Capítulo 28

Por un instante Christine clavó la mirada en el soldado de los ojos azules, incapaz de creer lo que acababa de oír. ¿Quería decir que ya estaba en su pueblo? La amplia sonrisa de la cara del soldado seguía igual. Entonces Christine se irguió de golpe, casi derribándolo, y a empujones adelantó a las demás prisioneras que estaban en el andén. El corazón le latía fuerte pegado a sus débiles pulmones, y rompió a toser sin dejar de correr hacia el muro central de la estación. Mientras estaba en el interior del tren no había tenido forma de saber hacia dónde se dirigían, y al llegar no se le había pasado por la cabeza buscar el letrero de la estación. Ni en sueños habría imaginado que su pueblo fuera la primera parada. A primera vista, la estación de ferrocarril era como un centenar de estaciones más. Pero allí, centrado en mitad de la pared de ladrillo rojo, estaba el rótulo: HESSENTAL.

Christine se tapó fuerte la boca con las manos al tiempo que una vibrante oleada de júbilo y miedo la atravesaba de repente, tan intensa que le hizo dar un grito. El soldado de ojos azules apareció a su lado.

Home —gritó ella, y lo apartó de un empujón para continuar andando.

Él se apresuró a cerrarle el paso.

Nein, Fräulein —le dijo, negando con la cabeza. Christine se detuvo, y él hizo el gesto de escribir, como si se garabateara algo en la palma de la mano—. Nombre y dirección —añadió en alemán.

Christine no le hizo caso y siguió adelante, intentando esquivarlo con un rodeo, pero él le cogió el brazo con delicadeza.

Bitte —insistió.

Se dio un golpecito con el dedo en el pecho, hizo ademán de conducir y luego la señaló a ella.

Christine gimió y retrocedió, abrazándose. El soldado dio una rápida carrerilla hacia un oficial, se cuadró ante él y señaló a Christine. El oficial se volvió, la miró con atención durante varios segundos y asintió con un rígido movimiento de cabeza. El soldado de los ojos azules cogió una tablilla sujetapapeles y, a toda prisa, volvió adonde ella esperaba.

Cuando Christine hubo anotado sus datos, el soldado le llevó el papel a su superior y esperó. Ella los miraba, agarrándose los codos con manos e intentando no desmoronarse. Cuando lo vio regresar, contuvo el aliento.

Kommen —le dijo el soldado—. Home.

Fueron rápidamente al otro lado de la estación, donde él la cogió en brazos y, sin ningún esfuerzo, la dejó sentada en el asiento delantero de un verde camión militar. Luego se quitó el fusil del hombro, se subió al asiento del conductor y puso el motor en marcha. Del bolsillo se sacó un paquete de cigarrillos, se metió uno en la boca, lo encendió y le ofreció el paquete a Christine, que negó con la cabeza. Entonces volvió a meterse la mano en el bolsillo y le ofreció un pequeño rectángulo amarillo lleno de unas planas tiras envueltas en papel de plata.

Nein —respondió Christine, procurando no chillar—. Home.

Se enderezó, esforzándose por mirar por encima del descomunal salpicadero; unos puntos negros flotaban ante sus ojos.

Él la miró y, haciendo gestos con la mano, le preguntó en qué dirección debía ir. Ella le hizo señas de que siguiera adelante y luego girara a la izquierda.

Salieron de la estación de ferrocarril dejando atrás los largos barracones de madera que antes se usaban para alojar a los prisioneros que trabajaban en la base aérea. Las primeras mujeres que habían bajado del tren daban vueltas por allí, se apoyaban en los edificios o estaban sentadas en el suelo con la cabeza entre las manos.

El norteamericano la vio mirar.

Jews —le dijo, con el cigarrillo colgando de los labios. Señaló hacia los barracones e hizo el gesto de andar con los dedos—. To Dachau.

Christine gimió y meneó la cabeza. Más adelante, en la calle se había levantado un cadalso de madera; unas deshilachadas cuerdas atadas con un nudo colgaban aún del patíbulo, y la palabra alemana Feiglinge, cobardes, estaba pintada sobre el cabio principal. El soldado señaló la horca.

Boys —dijo, muy serio.

Christine se mordió el interior de las mejillas, casi incapaz de respirar, al recordar la noche que Vater le había dicho a Mutti que tal vez tuviera que esconder a los hermanos de Christine en el desván. Los de las SS los ahorcaban por no querer combatir. Tragándose la creciente sensación de pánico, le indicó al soldado que pasara por el siguiente puente. A este lado del puente los edificios habían desaparecido, no eran más que un montón tras otro de escombros. Al otro lado había una larga fila de casas partidas por la mitad y vacías, como gigantescas y negras casas de muñecas con las habitaciones desocupadas y las ventanas sin cortinas. Numerosos y heterogéneos grupos de mujeres y niños se juntaban en torno a las hogueras donde se cocinaba por las descuidadas calles.

—Me llamo Jake —dijo el soldado en alemán, pronunciando cada sílaba más despacio y más alto de lo preciso, como si Christine fuese dura de oído.

Christine no dijo nada. Se clavó las uñas en las palmas de las manos mientras subían una empinada cuesta y el sordo rugido del motor del camión reverberaba por las estrechas calles. Cuando entraron en la plaza empedrada, Christine soltó el aliento y el nudo de miedo se le aflojó en el pecho. San Miguel se alzaba intacta; su imponente chapitel y su escalinata de piedra estaban marcados de hoyos y mellados, pero sin más daños. Si la iglesia aún estaba allí, tal vez otras partes del pueblo siguieran en pie.

El soldado movió con gran esfuerzo la palanca de cambios de un lado a otro y aceleró fuerte el motor cuando se metieron por la calle contigua a la iglesia. Christine apretó la mandíbula y señaló a la derecha. Un ardiente nudo en la garganta amenazaba con cortarle la respiración, y cuanto más avanzaban, más duro y caliente se volvía. Pasados unos minutos vio lo que quedaba de la carnicería de Herr Weiler y del establo con entramado de madera situado en la parte más baja de su calle. Las paredes, a punto de derrumbarse, estaban cubiertas de carteles manuscritos con tinta roja que advertían sobre las consecuencias de la rendición y amenazaban con la horca o el fusilamiento. A Christine le pareció que iba a desmayarse.

Home —dijo con voz ronca, y señaló al soldado que torciera por la siguiente calle a la izquierda.

Jake giró el volante, con un ojo entornado tras un remolino de humo del cigarrillo. El motor traqueteó, titubeó y por fin hizo subir el camión lentamente por la cuesta de la calle de Christine. Esta contuvo la respiración y se echó hacia delante en el borde del asiento, segura de que el corazón iba a salírsele del pecho. Entonces, en el cielo color lavanda del temprano atardecer, apareció un tejado conocido. Un grito de alegría brotó de su garganta, y rompió a sollozar. Cuando se acercaron a lo alto de la cuesta, surgieron las chamuscadas ramas de los ciruelos, uno a cada lado de la puerta principal. Y por fin, encorvada en el huerto delantero, Christine vio a su madre.

—¡Alto! —chilló.

Jake pisó repetidamente el freno, y el vehículo se estremeció y redujo la velocidad. Antes de que se detuviera del todo, Christine abrió de un tirón la portezuela. En el huerto, su madre se puso derecha, frunció el ceño y miró hacia el lugar de donde salía el sonido. Christine se bajó del alto asiento, medio cayéndose, medio saltando.

—¡Mutti! —exclamó entre sollozos, al tiempo que corría hacia su casa con las últimas briznas de energía que le quedaban.

Su madre se quedó inmóvil en el huerto, con el largo mango de un azadón en una manchada mano y unos hierbajos mustios en la otra. Al principio se limitó a mirarla fijamente, con un gesto de confusión en el pálido y delgado rostro. Luego comprendió lo que veía, y el comprenderlo la transformó. El azadón y las hierbas cayeron al suelo y, como un rayo, se tapó la boca abierta con las manos.

—¡Mutti! —volvió a gritar Christine—. ¡He vuelto!

Mutti dio un chillido, salió corriendo del huerto y fue hacia ella con las manos extendidas. Al encontrarse, se abrazaron y estuvieron a punto de caerse.

—¡Christine! —exclamó Mutti a gritos, mientras estrechaba a su hija contra su pecho—. Mein Liebchen! Oh, danke Gott! Danke Gott!

A Christine la abandonaron las fuerzas en brazos de su madre y se le aflojaron las piernas; la súbita oleada de energía que la había llevado hasta allí se le escapaba. Se desplomó en el suelo, temblando, aflojando y tensando los músculos del cuello mientras respiraba con dificultad. Mutti se arrodilló tratando de sostenerla.

—¡Maria! ¡Heinrich! —gritó—. ¡Venid a ayudar! ¡Nuestra Christine ha vuelto! ¡Está viva! —Acarició la cara de Christine y pasó los dedos por su corto cabello—. Ay, mein Liebchen, ¿qué te han hecho? No te preocupes, ya estás a salvo. Yo te cuidaré.

Christine sintió que unos brazos la cogían y la levantaban del suelo, las manos de su madre que seguían protegiéndole la cabeza. Abrió los ojos e intentó enfocar la vista. Un casco cubierto con una red, el rostro del norteamericano; luego oscuridad.

Al principio Christine fue vagamente consciente de la suave tela que le rozaba la mejilla y del limpio y ácido olor a jabón de sosa. Luego se dio cuenta de que estaba tiritando, pese a estar envuelta en una manta y completamente vestida, salvo por el abrigo y los zapatos. No se encontraba en un camastro de madera, de eso estaba segura. Apoyaba la cabeza en una almohada, y estaba tendida sobre algo, fuera lo que fuese, que era amplio y acolchado. Entonces oyó los tenues murmullos de unas voces familiares, y unos tibios dedos le acariciaron la sien. En ese momento sí se acordó. Estaba en casa. Parpadeó y abrió los ojos. Mutti y Oma, arrodilladas junto al sofá, la miraban fijamente con expresión preocupada.

—¿Estás bien? —preguntó Mutti.

Ja —susurró Christine.

Oma le puso una mano en la mejilla y le besó la frente.

—Bienvenida a casa, Kleinkind —dijo.

Detrás de ellas y junto a la mesa, Karl y Heinrich, con el ceño fruncido, la observaban inquietos. Vestidos con ropa remendada, estaban tan demacrados y pálidos como Mutti y Oma; en sus rostros se había grabado una tranquila tristeza, producto del sufrimiento de seis años de guerra. Desde el otro extremo del sofá una desconocida la miraba. La muchacha tenía el pelo cortísimo, sólo unos dos centímetros más largo que el suyo. Al principio creyó que era Hanna, pero los colores no cuadraban. El pelo de aquella superviviente era rubio, no de un castaño rojizo, y sus ojos, azules, no marrones. Y aunque la desconocida estaba delgada, no estaba esquelética como Hanna. Entonces aquella persona avanzó y se arrodilló a su lado. Christine dio un grito ahogado. Era Maria. Perpleja, Christine acarició la cabeza de su hermana con sus dedos sucios. Maria le cogió la mano y se la llevó a la mejilla, con una expresión de ternura en los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué te ha pasado? —susurró Christine.

—Me enviaron al este con un grupo de muchachas del pueblo —respondió Maria—. Ayudábamos a las mujeres y a los ancianos a cavar trincheras antitanque. Pero entonces llegaron los rusos y… —Maria se calló y tragó saliva, como si intentara no vomitar. Le temblaba la barbilla y, aunque bajó la voz, sus palabras sonaron en tono agudo y tenso—. Tan sólo un puñado de nosotras sobrevivió a los primeros días. Tuvimos que disfrazarnos de muchachos para que los rusos nos dejaran en paz.

Ach Gott! —exclamó Christine.

—No debí dejar que fuera —dijo Mutti, y se le descompuso el rostro—. Debí esconderla en el desván con sus hermanos. Debí hacer más para protegerla. Para protegeros a las dos.

—No es culpa tuya, Mutti —contestó Maria, con los enrojecidos ojos fijos en los de Christine—. Yo he vuelto. Algunas de las otras chicas no tuvieron tanta suerte.

Christine la rodeó con un brazo y la atrajo hacia ella. Maria le devolvió el abrazo; sus hombros se estremecían mientras se tragaba los sollozos. Al cabo de un momento se apartó y se puso de pie, limpiándose la cara en la manga.

—No puedo creer que estéis todos aquí —dijo Christine, mientras se enderezaba con dificultad. Tenía los brazos débiles y la cabeza cargada—. No sabía si encontraría a alguno de vosotros vivo. —Miró a su madre y se preparó para recibir la noticia—. ¿Y Vater? ¿Está bien?

—Tu Vater vive —contestó Mutti, y trató de sonreír—. Supimos de él precisamente hace unos días. Ahora acuéstate otra vez. Te traeremos todo lo que necesites. ¿Tienes hambre y sed? ¿Qué te apetece?

Christine se incorporó con esfuerzo.

—Me muero de hambre —respondió, al tiempo que echaba atrás la manta—. Pero más que ninguna otra cosa, necesito un baño caliente. —Maria y Mutti intentaron ayudarla a ponerse de pie, pero estaba decidida a levantarse sola—. ¿Está encendida la lumbre en la cocina?

Ja —contestó Mutti—. Pero tienes fiebre, por eso estás temblando.

Christine se puso derecha y se abrazó.

—Me pondré bien —dijo—. Karl y Heinrich, qué contenta estoy de veros.

Los chicos se acercaron a darle un rápido abrazo y luego se apartaron y la miraron de hito en hito con el ceño fruncido. Tras sonreírles para demostrar que estaba bien, Christine se dirigió hacia el pasillo. Mutti y Maria iban muy cerca, como si fuese a perder el equilibrio en cualquier momento. Todos fueron detrás.

Cuando Christine entró en la cocina la asaltó el inolvidable olor a canela y pan de jengibre con azúcar glas; nunca había imaginado que algo oliera tan maravillosamente. Con lágrimas en los ojos, echó una mirada a la hornilla, al fregadero, los armarios, la mesa… Todo parecía muy familiar y, sin embargo, extraño al mismo tiempo, como si ella sólo hubiera estado allí en un sueño, o en otra vida. Había creído que jamás volvería a ver aquella cocina, y ahora le parecía más grande y más alegre de lo que recordaba, y todos los colores le resultaban luminosos y vibrantes. Las rojas latas, los visillos amarillos, el suelo de losetas azules y el mantel de cuadros verdes, todo era suave y húmedo, como si pudiera mojar un pincel en ellos para pintar el cielo. Comparado con los monótonos colores de Dachau, hasta el raído y remendado delantal de su madre le parecía de un blanco deslumbrante.

Mutti se quedó dando vueltas cerca hasta que Christine estuvo bien sentada a la mesa de la cocina, y entonces se arremangó y metió más leños en el fogón. Oma, Maria, Karl y Heinrich entraron en fila y se sentaron en los bancos, con los ojos fijos en Christine como si le hubieran brotado dos cabezas. Por sus caras de preocupación, Christine supo que tenía peor aspecto que su padre la primera vez que regresó. Procurando no hacer caso de sus miradas, observó a su madre mientras se movía por la cocina.

Mantuvo los brazos bajo la mesa, rodeándose la muñeca derecha con la mano izquierda y con el pulgar puesto sobre el tatuaje, como si tuviera que tapar la piel numerada, igual que un paciente recién operado que se protege la dolorida cicatriz. Cuando Mutti llenó un gran tazón de tibia leche de cabra con miel y se lo pasó, Christine tiró de las mangas del jersey azul por encima de las muñecas y cogió la humeante taza con la mano izquierda, dejando el brazo tatuado en el regazo.

Cerró los ojos y aspiró los cálidos vapores, sorprendida al percibir la dieta de dulce hierba de la cabra y el polen de flores que habían utilizado las abejas. Luego tomó un largo sorbo y se lo dejó en la boca antes de tragar; cada dulce y mantecoso matiz a leche y azúcar de panal era como seda en su lengua. El cremoso líquido le alivió la despellejada e irritada garganta.

—Ahora que ha acabado la guerra —comentó Mutti—, cuando vuestro padre vuelva usaré el último bote de ciruelas para un Pflaumenkuchen y así celebraremos vuestro regreso sanos y salvos.

Al acordarse de lo cerca que Isaac había estado de sobrevivir, Christine sintió el tirón y el raspar de unos grillos en el pecho. Tomó otro sorbo de la leche de cabra y se aconsejó a sí misma vigilar los pensamientos de su corazón, porque en este preciso instante necesitaba centrar la mente en el presente. Había vuelto a la cocina de su madre y estaba sentada a la mesa con Maria, Karl, Heinrich y Oma. Estaba viva.

Mutti colocó la bañera metálica en el centro de la cocina y la llenó de agua hirviendo del fogón; unas volutas de vapor se alzaron en el aire. Mientras Mutti preparaba el baño, Oma partió dos rebanadas de pan de centeno, las untó con mermelada de ciruela y las puso delante de Christine.

En cuanto esta dio un bocadito al pan casero con mermelada tuvo que dejar de masticar. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y empujó el pan hasta el interior de la mejilla, segura de que no podría tragar con el nudo cada vez mayor que tenía en la garganta. Los sabores combinados del sencillo pan y la dulce mermelada parecían amplificarse un millar de veces en un estallido de las papilas gustativas. Aquello la sorprendió, y tuvo que contener la respiración para no ahogarse con la alegría de disfrutar de algo tan sencillo y delicioso. Se echó hacia atrás y se puso los dedos sobre los labios cerrados, mientras una lágrima le corría por la mejilla.

—¿Qué pasa, mein Liebchen? —le preguntó Oma en un susurro.

Christine negó con la cabeza.

—Nada —respondió—. Es que estoy feliz de estar aquí, nada más.

Luego, sin prisas, terminó de masticar y de tragar antes de dar otro bocado.

Después de ir a por toallas, una pastilla de jabón casero y un limpio camisón de dormir, Mutti mandó a todos menos a Christine fuera de la cocina. Cerró la puerta con llave y la ayudó a quitarse el jersey azul y el vestido color arándano. Al ver el pálido y esquelético cuerpo de su hija se le llenaron los ojos de lágrimas. Con los dientes castañeteándole, Christine sacó las piernas de las medias marrones de la muchacha muerta y metió una pierna en la bañera. Mutti abrió la puerta del fogón, dispuesta a empujar aquella ropa prestada dentro del vivo fuego, pero la voz de Christine la detuvo.

—No.

—¿Por qué no? —le preguntó su madre.

—Porque eso es lo que los nazis hacían a los judíos.

Sin pronunciar palabra, Mutti dobló la ropa y la puso en el suelo con los labios apretados en una fina línea.

Christine entró en la bañera bajando despacio el tembloroso cuerpo en el agua bien caliente. El agua jabonosa era suave como la seda sobre su mugrienta y árida piel, y el empolvado olor a lavanda le inundó la nariz mientras su madre le frotaba el cuello con suavidad hasta quitarle el cerco de suciedad y luego le pasaba la manopla por los hombros. Christine cerró los ojos, asimilando hasta la última maravillosa sensación, y el húmedo calor penetró hasta el fondo de sus músculos, volviendo a calentarle los helados huesos y derritiéndolos como el sol derretía los carámbanos en la primavera.

Mutti no le hizo ninguna pregunta, y Christine lo agradeció. Ya habría tiempo de ponerla al corriente de lo que había pasado. Cuando su madre vio el número en la parte interior de su muñeca, se detuvo y clavó la vista en él. Christine intentó apartar el brazo, pero Mutti no lo soltó. Miró a Christine con los ojos empañados y, después de pasar un dedo por la cicatriz tatuada, alzó la muñeca de Christine hasta sus labios y le dio un beso, igual que le había besado todos los cardenales y rasguños de su infancia.

Las lágrimas le cayeron por las mejillas a Christine al darse cuenta de que estaba sintiendo exactamente las mismas cosas que Isaac había experimentado después de fugarse. Isaac había comido el pan con mermelada que ella le había llevado después de pasarse meses tomando caldo aguado y cortezas de pan. Se había metido en aquella misma bañera llena de humeante agua jabonosa después de no haberse lavado ni cambiado de ropa durante una infinidad de meses. Había sentido lo que ella estaba sintiendo ahora: el inmenso alivio y el eufórico entusiasmo de ser rescatada. Qué desolador debió de ser verse capturado y encarcelado de nuevo. Si Christine despertara en este preciso momento y descubriera que todo era un sueño, que en realidad estaba dormida en el duro camastro dentro del apestoso barracón, sabía que se moriría.

Su madre le enjabonó el sucio pelo y se lo enjuagó. Una vez quedó bien limpia de la cabeza a los pies, Christine salió de la bañera y dejó que Mutti la secara junto al fogón, con una toalla limpia sobre la cabeza y por los hombros, igual que cuando era pequeña.

Con manos cariñosas, Mutti le puso un largo camisón de dormir de franela, le calzó los impolutos pies con gruesos calcetines de algodón y la subió a su cuarto, donde la metió en un limpio y mullido lecho de plumas. Al exhausto cuerpo de Christine le pareció estar hundiéndose en una suave nube blanca, con la embotada cabeza apoyada en la blanda almohada de plumón de ganso. Necesitaba dormir como un hombre perdido en el desierto necesitaba el agua, hasta la última fibra de su ser lo anhelaba. Mutti se sentó al lado de la cama, le acarició la mejilla y tarareó una canción bajito. Christine se volvió de costado y miró a los llorosos ojos de su madre.

—Mutti —susurró—. Isaac ha muerto.