Capítulo 26

Durante semanas la primavera luchó por dominar al invierno. Una incesante lluvia convirtió el campo de concentración en una embarrada pesadilla. Los terrenos, el cielo, los edificios y los uniformes estaban desprovistos de color. Día tras día, los únicos colores que veía Christine fuera de la casa eran los azules y verdes de los desesperanzados ojos de los prisioneros. El aire primaveral se esforzaba por volverse limpio y puro, frente al inagotable hedor de los hornos crematorios.

Mientras las últimas manchas de nieve se fundían con la tierra que iba calentándose poco a poco, y los árboles que bordeaban los campos comenzaban a echar brotes, iban llegando cada vez más trenes todos los días. El estridente toque del silbato y los chirridos de las ruedas al detenerse eran agujas en los oídos de Christine. Pero en los barracones entraban menos mujeres, y la joven sabía que eso significaba que la mayoría de quienes llegaban iban derechos a las cámaras de gas. Empezó a preguntarse por qué no intentaban defenderse: había veinte veces más prisioneros que soldados.

Una delgada capa de fina ceniza no tardó en cubrirlo todo, y a medida que el suelo se deshelaba, los restos se fundieron con la tierra que pisaban las prisioneras. El suelo ya no volvería a ser el mismo. Cenizas a las cenizas, polvo al polvo, la tierra recibía a los muertos… y la tierra jamás olvidaba.

La primavera fue transcurriendo, y con ella llegaron en tren decenas de millares de prisioneros procedentes de otros campos de concentración situados fuera de Alemania. A Christine la impresionó ver mujeres ya vestidas de uniforme con bebés desnutridos en los brazos. Del mismo modo la sorprendió ver grupos de niños uniformados, agarrados unos a otros mientras los reunían en barracones distintos, lejos de los adultos. La población del campo aumentó, y en los abarrotados barracones las condiciones eran cada vez peores. A las enfermas ya no las separaban de las sanas, y cada día morían centenares debido al tifus. Las nuevas reclusas propagaron la noticia de que, como los aliados se acercaban, los nazis estaban trasladando a todos los prisioneros a los campos que se encontraban dentro de las fronteras alemanas para asegurarse de que no llegaran vivos a manos del enemigo.

Como de costumbre, se reclutó a cierto número de prisioneros para ayudar con los prisioneros que llegaban. Eran las Sonderkommando, o unidades especiales, responsables de registrar a los muertos en busca de objetos de valor, llevar los cadáveres al crematorio y limpiar las cámaras de gas. A cambio recibían mejor alojamiento y más comida. Al principio Christine no comprendía cómo nadie quería aceptar aquel puesto, hasta que se dio cuenta de que aquello suponía la única esperanza que tenían de vivir unos cuantos días o semanas más; su única posibilidad de salir vivos de aquella pesadilla. Pero al cabo de unos cuantos meses de trabajo a estos hombres los mataban y los reemplazaban por prisioneros recién llegados y más fuertes. Últimamente Christine había oído decir que el número de Sonderkommando se había duplicado, como si los nazis tuvieran que acelerar las cosas.

Por la noche el sordo ruido de las bombas se acercaba cada vez más, y Christine oía también el lejano y lúgubre aullido de las sirenas antiaéreas. A principios de abril bombardearon las cercanas fábricas de armamento y piezas de aviones. Por fortuna, el ataque tuvo lugar a altas horas de la madrugada, cuando las fábricas no estaban llenas de prisioneros. Los trenes dejaron de llegar porque las vías férreas habían quedado destrozadas. Ya no hubo más prisioneros, pero tampoco hubo más provisiones. La electricidad y los teléfonos se cortaron. El agua había que llevarla en camiones. Se acabaron las duchas, y las raciones de agua se redujeron. Christine tenía que usar un cubo en vez de tirar de la cadena del Lagerkommandant, y calentarle el agua del baño en la hornilla.

A medida que las condiciones empeoraban, los soldados y los guardias se volvieron más irritables; ya no necesitaban ninguna provocación para matar a alguien de un tiro. A la hora de pasar lista los golpes y los gritos aumentaron. En el barracón las mujeres hablaban de que los guardias las usaban en sus prácticas de tiro, y las hacían ir corriendo a trabajar o a recoger las provisiones diarias. El Lagerkommandant se mostraba brusco en la mesa a la hora de la cena; bebía demasiado y apenas comía.

Uno de los primeros días de primavera sin lluvia, bajo un despejado cielo azul, Christine iba despacio camino de la casa del Lagerkommandant. Miró más allá de los campos, cerca del lindero del bosque unos ciervos inclinaban las cabezas hacia la nueva y dulce hierba. «¿Cómo sigue siendo el mundo tan hermoso?», se preguntó. «¿Cómo siguen siendo las nubes rosadas y azules mientras presencian este espanto?».

Se fijó entonces en que, en el lado masculino del campo, centenares de prisioneros andaban arrastrando los pies en paralelo a ella, con picos y palas al hombro. Veinte guardias con metralletas y perros pastores alemanes dirigían el grupo hacia una puerta de acceso lateral por la que se salía a los campos. Christine se detuvo y buscó a Isaac entre las columnas de hombres que avanzaban dando traspiés.

Entonces lo vio, cerca de la parte delantera, con la cabeza gacha, una pala al hombro y la espalda y los hombros caídos. Algo negro y grasiento se retorció en el pecho de Christine. Isaac había adoptado la postura de un Muselmann, un término que en la jerga del campo de concentración designaba al prisionero que había perdido las ganas de vivir, por su semejanza con un musulmán rezando. Christine no podía permitir que eso pasara. Tenía que hacer algo, cualquier cosa, para que Isaac no se diera por vencido.

Los guardias, muy ocupados vigilando a los prisioneros y controlando los perros, o bien no se dieron cuenta de su presencia o bien no le dieron importancia. Christine corrió hacia la alambrada: sólo un metro y medio la separaba de Isaac, que andaba con la vista fija en el suelo. El joven alzó la cabeza, se volvió y la miró directamente: en sus ojos no había ni rastro de fuerza o esperanza. Luego desvió la mirada y pasó por delante de ella, y Christine sintió que el corazón se le salía del pecho. Volvió a ponerse a la altura de él y siguió por su lado de la valla para estar cerca todo el tiempo que pudo, hasta que metieron al grupo entero por la puerta.

—¡No te rindas, Isaac! —le dijo a gritos—. ¡Te amo!

Él levantó la cabeza y la miró con una débil sonrisa, después volvió a apartar la vista. Christine sintió que un helado aluvión de miedo le inundaba el cuerpo y le dejaba el pecho congelado y duro, como si sus pulmones estuvieran hechos de la porcelana más fina y a punto de hacerse añicos si respiraba hondo.

De pronto dos guardias se le pusieron delante con una severa expresión de advertencia en los ojos. Christine se apartó y fue a toda prisa hacia la casa, donde se quedó en el porche viendo moverse el grupo, como una oscura mancha irregular, por los verdes campos.

La imagen de Isaac tan desesperanzado le pesaba como un ancla encadenada en torno al corazón. Atravesó la casa a cámara lenta, con la cabeza aturdida, y trató de concentrarse en el trabajo. De un modo u otro, llevada por la fuerza de la costumbre, preparó el desayuno del Lagerkommandant, fregó los platos, limpió la bañera y barrió los suelos. Después salió a echarle un vistazo al huerto.

Cuando llegaba a la orilla del jardín, un torrente de disparos estalló en la lejanía; procedía del bosque, inconfundible, ininterrumpido e interminable. Christine cayó de rodillas con un nudo en el estómago, y creyó que enloquecería antes de que aquello cesara. Se tapó las orejas, pero el sonido de los disparos se colaba por entre sus temblorosas manos hasta empotrársele en el cerebro. Cuando terminó por fin, la joven se desplomó, hecha un ovillo y sollozando, con la cabeza en las manos. Se quedó tendida así mucho tiempo, deseando perder el conocimiento; al cabo de una eternidad, se puso derecha.

Arrodillada en el barro, intentó pensar con lógica. «¿Por qué van a matar de un tiro a esos hombres cuando tienen métodos de exterminio tan eficaces aquí mismo? Tal vez no sea lo que me figuro. Los necesitan como mano de obra. Isaac aún vive. Tiene que estar vivo. Probablemente sólo estuvieran talando árboles y los soldados trataban de asustarlos para que trabajaran más rápido. Pero no llevaban hachas. Llevaban palas».

Volvió a oírse un intermitente tiroteo procedente del bosque. Luego el silencio. Después, seis disparos de pistola. Christine se estremeció a cada retumbante estallido, con el estómago tenso, al tiempo que nuevas lágrimas brotaban de sus ojos. Al cabo de unos minutos se limpió la cara y se pasó las manos por la cabeza. Se puso de pie y miró hacia los campos, esperando, con el mundo borroso ante su vista. El silencio era ensordecedor.

Tras lo que pareció una eternidad, los guardias salieron del bosque fumando cigarrillos, cargados con palas y metralletas. No había ningún prisionero, sólo guardias. No había ni rastro de Isaac, sólo guardias. Y entonces Christine lo supo. Supo que los habían matado a tiros, a él y a todos los demás. Isaac había muerto, con toda certeza esta vez. Y además había sabido lo que iban a hacer. Muchísimas veces Christine había pensado que lo había perdido, pero ahora se dio cuenta de lo irreversible de su muerte. De nuevo cayó al suelo; el frío barro chocó con su mejilla. El mundo se quedó en blanco.

Christine no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando recobró el conocimiento, pero al mirar más allá de los campos los guardias no se veían por ninguna parte. Apoyada en las manos y las rodillas, se puso de pie tambaleándose y se refugió en la casa, donde se quedó en la cocina, agarrada a la encimera, con la cabeza dándole vueltas. Mientras se preguntaba cómo era posible que las piernas aún la sostuvieran y los pulmones siguieran respirando, rezó para que su dolorido corazón hecho añicos la matara, para que acabara aquel intenso dolor. Echó un vistazo por la cocina e intentó pensar en modos de envenenarse, pero no se le ocurrió nada. Se figuró los afilados cuchillos que había dentro del cajón y se imaginó a sí misma abriéndose de un tajo las muñecas, aunque sabía que había formas más fáciles de morir en Dachau.

Salió de la casa y volvió dando tumbos al barracón. Allí se acostó en el duro camastro y cerró los ojos, confiando en que la mente se le apagara. Cruzó las manos sobre el pecho, contuvo el aliento y les ordenó a sus pulmones que dejaran de esforzarse por respirar. Decidió quedarse allí y no comer; con suerte, uno de los guardias le pegaría un tiro por no hacer su trabajo.

Durante el resto del día Christine estuvo tendida, inmóvil, en la litera del vacío barracón. El agotamiento mental se apoderó de ella, y un profundo aunque precario sueño protegió su mente de nuevos tormentos. Pero sólo durante breves lapsos de tiempo. Cada pocas horas se despertaba, asustada y tosiendo, e inmediatamente la certeza de que Isaac estaba muerto la asaltaba. Una ardiente ráfaga de dolor le incendiaba el rostro y el pecho, y un brutal retorcimiento de pesar le desgarraba el estómago.

Nadie fue a buscarla. Nadie fue a matarla por no presentarse a trabajar. Cuando las prisioneras volvieron aquella noche, nadie habló con ella. Ahora el barracón estaba atestado de supervivientes solas: mujeres que sabían que, casi con absoluta seguridad, eran lo único que quedaba de sus familias. Más que nunca, todas guardaban las distancias. Se movían de forma lenta y resuelta, con los ojos bajos y los huesudos hombros caídos, cada una absorta en su oscuro mundo de pena y angustia particular.

Durante toda la noche Christine durmió a ratos, intranquila. Los momentos de tristeza alternaban con sueños de la cocina de su madre, fotos en blanco y negro de su familia y sangrientas imágenes del cuerpo de Isaac yacente en el embarrado suelo del bosque. Cuando el amanecer bajó filtrándose por los travesaños del techo del barracón, Christine estaba completamente despierta; llevaba horas esperando, o así se lo parecía. Aunque no acababa de saber qué.

Las demás mujeres fueron saliendo despacio de las literas, sin decir palabra se dirigieron arrastrando los pies al exterior para el ritual matutino de pasar lista. Christine inspiró hondo y buscó fuerzas para ordenarle a su cuerpo que se incorporara. Pasó las piernas por encima del lateral del camastro y cerró los ojos, atenta por si escuchaba los insultos y los gritos de costumbre, las crueles y odiosas voces. Pero no llegaron. En lugar de eso, únicamente se oía un silencio sobrecogedor, como si de repente no hubiera nadie más en el inmenso complejo de barracones vacíos. Se imaginó sentada allí, una mujer sola en un camastro de madera, lo único vivo que quedaba en las interminables hileras de aquellos enormes e inmundos ataúdes. Entonces, bajo al principio y luego cada vez más fuerte, oyó el lejano fragor de unos tanques. En algún lugar la gente empezó a chillar. El estrepitoso retumbar se acercaba. Christine oyó gente que pasaba deprisa por delante de la puerta, y de pronto una prisionera volvió a entrar, corriendo y dando traspiés, en el barracón.

—¡Han llegado los americanos! —gritó, con los ojos desorbitados. Se acercó a toda prisa a Christine y la agarró por los hombros—. ¡Han llegado los americanos! ¡Estamos salvadas! ¡Levántate! ¡Estamos salvadas!

Antes de que Christine pudiera contestar, la mujer que chillaba salió del barracón, agitando sin cesar los huesudos brazos en el aire.

Christine se cubrió la cara con las manos. «¡Ay, Isaac! Un día más era lo único que necesitabas». Se limpió los ojos pero no encontró lágrimas; o bien estaba casi deshidratada o las había gastado todas. Se bajó de la litera y salió del barracón dando tumbos.

Una llovizna caía de las nubes grises, y las diminutas gotas ponían aristas en la superficie grasienta de los pardos charcos. Christine entornó los ojos y se abrazó, intentando dejar de tiritar. Le dolía el pecho, y con cada respiración una especie de ronquido le salía del interior de los pulmones. Los terrenos estaban llenos de prisioneras que gritaban y corrían hacia la parte delantera del campo. Christine siguió a las demás mujeres hasta la puerta principal, por donde había entrado en aquella cárcel hacía una eternidad. Miró más allá de la creciente multitud y vio dos tanques y media docena de camiones militares con estrellas blancas en las portezuelas. Una fila de hombres bloqueaba la salida. La bandera blanca de la rendición colgaba de todas las torres de vigilancia.

Los soldados norteamericanos estaban deteniendo a los Unterscharführers, Blockführers y guardias. Les quitaban las armas, los esposaban con las manos detrás de la espalda y los obligaban a entrar en las cajas descubiertas de los camiones. A la derecha de Christine, una docena de norteamericanos gritaban y apuntaban con fusiles a un grupo de casi un centenar de guardias de las SS congregados entre dos torres de vigilancia. La mayoría de los guardias miraban a su alrededor como si estuvieran perdidos, con las manos apoyadas en la cabeza en ademán de rendición y los ojos muy abiertos. El resto les echaba una mirada feroz a los norteamericanos, con el ceño fruncido y un duro gesto en la boca. Christine buscó al Lagerkommandant y a Stefan, pero no los vio. Tampoco vio a los Hauptscharführers, ni a ninguno de los otros oficiales de alta graduación que sabía que eran los que mandaban en el campo.

Un hombre que llevaba una cámara de cine observaba detenidamente el recinto, al tiempo que tomaba una lenta panorámica del gentío cada vez mayor. Otro hacía fotografías. Los demás norteamericanos estaban de pie, con las armas en la mano y la mirada clavada en los prisioneros que iban hacia ellos desde el otro lado de la valla electrificada, de piernas flacas como palillos y brazos huesudos; esqueletos vivientes con dientes, ojos y pelo. Un grupo de prisioneros se había reunido en torno a los soldados norteamericanos y los guardias de las SS cerca del pie de la torre de vigilancia; daban gritos, les chillaban a los guardias y agitaban los puños. Uno de ellos cogió una piedra y la tiró. La piedra le dio en la frente a uno de los guardias, que se tocó la cara y después se miró los dedos, con el ceño fruncido como si fuese la primera vez que veía sangre. Otro prisionero se abalanzó, le arrebató una pistola a un soldado norteamericano y le pegó un tiro en la cabeza a un guardia. Antes de que nadie pudiera detenerlo, el prisionero se llevó el arma a la sien, volvió los ojos hacia el cielo y apretó el gatillo. Las rodillas se le doblaron y, mientras se desplomaba, de su cabeza salió un chorro de sangre. El soldado norteamericano le arrancó el arma de la mano y apuntó con ella a los demás prisioneros, ordenándoles que retrocedieran. Los prisioneros obedecieron. Un oficial norteamericano con un megáfono se puso de pie en la caja de un camión.

—Somos el ejército de los Estados Unidos —gritó en alemán con mucho acento—. Hemos venido a ayudarlos. Antes de dejarlos salir hemos de valorar la situación. Tenemos que atender a los enfermos y vacunarlos contra las enfermedades. Emplearemos DDT con todos para quitarles los piojos. Hagan el favor de tener paciencia. No tengan miedo. Van a estar bien.

Los prisioneros cayeron de rodillas y alzaron los brazos al cielo dando gracias a Dios. Una mujer corrió hacia la salida, no quería permanecer allí ni un segundo más. Dos soldados la cogieron por los brazos y la sujetaron. Ella les rogó que la dejaran pasar, que hicieran el favor de dejarla salir, aunque sólo fuera dar un paso al otro lado de la verja de hierro. Varios reclusos más fueron tras ella, desesperados por escapar. Cuando los soldados sacaron las armas, los prisioneros se abrazaron, llorando. Otros vagaban entre la multitud que crecía por momentos, buscando a miembros de su familia, esperando que, por un milagro, tal vez hubieran sobrevivido. Cruzaban sin rumbo por el gentío llamando a gritos a sus seres queridos. En ocasiones corrían hacia alguien a quien creían reconocer y le ponían una mano en el hombro, sólo para desfallecer, desilusionados, cuando la persona en cuestión daba media vuelta. Al ver que una pareja de mediana edad corría a abrazarse, una oleada de dolor abrasó el pecho de Christine. Notó que se mareaba y que necesitaba sentarse.

—Mantengan la calma —dijo el oficial del megáfono—. En cuanto las vías estén arregladas enviaremos trenes para que vengan a buscarlos.

Desde donde se encontraba, Christine vio una hilera de furgones abandonados. Cuatro norteamericanos levantaron la barra de hierro del primero y tiraron de una oxidada puerta, crispando la cara del esfuerzo al abrirla hacia un lado. Al descubrir el espeluznante contenido de los trenes, los soldados se echaron atrás y se apartaron. Dos de ellos se inclinaron y vomitaron en el suelo. Dentro del furgón, en filas de cinco y seis en fondo, había cadáveres apilados como si fueran un montón de alfombras hechas jirones; pelo, manos y pies sobresalían de los extremos de cada rollo. Christine cerró los ojos.

En ese momento se oyó un grito enfurecido, y un torrente de disparos de metralleta atravesó veloz el aire. Los norteamericanos que habían acorralado al grupo de guardias junto a la torre de vigilancia habían abierto fuego. Los guardias apresados hacían muecas mientras las balas se les clavaban en la carne, y chorros de sangre les brotaban del pecho, la boca y la frente al tiempo que caían unos encima de otros en una pila de uniformes negros. Cuando cesó el tiroteo los guardias se habían quedado quietos. «Sangre y tierra», pensó Christine. «Si eso es lo que los nazis simbolizaban, han conseguido su deseo».

—¡Christine! —gritó una voz a su espalda.

La joven giró sobre los talones, con una mano puesta sobre el corazón.