Capítulo 36

Christine esperaba en una habitación de fétido olor y paredes de cemento. Un trío de gordas moscas negras zumbaba alrededor de la pelada bombilla moteada de suciedad que colgaba de una cadena en el techo. Estaba sentada en el borde de la única silla que había; por lo demás, el cuarto estaba vacío. Era una silla de madera con brazos anchos, gruesas patas y manchadas correas que se empleaban para amarrar las muñecas y los tobillos. Un soldado la había dejado encerrada cuando se marchó, y el sonido del cerrojo de seguridad al echarse sonó en sus oídos como un disparo. Tenía la mirada clavada en la puerta con remaches de acero mientras el corazón le latía rápido y las rodillas le temblaban, y se preguntaba si no irían a meterla con las demás mujeres después de todo. Se hincó la uña de un pulgar en la muñeca, segura de que si se veía encarcelada en Dachau otra vez se volvería loca.

Quizá fuera ese el plan de Stefan. Quizá secuestrar a su padre formara parte de un montaje. Después de todo, él le había dicho que los norteamericanos también retenían a mujeres en Dachau. Hacer que los norteamericanos la encarcelaran sería un modo fácil de deshacerse de ella sin ensuciarse las manos.

Decidió ocuparse en tratar de encontrar lo más pertinente de las cartas de su padre, mientras confiaba en que los norteamericanos hubieran ido a buscar a un intérprete, y escudriñó la emborronada letra buscando los párrafos que contaran la historia de su padre en el frente ruso. De vez en cuando unos gritos y chillidos amortiguados se filtraban por las paredes de piedra, como si surgieran de las tenebrosas profundidades del océano, seguidos por el aullido de un hombre que se moría de dolor. Christine se concentró en las familiares palabras de su padre y procuró apartar de la mente todo sonido.

Después de elegir las frases que eran de más utilidad, dejó las cartas en el asiento de la silla y se levantó. Había transcurrido bastante más de una hora, estaba segura. ¿Qué pasaba? Fue de un lado a otro de la habitación tratando de no fijarse en las manchas que había en el suelo de cemento. El olor a sangre y a muerte era inconfundible, y cuanto más tiempo llevaba encerrada en aquel diminuto espacio, más fuerte se volvía el hedor. ¿Qué cosas tremendas se habían hecho en esas habitaciones?

Se preguntó si los norteamericanos estarían buscando su nombre en los archivos del campo, o mandando llamar al interrogador que utilizaban para hacerles preguntas a las mujeres. ¿Sería ella la siguiente persona en gritar? ¿Y qué estaba sucediendo aquí exactamente? Tenía que haber otros métodos para que los norteamericanos llevaran a los culpables ante los tribunales.

Volvió a sentarse, con un nudo en la garganta. «La guerra ha terminado», pensó. «Entonces, ¿por qué siento como si aún siguiera?».

De pronto una imagen de Isaac acudió a su mente. No el Isaac de la última vez que lo había visto, desesperado y hambriento, sino un sonriente Isaac de rubicundas mejillas. Reía, rodeado de sol, bajo un remolino de hojas que caían de un roble. Christine intentó usar aquella imagen para tranquilizarse, pero no dejaban de interrumpirla, borrarla y cortarle el paso unos rápidos destellos de torres de vigilancia y vallas electrificadas, como nítidas fotos que cobraran vida con una sacudida en los oscuros rincones de su cabeza. Todo habría sido muy distinto si Isaac hubiera sobrevivido. Tal vez hubiera encontrado la forma de entregar a Stefan a la Policía. «Isaac ha muerto —se recordó—, se ha ido para siempre y jamás regresará».

Por fin oyó una llave en el cerrojo de seguridad. Se levantó con las temblorosas manos puestas sobre el estómago, rezando para que fuese un soldado que acompañaba a su padre, para ver en el cansado rostro de su padre una expresión de alivio y sorpresa al verla. Sin embargo, quien apareció fue un hombre con ropa de civil y un cuaderno bajo el brazo. El recién llegado le agradeció con una inclinación de cabeza al soldado que le abriera la puerta, sacó una pluma de detrás de la oreja y se dirigió hacia Christine. Tenía una sombra de barba en el delgado rostro, y su corto cabello era oscuro, del mismo tono que su raída cazadora de cuero. Christine cerró muy fuerte los ojos y volvió a abrirlos, incapaz de creer lo que veía, segura de que su preocupada imaginación la engañaba. Pero el hombre seguía allí; se había parado en seco y tenía la mirada fija en la de ella con un gesto de infantil asombro. Christine retrocedió, y al hacerlo chocó con la silla y tiró las cartas de su padre al mugriento suelo.

—¿Christine? —dijo el hombre.

A Christine le fallaron las rodillas. La voz era inconfundible: el acento, el tono grave, la manera de decir su nombre… Se tambaleó y empezó a desplomarse. El hombre la cogió por los codos y la llevó de nuevo hacia la silla. Ella alargó la mano a ciegas para coger el asiento y se sentó poco a poco.

—¿Estás vivo? —preguntó con voz ronca, en un susurro.

Isaac se arrodilló y clavó en ella aquellos ojos oscuros y familiares. Mareada, Christine se echó hacia atrás. Estaba claro que la tensión de perder a Maria, tener a su padre secuestrado y volver a Dachau estaba provocándole alucinaciones. Segura de que si extendía el brazo su mano pasaría a través de él, se preguntó de nuevo si finalmente no se le habría desquiciado el cerebro. Entonces el fantasma volvió a hablar.

—Soy yo, Christine —dijo en voz baja. Luego alargó la mano para acariciarle la cara, y ella se quedó boquiabierta al sentir el cálido y suave roce de su mano en la mejilla—. ¿Qué haces aquí?

—¡Pero si te pegaron un tiro! —exclamó Christine—. ¡Los soldados te llevaron al bosque y te pegaron un tiro! ¡Yo lo oí! ¡Y ya no saliste!

—Tienes razón, me pegaron un tiro. Pero no me he muerto.

—¿Cómo es posible? —gritó ella—. ¡He llorado tu pérdida! He llorado un millón de lágrimas. Todo este tiempo, todas estas semanas… ¡Creí que habías muerto!

—Lo sé —contestó él en tono abatido—. Y lo siento.

Christine se tapó la cara con las manos e intentó respirar con normalidad, esforzándose por entender todo aquello. Después lo miró de nuevo.

—¿Dónde has estado? —le preguntó, sorprendida por su enfado—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Estuve escondido en el bosque —respondió él—. Éramos cinco, esperando y preguntándonos si alguna vez sería seguro salir. Cuando vimos la bandera americana alzarse sobre Dachau volvimos para ver si alguno de nuestros seres queridos había sobrevivido.

—¿Por qué no regresaste a casa? ¿Por qué volviste a buscarme?

—Lo intenté, pero los americanos necesitan ayudan para identificar a los antiguos guardias y oficiales, y además necesitan intérpretes. Acepté su oferta porque no tengo otro modo de volver. Me dijeron que después de los juicios me llevarían adonde yo quisiera ir, con dinero en el bolsillo y ropa nueva. Pero también acepté porque quiero encontrar al guardia que mató a mi padre.

Por fin, el acelerado corazón de Christine redujo la marcha a medida que la joven iba asimilando poco a poco la realidad.

—No puedo creerlo —dijo, al tiempo que alargaba la mano para tocarle la cara—. Creí que te había perdido para siempre.

Isaac cerró los ojos, puso una mano sobre la de ella, volvió la boca hacia la palma de Christine e inspiró hondo, como si se deleitara en el olor de su piel. Le besó los dedos, mirándola fijamente con ojos llenos de ternura y cariño, y por último, gimió y la atrajo hasta sus brazos.

—Te he echado muchísimo de menos —le dijo, con la voz ahogada por las lágrimas.

La apretujó contra su pecho, con la cara escondida en el hombro de Christine. Ella sintió en el cuello su aliento, cálido y entrecortado, y cerró los ojos, con la boca pegada a su mandíbula, con los labios sobre su piel caliente. Temerosa de abrir los ojos y descubrir que estaba soñando, se apretó contra él para sentir el palpitar de su corazón junto al suyo. Isaac la abrazó más fuerte. Por fin las largas semanas de dolor se desvanecían bajo la fuerza de sus brazos. Entonces su labios se unieron a los de ella, besándola con una ávida y abierta boca. Pasados unos momentos, Isaac se echó hacia atrás y la miró con los ojos brillantes de lágrimas.

Ach Gott —exclamó, posando con dulzura una mano en su mejilla—. Preguntarme si habrías sobrevivido estuvo a punto de volverme loco. Tardé días en reunir valor para buscar tu nombre en los archivos del campo. No soportaba la idea de ser responsable de tu muerte, y además no podía vivir sin ti. Cuando no vi la palabra «difunta» detrás de tu número, caí de rodillas y me eché a llorar.

—Todo este tiempo has estado vivo… —respondió ella—. Debería haberlo sabido. Debería haberlo sentido.

—Ahora estamos juntos —repuso Isaac—. Eso es lo que importa. —La besó de nuevo, un sólo beso en los labios, más suave esta vez. Volvieron a humedecérsele los ojos—. Mi madre y mi hermana han muerto.

—Lo sé —contestó Christine—. Lo siento. —Apoyó la cabeza en su pecho—. Maria se ha ido también.

Ach nein —dijo Isaac, abrazándola más fuerte.

Christine se secó las lágrimas y alzó la mirada hacia él.

—El guardia que mató a tu padre tal vez haya muerto, ¿sabes? Yo vi que a algunos de ellos los habían matado, los prisioneros de una paliza o los americanos a tiros.

—Lo sé —respondió él—. Pero tengo que intentarlo. Le debo a mi familia el llevar a estos monstruos ante los tribunales, en particular a él. Pero aún no me lo has contado. ¿Por qué estás aquí?

Ella se apartó bruscamente, fue a coger dos de las cartas de su padre y se las dio con manos temblorosas.

—Por el mismo motivo que tú —dijo—. Y porque a Vater lo han secuestrado. Stefan lo vistió con un uniforme de las SS y lo entregó a los americanos para que lo mandaran aquí. ¡Tengo que sacar a Vater de este lugar, y tengo que conseguir que alguien me haga caso con lo de Stefan!

Isaac echó un vistazo a las páginas con la frente fruncida.

—No comprendo. ¿Quién es Stefan?

—El prometido de Kate. Era guardia de las SS. Lo vi cuando llegamos a Dachau. Está ocultando su identidad y trabaja con los americanos allá en el pueblo.

—¿Tienes alguna prueba de que no sea quién dice ser?

Nein —respondió Christine—. Pero a Kate se le escapó que tenía un uniforme negro, con la calavera plateada y las tibias entrecruzadas en la solapa. Stefan me advirtió que si trataba de desenmascararlo, mi madre y mis hermanos serían los siguientes. Me dijo que hay más miembros de las SS escondidos en el pueblo.

—Entonces los americanos están en lo cierto —dijo Isaac—. Piensan que muchos miembros de las SS quemaron los carnés del partido para confundirse con soldados del ejército profesional. Algunos incluso intentaron hacerse pasar por reclusos de Dachau vistiéndose con uniformes de los prisioneros. Hay todo un regimiento de las Waffen-SS que sostiene que los reclutaron contra su voluntad. Ninguno llega a los cuarenta años, y dicen que eran antiguos reclusos, que antes de que los obligaran a ir a la guerra los habían internado en Dachau como «prisioneros políticos», «enemigos del estado» o «exsoldados que desobedecieron órdenes o se negaron a combatir».

De repente Christine sintió que la invadía un acceso de pánico y se le erizaba la piel, como si en cualquier momento Isaac y ella fuesen a descubrir que las SS se habían apoderado del campo de concentración y ellos volvían a ser prisioneros encerrados. Se estremeció y le puso una mano en el brazo.

Bitte, Isaac. Dime que los americanos me escucharán, dime que puedes ayudar a Vater.

—Lo único que podemos hacer es informar al coronel Hensley y ver lo que dice —contestó Isaac—. Por lo que se refiere a tu padre, haré lo que pueda, pero voy a serte sincero: los americanos no están dispuestos a mostrarse muy clementes con nadie que luchara por Hitler, ya fuera soldado de la Wehrmacht o no. Hace muy poco que han puesto en libertad a los chiquillos y a los viejos del Volkssturm. Sin averiguar quiénes son ni lo que hicieron, envían a millares de prisioneros de guerra a los franceses o a los rusos; probablemente esos hombres ya no regresen a su patria. Por ahora tal vez pueda impedir que deporten a tu padre a un campo de trabajos forzados de otro país, pero estoy seguro de que tendrá que permanecer aquí hasta que acaben los juicios.

Un nudo se formó en la garganta de Christine.

—Yo tengo toda la culpa.

—Pero no pueden acusarlo de nada, ¿verdad? No tienen testigos oculares ni rastros documentales que lo relacionen con ningún crimen de guerra, ¿no? Y además, ayudará el que dos antiguos reclusos intercedan por él. —La tomó entre sus brazos de nuevo y le frotó la espalda con sus firmes manos—. No te preocupes, tu padre es fuerte. Hablaré con el coronel Hensley para ver si lo sacan de donde tienen a la población en general.

Christine alzó la mirada hacia él.

—¿Crees que lo hará?

—No te prometo nada, pero vale la pena intentarlo. A los hombres a quienes has visto interrogar y a los que tienen en los campos no los consideran prisioneros de guerra. Eisenhower los ha clasificado como «soldados enemigos desarmados», por eso los americanos hacen lo que quieren con ellos. A unos cuantos prisioneros de guerra los tienen en los barracones. No sé quiénes son ni por qué los tratan mejor que a los demás, pero a las esposas, hijos y novias de los miembros de las SS los tienen allí también, en una zona aparte desde luego. Y algunos de los antiguos prisioneros no tienen otro sitio adonde ir. Unos se quedan en los barracones normales y algunos, como yo, nos alojamos en los barracones de los guardias. Todos recibimos comida y asistencia médica. Intentaré que trasladen a tu padre a los barracones de los prisioneros de guerra.

Danke —respondió Christine—. No sé qué habría pasado si no llegas a estar aquí.

Él volvió a besarla, y a ella le pareció que un torrente de pensamientos y sentimientos la arrastraba, la envolvía. Cuando aquello se acabó, Christine le acarició la cara. El cuerpo le temblaba de alivio y temor.

—Todavía no me lo has contado —le dijo—. ¿Cómo sobreviviste?

Isaac meneó la cabeza con una expresión triste y atormentada en los ojos.

—No tienes por qué saberlo.

—Quiero saberlo. Tengo que saberlo.

—Primero nos mandaron cavar una zanja —contestó él—. Luego nos pusieron en fila en el borde. En cuanto empezaron a disparar, una bala me rozó el brazo y caí en la fosa con los demás. Tuve suerte porque me tocó en el penúltimo grupo, de manera que estaba cerca de la parte superior del montón. Me hice el muerto y contuve la respiración, confiando en que no me remataran. Después los guardias se apresuraron a taparnos. Debían de tener prisa, porque no lo hicieron muy bien, sólo unos centímetros de tierra y, encima, montones de ramas de árboles y maleza del bosque. Cuando se fueron, salí arrastrándome de la fosa y cavé por si había más supervivientes. Encontré otros cuatro, casi inconscientes y sangrando, pero sus heridas no eran mortales. Nos internamos corriendo en el bosque, sin parar hasta que nos desplomamos. Tras estar a punto de congelarnos la primera noche, construimos chozas con unas vigas de madera que robamos de las ruinas incendiadas de una granja. De noche salíamos con sigilo del escondite para robar manzanas y huevos, y hacíamos batidas por los campos buscando espigas de trigo secas y caídas o patatas sin descubrir.

Christine tenía la vista clavada en él, sin habla. Isaac le apartó el corto cabello de la sien con delicadeza.

—Cada noche la tierra y el cielo parecían fundirse en una única presencia, oscura y opresiva, que sólo aguardaba a que me muriera o me diera por vencido. Yo sentía como si quisiera aplastarme. Sólo la silenciosa luna estaba allí para hacernos compañía, pero el pensar en ti me hacía soportarlo. Cuando vimos alzarse la bandera americana sobre Dachau y no oímos más bombas y balas, supimos que la guerra había terminado al fin.

La abrazó de nuevo, tan fuerte que Christine apenas podía respirar, aunque no quería que la soltara. Poco a poco la joven dejó de temblar. Por fin, Isaac la soltó, cogió las cartas y se dirigió hacia la salida.

—Venga, vamos a llevárselas al coronel Hensley y a decirle lo de Stefan.

En el despacho del coronel Hensley, este levantó una mano y con una seña le indicó a Isaac que no hablara tan rápido.

—¿Qué dice? —le preguntó Christine a Isaac.

—Me ha preguntado qué pensaba yo que sucedería si él creyera a todas las mujeres que entran aquí afirmando que su padre, marido o hijo son inocentes. Ha oído la misma historia cien veces y en el campo tiene todo un corral de novias y esposas de los soldados de las SS que dicen lo mismo. Las SS eran una organización criminal, y todo el que esté vinculado con ellas es culpable de un modo u otro. Van a establecer un tribunal militar dentro de unos meses. Si tu padre es inocente, lo liberarán entonces.

—¿Y Stefan?

—No ve cómo van a detenerlo sin motivo. A casi todos los hombres que están aquí los capturaron al final de la guerra, y llevan aquí desde entonces. Dice que no van a ir sacando a la gente de sus casas fundándose en especulaciones. Sin pruebas, no.

Christine intentó recordar cómo se respiraba.

—Dile que yo trabajé para el Lagerkommandant Grünstein, el comandante del campo de concentración, como criada y cocinera. Dile que lo ayudaré a identificar a guardias y oficiales, pero sólo si él me ayuda primero.

Cuando Isaac le tradujo sus palabras, el coronel Hensley se levantó y fue a por un expediente amarillo que estaba en una negra pared de armarios metálicos. Luego volvió a sentarse, abrió el expediente, leyó la primera página en voz alta y levantó la mirada, esperando.

—El Lagerkommandant Grünstein está aquí —le dijo Isaac a Christine—. Se entregó y está colaborando en la investigación. Les ha dado un informe detallado de lo que ocurría.

Christine dio un grito ahogado que hizo que el coronel Hensley alzara las cejas.

—¡El Lagerkommandant puede identificar a Stefan! —exclamó—. ¡Tienen que traer a Stefan aquí!

Isaac tradujo, y los dos hombres hablaron largo y tendido durante uno o dos minutos. Christine creyó que iba a ponerse a gritar si Isaac no le contaba pronto qué pasaba.

—¿Qué dice?

—Opina que deberías dejarlos a ellos encargarse del asunto. Le preguntará al Lagerkommandant si se acuerda de un tal Stefan Eichmann, y empezarán desde ahí.

Christine dio un puñetazo en el escritorio del coronel.

—¡Con eso no basta! —afirmó, casi gritando—. ¡Ha amenazado a mi familia! ¡Tiene usted que detenerlo!

El coronel Hensley frunció el ceño y se echó hacia atrás con las manos agarradas sobre la cintura. Isaac apartó a Christine del escritorio y se situó entre los dos.

—Cálmate —le dijo—. Así no conseguiremos nada.

—No pienso permitir que Stefan quede sin castigo —contestó ella—. Si le sucede algo a mi padre, o a mi madre… —Se sentó en una silla frente al escritorio del coronel y miró a Isaac. Ardientes lágrimas de furia le abrasaban los ojos—. ¡Lo mataré yo misma si es necesario!

Isaac meneó la cabeza y se dejó caer en la silla de al lado, mientras se pasaba los fuertes dedos por el pelo.

—Lo siento, ojalá pudiera solucionártelo.

Christine se puso de pie y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación, con los dientes apretados y las manos convertidas en puños. Apenas podía respirar y tenía la garganta y los senos nasales obstruidos y tensos de contener el llanto. Pensó en Vater, que pagaba el precio de una guerra en la que no creía mientras que Stefan andaba libre, pese a que su ciega dedicación al Tercer Reich era tan intensa que había asesinado a inocentes para garantizar que se cumplieran los planes de Hitler. Y, de pronto, el escalofrío de la inspiración le erizó el vello de la nuca. Giró sobre sus talones para mirar de frente a Isaac.

—Pues si no conseguimos que los americanos vayan hasta Stefan —le dijo—, haremos que Stefan venga hasta los americanos.