Capítulo 35

El chirriante tren, rebosante de mujeres, niños y hombres o bien muy jóvenes, o bien heridos, tembló y se paró dando una brusca sacudida entre el rechinar de las ruedas y los chillidos de los silbatos, que eran como los gritos de agonía de un gigantesco animal torturado. Christine se despertó sobresaltada; el corazón le palpitaba con estruendo bajo las costillas, y se le había agarrotado el cuello. De nuevo tuvo que recordarse que estaba en un auténtico tren de pasajeros, con ventanillas de vidrio y asientos de tela, nada más.

Los demás pasajeros se asomaron a las ventanillas, preguntándose por qué volvían a detenerse en medio de la nada. No es que vieran el motivo del retraso, pero se trataba de una reacción automática cada vez que el tren paraba de forma inesperada. A cada detención, por los sobrecargados vagones cruzaban rumores sobre la causa que había provocado el contratiempo. Primero fue un tanque inutilizado en mitad de las vías, luego un grupo de refugiados con un carro destrozado. En una ocasión hubo que reparar los raíles; en otra se quedaron sin carbón. Los pasajeros no tenían forma de saber la verdad. La última parada había sido la más larga; dos soldados norteamericanos pasaron por los vagones fusil en mano, mirando atentamente hasta el último rostro como si buscaran a alguien. Por suerte, los problemas siempre se resolvían y el tren empezaba a moverse otra vez, aunque nadie se había esperado que el viaje durara tanto.

Dos días antes Christine se encontraba en el andén de la estación. El caliente olor del carbón quemado, la negra locomotora y los vagones que vibraban le hicieron desear escaparse de allí chillando. Tuvo que esforzarse para subir los peldaños y buscar un asiento en el atestado vagón, con la uña del pulgar hincada hasta el fondo en la muñeca. Intentó decirse que tenía suerte cuando encontró un sitio, porque cada vez llegaban más pasajeros que llenaron el pasillo de cuerpos, cajas y maletas hasta que por fin no hubo sitio para andar ni moverse. Pero no se sentía afortunada, se sentía atrapada y presa de la claustrofobia, y lo que más deseaba era bajarse del tren y volver a su casa.

Había pasado tres días esperando un tren que fuera en la dirección correcta, y daba la impresión de que Alemania entera hubiera tenido la misma idea. Cuando los vagones salieron de la estación, hordas de desplazados seguían ocupando el andén, intentando hacerse sitio a codazos, con los ojos hundidos de desesperación. Para tratar de convencer a los pasajeros que ya se habían subido, los niños les tendían sus últimas cortezas de pan y las mujeres ofrecían collares y pendientes antes ocultos en el interior de la ropa, todo a cambio de un lugar en los vagones. Cuando el tren arrancó, una mujer corrió junto a las vías, le pasó su bebé a alguien que estaba dentro y luego se desplomó sobre el cemento, dando gritos mientras veía desaparecer a su hijo.

Una vez que el tren ya estuvo completamente en marcha, Christine tuvo que recordarse que debía respirar mientras contemplaba el valle del río Kocher pasar pesadamente por delante de la ventanilla. Cada kilómetro del mosaico verde y marrón mostraba campos maltrechos entre los que se alzaban pueblos bombardeados y ciudades en ruinas. Los supervivientes guisaban en hogueras encendidas en las calles, se lavaban en los arroyos y vivían en ciudades de tiendas de campaña, fabricadas con alfombras cubiertas de hollín y mantas hechas jirones. Cuando ya no pudo más, dejó de mirar y procuró calcular el modo de salvar a Vater y conseguir que los norteamericanos detuvieran a Stefan. Por fin, sucumbió a una rutina adormecedora que consistía en mirar fijamente por la ventanilla y dormitar a ratos. Cada vez que un niño lloraba o alguien tosía, despertaba sobresaltada, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho hasta que se daba cuenta de que no estaba en un inmundo furgón lleno de prisioneros.

Ahora el tren echó a andar de nuevo. Christine agarró bien en el regazo el bolso de su madre, donde iban guardados sus billetes de tren, el cambio del billete de diez dólares de Jake y las cartas y el Soldbuch, la cartilla militar, de Vater. Fuera diluviaba, y los árboles y los postes del tendido eléctrico eran borrones verdes y pardos que se desdibujaban al otro lado de las ventanillas manchadas por la lluvia. Christine cerró los ojos y recordó las lágrimas que corrían por las rojas mejillas de Mutti cuando esta le entregó la preciada correspondencia de Vater: un montón de papeles muy manoseados, atado con bramante marrón como un destrozado regalo. Recordó la expresión de terror de los ojos de su madre cuando se enteró de que a su marido lo habían metido en la cárcel, y oyó sus palabras, entrecortadas y agudas, preguntando por qué, qué creían los americanos que él había hecho. Su gesto de confusión e impotencia se le había grabado a fuego en la memoria.

—Es por mi culpa —le dijo Christine. Aquellas palabras le arañaban la garganta—. Stefan le ha hecho esto a Vater por mí.

Mutti le suplicó que la dejara ir con ella, pero Christine insistió en que se quedara en casa con Oma y con los chicos.

—Además —le dijo—, no hace falta que veas aquel espantoso lugar. Te traeré de vuelta a Vater, te lo prometo.

Después le advirtió que no dejara a los chicos ir al trabajo, que estuviese atenta por si aparecía Stefan y que, si alguien le preguntaba, contestara que Christine estaba enferma en la cama. Porque si Stefan se enteraba de que iba a Dachau, no se sabía lo que podría hacer; por suerte no tenía ni idea de que Christine pudiera permitirse comprar un billete de tren. Jake había entendido las palabras «tren» y «dinero». Allá en la base aérea Christine intentó decirle que sus superiores confiaban en un hombre que antes era de las SS, pero la barrera del idioma era demasiado grande. Estaba malgastando un precioso tiempo; tenía que llegar a Dachau, y junto a Vater, lo antes posible. Porque si Dachau estaban utilizándolo como un recinto para los crímenes de guerra, alguien de allí debía de hablar alemán con soltura, y quizá esa persona la escuchara. Al final Jake le dio lo que necesitaba sin preguntar, mirándola con ojos tristes como si no fuera a verla más.

Ahora al otro lado de las ventanillas del tren aparecieron tejados rojos y casas con el enlucido de las fachadas cubierto de marcas, junto con el largo edificio de ladrillo de una abarrotada estación. Preguntándole a la anciana que estaba a su lado, Christine se enteró de que el tren iba a detenerse en el pueblo de Dachau, y que, desde allí, tendría que seguir andando. La mujer le confirmó que los norteamericanos tenían prisioneros de guerra encerrados en el campo de concentración, y le advirtió que ahuyentaban a los del pueblo, en particular si trataban de llevarles comida a los prisioneros. Cuando los pasajeros se apearon, la vieja le puso una nudosa mano en el brazo y le deseó suerte antes de desaparecer entre la multitud.

Una vez fuera de la estación, Christine se paró en seco y el estómago se le retorció. En la carretera, a un lado y a otro, había una muchedumbre de caballos, carretones y personas. Eran refugiados, parte de los millones de habitantes de origen alemán que los aliados habían expulsado de sus comunidades centenarias de Polonia, Checoslovaquia y Hungría, y cuyo único delito era ser alemanes. Ahora trataban de encontrar nuevos hogares en lo que quedaba de Alemania. La inmensa procesión humana se desplazaba despacio hacia el oeste como una enorme y lenta serpiente. Un desfile de mujeres de cara adusta, niños esqueléticos y personas mayores avanzaba al unísono con paso cansado, algunos con brazaletes blancos en una manga, otros con la cabeza gacha, tirando de sus pertenencias en carros de granja, cochecitos de bebé y carretillas de mano. Tan sólo se oía el arrastrar de los pies, el chirrido de los ejes sin engrasar y el crujido de las ruedas de madera. Hasta los niños iban callados. En los pisoteados bordes de la carretera de tierra, por todas partes quedaban restos de la huida de los alemanes exiliados: trozos de cacharros de loza rotos, algún zapato suelto, el desparramado contenido de la maleta perdida de un niño, los radios de madera hechos astillas de una rueda de carro, el cadáver hinchado de un caballo… Christine oyó la voz de su padre en la cabeza.

«La guerra los convierte en víctimas a todos».

Apretó los dientes y se unió a la procesión. La estrecha carretera de un sólo carril no era sino barro y estiércol, toda ella echada a perder y llena de baches debido a las ruedas de los carros y las orugas de los tanques. Christine miraba siempre al frente, sin hacer caso de la neblina que se quedaba suspendida en torno a los árboles como si fuera una reunión de turbulentos espíritus. Fingió estar en otro pueblo, lejos del grasiento bosque negro que bordeaba los verdes campos, lejos del lugar donde habían asesinado a Isaac. Cruzó los brazos sobre la cintura, deseando ser invisible y procurando hacer caso omiso de las filas de refugiados que caminaban penosamente junto a ella.

A pesar del entorno que la rodeaba, era un alivio estar de pie después de los largos días y la noche pasados en el atestado tren. Por suerte había dejado de llover, pero le sonaban las tripas de hambre y tenía los labios resecos. El pan y las ciruelas que llevaba escondidos dentro del abrigo eran para su padre, pero ni aunque hubiera pensado comérselos ella se atrevería a dejar que nadie de los que andaban con tanto trabajo a su lado supiera que tenía comida. En un principio las ciruelas y el pan eran parte de las provisiones que su madre le había puesto para que se las comiese en el tren, pues las dos estaban seguras de que, como prisionero de guerra, los norteamericanos le darían de comer a su padre y lo atenderían. Pero después de hablar con la anciana del vagón, Christine sólo se comió la mitad de lo que llevaba y decidió guardar lo demás. Si lo que aquella mujer le había contado era cierto, a la Cruz Roja no se le permitía inspeccionar los campos de concentración. A los civiles de Dachau les quitaban los víveres que llevaban para los prisioneros alemanes y el ejército estadounidense les advertía que darles de comer era un delito castigado con la pena de muerte; estaban matando de hambre intencionadamente a los prisioneros. Su padre necesitaba aquel alimento más que ella, aunque Christine se sentía mal cada vez que oía a un niño refugiado llorar de hambre.

En las afueras del pueblo salió de la atestada carretera, fue por un camino de tierra que atravesaba campos de labranza y después torció a la derecha por una carretera pavimentada, señalada con un rótulo que indicaba la dirección del Konzentrationslager Dachau. Se detuvo y clavó la vista en la señal de tráfico, con una uña de pulgar hincada en la muñeca y respirando de manera superficial.

Se mordió el labio y avanzó con paso cansado. De vez en cuando se paraba para recordarse que debía respirar, o para recuperar el equilibrio cuando el mojado asfalto y el cielo gris empezaban a dar vueltas delante de ella. Al ver aparecer las torres de vigilancia y el alambre de espino Christine no apartó la mirada de la carretera y, poniendo un pie delante del otro, llegó a un ancho desvío adoquinado. Allí se detuvo, se armó de valor y alzó la vista. Al final de la larga avenida, bordeada a ambos lados por hileras de altos árboles de hoja perenne, se encontraba la entrada principal de Dachau: un macizo edificio de cemento del color de las lápidas sepulcrales, con una torre central y una amplia verja.

Estaba exactamente igual que el día en que ella se había marchado, pero sin la enorme águila y la esvástica de encima. Christine sintió que una ola de náusea se agitaba en su estómago. A ambos lados de la entrada había jeeps y tanques. Dos soldados, fumando cigarrillos y con fusiles al hombro, iban despacio de un lado a otro delante de la puerta cerrada. Christine inspiró hondo y se dirigió hacia allí pasando por encima de las vías del ferrocarril que atravesaban los mojados adoquines, como si el hecho de rozarlas fuese a hacerla retroceder en el tiempo.

Al verla, los guardias tiraron los cigarrillos al suelo, cogieron los fusiles y le cerraron el paso. Uno de ellos, un hombre alto, de ojos oscuros y mejillas picadas de viruela, levantó una mano.

—¡Alto! —le dijo en alemán—. Da media vuelta y vuelve por donde has venido.

Su pronunciación era áspera, y en sus palabras había una mezcla de alto alemán y algún otro idioma, quizá holandés o noruego, pero al menos Christine y él se entenderían.

Bitte —respondió Christine—. Necesito ayuda.

Los soldados permanecieron inmóviles, sin inmutarse por su petición.

—No se te permite estar aquí —dijo el alto—. Vuelve por donde has venido.

—Pero es que necesito ayuda. Vengo de muy lejos.

—Esto es una instalación militar norteamericana —contestó él—. Sólo pueden entrar militares estadounidenses.

El segundo soldado la observaba con ojos huraños y rostro impenetrable. Christine se centró en él, en las desiguales zonas de barba incipiente de su joven cara y en las ojeras, de un morado grisáceo, que tenía bajo sus azules ojos de niño. Christine intentó sonreír. Parecía cansado y triste, como si también él hubiera visto cosas que desearía no haber visto nunca. Christine confió en que aquello significara que era más compasivo, aunque no entendiera lo que ella decía. Agarró el borde del bolso con ambas manos, tratando de decidir si debía decir la verdad o esperar hasta hablar con alguien de más autoridad.

—Busco a una persona que han enviado aquí por error —explicó.

El soldado alto hizo un gesto de incredulidad y dio un desdeñoso resoplido.

Ja, eso es lo que todos los alemanes decís.

—Pero es que es verdad —repuso Christine—. Es mi padre. Era soldado profesional, igual que ustedes. Si me dejan hablar con alguien que esté encargado… —Metió la mano en el bolso y empezó a rebuscar el Soldbuch de su padre—. Tenga, puedo demostrárselo.

Con un rápido movimiento, el soldado alto la apuntó con el fusil.

—¡Quieta! —le gritó. Su rostro era una desencajada máscara de ira y miedo—. ¡Suelta el bolso y pon las manos en alto!

Christine obedeció mientras el corazón le palpitaba con estruendo en el pecho. El soldado alto siguió apuntándola con el arma mientras que el más joven cogía el bolso y buscaba en él. Sacó el fajo de marcos alemanes y la miró con gesto receloso por primera vez.

La mente de Christine se desbocó, mientras intentaba pensar qué decir.

—Mi amigo americano me lo ha dado. Es el cambio de mi billete de tren. Es soldado también. Se llama Jake.

—¿De qué división? —dijo el alto, lanzándole una mirada feroz.

—Yo… no lo sé —contestó ella.

—A lo mejor deberíamos meterte con las demás mujeres —replicó el soldado alto—. A lo mejor formas parte del ganado de cría de las SS y tratas de salvar a tu novio para que no lo cuelguen. A lo mejor tienes cinco pequeños nazis en casa y has venido aquí intentando sacar a su papaíto.

Nein —respondió Christine, negando con la cabeza—. El hombre de la cartilla militar es mi padre. He venido a salvar a mi padre.

El soldado joven hojeó detenidamente el Soldbuch del padre de Christine con la frente fruncida y luego le dijo algo al soldado alto.

—¿Era miembro del Partido Nazi? —le preguntó a Christine el soldado alto, ceñudo.

Nein —volvió a decir Christine, que seguía con las manos en alto, demasiado asustada para moverse.

—¡Mientes! —gritó el alto.

Bitte —le suplicó Christine—. Estoy diciendo la verdad. Le enseñaré una cosa. —Despacio, se le acercó con las manos en alto y se bajó la manga—. Yo estuve prisionera aquí, ¿ve?

El soldado joven alzó la mirada y le echó un vistazo a la numerada muñeca. Después bajó la vista un instante, como si se sintiera avergonzado. Una vez más, le dijo algo al soldado alto.

—Vamos a dejarte entrar, y otra persona resolverá qué hacer contigo —dijo el soldado alto por fin.

Se hizo a un lado sin dejar de apuntarla con el fusil. El soldado joven abrió la verja y la hizo pasar. En el interior había otro soldado. El soldado joven le dijo algo, le pasó a Christine el bolso y se despidió con una rápida inclinación de cabeza. Ella logró esbozar una débil sonrisa para demostrarle su agradecimiento. El soldado que esperaba la condujo al recinto, empuñando el fusil y observándola por el rabillo del ojo.

Christine tragó saliva y se puso una mano sobre el revuelto estómago. Creía oler aún el hedor de las chimeneas del crematorio y oír los gritos y chillidos de guardias y prisioneras. Tuvo que esforzarse para no dar media vuelta y echar a correr. A lo lejos vio hileras y más hileras de bajos y oscuros barracones, como ataúdes para gigantes puestos en fila hasta donde alcanzaba la vista. Cruzó los brazos sobre la cintura y siguió mirando al frente, sin desviar los ojos, rezando para que no tuvieran que pasar por delante de las cámaras de gas y el crematorio.

Gracias a Dios, por lo que veía se dirigían a los antiguos campos de entrenamiento de los guardias de las SS y a los barracones de los guardias, unos sectores que antes estaban separados de la prisión y que Christine sólo conocía de oídas. Cuando doblaron la esquina de un enorme edificio de ladrillo, Christine se paró en seco.

Ante ella había un inmenso barrizal rodeado de altas vallas electrificadas y alambre de espino. Más alambre de espino dividía la zona vallada en subdivisiones más pequeñas, como corrales para el ganado, y dentro de aquellas «jaulas», sentados, durmiendo y de pie entre excrementos y barro, había decenas de miles de hombres empapados por la lluvia y tiritando, algunos sin botas ni abrigos, todos sin mantas ni lugar alguno donde guarecerse. La mayoría aún llevaba puesto lo que quedaba de sus uniformes, pantalones negros, guerreras verdes o pantalones grises; colores de todas las divisiones y rangos de lo que había sido la maquinaria bélica de Hitler. A Christine le dio la impresión de que algunos de ellos estaban enfermos y agonizantes, allí justo delante de sus ojos. Todos parecían estar calados, tener frío y el ánimo por los suelos. Cerca de la valla, unos hombres esqueléticos alargaban la mano con cautelosos y trémulos dedos por el pequeño espacio que quedaba al pie del alambre electrificado, arrancaban briznas de hierba del otro lado y se las metían en la boca. Varios gritaban implorando comida y agua.

Durante unos instantes Christine se mareó, y la agobiante sensación de que estaba a punto de caer de rodillas la hizo tambalearse. Convencida de que acababan de sacarla con un zarandeo de un largo sueño sólo para verse de nuevo inmersa en la pesadilla de ser prisionera de Dachau, se llevó la mano al lugar dolorido detrás de la oreja, segura de que iba a tocar unos ásperos pelillos en lugar de la suave seda del cabello que estaba creciendo. Para su alivio palpó unos flexibles mechones, y se dio un tirón, sólo para asegurarse; diminutos pinchazos de dolor tiraron de ella hacia dentro, lejos de lo que veían sus ojos. Entonces el dolor desapareció y el mar de prisioneros apareció nítido.

«¿Qué es esto?», se preguntó, mientras escudriñaba los rostros desesperados y sucios buscando a su padre. «¿Todos son de las SS?».

El soldado le gritó una orden y le indicó con un gesto del fusil que siguiera andando.

Junto al enorme edificio de ladrillo se alzaba otra construcción más pequeña hecha de piedra rústica y grandes vigas de madera. Encima de la puerta había un letrero blanco donde, bajo una gran A metida en el centro de un círculo rojo, se leía en inglés: División de Crímenes de Guerra, Auditoría General Militar, Cuartel general del Tercer Ejército de los Estados Unidos. Una demacrada cola de prisioneros esperaba ante la puerta abierta. Christine miró atentamente todas las chupadas caras, pero nadie le resultó conocido. La fila de prisioneros llegaba hasta dentro, donde los hombres se veían obligados a enfrentarse a una pared con fotografías del campo de concentración, dispuestas a la altura de los ojos, en las que aparecían reclusos privados de comida y montones de cadáveres.

El soldado condujo a Christine por un largo y húmedo pasillo lleno de celdas, con las puertas abiertas para quienes parecían ser unos periodistas de fuera que tomaban fotografías y hacían anotaciones. Había soldados norteamericanos por todas partes, mientras que dentro de los cuartos yacían prisioneros alemanes, encogidos, gimiendo, cubiertos de mugre y de sangre. Christine se detenía todo lo que podía delante de cada celda intentando ver si alguno de los hombres a quienes estaban interrogando era su padre, pero resultaba imposible ver nada identificable en las desencajadas caras.

Al final del pasillo el soldado alzó una mano y le hizo señas de que esperase ante una puerta de despacho que vigilaba otro soldado. Cuando el primer soldado ya se había marchado, un hombre sin camisa y de pelo negro y grasiento salió volando de una celda, cayó junto a ella e intentó ponerse de pie. Christine retrocedió hasta apoyarse en la puerta del despacho, con el bolso bien apretado contra el pecho. Por fin, el hombre consiguió levantarse y se quedó allí, temblando y pegado a la puerta para sostenerse, con los brazos subidos como si esperara que lo golpeasen. Llevaba botas altas negras y pantalones negros de cuero y tela, y estaba cubierto de heridas abiertas. Christine buscó en su rostro algo que pudiera reconocer, pero no vio nada. Entonces desvió la mirada y se dio cuenta de que veía el interior de otra celda, donde un oficial acababa de terminar un interrogatorio.

—¡Arriba! —chilló el oficial en alemán—. ¡De pie!

El hombre yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, con la verde guerrera del uniforme desabrochada y cubierta de manchas oscuras. Cogió el borde de un taburete tratando de levantarse y, tras una segunda orden, logró ponerse de pie; a tientas trató de echar mano al oficial.

—¿Por qué no acabas conmigo? —le preguntó, gimiendo.

El norteamericano lo empujó hacia atrás y cerró de un portazo la puerta de la celda.

Por fin la puerta del despacho se abrió, y a Christine, temblorosa y con náuseas, la condujeron adentro. Un soldado cogió el bolso y vació el contenido en el suelo, mientras que otro le ponía de un empujón las manos en alto y la palpaba debajo de las axilas y por todo el cuerpo, incluso bajo los pechos y por el interior de ambas piernas. Tras una mesa metálica con una placa que decía «Coronel Hensley», un canoso oficial con unas gafas de montura negra que le llenaban la arrugada cara, rebuscaba en un montón de papeles. Habló sin alzar la vista, unas palabras que Christine no entendió.

—Busco a mi padre —dijo Christine, procurando mantener la voz firme y confiando en que entendiera alemán—. Lo han traído aquí por error.

En ese momento, el coronel Hensley levantó la mirada con una hoja de papel en la mano. Después de decirle algo al coronel, el soldado que la había cacheado le bajó los brazos y la empujó hacia delante.

English? —preguntó el coronel Hensley, sosteniéndole la mirada.

Christine hizo un gesto negativo, y el corazón le dio un vuelco. ¿Cómo iba a conseguir algo si nadie entendía alemán? Le entraron ganas de volver a la puerta a buscar al guardia germanoparlante, aunque eso era imposible.

My father —dijo, con voz aguda y tensa—. No nazi.

El coronel Hensley soltó el papel y se echó atrás en la silla. Christine señaló hacia el desparramado contenido de su bolso.

Ja? —preguntó, mirándolo con las cejas alzadas.

Él asintió con la cabeza.

Christine se arrodilló a recoger sus cosas y luego le pasó al coronel Hensley la cartilla militar de su padre. El coronel cogió el Soldbuch y hojeó las páginas con poco interés. Cuando Christine le ofreció el montón de sobadas cartas, meneó la cabeza.

Con dedos temblorosos, ella tiró del bramante marrón que rodeaba las cartas, tratando de deshacer el apretado nudo.

—Le leeré una —argumentó. Sabía que él no la entendía pero esperaba que oyera la desesperación de su voz—. Así comprenderá usted. No era más que un soldado profesional que le pedía a Dios volver junto a su familia.

El coronel Hensley lanzó la cartilla militar de su padre a la mesa. Un frío remolino de miedo se desplegó en el pecho de Christine. Tenía que hacer algo para conseguir que la escuchara. Entonces se levantó la manga. El coronel se echó hacia delante y le miró el brazo; luego suspiró y volvió a menear la cabeza. Arrancó una hoja de papel de un bloc y anotó el número.

Name? —preguntó, y le pasó la pluma.

Después de que Christine escribiera su nombre debajo del número, el coronel Hensley le dijo algo a uno de los soldados. El soldado cogió a Christine por el brazo y la sacó del despacho.