Parpadeando y entornando los ojos para que no los deslumbraran los enormes reflectores que iluminaban la noche como resplandecientes lunas caídas, Christine e Isaac, junto con el resto de los agotados cautivos, salieron del confinamiento del vagón de ganado. A unos centenares de metros de las vías, centrada entre torres de vigilancia de madera y altas alambradas, se hallaba la verja del campo de concentración de Dachau, abierta y esperando. Una hilera de soldados pertrechados con metralletas y perros pastores alemanes que no paraban de ladrar estaban listos para enseñarles el camino a los que se descarriaran. Los largos y sombríos edificios y los uniformes negros se oscurecían más en contraste con la blanca luz artificial. Con extraña nitidez, los ojos oscuros muy abiertos y las bocas que se movían parecían cambiantes agujeros negros en los pálidos rostros. Producían la impresión de que tanto captores como cautivos fueran muertos que hubiesen cobrado vida.
El olor a algo quemándose sustituyó al hedor de los furgones. Christine se tapó la nariz y la boca con la mano y, al reconocer el inconfundible tufo a carne quemada, contuvo el impulso de vomitar. Echó una mirada por las vías hacia la siseante y resollante máquina y vio a centenares de personas que iban invadiendo la grava junto al tren. Varias se cayeron; algunas se negaron a salir bajo ningún concepto. Un puñado de soldados se subieron a los furgones y, a empellones, sacaron a mujeres, niños y viejos. En el andén los hombres cargaban con las maletas y las mujeres llevaban a los niños pequeños en la cadera, mientras agarraban bien de la mano a los hermanos mayores. Emitido por altavoces desde el interior del campo de concentración, un vals alemán sonaba en el frío aire nocturno. La música era metálica, áspera, inquietante y, sin embargo, misteriosamente alegre. Unos letreros que decían: Achtung! Gefahr der Tötung durch Elektrischen Strom, «Aviso: Peligro de electrocución», colgaban de las altas vallas electrificadas cubiertas de rollos de alambre de espino. Encima de la entrada principal, en un letrero de hierro soldado se leía: Arbeit Macht Frei, «El trabajo os hará libres».
Los soldados comenzaron a chillar en cuanto las puertas de los vagones se abrieron, y ahora continuaban sin cesar:
—¡Moveos! ¡Salid del tren! Dejad el equipaje junto al tren. Se os entregará más tarde, cuando os hayáis instalado.
Una docena de prisioneros vestidos con uniforme de rayas grises y blancas distribuían trozos de tiza y ordenaban a todos que escribieran sus nombres en las maletas. Christine e Isaac no tenían más que la ropa que llevaban puesta, pero ella sabía que daba igual. Isaac le había contado que los soldados se quedaban con todo. Sabía que los soldados mentían: trataban de hacer creer a los reclusos recién llegados que podían confiar en sus captores para que no causaran problemas.
Christine e Isaac echaron a andar al lado de los furgones, inmersos en la multitud de personas que avanzaba arrastrando los pies y murmurando, y de repente ella recordó cómo su padre se había metido debajo del tren y se había escapado. Al llegar a un hueco entre los vagones miró por la abertura hacia unos oscuros campos bordeados de bosques. Una chispa de esperanza le hizo sentir una corriente eléctrica por el cuerpo, y por un instante experimentó una sensación de entusiasmo. Pero justo cuando se preparaba para sugerirle a Isaac un plan vio que un soldado armado vigilaba por el otro lado. La opresión de la impotencia surgió de nuevo; estaba claro que ese tipo de fuga ya se había intentado realizar.
Christine e Isaac se cogieron fuerte de la mano y se incorporaron a la cola de personas que, con paso cansado, atravesaban la verja del campo. Justo dentro de la entrada principal, seis guardias colocados al principio de la fila empujaban a los hombres hacia un lado y a las mujeres y niños hacia el otro.
Christine vio al niño y a su madre en la fila, por delante de ellos. Uno de los guardias arrancó al niño de los brazos de la madre y lo llevó a la izquierda con los hombres. Madre e hijo alargaron las manos buscándose, luchando desesperadamente para que no los separaran. Las demás mujeres retuvieron a la madre mientras el guardia se llevaba el niño a la fuerza, pero ella se soltó y corrió hacia él. Al verla, el guardia sacó su Luger y se la puso en la cabeza al niño. Otro guardia volvió a meter a rastras a la madre en la fila con las mujeres. Ella empezó a dar alaridos, cada uno más largo y más fuerte que el anterior, llamando al niño hasta que sus gritos se volvieron confusos y roncos.
Sin apartar la pistola de la cabeza del niño, el guardia escudriñó con la mirada a la multitud, desafiándolos a que intentaran hacer algo. Un aluvión de horror colmó el esófago de Christine; tenía la garganta dolorida, como si acabara de tragarse un bocado de hielo lleno de aristas.
El guardia era el novio de Kate, Stefan.
Durante un breve instante sus miradas se encontraron, y un destello de reconocimiento pasó por el rostro de Stefan. Antes de que Christine pudiera abrir la boca y señalárselo a Isaac, Stefan desapareció en el gentío, llevándose consigo al niño que no dejaba de llorar a gritos. Rápidamente dos sonidos se intensificaron en los oídos de Christine: los guturales lamentos de angustia de la desolada madre y el eco metálico del desorbitado y vertiginoso vals. Cerró los ojos y se apoyó en Isaac. «¿Cómo puede estar pasando esto?», pensó. Un bloque de helado terror se depositó en la boca de su vacío estómago. «A lo mejor estoy soñando. A lo mejor es una pesadilla».
Christine e Isaac llegaron adonde estaban los guardias. En un abrir y cerrar de ojos a ella la empujaron a la derecha con las mujeres. Los habían separado e Isaac se alejaba cada vez más. Christine no recordaba haberse soltado de su mano y trató con todas sus fuerzas de evocar su sensación, el calor y la anchura de aquella mano en la suya. Se reprendió por no agarrarse a Isaac, por no asimilar más su tacto y su fragancia para recordarlo. Todo sucedía demasiado rápido. Mientras los hacían adentrarse más y más en el profundo hueco del campo de concentración, se miraron todo el tiempo que pudieron, hasta que unos largos edificios oscuros y unas altas cercas se interpusieron entre ellos.
Christine procuró no hiperventilar cuando dos Unterscharführerinnen, sargentos de las SS, reunieron a las mujeres en un gran edificio lleno de bancos de madera. Unas demacradas prisioneras con tijeras enormes en las manos esperaban en silencio detrás de los asientos. Iban uniformadas con unos vestidos de rayas que no eran de su talla, y tenían el pelo rapado casi al cero y apelmazado. Miraban a las recién llegadas con ojos hundidos y expresión ausente. La piel de la cara estaba tirante sobre sus pómulos, y las clavículas les sobresalían del pecho.
—¡Sentaos! —ordenaban las Unterscharführerinnen a las prisioneras que llegaban.
Casi antes de darle tiempo a obedecer, la prisionera que estaba detrás del banco de Christine le había agarrado su larga melena rubia con una mano. De una vez, se lo cortó de un tijeretazo. Christine oyó las romas hojas royendo a través de su cabello, como una rata roe una pared. Sintió las manos de la mujer temblar mientras le subía lo que le quedaba de pelo y se lo cortaba a poco más de un centímetro del cuero cabelludo. Luego, con una navaja de afeitar, le rapó la cabeza. Christine cerró los ojos.
Las Unterscharführerinnen iban de acá para allá entre los bancos chillando órdenes.
—Después de que os corten el pelo, os levantáis y vais a la parte de atrás del edificio. Allí, os desnudáis. Poned los zapatos en el montón de la izquierda, la ropa en el montón de la derecha y los relojes de pulsera y las gafas en el centro.
Christine se levantó y se pasó las manos por la calva cabeza. Sus dedos notaron zonas de tiesos pelillos y otras de suave piel. Con las piernas temblonas, se dirigió a la parte posterior del edificio, hacia las pilas de zapatos y ropa que no dejaban de crecer. Había otras a ambos lados, aunque al principio no supo muy bien lo que estaba mirando. Los altísimos montones parecían enormes masas de alambre o de hilos enmarañados. De pronto la respiración se le agarrotó en el pecho, y apartó la mirada. En los dos rincones traseros de la habitación las montañas de pelo humano llegaban casi al techo.
Christine se quitó los zapatos abotinados negros y los lanzó sobre millares de zapatos de vestir, botas de invierno y pares de calzado de cuero. Luego se quitó la ropa y la echó al montón de vestidos campesinos y delantales hechos jirones que se mezclaban con abrigos de pieles y blusas de seda. Con los dientes castañeteándole, intentó taparse con los brazos y las manos.
—¡Venga, cerdas asquerosas! —chillaban las Unterscharführerinnen—. ¡Quitáoslo todo! ¡Vais a daros la primera ducha de verdad que probablemente os hayáis dado nunca! ¡Deprisa! ¡Vamos! ¡No seáis tímidas!
Cuando a todas las hubieron rapado y desnudado, se quedaron allí quietas. Más de un centenar de mujeres desnudas y tiritando, como algo salido de una pesadilla: cabezas calvas, ojos muy abiertos y asustados, prominentes orejas… viejas, jóvenes, gordas, flacas, niñas pequeñas y niños pequeños. Todos allí juntos, preguntándose qué iba a ocurrir después. «Esto no puede ser verdad, no puede serlo —pensó Christine—. ¿Cómo es posible? ¿Cómo he llegado aquí?».
—¡Poneos en fila! —gritaron las Unterscharführerinnen—. Vamos a lavaros.
Mientras daban órdenes, abrieron una puerta grande que llevaba a una habitación de hormigón sin ventanas.
Dentro del espacio largo y gris, múltiples boquillas sobresalían del techo y una fila de sumideros metálicos ocupaba el centro del suelo de hormigón. Las Unterscharführerinnen utilizaron sus porras para meter a las mujeres, apiñadas, por la puerta, golpeando a toda la que no se moviera lo bastante rápido. Algunas se abrazaban fuerte entre sollozos, y sus gritos desesperados resonaban en la cavernosa y vacía sala. Unas entraban en absoluto silencio mientras que otras rezaban y gemían. Las madres con bebés y niños pequeños los tenían en brazos y les canturreaban al oído, sin apartar los ojos un instante de las boquillas del techo. Estaba claro que Christine no era la única que había oído historias sobre que allí gaseaban a la gente. Sintió deseos de dar media vuelta y echar a correr, pero las guardias tenían pistolas sujetas con correas a los costados.
Cuando las Unterscharführerinnen hubieron metido a empujones a la última mujer en la fría y húmeda habitación, cerraron la puerta y echaron la llave. Temblando y tapándose, las mujeres y niños se miraron sin decir nada, expectantes. Entonces oyeron un chirrido de metal. Un golpeteo sonó en las cañerías. Las duchas empezaron a funcionar. Las mujeres gritaron, y unas cuantas lograron abrirse paso en dirección a la puerta.
Cuando se dieron cuenta de que lo que caía no era gas ni un producto químico, comenzaron a reír y se extendieron el agua por las caras y las cabezas. Pero el agua estaba mezclada con un desinfectante que les irritaba los ojos y las hacía toser. Christine mantuvo la cabeza baja y cerró los ojos, sintiendo el escozor en la nariz al contacto con el agua. Pasados unos minutos se abrió la puerta de otro extremo de la sala. Apenas sin ver, parpadeando y escupiendo, Christine se dejó llevar con las demás a la sala contigua y se restregó los ojos, dando traspiés y chocando con las otras. Nadie hablaba, pero sintió que un brazo se enlazaba con el suyo y que le metían un uniforme y un par de zapatos en las manos.
—¡No os pongáis los uniformes hasta que no os hayan reconocido! —gritó una voz.
Christine usó el uniforme para secarse los ojos y la cara, y después introdujo los pies en los duros zapatos sin cordones. Para entonces el brazo que la había ayudado a llegar ya no estaba allí. Miró a las mujeres que se encontraban cerca e intentó expresar su gratitud con una tímida sonrisa.
Al otro lado de la sala, dos Untersturmführers y un hombre con un estetoscopio esperaban junto a una mesa. Una por una, iban haciéndoles preguntas a las mujeres mientras que un soldado anotaba sus datos y el médico les examinaba la boca, los ojos y los oídos.
Después el médico señalaba a la izquierda o a la derecha.
Las enviadas a la derecha, las adultas de aspecto más sano, se ponían los uniformes. A las que enviaban a la izquierda, las viejas, las enfermas y las muy jóvenes, les ordenaban que dejaran los uniformes y los zapatos en un montón. A los niños que empezaban a andar y a los bebés, se los arrancaban de los brazos a sus madres entre gritos y llantos. Luego los pasaban a las personas que habían mandado a la izquierda, antes de conducirlas, desnudas, por otra gran puerta de dos hojas, donde desaparecían.
Christine se acercó a los hombres, estrechando el vestido contra su pecho.
—¿Nombre? —preguntó uno de los Untersturmführers.
—Christine Bölz —respondió ella todo lo fuerte que pudo—. No soy judía.
El Untersturmführer rompió a reír. Christine miró al frente.
El médico llevaba unas gafas de gruesa montura negra que hacían que sus ojos parecieran descomunales. Le examinó a Christine los ojos y la boca, respirando fuerte con los labios abiertos y con la cara a pocos centímetros de la de ella. Su aliento caliente, acre de olor a café fuerte y caries dental, azotaba el rostro de la joven.
—¿Dirección? —preguntó el Untersturmführer.
—Schellergasse número cinco, Hessental.
—¿Profesión?
—Soy criada y me ocupo de cuidar el huerto, de las tareas de la casa y de la cocina. No debería estar aquí. Me acusan falsamente de ayudar a un judío.
Las palabras eran como ácido en su boca, pero sabía que Isaac lo comprendería.
El segundo Untersturmführer se acercó para mirarla con más atención.
—¿Sabes guisar comida alemana como Dios manda?
—Jawohl! ¡Desde luego que sí! —respondió Christine—. Soy buena cocinera, Herr Untersturmführer.
—Levanta los brazos —ordenó el médico, e hizo un gesto circular con el dedo índice.
Christine levantó los brazos y se dio la vuelta.
—¡Sustituirá a la cocinera del Lagerkommandant Grünstein! —le dijo el segundo Untersturmführer al que apuntaba los nombres y los datos.
El médico señaló hacia la derecha.
«Danke, Isaac», pensó Christine, con un estremecimiento de alivio. Se puso el uniforme y entró en la sala contigua. Allí las mujeres que llegaban extendían los brazos mientras que otras prisioneras les tatuaban números en la parte interior de la muñeca. Cuando le tocó a ella, Christine clavó la vista en la muchacha que no apartaba los ojos de su trabajo. Ni siquiera notó que le escribiera con la aguja el número en el antebrazo derecho. Cuando se acabó, la muchacha le sonrió; tenía los dientes, que le quedaban, cariados y amarillos. Christine bajó la mirada hacia el número negro y ensangrentado que aparecía cerca de la muñeca: 11091986.
—Mantenlo limpio, o se te infectará —le aconsejó la chica.
Una Blockführerin, o encargada de barracón, miembro de las SS, se dirigió a Christine.
—¡Sígueme!
Christine se puso detrás de ella a toda prisa y la siguió afuera. Caminaron hacia la parte trasera del inmenso complejo, dejando atrás centenares de barracones de madera y prisioneras que trabajaban. Al cabo de un rato llegaron a una casa pequeña y con entramado de madera, rodeada por una alta valla metálica. El oscuro barro blando que parecía cubrir el resto del campo de concentración se paraba en seco en el límite exterior del espacio vallado. La casa, iluminada por reflectores en miniatura desde diversas direcciones, era sencilla y estaba bien cuidada, pero en aquel desolado recinto destacaba como una piedra preciosa en un montón de carbonilla. Mientras esperaba a que la Blockführerin abriera la puerta, Christine miró el jardín que rodeaba la casa. A la falsa luz del día de los focos vio suave hierba verde, equináceas en el porche y dos tiestos de barro con geranios rojos a ambos lados de la puerta principal.
Ya dentro, Christine siguió a la Blockführerin hasta la parte posterior, pasando por delante de habitaciones llenas de cuadros enmarcados, alfombras persas y mobiliario de época. Ante la isla de trabajo de la inmaculada cocina blanca, una prisionera de mediana edad pelaba patatas, con el ojeroso y delgado rostro desprovisto de expresión y los ojos fijos en la patata que tenía en la mano. Al alzar la vista y verlas allí, abrió mucho los ojos: las comisuras de su boca esbozaron un rictus amargo.
—¡Tu trabajo aquí ha terminado! —le chilló la Blockführerin.
A la mujer se le cayeron el cuchillo y la patata a medio pelar, y la cara se le desencajó de miedo.
—Nein —dijo entre dientes, y empezó a llorar.
—Más vale que sepas guisar, o no durarás mucho tampoco —le advirtió la Blockführerin a Christine. Luego agarró a la mujer por la muñeca y la sacó a rastras de la casa.
Christine se quedó de pie en medio de la cocina y trató de despejarse la mente. Tenía que andar atenta si quería sobrevivir. Inspiró hondo, se acercó a la hornilla y levantó la tapadera de una cazuela que hervía. Dentro, un caldo claro y aguado borboteaba en torno a un pálido pedazo de carne marrón. Era un trozo de carne de cerdo. Christine vio que le faltaban condimentos y especias, de modo que buscó en los armarios y encontró romero, sal y pimienta. Había una bolsa de cebollas en uno de los armarios más bajos, de modo que partió una en aros y se la añadió al caldo. Luego cortó dos tiras de una loncha de tocino que había encontrado envuelta en papel de estraza y las echó a la cazuela.
Procurando no hacer caso a los retortijones y al ruido de sus tripas vacías, terminó de pelar las patatas y las puso a cocer. Había zanahorias en la encimera, así que las peló y las cortó en tiras en un cuenco, todas menos una; esta la escondió en el montón de peladuras y fue dándole bocaditos, con las orejas bien abiertas y un ojo pendiente de la puerta de la cocina. Después añadió a las zanahorias vinagre, aceite y una cucharada colmada de azúcar. Una vez terminada la ensalada, se quedó de pie allí, aterrorizada, sin saber si lo que había hecho estaba bien. No tenía ni idea de qué clase de persona volvería para tomar asiento ante el único cubierto que estaba dispuesto en el comedor.
Se sentó en un taburete junto a los fogones e intentó ordenar sus ideas. Apoyó la cabeza en las manos y clavó la mirada en sus sucísimos y destrozados zapatos. Luego inspiró hondo y soltó el aire despacio, por la boca. Al cabo de unos minutos se enderezó. Sacó los pies de los zapatos, que le quedaban demasiado pequeños, e inspeccionó las rojeces que tenía en la parte de atrás de los talones, donde la piel ya se le levantaba formando ampollas. «A lo mejor debería ir descalza cuando esté sola aquí», pensó, aliviada al darse cuenta de que aún era capaz de tener pensamientos racionales. En ese momento oyó pasos que cruzaban el porche. El pomo de la puerta sonó y giró. La puerta principal se abrió y se cerró.
Christine metió los pies en los zapatos, se levantó del taburete y se limpió la cara con las palmas de las manos. Los pasos se aproximaban por el pasillo hacia la cocina. Oyó a un hombre suspirar y murmurar entre dientes, y el crujido de unas botas de cuero. Entonces se acercó deprisa a la encimera y juntó las mondas de patatas y zanahorias en un montón. La puerta de la cocina se abrió. Christine mantuvo la cabeza baja, con los ojos fijos en la tarea que tenía delante. Las pesadas botas se detuvieron junto a ella. Una gruesa mano manchada por la edad se posó en la encimera y un embriagador perfume a Kölnisches Wasser 4711 invadió la habitación.
—Guten Tag, Fräulein —dijo el hombre, con voz grave y ronca.
Christine no se movió. Él le puso una mano bajo la barbilla, le volvió el rostro hacia el suyo y la examinó con sus ojos azules de párpados pesados. El recién llegado tenía las cejas demasiado separadas, como si su frente amplia y despejada tirara de ellas hacia lados opuestos. Su nariz era ancha, y sus labios, carnosos y bien dibujados como los de una mujer. No era viejo, aunque no le faltaba mucho para serlo, y mostraba una cintura dilatada y muelle que indicaba excesos en el comer o en el beber.
—Me llamo Jörge Grünstein —dijo—, pero usted siempre debe llamarme Herr Lagerkommandant. Sólo para que lo sepa, no tiene nada que temer de mí. Si hace usted lo que le dicen y tiene cuidado, este trabajo tal vez le salve la vida.
Se quitó la gorra y se desabrochó la guerrera, que se quitó también y se echó al brazo; las medallas tintinearon como diminutos móviles sonoros en la silenciosa cocina. El sudor le había aplastado el canoso pelo en la frente, y la gorra le había dejado rojas líneas en la piel. Llevaba uniforme negro de las SS, y la plateada insignia de la calavera y las tibias cruzadas brillaba en la solapa y la gorra, pero, extrañamente, Christine sintió que su corazón reducía la velocidad. Aquel hombre tenía un aspecto inofensivo, como si fuera el Opa de alguien. A ella le dio la impresión de que sus ojos parecían preocupados.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó el Lagerkommandant.
—Christine. No soy judía. Mi padre combate por nuestro amado Führer.
El odio hacia sí misma se retorció en sus entrañas. Él meneó la cabeza como si no quisiera oír aquello.
—Lo único que yo puedo hacer es compartir un poco de mi comida, pero debe usted tener cuidado, no actúe de manera demasiado evidente. Y yo no quiero saber nada. Los otros oficiales se volverían contra mí. Ayer mismo le pegaron un tiro a un oficial porque se atrevió a cuestionar uno de sus procedimientos. Sé que no es excusa, pero soy demasiado viejo para devolver golpe por golpe. Si eso hace de mí un cobarde, sea, pero tengo una familia a la que quiero volver a ver.
Christine no dijo nada, pero la sensación de mareo empezó a disminuir.
—Estoy seguro de que a usted le traen sin cuidado mis problemas —continuó el Lagerkommandant—. Ya tiene suficientes preocupaciones con las suyas. Pero tan solo voy a decirle esto una vez: cuanto mejor haga usted su trabajo, más tiempo vivirá. Debe mantener limpia esta casa, cocinar y ocuparse del huerto que hay detrás de la casa. El huerto no es sólo para mí, sino también para los demás oficiales que trabajan aquí durante el día. ¿Sabe usted trabajar el huerto?
Christine asintió con la cabeza.
—Gut. Esperaré la cena sentado a la mesa.
El Lagerkommandant salió de la cocina con la guerrera y la gorra bajo el brazo. A Christine le pareció que su fatigada actitud corporal era la de un hombre atormentado.
Cuando acabó de limpiar la encimera, su corazón volvió a adoptar un ritmo regular. Escurrió las patatas y las cubrió de perejil fresco y mantequilla, mantequilla de verdad; después puso la humeante carne de cerdo en una fuente de servir y llevó la ensalada de zanahorias al comedor. El Lagerkommandant observaba todos sus movimientos. A continuación Christine sirvió la comida, procurando pensar únicamente en lo que tenía que hacer: llevarse el plato sopero sin usar, cortar en tajadas la carne en la fuente, volver a llenar la copa de agua del Lagerkommandant y, en general, poner un pie delante del otro sin desplomarse hecha una piltrafa en el suelo.
—Quisiera tomar vino con la comida —le dijo él, y señaló la puerta de la bodega, que estaba entre el comedor y la cocina—. Un Riesling, bitte.
—Ja, Herr Lagerkommandant.
Christine bajó la escalera hasta la bodega, donde centenares de polvorientas botellas ocupaban los estantes de madera. El olor a húmedo, a hormigón, a tierra y a patatas inundó sus sentidos de recuerdos del almacén subterráneo de Hessental, recuerdos de momentos maravillosos con Isaac y de momentos aterradores con su familia. Sintió una opresión en el pecho; al menos entonces no había estado sola. Cogió una botella de vino de lo alto del estante más próximo y leyó: LIEBFRAUMILCH. Christine no sabía nada de vino, ni si el Riesling era blanco o tinto, de modo que sacó una botella tras otra hasta encontrar una con la etiqueta RIESLING. La estrechó contra su pecho y empezó a subir la escalera, agarrando la baranda con la mano libre. No se fiaba de sí misma ni en las tareas más sencillas, y no quería correr el riesgo de que se le cayera el vino. «Por ahora estoy a salvo —pensó—, pero ¿dónde está Isaac? ¿Qué estará pasándole?».
—Prometo que sobreviviré —susurró—. No voy a dejar que acaben conmigo.
Después de la cena el Lagerkommandant se terminó la botella de vino y encendió un cigarro. Christine recogió los platos sucios de la mesa, sintiendo la mirada del oficial mientras daba varios viajes entre el comedor y la cocina. Anteriormente, antes de llevarle la carne de cerdo, Christine se había comido unas cuantas lascas de la tierna y jugosa carne. Ahora, al tiempo que ponía los platos sucios en el fregadero de porcelana, se comió las sobras del plato, metiéndose la carne, las patatas y las zanahorias en la boca con los dedos, masticando y tragando lo más rápido que pudo sin atragantarse. Después, cuando echaba agua caliente sobre la blanca porcelana, se fijó en una cosa en la que no había reparado hasta entonces. Un filo azul ribeteaba los platos, y la insignia de las SS, como dos rayos azules, adornaba el centro. Mientras los prisioneros de Dachau pasaban hambre, los miembros de las SS comían carne y verduras en platos de porcelana especialmente diseñada para ellos. La comida robada se le agrió en el estómago.
Fregó los platos al tiempo que se preguntaba qué sucedería después. «¿Dónde tengo que dormir? Esperemos que no sea aquí con él», pensó. No podría soportarlo: las arrugadas manos con manchas de vejez sobre la piel, su respiración en la cara y el cuello, el cuerpo sudoroso aplastándola… ¿Se vería obligada a aguantarlo para sobrevivir? ¿Sería la entrega a él su sacrificio último? Un ardiente ramalazo de pánico le atravesó veloz el pecho, y Christine le pidió a Dios que solo estuviera allí para guisar y limpiar. En ese momento el Lagerkommandant entró en la cocina a su espalda.
—Dormirá usted en los barracones con las demás mujeres —dijo—. Ahora vienen a buscarla.