Vestidos con uniforme de camuflaje del ejército norteamericano, con gorros de lana encasquetados sobre las orejas y las caras tiznadas de barro, Christine e Isaac recorrieron con sigilo el callejón sin separarse de las sombras que se acumulaban junto a los portales y los muros de piedra. Era más de medianoche, las altas horas de una madrugada tranquila y húmeda, con un cielo sin estrellas negro como la pólvora. La luna menguante ardía sin llama tras las plomizas nubes grises como un ojo ciego y lechoso, iluminando con débil resplandor azulino las calles y los edificios. Las ventanas de las casas estaban oscuras; las calles, vacías. Un tren traqueteaba a lo lejos, y su silbido era como el grito de un alma en pena en las colinas.
Con el alma en vilo, Christine siguió a Isaac por el pasaje sintiendo como si hubiera retrocedido en el tiempo hasta los inciertos días de la guerra, hasta las noches de los encuentros secretos cuando cada sombra contenía un peligro en potencia. Al acercarse al final del empedrado callejón borró todos los pensamientos de su mente y se concentró en el trabajo que tenía por delante. Isaac se detuvo en la esquina del último edificio con los hombros encorvados y levantó una enguantada mano. Christine se paró detrás de él, respirando de forma superficial y rápida. Por enésima vez desde que habían salido de Dachau se palpó el bolsillo interior de la guerrera para asegurarse de que el sobre cerrado seguía allí. Se sabía de memoria hasta la última palabra de la carta, escrita con letra temblorosa pero pulcra por el Lagerkommandant Grünstein bajo la dirección de Christine, Isaac y el coronel Hensley.
Estimado camarada:
Le escribo desde las atroces condiciones que imperan en el recinto norteamericano para los crímenes de guerra, aquí en Dachau. Por fortuna para nosotros, un aliado infiltrado en el interior ha hecho posible el que sobrevivamos, así como esta correspondencia. Nos informa de que ha encontrado usted el modo de pasar desapercibido entre los soldados corrientes, y de que hay otros miembros de las SS que también han escapado a nuestra suerte. Es mi esperanza que acuda usted en nuestro auxilio en este trascendental momento de la historia, cuando los valientes hombres del Tercer Reich encontrarán las fuerzas para alzarse y recuperar lo que legítimamente nos pertenece, y, así, llevar adelante la visión que inspirara a nuestro amado Führer. En Dachau nuestro número es grande y nuestra voluntad es firme, y creemos que, con ayuda de ustedes, venceremos a nuestros captores y escaparemos. Tres noches después de la llegada de esta carta, se lo suplico, reúna a nuestros comunes aliados y vengan a la puerta nororiental de Dachau a medianoche, donde nuestro camarada estará esperándolos con armas y acceso al interior del campo. Que Dios lo guíe, mi fiel amigo.
Heil Hitler,
Lagerkommandant Jörge Grünstein
Isaac señaló la casa de tres pisos situada en diagonal al otro lado de la Hallerstrasse y miró a Christine con las cejas alzadas. Una tenue luz brillaba tras las corridas cortinas en un balcón del piso de arriba. Christine asintió, y un repentino flujo de adrenalina le calentó el cuello. Isaac le señaló la guerrera y tendió una enguantada mano, esperando. Christine se sacó la carta del bolsillo. El sobre, igual que el papel de dentro, estaba sucio y arrugado a propósito para que pareciera pasado de contrabando desde el interior de Dachau. Con todo, resplandecía con un blanco fantasmal en la oscuridad. Leyó una vez más el nombre escrito con tinta negra: «Stefan Eichmann». Con un gesto, Isaac le indicó que se diera prisa, pero ella meneó la cabeza y se dio un golpecito en el pecho.
—Yo lo hago —dijo, moviendo mudamente los labios.
Antes de que Isaac pudiera protestar, Christine atravesó como una flecha la calle hacia la casa de Stefan, subió corriendo los escalones de piedra, metió la carta por la ranura del buzón, en la parte baja de la puerta, y volvió al callejón como un rayo. Se sentía el pulso en los oídos como el desfile de un batallón de botas militares. Al llegar a la altura de Isaac siguió corriendo y sólo se volvió a mirar una vez para asegurarse de que él iba detrás. Juntos salieron a toda velocidad del largo pasaje, fueron a toda prisa por una tortuosa calle empedrada y doblaron a la izquierda para meterse en una sombría bocacalle, donde un camión militar norteamericano con su conductor los aguardaba.
Christine e Isaac treparon hasta la caja cubierta del vehículo y ataron la lona a la portezuela trasera. Cuando el camión se puso en marcha con una brusca sacudida, Christine perdió el equilibrio e Isaac la agarró antes de que se cayera, poniéndole las fuertes manos en la cintura. Mientras el vehículo avanzaba dando botes por las estrechas calles, los dos se acurrucaron sobre un montón de mantas de lana con la espalda apoyada en la cabina, tratando de recuperar el aliento. Christine sintió ganas de preguntarle si creía que el plan funcionaría. Pero ¿qué iba a decir él? Ya estaba hecho. Si con aquello no encerraban a Stefan, tendrían que buscar otra cosa.
El camión salió del pueblo hacia Dachau, y Christine cogió la mano de Isaac. Él la rodeó con el brazo y ella se apoyó en su hombro, tratando de imaginarse a Mutti y su expresión de alivio cuando leyera la carta que le había metido antes bajo la puerta. Pero la única imagen que acudía a su mente era la de Stefan, bajando sin prisas la alfombrada escalera interior de su casa a la mañana siguiente, con la mano en la baranda, y el gesto sorprendido que se le pintaría en el rostro al ver el sobre cerrado en el suelo del vestíbulo. Se lo imaginaba agachándose a cogerlo, con la espalda derecha y el cinturón del batín bien ceñido a la cintura; un hombre seguro de que no tenía nada que temer. ¿Quemaría la carta en la estufa enseguida, o se apresuraría a ir a su despacho para hacer una lista de todos los miembros de las SS que conocía? Pensar en que tal vez no hiciera caso del contenido de la carta la hizo sentir náuseas, y Christine cerró los ojos y rezó para que le entrara sueño. No tuvo suerte.
Cuatro días después, en la cárcel principal de Dachau, de puntillas y con una mano sobre el revuelto estómago, Christine escudriñaba por la angosta abertura de una puerta de acero. Al cabo de un momento miró a Isaac y al coronel Hensley y negó con la cabeza. Avanzaron por el manchado pasillo de cemento y Christine se asomó por la ranura de la puerta de al lado.
—Nein —dijo, meneando la cabeza de nuevo.
Al asomarse por la quinta puerta el corazón le dio un vuelco. Asintió. El coronel Hensley le comentó algo a Isaac y metió la enorme llave en la cerradura. Isaac cogió la temblorosa mano de Christine y le dijo:
—Quiere saber si estás segura.
Christine volvió a asentir.
—Ja —contestó—. Segurísima.
Otra puerta se abrió rechinando al final del largo corredor y por ella salió un soldado norteamericano que agarraba al Lagerkommandant Grünstein por el brazo. Con las manos y pies encadenados con grilletes, el Lagerkommandant tenía los ojos fijos en el suelo de hormigón. El canoso pelo le caía sobre la frente cubierta de sudor, y las nudosas manos le temblaban. Cada vez que aflojaba el paso, el soldado tiraba de él hacia delante. Había empeorado desde la última vez que lo habían visto, hacía sólo unos días. ¿Y si no podía hacer lo que Christine necesitaba que hiciera?
El coronel Hensley abrió de un tirón la puerta de acero de la sala de interrogatorios e hizo señas para que el soldado condujera al Lagerkommandant adentro. Desde el pasillo Christine e Isaac vieron cómo el prisionero atado a la silla alzaba la cabeza para mirar a sus captores, ceñudo, mientras peleaba con las correas que le ceñían las muñecas y los tobillos. Tenía la frente magullada, el rubio cabello enmarañado y apelmazado de barro y sangre, y las manos ensangrentadas y cubiertas de arañazos.
—¡Traidor! —chilló el prisionero al ver al Lagerkommandant. Gotas de saliva saltaron de sus labios.
El coronel Hensley les indicó por señas a Christine e Isaac que entraran, y luego le hizo una pregunta al Lagerkommandant. El soldado tradujo.
—¿Conoce a este hombre?
Christine entró en la habitación junto a Isaac, con los ojos completamente fijos en el Lagerkommandant. Era incapaz de respirar hasta que el anciano respondiera.
El Lagerkommandant asintió.
—Ja —contestó.
—¡Usted nos ha tendido una trampa! —gritó el prisionero—. ¡Cómo se atreve!
El coronel Hensley señaló hacia el soldado, y este le puso una mordaza al prisionero. Al ver a Christine, el hombre de la silla dejó de forcejear y levantó las cejas, sorprendido. Pero la cólera no tardó en reemplazar al asombro inicial, y entonces le echó una iracunda mirada con sus ojos fríos y crueles. Christine sintió que se le encendían las mejillas. Abrió la boca para hablar, pero de pronto Isaac pasó como un rayo por delante de ella y se arrojó sobre el prisionero, volcando la silla y aporreándole la cara con los puños. El soldado y el coronel Hensley levantaron a Isaac, lo empujaron hasta llevarlo a la pared de hormigón y lo sujetaron allí, con las caras coloradas del esfuerzo.
—¡Es él! —chilló Isaac. La furia le tensaba el rictus en torno a la nariz y la boca, creando la impresión de que se hubiera vuelto loco—. ¡Él es el guardia que mató a mi padre!
A Christine se le oprimió el corazón contra la caja torácica como si lo estrujara un potente puño. Le ardían los ojos. El prisionero seguía en el suelo, jadeando y esforzándose por soltarse, y Christine reprimió el impulso de acercarse a él, pisarle el cuello y aguantar allí, aplastándole la tráquea con todo su peso, hasta que aquel infame se quedara inmóvil, con las venas moradas y abultadas bajo la cárdena piel de la frente y el cuello. Por fin Isaac se tranquilizó, y los norteamericanos lo soltaron. Se deslizó por la pared y se quedó en cuclillas, con la rabiosa mirada clavada en el hombre que estaba en el suelo. El coronel Hensley y el soldado enderezaron al prisionero y la silla, y luego se pusieron delante de él. Le hicieron más preguntas al Lagerkommandant. De la ceja partida y la nariz rota del prisionero chorreaba sangre, que borboteaba como un sumidero atascado cada vez que respiraba. El soldado traducía lo que decían el Lagerkommandant y el coronel, pero las respuestas del Lagerkommandant eran lo único que Christine necesitaba.
—Ja —afirmó el Lagerkommandant—. Este es el Sturmscharführer, el suboficial mayor de las SS, Stefan Eichmann. Era guardia en Dachau, en el sector masculino del campo. Fue responsable directo de la muerte de varios prisioneros. Matar judíos era un juego para algunos de ellos, y él siempre ganaba.