Capítulo 34

Christine siguió los gritos de su madre, sintiendo como si tuviera las piernas de piedra mientras corría hacia la puerta abierta. Su padre estaba sentado en el suelo del vestíbulo, sollozando, con la cabeza entre las manos. Oma se apoyaba en la pared, y los chicos se abrazaban a su palpitante pecho con las caras escondidas en los pliegues de su blusa. Arrodillada, Mutti daba alaridos junto al desmoronado cuerpo de Maria. Maria tenía la cara de un blanco grisáceo, el fino cuello torcido en extraña postura y un pie sin zapato en el último peldaño de la escalera.

El corazón de Christine se tiñó de negro. Entró en el vestíbulo mientras el suelo cabeceaba bajo sus pies y el miedo le llenaba el fondo de la garganta como una grasienta mancha de petróleo. Cayó de rodillas al lado de su hermana. «Nein! —gritaba su mente—. Nein! ¡No puede ser! ¡Esto no está pasando!». Su pensamiento retrocedió, desbocado, hacia lo que acababa de ocurrir en la iglesia, y se preguntó si no estarían castigándola por intentar arruinarle la vida a alguien, por hacerse cargo ella de aquel asunto, por creer que podía realizar el juicio definitivo de Stefan. Las palabras de Oma resonaban en sus oídos: «Dios es quien realiza el juicio definitivo de todos nosotros». «¡Retiro lo dicho! —pensó—. ¡Que Stefan se vaya libre! ¡Retiro lo dicho!».

—¿Maria? —gritó—. ¡Maria! ¡Ponte de pie!

Cogió la mano de Maria en la suya; estaba blanda y flácida. Christine chilló hasta que tuvo la garganta en carne viva, con el estómago retorciéndose y las venas de la frente a punto de estallar. Cuando se quedó sin voz, la boca le sabía a sangre.

La querida hermana de Christine yacía en las baldosas del suelo como una muñeca de trapo desechada, con el jersey rojo apelotonado bajo los brazos, y las piernas y los brazos extendidos en forzados ángulos. Bajo sus ojos cerrados, las rubias y finas pestañas estaban húmedas de lágrimas, y había una gota de sangre color granate junto a un orificio nasal. Christine cerró muy fuerte los ojos esperando que aquella imagen ya no estuviera allí cuando volviera a abrirlos. Como una sacudida, le llegó un recuerdo. Un circo ambulante había llegado a la ciudad, y el día siguiente, al entrar en la cocina, Christine encontró a Maria, que entonces tenía cinco años, junto al fogón con un palito encendido en la mano y la boca abierta, tratando de tragarse las llamas igual que el tragafuegos del circo. Con siete años, Christine se quedó paralizada, agarrada a la puerta, llena de pánico y sin saber qué hacer. Por suerte, Mutti entró en la cocina justo a tiempo de arrebatarle el palo a Maria.

Incluso en aquel momento, antes de comprender del todo la irreversibilidad de la muerte, Christine se había preguntado cómo continuaría viviendo si algo le sucediera a su hermana pequeña. Después se pasó semanas siguiendo a Maria a todas partes, inquieta por si intentaba probar con otro número (andar por la cuerda floja, o hacer juegos malabares con cuchillos) y, una vez más, ella no lograba protegerla.

Ahora había ocurrido justamente eso. Christine abrió los ojos y alargó la mano para acariciar la cara de Maria conteniendo la respiración, como si un mero roce fuera a hacerle pedazos el rostro como el cristal. Los temblorosos dedos tocaron la mejilla de su hermana; tenía la piel fría como el hielo. Christine gimió y se desplomó encima, cubriendo el torso de su hermana con el suyo. Empezó a temblar, sus miembros se estremecían descontrolados, y respiraba con breves y superficiales jadeos. Antes de que pudiera tomar la siguiente bocanada de aire, violentos e interminables sollozos brotaban de su garganta, y cada lamento le arrancaba la fuerza del cuerpo. Un bloque helado se le pegaba al corazón a medida que la culpabilidad sustituía al vacío de la conmoción primera.

—¡Perdóname! —exclamó, gimiendo—. ¡No debería haberte dejado sola! ¿Por qué no me hiciste caso?

Mutti miró a Christine. Sus ojos eran como heridas sangrantes en el cráneo.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás diciendo?

Christine levantó la cabeza, y sin saber cómo las palabras salieron, aunque el corazón se le partió en un millón de trozos.

—¡Estaba embarazada! ¡Estaba embarazada y yo no pude convencerla de que todo saldría bien!

Mutti estrujó el cuerpo de Maria contra el suyo.

—¡Oh, nein! —gritó—. Nein!

Con entrecortados sollozos, Vater acudió junto a Mutti, y ambos acunaron a Maria en sus brazos, acariciando las delgadas y pálidas mejillas de su hija perdida. Aquello fue más de lo que Christine pudo soportar. Corrió al umbral y le dieron arcadas en los escalones. Luego se desplomó apoyada en la puerta abierta, mientras la vista se le enturbiaba. Con las pocas fuerzas que le quedaban terminó de salir a gatas y se tendió en el camino, tiritando y confiando en perder el sentido. Fue inútil. El eco de los sollozos de sus padres salía por el pasillo hasta el tranquilo aire matinal ahogando el amortiguado himno que llegaba de la iglesia de enfrente, como los muertos que lloraran a gritos desde más allá de la tumba.

Los largos días que siguieron al funeral de Maria fueron húmedos y calurosos, y un blanco cielo flotaba brumoso y bajo. Una noche sí y otra no, retumbantes tormentas despertaban a Christine sobresaltándola, con el corazón latiéndole fuerte y la frente perlada de sudor. Entonces echaba hacia atrás las mantas y se levantaba de un salto, dispuesta a echar a correr, hasta que se daba cuenta de que el fortísimo estruendo y los resonantes estampidos eran el fragor de los truenos, no bombas que cayeran. Aliviada, se dejaba caer de nuevo en la cama, sin fuerzas y tratando de recuperar el aliento, hasta que, justo en el instante siguiente, la conciencia de la realidad hacía que una hueca corriente de dolor le invadiera los huesos.

Maria había muerto.

Por su mente cruzaban imágenes como relámpagos: su hermana tendida en un ataúd, sus padres sollozando sobre la tumba abierta. En ese momento el arrebato de pánico volvía a adueñarse de ella, y Christine se quedaba despierta, inquieta y empapada de sudor frío hasta que amanecía.

En el huerto, bajo un sol abrasador, se pasaba horas cavando y arrancando malas hierbas, mientras una y otra vez repasaba en la cabeza lo que había ocurrido y se preguntaba qué podría haber dicho o hecho de manera distinta. Enjugándose el sudor que le cubría la cara, trabajaba hasta que le temblaban las piernas, castigándose por no haberse quedado en casa aquel día en lugar de ir a la iglesia. Cuando terminaba, entraba tambaleándose en la casa, con el arrebolado rostro manchado con una mezcla de tierra y lágrimas, confiando en que el puro agotamiento la ayudara a olvidar que Isaac y Maria habían muerto.

A finales de aquella semana Vater volvió a trabajar. La familia necesitaba el dinero, y él no podía hacer nada más por Mutti, a quien le había dado por pasarse los días en la cama. El primer día que regresó al trabajo, Christine le preparó a Vater un almuerzo de pan de centeno untado con una gruesa capa de manteca de cerdo y se lo envolvió bien en papel de estraza. Camino de la obra, anduvo deprisa, echando ojeadas tras ella, y evitó el atajo por la calleja.

En la obra los sonidos de martillos y sierras llenaban el aire. Cuatro hombres mantenían un precario equilibrio sobre las vigas del primer piso, mientras ponían en su sitio las viguetas del tejado a martillazos. Otros enlucían la piedra de las paredes del sótano; el chirrido y el golpear de las llanas le pusieron los nervios de punta. Al no ver a Vater por ninguna parte, hizo visera con una mano sobre los ojos, tratando de distinguir un rostro conocido bajo el sol cegador.

—¿A quién buscas? —preguntó a gritos uno de los hombres desde el tejado.

—A mi padre —respondió Christine chillando—. Es que ha vuelto al trabajo hoy.

—A algunos los han mandado a despejar el otro sótano —contestó el hombre—. Allá atrás, donde estaban antes la cocina y el almacén.

Danke —respondió Christine, y le dijo adiós con la mano.

Un cuadrado de árida tierra se extendía hasta la parte trasera del edificio siguiente, salpicada aquí y allá de ralas zonas de césped que luchaban por subsistir. Casi en el centro del patio, un sótano lleno de escombros se hundía en la tierra como el profundo hueco de una muela recién extraída.

Al borde del agujero dos hombres alargaban la mano para sacar quemadas vigas de madera y pesadas piedras, y a continuación se las pasaban a los que tenían detrás. Como una cadena de bomberos, los otros iban subiendo los carbonizados restos hacia un carro que se los llevaba después.

Christine se dirigió despacio hacia el desmoronado sótano y miró a los hombres que cavaban entre las cenizas y la tierra. El olor a madera quemada y húmeda que emanaba del agujero parecía el de una tumba abierta. Un mezclado revoltijo de ennegrecidas latas, sillas retorcidas y tuberías quemadas se fundía con las ruinas del edificio para formar un nudoso y desolado paisaje.

De pie sobre un inestable montón de escombros por debajo de los otros hombres, Herr Weiler se secó la cara con un pañuelo de colores y alzó la vista. Entonces se metió el trapo en el bolsillo de los pantalones y fue hacia Christine.

—¿Cómo está tu padre? —le preguntó, mirándola con los ojos entornados.

—¿A qué se refiere?

—Creí que iba a volver hoy —contestó Herr Weiler—. ¿Está enfermo?

Nein —dijo ella—. Yo lo vi salir para el trabajo esta mañana.

Herr Weiler negó con la cabeza.

—Nadie lo ha visto en todo el día.

La cara de Christine se quedó sin color. Por su mente, como relámpagos, cruzaron imágenes: Stefan dándole una puñalada a su padre en un desierto callejón; su padre tendido allí, agonizante y confuso, tumbado en un charco de sangre cada vez mayor.

A Christine se le cayó al suelo la bolsa del almuerzo. Echó a correr y atravesó a toda velocidad las calles empedradas, llamando a gritos a su padre. Todos parecían moverse a cámara lenta a su alrededor mientras que sus movimientos eran acelerados: cada paso que daba era nervioso como el de un insecto. Fue parando a cuantos conocía, agarrándolos por las mangas de la camisa y preguntándoles si lo habían visto. Algunos negaban con un gesto y se soltaban bruscamente de sus manos como si tuviera una enfermedad; otros contestaban que no con la mirada llena de temor, como si aún hubiera guerra y ella fuera un miembro de la Gestapo dispuesta a meterlos en la cárcel si respondían de forma incorrecta a su pregunta. Sólo la esposa del zapatero se molestó en preguntarle qué pasaba.

Cuando vio que un jeep norteamericano iba pesadamente hacia ella, Christine se puso en la calzada y levantó las manos para detenerlo. Los norteamericanos eran su única esperanza. Ellos querrían enterarse de que había un guardia de las SS escondido, ¿no? El jeep viró bruscamente para esquivarla y siguió adelante. Mientras pasaba a toda velocidad, Christine buscó entre los rostros a Jake, pero no lo vio. Un segundo jeep redujo la marcha y se paró. Una nube de tierra se levantó tras él cuando los neumáticos patinaron en el empedrado.

—¿Jake? —les preguntó a los cuatro norteamericanos, confiando en que tal vez reconocieran el nombre.

El conductor negó con la cabeza. El que iba en el asiento delantero dijo algo que ella no entendió e hizo un gesto para que el conductor continuara. Dos soldados que iban en la parte de atrás se dieron un codazo, sonriendo y mirándola de arriba a abajo. Uno se sacó una chocolatina Hershey del bolsillo de delante y se la ofreció, silbando como si llamara a un perro. Christine hizo un gesto negativo. Los hombres se rieron a carcajadas, y el conductor metió una marcha. Christine dio la vuelta corriendo hasta la parte delantera del jeep y puso las manos en el capó, tratando de calcular cómo hacerlos entender, esperando que al menos uno de ellos hablara alemán.

—Mi padre —dijo, intentando recobrar el aliento—. ¡Las SS lo tienen!

El del asiento delantero le hizo señas de que se apartara.

Help —dijo Christine.

El conductor dio un acelerón al motor y le echó una mirada iracunda. Christine dio un grito ahogado y retrocedió, con la mano sobre el corazón y la mente dándole vueltas mientras trataba de recordar las palabras inglesas que necesitaba.

Father —probó en inglés.

Su fuerte alemán hizo que la palabra sonara como «fadder». Su «Help» sonó «helf».

El soldado del asiento de delante alzó el fusil y le apuntó a la cabeza, clavando en ella una mirada fija y dura. Christine se apartó del jeep con los brazos caídos, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas. Los norteamericanos partieron. De repente Christine comprendió que, aun en el caso de que consiguiera hacer que la escucharan, lo más probable sería que a ellos un alemán desaparecido les diera igual. «Seguimos siendo el enemigo». Entonces se acordó de la base aérea situada en las afueras del pueblo, que estaba abarrotada de vehículos norteamericanos. Acaso allí encontrara a Jake, o a alguien que hablara alemán, alguien que la ayudara. Se quedó en medio de la calle, intentando recordar el camino más corto para llegar a la base, y al cabo de unos instantes, temblando y con náuseas, se dirigió hacia el este.

Tras recorrer cinco manzanas llegó al extremo de la ciudad más próximo a la base aérea, la infortunada zona que había sufrido los mayores daños durante la guerra. El extremo oriental del pueblo había desaparecido, y una manzana tras otra habían quedado convertidas en escombros. Vigas de madera quemadas y melladas y metal derretido señalaban hacia el cielo, como huesos rotos. Las empedradas calles, despejadas por el centro, parecían serpenteantes ríos rojos que discurrieran entre unas orillas llenas de baches y formadas por ladrillos triturados y piedra hecha pedazos. Aquí y allá veía mensajes escritos con tiza en los agrietados muros de los edificios en ruinas: «Greta y Helmut, estamos vivos, en casa de tía Helga». «Querida hija, Annelies Nille, 4 años, muerta 13 enero, 1945». «Aún desaparecidos Ingrid, Rita y Johann Herzmann, 32, 12 y 76 años».

Christine se cubrió la nariz con el bajo del jersey y echó a correr, figurándose que aún olía el humo, las cenizas ardiendo y la derretida carne de las víctimas, gente que antes veía en la iglesia, por las aceras y en la tienda de comestibles. Más de cuatrocientas personas de su pueblo natal, entre ellas bebés y niños, habían resultado muertas en los bombardeos en el transcurso de la guerra. Pasó a toda prisa por delante de los dispersos montones de piedras y fragmentos de vidrio procedentes de una iglesia arrasada y un viejo cementerio, cuyas lápidas se inclinaban hacia la derecha o la izquierda, o bien yacían partidas y hechas pedazos en el suelo. Por los bordes del camino los cráteres de las bombas parecían fosas recién cavadas.

Por fin se encontró fuera del pueblo, en los campos abiertos. Desde allí vio la base aérea, cerca de la entrada del valle, y se apresuró a dirigirse hacia ella.

Al ver el puesto de control aflojó el paso y le pidió a Dios que uno de los guardias entendiera suficiente alemán como para dejarla pasar. Desde detrás de ella se acercaba un convoy de camiones y tanques, levantando una columna de polvo y tierra que parecía un negro nubarrón de tormenta. Christine se apartó de la carretera para dejar pasar los vehículos, con una pálida mano levantada en un gesto de saludo, y esperó que uno de los soldados se apiadara de ella o creyera que estaba dispuesta a mantener relaciones sexuales con él a cambio de una chocolatina o una barrita de chicle. Tenía que entrar, fuera como fuese.

Los motores rugían en sus oídos, y las pesadas orugas de los tanques golpeaban y arañaban la tierra. Apiñados encima del techo y de la caja descubierta, grupos de soldados norteamericanos iban en dos camiones, como un enjambre de escolares que jugaran en una cuesta. Unos cuantos le lanzaron una mirada, pero nada más. Al llegar al puesto de control, Christine retrocedió y recorrió todo el convoy, buscando a Jake en cada cabina. Nadie le resultó conocido. El conductor del último camión estaba solo, con un brazo asomado por la ventanilla y un cigarrillo en la mano. Tenía la cabeza echada hacia atrás y apoyada en el alto asiento. Christine se acercó a la cabina, y estaba a punto de hablar cuando se dio cuenta de que el soldado tenía los ojos cerrados. Con aspecto de tener los nervios de punta, le dio una larga calada al cigarrillo y soltó el humo en un fuerte chorro, mascullando algo que sonó a enfado. En ese momento Christine se apresuró a ir a la parte posterior del vehículo, rezando para que no hubiera ningún soldado en la caja cubierta de lona y preparada para seguir corriendo si se equivocaba.

Para su alivio, la caja del camión estaba llena de cajones de madera. Se subió a pulso y se lanzó entre la portezuela trasera y el faldón de lona, sintiendo el corazón como un tren sin frenos dentro del pecho. Apenas había espacio suficiente para tenderse de lado entre la carga y el lateral del camión, pero se encajó allí, a costa de golpearse el codo y la frente; la nariz y los ojos le picaban con el olor a gasóleo quemado.

El motor chirrió al meter una velocidad, y el camión se puso en marcha sin prisas, empujando a Christine contra los cajones como si fuera un saco de harina. Se rodeó la cabeza con los brazos y le pidió a Dios que no registraran los vehículos antes de permitirles la entrada. Al principio el camión siguió rodando, pero al cabo de unos momentos, demasiado pronto, se paró. Por encima del retumbar del motor Christine oyó voces, el conductor que hablaba, un fuerte portazo y una serie de apagados sonidos metálicos. Alguien abrió de un tirón la lona y ella dio un respingo. Entonces sintió más que vio que un soldado revisaba la atestada caja. Christine contuvo el aliento, intentando no moverse.

Justo cuando creía que el soldado había terminado la inspección, una áspera mano la agarró por el brazo y tiró de ella hasta ponerla de pie. El soldado dio un grito, sacó su pistola y dio un paso hacia atrás. Los guardias y el nervioso conductor la apuntaron con sus fusiles mientras Christine pasaba por encima de la portezuela trasera y bajaba de un salto, con las rodillas flexionadas para no caerse hacia delante. Un soldado con barba de tres días le escupió una orden a la cara. Christine no entendió lo que decía, pero supo que estaba en un apuro.

Después de que los guardias la cachearan, el soldado mal afeitado la cogió del brazo, atravesó con ella el puesto de control y, tras cruzar el recinto, la metió en una achaparrada construcción de ladrillo situada a la izquierda de la torre de control. Dentro, sentado tras un escritorio, un oficial medio calvo inclinaba la cabeza sobre un batiburrillo de mapas y papeleo administrativo. Cuando el soldado se dirigió a él, alzó la vista; tenía las mejillas y la frente pálidas y grumosas, como si su piel estuviera hecha de gachas de avena, y en sus ojos se pintó una expresión de sorpresa. Se levantó y fue hacia ellos, atento a las explicaciones del soldado. Luego se sentó en el borde del escritorio y examinó a Christine con los brazos cruzados.

English? —le preguntó.

Christine negó con la cabeza, y él la escudriñó un instante más, como si buscara móviles maquiavélicos en su mente. A continuación le dijo algo al soldado mal afeitado, que le hizo un saludo militar y salió del edificio. El oficial apartó una silla de la pared, arrastrando las patas metálicas con un chirrido por el suelo de hormigón, y le indicó a Christine con un gesto que se sentara. Christine obedeció, con las piernas y los brazos temblando, mientras se preguntaba si el oficial le oiría la sangre correr furiosa por las venas. Al verlo volver hacia la mesa, carraspeó para llamar su atención. Él la miró con las cejas alzadas.

Ella se echó atrás la manga, señaló el número que llevaba en la muñeca y dijo:

—SS.

Al oficial se le cambió la cara, y asintió con un rígido movimiento de cabeza.

Father —dijo Christine.

Father? —repitió él, con la frente fruncida en un gesto de confusión.

Ella asintió y se puso una mano sobre el corazón.

—¿Jake? —preguntó.

En silencio se reprochó no saber su apellido, enfadada por haber dado por supuesto que todos los norteamericanos eran iguales. Quizá si se hubiera mostrado dispuesta a que fueran amigos en lugar de pensar mal, Stefan ya estaría entre rejas.

En aquel preciso instante el soldado mal afeitado volvió con un hombre rubio vestido de paisano. Cuando este vio a Christine una expresión sorprendida cruzó rápida su rostro, pero enseguida sonrió con una engreída y satisfecha mueca de desprecio. A Christine se le heló la sangre en las venas.

Era Stefan.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dijo él.

Christine clavó la mirada en el oficial con cara de avena cocida, confiando en expresar su miedo y su cólera con los ojos. Después se puso de pie, se subió la manga, se dio con el dedo en la muñeca de nuevo y señaló a Stefan.

—¡Él es de Dachau!

—No vas a conseguir nada con ese viejo truco —le dijo Stefan. Su expresión era serena, pero la mirada se le torcía de cruel regocijo—. Estos hombres confían en mí. Acudí a ellos ofreciendo mis servicios como traductor. Yo ya no soy el enemigo.

El oficial le dijo algo a Stefan. Christine entendió «SS». Stefan meneó la cabeza y luego entabló un prolijo diálogo en inglés, gesticulando con las manos y señalando a Christine. Qué ironía que se fiaran de un asesino sólo porque supiera hablar su idioma. Christine creyó entender las palabras Jew, Dachau, family, father, dead. Los norteamericanos se estremecieron varias veces, como si ciertas partes del relato de Stefan resultaran dolorosas de oír.

Nein, nein, nein —insistió Christine. El pánico se le retorcía en el pecho. Volvió a señalar a Stefan e hizo ademán de apuñalarse el abdomen—. SS. Father.

Stefan se llevó el índice a la sien, hizo un movimiento circular y dio un silbido. El oficial la miró con los ojos llenos de compasión. De pronto Christine lo entendió todo. Stefan estaba contándoles que su familia había muerto, y que ella había enloquecido como consecuencia de aquella pérdida.

Incapaz de contenerse más tiempo, se abalanzó sobre Stefan intentando darle un puñetazo en la cabeza. Su puño chocó con la mandíbula, el cuello, las sienes.

—¿Qué le has hecho a mi padre? —gritó.

Con el mismo esfuerzo que emplearía para luchar contra un niño pequeño, Stefan le cogió los brazos que no paraban de moverse y esperó. Christine le tiró de las manos, tratando de quitarse sus fuertes dedos de las muñecas. El soldado mal afeitado la apartó bruscamente y la sentó de un empujón en la silla. Luego la sujetó allí, clavándole las manos en los hombros, hasta que se tranquilizara. Christine respiraba con jadeos breves y superficiales, y los tendones del cuello se le tensaban y tiraban mientras ella se esforzaba por levantarse. Quería arrancarle a Stefan el corazón del pecho.

—Cuidado, pequeña amante de los judíos —le dijo él con voz suave, como si intentara calmarla—. Estás facilitando que crean todo lo que acabo de contarles.

—¿Dónde está mi padre? —gritó de nuevo Christine. Las palabras se le entrecortaron en la garganta.

Stefan le dijo algo al soldado, y este, de mala gana, la soltó. Christine reprimió el impulso de levantarse de un salto otra vez y clavó las uñas en los brazos de madera de la silla. Pero Stefan tenía razón, debía apaciguarse porque si no, los norteamericanos no la creerían.

—¿Qué creías que iba a ocurrir después de tu escenita de la iglesia el otro día? —le preguntó Stefan al tiempo que se arrodillaba delante de ella, con el rostro convertido en una máscara de fingida amabilidad—. Te dije que te lo haría pagar.

Bitte —respondió Christine—. Dime dónde está, nada más.

—Vamos a ver… —dijo él—. Creo que están interrogándolo acerca de su participación en los crímenes de guerra. Ja, exacto. Le oí decir a alguien que estaba metido en un buen lío.

—¿Interrogándolo? ¿Quién está interrogándolo? ¡Él no ha hecho nada malo! ¡Ahora los americanos mandan! ¡No tú! ¡Ni tus amigos de las SS!

Stefan se puso de pie y le dijo algo al oficial, quien asintió con los labios apretados, como si le preocupara el bienestar de Christine.

—Tienes razón —dijo Stefan, dirigiéndose a ella—. Ahora mandan los americanos y en Dachau retienen tanto a miembros de las SS como de la Wehrmacht.

Christine tragó saliva.

—¿Dachau?

Ja, y allí es adonde va ahora mismo tu padre porque tú no hiciste lo que se te dijo.

—¡Pero no lo retendrán allí! —gritó Christine—. ¡Descubrirán que sólo era un soldado del ejército y lo pondrán en libertad!

Alzó la vista hacia los norteamericanos, que miraban la escena boquiabiertos como si escucharan a un médico explicarle a un paciente un diagnóstico en fase terminal.

Stefan meneó la cabeza con gesto de comunicar malas noticias por segunda vez. Su sosegada seguridad en sí mismo era tan evidente como el azul acero de sus ojos.

—¿He olvidado mencionar que mi antiguo uniforme le quedaba perfecto? Hasta el número de las botas. Va a costarle mucho trabajo salirse de este aprieto a fuerza de labia.

—¡Pero si él no ha hecho nada malo! —exclamó Christine—. ¡Iré a Dachau y les contaré quién es el auténtico criminal de guerra!

—Adelante, inténtalo. Porque ahora mismo todos los alemanes son culpables hasta que se demuestre su inocencia. En Dachau también retienen a mujeres. Quizá, si tengo suerte, te encarcelen a ti y se terminen mis problemas. Intenta recordar una cosa: quien tiene el poder ahora mismo soy yo. Meteré a tu madre o a tus hermanos pequeños en una habitación oculta o en una bodega subterránea de algún sitio, y los americanos no los encontrarán jamás. Este es nuestro territorio, ¿recuerdas? Estos pueblos viejos están llenos de túneles, y las callejuelas y las casas son auténticos laberintos. El próximo que coja de tu familia se pudrirá encerrado. Como tendrías que haber hecho tú.

Christine le echó una mirada feroz mientras el odio iba solidificándose dentro de su pecho. Luego hizo un nuevo intento, miró al oficial y preguntó:

—¿Jake?

Al oír un nombre norteamericano el rostro del oficial se ensombreció, y le dijo algo a Stefan.

—Ahora cree que a lo mejor has venido para causarle problemas a uno de sus hombres —le comentó Stefan a Christine—. Los soldados americanos tienen una estricta política de no confraternización con los civiles adultos alemanes. Además quiere saber si eres consciente de que todos los alemanes de edad comprendida entre los catorce y los sesenta y cinco años que vivan en zona de ocupación han de inscribirse para realizar trabajos obligatorios, con la amenaza de la cárcel o la retirada de las tarjetas de racionamiento.

Christine hizo un gesto afirmativo, fingiendo someterse. Era inútil, no iba a conseguir nada con los norteamericanos, en particular si Stefan estaba allí. El oficial fue a la pared de detrás de su mesa y de un anaquel sacó media docena de latas. Las metió en una bolsa de tela que le ofreció a Christine, como un animal muerto que colgara entre ellos. Con las piernas temblando, Christine se levantó y la cogió, sin apartar los abrasadores ojos de Stefan.

—No sé cómo —le dijo—, pero te lo haré pagar.

Stefan hizo amago de abrazarla y ella le dio un empujón y le escupió en la cara. El oficial se interpuso entre ellos, ceñudo, y le hizo señas a Christine para que se marchara. El soldado mal afeitado la tomó por el brazo y la condujo fuera del edificio.

Estrechando la bolsa contra su pecho, Christine siguió al soldado que la llevaba hasta el otro lado de la base aérea mientras trataba de calcular qué haría a continuación. Entonces le lanzó una mirada por el rabillo del ojo, preguntándose si él la ayudaría. El soldado tenía la cara rígida y las cejas fruncidas en un gesto decidido.

Help? —le dijo Christine.

El soldado hizo caso omiso de ella y siguió andando. Christine se detuvo y se soltó de un tirón. Luego hizo un nuevo intento, esta vez con voz firme.

Help.

Él la agarró del brazo y tiró con fuerza de ella hacia delante.

A mitad del recinto Christine vio dos jeeps en el puesto de control, uno con tres soldados dentro y el otro con dos. Entornó los ojos intentando distinguir un rostro conocido, pero estaban demasiado lejos. Además los soldados, que llevaban casco, miraban en dirección contraria pues estaban hablando con los guardias. Después los jeeps entraron en la base aérea y se acercaron. En el segundo Christine vio una blanca y amplia sonrisa y una línea de pelo rubio.

—¡Jake! —gritó, al tiempo que se apartaba bruscamente del soldado.

Trató de correr pero no fue lo bastante rápida. El soldado la cogió por el hombro y la derribó en tierra. Las latas de la bolsa chocaron como piedras contra su pecho, y el golpe la dejó sin resuello. Dando boqueadas, intentó ponerse de pie mientras veía pasar los jeeps a toda velocidad. El soldado la puso derecha de un tirón y la llevó medio a rastras hacia la salida, dejando las latas de comida desperdigadas por la amarillenta hierba como si fueran piezas de un juego infantil. Christine retorció los hombros, tratando de escaparse, pero el soldado le chilló y la agarró más fuerte, clavándole bien los romos dedos en la parte superior del brazo.

—¡Christine! —gritó una voz detrás de ellos.

Christine estiró el cuello y vio que Jake corría hacia ella, con un fusil en una mano y la frente fruncida de preocupación. El soldado mal afeitado se detuvo a esperarlo; en su rostro había una agria mezcla de irritación e incertidumbre. Cuando llegó hasta donde estaban, Jake le dijo algo al soldado y discutieron un momento. Jake puso los ojos en blanco, se metió la mano en el bolsillo y sacó varios papeles verdes doblados que parecían dinero. Separó dos billetes y se los ofreció al soldado, que, tras volverse para echar una ojeada al edificio del oficial, cogió el dinero y se lo metió en el bolsillo. Ceñudo, empezó a andar de nuevo, aún con Christine agarrada por el brazo.

Jake le cogió el otro brazo, y los tres se apresuraron a ir hacia el puesto de control de seguridad. Cuando estaban cerca de las ruinas de un pequeño cobertizo de piedra, de un tirón Jake metió a Christine detrás de ellas y miró a su alrededor con gesto nervioso. El soldado mal afeitado siguió adelante. Jake dijo algo que Christine no comprendió. Después, seguro ya de que nadie los veía, le dirigió las mismas palabras alemanas que había pronunciado en la estación de tren.

—¿Puedo ayudar?