En sus caminatas diarias a la casa del Lagerkommandant, Christine se dio cuenta de lo afortunada que era por estar trabajando allí. A algunas prisioneras las llevaban a trabajar en fábricas de armamento fuera del campo de concentración, o a la fábrica Bayerische Motoren Werke a montar motores de aviones. Algunas, como Hanna, trabajaban dentro del mismo campo en la sección de archivos, cocinando para las prisioneras y guardias, clasificando los montones de pertenencias de las prisioneras que llegaban u ocupando los otros centenares de puestos laborales necesarios para mantener en funcionamiento el campo de concentración. En cuanto a los hombres, la mayoría trabajaban en la construcción, a la intemperie hiciera el tiempo que hiciese, cavando, empujando carretillas, moviendo piedras o construyendo carreteras y barracones. Los guardias, ya fueran mujeres u hombres, les daban palizas a las prisioneras sin motivo y las mataban de un tiro por menos todavía. No era nada extraordinario que las prisioneras cayeran al suelo, bien porque les hubieran disparado o vencidas por el agotamiento, la inanición o la enfermedad. Pulgas, tifus, cólera y muerte eran compañeros omnipresentes. Cada noche regresaban menos mujeres a los barracones de su sector, cada día más mujeres las reemplazaban.
Noche tras noche Christine repetía la misma plegaria al regresar al barracón: que Hanna tuviera noticias de Isaac. Pero siempre era lo mismo: no había tenido oportunidad de mirar los archivos de los hombres sin que la sorprendieran. Cada vez que estaba fuera Christine buscaba a Isaac al otro lado de la alambrada que dividía el campo en dos. Al ir al trabajo y al volver, andaba lo más cerca posible de la valla. Había millares de hombres allí, alineándose, trabajando, cayéndose o marchando. Desde aquella distancia todos eran iguales: uniformes a rayas, cuerpos delgados, cabezas calvas, caras sucias.
Mientras cocinaba y limpiaba dentro de la casa del Lagerkommandant, Christine intentaba fingir que llevaba una vida normal. Era el único modo de sobrevivir a cada hora. Pero el ensueño se esfumaba cuando tenía que salir al huerto, donde el horripilante crematorio quedaba bien a la vista.
Si el Lagerkommandant se dejaba sobras en el plato, Christine se las comía. También cogía pequeños trozos de la comida que le servía, aunque él le había advertido que no sacara comida de la casa. Una vez, por la noche, a las prisioneras les daban de comer una sopa aguada hecha de verduras podridas y espeluznantes tendones de carne, junto con unos pocos gramos de pan correoso. A veces Christine volvía a tiempo para cenar, a veces no. Cuando llegaba a tiempo, siempre le daba su parte a Hanna. Y casi todos los días, cuando le parecía que podía actuar con impunidad, robaba rebanadas de pan, una corteza de queso o un pedacito de carne para dárselos a Hanna o a alguna de las otras cuando la Blockältesterin no miraba. Los únicos lugares en que podía esconderse algo eran los zapatos o la boca. El uniforme no tenía bolsillos, y debajo de él estaba desnuda.
Un día en que llevaba una corteza de pan escondida en cada mejilla, un guardia la paró al volver al barracón.
—¿Qué haces aquí fuera? —le preguntó.
Christine señaló los barracones y empezó a andar de nuevo. Él le cerró el paso y alzó el fusil.
—Halt! ¿Qué tienes en la boca?
Ella intentó masticarlo y tragárselo, pero el pan estaba demasiado seco.
—¡Escúpelo! —gritó el guardia.
Christine obedeció, a costa de casi ahogarse. El guardia le apuntó a la cabeza con el arma de fuego y Christine sintió que las entrañas se le convertían en agua.
—¡Yo no soy judía! —exclamó—. ¡Pregúntele al Lagerkommandant! ¡Él se lo dirá!
El guardia bajó el fusil, sin dejar de observarla.
—¿Vienes de la casa del Lagerkommandant?
Christine asintió con la cabeza.
—Así que tú eres esa pequeña Fräulein tan mona de la que nos habla. —Le puso una mano en el muslo y le levantó el bajo del uniforme—. ¿Sabe que estás robándole comida?
—Herr Lagerkommandant dice que tengo que informarlo si alguien toca lo que es suyo. Y se me da muy bien recordar caras.
Al oírlo, el guardia dio un paso atrás y le hizo señas de que siguiera andando. Christine se apresuró a continuar su camino con los brazos sobre la cintura, tratando de evitar que el corazón y los pulmones le estallaran, desgarrándole la delgada piel del abdomen y derramándose en un ensangrentado montón a sus pies.
Hasta entonces no habían bombardeado Dachau. El sordo ruido de las bombas se oía casi cada noche, pero lejos. Christine se preguntaba cuánto tiempo tardarían los aliados en atacar la cercana fábrica de armamento o la fábrica donde hacían piezas de aviones. Porque entonces el campo de concentración sería lo siguiente.
Llevaba cinco semanas encarcelada en Dachau cuando se encontró al Lagerkommandant borracho en la mesa de comedor. Al entrar con una fuente de Ente mit Sauerkraut auf Nürnberg Art, pato al estilo de Nuremberg con col fermentada, manzanas y uvas, él ya estaba sentado allí, con una botella de coñac en una mano y una copa en la otra. El Lagerkommandant le había llevado las uvas, el pato y el coñac al volver de Berlín, y Christine se temió que fuera una prueba para ver si sabía prepararlo. Ahora el oficial estaba demasiado ebrio como para darse cuenta de que se había pasado horas dejándolo perfecto. Cuando la vio, alzó la copa en el aire.
—¡A la salud de Hitler! —exclamó—. ¡Ojalá nos sobreviva a todos!
Tenía los ojos cargados e inyectados en sangre, y los labios húmedos. Echó atrás la cabeza, vació la copa y la puso en la mesa dando un golpe. Después cogió el coñac con mano temblorosa y volvió a llenársela. Christine colocó la fuente de servir sobre la mesa y alargó la mano para coger el plato del oficial.
—Deje que le prepare el plato, Herr Lagerkommandant —le dijo—. Debería comer algo.
Utilizando las pinzas de plata, depositó una pechuga de pato perfectamente dorada sobre la insignia de las SS, en el centro de la porcelana, y a continuación le echó unas cuantas cucharadas de la mezcla de manzanas y uva por encima. Cuando fue a coger la col fermentada, él le rozó la muñeca y Christine se sobresaltó.
—Tómese una copa conmigo, «Chrishtine» —le dijo. Se le trababan las palabras.
Para alivio de ella, el Lagerkommandant le quitó la mano del brazo y fue a coger la copa de vino vacía, pero la tumbó.
—¡Joder!
Con el corazón palpitante, Christine enderezó la copa y puso la cena delante del oficial. Luego retrocedió un paso y esperó. El Lagerkommandant apartó el plato y cogió la copa del agua. Se la bebió, dejando que le corriera por el mentón, y volvió a llenar la copa, esta vez con coñac.
—Tome —le dijo a Christine, ofreciéndosela—. Siéntese.
—Nein danke, Herr Lagerkommandant. Si no necesita otra cosa ahora mismo, tengo trabajo que hacer en la cocina.
—Bitte —insistió él—. Siéntese conmigo, sólo un ratito.
—No creo que sea buena idea, Herr Lagerkommandant.
—Y yo creo que debería usted hacer lo que le digo, «Chrishtine». Tengo en mis manos poder para decidir sobre la vida y la muerte, ¿lo recuerda?
Christine apartó una silla de la mesa y obedeció, con las manos cruzadas en el regazo.
—Danke —dijo él—. No es tan terrible, ¿verdad? —Parpadeó varias veces, como si estuviera quedándose dormido, y después tomó otro trago de coñac—. Perdone. Sólo quiero hablar.
—Ja, Herr Lagerkommandant.
Muy a su pesar, a Christine se le hizo la boca agua al clavar la mirada en el crujiente pato cubierto de salsa color castaño y brillantes mitades de uvas moradas.
—Ja, essen! —La animó el oficial, señalando hacia la comida—. No tenga miedo.
Cogió el plato, lo puso delante de Christine y, torpemente, empujó con sus gruesos dedos el cuchillo y el tenedor por el mantel hacia ella. Christine no movió las manos, poco dispuesta a compartir mesa con su carcelero. El Lagerkommandant no pareció darse cuenta; en lugar de eso se repantigó bien en la silla, mientras el coñac chapoteaba en la copa y se le derramaba por los dedos.
—Han fracasado —dijo.
—Perdone, Herr Lagerkommandant —contestó Christine—. No sé a qué se refiere.
—¡Stauffenburg, Haeften, Olbricht y Mertz! —gritó el oficial. La cara se le encendió—. ¡Oficiales superiores, todos! ¡Y sin embargo hicieron una chapuza de plan! ¡Deberían haber hecho una bomba tan grande como para volar una casa! ¡Eso habría matado al malnacido!
—¿Matado a quién, Herr Lagerkommandant?
—¡A Hitler! ¡Y no es la primera vez que se intentaba!
La respiración de Christine se le enganchó en la garganta. «¿Los propios hombres de Hitler estaban tratando de matarlo?», pensó, perpleja y entusiasmada al mismo tiempo. «¿Estaría terminándose por fin la pesadilla?».
—¿Lo intentarán de nuevo? —preguntó.
—Nein —respondió él, meneando la cabeza—. Hitler ha mandado ejecutarlos. Puestos en fila y fusilados.
Christine dejó caer los hombros. El Lagerkommandant echó otro trago.
—¿Entiende? Eso es lo que he intentado decirle a usted todo este tiempo: nadie está seguro. Han detenido a las familias enteras de los oficiales implicados, incluidas esposas embarazadas y niños pequeños. —Se echó atrás en la silla, como si estuviera agotado. Tras cavilar en silencio unos instantes dio un suspiro—. ¿Le he contado alguna vez cómo llegué hasta aquí?
—Nein, Herr Lagerkommandant.
Él la miró con ojos llorosos.
—Me afilié al Partido Nazi en 1933, pero me expulsaron por criticar sus métodos. Cinco años después la Gestapo me detuvo y me enviaron a un campo de trabajos forzados.
Christine abrió mucho los ojos, y el Lagerkommandant meneó la cabeza como si estuviera igual de sorprendido.
—Ja! ¡Me detuvieron! ¿Puede creérselo? ¡Y ahora mando yo!
Christine fue a coger la jarra del agua.
—¿Puedo? —le preguntó, con la garganta repentinamente seca.
—Ja, ja. Pero si no va a beberse usted esto… —Se terminó el último trago de licor que había en la copa, cerrando fuerte los ojos al tragar, y luego alargó la mano para coger el coñac que le había servido a ella—. En 1940 presenté una nueva solicitud a las SS con el fin de infiltrarme en el Tercer Reich para reunir información. ¿Sabe usted por qué?
—Nein, Herr Lagerkommandant.
—Porque el obispo de Stuttgart me dijo que en Hadamar y en Grafeneck estaban matando a pacientes con enfermedades mentales. En 1941 mi propia hermana murió en misteriosas circunstancias en Hadamar. Después de eso me decidí a averiguar la verdad. —Dio un manotazo en la mesa—. ¡Ni siquiera me hicieron preguntas sobre mi pasado! En 1941 ingresé en las Waffen-SS. Después me dieron la misión de introducir el Zyklon-B en los campos de concentración de Polonia.
Ella dejó su copa y miró al oficial.
—¿Hay más campos? ¿Campos como este?
—Ja! Ja! —contestó él, asintiendo con energía—. ¡Auschwitz! ¡Treblinka! ¡Buchenwald! ¡Ravensbrück! ¡Mauthausen! Podría seguir sin parar. Auschwitz es el peor. Aunque no todos son campos de exterminio. No todos emplean gas. Los nazis decían que los judíos estaban recibiendo Sonderbehandlung, o «tratamiento especial», que es como los nazis llaman en clave al asesinato. Me quedé espantado y asqueado, pero me he obligado a mirar para contárselo al mundo.
Christine se echó atrás en la silla. Ya no tenía hambre, el lugar de esta sensación lo ocupaba ahora algo duro e infame.
—¿A qué espera usted?
—Se lo he contado a la gente —respondió el Lagerkommandant—. He arriesgado la vida para avisar a todo el mundo de lo que están haciendo los nazis. Se lo he dicho al agregado de prensa de la Legación suiza en Berlín y al coadjutor del obispo católico de Berlín. Se lo he dicho a varios médicos y al movimiento clandestino de resistencia holandés. Pero no ha pasado nada. Esta misma mañana, en el tren de vuelta, me encontré con el secretario de la Legación suiza en Berlín. Estuvimos hablando horas. Le rogué que informara a su Gobierno sobre estas atrocidades.
Christine permaneció en silencio, tratando de decidir si el Lagerkommandant decía la verdad; tratando de decidir si la dolorida expresión de su rostro era de pesar o de culpabilidad.
—No creo que me creyera —continuó el oficial—. Rompí a sollozar como un niño delante de aquel hombre. Le supliqué que se lo hiciera saber a los aliados. Él no paraba de decirme que bajara la voz. Estoy seguro de que piensa que estoy loco. —Cerró los ojos, mientras la copa vacía se bamboleaba a un lado en su mano—. No sé qué más hacer.
Christine clavó la mirada en la copa que estaba sobre el mantel de lino; los minúsculos puntos de luz procedentes de la araña que colgaba encima de la mesa se reflejaban en el cristal. Pensó en lo que aquella escena le parecería a un extraño: ella sentada con un oficial de las SS, vestida con su uniforme sucio, con la cabeza rapada y las delgadas piernas cubiertas de barro seco y mugre, en aquella habitación llena de objetos caros, alfombras persas y muebles de cerezo, y con un plato de pato delante, en la mesa. Se sentía como si se hubiera vuelto loca.
—¿Me permite retirarme, Herr Lagerkommandant? —preguntó con un hilo de voz.
Él no respondió. Christine se puso de pie y fue a cogerle la copa que tenía en la mano, pero en ese momento él se echó hacia delante y le agarró la muñeca.
—¡Estoy contándole esto por algo! —exclamó, con las venas de la frente abultadas—. ¡Bitte, siéntese! ¡Déjeme desahogarme!
Christine obedeció, sentándose al borde de la silla, y él la soltó. Luego inspiró hondo y se alisó la pechera del uniforme.
—¿Me escuchará al menos? Bitte?
—Ja, Herr Lagerkommandant.
—Si sobrevive a esto, también será usted un testigo. Cuénteles que no todo el mundo estaba de acuerdo con lo que se hacía aquí. Aquí hay hombres a quienes el mal que los rodea ha transformado. El mal les ha labrado el corazón hasta dejar al descubierto la tierra podrida de sus almas. Pero, por otro lado, tengo guardias que me piden el traslado al frente ruso, donde saben que morirán, pero lo prefieren antes que contribuir a la locura que reina dentro de estos muros. —Se llevó las palmas de las manos a las sienes, como si sus pensamientos ya estuvieran haciéndole perder la razón—. Es asombroso lo que algunos están dispuestos a hacer solo para seguir vivos. Tengo prisioneros dispuestos a salvarse metiendo los cuerpos muertos de sus compañeros judíos en los hornos.
A Christine le entraron ganas de escapar a la cocina. El Lagerkommandant la miró: un hombre condenado a vivir un infierno, cuyo rostro le suplicaba que lo comprendiera. Antes Christine había puesto en la mesa una botella de vino tinto abierta, sin saber que él tenía el propósito de beberse el coñac. Ahora el oficial alargó la mano para coger la botella, con las mejillas y la frente color carmesí, y se llenó la copa.
—A algunos de los que cometen estos perversos crímenes, y a quienes permitimos que esto ocurra, los violentos giros de la guerra nos impiden ver la realidad de lo que hacemos. —Dejó la botella y se bebió el vino de la copa—. Será después, cuando esta guerra haya terminado y regresemos, cuando nos sentemos a comer en nuestras confortables casas, o después de haberles dado las buenas noches a nuestras esposas con un beso, será entonces, digo, cuando la noche nos dé pavor. Sabemos qué visiones se alzarán desde las profundidades de nuestras mentes culpables. Eso nos acosará hasta el fin de nuestros días, y sin duda pasaremos la eternidad al lado de Hitler en el infierno. Toda Alemania pagará por nuestros pecados. Ya lo verá usted. Y, sin embargo, las acciones brutales sólo se convierten en crímenes de guerra si las ha cometido el bando perdedor.
Christine lo miraba fijamente, estupefacta. Él volvió a llenarse la copa y suspiró.
—Bueno. Ya he dicho lo que pienso. —Señaló hacia el plato de comida que seguía delante de ella—. Debe usted comer.
—Yo… prefiero no hacerlo.
—Como quiera. Entonces cómaselo luego. En la cocina.
Christine se levantó.
El Lagerkommandant se puso de pie, tambaleándose y encorvado como un viejo. Al verlo dar un tumbo, Christine lo tomó del brazo, lo ayudó a sentarse de nuevo y cogió la copa de vino.
—Me parece que ya no bebo como antes —comentó él.
—Se ha bebido usted la botella entera de coñac, Herr Lagerkommandant.
El oficial miró la mesa con los ojos extraviados.
—Sí que es verdad —convino—. Tráigame un cigarro, ¿quiere?
Christine fue al aparador, abrió el humidificador de madera, cogió un puro y se lo puso al Lagerkommandant en la mano. Después fue a por las cerillas y se lo encendió. Un humo maloliente invadió la habitación. Él la observó mientras quitaba la mesa con los párpados entornados. La tercera vez que Christine volvió de la cocina para recoger las copas y los cubiertos de plata, estaba medio dormido en la silla. La joven cogió el puro y lo apagó en un cenicero. En ese momento él la sorprendió cuando empezó a hablar.
—¿Quiere hacer una cosa por mí?
—¿De qué se trata, Herr Lagerkommandant?
—Si algo me ocurriera, ¿me promete que se acordará de mi nombre? ¿Les contará a todos que intenté detener esto?
Tras pensar un momento, Christine decidió arriesgarse.
—Lo haré si usted hace otra cosa por mí.
—¿De qué se trata?
—El hombre que amo está aquí. Averigüe dónde está Isaac Bauerman y, si aún vive, prométame que seguirá vivo.
El Lagerkommandant dio un suspiro.
—No es tan sencillo. No puedo buscar así sin más a determinado prisionero sin levantar sospechas. Los demás oficiales sólo esperan que cometa un desliz para deshacerse de mí. El anterior Lagerkommandant montaba juergas en esta casa. Les proporcionaba licor y prostitutas y dejaba que hicieran lo que les diera la gana con la mujer a quien usted sustituyó. A la predecesora de esta la mataron.
Christine sintió que la sangre se le escapaba de la cara. Si algo le ocurría al Lagerkommandant, ¿qué sería de ella? De repente le pareció como si tuviera que elegir entre la vida de Isaac y la suya.
—Pero es que tengo que saber si está bien —replicó, con voz entrecortada.
—Aunque lograra averiguar que sigue vivo sin despertar sospechas, no podría hacer nada para que siguiera así.
Finalmente, Christine perdió la noción del tiempo que pasaba. Cada largo día se difuminaba en el siguiente, y un tardío veranillo de San Martín se transformó en un frío otoño. Christine había limpiado el huerto y se ocupaba de una segunda siembra de lechugas, acelgas y guisantes. El huerto prosperaba, y el Lagerkommandant le dijo que los otros oficiales estaban contentos.
Mientras trabajaba en el exterior Christine procuraba no mirar el crematorio. Siempre miraba una sola vez, al salir pero después juró no volver a hacerlo. Lo que la hacía mirar era una tonta esperanza… la esperanza de ver algún día un espacio vacío donde antes estaba la fila de personas. Pero a cada día que pasaba la procesión de víctimas se volvía más larga y más ancha.
Al menos veía el sigiloso avance del tiempo que llevaba encarcelada en el espejo situado sobre el lavabo del Lagerkommandant. Cada vez que se miraba tenía los pómulos más pronunciados y las ojeras más oscuras. Empezaron a caérsele las cejas y las pestañas, y su piel palideció hasta adoptar un terroso tono gris ceniciento. Christine lo sentía en el cuerpo también, en los brazos cada vez más débiles, en el dolor de las caderas y las rodillas, en el temblor de los músculos al desaparecer y en las llagas en carne viva de sus pies.
Para colmo de males no había noticias de Isaac, ni por parte de Hanna ni del Lagerkommandant.
Ahora los largos días otoñales habían enfriado mucho, y Christine ya había cosechado las últimas patatas, las había amontonado en cajones y las había llevado a la bodega. Fuera del campo de concentración, más allá de los rollos de alambre de espino y las altas vallas, al otro lado de los campos que se extendían hacia el lindero del bosque, ya no quedaban hojas en los árboles. El sol, alto y lejano, brillaba en un cielo de un azul radiante y glacial. De noche hacía muchísimo frío, y las mujeres tiritaban en las literas. Christine le temía al invierno venidero.
La primera helada grande llegó a altas horas de una larga noche, y acabó con lo que quedaba del huerto. La mañana siguiente amaneció luminosa y con un viento fuerte y racheado. Arrodillada en el suelo y tiritando, Christine se afanaba deprisa en arrancar las marchitas tomateras. Las hojas estaban negras y muertas, y la tarea de sacarlas de un tirón de la empapada tierra la entristecía; le parecía una señal, un espantoso augurio de que Isaac estaba muerto. Cuando arrancaba la última larga rama, de pronto aquella idea la abrumó. Detuvo su trabajo y dejó caer la cabeza.
En ese momento algo duro le dio en mitad de la espalda. Christine se puso derecha y, entornando los ojos para protegerse del viento, se volvió a mirar. Allí no había nadie. Pero de nuevo volvió a sentirlo. Dio un respingo y oyó el golpe sordo de algo que caía en la tierra. En el suelo, delante de ella, había una piedrecita, como un huevo redondo y pardo acomodado en el barro. Christine se puso de pie y miró a su alrededor.
A un centenar de metros de distancia, del otro lado de la alambrada, un grupo de hombres había empezado a trabajar acarreando tablones y empujando carretillas. Uno de ellos, solo, se encontraba de pie junto a la valla y la miraba. Como todos los demás prisioneros estaba flaco, sucísimo y calvo. Al principio Christine no supo muy bien qué pensar de él. Entonces el hombre le sonrió y le hizo un rápido saludo con la mano, y por un instante ella creyó que iba a desplomarse. Era Isaac. Se llevó como un rayo las manos a la boca y, en silencio, gritó su nombre, con el cuerpo muriéndose de ganas de acercarse corriendo a él, de alargar la mano a través de la alambrada y acariciarle la cara. Pero se limitó a alzar fugazmente la mano y enseguida la bajó de nuevo, consciente de que los guardias podían estar mirando.
Isaac volvió al trabajo con los demás. Levantaban una especie de construcción cerca de la parte posterior del complejo de los hombres. Se inclinó para aserrar un tablón por la mitad, lanzándole miradas cada pocos segundos. Christine se secó las manos en el uniforme y, con las piernas temblando, fue hasta la orilla del cercado que rodeaba la casa. Una vez allí, se arrodilló y fingió arrancar las malas hierbas que crecían al borde de la valla. Con los hombres había dos guardias, pero estaban fumando cigarrillos y tratando de mantenerse abrigados, de espaldas al riguroso viento y con los cuellos de las guerreras levantados. También les daban la espalda a ella y a los prisioneros.
Christine se puso de pie, entró en la casa, corrió a la cocina y se quitó los zapatos. Metió una rebanada de pan en uno y una cuña de queso en el otro, y fue con ellos al porche delantero. Salió al jardín y se quedó junto a la puerta principal, pendiente de los guardias. El corazón le chocaba fuerte contra el pecho. Durante una fracción de segundo el mundo se puso a dar vueltas delante de ella, como si acabara de bajarse de un vertiginoso tiovivo y aún estuviera mareada. Inspiró hondo y soltó el aire despacio. Ahora los guardias encendían un fuego dentro de un barril y se concentraban en colocarse delante de las llamas para protegerlas del viento con el cuerpo. Christine cogió los zapatos en una mano, preparada para dejarlos en el suelo y volver a ponérselos en cualquier momento, abrió la puerta y, lo más deprisa que pudo sin llegar a correr, se dirigió hacia la alambrada interior, lanzando rápidas miradas a Isaac y los guardias arrimados al barril.
Al verla acercarse, Isaac meneó la cabeza de un lado a otro. Christine no hizo caso de su advertencia. Se señaló los zapatos, luego lo señaló a él y, por último, le indicó con un gesto que se acercara más a la valla. Isaac les echó una ojeada a los guardias, tratando de decidirse, y luego, vacilante, dio varios pasos hacia Christine con un madero en la mano. Christine estaba a metro y medio de la valla, y apenas los separaban tres metros. Desde aquella distancia vio el color entre grisáceo y amarillento de la piel de Isaac, los rasguños y cardenales que tenía en la cara y las manos, las manchas de su uniforme. Pero al joven le brillaban los ojos, y tenía una sonrisa radiante. Los otros prisioneros la vieron también, pero siguieron con su tarea, procurando no llamar la atención. Si los guardias se enfadaban, lo pagarían todos.
Christine sintió que un estremecimiento de emoción le invadía el cuerpo. Tras meter el pan y el queso por entre el alambre, dio media vuelta con los zapatos bien pegados al pecho. Mientras volvía hacia la casa miró por encima del hombro y vio que Isaac soltaba en el suelo el tablón, se inclinaba y recogía la comida con él. Luego le dio un bocado al queso y se introdujo el resto en la caña de las botas. Después volvió al trabajo mientras los guardias, ajenos a lo ocurrido, se calentaban las manos sobre el fuego. Christine regresó al huerto y siguió arrancando sin prisas el resto de las plantas muertas. Se miraron hasta que ella tuvo que entrar a preparar el Mittagessen del Lagerkommandant. Christine se pasó el resto de la tarde echando ojeadas por la ventana mientras trabajaba y buscando motivos para ir afuera.
Cuando Christine se marchó aquella noche, los hombres ya no estaban, habían vuelto a los barracones a dormir. No veía el momento de regresar también para contarle a Hanna que Isaac estaba vivo, pero cuando llegó Hanna no estaba por ninguna parte. Christine se subió en el borde de la litera para preguntarles a las mujeres del camastro de arriba, una de las cuales trabajaba en la sección de archivos, si sabían algo.
—¿Sabéis dónde está Hanna?
—Nein —contestó la de los archivos.
—¿Tú no has visto nada? —le preguntó Christine.
—Tú eres la puta del Lagerkommandant —respondió la mujer en tono tenso—. ¿Por qué no le preguntas a él?
Christine sintió que los colores le subían a la cara.
—Yo no soy… Yo sólo trabajo allí. Yo…
La mujer se le acercó más, y el acre hedor de la caries invadió la nariz de Christine.
—El Blockschreiber la sacó a rastras del edificio. La sorprendió hojeando los expedientes de los prisioneros.
A Christine se le olvidó cómo se respiraba. Tardó unos instantes en poder hablar.
—¿Hay algún modo de que averigües lo que le ha ocurrido?
—Nein —contestó la mujer—. Déjame en paz.
Sin poder reaccionar, Christine bajó y se metió en su camastro, con el frío y vacío sitio de Hanna a su lado.
Al día siguiente, Christine llevó los huevos escalfados del Lagerkommandant al comedor, mientras procuraba elegir bien las palabras. Entre la euforia de encontrar a Isaac vivo y la culpabilidad por el incierto destino de Hanna, no había dormido nada. Ahora no se creía capaz de realizar ni la más pequeña tarea, y menos aún, de intentar pedirle ayuda al Lagerkommandant. Si lo hacía enfadar como la primera vez que le había pedido que localizara a Isaac, la conversación habría terminado. Pero de aquello hacía ya meses, la relación entre ellos había cambiado, ¿no?
El oficial estaba sentado a la mesa del desayuno, mirando el periódico por encima de las gafas. El sol matinal dejaba rectángulos de luz en el mantel e iluminaba el vapor que salía del café y el humo del cigarro, haciendo que parecieran finas telarañas suspendidas en el aire.
—Una amiga mía desapareció ayer, Herr Lagerkommandant —le dijo.
El Lagerkommandant no apartó la vista del periódico.
—Ja —respondió, moviendo la cabeza arriba y abajo mientras echaba una ojeada a los titulares.
—Ojalá supiera lo que le ha pasado.
El Lagerkommandant volvió a subirse las gafas por la nariz y alzó la mirada con gesto severo.
—Si no la ha visto usted, dudo de que vaya a verla.
—Perdone, Herr Lagerkommandant, pero eso no es del todo cierto. Ayer mismo vi a Isaac. Después de todo este tiempo, está vivo.
—Vaya. Conque ahora ya lo sabe. Estupendo.
—Pero Hanna tal vez esté viva en algún sitio también.
El Lagerkommandant meneó la cabeza y suspiró, irritado.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí?
—No estoy segura, Herr Lagerkommandant —contestó Christine—. Varios meses.
—¿Y alguna vez ha sabido que vuelva alguien que haya desaparecido en este lugar olvidado de Dios?
—Nein, Herr Lagerkommandant. —Christine bajó la mirada, sabiendo que tenía que preguntarle una cosa más. Carraspeó y prosiguió—. Isaac está trabajando en la nueva obra al otro lado de la valla.
El Lagerkommandant soltó el periódico y se quitó las gafas. Luego se frotó los ojos y la miró esperando, con la boca apretada y convertida en una raya.
—Esperaba que pudiera dársele un trabajo distinto. En una fábrica quizá, o en la cocina, en algún sitio a resguardo de la humedad y el frío. Es muy listo, aprende rápido, y…
El Lagerkommandant estampó las dos manos en la mesa. El golpe sacudió los cubiertos de plata e hizo que Christine se sobresaltase. Luego se puso en pie volcando la silla.
—¡Una palabra más —exclamó, con la voz temblándole de cólera—, y habrá terminado usted aquí! ¡Se lo he dicho una vez y no pienso volver a decírselo! ¡No tengo intención de ponerme en peligro por nadie, y menos aún por alguien que no ha tenido la suficiente inteligencia como para no meterse en líos para empezar! Si vuelve a decirme algo más sobre usted y sus amigos, eso me dará motivo para demostrarles a los demás oficiales que soy un nazi leal. ¡Mandaré que los cuelguen a ustedes tres junto a las puertas de entrada! ¿Ha entendido?
—Ja, Herr Lagerkommandant —contestó Christine, al tiempo que daba un paso hacia atrás—. Perdone, Herr Lagerkommandant.
El Lagerkommandant echó mano a su gorra que estaba sobre la mesa, cogió de un tirón la guerrera del uniforme, que seguía colgada en el respaldo de la derribada silla, y salió de la habitación. Christine se quedó inmóvil un buen rato, con la mirada clavada en la mesa del desayuno llena de sol, mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Luego enderezó la silla, quitó la mesa y volvió al trabajo.
Durante las dos semanas siguientes Christine vio a Isaac trabajando en la obra todos los días. Los guardias destinados a vigilar a los prisioneros estaban casi siempre distraídos. Si hacía frío, se inclinaban sobre un fuego encendido en un barril; si templaba un poco, jugaban a las cartas. Cuando no miraban Christine le lanzaba patatas por encima de la valla o se acercaba lo bastante como para meter más pan o queso entre los alambres. No hablaban, pero ver a Isaac vivo reforzaba su voluntad de sobrevivir. Luego, tras dos cortas semanas, la obra se terminó y los hombres no volvieron.
Para entonces el cortante viento lanzaba nieve seca, y unas cenicientas nubes bajas cruzaban veloces el sombrío cielo invernal. Al cabo de un mes un manto blanco cubrió los campos y el mundo pareció quedarse a la espera, en un silencio expectante y sosegado. El retumbar y el resoplar de los trenes resonaban en las colinas aisladas por la nieve, amplificados por el frío y por la calma como si lo transmitieran un millar de altavoces. A medida que los trenes se acercaban más y más a las puertas de Dachau, cada potente y pesado resuello de las máquinas al reducir la marcha le parecía a Christine el último aliento moribundo de la humanidad.
Durante todos los largos meses de frío, Christine no se rindió. Al menos el trabajo en la casa del Lagerkommandant le salvaba la vida. La comida extra y el calor de la casa cambiaba mucho la cosa. Además se lavaba las llagas de los pies y usaba el servicio, con lo que no tenía que meterse por las asquerosas zanjas donde las otras prisioneras se veían obligadas a hacer sus necesidades. En consecuencia, se libró de los estragos de la disentería que se propagaba por el campo de concentración. Aun así, las noches las pasaba en el helado barracón, y antes de finales del invierno una tos cavernosa se le había instalado en lo hondo del pecho. La nariz parecía moquearle constantemente, y estaba agotada debido a la falta de sueño. Pero no se encontraba próxima a la muerte como tantísimas otras. De la mayoría de las mujeres que ocupaban el barracón la noche de su llegada ya no había ni rastro.
Seguía buscando a Isaac todos los días, y creyó verlo unas cuantas veces en un hombre que tenía su misma forma de andar o echaba un vistazo hacia donde ella estaba. Y, aunque no estaba segura, aquello la hacía sentirse fuerte y le daba valor para sobrevivir un día más.