A base de comer con regularidad verduras del huerto y pollo guisado, pan casero y mermelada de ciruela, los huesudos codos y costillas de Christine empezaron a retroceder. Finalmente, Mutti se ablandó y dejó que le llevara el almuerzo a su padre a la obra de la escuela. Para Christine fue un alivio salir de la casa, estirar las piernas y sentir el viento en la cara. Le rogó a Maria que fuera con ella, pero Maria se negó. Se pasaba los días con el pelo sin lavar y la ropa sin planchar. Había obligado a Christine a jurar que no le diría a nadie lo del bebé hasta que ella misma tuviera fuerzas para contar su secreto.
Mientras caminaba sola por el pueblo, Christine notaba que la observaban desde detrás de los descorridos visillos, gente que quería ver a la muchacha que había sobrevivido a los campos de concentración. A veces volvía dando un rodeo por los grandes espacios abiertos de las afueras de la ciudad. Allí su paso se hacía más lento y respiraba sin prisas, limpiándose, sintiéndose tan libre como para alzar la barbilla y mirar hacia las colinas, recordando cuando los campos estaban amarillos de trigales y las interminables hileras de remolachas azucareras se extendían hacia las cercas de piedra como las largas y verdes costillas de un gigante dormido.
En una ocasión subió hasta el punto más alto del bosque, donde se dominaba el valle, y vio centenares de tanques y jeeps norteamericanos apiñados en torno a la torre de control de dos plantas de la base aérea. Desde aquel lugar, la trayectoria de destrucción aliada quedaba patente; los contornos exteriores del pueblo estaban marcados con cráteres de bombas, ennegrecidas zonas de plana tierra quemada y árboles arrancados y hechos astillas. Entre los tejados de los edificios supervivientes había casas y tiendas en ruinas y aplastadas, como si un ogro gigantesco y pesado hubiera cruzado el valle dando pisotones y hubiera dejado enormes huellas por toda la ciudad.
Dos semanas después de la confesión de Maria, Kate se pasó a ver a Christine. Era la primera vez que iba desde su regreso. Durante los últimos meses de guerra, mientras los ataques aéreos aumentaban y a las demás chicas las mandaban a las ciudades más grandes para convertirse en vigilantes antiaéreas o bomberos auxiliares, sus padres habían enviado a Kate a la granja que su tío tenía en el campo con la esperanza de evitar que corriera peligro. Christine se preguntó si tenía idea de lo afortunada que era.
Kate entró en la sala a cámara lenta agarrándose las manos, como si visitara a alguien que hubiera padecido una larga dolencia que la hubiera dejado desfigurada.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Todo lo bien que se puede esperar —contestó Christine.
Kate se quedó de pie en medio de la habitación, jugueteando con la costura lateral de la falda. «Le doy miedo», pensó Christine, asombrada. «Actúa como si yo tuviera una enfermedad».
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Kate.
—Danke —respondió Christine—. Yo también.
—¿Qué te ha pasado en el pelo? —preguntó Kate, señalándoselo.
Con gesto cohibido, Christine se pasó los dedos por los cortos rizos que tenía por encima de las orejas.
—Me lo cortaron.
—¿Por qué?
—Se lo hacían a todas las prisioneras.
Christine dejó caer las manos en el regazo, y su pulgar empezó a frotar la piel tatuada bajo la manga.
—Ah. —Kate desvió la mirada—. Me alegro de que hayas vuelto —repitió—. Mi madre decía que tu madre pensaba que no volvería a verte más.
—Yo también creí que no volvería a ver más a nadie —dijo Christine, cambiando de sitio los cojines del sofá para que Kate se sentara.
Kate vaciló, incómoda, en medio de la habitación, y sus ojos se dirigieron rápidamente hacia las ventanas como si preparara una fuga. Por fin, de mala gana, se acercó al sofá.
—No pensarías que fueran a hacerte nada, ¿verdad? —le preguntó a Christine mientras se sentaba—. Al fin y al cabo, eres alemana.
Christine recogió las piernas sobre el asiento y se volvió para mirar a Kate de frente. «¿Ha tenido siempre el cabello de ese tono de rojo tan encendido?», se preguntó. Con los rayos de sol que entraban por la ventana parecía tornasolado, como si unas llamas diminutas titilaran dentro de cada pelo. De nuevo se pasó los dedos por el ralo cabello, fino y suave como el amarillo plumón de un pollito. Cuando Kate volvió la cara hacia ella, se puso las manos en el regazo, con el pulgar sobre la muñeca.
—Hasta el último minuto que estuve en aquel campo de concentración —dijo—, creí que iba a morir. Asesinaban a millares de personas cada día.
—¿Millares? —preguntó Kate, y la miró directamente por primera vez—. ¿Por qué iban a asesinar a millares de personas? Y, ¿cómo iban a matar a tantísimos de una vez?
—Los gaseaban y los quemaban en un enorme horno. A veces les pegaban un tiro, sin más.
La imagen de Isaac hizo que Christine sintiera una opresión en el pecho. Bajo el pulgar y, por debajo del número de la muñeca, notó que los latidos de su corazón se aceleraban.
—¿Por qué iban a hacer eso? —volvió a preguntar Kate, con la incredulidad pintada en el rostro—. ¡Si iban a trasladarlos!
—Mentían. No querían trasladar a los judíos. Querían matarlos en masa.
—Me cuesta mucho creerlo. Eso es físicamente imposible.
Christine sintió un ardiente retorcimiento de cólera en la base de la caja torácica.
—Yo he visto millares de personas asesinadas. Lo he visto con mis propios ojos. A Isaac lo mataron de un tiro.
—Eso he oído —respondió Kate, lanzándole una mirada de pena y falsa compasión—. Y lo siento. Fuiste valiente al arriesgar tu vida por él, y sé que has pasado mucho. Pero ya has vuelto. Estarás mejor si lo olvidas, sencillamente.
Le dio unas palmaditas en la rodilla, como si fuera una niña tonta a quien asustaran los monstruos que había debajo de la cama.
—Jamás me olvidaré de aquello —afirmó Christine.
Le ardía la cara. Un zumbido en los oídos hizo que su voz le sonara ajena.
Kate hizo caso omiso de ella y se levantó para ponerse junto a la ventana. Se apoyó en el alféizar y miró hacia la calle.
—¿Te acuerdas de la casa de tres pisos de la Hallerstrasse con aquel balcón tan adornado, que yo siempre admiraba? ¡Pues la madre de Stefan vive allí y va a darnos la casa a Stefan y a mí en cuanto nos casemos!
De pronto el zumbido de los oídos desapareció y Christine oyó perfectamente. Se puso derecha.
—¿Stefan ha regresado?
—Ja! ¡Y está guapísimo de veras con su uniforme negro! —Kate se enderezó y abrió mucho los ojos—. ¡Ay, mein Gott! ¡No tenía que decirle a nadie que lo tiene! Pues se me ha escapado. Bitte, no le digas que te lo he contado. Se enfadaría muchísimo. Sólo se lo probó para que yo lo viera con él puesto porque iba a guardarlo.
Christine sintió que se mareaba.
—Kate —contestó—, ¡yo vi a Stefan! ¡Era guardia de Dachau!
—Me ha dicho que lo que hacía por Alemania era importante. Era un secreto.
Christine inspiró hondo, procurando mantener la voz firme.
—¿El uniforme de Stefan tiene una calavera y dos tibias cruzadas en la gorra y en la solapa?
—Ja —respondió Kate, encogiéndose de hombros—. ¿Y qué?
—Mira, si el uniforme de Stefan es negro, es que era miembro de las SS. Si tiene una calavera y dos tibias cruzadas, es que era miembro de las Totenkopfverbände de las SS, las Unidades de la Calavera.
—¡Prométeme que no le dirás a nadie que lo tiene! ¡No lo sabe ni siquiera su madre!
—¿Te has enterado de lo que te he dicho? —preguntó Christine—. ¡Yo lo vi! Las Unidades de la Calavera eran las que dirigían los campos, ¡las que asesinaban a los judíos!
Kate puso los ojos en blanco.
—La guerra se ha acabado, Christine —contestó—. Además, hiciera lo que hiciese, Stefan sólo obedecía órdenes. —Kate se acercó a la puerta de la sala, pero se detuvo—. Me parece que no recuerdas bien lo que pasó. Sentías nostalgia y estabas asustada. Te imaginarías toda clase de cosas.
—¡Yo no me imaginé nada! —exclamó Christine. Se levantó del sofá y dio un paso hacia Kate; la vista le latía al compás de su palpitante corazón—. ¡Aquello lo vi yo! ¡Y mientras viva no olvidaré jamás los cuerpos, la sangre, las filas de personas que conducían a las cámaras de gas!
—¡No pienso quedarme aquí a escuchar esto! —replicó Kate—. He venido como amiga, a ver cómo estabas, ¿y así me lo agradeces?
Atravesó con paso resuelto la habitación.
—¡Kate! —la llamó Christine, siguiéndola—. ¡Espera!
Junto a la puerta, Kate se dio la vuelta para mirarla de frente.
—Y si así es como piensas, ¡no te molestes en venir a la boda!
Y cerró dándole un portazo en las narices.
Con las manos apretadas, convertidas en puños, Christine clavó sus ojos en la moteada veta de la puerta, en los nudos de la madera y los anillos del árbol, como rostros asustados que unos remolinos y manotazos de fuego estuvieran consumiendo. Escuchó a Kate bajar deprisa la escalera, y una abrasadora furia le subió en espiral por dentro del estómago. La puerta principal se abrió y se cerró. Por un instante Christine pensó ir a la ventana y llamarla, pero cambió de opinión. «¿Qué podría decirle para que me creyera?, se preguntó. No tengo ninguna prueba. Por lo que sé, soy la única del pueblo que ha sobrevivido a los campos de concentración. Pero eso debería demostrar que digo la verdad, ¿no? Soy la única que ha regresado. Tarde o temprano, todos sabrán la verdad, ¿no?». Se sintió como si se dirigiera a otro sitio, como una moneda lanzada que bajara en espiral hacia el fondo de un lago.
Abrió de un tirón la puerta y fue con paso rápido a la cocina. Oma estaba delante del fregadero y Mutti, inclinada sobre la mesa, amasaba un montículo de masa con las manos llenas de harina. Dejó de trabajar y la miró, limpiándose la frente con el dorso de la muñeca.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Creo que sí.
—¿Qué pasa?
—Ah… Kate se ha marchado porque yo…
—No se ha quedado mucho tiempo —dijo Oma, y se volvió hacia Christine.
El sol entraba a raudales por la ventana que la anciana tenía a su espalda, iluminando en contraluz los mechones sueltos de cabello gris que le rodeaban la cabeza como una leve aureola. De pronto Christine sintió que la envolvía la calma, como si el olor a pan de leña se le hubiera colado por los poros y hubiera reducido el ritmo galopante de su corazón, aquel aroma a levadura tan intenso que casi notaba el sabor del esponjoso pan deshacérsele en la boca. Se rodeó la cintura con los brazos.
—Está furiosa conmigo.
—¿Por qué diantres iba a estar furiosa contigo? —preguntó Mutti. Dobló la masa una y otra vez sobre sí misma y la presionó contra la enharinada tabla de cortar con sus fuertes manos, desgastadas por el trabajo; la mesa de debajo soltó un crujido de protesta.
—Cree que me invento cuentos sobre Dachau.
Christine se deslizó en la rinconera. Con un codo apoyado en la mesa y una mano detrás de la oreja, empezó a enrollarse el sedoso pelo entre los dedos.
—A lo mejor ha sido más de lo que podía soportar así, de sopetón —dijo Oma.
—Pero es que nunca imaginé que alguien no me creyera —respondió Christine—. En particular alguien que antes era mi mejor amiga.
Se puso las manos en el regazo y se inclinó hacia delante, tratando de protegerse del frío a pesar de que la lumbre calentaba la habitación. Antes de que su pulgar encontrara la numerada piel de la muñeca, Christine sintió algo fino entre los dedos, como hilos. Bajó la mirada y vio unas delicadas hebras de cabello rubio. Entonces alargó la mano y se la llevó al sitio dolorido y sensible, detrás de la oreja.
—No te preocupes —dijo Mutti—. Volverá. Sólo necesita tiempo para asimilarlo. La gente no va a estar muriéndose por oír lo que ocurrió. Tienen sus propias tragedias y penas.
Una punzada de culpabilidad se retorció en el pecho de Christine. Por centésima vez se preguntó si la noticia del embarazo de Maria quebrantaría o reforzaría el recobrado vigor de Mutti. Por un instante se planteó no decir nada más, pero no podía quedarse callada.
—Kate no volverá —repuso—. Va a decirle a todo el mundo que estoy loca.
«Acaso esté loca. Acabo de arrancarme el pelo de la cabeza», pensó.
—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Mutti.
—Porque le he dicho que vi a su prometido trabajando como guardia en Dachau.
Por debajo de la mesa, Christine soltó el pelo y se imaginó los finos y pequeños filamentos flotando hacia el suelo de la cocina como desplumadas plumas de gallina. Apretó el pulgar contra el número de la muñeca.
Mutti y Oma la miraron fijamente en silencio y Christine les devolvió la mirada. Algo rígido y denso iba creciendo en su pecho, y creyó que iba a soltar un grito antes de que una de las dos dijera algo.
—Tal vez no debas contárselo a nadie —dijo Mutti por fin—. Esta familia ya ha tenido bastantes problemas. Kate tendrá que resolver por sí misma lo que haga con él.
Christine se mordió la lengua; cuando habló, la boca le sabía a sangre.
—No tengo intención de quedarme cruzada de brazos sin hacer nada.
Mutti frunció el ceño y se dirigió a la hornilla. Luego sacó los dorados panes del horno protegiéndose las manos con los bordes de un paño de cocina. Christine sabía que Mutti no se atrevía a dejar que el preciado pan se le quemara, pero quería que dijera algo, cualquier cosa para hacerle saber que lo comprendía. Con el rostro impenetrable, Mutti puso los panes a enfriar en la encimera. Oma se sentó junto a Christine.
—La verdad siempre encuentra el modo de salir a la luz —le dijo—. Si el prometido de Kate ha hecho algo mal, algún día lo pagará. A lo mejor no todo lo pronto que nosotros quisiéramos, pero Dios es quien realiza el juicio definitivo de todos nosotros.
Antes de la noche Christine se dio cuenta de que el peso que sentía en el pecho no sólo era frustración y cólera. El negro dolor que detenía los latidos de su corazón nacía del recuerdo de que jamás estaría con Isaac. Kate y Stefan estaban juntos de nuevo, mientras que sus posibilidades de vivir el verdadero amor habían quedado destruidas. Isaac se había ido. Ella quería que estuviera vivo, oliendo las lilas y saboreando el pan con mermelada. Necesitaba enseñarle las relucientes plumas de la cola del gallo y las flores moradas y blancas de los ciruelos.
Pasada la medianoche despertó con la sensación de tener a alguien sentado sobre el pecho. Una imagen tomó forma en su mente: Isaac y ella, con un ramo de fresias blancas en las manos y el viejo vestido de boda de su madre cayendo suavemente en un delicado abanico de encaje. Con traje negro y corbata, Isaac la tomaba del brazo; sus ojos castaños y su cabello oscuro eran tan nítidos como si estuviera justo delante de ella. Y le sonreía.
En la cama, Christine se volvió de costado; tenía los hombros pesados y rígidos, como si el cuerpo se le estuviera convirtiendo en piedra. Las lágrimas se le deslizaron por las mejillas hasta caer en la blanca almohada: diminutos puntos que florecían, grises. A la débil luz del candil de aceite de hayuco se pasó un dedo por el pardo y arrugado número de la muñeca. «Aún estoy allí contigo», pensó.