Capítulo 32

El día después de la visita de Kate, cuando volvía de llevar el almuerzo a su padre, Christine tomó el atajo habitual por una empedrada calleja que discurría entre hileras de casas de cinco plantas con tejado a dos aguas. Hacía un calor excepcional para junio, y Christine andaba despacio, agradecida al tranquilo frescor del angosto corredor en sombra. Por encima de ella la colada limpia colgaba, húmeda e inmóvil, en el aire en calma.

Más o menos a mitad del largo pasaje, las agudas risillas y las alborotadas exclamaciones de una conversación bajaban de una ventana abierta. Christine no entendió todas las palabras, pero supo que se trataba de dos muchachas que reían hablando de un Ami que le pedía a una de ellas que se fuese con él a Norteamérica. Eso la hizo pensar en Jake. Tal vez debería buscarlo; si se le ocurría un modo de contarle lo de Stefan, él se lo diría a sus superiores y ellos lo detendrían.

En el fondo Christine envidiaba a aquellas chicas risueñas, ilusionadas por irse a Estados Unidos. Ojalá Maria fuera una de ellas, en lugar de odiar al bebé ruso que crecía en su interior. Ojalá lo fuera ella misma también, porque aún había días en que despertaba de pesadillas llenas de sucios barracones y prisioneras moribundas, en que se frotaba la tinta de la muñeca hasta dejársela en carne viva. En días así, cuando Alemania parecía un país donde sólo quedaban restos de personas destrozadas por la guerra, ciudades bombardeadas, colas de hambrientos niños sin padre y casas vacías donde en tiempos habían vivido familias judías, Christine se planteaba buscar a Jake y rogarle que se la llevara de allí.

Y ahora que sabía que malvados como Stefan aún andaban a sus anchas en libertad, parecía como si los acontecimientos que tanto se esforzaba por olvidar no fueran a tener fin jamás.

Dejar a su familia e irse a Norteamérica era un imposible, pero mientras andaba, Christine dejó vagar su mente y se imaginó subiendo a bordo de un barco. ¿Tendría ya nostalgia? ¿O la sensación de aventura y la emoción de un viaje nuevo eclipsaría cualquier pesar del momento? Ver América le parecía maravilloso, y además tal vez fuera una oportunidad para ayudar a su familia enviándoles dinero, aunque sabía que echarlos de menos y casarse con alguien a quien apenas conocía eran un sacrificio que no estaba dispuesta a hacer. Al figurarse la despedida de su madre un doloroso nudo se le formó en el estómago. Pero fue la idea de pasar la vida con alguien que no fuera Isaac la que se abrió paso excavando hasta su pecho y se asentó allí, como una herida secreta dentro de su corazón.

En ese instante unos rápidos y huecos pasos resonaron en el pasaje tras ella. Se volvió a mirar, pero fue demasiado tarde. Alguien la agarró por detrás y la empujó violentamente contra la pared de la calleja hasta hacerla chocar con un fortísimo golpe. Una mano le agarró la muñeca y le retorció el brazo a la espalda.

—¿Te acuerdas de mí, amante de los judíos? —le susurró un hombre al oído.

Mientras la aplastaba con su cuerpo, Christine se revolvió debajo de él, empleando hasta el último gramo de sus fuerzas para intentar apartarlo. Fue inútil. Todo el peso de aquel hombre, casi el doble del suyo, la sujetaba a la pared como una mariposa nocturna bajo una piedra. Christine apenas podía respirar.

—¿Qué quiere? —preguntó, jadeando.

—Quiero que tengas la boca cerrada —gruñó el hombre—. Eso es lo que quiero.

Era Stefan.

Christine retorció los hombros y le dio un puntapié en las espinillas con los talones.

—¿Por qué iba a callarme?

Él le subió más el brazo, fuerte. Una punzada de dolor atravesó la muñeca y el codo de Christine mientras Stefan tiraba de músculo y hueso en sentido contrario.

—Porque no soy el único —contestó Stefan en tono crispado—. Somos más. Y si no tienes la boca cerrada, nos encargaremos de que lo pagues. Sé dónde trabajan tu padre y tus hermanos. Las ruinas son peligrosas. Cualquier cosa podría sucederles.

Christine hizo una mueca y cerró fuerte los ojos.

—Y no te acerques a Kate —añadió Stefan—. Sabemos cómo encontrarte. Estás marcada, ¿recuerdas?

Le hincó la uña del pulgar bien hondo en el número de la muñeca, apretando cada vez más hasta que Christine estuvo segura de que se le rompería la piel. Luego, gruñendo, le metió la pelvis en las nalgas y le cogió un seno.

—Qué desperdicio, que a una bonita muchacha alemana como tú la eche a perder un judío —susurró. Tras darle un último empujón, la soltó.

Christine lo sintió apartarse, sintió cómo el peso y el calor de su cuerpo la abandonaban. Con la frente pegada al pintado yeso, esperó hasta que lo oyó correr por la calleja antes de atreverse a alzar la vista. Se llevó una mano al lado de la cara. No había sangre, pero tenía la mejilla arañada y dolorida. En la muñeca, la roja marca de la uña de Stefan partía el número tatuado por la mitad.

Miró hacia arriba para ver si alguien había visto lo sucedido. Las ventanas de las casas circundantes estaban abiertas, pero en ellas no había ninguna cara escandalizada, ningún niño asomado con ojos curiosos. La empedrada calleja estaba silenciosa como un cementerio.

Christine miró a su espalda para asegurarse de que Stefan no volvía y se dispuso a dirigirse hacia la franja de sol que brillaba en el extremo opuesto del corredor. Tras dar unos cuantos pasos la respiración se le enganchó en el pecho. Se paró, se llevó las manos a la cabeza y las deslizó con fuerza por los lados de la cara, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas de rabia. Después, negándose a dejar que ganara aquel hombre, apretó los dientes, bajó rápido los puños a los costados y fue dando zancadas largas y parejas hasta que estuvo fuera de la callejuela, en la soleada calle abierta.

En el camino de regreso, una sensación de alerta se le arremolinó en la mente como un enmarañado y caótico nudo, convirtiendo a cada hombre en un sospechoso, cada estrecho callejón en una trampa. El hermano de Hanna había visto a guardias de las SS que se internaban corriendo en el bosque en Dachau. Su propio padre había visto a miembros de las SS robando uniformes de soldados profesionales de la Wehrmacht. ¿Cómo iba ella a distinguirlos?