Capítulo 30

Para la segunda semana de mayo sólo habían regresado al pueblo unos cuantos hombres y muchachos supervivientes. Los más afortunados volvían cuerdos y de una pieza. La mayoría se encontraban con casas arrasadas y parientes desaparecidos: madres, abuelos o hermanos que no habían llegado al refugio a tiempo.

Durante todos los días de primavera no pararon de oírse martilleos y sonidos de serruchos, porque todos los hombres, mujeres y muchachos que estaban en condiciones de trabajar participaban en la reconstrucción del pueblo destrozado por la guerra. Llenaban las tortuosas callejas como un enjambre de hormigas obreras, desmantelando siglos de mampostería y complicada labor de cantería, y demoliendo inestables paredes de tiendas con tejado a dos aguas y restos de establos. Con piquetas y martillos quitaban los trozos de argamasa que quedaban en las ruinas de las casas con entramado de madera y recuperaban la piedra y las vigas que no hubieran sufrido daños. Despejaban los sótanos llenos de escombros y, a la orilla de las calles, apilaban maderos carbonizados y ladrillos hechos pedazos para luego cargarlos en carros y llevárselos. Remendado con capas alternas de mortero nuevo y piedra gris, el gran agujero de la iglesia que estaba frente a la casa de Christine poco a poco fue cerrándose.

Vater y los chicos colaboraban en la restauración del pueblo, y como además Vater ayudaba en la reconstrucción de la escuela, ganaba una pequeña suma de dinero. Si las cartillas de racionamiento lo permitían, los primeros víveres que la familia procuraba comprar eran carne, azúcar o harina. Pero a la carnicería y a la tienda de comestibles cada vez llegaban menos repartos, y ahora costaba más trabajo conseguir alimentos de primera necesidad que incluso durante la guerra. Si la familia de Christine tenía la suerte de enterarse por adelantado de la llegada de un reparto, Mutti o Maria iban temprano a hacer cola, porque a las pocas horas todo se agotaba.

Una vez a la semana, como habían hecho durante los últimos meses del conflicto, Heinrich y Karl trabajaban en el molino harinero a cambio de medio saco de harina barrida del suelo. Christine ayudaba a Oma separar los trozos de madera, los terrones de tierra y la cascarilla de trigo de la harina utilizable sacudiéndola por el tamiz hasta sentirla limpia y suave entre los dedos. Pero el molino también cerró definitivamente.

La familia de Christine se vio obligada a cambiar las últimas piezas de algodón estampado a mano de Oma, la única tela de que disponía para coser ropa, por azúcar, y el reloj de pared de Ur-Ur Grossmutti por una carretada de leña. Karl y Heinrich cogían chocolate de los norteamericanos, lo cambiaban por cigarrillos y luego cambiaban los cigarrillos por aceite para cocinar.

El primer sábado de junio Maria y Christine, sentadas una al lado de otra en el banco de la cocina, desgranaban guisantes tempranos y mordisqueaban las vainas vacías. Estas, de un intenso color esmeralda, se abrían al instante sin ningún esfuerzo, y el rojo cuenco de loza que tenían entre las dos iba llenándose rápidamente de tiernas perlas verdes. Antes Christine no entendía por qué Maria siempre se las comía, pero ahora les encontraba a las vainas un gusto particularmente refrescante. Desde su vuelta de Dachau todos los sabores, desde las azucaradas ciruelas y las dulces bayas hasta la salada manteca de cerdo y las lechosas patatas, pasando por las cebollas encurtidas y la ácida col en vinagre, estallaban en su lengua como si probara la comida por primera vez.

Fuera, en el balcón de la cocina, Mutti tendía la colada. Las chicas trabajaban sin hablar, escuchando cantar a su madre mientras sujetaba con pinzas la ropa en el cordel. Sobre los fogones, unas cazuelas con puerros y un codillo de cerdo, un lujo extraordinario, llenaban la cocina del olor ácido y dulzón a vinagre y cebollas.

Aunque la brisa que entraba por las puertas abiertas del balcón era templada, Christine tiritaba. Desde que había vuelto cada día soleado era más largo y más cálido que el anterior, y sin embargo ella notaba rastros de invierno ocultos en el seno de cada corriente de aire, como frías y delgadas manos fantasmales que le rozaran la piel. Hiciera la temperatura que hiciera, llevaba medias de invierno y dos jerseys. La única vez que se quitaba el segundo era cuando se sentaba en el jardín a pleno sol, en el rincón donde el gallinero y la casa bloqueaban todas las corrientes; sólo entonces parecía replegarse el frío que salía de lo más profundo de sus huesos.

Christine le lanzó una mirada a su hermana por el rabillo del ojo, y de repente fue como si las viera a las dos de pequeñas, corriendo por el pasillo para ir a acostarse en otra época, antes de que supieran nada de guerras y violaciones, de bombas y de campos de concentración. Pero estaba decidida a no recrearse en la autocompasión, de modo que borró aquella idea de su cabeza y, en vez de eso, se concentró en los guisantes perfectamente redondos que tenía en la mano.

Junto con mantener a Christine al corriente sobre quién había vuelto de la guerra y quién no, Maria sabía qué muchachas del pueblo salían con soldados norteamericanos.

—Helgard Koppe va a irse a América con su Ami —le comentó a Christine.

—Comprendo que haya quien busque amores dondequiera que los encuentre —respondió Christine—. No quedan muchos chicos alemanes.

En ese momento Mutti entró y cruzó la cocina; luego fue con paso rápido al piso de abajo y salió al cercado jardín, donde una colada de ropa blanca se secaba al sol. De pronto Christine oyó a Maria sorberse la nariz, y al mirarla vio que por las mejillas de su hermana caían lágrimas. Los brazos de Maria se estremecían, y le temblaban los dedos mientras se esforzaba por abrir una vaina de guisantes.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Christine, al tiempo que un frío remolino de miedo se le desplegaba dentro del pecho.

Se había acostumbrado a que Maria estuviera llorona, pero esto era distinto. Se encontraba a punto de desmoronarse.

—Vi mujeres y niños pasar hambre mientras vivían en sótanos bajo montones de escombros —le contestó Maria llorando—, sin nada más que un colchón y un cubo vacío como retrete. ¡Se esforzaron tantísimo por seguir vivos! Entonces llegaron los rusos y… —Se atragantó con las palabras, entre sollozos—. Pero yo he sobrevivido, y sé que tengo que estar agradecida…

Christine cogió la vaina de guisantes de la mano de su hermana, apartó el cuenco y, tras cogerla por los brazos, la volvió para mirarla a la cara.

—Aún te oigo llorar de noche. ¡Y lo comprendo! Pero somos fuertes, ¿te acuerdas? ¡Somos supervivientes! ¡Y nos tenemos la una a la otra! La guerra ha terminado, y hemos de hacer borrón y cuenta nueva. ¡Tenemos que volver a empezar!

Con gesto tenso y ojos enrojecidos, Maria clavó la vista en Christine. Iba poniéndose colorada por momentos, como una olla a punto de reventar.

—Estoy embarazada —dijo, escupiendo las palabras como si fueran veneno.

Christine se quedó rígida; una sebosa masa de náuseas le apresó las entrañas.

Ach nein —respondió—. ¿Estás segura?

Maria asintió con la cabeza, derramando un amargo torrente de lágrimas.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Christine.

Intentó abrazar a su hermana, pero Maria se apartó.

—He oído decir que hay maneras —contestó Maria con voz temblorosa—. Agujas de hacer punto, o tirarse por un tramo de escalera…

Como una sacudida, una rápida sucesión de imágenes apareció en la mente de Christine: un niño al que arrancaban de brazos de su madre, bebés enviados a la izquierda con sus abuelos mientras que a las madres las mandaban dando alaridos a la derecha, parejas con recién nacidos metidas a empujones en las cámaras de gas.

Nein —respondió, y le apretó el brazo—. Tú no vas a hacer eso.

Maria hundió la cara en las manos, los hombros se le estremecían. Christine se inclinó hacia delante y le habló con dulzura.

—Quizá puedas darle el bebé a alguien que haya perdido un hijo en la guerra. —Se calló un momento, agobiada por lo inadecuado de aquellas palabras, pero sabiendo que tenía que decirlas de todos modos—. Y sé que ahora mismo parece imposible, pero a lo mejor piensas de otra manera cuando veas al bebé. Todos lo querremos, sea como sea.

Esperaba que Maria se enfadara y le dijera que no tenía ni idea de lo que estaba hablando. Y tendría razón. Pero Maria no dijo nada; en vez de eso, se escondió en su dolor. Christine alargó las manos para abrazarla de nuevo, y esta vez Maria se rindió, dejando los brazos sin fuerzas a los costados. De pronto oyeron los pasos de Mutti en la escalera, y las dos hermanas se pusieron derechas y volvieron a la rutinaria tarea de desgranar guisantes.