Una rápida llamada a la puerta precedió a la Blockführerin, que había acudido para llevar a Christine al barracón. A pesar del miedo Christine se sorprendió al ver el impecable cutis de aquella mujer y su pelo perfectamente peinado bajo la gorra de plato. Era tan guapa que podría ser modelo o actriz. ¿Qué diablos hacía en un lugar como aquel? Pero su belleza se desvaneció cuando frunció el entrecejo, agarró a Christine por el brazo y la sacó a rastras hasta la noche.
Christine no tenía ni idea de qué hora era, aunque el hedor a carne quemada seguía impregnando el aire. Alzó la mirada hacia el cielo sin estrellas y se preguntó cómo Dios podía contemplar aquella atrocidad y permitir que continuara. En la negra noche una luna gris parecía marcar su silueta con una línea de rescoldos como si el mundo entero estuviese ardiendo. Con paso rápido, la Blockführerin condujo a Christine por delante de unas largas filas de sombríos barracones, sin mirar atrás más que para asegurarse de que la seguía. Christine oyó el martilleo de los pistones y las chirriantes ruedas de hierro de un tren que llegaba, y también los fugaces violines de un vals lejano y burlón. Cuando llegaron al último barracón sin ventanas, la Blockführerin abrió con llave la puerta, metió a Christine dentro de un empujón y la arrojó a aquel espacio oscuro como boca de lobo.
Christine tropezó y estuvo a punto de caerse antes de recobrar el equilibrio. El hedor a excrementos, vómito y orina le daba arcadas y la hacía toser. Se tambaleó hacia atrás y se puso con fuerza una mano en la boca; entonces sintió unas manos en la cara, el cuello, los brazos, las piernas, que buscaban a tientas, que registraban, que palpaban. Se quedó de pie, paralizada y ciega, esperando a ver qué sucedía. Unas roncas voces femeninas salieron de la oscuridad. Unos flacos y helados dedos agarraron los suyos, tirando de ella hacia delante.
—No pasa nada —dijo una voz áspera—. No tengas miedo, no vamos a hacerte daño.
—No hay mucho sitio —añadió otra voz—. Pero te haremos un hueco.
Poco a poco los ojos de Christine se adaptaron a la oscuridad. Entonces distinguió cabezas calvas que flotaban por encima y por debajo de ella, centenares de pares de ojos que miraban hacia donde ella se encontraba. El barracón estaba atestado de mujeres y muchachas, tendidas juntas en unas literas de madera de tres y cuatro alturas. Apenas con cincuenta y cinco centímetros de separación entre las tablas, las literas parecían más bien estanterías que camas, y las mujeres se amontonaban en ellas como si fueran leña apilada.
Una mano condujo a Christine hacia uno de aquellos estantes y luego tiró con suavidad para guiarla hacia dentro. A oscuras, Christine fue a tientas, rozando sin querer cabezas calvas y esqueléticas costillas, brazos consumidos y flacas piernas. Al fin se metió y se tendió boca arriba con los brazos doblados sobre el pecho, encajada entre dos mujeres que eran todo huesos. Durante unos minutos se oyó un murmullo de voces por todas partes, susurros muy bajos en alemán, polaco, húngaro, ruso y francés. Después se hizo el silencio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó una voz en la oscuridad.
—Christine Bölz.
—¿Eres judía?
—Nein. Encontraron a mi novio judío escondido en mi desván.
—¿Le pegaron un tiro? —preguntó alguien con entusiasmo.
—Claro que sí —contestó otra.
—Nein, ¡seguro que lo colgaron por el cuello! —exclamó la voz entusiasmada—. ¡O le cortaron el pescuezo!
Christine cerró los ojos muy fuerte. «¡Todas se han vuelto locas!».
—¿Y bien? —insistió la voz entusiasta—. ¿Ha muerto?
—Nein —contestó Christine. Le ardía la garganta—. Ha venido en el tren aquí conmigo.
—Jamás volverás a verlo —afirmó la misma voz.
—No le hagas caso —susurró la mujer que estaba junto a Christine.
Christine miró hacia la voz intentando distinguir los rasgos de una cara. Era inútil. Estaba demasiado oscuro.
—¿Hay alguna forma de enterarme de dónde está?
Nadie contestó.
Christine se quedó inmóvil, mirando a la oscuridad y escuchando. Sólo se oían toses, cuchicheos entre dientes, sorbetones y llantos en voz baja. Cada respiración estaba aderezada con el amargo aroma de la muerte. Con creciente alarma, Christine empezó a darse cuenta de que tan sólo en la vasta oscuridad de aquel edificio había centenares de mujeres. Y en aquella parte del campo había innumerables edificios iguales que aquel.
—¿Conoce alguien a una mujer llamada Nina Bauerman? —preguntó—. ¿O a su hija Gabriella?
—¿Cuándo llegaron? —respondió alguien.
—El otoño pasado —contestó Christine.
—¿Judías?
—Ja —respondió Christine.
—Yo llevo aquí año y medio —intervino una voz nueva—. Algunas judías se reúnen en la parte de atrás del barracón para rezar el kadish, y yo me acuerdo de una mujer llamada Nina Bauerman. La mandaron al campo de cuarentena hace unos meses. Tifus.
—¿Estaba su hija con ella? —Christine preguntó.
—¿De qué edad?
—Doce años.
—No la encontrarás —aseguró la primera mujer que había hablado—. Ni a su madre.
Christine cerró los ojos anegados en llanto, tratando de que no le llegaran los sonidos del sufrimiento humano. Le costaba respirar y le parecía estar atrapada en un enorme ataúd negro, rodeada por todas partes de muertas y moribundas. Cada golpetazo de su corazón hacía que su cabeza palpitara contra la dura madera que tenía bajo el cráneo. Rezó para que el agotamiento se adueñara de su mente y la liberara en el sueño. Horas después se durmió por fin, aunque intranquila, oscilando entre feroces pesadillas y sueños en los que se veía en su casa. A veces tenía la sensación de que flotaba, y a ratos perdía el conocimiento, sin saber muy bien dónde terminaban los sueños y comenzaban otras pesadillas, demasiado verdaderas.
A la mañana siguiente el amanecer hizo realidad sus peores temores. Cuando abrió los ojos se topó con la visión de una muerta junto a ella, tendida de costado, con la piel del cráneo estirada y tensa sobre el rostro. La boca de la mujer colgaba abierta, en las encías sólo le quedaban cuatro dientes con caries. Tenía los brazos delgados como palillos de tambor y doblados bajo la cabeza a guisa de almohada, sus rodillas eran como nudos enormes en unos larguiruchos árboles jóvenes. De repente sus labios aspiraron un entrecortado aliento y la mujer comenzó a moverse. Christine se apresuró a escapar de la litera.
Las demás fueron saliendo muy lentamente de las repisas de madera, resollando con dificultad, tosiendo o gimiendo. Christine no reconoció a nadie del tren. Casi todas estaban calvas, y otras tenían el pelo corto y desigual. Varias estaban desnudas salvo por los zapatos. Unas cuantas se acercaron a Christine para sonreírle o cogerle la mano; las demás se limitaban a pasar por su lado con la expresión conmocionada y vaga de las dementes. Repartidas por todo el enorme edificio había un puñado de mujeres que no se levantaban. Otras, amigas y hermanas, madres e hijas, estaban junto a ellas llorando y suplicándoles que no abandonaran, que no se dieran por vencidas, que no se murieran.
Mientras las prisioneras salían del edificio, una mujer que estaba detrás de Christine se le acercó y empezó a hablarle.
—Estás a salvo por ahora —le dijo—. Pero dentro de unos meses estarás tan flaca como nosotras. Entonces tendrás que tener cuidado. Cuando los de las SS hacen la Selektion, a la hora de pasar lista por la mañana viene el médico para echar a las débiles y a las enfermas. Se pasea por las filas apuntando números, y si el tuyo se anota, ¡a los hornos que vas!
Christine reconoció la voz de la mujer: era la que había dicho que no vería más a Isaac. Se volvió a mirarla. Era baja pero de aspecto duro, y su cara y su cuerpo estaban algo más redondeados que los del resto de las prisioneras. La cabeza y un brazo se le se movían con un gesto nervioso al andar, y tenía los ojos enrojecidos y con costras.
Las mujeres se alinearon para el acto de pasar lista. El aire matinal era helado, y los pies descalzos y los zapatos se les quedaban metidos en el barro. Un Rapportführer, un miembro de las SS encargado de coordinar a las jefas de barracón, caminaba de acá para allá delante de ellas, gritando:
—¡Derechas! ¡La vista al frente! ¡Enderezad esa fila!
Delante de Christine una mujer mayor tenía problemas para mantenerse en pie; los delgados brazos le colgaban inútiles mientras se tambaleaba de un lado a otro. Un guardia la sacó de la formación, la arrodilló a empujones, le puso la pistola en la cabeza y apretó el gatillo. La mujer cayó de cara en el barro, y el bajo del uniforme se le subió hasta dejar al descubierto sus blancas nalgas. Christine se sobresaltó y se tapó la boca con la mano, pero las demás ni se inmutaron. «Ach Gott! ¡Están acostumbradas a esto!», pensó.
—Baja la mano —susurró alguien a su lado—. ¡No te hagas notar!
La mujer que estaba junto a ella tenía unos irregulares mechones de pelo oscuro en la cabeza, enormes ojos castaños, los labios descamados y un cardenal cerca de una sien. Era difícil saberlo con sus pómulos salientes y su tez gris, pero a Christine le pareció que tenían más o menos la misma edad. Christine miró hacia delante.
—Me llamo Hanna —cuchicheó la mujer.
Christine asintió con la cabeza, manteniendo la mirada fija en el Rapportführer y en los guardias.
—Puedo averiguar lo que les ha ocurrido a tus amigas. Nina Bauerman, ja? ¿Y Gabriella?
Christine volvió a asentir. Cuando los guardias no miraban, susurró:
—E Isaac. Isaac Bauerman.
—Las mujeres solo.
Después del recuento a las mujeres las llevaban a sus distintos trabajos. Con un breve movimiento de la mano Hanna le dijo adiós mientras se alejaba con paso cansino dentro de un grupo grande. Christine se quedó allí de pie, temblando al frío, sin saber si tenía que ir sola a la casa del Lagerkommandant. Además, la noche anterior estaba oscuro cuando la habían conducido al barracón, y no sabía si recordaría el camino. Un guardia se le acercó.
—¡Vete a trabajar! —le gritó, y le cruzó la cara de una bofetada.
Christine se tambaleó de lado, pero se sobrepuso y fue deprisa hacia la casa, con la mano puesta en el lado derecho de la cara. A su izquierda una alta valla de alambre de espino dividía el campo en dos; del otro lado había grupos y grupos de idénticos barracones de madera, y prisioneros de pie en formación. Un Rapportführer iba de acá para allá delante de ellos. Christine miró el mar de pálidos rostros. Había millares, resultaba imposible reconocer a Isaac. Cuando se acercaba a la casa vio que grandes oleadas de humo oscuro se alzaban de lo más hondo del campo de concentración. El Lagerkommandant estaba en el porche delantero, fumando un cigarro.
—Guten Morgen, Fräulein —la saludó.
—Guten Morgen, Herr Lagerkommandant. ¿Hay algo concreto que desee que se haga hoy, Herr Lagerkommandant?
—Sólo el desayuno por ahora, y cualquier otra cosa que usted crea que haya que hacer.
Christine puso una mano en el pomo de la puerta, lista para entrar. Pero tenía que arriesgarse.
—Perdone, Herr Lagerkommandant… —dijo. Le temblaba la voz.
—Ja?
El oficial se volvió para mirarla de frente y se apoyó en la baranda del porche, con el cigarro sobresaliendo de una comisura de los labios.
—Llegué aquí con una persona.
Él frunció el ceño, se sacó el puro de la boca y, de un capirotazo, sacudió la ceniza sobre el borde del porche.
—Y quiere usted que yo me entere de qué ha sido de él —respondió, con una mirada difícil de interpretar.
—Perdón, Herr Lagerkommandant. Sé que no debería haber preguntado, pero…
Al instante el oficial estaba delante de ella, agarrándola fuerte, clavándole los dedos en la parte superior del brazo.
—Tiene razón. ¡No debería haber preguntado! ¿Qué le pasa? ¿No escuchó usted nada de lo que le dije?
—Perdón, Herr Lagerkommandant. No volverá a suceder, Herr Lagerkommandant.
Él la apartó de un empujón; le palpitaban las sienes. Con las piernas temblando, Christine esperó para entrar en la casa a que el oficial diera la vuelta y fuera al otro lado del porche. Allí se quedó, de pie en lo alto de la escalera, como un rey loco que contemplara su reino de pesadilla.
Ya en la cocina, y con el estómago sonándole, Christine preparó café, coció un huevo y cortó una rebanada de pan negro para el desayuno del Lagerkommandant. Este se bebió el café y se comió el pan, pero el huevo no lo tocó. Una vez se hubo marchado, Christine miró por la ventana delantera y engulló el huevo. Se sentía como un animal, mascando y tragando lo más rápido posible sin atragantarse. El miedo a que la descubrieran, unido a la culpabilidad por poder comer algo mientras tantísimos otros pasaban hambre, le quitaba todo el sabor a la comida. Se preguntó si Isaac habría tomado algo desde que habían llegado.
Después de fregar los platos, salió por la puerta de atrás para localizar e inspeccionar el huerto. Era un amplio rectángulo de tierra, mal cuidado y ahogado por los hierbajos, que ocupaba el largo de la valla y abarcaba casi todo el jardín. Christine fue a la parte posterior de la descuidada parcela e intentó decidir por dónde empezar. Y desde allí, de pie junto a una amarillenta hilera de chirivías, vio una parte del recinto que no había visto antes.
En el centro del campo de concentración había dos edificios de ladrillo, uno con sólidos muros sin ventanas y el otro con una gigantesca chimenea roja, de cuyo cañón salían oleadas de humo. Junto al primero había unos camiones militares con el motor al ralentí; los tubos de escape estaban conectados a unos improvisados conductos que entraban en el muro. Las fustas de cuero de los guardias de las SS iban metiendo en ese edificio largas filas de personas, atrapadas en un corredor hecho de alto alambre de espino: ancianos, muchachas, niños, familias enteras. Entre ambos edificios unos prisioneros trasladaban en carretones de madera una exánime carga desde el primero hasta el de la humeante chimenea.
Christine cayó de rodillas y vomitó en el barro. Había reconocido el olor a carne quemada cuando llegaron, pero no se había dado cuenta de que formaba parte del procedimiento, parte del funcionamiento, parte de lo que ahora sabía a ciencia cierta que era una matanza premeditada. Había creído que aquel olor procedía de un crematorio donde incineraban a los que hubieran muerto de inanición o enfermedad, o para aquellos a quienes les hubieran pegado un tiro como la pobre mujer de aquella mañana. ¡Pero las personas que entraban en los edificios aún estaban vestidas! Ni siquiera las habían hecho pasar por el proceso de selección. Se habían limitado a sacarlas de los trenes y mandarlas a la muerte. Sintió una opresión en el pecho mientras se esforzaba por controlar las arcadas, con la vista clavada en el garranchuelo y el diente de león que se extendían entre las hileras del huerto.
—¿Algún problema? —preguntó el Lagerkommandant a su espalda.
Christine se puso de pie y se limpió la boca con el dorso de la mano.
—Nein, Herr Lagerkommandant —respondió, procurando mantener la voz firme.
El oficial miró más allá de ella, hacia las oleadas de humo que subían en el cielo.
—Ah —repuso—. Entiendo. Ha visto usted el crematorio.
A Christine le sorprendió oír un asomo de compasión en su voz.
—Les dije que la última remesa de Zyklon-B estaba estropeada y les ordené que la enterraran. Pensé que eso los haría ir más despacio, pero no se detienen, ni un día siquiera. Por eso emplean los camiones. Así era al principio, ¿sabe?, usaban los tubos de escape de los camiones. —Se rascó el mentón con el pulgar, mirándola como si necesitara que ella lo entendiese—. La primera vez que vi el crematorio sentí ganas de entrar en las cámaras con los que llevaban. Pero luego comprendí que soy un testigo de sus asesinatos. Si sigo vivo cuando esto termine, le contaré al mundo lo que de verdad ha sucedido aquí.
Christine no supo cómo responder, ni siquiera si debía hacerlo. El Lagerkommandant debía de estar mintiendo, de lo contrario, ¿cómo se quedaba allí y dejaba que pasara aquello? Necesitaba volver al barracón, estaba deseando tenderse, que la arrastrara el sueño. No quería saber, no quería pensar en lo que estaba ocurriendo allí. Había salido para empezar a trabajar en el huerto, pero ahora no podía. Tenía que entrar de nuevo en la casa, alejarse todo lo posible de lo que acababa de ver. Pasó por delante del Lagerkommandant, esperando que no la hiciera detenerse, con la penetrante acidez de la bilis quemándole el fondo de la garganta. El huevo que se había comido antes le había dejado un regusto terroso y rancio en la lengua.
Se pasó el resto del día ordenando, barriendo y preparando las comidas del Lagerkommandant. Tendría que ir al huerto tarde o temprano, pero no iba a hacerlo aquel día. En vez de eso trabajó como una máquina, intentando no pensar. De vez en cuando su mente la asaltaba con imágenes de la fila de personas que entraban en el edificio. Los veía salir por el otro lado desnudos y sin vida, sus cuerpos lanzados a una carretilla como pilas de reses después del sacrificio, con los brazos y las piernas entrelazados y colgando en posturas incómodas, forzadas. Christine procuraba no pensar en el dolor y en la angustia que experimentaban los millares de personas que morían allí, aunque no podía evitar llevarlos consigo como una pesada cadena negra amarrada en torno al corazón.
Cada cierto tiempo la cadena negra se aflojaba. Abrumada de pena, miedo y nostalgia, Christine alargaba la mano para cogerse el cabello, buscando el consuelo que antes encontraba deslizándoselo entre los dedos, pero allí no había nada. Varias veces durante todo el día la realidad la golpeó, obligándola a interrumpir lo que estuviera haciendo y a sentarse con la cabeza entre las piernas para no desmayarse, hasta que por fin se calmaba lo suficiente como para volver al trabajo.
Cuando regresó al barracón ya había anochecido, y dio gracias a la oscuridad que ocultaba el crematorio, como una mortaja puesta por encima de un cadáver putrefacto. Al entrar en el barracón alguien le agarró la muñeca e intentó hacerla caer en el pasillo. Christine se mantuvo firme y gritó, defendiéndose, pero la persona se le acercó.
—Chitón… soy yo —dijo Hanna—. Vamos.
La metió de un tirón en un camastro de abajo, donde Christine se acostó de lado y entornó los ojos en la oscuridad. El rostro de Hanna estaba a centímetros del suyo, como una máscara fantasmal en la penumbra.
—Tenemos que hablar cuchicheando —le explicó Hanna—. ¿Te acuerdas de la mujer que te avisó de la Selektion? Es la Blockältesterin, la prisionera decana del barracón, que trabaja para los de las SS. Le dan doble ración por dar parte de todo lo que vea y oiga a la Blockführerin. El triángulo verde que lleva en el uniforme significa que era delincuente profesional antes de venir aquí. En Dachau las criminales profesionales hacen cualquier cosa para sobrevivir, y los de las SS lo saben. Cuidado con ella. Procura no ganarte su antipatía.
—Danke —susurró Christine.
—Eso no es lo único que quiero advertirte. Tienes que saber que la mayoría de las mujeres tampoco van a fiarse de ti.
—¿Por qué no? —respondió Christine, un poco demasiado alto—. ¿Qué he hecho yo?
—No eres judía y trabajas para el Lagerkommandant. Temerán que le cuentes todo lo que veas.
—Pero si yo nunca…
—Escucha: la gente lucha por mantenerse viva, y eso lo cambia todo. Te sorprendería saber de lo que son capaces las personas cuando se trata de salvar el pellejo.
—¿Tú confías en mí?
—Ja.
—¿Por qué?
—No sé. Quizá porque acabas de llegar y todavía no estás demasiado desesperada, o quizá porque una de las primeras cosas que hiciste fue preguntar por la madre y la hermana de tu novio.
—Dijiste que averiguarías dónde están.
—Ja. Y lo siento. No es fácil contártelo. A Gabriella la gasearon y la incineraron poco después de llegar.
Christine sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
—¿Estás segura?
—Estoy segura. Trabajo en la sección de archivos. Paso a máquina y clasifico la información de las prisioneras.
Christine se puso boca arriba y, con las palmas de las manos, se apretó los ojos inundados de lágrimas. «Sólo era una niña», pensó.
—¿Y Nina? —preguntó; se le entrecortaba la voz.
—Tifus, hace tres meses.
—Ach Gott.
Hanna se removió en el camastro.
—Bienvenida a Dachau.
Christine sintió su mano en el hombro.
—Escucha —le dijo Hanna—. Si se me presenta la oportunidad, intentaré averiguar lo de tu novio, aunque no te prometo nada. Antes podía buscar los datos de los prisioneros, pero el nuevo Blockschreiber, el prisionero secretario de barracón, no les quita ojo a los archivos. Sabrá que estoy tramando algo. Antes de que él llegara me enteré de que mi hermano mellizo aún vivía y trabajaba en la fábrica de municiones. Pero eso fue hace más de un año. Ahora, bueno… No sé si está… —Se calló para proseguir al cabo de un instante—. De todas formas, también averigüé que el antiguo canciller de Austria está aquí, y el antiguo jefe del Gobierno de Francia. Los alemanes son meticulosos con la teneduría de libros; conservan los datos de todo el que entra, incluida la última persona que hayan asesinado.
Christine intentó recuperar el habla.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?
—Dos años. Un mes o dos arriba o abajo. Nos escondíamos con otros nueve en una diminuta habitación de una casa de pisos de Berlín. Durante unos seis meses estuvimos seguros, pero el vecino nos entregó a la Gestapo a cambio de dos panes.
Christine gimió.
—¿Y el resto de tu familia?
—Mi madre y mis hermanas pequeñas fueron derechas a las cámaras de gas. Los guardias ahorcaron a mi padre fuera de las puertas, junto al alcalde del pueblo de Dachau y a otros diez hombres. Dejaron sus cuerpos colgando allí tres semanas.
—Lo siento muchísimo —dijo Christine.
—Ja —continuó Hanna con voz apagada—. El único motivo de que me dejaran vivir fue porque era secretaria y sabía escribir a máquina. Imagínate. A veces me gustaría no habérselo dicho.
Christine sintió que Hanna le metía algo duro y seco en la mano.
—Toma, te he guardado un trozo de pan. Te has perdido la hora de comer.
—Nein, danke —contestó Christine, y volvió a ponerle el mendrugo en la mano—. Tú lo necesitas más que yo. Además no tengo hambre.
—¿Estás segura? —le preguntó Hanna, masticando ya.
—Estoy segura. Se me ha quitado el apetito.