Capítulo 29

Las siguientes noches Mutti durmió en el cuarto de Christine, refrescándole la cabeza con un paño húmedo cuando ardía de fiebre, consolándola cuando daba un grito en sueños. Si Christine despertaba en mitad de la noche manoteando la cara y los brazos de su madre mientras intentaba entender dónde se encontraba, Mutti encendía el candil de aceite de hayuco que estaba en la mesita de noche. Habría dejado la lámpara encendida, pero la electricidad seguía cortada y nadie sabía cuándo iba a volver.

Por la mañana y siempre que Christine dormitaba, Oma se sentaba en un sillón en su cuarto y se ponía a zurcir ropa o a hacer calceta. Después del almuerzo entraban Karl y Heinrich a jugar a las damas o a Mensch, Ärgere Dich Nicht, y Maria le leía por la noche.

Durante todo el tiempo Christine se sujetaba la manga del camisón de dormir sobre la muñeca con una mano, mientras se frotaba con el pulgar la piel numerada. Se le pasaba el turno al jugar con sus hermanos, y en las conversaciones tenía que pedirle a Oma que le repitiera lo que había dicho. Cuando Maria le leía, Christine veía movérsele la boca pero no oía las palabras, en lugar de eso, su mente la había llevado de vuelta a Dachau.

A medida que los días se hicieron más largos y más cálidos, Mutti empezó a abrir de par en par las ventanas del cuarto de Christine, invitando a que el aire fresco, el canto de los pájaros y el perfume de las flores de ciruelo la sumergieran de lleno en los sonidos y olores de la nueva vida. Con tanta frecuencia como Christine se lo permitía, le servía pan tibio con mermelada de ciruela y una infusión, así como un vaso tras otro de leche de cabra. Sólo les quedaban unas pocas gallinas, pero Mutti desplumó una vieja gallina castaña para hacer sopa de pollo, y colmó esta de Nudeln de huevo, hechos con la última harina que tenían.

A pesar de los habituales recovecos oscuros de la mente de Christine, poco a poco sus encogidos pulmones se relajaron, y sintió que lentamente renacían sus fuerzas. Cuando la fiebre hizo crisis, sus pesadillas fueron menos feroces e intensas. Al cabo de unos cuantos días ya respiraba hondo sin sentir dolor, y los accesos de tos se espaciaron cada vez más. Dos semanas después Christine insistió en levantarse de la cama para tomar las comidas.

Ahora que la guerra había acabado, los norteamericanos ocupaban el pueblo, y sus tanques y jeeps iban y venían haciendo vibrar las ventanas de la casa. En las empedradas calles ya no había prisioneros, el gemido de las sirenas antiaéreas se había acallado y el cielo ya no estaba lleno de bombas que caían. Pero los víveres escaseaban más que nunca, y los aliados mantenían el estricto racionamiento dispuesto por Hitler y Goering. No había granjeros para cultivar la tierra, patatas que plantar ni semillas de trigo, nabos o remolachas.

El padre de Christine volvió, más delgado y más sucio que la primera vez, pero vivo. Rompió a sollozar al ver a Christine, y la mugre y la suciedad de su rostro se mezclaron con las lágrimas. Cuando fue a sentarse a su lado, se movió despacio, alargando las manos para estabilizarse, como si tuviera todos los huesos del cuerpo agarrotados y quebradizos. Cogió las delgadas manos de su hija entre las suyas, y ambos hablaron sobre el encarcelamiento de Christine. En un momento determinado dejaron de hablar y sus miradas se fundieron. Fue un instante que sólo ellos comprendieron: el silencioso mensaje de que algunas cosas eran demasiado horrendas como para decirlas en voz alta, de que los dos habían visto y hecho cosas que los obsesionarían durante el resto de sus vidas. En ese momento Mutti entró en el dormitorio, y aquel instante pasó. Vater también les llevó noticias sobre el suicidio de Hitler en un búnker de Berlín y sobre los últimos planes del dictador para la patria.

—Pensaba acabar con el país entero para que los aliados sólo encontraran cenizas —dijo—. Nos hemos enterado de que bombardearon algunos campos de concentración para intentar deshacerse de las pruebas. Los hombres que huían de los campos se convirtieron en objetivos de nuestra Luftwaffe porque Hitler sabía que estábamos perdiendo la guerra.

—Los oficiales y algunos de los guardias de Dachau huyeron antes de que llegaran los americanos —intervino Christine.

Su padre meneó la cabeza, indignado.

—Y probablemente la mayoría ya habrán salido del país. Pero no todos. Nosotros vimos a miembros de las SS despojando de sus uniformes a soldados muertos de la Wehrmacht para hacerse pasar por ellos.

Bajo un cielo de un azul celeste, los árboles, los narcisos y los tulipanes comenzaron a echar brotes y a florecer y, a pesar del prolongado racionamiento y la escasez de víveres, los niños del pueblo volvieron a sus despreocupados juegos. Al referirse a los norteamericanos los llamaban Schokoladenwerfers, «lanzadores de chocolate», y cuando pasaban los jeeps salían como un rayo con las manos extendidas y pedían a gritos más chocolatinas y chicles. Todos los días, Karl y Heinrich buscaban galones y medallas en los uniformes alemanes desechados que se habían quedado en el viejo patio del colegio; luego se los cambiaban a los norteamericanos por pan o por una extraña carne en lata que se llamaba Spam.

Desde hacía unos días el ejército francés, que regresaba a la zona de ocupación francesa, estaba de paso por el pueblo, y eso ponía nervioso a todo el mundo.

—No os acerquéis a los franceses —les advertía Vater a los chicos—. Ayer entraron en unos sótanos donde la gente guardaba las pocas pertenencias que les quedaban. Se llevaron todo lo de valor y luego hicieron sus necesidades en lo demás. Han matado los corderos lechales de Frau Klause. Tenemos suerte de estar en la zona americana, pero evitad a los franceses hasta que se hayan marchado. Compadezco a los alemanes que hayan quedado en su zona. Y a los de la zona rusa les ha tocado lo peor.

El primer día caluroso que su madre la dejó salir, Christine entornó los ojos para protegerse de la brillante luz del sol, entumecida después de pasar tanto tiempo en cama. De pie en la terraza de piedra del jardín, alargó las manos hacia el cielo, dando la vuelta y estirando los tensos músculos de la espalda. Su cuerpo estaba débil donde antes estaba fuerte, y duro donde antes era blando; donde antes había músculo ahora había hueso, y la ropa de antes le colgaba holgada, como si ella hubiera encogido.

Envuelta en el jersey, se metió bajo las ramas de los perales y los ciruelos y se dirigió a la cerca trasera para buscar el hueso de ciruela que había plantado hacía más de un año. Se arrodilló y puso los dedos sobre el redondo hoyo que ahora no era más que un círculo de barro y hojas muertas. Con cuidado, echó atrás los trozos de hierba y las hojas abarquilladas, pero allí no crecía nada: ni el mínimo asomo de una diminuta ramita o una hoja que se desplegara. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Pensó desenterrar el hueso y tirarlo, y se lo imaginó pudriéndose en la tierra, agusanado y esponjoso tras los largos meses de nieve y lluvia. Igual que Isaac, el hueso de ciruela no había sobrevivido. Sin embargo se levantó, aunque con el peso de la pena le costó trabajo ponerse derecha del todo, y volvió a la terraza.

Sentada en una silla con respaldo de mimbre, vio a Mutti remover la tierra de un nuevo huertecito que estaba plantando en el jardín. Las gallinas andaban sueltas por la hierba, escarbando la tierra, y sus plumas color naranja relucían al sol. Frau Klause les había llevado un gallo al saber del regreso de Christine, y ahora la espléndida ave buscaba insectos y gusanos en el jardín, con la roja cresta y el penacho de plumas de la cola meneándose de un lado a otro, mientras sus patas con espolones tiraban de la hierba y escarbaban en ella. Cuando encontraba un escarabajo o un ciempiés, llamaba a las gallinas con un bajo graznido de arrullo, y luego sostenía en el pico el bocado que no paraba de retorcerse, esperando a que ellas se acercaran corriendo para dejárselo caer a los pies. Mientras las gallinas despedazaban el bicho a picotazos, el gallo cantaba, se arreglaba las plumas con el pico y daba una vuelta pavoneándose. Desde el regreso de Christine el mundo estaba lleno de colores, y hasta las gallinas eran preciosas.

Christine cerró los ojos y levantó la cara hacia el cielo próximo al mediodía, mientras escuchaba el satisfecho cloquear de las gallinas y aspiraba el perfume de las flores de ciruelo y el húmedo y penetrante olor a tierra recién removida. Ahora cada brizna de hierba, cada insecto y cada gorrión, cada hoja y cada árbol constituían un grandioso regalo. Y sin embargo, aunque la piel del rostro y de las manos se le calentaba al sol, por dentro seguía sintiéndose congelada, como el deshielo primaveral que corre sobre el hielo del río.

Nein! —gritó de pronto Mutti.

Christine abrió los ojos de golpe. Su madre había soltado la pala y estaba junto a la casa, con las manos convertidas en puños. En el jardín de al lado, un soldado francés apuntaba con su fusil a una de las gallinas de Mutti. Esta se mantuvo firme: se quitó el delantal y lo agitó en el aire para ahuyentarlo. La tela blanca ondeaba en la brisa como una bandera de rendición.

—¡Deje mis gallinas en paz! —chilló Mutti.

Christine acudió a su lado.

—Probablemente no te entienda —le dijo, al tiempo que le ponía una mano en el hombro—. Seguimos siendo el enemigo. Debes tener cuidado.

Mientras hablaba, se obligó a sonreír y saludar con la mano al soldado.

Mutti volvió a ponerse el delantal, meneando la cabeza; las manos le temblaban. El francés bajó el fusil y se echó a reír. Encendió un cigarrillo y las miró fijamente, como si intentara decidir qué hacer, y al cabo de un momento se aburrió y se fue. Christine soltó un suspiro de alivio y volvió a la silla. Mutti regresó al cuadro de tierra recién removida, levantó bien la pala por encima de su cabeza y volvió a bajarla con brío, golpeando la tierra con un buen porrazo.

Pasado un rato, Christine se levantó para ayudar a su madre a labrar el huerto y prepararlo para sembrar pepinos y judías verdes. Gracias a la meticulosa planificación de Mutti, aún tenían semillas del año anterior. Antes habían estado en desacuerdo sobre la voluntad de Christine por volver a las tareas más duras, pero Christine insistió y le dijo a su madre que el trabajo la fortalecería. Había llegado un momento en que el exceso de descanso le hacía sentirse apática y débil. Estaba deseando notar cómo se le estiraban y contraían los músculos; cómo el esfuerzo físico, y no el miedo, hacía que le palpitara el corazón.

Al cabo de una hora estaban listas para plantar. Trabajaron arrodilladas, espaciando cuidadosamente las semillas de judías en los surcos largos y poco profundos. La oscura tierra era sedosa y tibia en las manos de Christine; las semillas de un color pardo claro, perfectas y suaves. La negra tierra se le pegaba debajo de las uñas y le marcaba los pliegues de los nudillos, haciendo que la piel de sus manos pareciera de un blanco grisáceo. Cada pequeño guijarro que encontraba en la tierra le recordaba el que Isaac le había lanzado.

A mediodía Mutti se limpió las manos en el delantal y se dirigió a la puerta trasera.

—Ven adentro —le dijo a Christine—. Es hora de comer.

Ja —respondió Christine, pero volvió a sentarse—. Es que quiero disfrutar del aire fresco un poquito más.

Tenía los brazos y las piernas cansados y doloridos, pero era una fatiga agradable: el sano agotamiento que la hacía esperar con ilusión un baño caliente y una buena comida.

—Entonces te llamaré cuando todo esté preparado.

Mutti se quitó las botas sucias y se puso los zapatos, le dio un beso en la frente y entró en la casa. Al cabo de unos segundos regresó. Alguien esperaba en el pasillo detrás de ella, una figura muy alta de pálido rostro y anchas espaldas. La madre mantuvo la puerta abierta con un gesto de preocupación en la fruncida frente.

—¡Ha venido el americano! —dijo.

—¿Qué quiere? —preguntó Christine, que enseguida se echó hacia delante.

—¿Cómo voy a saberlo?

En ese momento el soldado salió a la terraza; llevaba el fusil al hombro y un gran bote plateado en una mano. Saludó a Christine con una rápida inclinación de cabeza.

Guten Tag. Hello.

Mutti, cuidadosa, se quedó en la entrada, con la pálida cara manchada de sudor. El norteamericano era alto y musculoso, rubio y de ojos azules, y Christine lo reconoció al instante: era el soldado que la había llevado en el camión a casa. ¿Cómo se llamaba? De pronto lo recordó: «Jake». Se levantó, se bajó las mangas y se cruzó de brazos. Con gesto protector, se metió la muñeca tatuada bajo el codo.

Sind gut? Are you well? —preguntó el soldado. Después se dio un golpecito con el dedo en el pecho—. Jake, ja?

De nuevo, Christine trató de recordar las pocas palabras inglesas que sabía. Era demasiado esfuerzo, de modo que asintió con la cabeza.

Gut —dijo él, sonriendo. Volvió a mirar a Mutti, que observaba desde la puerta—. English?

Nein —contestó Christine.

Alles gut? All is good?

Christine asintió otra vez y él dejó ver una amplia sonrisa y bajó la mirada al suelo. En la estación de ferrocarril, preocupada y enferma, Christine no se había fijado en las atractivas facciones del soldado. Ahora, allí al sol de mediodía, con el cielo azul enmarcando su rubia cabeza, vio que era guapísimo. Cuando la miraba, los ojos se le ponían plateados con la luz del sol. Era demasiado joven para estar tan lejos de su familia librando una guerra. Probablemente tuviera la edad de Isaac. En cuanto aquel pensamiento pasó por su mente, la conocida masa negra se retorció en el pecho de Christine.

Jake se volvió para lanzarle una mirada a Mutti de nuevo y después miró a Christine; se le subieron los colores.

Friends?

Christine entendió la palabra pero no estuvo segura de qué decir. Por un lado, la había llevado a su casa, y le parecía que tenía que ser amable con él. Por otro, sólo deseaba que la dejaran en paz. Además era un soldado de uniforme, y estaba harta de todo lo que le recordara la guerra.

Antes de que pudiera responder, él se metió las manos en la guerrera y sacó un puñado de tabletas envueltas en papel marrón y plateado, haciendo tintinear las placas de identificación dentro de su camisa. Christine reconoció la palabra HERSHEY escrita en el papel: eran las mismas chocolatinas que sus hermanos recogían de las calles, las que tiraban desde los jeeps norteamericanos. Jake se las ofreció junto con el bote plateado, pero Christine dio un paso hacia atrás. Maria le había contado los rumores: los soldados norteamericanos utilizaban la comida como «cebo de Frau» para que las muchachas alemanas tuvieran relaciones sexuales con ellos. Christine apretó la mandíbula, apartó la vista y luego se obligó a mirarlo otra vez.

Nein —dijo, con voz severa.

El soldado avanzó hacia ella sujetando los regalos con el brazo extendido, insistiendo. Christine negó enérgicamente con la cabeza, lanzó una rápida ojeada a su madre para asegurarse de que seguía allí y señaló la puerta trasera.

Good-bye —añadió. Alargó demasiado la desconocida palabra inglesa y la cortó en seco al final.

Él la entendió, y la sonrisa desapareció de su rostro. A Christine le sorprendió ver una sombra de pena en sus ojos. En lugar de porfiar, como ella se esperaba a medias, el soldado puso el bote y las chocolatinas en el suelo. Por un instante, Christine temió que fuera a coger el fusil, pero en lugar del arma levantó las manos, como un prisionero que reconoce su rendición. Después sonrió, asintió y se dirigió hacia la salida.

Ma’am —le dijo a Mutti, y se marchó.

Mutti le echó una mirada a Christine con expresión preocupada y desapareció en el pasillo para acompañar al soldado hasta la puerta.

El día siguiente amaneció lluvioso y frío. A Christine los días oscuros le resultaban más difíciles aún, pues la lluvia y el sombrío celaje le recordaban todas las horribles escenas que trataba de olvidar. Estaba en el sofá, tiritando bajo una manta e intentando leer en la mal iluminada sala. Sentada a su lado, Oma zurcía calcetines. Maria y Mutti preparaban la cena en la cocina. Vater había salido a buscar trabajo. Ojalá tuvieran carbón que quemar para quitarle el frío a la pequeña habitación, pero no había. Y tampoco podían usar la menguante reserva de leña porque necesitaban hasta el último leño para cocinar. Procurando concentrarse en las palabras de la página, Christine sostenía el libro en una mano, mientras con el pulgar se acariciaba el número de la muñeca. En lugar de ensimismarse en el relato, se sorprendió fijándose en el arrugado rostro de Oma y preguntándose cómo seguía viviendo sin Opa. Pensó: «¿Soy yo tan fuerte? ¿O siempre sentiré como si me hubieran arrancado un pedazo de corazón?».

Justo cuando notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, Heinrich entró corriendo en el cuarto con el plateado y enorme bote en las manos. Karl le pisaba los talones.

—¿Qué es esto? —preguntó Heinrich.

Christine se puso el libro en el regazo.

—No lo sé. Anda, ponlo otra vez donde lo has cogido.

—Mutti ha dicho que lo dejó el americano. ¡Queremos ver lo que es! —exclamó Karl.

—Deberíamos tirarlo —intervino Oma—. A lo mejor es veneno.

Christine echó atrás la manta y se levantó.

—Probablemente sea comida.

Mutti entró en la habitación. Agarraba el asa de hierro, envuelta en un paño de cocina, de una humeante olla.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Tenemos que poner la mesa para el Mittagessen.

Dejó la olla en el centro de la mesa y levantó la tapadera. Largos Nudeln color café flotaban en un claro caldo amarillo. Era el plato preferido de Maria, sopa de tortitas. Los Nudeln se hacían cortando las tortitas en tiras.

Heinrich puso la lata sobre la mesa también, y los dos chicos se sentaron con los ojos brillantes de ilusión.

—¿Podemos abrirla? —preguntó Heinrich.

Oma se levantó con esfuerzo del sofá y, con paso pesado y torpe, se acercó a acompañarlos. Cuando Maria entró en la sala, con los párpados hinchados de llorar, Mutti miró a Christine y ambas intercambiaron una mirada cómplice. Hacía unas cuantas noches que las despertaban los sollozos de Maria.

La primera noche que Christine oyó a Maria llorar fue a su dormitorio, se metió bajo el edredón y le tiró suavemente del hombro para que se volviera y la mirara de frente. Pero Maria hizo caso omiso de ella y siguió en la misma postura, de costado, de cara a la pared.

—¿Qué pasa? —susurró Christine—. ¿Por qué lloras?

Maria se encogió de hombros, dando sorbetones.

—Cuéntamelo —insistió Christine en un cuchicheo—. No te preocupes. Soy tu hermana. Para eso están las hermanas, ¿te acuerdas?

—No hay nada que contar —contestó Maria con un hilo de voz.

Christine le frotó la parte superior del brazo mientras procuraba pensar en algo que decir; las sabias palabras de una hermana mayor para quitarle el dolor. No se le ocurría nada.

—Yo sé lo mala que es la noche —dijo—. Todos esos horribles recuerdos ya son bastante malos durante el día, pero de noche no sé qué ocurre. Es como si las fuerzas perversas tuvieran carta blanca cuando oscurece. Se te meten dentro de la cabeza y quieren volverte loca. A veces yo casi no soporto los recuerdos. Pero entonces intento recordarme que por la mañana saldrá el sol y que con él será más fácil apartar esas ideas. Será un nuevo día, un nuevo comienzo.

Al oír aquello, Maria se encogió en posición fetal y el llanto hizo que se le agitasen los hombros. A Christine se le tensó el estómago; deseó haber dicho algo distinto, aunque no sabía qué. Al cabo de un momento Maria se puso boca arriba y se secó las mejillas. A la opaca luz de la luna que entraba por la ventana tenía la cara hinchada y lívida, del color de una magulladura. Christine se quedó sin aliento hasta que se dio cuenta de que sólo era una ilusión óptica.

—Tal vez a ti te apetezca un nuevo comienzo —dijo Maria—. Pero a mí no.

—Pero ¿por qué? —contestó Christine—. Tú…

Se mordió la lengua, temerosa de volver a decir algo inoportuno y de que su hermana se negara a hablar.

—¿Quién va a quererme ya? —preguntó Maria, y la voz se le quebró—. ¡Soy asquerosa y repugnante! ¡Ojalá me hubiera muerto con las otras!

—¡No digas eso! —exclamó Christine—. ¡Lo que sucedió no fue culpa tuya! ¡Eso no cambia nada de ti! Tú eres una joven preciosa, tierna, con un corazón amable y un alma buena. Algún día te enamorarás de un hombre, ¡y ese hombre será muy afortunado!

Maria meneó la cabeza mientras nuevas lágrimas le caían por las mejillas. Miró a Christine con el rostro desencajado.

—¿Tú sabes por qué los rusos mataron a algunas de las otras? —le preguntó.

A Christine se le ocurrieron un centenar de horrorosas respuestas, aunque ninguna servía de mucho.

Nein —respondió, y se preparó para lo que iba a escuchar—. ¿Por qué?

—Porque se resistieron —contestó Maria.

Christine alargó la mano en la oscuridad para coger la de su hermana; tenía los delgados dedos fríos y temblorosos.

—El querer sobrevivir no te convierte en mala persona —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, y ya está —afirmó Christine—. Creo que todo el mundo nace con la voluntad de vivir, sólo que en unos es más fuerte que en otros. Mira, sé que es difícil pero intenta recordar lo afortunada que eres. Estás aquí, con tu familia. Estamos todos juntos, con un techo que nos cubre y comida en la mesa. Lo que sientes es perfectamente comprensible, y tienes motivos de sobra para llorar, pero, bitte, trata de sentirte agradecida por las pequeñas cosas. Eso es lo que yo tengo que hacer todos los días.

Maria se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar de nuevo.

—No es tan sencillo —replicó. Sus palabras sonaron distorsionadas.

Bitte —le rogó Christine—. Habla conmigo. Sólo quiero ayudarte.

Maria se sonó la nariz y se quedó inmóvil durante lo que pareció una eternidad. Aparte de un sorbetón de vez en cuando, permaneció en silencio. Al principio Christine creyó que estaría durmiéndose pero, por fin, contestó:

—Ya te lo he dicho. No hay nada que contar. —Se volvió de lado y se subió las mantas hasta el hombro—. Ahora mismo lo único que quiero es dormir y olvidarme de todo. Seguro que tienes razón. Las cosas estarán mejor por la mañana. Perdona por haberte despertado.

A Christine le dio un vuelco el corazón. En lugar de ayudarla, había hecho que su hermana se encerrara en sí misma.

—¿Hay alguien…? Es decir, ¿estás enamorada de alguien? —le preguntó—. ¿Alguien que haya vuelto de la guerra? ¿Temes que averigüe lo que ha sucedido? ¡No tiene por qué enterarse nadie!

Maria farfulló una breve y alegre risilla, como si aquello fuera lo más ridículo que había oído nunca.

Nein —respondió—. Yo no estoy suspirando por un amor secreto.

Christine no dijo nada. Al cabo de un instante, Maria se volvió de nuevo.

—Perdona. No debería haber dicho eso. Sé cuánto echas de menos a Isaac.

—No importa —repuso Christine—. Yo sé que no lo has dicho con mala intención. Es que lo paso mal porque quiero ayudarte, nada más. No me gusta oírte llorar.

—No pretendía preocuparte —dijo Maria—. Tú ya has pasado bastante.

—Si quieres, me quedo. Necesito que estés bien. Eres la única hermana que tengo, ¿sabes?

Maria la rodeó con un brazo.

—Yo también te necesito —contestó—. Pero estoy bien, de verdad.

—¿Seguro?

Ja, anda, vuelve a la cama.

De mala gana, Christine le dio un último abrazo y volvió a su dormitorio esperando haberla ayudado, aunque fuese un poco. Pero cuando la oyó llorar otra vez la noche siguiente, una súbita corriente de miedo le llenó el pecho. Sin saber por qué, oír llorar a su hermana la angustiaba, como si nunca fueran a dejar atrás todo lo que habían pasado. Pero cada vez que recorría el pasillo hasta el cuarto de Maria y abría la puerta, el llanto cesaba.

Ahora, en la sala, Mutti volvió a tapar la sopa y Christine se sentó junto a Maria.

—¿Qué crees que habrá en el bote? —le preguntó.

Maria se encogió de hombros y dio un sorbetón, mientras se pasaba una pálida muñeca bajo la nariz.

—Karl —dijo Mutti—. Trae el abrelatas.

—Y las chocolatinas —añadió Christine.

Karl fue a por el abrelatas a la cocina y se lo pasó a Christine, que abrió el plateado bote hasta dejar al descubierto una pasta sin grumos color marrón claro. Mutti sacó las cucharas del aparador, metió una en la lata y se la pasó a Karl. Este, con cautela, probó la extraña y pegajosa sustancia. Al instante abrió mucho los ojos y dio otro lametón, sonriendo. Heinrich echó mano a una cuchara y se lanzó también.

—¿Qué es? —les preguntó Christine.

—¡No sé! —respondió Heinrich—. ¡Pero está buenísimo!

Christine pasó una cuchara por el borde de la cremosa pasta marrón y dio un vacilante mordisquito. Tenía un sabor parecido al de las avellanas que crecían silvestres en las colinas, sólo que más dulce, y era blanda como la mantequilla. Era lo más delicioso que había comido desde hacía años.

—Mmm… —dijo—. ¡Qué bueno!

Le pasó una cuchara a Maria, y después abrió dos chocolatinas y le dio un trozo a cada uno.

Pronto su familia entera estaba metiendo las cucharas y el chocolate en la suave pasta, igual que en tiempos habían metido patatas cocidas en una tina de leche agria cuando no tenían nada más que comer. Hasta la propia Oma disfrutaba de aquella novedad, y Mutti y los chicos chupaban los cubiertos como si estuvieran hechos de azúcar. Y aunque la expresión alegre de Maria era forzada, Christine estaba encantada de ver a toda su familia sonriendo y riendo. Los años de miedo e incertidumbre les habían marcado un continuo gesto de severidad en el rostro, un aire de dolor contenido que les transformaba la mirada y la expresión de la boca. Pero hoy sus facciones se mostraban dulces y relajadas, y sus sonrisas eran amplias y auténticas. Christine se alegró de que Jake hubiera dejado el bote y las chocolatinas, y se sintió un poco culpable por haber pensado mal de él. «Ni siquiera en Navidad mis hermanos estuvieron nunca así de entusiasmados», se dijo.

—¡Esperad a que Vater lo pruebe! —exclamó Karl.

—Pero ahora tenemos que comer como Dios manda —declaró Mutti por fin, y puso un plato sobre el bote.

Los chicos refunfuñaron.

Cuando terminaron de comer, Christine llevó los platos sucios a la cocina y se dio cuenta de que hacía casi una hora que no pensaba en su dolor. «De modo que así funciona», se dijo. «La vida me distraerá. Los momentos agradables taparán las heridas, momentos que yo antes no sabía valorar. Ojalá se hagan cada vez más frecuentes y más duraderos. Porque si continúo viviendo en el pasado, no sobreviviré».

Pero al subirse las mangas para fregar los platos, se quedó quieta. Como un rayo, se tapó la muñeca con la mano mientras se apretaba fuerte el tatuaje con el pulgar. Al principio no supo entender su reacción, aunque enseguida cayó en la cuenta. Se había olvidado de los campos de concentración y de la guerra tan sólo un instante. Pero un desagradable retorcimiento en las entrañas le hizo ser consciente por primera vez de que aquel número color de barro estaría allí durante el resto de su vida. Lo vería todos los días, y todos los días se lo recordaría.