Diez minutos después llegaban a los barracones que había junto a la estación ferroviaria.
—¡Salid del camión! —gritó el Untersturmführer.
En la caja del camión Isaac abrazó fuerte a Christine.
—Siento muchísimo haber dejado que te pasara esto.
—¡Quítale las manos de encima, puerco judío! —chilló el Untersturmführer.
Uno de los soldados los separó a la fuerza, les abrió las esposas y los empujó hacia la parte posterior del camión. Christine se cayó e Isaac la ayudó a levantarse; luego la sujetó bien mientras ella pasaba por encima de la portezuela trasera.
Cuando ambos estuvieron en el suelo, el Untersturmführer gritó:
—¡Te dije que no la tocaras!
La culata del fusil se estrelló contra la cabeza de Isaac. Este se esforzó por permanecer derecho, pero las rodillas le fallaron y al caer se golpeó con la parte de atrás del camión. Se llevó la mano al cráneo; un hilo de sangre le salía detrás de la oreja. Christine quiso alargar la mano para ayudarlo pero no se atrevió por miedo a que le pegaran otra vez.
A punta de pistola, los obligaron a entrar en el largo edificio de ladrillo de la estación de ferrocarril. Una vez dentro siguieron al Untersturmführer hasta un despacho con paredes de ladrillo, donde un enorme Hauptsturmführer, un capitán de las SS, empequeñecía la mesa de escritorio situada en medio de la habitación como si fuera el pupitre de un escolar. A la izquierda de la mesa una segunda puerta llevaba al andén. El Hauptsturmführer alzó la vista cuando entraron; su amplia frente y su ancha mandíbula recordaban la cara de un toro. Un retrato de Hitler colgaba en la pared por encima de su cabeza. Hitler tenía un aspecto regio, casi guapo, recortado sobre un fondo de nubes como si fuera un salvador enviado por Dios. En la mesa había varios montones de papeles, un tarro de plumas, un teléfono negro y una esbelta Luger de empuñadura marrón, puesta sobre un paño rojo doblado. Isaac y Christine se quedaron delante de la mesa, con el Untersturmführer a la derecha de Christine y los soldados tras ellos. El Hauptsturmführer se levantó y los observó detenidamente; su cuerpo grande y musculoso forzaba las costuras del uniforme.
—Devuelvo a nuestro prisionero perdido —dijo el Untersturmführer en tono triunfal.
—¿Y quién es ella? —preguntó el Hauptsturmführer.
Rodeó el escritorio para acercarse a Christine y le rozó la cara con el dorso de sus descomunales dedos.
—Es la novia de nuestro judío fugitivo. Lo escondió arriba en su desván.
—Bueno, Fräulein —dijo el Hauptsturmführer dirigiéndose a Christine—. Desde luego comprendo lo que él ha visto en una hermosa muchacha alemana como usted, pero dígame, ¿qué ha visto usted en este cerdo judío?
Christine no quitaba los ojos de Isaac, manteniéndose lo más cerca posible de él e intentando fingir que estaban los dos solos en el huerto de la colina. Pero no era capaz de recordar la verde hierba y el luminoso cielo. En su cabeza sólo había imágenes de uniformes grises y blancos y prisioneros esqueléticos; de botas negras y bombas que caían; de refugios antiaéreos y furgones llenos de personas marchitas. Isaac no la miraba. Tenía la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo. Christine se sentía tenso hasta el último tendón del cuello, hasta la última abrasadora vena bajo la piel. El lado de su mano, donde tocaba la de Isaac, estaba ardiendo. Necesitaba que Isaac la mirara. Un grito iba formándose en su pecho, listo para brotar como un enjambre de avispones que surgieran en tromba de una colmena hecha pedazos.
Uno de los soldados los empujó hacia un banco pegado a la pared al tiempo que les ordenaba sentarse. El Hauptsturmführer encendió un cigarrillo y se sentó en la esquina del escritorio, y su peso hizo crujir el grueso tablero de roble. Luego se levantó y, dando una larga calada al cigarrillo, se aproximó a Christine y le pasó una mano por el pelo, mientras su pierna se apretaba fuerte contra el muslo de la joven. Christine miró fijamente a Isaac, que respiraba con dificultad, con el blanco de los ojos enrojecido y la frente hinchada. El hilo de sangre que tenía tras la oreja ya empezaba a secarse. El Hauptsturmführer dejó caer el cigarrillo y lo pisó; después levantó a Christine de un tirón. Le puso una mano, gruesa como una tabla, en los riñones y le alzó un brazo al lado, mientras canturreaba una canción y comenzaba a balancearse, con el macizo cuerpo apretado al de ella. Christine miró hacia el Untersturmführer y vio que tenía el gordo rostro color carmesí. Atónita, comprendió que estaba celoso.
El Untersturmführer carraspeó y, en voz alta, dijo:
—Lástima que la haya echado a perder este judío. Podríamos reservárnosla para nosotros pero ¿quién quiere algo que un sucio judío haya tocado?
Los soldados empezaron a reír con disimulo. El Hauptsturmführer soltó un resoplido y sentó de un empellón a Christine en el banco. Por fin Isaac la miró, con la cara colorada.
—Han calculado ustedes su llegada perfectamente —declaró el Hauptsturmführer—. El tren de Dachau llega en menos de una hora.
Christine se quedó rígida. ¿Dachau? Sin saber por qué, había supuesto que se quedarían en aquel campo de concentración. Isaac había dicho que había comida. Y letrinas. Y que en él no había cámaras de gas ni hornos crematorios. Al oír el nombre de Dachau una negra daga de horror se hundió hasta el fondo de su pecho; alojada allí, empezó a dar punzadas, cuyas ondas expansivas de fuego y hielo pasaban como un rayo por sus venas. Sudando y tiritando a la vez, se acercó poco a poco a Isaac.
—¡Pueden irse! —les dijo el Hauptsturmführer al Untersturmführer y a los soldados—. Ya me encargo yo a partir de ahora.
El Untersturmführer les echó una iracunda mirada a Christine e Isaac como si quisiera estrangularlos. Por último saludó brazo en alto al Hauptsturmführer y salió con los dos soldados. El Hauptsturmführer encendió otro cigarrillo, se quitó la gorra de plato, la puso en el escritorio y se sentó. Durante los siguientes minutos se ocupó de sus asuntos: firmó papeles y contestó el teléfono. De vez en cuando les echaba un vistazo a Christine e Isaac con gesto de asco.
Christine cruzó los brazos sobre la cintura y acarició con los dedos el lado del brazo de Isaac. Él no apartaba la vista del suelo con la espalda pegada a la pared, los hombros caídos y las manos sin fuerzas en el regazo. A veces le lanzaba una mirada a Christine, con los ojos hundidos de remordimiento, y ella se la devolvía, rogándole en silencio que no se rindiera. Lo único que tenían ahora era la voluntad de vivir. Isaac ya había sobrevivido a Dachau una vez, y su padre había sobrevivido a un campo de prisioneros de guerra en Rusia. Christine tenía que creer que era posible. Tenía que creer que contaban con posibilidades. Porque si iban a darse por vencidos, si ni siquiera iban a intentarlo, más valdría acercarse al escritorio, coger la pistola que estaba sobre la tela roja y que murieran todos, allí mismo y en aquel momento.
—Estaremos bien —susurró—. Es preciso que estemos bien.
—¡Nada de charla! —chilló el Hauptsturmführer, y estampó su enorme mano en el escritorio.
El golpe sacudió el teléfono y el tarro de las plumas.
—Te amo —continuó diciéndole Christine a Isaac—. Y cuando esto acabe, aún tendremos toda la vida por delante. Bitte, no te rindas.
El Hauptsturmführer cogió la pistola y rodeó la mesa como una exhalación.
—¡He dicho que nada de charla! —gritó, al tiempo que se abalanzaba hacia ellos apuntando con la pistola a Christine.
Christine se puso derecha y se apoyó en la pared. El Hauptsturmführer se acercó más y metió a empujones sus gruesas rodillas entre las de ella, obligándola a separar las piernas. Luego le levantó la barbilla con una mano, apretándole muy fuerte la cara.
—¡Abre la boca! —gritó, mientras le clavaba los dedos en las mejillas.
—Estaré callada.
—¡Abre la boca!
Christine hizo lo que le ordenaba. El frío y duro metal de la Luger pasó rozando sus dientes y el largo y redondo cañón le hizo sentir náuseas. A su lado, Isaac se puso rígido.
—Una palabra más —dijo el Hauptsturmführer—, y será la última. ¿Entendido?
Christine cerró los ojos y asintió con la cabeza. El Hauptsturmführer le sacó la pistola de la boca, dejándole un sabor metálico en la lengua.
—Eres una pequeña Fräulein muy vivaracha, ja? —Fue pasándole la Luger por la mejilla, por el cuello y de un lado a otro de la clavícula. Christine mantuvo los ojos cerrados—. Ahora que todo el mundo se ha ido, a lo mejor debería darte algo para que me recuerdes.
La obligó a separar más las piernas, le subió la falda por los muslos y le pasó el extremo de la pistola por los pechos. Isaac resollaba junto a Christine, su frustración y su cólera eran evidentes en cada respiración.
El duro cañón fue bajando muy despacio, por el vientre de Christine y hacia la parte superior de un muslo. Entonces la joven oyó un tren a lo lejos. El Hauptsturmführer gruñó y se apartó, con la mano apretando la bragueta de los pantalones. Enfundó la Luger, cogió la gorra de la mesa y se la encajó en la cabeza.
El sordo ruido del tren que se aproximaba aceleró el ya agitado latir del corazón de Christine. Tuvo que contener las ganas de echar a correr, pero el Hauptsturmführer volvía a tener la pistola en la mano y apuntaba justo hacia ellos. A medida que el tren se acercaba, el siseo del vapor y el chirrido de los frenos fue aumentando de volumen cada vez más. El tren paró junto al edificio, mientras los pistones redoblaban como el gigantesco y palpitante corazón de una inmensa criatura negra que se abriera paso por las paredes mismas para comérselos vivos.
—Haz todo lo que te manden —le dijo Isaac a Christine—. Te pegarán un tiro sin pensárselo dos veces.
—¡Poneos de pie! —gritó el Hauptsturmführer. Christine e Isaac se levantaron. El Hauptsturmführer les señaló con la Luger la parte de atrás del edificio—. ¡Por aquí!
A empujones, los hizo salir por la segunda puerta al andén de hormigón, sin dejar de apuntarles a la espalda con la pistola. Junto al andén el tren esperaba, levantando grandes muros de vapor. Ocho vagones de ganado trepidaban tras la ardiente y resollante locomotora. Christine vio las pequeñas aberturas, el alambre de espino, las manos que se alargaban, las caras atormentadas. Oyó los gemidos, los gritos, las voces de súplica. Unos soldados obligaron a los jóvenes a dirigirse hacia el último vagón. Christine sintió que un millar de ojos los miraban mientras recorrían el andén.
Ante el último furgón dos soldados corrieron la pesada puerta para abrirla y, con las armas, indicaron a Christine e Isaac que siguieran adelante. En el interior, una muchedumbre de pálidos rostros con ojos oscuros flotaba sobre los borrosos cuerpos. Los soldados empujaron a Christine e Isaac adentro, juntos y dando traspiés, hacia la masa informe. Christine tocó manos, brazos, codos, pies. Apenas pudo recuperar el equilibrio antes de que la puerta se cerrara. A cámara lenta, la franja de sol se estrechó, reduciéndose más y más, hasta que se la tragaron las sombras. Por fuera de la puerta alguien encajó una barra y los dejó encerrados con un sordo y definitivo chocar de hierros.
Christine e Isaac quedaron cara a cara, comprimidos y encajonados entre un centenar de cuerpos más. Innumerables personas se apiñaban en el furgón como leña menuda, ocupando hasta el último centímetro cuadrado. Estaba oscuro y hacía un calor agobiante, y el hedor a orina y excrementos impregnaba el aire. Christine procuró respirar por la boca, pegando la cara al pecho de Isaac e intentando aspirar el perfume de su cuerpo. Él hundió el rostro en el pelo de Christine. El silbato soltó un chillido. La locomotora hizo un esfuerzo y todo el tren se estremeció. Con una sacudida, los furgones echaron a andar dando tumbos. No hacía falta agarrarse a nada porque no había donde caerse. Los cuerpos se daban empujones entre sí mientras los vagones traqueteaban despacio por las vías. Tras doblar la curva para salir del pueblo, el tren ganó velocidad cerca del margen del valle. Christine supo que pasaban bajo las colinas cubiertas de huertos y altos pinos.
Cuando se les acomodaron los ojos, vieron los rostros de los condenados que los rodeaban por todas partes. A la derecha, un niño se aferraba a su madre; su pecosa nariz estaba sólo a unos centímetros de la de Christine y sus oscuros ojos la observaban bajo un alborotado pelo castaño. El miedo y la incertidumbre de Christine se reflejaban en los ojos del niño; su vulnerabilidad, en la desesperada fuerza con que el pequeño se agarraba al chal de su madre.
Isaac la abrazó por los hombros.
—Te amo. Y lo siento.
—Sobreviviremos a esto —contestó ella—. Tenemos que sobrevivir. Mi padre ha sobrevivido a campos de concentración tan malos como este, y tú también.
—Lo intentaremos.
Las palabras de Isaac carecían de convicción, y tenía la cara pálida e inexpresiva. Pero la abrazó más fuerte, y Christine oyó en su pecho que los latidos del corazón se le volvían rápidos y firmes.
Durante las primeras horas, las personas del furgón lloraban y hablaban en voz baja. En algún sitio gemía una mujer. Christine quería que cesara su gemido. Después de lo que pareció un millar de horas, sólo quedó el silencio con alguna que otra palabra en voz baja o el sonido de la mujer que le cantaba bajito al niño. Christine se ofreció a cogerlo en brazos para que su madre descansara, pero los dos se negaron a soltarse.
Con el tiempo Christine empezó a sentir calambres en las piernas; los pies le dolían de estar en la misma postura. Junto con esa incomodidad y el hecho de que le sonaban las tripas y tenía la garganta reseca, la presión de su vejiga resultaba casi imposible de soportar. Christine inspiraba por la nariz y espiraba por la boca, procurando distraerse del dolor que sentía en la pelvis.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Isaac en un susurro.
—Nada —contestó ella—. Estoy bien.
Alzó la vista hacia él.
—Nein, no estás bien, lo sé.
—Tengo que ir al servicio.
—Pues ve.
Christine meneó la cabeza.
—No puedo.
—Escúchame —le dijo—. Suéltalo. No importa. Ya no importa.
—Nein.
Él le acarició la parte posterior de la cabeza.
—Ya no importa. No importa nada de eso. No te preocupes.
Christine cerró los ojos y escondió la cara en la camisa de Isaac, mientras su torturada vejiga tomaba la decisión por ella. El caliente líquido le corrió por el interior de las piernas hasta los zapatos de cuero, donde formó un charco bajo los talones de las medias. Lágrimas de vergüenza le caían por la cara.
—No es culpa tuya —le dijo Isaac—. No es culpa tuya.
Fuera había anochecido y el interior estaba sumido en la oscuridad. Christine apenas veía el rostro de Isaac. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en su pecho intentando dormirse, evadirse en el vacío del sueño, pero era imposible. Las imágenes del lugar al que se dirigían, que sin querer Isaac había pintado en su mente, pasaban como una proyección de diapositivas tras sus párpados cerrados. Ahora los calambres de las piernas y el dolor de los pies parecían cuchillos. Nunca había pensado que sufriera claustrofobia, pero si el tren no se paraba pronto, no estaba segura de cuánto tiempo más podría controlar aquella sensación de estar aplastada, aquel gran peso que la hacía tensar los músculos de los brazos y respirar de forma superficial. Tenía que esforzarse para no doblar el brazo e hincar el codo en los cuerpos que tenía al lado. No podía respirar, no podía moverse, y como no la soltaran pronto tal vez se volvería loca.
Por fin el tren empezó a reducir la marcha. Las ruedas de hierro se detuvieron y chirriaron, se detuvieron y chirriaron. A medida que se acercaban a su terrible lugar de destino, los ocupantes del furgón empezaron a ponerse nerviosos. La gente intentaba cambiar de sitio. Todos trataban de hablar al mismo tiempo. Los niños lloraban y los hombres daban instrucciones. Isaac, que había estado inquieto y callado durante el largo viaje, ahora alzó el mentón y gritó por encima del alboroto.
—Cuando bajemos del tren —dijo—, nos separarán. Las mujeres a un lado, los hombres a otro. Pero no se dejen llevar por el pánico. A ellos no les gusta que la gente se deje llevar por el pánico.
Todos los que estaban en el vagón guardaron silencio y escucharon.
—Mantengan una apariencia de tranquilidad y fuerza. Con independencia de lo que ellos hagan, ustedes actúen con energía. Si quieren sobrevivir, ha de parecer que son capaces de trabajar duro. Si es necesario, mientan sobre su edad, díganles que tienen entre dieciocho y cincuenta años.
—¿Cómo sabe usted esas cosas? —gritó una voz masculina.
—Yo ya he estado aquí, y si he sobrevivido, ustedes también lo harán.
De nuevo todo el mundo empezó a hablar a la vez. Isaac bajó la mirada hacia Christine.
—Tú también sobrevivirás a esto. Eres joven y fuerte. Diles que no eres judía. Diles que has trabajado de cocinera. Eso te salvará. Necesito que sobrevivas. Algún día, cuando esto termine, tú y yo estaremos juntos. Nos buscaremos. Nos casaremos y tendremos hijos.
Isaac tenía los ojos llenos de lágrimas, pero Christine experimentó una extraña sensación de júbilo y vigor al oír su palabras. Isaac aún tenía esperanza. Había encontrado la voluntad de sobrevivir.
—Seré fuerte —le respondió—. Te lo prometo.
—Hasta que volvamos a vernos —repuso Isaac, y le tomó la cara entre las manos. Entonces la besó lenta y apasionadamente, sin apartar los labios de los suyos hasta que el tren se detuvo por completo—. Te amo, Christine.
En ese momento los pestillos de hierro se levantaron, las cerraduras de los furgones se abrieron y las pesadas puertas se descorrieron.