a los americanos. Le he contado que fuimos a la ciudad de al lado y celebramos una ceremonia tranquila en una bonita iglesia, pero está haciendo planes para una fiesta como Dios manda.
Christine se dio la vuelta y unió sus labios a los de él. Luego se echó hacia atrás.
—Que prepare lo que quiera, siempre que nosotros pongamos nuestro mantel en la mesa de boda.
—¿Aún lo tienes?
—Ha estado en mi cuarto todo este tiempo. Cuando Mutti decidió que teníamos que utilizar la bodega de Herr Weiler como refugio antiaéreo, me escabullí hasta allí en mitad de la noche antes del primer bombardeo para coger el mantel y tu piedra de la suerte. Iba a llevártelos para darte una sorpresa cuando estabas en el desván, pero no tuve ocasión. —Lo besó de nuevo—. Es extraordinario y maravilloso estar de vuelta, ¿verdad?
—Ja —contestó él—. Pero no olvides que los americanos nos han pagado para que prestemos declaración. Quieren que volvamos a Dachau unos cuantos meses más, hasta que terminen los juicios.
—Ya lo sé. Y volvería a hacerlo gratis. —Puso la cabeza en el pecho de Isaac un instante. Después alzó la vista y lo miró a los ojos—. Te amo.
—Yo también te amo.
Christine suspiró, se volvió y acarició otra vez las flores del ciruelo, con los brazos de Isaac aún rodeándole la cintura.
—Mira —dijo—. Está vivo y dando fruto. —Cogió la ancha y cálida mano de Isaac, la bajó hasta su tripa y la mantuvo allí, sonriendo—. Igual que nosotros.
Él le dio la vuelta para que lo mirase de frente.
—¿Alguna idea para los nombres ya?
—Si es niña —respondió ella—, me gustaría ponerle Maria. Si es niño, Abraham, por tu padre.
Isaac le dio un beso en los labios y luego la miró fijamente con una tierna expresión en sus ojos castaños.
—Danke —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Christine. Levantó la mirada hacia él, sonriente.
—Por sobrevivir. Jamás habría sido feliz con nadie más, tú me has echado a perder a todo el mundo.
—¡Christine! —Era Vater, desde la ventana de la cocina del primer piso—. ¡Ven a comer!
Junto a él, Mutti y los hermanos de Christine sonreían y los saludaban con la mano.