El día siguiente, domingo, el cielo tenía un aspecto terso y radiante, como si una lámina de vidrio flotara en las alturas extendiéndose de un extremo al otro del horizonte como un inmenso y translúcido glaciar. Las lilas perfumaban el aire, y de vez en cuando una brisa llevaba aroma a tierra recién removida.
Durante la guerra al pastor de la iglesia de Christine lo habían detenido, los feligreses tuvieron miedo de reunirse por temor a que los tacharan de traidores y la propia iglesia había recibido un impacto que debilitó el muro delantero y destrozó la aguja. Mutti decía que la bomba no había arrasado todo el edificio por cuestión de centímetros. Estalló en una colosal y parda lluvia de tierra y hierba que formó un profundo cráter en el césped. Tras la explosión inicial el muro delantero se derrumbó, rociando la calle de vetusta piedra y argamasa. Pero, a pesar de todo, el techo y tres cuartas partes de la iglesia no habían sufrido daños.
Desde la plaza del mercado, en honor al primer día en cinco años que iba a celebrarse el servicio religioso en la iglesia parcialmente restaurada, el viejo carillón de la iglesia de San Miguel sonó en lo alto del imponente chapitel de piedra arenisca. Durante una hora entera, la única melodía de campanas de iglesia que quedaba en la ciudad fue enlazándose una y otra vez y resonando por las calles bañadas de sol con desmesurados repiques de celebración.
Christine quería que las campanas dejasen de repicar. ¿Cómo podía nadie celebrar nada, si parecía que nada hubiera cambiado? La mejilla se le había puesto morada y color carmesí mientras dormía. Estaba caliente e hinchada, y un líquido se desplazaba bajo la piel cuando movía demasiado rápido la cabeza. Sabiendo que sus padres no podrían hacer nada, y decidiendo no preocuparlos hasta que tuviera un plan, se había obligado a contarle a todo el mundo entre risas que había tropezado y se había caído en medio de la calle, con la falda subida y las piernas a la vista de todos. Oma le recetó vinagre y miel, seguidos de mucho sol, y luego le inspeccionó los codos y las rodillas por si tuviera más lesiones que precisaran de sus conocimientos médicos.
—Estoy bien, de veras —les dijo Christine—. No sé cómo me las apañé, pero me caí de cara.
Apresurándose para no llegar tarde a la iglesia, la familia se reunió entre la cerca del huerto y la casa, en el estrecho corredor que el sol, al filtrarse por las ramas de los ciruelos, moteaba de gris y blanco.
—¿Dónde está Maria? —preguntó Christine cuado se dio cuenta de que faltaba su hermana.
—No se encuentra demasiado bien —contestó Mutti, con la frente fruncida de preocupación.
Christine sabía lo que su madre estaba pensando: tifus o tuberculosis. Con la continua falta de suministros médicos y la escasez de comida, aquellas enfermedades se habían vuelto epidémicas; cualquiera de las dos infecciones era una sentencia de muerte. El primer instinto de Christine fue aliviar su inquietud diciéndole la verdad: que probablemente Maria tuviera náuseas del embarazo. Pero no podía traicionar la confianza de su hermana. Maria aún se sentía demasiado frágil. «No tardaremos en contárselo a todo el mundo», pensó.
Se planteó volver para ver si Maria estaba bien, pero no quería entrar en la iglesia sola. Aquella era su primera aparición pública desde su regreso, y los brazos y las piernas ya le vibraban de tensión nerviosa. Oma, que deseaba encontrar asiento antes de que comenzara el oficio religioso, ya iba por la mitad de la calzada. Christine titubeó y alzó la vista hacia las ventanas de la casa, confiando en ver a su hermana asomada, pero los postigos estaban bien cerrados.
—¡Date prisa, Christine! —la llamó su madre.
Christine rodeó a toda prisa la cerca del huerto para alcanzarlos.
Grupos de personas endomingadas, como ramos de flores silvestres que hubieran brotado al azar, se congregaban en el verde cementerio de la iglesia. Sin apartar la vista del ancho camino, Christine se dio cuenta de que numerosas cabezas se volvían a mirarla mientras andaba con su familia hacia la entrada.
Una vez dentro del santuario, el silencio reemplazó los murmullos de la gente, como si todo el mundo la observara. Christine se miró los pies, muy consciente de que el vestido azul de los domingos seguía bailándole en el cuerpo. Para ocultar su cabello corto y las calvas que se había provocado llevaba el chal rojo de Oma en torno a la cabeza, bien amarrado en la nuca. Tenía el borde de la manga del jersey apretada dentro del puño para esconder la tatuada muñeca.
Debido a la obra, las primeras filas de bancos se mantenían desocupadas durante el oficio religioso. El nuevo pastor se encontraba en la parte delantera del pasillo central, y muy por encima de su cabeza se elevaba la fachada, recién enlucida aunque aún sin pintar. En la cabecera de la iglesia, tras una hilera de floreros llenos de lilas, había una docena de candelabros de hierro forjado. El olor a velas encendidas y a mortero fresco vencía a las lilas, haciendo que el interior de la iglesia oliera como un mausoleo.
Varias personas se levantaron de los bancos y se acercaron a Christine. Algunos le decían «Bienvenida a casa», y «Nos alegramos de ver que estás bien» en voz baja; otros le sonreían fugazmente y dirigían su atención a Vater y Mutti. Abrazaban a su madre, le daban un beso en la mejilla y estrechaban la mano a su padre. Los ancianos y los pocos soldados que habían vuelto agarraban a su padre por el hombro y le daban fuertes palmadas en la espalda. Con manos temblorosas, casi todas las mujeres tenían un pañuelo bajo la nariz y los llorosos ojos.
—Aún aguardamos noticias —contestaba alguna dando un sorbetón.
Las Kriegswitwen, viudas de guerra, no decían nada.
Christine y su familia se sentaron en un banco situado cerca del centro de la iglesia, Christine entre su madre y su padre. Una vez acomodados, echó una mirada alrededor para ver quién más estaba allí y de pronto se puso tensa al divisar a Kate. Sentada seis filas por delante, llevaba un vestido verde esmeralda que relucía como la seda, y su inflamado pelo rojo le resplandecía por los hombros. Comparados con ella, todos los demás parecían descoloridos y cansados. La madre de Kate estaba a su lado y se volvió para saludar con la mano a Christine y su familia; al otro lado, alto y erguido, con su pelo rubio oscuro muy bien recortado, se sentaba Stefan.
Kate giró en el asiento para ver a quién le sonreía su madre. Al ver a Christine, se dio la vuelta, se inclinó hacia Stefan y le susurró algo al oído. La cabeza de Stefan giró despacio sobre su cuello, mientras el resto de su cuerpo apenas se movía, cuando se volvió con la cara completamente desprovista de expresión. Cuando sus ojos color azul claro se encontraron con los de Christine, esta le sostuvo la mirada. «Aquí no puedes hacerme nada».
Él dio media vuelta de nuevo, y Christine se miró la muñeca, la marca roja de la uña de Stefan que dividía el número en dos. Aún oía el odio de su voz y recordaba cómo le había retorcido el brazo. Se removió en el asiento. «Tal vez debería levantarme y decirles a todos la clase de hombre que es de verdad». Estirando el cuello, miró a la anciana que se sentaba junto a Stefan. No conocía a su madre pero tenía ganas de ver qué aspecto tenía la progenitora de un miembro de las SS. Sólo le veía la parte superior de la cabeza: cabello blanco, alisado y recogido en un trenzado moño. Cuando la mujer se volvió un poco Christine vio unas rollizas mejillas sobre una dulce sonrisa. «Estás actuando como ellos», se dijo, y se regañó a sí misma. «¿Qué te esperabas, que tuviera cuernos y rabo?».
Eso le recordó el día en que conoció a Stefan, lo entusiasmada que estaba Kate porque iba a enseñarle inglés y a llevarla al teatro en Berlín. «¿Cómo se convierte un hombre privilegiado y culto en un despiadado asesino?», se preguntó Christine. Un escalofrío la atravesó al recordar las demás cosas que Stefan le había dicho.
Se puso derecha y, fingiendo aburrirse, escudriñó a todos los desconocidos que había en la iglesia. Se le subió la sangre a las mejillas mientras intentaba localizar a aquellos otros hombres de quienes él la había avisado, y fue buscando indicios. Quizá fuera un disparate creer que era capaz de distinguir a los miembros de las SS sólo con mirarlos, pero siguió mirando de todos modos, segura de que vería o sentiría que sus cabezas irradiaban un halo de maldad, como un gas fétido y venenoso. Sabía que si alguna vez se acercaba a alguien que hubiese trabajado en los campos de concentración, reconocería algo en sus ojos: una expresión vaga, un aire inconexo, un negro destello que revelarían la depravación de sus perdidas almas.
Dos filas por detrás de Stefan y de Kate, un hombre ancho de espaldas rodeaba con el brazo a una mujer menuda de pelo dorado, con la pecosa y fuerte mano apoyada en la parte de atrás del banco. «Posibilidad número uno», pensó Christine. Unas cuantas filas más atrás, en el lado de enfrente, un hombre de cara grasienta, más o menos de la edad de su padre, estaba sentado con el mentón levantado. «Posibilidad número dos», se dijo, y la respiración se le volvió superficial. La posibilidad número tres se encontraba casi a mitad de la iglesia: un hombre de mediana edad con el pelo alisado hacia atrás y rebeldes cejas.
El aire de la iglesia parecía haberse cargado, y a Christine se le enturbió la vista. En su regazo, las pálidas manos daban vueltas como blancos peces en el mar azul de su falda. «Tengo que decir algo», pensó. «Tengo que contarles a todos lo de Stefan. Pero ¿y si no hacen nada? ¿Y si no me creen? No tengo ninguna prueba».
Mutti la tomó del brazo y apoyó la mano en la suya. Christine creyó que tal vez se hubiera fijado en sus nerviosos gestos, o en su pulgar, incapaz de dejar de moverse sobre el número de su muñeca. Pero cuando Mutti hizo lo mismo con Heinrich, que estaba sentado al otro lado, comprendió que, sencillamente, su madre estaba contenta de tener a sus hijos junto a ella.
Bajito al principio, como si el organista no estuviera muy seguro del instrumento ni de su propio talento, el órgano comenzó a sonar. Lenta y cautelosamente, la música fue alcanzando crescendos cada vez más agudos y llenando la silenciosa y fresca iglesia. Desde su regreso Christine no había oído música de verdad, sólo el vals chirriante y macabro que daba vertiginosas vueltas y serpenteaba en todas sus pesadillas. Ahora, al oír las fuertes y perfectas notas que surgían del órgano, sintió un hormigueo en el cuello y las lágrimas brotaron de sus ojos. La última vez que había estado en esta iglesia fue el día que llamaron a filas a su padre. Parecía que hubiera pasado una vida entera desde entonces. «Isaac aún estaba vivo», pensó. «¿Y si yo hubiera sabido lo mal que iba a ponerse todo? ¿Qué hubiera cambiado yo?».
Bajó la mirada hacia la callosa mano de su madre apoyada en la suya. En cada arruga y ampolla, en cada mancha de edad y en cada trozo de endurecida piel, Christine veía el esfuerzo de su madre. Esfuerzo realizado en nombre del amor. Su madre siempre hacía lo que creía correcto. «Y eso hice yo también. Pero ni todo el amor y el esfuerzo del mundo protegen a nadie del destino», pensó. Absorta en sus pensamientos, se sobresaltó cuando los bancos de madera crujieron al unísono, como un millar de huesos que se quebraran, cuando todo el mundo se levantó para cantar.
Se puso de pie y su padre la ciñó con el brazo; luego le sonrió y la estrechó más fuerte, al tiempo que la atraía hacia sí. Entonces, con suaves y tímidas voces, el coro y los fieles empezaron a cantar. «¿Qué hemos hecho Maria y yo para merecer todo este dolor mientras que Stefan aún anda libre? ¿Fue algo que hicimos? ¿Un desconocido pecado que cometimos de niñas? ¿O es que el mundo se aproxima al final de sus días y el diablo va ganando la guerra por las almas de la gente, preparándose para su reinado definitivo?», se preguntó. Se había hecho esas mismas preguntas durante la oscura y desesperanzada condena que había pasado en el campo de concentración, más segura cada día de que el mundo entero debía de estar llegando a su fin. Pero la guerra acabó, y habían parado en seco el diabólico plan de Hitler. El bien había vencido al mal. Ahora Christine se preguntaba si el final de la guerra no sería tan sólo una pausa pasajera, un traspié en un obstáculo de la trayectoria cierta hacia la destrucción absoluta. Hitler había muerto y Europa estaba en ruinas. Sin embargo, le provocaba sorpresa y consternación ver que las preguntas no habían cambiado. «Pero el bien aún le planta cara al mal. Y tal vez el mejor lugar para hacerlo sea este».
El sermón del pastor fue breve y, cuando acabó, pidió a los feligreses que se recogieran para orar. Dio gracias a Dios porque la guerra hubiera terminado, porque la gente del pueblo volviera a rezar en la iglesia. Agradeció a los norteamericanos que les hubieran brindado ayuda. Rezó por sus compatriotas de las zonas de ocupación francesa, británica y soviética, y expresó su reconocimiento a todos los supervivientes, tanto civiles como militares. Rezó por los refugiados que se habían encontrado en el lado equivocado de las fronteras, y por los habitantes de comunidades arraigadas durante siglos que ahora veían cómo los mataban o echaban de sus tierras quienes estaban en contra de toda persona o cosa que fuese alemana. Rezó por los que no habían sobrevivido, mostrando su gratitud hacia los valientes hombres y muchachos que habían dado la vida por su país, y pidió para que regresaran sanos y salvos las decenas de miles de soldados de los que aún no se sabía nada. Por último, rezó por las familias judías que habían desaparecido.
—Que encuentren la paz dondequiera que estén, y que los responsables de su desaparición sean llevados ante los tribunales —dijo—. Y que quienes conocen la verdad hablen abiertamente.
Durante unos segundos Christine se quedó paralizada. Abrió los ojos y alzó la vista hacia el pastor, segura de que estaría mirándola, pero tenía los ojos cerrados. Los latidos de su corazón se aceleraron. Ella conocía la verdad. Seis filas por delante estaba sentado un culpable. Christine escudriñó las cabezas inclinadas y se preguntó si alguien más sabía que había un asesino de las SS entre ellos.
De pronto se adueñó de ella el ardiente deseo de levantarse y salir de la iglesia. «¿Cómo puede haber un Dios cuando a Stefan se le permite vivir mientras que a Isaac lo mataron como un animal? ¿Cómo podemos darle gracias a Dios cuando los inocentes han sido violados, privados de comida, torturados y asesinados, mientras que los verdaderos malvados seguramente se morirán de viejos en sus camas?». Se llevó una mano a la nuca y sus dedos rozaron el chal, buscando los cabellos como hilos que había bajo la tela. Tenía que tocarse el pelo, sentir la sedosa suavidad en la punta de los dedos. «Para arrancármelo», pensó. Con un esfuerzo hercúleo, apartó bruscamente la mano de la cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho. «Nein. No puedo dejar que ganen».
Se agarró al banco de delante y se inclinó; el corazón le retumbaba como un tren en el pecho. Por el rabillo del ojo vio la cabeza de su madre levantarse y volverse hacia ella. Christine inspiró hondo y se puso de pie. Carraspeó.
—Tengo una cosa que decir.
Un mar de cabezas se enderezó. Un centenar de rostros la miró. El pastor dejó de rezar y abrió los ojos. Mutti le cogió la mano. Christine miró a Kate, que se había dado la vuelta del todo y también clavaba la vista en ella con los ojos muy abiertos, estupefacta. Stefan se volvió a ver quién había hablado, con sus azules ojos tranquilos y las cejas alzadas en un gesto de curiosidad. «No cree que yo vaya a decir nada», pensó Christine. «No hay ni rastro de temor en su cara».
Justo cuando Christine abría la boca para hablar, su madre le tiró fuerte de la mano.
—Nein —susurró.
Christine bajó la mirada hacia los asustados ojos de Mutti. Miró a su padre y vio lo mucho que había envejecido; sus hundidas mejillas y su canoso pelo hablaban por sí mismos de todo lo que había soportado. Estaba sentado con los brazos cruzados y la vista fija en el suelo. Cuando ella le había contado lo de Stefan dos días atrás, Vater había entendido su cólera, pero le dijo que era demasiado peligroso mezclarse en aquello. Y sin embargo ahora no la detenía.
—¿Tiene usted algo que decir? —preguntó el pastor en medio del silencio de la iglesia.
Christine apretó los dientes, incapaz de sentir nada salvo los dedos de su madre estrujándole los suyos. Apartó de un tirón la mano. «Lo siento pero tengo que hacerlo», pensó.
—Ja —respondió, alzando la barbilla. Miró al pastor, mientras notaba que se le subían los colores. Luego paseó la mirada por la multitud de caras expectantes que la miraban. Entonces señaló a Stefan—. Ese hombre de ahí —dijo—. Yo lo vi en los campos de concentración. Era guardia de las SS en Dachau.
Un colectivo grito ahogado llenó la iglesia. Las mujeres se pusieron las enguantadas manos sobre las bocas abiertas. Los viejos se dieron la vuelta para mirarla. Todo el mundo empezó a susurrar y a hablar al mismo tiempo. Kate se levantó del asiento de un salto, pálida y con las manos cerradas en puños.
—¡No sabe lo que dice! —exclamó—. ¡Está loca! ¡Cuando fui a verla el otro día no paró de hablar, contándome unos cuentos increíbles!
—¡Estoy diciendo la verdad! —replicó Christine—. ¡Yo vi a Stefan en Dachau! ¡Me ha hecho esto en la cara porque cree que así puede hacerme callar!
—Bitte, tranquilicémonos —intervino el pastor, haciendo gestos con una Biblia en la mano—. Fräuleins, bitte. ¡Están ustedes en la casa de Dios!
—¡No crean nada de lo que diga! —continuó Kate, escudriñando con ojos desorbitados a la gente—. ¡Mírenla! ¡Ha estado enferma! ¡Tiene alucinaciones! ¡Arriesgó su vida para salvar a un judío!
Stefan se levantó y le puso una mano en el brazo tratando de calmarla; su rostro estaba desprovisto de toda emoción. Luego miró hacia Christine, y la cólera y la frustración se desplegaron en todas las fibras del cuerpo de la joven, como una abrasadora y repugnante ola que invadiera hasta el último de sus músculos y nervios. Christine advertió que, junto a ella, su madre se sorbía la nariz y se enjugaba las lágrimas.
—Tiene un uniforme negro —prosiguió—. Ella me lo ha contado. Y está orgulloso de ese uniforme. Se lo enseñó a ella.
—Un uniforme negro no quiere decir nada —dijo un hombre—. Las Waffen-SS vestían de negro y combatieron en primera línea.
—El uniforme de Stefan tiene una calavera y dos tibias cruzadas —contestó Christine—. Él era miembro de la unidad de las Totenkopfverbände. ¡Yo lo vi ponerle una pistola en la cabeza a un niño después de arrancarlo de los brazos de su madre!
La madre de Stefan se puso en pie despacio, agarrándose al brazo de su hijo para sostenerse. Sonreía, y la piel de sus rollizas mejillas era tan rosada y lisa como la panza de una cabra recién nacida.
—Perdone, Fräulein —dijo con voz suave y temblorosa—, pero debe usted de confundir a mi hijo con otra persona. Él volvió a casa vistiendo un uniforme feldgrau. Estuvo con el Heer, las fuerzas de infantería del ejército. Es un héroe de guerra condecorado.
—¡Exacto! —le espetó Kate a Christine—. ¡Ha prestado valiosos servicios a su patria!
—¡Igual que tu padre, Christine! —añadió otra voz.
—¡Pues ese uniforme lo robó! —respondió Christine, sintiendo que las venas le palpitaban en la frente—. ¡Finge ser de la Wehrmacht porque era guardia en Dachau!
El pastor se acercaba ya por el pasillo hacia ella, con los labios apretados en una severa y fina línea.
—¡Deja de decir eso! —chilló Kate.
Se dispuso a pasar por delante de Stefan, luchando por salir del banco, pero él la contuvo y le susurró algo al oído.
—Será mejor dejarlo estar —le dijo el pastor a Christine—. Ahora está usted en casa. Eso es lo único que importa.
—Estábamos en guerra —gritó una mujer—. Estoy segura de que todo el mundo se vio obligado a hacer cosas que no quería.
—Tenemos que mantenernos unidos —afirmó otra persona—. Ahora el mundo entero nos odia.
Christine echó una mirada por la iglesia. Un mar de rostros se alzaba, mirándola: bocas con un duro rictus de enfado, ceños fruncidos de miedo, ojos llenos de asombro y lástima.
—¡No tienen ustedes ni idea de lo que dicen! —dijo a gritos.
Sentía como si hubiera reservado toda su furia contenida para este instante y ahora estuviera desbordándose.
—¿Y si te equivocas? —gritó alguien—. ¿Y si estás acusando a un hombre inocente?
—Si Stefan es inocente —contestó Christine—, debería contarle a todo el mundo lo que hacían los guardias de las SS. —Miró a Kate—. ¿Eso te lo confesó? ¿O te ha mentido en eso también?
—Es un buen hombre —replicó Kate.
La madre de Stefan había sacado un pañuelo blanco del bolso y ahora estaba usándolo para secarse las lágrimas con manos temblorosas.
—¡Déjalo estar! —dijo alguien.
—¡Ustedes no tienen ni idea de lo que yo vi! —gritó Christine—. ¡No tienen ni idea de lo que hacían las SS!
El pastor estaba hablando con el hombre de aspecto sospechoso y cejas rebeldes y señalaba a Christine. El de las cejas rebeldes salió del banco y se puso junto al pastor sacando pecho, listo para una pelea.
—Será mejor que se vaya a casa y descanse un poco —le aconsejó el pastor a Christine—. Si quiere, vuelva cuando se sienta mejor. Los demás estamos aquí para rezar. Sentimos muchísimo por lo que ha pasado usted, pero este no es el momento ni el lugar. No nos corresponde a ninguno de nosotros decidir quién es culpable o inocente.
—¡Asesinaban a mujeres y niños! —exclamó Christine—. ¡Y Stefan los ayudaba!
Las personas que estaban sentadas al lado de Christine y su familia dejaron el banco vacío y se quedaron de pie en el pasillo, con la vista clavada en ella como si se hubiera vuelto loca. El de las cejas rebeldes empezó a entrar en el banco, pero el padre de Christine se levantó y alargó una mano para detenerlo.
—Nos la llevamos a casa —dijo, con una mano puesta en el pecho del hombre—. No hay ninguna necesidad de emplear la fuerza.
El hombre dio un paso hacia atrás al tiempo que le lanzaba una mirada feroz a Christine. Vater la cogió por el brazo.
—¡No pueden ustedes dejar que queden sin castigo! —gritó Christine mientras Vater la conducía fuera del banco y la sacaba de la iglesia; su madre, sus hermanos y Oma los seguían muy de cerca.
Ya en los escalones exteriores, Christine se soltó bruscamente de la mano de su padre y salió corriendo del cementerio.
—¡Christine! —la llamó su madre.
Pero Christine no le hizo caso y bajó la cuesta. Quería estar sola, lejos de todos ellos. A mitad de la calle miró hacia atrás y vio a su familia cruzando el camino de delante de su casa, con las cabezas inclinadas. La súbita y abrumadora sensación de estar absolutamente sola fue tan intensa que Christine dejó de correr y soltó un fuerte sollozo. De un tirón se quitó el chal de la cabeza y se quedó en mitad de la calle, sin saber qué hacer ni adónde ir.
Bajo la manga, el número de la muñeca empezó a picarle y a escocerle. Lo apretó con el pulgar y se pasó los dedos por las suaves hebras de pelo de detrás de la oreja, sintiendo el duro hueso del cráneo debajo de la piel. Se imaginó el cadáver de Isaac tendido en el bosque, y se arrancó un mechón de pelo. El dolor fue agudo e instantáneo, y durante unos maravillosos segundos no hubo nada más.
Entonces oyó gritar a su madre.