Capítulo 27

Hanna fue cojeando hacia Christine del brazo de un hombre delgado, de ojos oscuros, que parecía estar sosteniéndola. Christine se tambaleó. ¿Isaac? ¿Habría sido todo una pesadilla? Pero el hombre que iba hacia ella llevaba ropa normal, no uniforme de prisionero.

—¡Christine! —gritó Hanna—. ¡He encontrado a mi hermano!

Christine tragó saliva.

—¡Hanna! —consiguió decir.

Se abrazaron, y Christine sintió los delgados huesos que sobresalían de la espalda de Hanna como si un mínimo aumento de la presión de sus brazos fuera a aplastarle el esqueleto. Al separarse, se miraron con los ojos llenos de lágrimas. Las mejillas de Hanna estaban extremadamente hundidas, y su rostro era un caleidoscopio de cardenales morados y amarillos. Alrededor de las pupilas tenía las venas rotas y rojas, y los labios hinchados y cubiertos de costras en los lugares donde se habían partido y curado repetidas veces.

—¿Puedes creerte que nos hayan rescatado? —preguntó Hanna—. Y todo este tiempo mi hermano estaba trabajando en la fábrica.

—¿Dónde has estado tú? —preguntó Christine a su vez—. ¡Creí que habías muerto!

Hanna bajó la mirada durante una fracción de segundo, cuando volvió a levantarla estaba llorando de nuevo.

—Me tenían encerrada en un trastero junto al cuartel principal de la guardia, y…

—No te preocupes. —Christine le estrechó las manos—. No tienes por qué contármelo. Ya ha pasado.

Hanna se sorbió la nariz y se puso derecha.

—Te presento a mi hermano, Heinz —dijo—. ¿Has encontrado a Isaac?

—Lo llevaron al bosque ayer con un grupo de prisioneros, y… no salieron.

Ach nein —respondió Hanna—. Lo siento muchísimo.

—Sólo un día más… —susurró Christine; se le quebró la voz—. Si hubiera sobrevivido sólo un día más…

Hanna abrazó a Christine y le dirigió suaves murmullos en voz baja, como una madre consolando a un bebé que llora. Christine se apartó y se secó la cara.

—Perdón por lo que has pasado. Es culpa mía.

—Pero ¿qué dices?

—Me contaron que te habían pillado mirando en los archivos de los prisioneros.

—Tú arriesgabas la vida para traerme comida, ¿verdad? Además, yo también buscaba a Heinz. Sólo era cuestión de tiempo que el Blockschreiber encontrara un motivo para sacarme de allí. Ya estaba vigilándome. Si no hubiera sido eso, me habría sacado por otra cosa.

—Por lo menos ahora lo pagará —replicó Christine, mirando hacia los camiones llenos de Unterscharführers, Blockführers y guardias.

—Me temo que muchos de los oficiales y guardias se han escapado —intervino Heinz—. Cuando estábamos cogiendo ropa de las naves donde la guardaban, vimos que un grupo de ellos se metía corriendo en el bosque.

Hanna cerró los ojos y se apoyó en su hermano. Por un instante Christine creyó que iba a desplomarse, pero Heinz la rodeó con un brazo para mantenerla derecha y Hanna abrió los ojos de nuevo y pasó el peso de su cuerpo a una pierna. Christine bajó la vista y dio un grito ahogado. El tobillo de Hanna estaba en carne viva e hinchado, cercado por una herida inflamada. Unas vetas color morado le subían por el lado de la pantorrilla.

—¿Qué te ha pasado en la pierna? —le preguntó Christine.

Hanna adelantó la pierna y se miró la herida que le rodeaba el tobillo como un grueso calcetín rojo.

—Los guardias me encadenaban a la cama durante el día.

—Vámonos —dijo Heinz con tono inexpresivo—. Por lo que he oído, el edificio donde almacenan la comida tiene reservas. Y también deberíamos ir a por ropa de más abrigo para vosotras.

Hordas de prisioneros atestaban el almacén de alimentos. Habían echado abajo las puertas y hecho pedazos las ventanas, rompiendo los marcos y apartándolos con las prisas por entrar. Como si fueran un cuerpo de bomberos, formaban cadenas para pasarle la comida a la multitud cada vez mayor. De un par de delgados brazos al siguiente pasaban caja tras caja de galletas, galletitas saladas, leche en polvo, panecillos y pan. Los cajones de patatas, lechugas, nabos, zanahorias y judías se abrían y se pasaban de mano en mano. Un grito triunfal se elevó cuando todo el mundo se dirigió hacia un grupo de hombres que levantaban en el aire salchichas curadas y cecina. Poco después las pilas de jamones ahumados, los cajones de Leberwurst envasado y las torres de quesos parecían el inventario de un centenar de carnicerías expuesto en el embarrado patio.

—Id con cuidado —les dijo Heinz a Hanna, Christine y a todo el que quiso escucharlo—, que os pondréis malas.

Los prisioneros más perspicaces sólo comían galletas, galletitas saladas y pan, y advertían a todos los demás que sus cuerpos privados de alimento no podrían con el Leberwurst, la carne de cerdo ahumada y el queso graso. Pero algunos no le hicieron caso: se atiborraron de comida y luego se quedaron abotargados y mareados, con las barrigas dilatadas.

Christine comió cuatro galletas y una cuña de queso curado, mientras que Hanna y su hermano fueron arrancando buenos trozos de un pan de centeno hasta acabar con él. Heinz echó mano de más pan y varios botes de galletitas saladas, y después siguió a Hanna y Christine hasta el edificio donde se clasificaba la ropa en el lado femenino del campo de concentración. Esperó fuera mientras Hanna y Christine rebuscaban en las montañas de vestidos, faldas, blusas y zapatos. Christine se quitó el puerco uniforme y se puso un vestido color arándano, cuyo cuello de encaje aún estaba impregnado de un leve olor a perfume. Luego metió los brazos en las suaves y gruesas mangas de un jersey azul de punto. Era la primera vez en ocho meses que tenía los hombros y los brazos tapados y abrigados. En el borde del montón, Hanna, arrodillada y vestida con una combinación, estaba poniéndose un vestido castaño.

No tardaron en encontrar todo lo que necesitaban, incluidos un par de botas sin cordones con forro de piel donde cabía el hinchado tobillo de Hanna y un par de zapatos de cuero negro, casi nuevos, que le iban a Christine perfectamente. Christine metió los encallecidos pies y las piernas en un elástico par de medias marrones y se ató los zapatos, mientras pensaba que resultaba raro estar completamente vestida, con los brazos y piernas bien calentitos, como un recién nacido envuelto una suave manta de abrigo por primera vez.

Vio que las demás prisioneras se quitaban los manchados uniformes y se ponían ropa de verdad, al tiempo que se miraban, maravilladas y sorprendidas, como si los vestidos y las blusas fuesen un nuevo descubrimiento o una invención reciente. Se pasaban las manos por las mangas y las faldas como si estuvieran hechas de oro y seda, no de simple paño y algodón. Y aunque estaban en primavera, Hanna y Christine cogieron un largo abrigo de lana cada una, aunque no fuera más que para usarlo como manta durante las últimas noches que aún debían pasar en aquel infierno. Christine se puso el abrigo, no porque tuviera frío, sino para sentir su peso en los hombros. De pronto una mujer alta que llevaba un vestido color cereza aporreó la pared con un puño para hacer callar a la multitud.

—Debemos decir danke a nuestras benefactoras sin voz —gritó—. Y debemos rezar el kadish por todos los que han muerto en este terrible lugar.

La sala fue quedándose en silencio a medida que todas inclinaban la cabeza para rezar. Christine no sabía rezar el kadish, pero cerró los ojos y oró por los muertos a su manera. Rezó por quienes habían muerto allí, y también por Opa e Isaac. Rezó para que por fin hubieran encontrado la paz, para que su sufrimiento y sus lágrimas hubieran acabado definitivamente. Y se despidió en silencio de Isaac, sintiendo que los grillos del dolor se apretaban en torno a su corazón, cerrándose para siempre con un fuerte y definitivo golpe sordo. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas. Cuando terminó su plegaria, Christine alzó la cabeza y vio regueros de lágrimas en todos los pálidos y sumidos rostros.

Dos días más tarde el retumbe de unos camiones militares que llegaban sacó de pronto a Christine de su sueño. Su cuerpo despertó sobresaltado; le dolían el cráneo y todas las articulaciones. Inspiró un hondo y tembloroso aliento, volvió la cabeza y abrió los ojos. Su primer pensamiento fue para Isaac, y el estómago se le retorció de pena.

—A lo mejor han mandado camiones para recogernos en vez de trenes —dijo Hanna.

—Me da igual lo que manden —contestó Christine. Al incorporarse rompió a toser, le dolía el pecho cada vez que tosía—. Siempre que se den prisa en sacarnos de aquí.

Salió muy despacio del camastro y ayudó a Hanna a levantarse. Sujetándola con un brazo, fue tras las demás mujeres, procurando no hacerse ilusiones de que por fin las liberarían.

Durante los dos días anteriores los médicos militares norteamericanos habían vacunado a toda la población del campo de concentración. Una vez más las obligaron a desnudarse del todo para desinfectarlas con DDT. A Hanna le limpiaron y vendaron el tobillo, y Heinz encontró un par de muletas en hospital del campo. La necesidad de escapar de allí aumentaba en la mente de Christine, y a veces la hacía sentir como si fuese a empezar a gritar y no parar. Si los norteamericanos no enviaban pronto los trenes a recogerlas, haría el camino de vuelta andando.

Ahora más de una docena de camiones del ejército estadounidense se habían detenido ante los barracones. De un salto, los soldados bajaron de los asientos delanteros y dieron la vuelta hasta la parte de atrás, fusil en mano, para abrir las portezuelas traseras. Mientras las prisioneras observaban, de la parte posterior de los camiones empezaron a salir ancianos y ancianas, muchachas adolescentes y madres con niños pequeños. Casi todos tenían algo en las manos: un pan, un queso, una cesta de huevos, un bote de leche.

—¿Qué pasa? —le preguntó Christine a Hanna.

—No tengo ni idea —respondió Hanna.

En alemán con fuerte acento inglés un oficial ordenó a aquella gente que se pusiera en fila de dos en dos. Un temor ya familiar aceleró la respiración de Christine. «¿Qué van a hacer con estas personas?», se preguntó. Los civiles alemanes se miraban y miraban a los soldados, frunciendo la frente con un gesto de confusión y miedo. Luego clavaron la vista en las prisioneras que se congregaban y se quedaron boquiabiertos de sorpresa. Los niños pequeños señalaban la desordenada y variopinta concurrencia de cautivas esqueléticas vestidas con ropa desparejada, y después miraban a sus madres buscando respuestas. Cuando el último camión se vació, el oficial usó un megáfono para dirigirse a los más de doscientos civiles.

—Dejen sus donativos para las prisioneras de Dachau a los soldados que están en la parte de atrás de este camión —dijo en alemán, señalando a dos soldados que esperaban—. A continuación, permanezcan en fila y síganme. Las prisioneras, pónganse en fila detrás de los civiles y mis hombres les distribuirán la comida.

—Probablemente sea toda la comida que tenían esas personas —le susurró Christine a Hanna.

—A lo mejor los encarcelan —dijo Hanna.

—Pero ¿por qué? —repuso Christine.

Hanna se encogió de hombros.

Una vez les hubieron pasado la comida a los soldados, los civiles alemanes se colocaron en fila detrás del oficial y de otros cuatro soldados. Para entonces los prisioneros se habían sumado a las mujeres, y casi todos hacían cola para coger la comida antes de regresar a sus barracones. El resto, incluidos Heinz, Hanna y Christine, siguieron a los civiles cuando los norteamericanos los hicieron entrar en el campo de concentración.

Los soldados condujeron a los civiles por los fétidos barracones y por las salas de cemento de las duchas, pasando por delante de los rebosantes montones de zapatos, maletas, gafas, pelo y dientes de oro. Las mujeres se cubrieron la boca con los delantales, llorando y tapándoles los ojos a los niños. Los viejos los miraron fijamente, con las arrugadas caras tensas de pena y estupefacción. Cuando se acercaban a las cámaras de gas y al crematorio, Christine oyó el retumbar de un enorme motor. Una gigantesca excavadora sacaba tierra de una gran zanja. Junto a ella, unos prisioneros habían cargado carros y carretillas de mano con cadáveres en estado de putrefacción. Las mujeres civiles chillaron y gimieron, metiendo las caras de sus hijos en los pliegues de sus faldas. Los ancianos lloraban en silencio e intentaban sostener a las mujeres, aunque algunas se desvanecieron.

Los soldados no decían nada. Estrechando los fusiles contra el pecho con ambas manos y mirando al frente, hicieron entrar a los civiles en las cámaras de gas. Los llevaron por delante de los carretones salpicados de sangre que se usaban para trasladar los cadáveres a los hornos; en ellos yacían aún montones de cuerpos esqueléticos, desnudos y torcidos, abandonados y olvidados en su viaje al crematorio. Desde allí los soldados condujeron a los civiles al crematorio y pasaron ante los enormes hornos de ladrillo llenos de cenizas y trozos de huesos.

Christine, Hanna y el resto de los prisioneros no entraron en las cámaras de gas ni en el crematorio. Sólo de estar cerca de los edificios Christine sintió náuseas. Cuando los civiles salieron por el otro lado, los soldados les dieron palas a los hombres y a todas las mujeres que no llevaran un niño en brazos.

—¿Qué hacen? —preguntó Christine con el corazón palpitante—. Dime que no van a pegarles un tiro.

—Van a obligarlos a enterrar a los muertos —contestó Heinz.

Christine dio un grito ahogado y echó una mirada a los demás prisioneros y a los soldados, incapaz de comprender lo que estaba viendo. ¿Culpaban a los civiles alemanes de aquello? ¿De no hacer nada por detenerlo? Pensó en Oma y en el pobre Opa muerto, en su madre, en su hermana y sus hermanos pequeños, hambrientos y escondidos en los refugios antiaéreos. ¿Les echarían la culpa a ellos de que existiera el campo de concentración de Hessental? Al ver que los soldados mandaban a los viejos que empezaran a descargar los cadáveres, dio un paso adelante.

—¿Por qué hacen ustedes esto? —gritó, confiando en que alguno de ellos entendiese alemán.

Las caras de los soldados se volvieron inmediatamente hacia ella.

—¿Qué hace? —preguntó una prisionera a Hanna.

—Christine —le dijo Hanna—, déjalo estar.

—No es culpa de ellos —le respondió Christine—. ¿Qué podrían haber hecho para acabar con eso? ¿Ninguno de ellos? ¿Qué podrían haber hecho sin que los mataran?

—Se quedaron callados —intervino otra prisionera—. No hicieron nada.

Alguien detrás de Christine gritó en polaco, otro en francés. Una piedra salió volando del gentío y le dio en la cabeza a uno de los niños alemanes. El pequeño se llevó la mano a la sien y escondió la cara en el delantal de su madre. Christine dio media vuelta y le chilló a la multitud de prisioneros:

—¡Esta gente no os ha hecho esto!

—¿Y qué? —gritó una prisionera—. ¿Dónde está tu amante, el Lagerkommandant? No está aquí para asumir la culpa, ¿verdad?

—¡Él intentó contárselo a la gente! —respondió Christine a gritos—. Y nadie quiso escucharlo. ¿Qué os hace pensar que alguien iba a escucharlos a ellos? —preguntó, señalando a los civiles.

—¡Embustera! —chilló un hombre.

Christine se volvió de nuevo. Los civiles alemanes descargaban cadáveres de los carros y los arrojaban a la fosa. Los ancianos agarraban con dificultad las muñecas, flacas como lápices, y los tobillos esqueléticos de los rígidos cadáveres. Las mujeres echaban paletadas de tierra en la enorme sepultura, al tiempo que sollozaban y vomitaban en el patio.

Christine empezó a respirar con breves jadeos superficiales. Quiso acordarse de las pocas palabras inglesas que Isaac le había enseñado, pero fue inútil; había pasado demasiado tiempo desde su breve clase. De todos modos se acercó a los norteamericanos, confiando en que uno de ellos la entendiera.

—¡Ellos no han hecho esto! —dijo.

Un soldado norteamericano fue hacia ella con una mano levantada y el arma en la otra.

—¡Ustedes no saben por lo que han pasado! —insistió Christine.

Heinz tiró de ella hacia atrás.

—Venga —le dijo a Hanna—. Vámonos de aquí.

Christine miró a Hanna.

—Tenemos que decírselo —le aseguró, mientras Heinz intentaba llevársela hacia los barracones—. ¡Tenemos que decirles que ellos no han hecho nada!

En ese momento Hanna se detuvo y se volvió contra ella.

—¿Y cómo sé yo eso? —le preguntó—. ¿Cómo sé que no entregaron a la Policía a sus vecinos judíos a cambio de un pan?

Christine dejó de forcejear, y Heinz la soltó.

—¿Crees que yo también soy culpable? ¿Debo ir allá y ayudar a las mujeres con las palas?

Hanna desvió la mirada.

Nein —contestó, meneando la cabeza—. Nein.

—¡Los americanos no tienen ni idea de cuánto han sufrido ya estas personas! —exclamó Christine—. ¡Alguien tiene que decirles lo de la falta de comida y lo de la Gestapo! ¡Alguien tiene que contarles lo de los pueblos y las ciudades que han arrasado las bombas!

—Lo de las bombas lo saben —replicó Heinz—. Las tiraban ellos desde sus aviones, ¿te acuerdas?

—Creo que el Lagerkommandant tenía razón —dijo Christine. Las lágrimas le caían por la cara—. Las acciones brutales sólo se convierten en crímenes de guerra cuando las cometen los perdedores.

Christine se acurrucó en la esquina trasera de un furgón y apoyó la cabeza en el abrigo, doblado sobre la pared como una almohada. Cerró los ojos y confió en que el constante bamboleo del tren volviera a adormecerla, aunque sólo dormitaba de forma intermitente. A diferencia de la ida a Dachau, ahora había sitio para que todo el mundo se tendiera. Los norteamericanos habían cubierto el suelo con paja, lo cual les brindaba cierta blandura y ayudaba a ocultar el tufo a muerte que aún impregnaba las paredes de madera y las tablas del suelo. Junto con la paja, los americanos habían puesto mantas y habían llenado el centro del vagón de cajones de comida y agua. Y aunque todas estas cosas sencillas aumentaban la comodidad del viaje, nada en el mundo compensaba el hecho de que casi todas las mujeres hubieran hecho el primer desplazamiento con padres, hermanos y hermanas, maridos, hijos e hijas; esta vez iban solas. Mientras pensaban en cómo sería la vida sin sus seres queridos, viajaban en silencio, durmiendo o con la mirada perdida, con los ojos llenos de unas lágrimas donde se mezclaban el dolor y la gratitud.

A primera hora de aquella mañana los oficiales norteamericanos habían hecho saber que primero liberarían a las mujeres, y que los hombres se quedarían hasta el día siguiente. Un tren las llevaría a un pueblo, donde se alojarían en barracones provisionales hasta que los norteamericanos las ayudaran a regresar a sus lugares de origen. Una hora después, cuando el primer tren paró, un nervioso silencio se había adueñado de la multitud. Sin decir una palabra, observaron cómo la pesada locomotora iba frenando poco a poco entre chirridos mientras los pistones silbaban cada vez más tiempo y más despacio, hasta que el tren se detuvo con una sacudida. Entonces las puertas del furgón se abrieron, los soldados norteamericanos bajaron de un salto y todo el mundo lanzó gritos de entusiasmo. Cuando los jóvenes soldados vieron aquella esquelética comisión de bienvenida, se apresuraron a meterse las manos en los bolsillos, sacaron chicles y chocolatinas y les dieron a los prisioneros cuanto tenían.

Ahora, al cabo de incontables horas, Christine recordó los delgados y esperanzados rostros de Hanna y su hermano Heinz mientras, sonrientes, le decían adiós con la mano. A su lado, los encogidos hombres veían en silencio cómo las mujeres abandonaban el campo. Como era lógico, Hanna había optado por quedarse con su hermano para poder viajar juntos. Se había aprendido de memoria la dirección de Christine, con la promesa de escribirle cuando por fin estuvieran instalados, donde quiera y cuando quiera que eso fuese. De lo único que Hanna y Heinz estaban seguros era de que se marcharían de Alemania para siempre.

Christine no podía quitarse la espantosa imagen de Dachau de la cabeza. Las torres de vigilancia, las vallas electrificadas, los largos y sombríos barracones y la chimenea manchada de hollín estarían para siempre pintados en su mente como un retrato monocromo. Aunque viviera hasta cumplir ciento diez años, jamás olvidaría los tonos gris piedra de Dachau; unos tonos que le recordaban huesos desmenuzados y antiguas lápidas sepulcrales en un crudo y lluvioso día de enero.

Más tarde, al llegar a la estación de ferrocarril, Christine despertó cuando el tren frenó y se detuvo entre temblores y sacudidas. Se puso derecha con la garganta y el pecho ardiendo, el cuello agarrotado y la cadera en la que se había apoyado gritando de dolor. Cuando pudo respirar sin toser, se levantó, se puso el abrigo de lana y bajó del furgón con las demás mujeres.

Agarrando bien el pan y la ropa que habían cogido en los almacenes de Dachau, las melancólicas prisioneras recién liberadas salían de los furgones y se ponían en fila sin protestar, esperando pacientemente en el andén para darles sus datos a los norteamericanos. Christine se sorprendió intentando ayudar a una desconcertada mujer a recordar de dónde era.

—Me llamo Sarah Weinstein —gritaba la mujer—. Mi marido se llamaba Uri… pero ha muerto. No recuerdo el nombre del pueblo donde yo vivía antes. ¡No me acuerdo de nada! —Agitó las manos en el aire como si tratara de aplastar a golpes un invisible enjambre de moscas—. Da igual lo que sea de mí, toda mi familia ha muerto. Da igual.

—Alguno de sus parientes debe de haber sobrevivido —le dijo Christine.

La mujer hizo caso omiso de ella. Christine trató de nombrar todos los pueblos que se le ocurrían, pero la mujer no dejaba de negar con la cabeza.

—¿Puedo ayudar? —preguntó un soldado norteamericano en alemán chapurreado.

—No recuerda de dónde es —contestó Christine.

Se planteó añadir que la mujer había perdido el juicio, pero se quedó callada, no hacía falta expresar lo evidente. «Quizá hayamos perdido el juicio todos», pensó.

El soldado se encogió de hombros y meneó la cabeza, y Christine se dio cuenta de que no la había entendido. Hablaba algo de alemán, pero no lo suficiente. De nuevo trató de recordar las pocas palabras inglesas que sabía, pero no se acordaba de nada. No pensaba con claridad. El soldado le sonreía, pero su amplia sonrisa resultaba forzada bajo unos ojos llenos de puro espanto y compasión. Christine intentó imaginar qué debía de parecerle ella: unos ojos azules que lo miraban desde un pálido y esquelético rostro; una muerta viviente con sólo unos pocos centímetros de pelo enmarañado y apelmazado en la cabeza.

English? —preguntó él.

Christine hizo un gesto negativo.

Namen? Name? —preguntó de nuevo, señalando a la mujer de más edad.

—Sarah Weinstein —respondió Christine.

—Sarah —le dijo el soldado a la mujer, al tiempo que se inclinaba para mirarla a los ojos—. Bitte, kommen, come.

Estaba seguro de sí mismo y era musculoso: un perfecto ario de ojos azules para el ejército de Hitler. Bajo el borde del casco tenía el limpio pelo rubio muy corto en torno a las orejas. Por primera vez Christine reparó en que los norteamericanos llenaban los uniformes. No se parecían en nada al aspecto que tenía su padre cuando regresó. Los pantalones y la guerrera, mugrientos y desgarrados, le bailaban en el cuerpo porque estaba en los huesos, y sus mejillas estaban hundidas y pálidas. Los americanos, en cambio, parecían bien alimentados y tenían las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes y claros.

Mientras el soldado de los ojos azules llevaba a la alterada mujer hacia el otro lado del andén, Christine aprovechó la ocasión para sentarse en un banco cercano. Estaba mareada, temblona, y cada respiración le provocaba un acceso de tos. Agarrada al borde del asiento de madera, de repente tomó conciencia de sus piernas, que parecían las de una niña. Como si las viera por primera vez, se fijó en los marcados ángulos y en las desproporcionadas protuberancias de las rodillas, como si los quebradizos huesos intentaran atravesarle la piel. Sin saber por qué, el ver las medias marrones de una muchacha muerta en sus esqueléticas piernas hizo que se le acelerara el corazón. Aquella chiflada le había metido miedos horribles en la cabeza, que se extendían y se enconaban como un veneno, arrancándole la esperanza como si fuera una pluma en medio de un huracán. «¿Y mi familia? ¿Cómo sé si viven aún? ¿Y si una bomba cayó en nuestra casa y los mató a todos?», se preguntó.

En el andén, delante de ella, aparecieron unas negras botas militares. El soldado de los ojos azules se agachó para mirarla.

Namen? —le preguntó.

—Christine —contestó ella. Le castañeteaban los dientes.

Home? —preguntó el soldado en inglés, con voz suave.

Home. Christine comprendía esa palabra. Intentó contestar, pero daba la impresión de que se le había obstruido la garganta. Sus labios se movieron, pero no salió ningún sonido. Entonces tosió y probó otra vez.

—Hessental —respondió con voz ronca.

Para su sorpresa, en la cara del soldado, sus mejillas rubicundas, sus dientes blancos como la nieve, se dibujó una amplia sonrisa. Allá en el fondo de su mente Christine cayó en la cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no veía una sonrisa de verdad.

Fräulein —respondió él señalando el hormigón que pisaban sus botas—. Home. Hessental.