Capítulo 21

El viento de verano entraba por las ventanas abiertas de la cocina, llevando consigo el canto del gallo de un vecino y el tañido de cada hora de las campanas de San Miguel. El viciado aire nocturno de la casa se había disipado, desalojado por las brisas tibias y fragantes, y el aroma a pan horneándose invadía las habitaciones. Mutti había levantado a Christine antes del amanecer para que la ayudara con la hornada. Había estado guardando la última harina de centeno que le quedaba, confiando en hacerla llegar al menos hasta finales del mes siguiente, pero ahora estaba decidida a que Vater tuviera pan que llevarse cuando se marchara, de modo que la usaron toda.

De pie a la luz matinal de la cocina, el padre de Christine estaba lavado y totalmente afeitado, con el canoso pelo negro peinado hacia atrás despejándole el anguloso rostro, las manos impolutas y las uñas cortadas y limpias. Vestía de nuevo el uniforme, ahora inmaculado y remendado con meticulosas puntadas. En los pies llevaba un par de viejas botas de faena, porque, aunque tenían el seco cuero agrietado y las suelas desgastadas, estaban mejor que las destrozadas botas militares con las que había regresado. Mutti le puso una mano a cada lado de la cara y le sonrió.

—¡Pero qué guapo sigues siendo a pesar de todo!

Lo besó en los labios y volvió a dirigir su atención a la hornilla.

Karl y Heinrich estaban sentados a la mesa, observando atentamente a Vater. De vez en cuando se lanzaban una ojeada y miraban los platos que Christine les ponía delante, pero sus ojos siempre volvían al padre. Callado y con expresión seria, Vater llenó de agua su abollada cantimplora, se colgó las Erkennungsmarke, o placas de identificación, metiéndolas por encima de la cabeza y volvió a introducir su Kampfmesser, el cuchillo de combate, en la vaina de cuero.

—Ven —le indicó Christine—. Siéntate a desayunar.

Vater se alisó la pechera del uniforme con ambas manos y se sentó junto a Heinrich. Frente a él estaban Maria y Karl, mientras que Oma y Christine se situaban a ambos extremos de la rinconera.

—A ver si os portáis bien con vuestra madre ahora —dijo Vater a los chicos—. Habéis crecido en este tiempo que he estado fuera. Ahora tenéis que ser los hombres de la casa hasta que vuelva.

Christine le colocó en el plato dos huevos fritos, con las brillantes yemas de un amarillo oscuro debido a la dieta de las gallinas: insectos y recortes de verduras. Luego le llenó su tazón favorito con tibia leche de cabra y le pasó una rebanada de pan untada de mermelada. Envolviendo el asa en un paño de cocina, Mutti puso en el centro de la mesa un humeante cazo de infusión de menta y acercó una silla al lado de su marido. La familia comió en silencio dejando que los sonidos matinales del pueblo rellenaran los espacios en blanco. Los niños ya habían acabado de comer, pero permanecieron sentados mirando a su padre. Daba la impresión de que esperaban que volviera a desaparecer, como si fuese un producto de su imaginación.

—¿Adónde te mandarán esta vez? —preguntó Maria por fin.

Mutti inspiró fuerte, se puso de pie y empezó a quitar la mesa. Christine observó a su madre apilar los platos sucios y recoger los cubiertos usados, y le sorprendió notar que el hecho de que Mutti no quisiera quedarse sentada le producía cierta irritación.

—Mutti, siéntate a hablar con Vater —le dijo—. Yo limpiaré la cocina después.

Por un lado le parecía que debía ayudarla, pero por otro sabía que la limpieza podía esperar si fuera preciso, podía esperar hasta que su padre se hubiera marchado, hasta que hubiera vuelto a irse, hasta que no tuvieran más remedio que regresar a las prosaicas tareas de sus vidas. Aunque Christine sabía por qué su madre se había levantado. Los quehaceres domésticos eran lo único que controlaba: preparar las comidas, lavar los platos, doblar la colada, limpiar las ventanas o fregar los suelos… Mutti sabía controlar todas esas cosas y eso hacía. Se mantenía ocupada hasta el último minuto de cada día, y realizaba cada faena hasta dejarla terminada y perfecta; no conocía otra manera de enfrentarse a su incierta existencia.

Ahora estaba ante el fregadero, echando agua sobre los platos y los cubiertos, con los labios apretados en una severa línea. Cerró el agua y se quedó, con una mano en el grifo y la cabeza gacha, mirando fijamente el fregadero. Al cabo de un largo instante volvió a la mesa y se sentó.

—No tengo ni idea adónde me mandarán —respondió Vater—. Tal vez me digan que no tengo que marcharme en unos cuantos días, aunque lo dudo. Están quedándose sin hombres y estoy seguro de que me dirán que regrese al servicio enseguida.

—¿Cuándo tienes que irte? —preguntó Heinrich con un hilo de voz.

—Ojalá pudiera quedarme aquí sentado con vosotros todo el día, pero tengo que irme ya. He de estar en la estación antes de las diez para coger el tren de Stuttgart.

Se puso de pie, dejó el tazón en el fregadero y se volvió para mirar a su familia.

Karl se sorbió la nariz y se tapó la cara con las manos, mirando a su padre por entre los dedos entreabiertos. Heinrich se levantó y se colocó frente a Vater junto al fregadero, con la cara seria y la mano derecha tendida.

—Buena suerte, Vater —le dijo en voz alta—. No te preocupes, yo me ocuparé de todo hasta que vuelvas otra vez.

Vater sonrió y le estrechó la mano. Un torrente de lágrimas brotó de los ojos de Mutti, que rodeó con sus brazos a Karl. Christine notó que se le formaba un duro nudo en la garganta.

—No me preocuparé —le contestó Vater—, ahora que sé que tú y Karl estáis aquí y os encargáis de las cosas.

Entonces, como un rayo, Karl salió atropelladamente de su asiento y se abrazó a la cintura de Vater, negándose a soltarlo. Por fin Mutti se puso en pie. Estaba pálida y temblorosa, pero su voz sonó firme:

—Venga, Karl —le dijo—. Tu padre tiene que marcharse, pero vamos a acompañarlo a la estación.

Puso las manos en los hombros de Karl, pero este se dio la vuelta, volvió corriendo a la mesa y escondió la cara en los brazos.

—Perdón —dijo Vater, sin dirigirse a nadie en particular.

—No tienes que pedir perdón por nada —repuso Mutti—. Nada de esto es culpa tuya. —Lo abrazó mucho tiempo, pero Christine notó que su madre había dejado de llorar. Su resolución había vuelto a adueñarse del recto cuadrado de sus hombros y la erguida postura de su cabeza—. Más vale que nos pongamos en marcha ya. Te acompañaremos a la estación.

—Me quedaré a recoger la cocina —intervino Oma, ofreciéndose—. No hace falta que yo os retrase.

El primer impulso de Christine fue decir que se quedaba a ayudarla. Estaba tan habituada a buscar ocasiones de ir a ver a Isaac que ya tenía la costumbre de esperar a que todos se marcharan. «Perdona, Isaac —pensó—. No sé cuándo volveré a ver a mi padre, o si volveré a verlo siquiera, de modo que debo estar con él todo el tiempo que pueda. Tendrás que esperar hasta que yo vuelva para desayunar».

Mutti hizo una especie de cabestrillo con una gastada sábana de algodón y se lo colgó al hombro a Vater. En el fondo colocó un tibio pan de centeno y luego llenó de leche de cabra un bote con tapadera. Metió el bote junto al pan en el improvisado morral y lo protegió con un paño de cocina, dos pares más de calcetines y un par de guantes. Antes había envuelto en papel de periódico cuatro huevos duros, que puso encima del pan tibio.

—Ten cuidado con la leche —le advirtió—. No la derrames.

—Nos veremos pronto —le dijo Vater a Oma mientras la abrazaba.

—Ten cuidado.

Los otros seis salieron al pasillo, primero Vater y después Mutti, seguidos por los niños, Maria y Christine. Iban en fila india detrás de Vater como un cortejo fúnebre bajando la escalera, todos en absoluto silencio. Desde su lugar al final de la fila, Christine veía cinco brazos extendidos y cinco pálidas y delgadas manos que se agarraban fuerte a la baranda.

Cuando le faltaban cuatro peldaños para llegar al pie de la escalera, una fuerte llamada a la puerta principal la hizo sobresaltarse. Dio una sacudida hacia atrás y estuvo a punto de perder el equilibrio, al tiempo que sus ojos se dirigían rápidamente a la cristalera roja y azul que había en la parte superior central de la entrada. Tres sombras aparecieron al otro lado del vidrio, negras como la noche en contraste con la soleada mañana de fuera. La reja de hierro forjado daba la impresión de que fueran las siluetas de unos hombres tras los barrotes de una cárcel. Christine se detuvo en la escalera; su corazón era un canto rodado que latía con fuerza en su pecho. El Untersturmführer y sus soldados armados habían vuelto.

Vater se volvió para mirar a su familia.

—Todos, arriba otra vez —les mandó.

Con mucho trabajo, Christine dio la vuelta y luego subió corriendo de nuevo la escalera; el resto de su familia la siguió con fuertes pisadas. Se detuvo en el pasillo, y su madre y sus hermanos la rozaron al pasar, en sus desesperadas prisas por entrar en la cocina.

—¡Ven aquí! —ordenó Mutti.

—Yo quiero oír lo que pasa —respondió Christine.

Tenía que escuchar, tenía que saber si su padre convencía a aquellos hombres de que se marcharan. Si iban a subir la escalera otra vez, tenía que saberlo. No es que tuviera ningún plan, pero su corazón no soportaba la incertidumbre. No podía esconderse en la cocina y aguardar su suerte a ciegas. Mutti salió de mala gana al pasillo y cerró la puerta de la cocina tras ella. Juntas e inmóviles, casi sin respirar, se quedaron escuchando mientras Vater abría la entrada principal.

Heil Hitler! —dijo Vater.

Heil Hitler! —gritó el Untersturmführer—. Guten Tag, Obergefreiter Bölz. Hemos venido a registrar su casa…

Christine no oyó el resto de las palabras, quedaron ahogadas bajo los atronadores latidos de su corazón que le retumbaban en los oídos. Al ver que Mutti abría mucho los ojos, Christine supo que Vater no había puesto fin al segundo allanamiento. ¿Y por qué iba a hacerlo? No tenía nada que ocultar, ni motivo para creer que su familia lo tuviera tampoco. Mutti les había mandado a todos que no le contaran lo de la primera vez, tras decidir que era mejor no agobiarlo. Temía que se enfadara sin necesidad y que se desanimara más todavía. «Debería haberlo advertido sobre Isaac —pensó Christine con la mente desbocada—. De haberlo sabido, Vater quizá habría intentado detenerlos. Quizá habría sabido qué hacer».

Ya era demasiado tarde. Su padre estaba dejando pasar a los soldados, dejando que subieran los escalones, haciéndolos entrar en su casa. Christine no podía censurarlo. Vater estaba seguro de que aquello era una mera formalidad, estaba seguro de que, si colaboraban, los soldados se marcharían. No tenía ni idea de que tal vez estuviera firmando la sentencia de muerte de su hija. Christine se tapó los oídos con las manos cuando los soldados subieron con paso resuelto la escalera.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Mutti, mirándola, y le dio un tirón de las manos—. Christine, tranquilízate. No tienes por qué tener miedo. Tu padre está aquí. No tenemos nada que ocultar.

En ese momento apareció Vater en lo alto de la escalera, seguido del Untersturmführer y los soldados armados. Uno de ellos llevaba en la mano el fusil del padre de Christine.

—Estos hombres han venido a registrar la casa —dijo Vater—. Por lo visto les falta un prisionero del campo de trabajo.

En lo hondo del pecho Christine sintió que un histérico terror hacía añicos el quebradizo control que mantenía sobre su corazón, como si trozos de él volaran en todas direcciones, igual que una máquina rota que le abriera grandes agujeros en los pulmones y estómago.

—¡Vater! —exclamó demasiado alto. Intentó recobrar la respiración—. ¡Si ya han estado aquí una vez! ¡No encontraron nada!

—¡Chitón, Christine! —replicó su padre. En sus oscuros ojos había una expresión severa, y cerca de las sienes los tendones se le contraían y se le aflojaban.

—No tenemos que registrar toda la casa, Obergefreiter Bölz —intervino el Untersturmführer—. Sólo el desván.

Christine sintió que la sangre se le escapaba del rostro. Empezó a sentir náuseas y alargó la mano a tientas para coger la de su madre.

—Proceda con toda libertad, Herr Untersturmführer —contestó el padre, haciéndose a un lado. Clavó la mirada en Christine con la frente fruncida—. No tenemos nada que ocultar.

Christine se esforzó por mantenerse derecha y mirar hacia delante. El pasillo empezó a inclinarse.

—Hemos registrado todas las casas y establos del pueblo sin encontrar nada —explicó el Untersturmführer sin apartar la vista de Christine—. Su hija se mostró sumamente nerviosa la última vez que estuvimos aquí. Y ahora que sabemos que su mujer y su hija trabajaban antes para la familia del hombre en cuestión…

Los ojos de Mutti, repentinamente pálida, se dirigieron enseguida hacia Christine. Con el cuerpo temblando, se acercó más a su hija y le rodeó los hombros con el brazo. Ahora ya sabía a quién buscaban y eso lo cambiaba todo. Christine sintió un retortijón en el estómago, y el fondo de la garganta se le bloqueó, como si las vías respiratorias se le estuvieran obturando.

El Untersturmführer pasó por delante de ellas, se detuvo y dio la vuelta en mitad del pasillo.

—Coja un candil —le ordenó al padre, que entró en la cocina—. Síguelo —mandó a uno de sus soldados.

El soldado hizo lo que le decían y se quedó en el vano de la puerta siguiendo los movimientos de Vater con el extremo del arma. En la cocina, Oma, Maria y los chicos, sentados a la mesa, observaron en silencio cómo Vater encendía un candil y, con él en la mano, regresaba al pasillo.

—¡Síganme! —ordenó el Untersturmführer.

Los soldados hicieron señas con las armas a Christine y a sus padres de que continuaran adelante. Christine miró a su padre con los ojos muy abiertos, rogándole en silencio que no dejara que ocurriese aquello, aunque sabía que él no podía hacer absolutamente nada. Vater la miró con gesto serio y meneó la cabeza de un lado a otro. Después, con la mano, les indicó a Christine y Mutti que se situaran delante y se interpuso entre ellas y las metralletas.

El Untersturmführer siguió subiendo la escalera hasta el segundo piso, con el mentón en alto como si olfateara el aire. En mitad del pasillo mandó a sus hombres bajar la escalera de mano del desván y subió el primero, con todos los demás detrás. Una vez en lo alto, cogió el candil de manos de Vater y se dirigió al extremo opuesto. Despacio, dio una vuelta completa al desván, dando golpes en las gruesas paredes de madera y piedra y dirigiendo la luz del candil a todos los rincones oscuros. Al llegar a la baja pared que estaba cerca de la estantería, golpeó con los nudillos por toda la madera. Luego, a cámara lenta, volvió la cabeza y miró con expresión a la vez desdeñosa y triunfante a Christine.

Inspeccionó la estantería de arriba abajo; sus brazos y sus piernas se movían de forma precisa y pausada, como una marioneta sobre un tablado actuando para su público. A continuación se inclinó hacia delante, examinó el suelo y se detuvo. Acercó la luz a las tablas del suelo situadas delante de la estantería y volvió a alzar la mirada hacia Christine. La amplia sonrisa de su cara parecía extrañamente estirada y rígida, como la pintada mueca de un títere loco. Sólo entonces, al iluminarlos la luz del candil, Christine vio los anchos y arqueados arañazos del suelo. La estantería había dejado pruebas irrefutables todas y cada una de las veces que ella la había movido y, al final, Christine se había traicionado a sí misma.

El Untersturmführer se puso derecho inmediatamente.

—¡Mueve esta librería!

Uno de los soldados hizo lo que el Untersturmführer mandaba, mientras que el otro apuntaba a los vacíos anaqueles de la estantería con la metralleta, como si temiese que fueran a salirle unas patas de madera y que echara a correr en busca de la libertad. El Untersturmführer mantuvo la vacilante luz del candil cerca de la pared mientras, con la cabeza inclinada a un lado, la inspeccionaba. El contorno de la pequeña puerta resaltaba en la madera vieja como una cicatriz reciente en una piel pálida.

—¡Abre esta puerta! —le ordenó al soldado.

El soldado abrió de un tirón la puerta y, con el arma por delante, entró en el escondrijo. El Untersturmführer sacó su Luger y fue tras él con la luz, en tanto que el segundo soldado seguía apuntando con su arma a Christine y a sus padres. Cuando el Untersturmführer y el soldado estuvieron dentro, Christine únicamente los veía de cintura para abajo. Contuvo el aliento mientras los dos se quedaban inmóviles y callados, de cara a la pared delantera de la casa; dos pares de piernas negras metidas en negras botas, y una metralleta y un candil que colgaban de forma extraña. Al cabo de un momento el Untersturmführer volvió a entrar en el desván.

Por un instante Christine creyó que Isaac se había marchado sin ella, que se había escapado por el tejado o que, de un modo u otro, se lo había tragado la tierra. Pero entonces vio la satisfecha y despectiva sonrisa de la cara del Untersturmführer. Christine sintió un desplazamiento en lo más hondo, como si unos enormes glaciares se deslizaran hasta superponerse, arrancando los dentados márgenes, sepultando el antiguo paisaje y sustituyéndolo por un territorio desconocido. Sintió el cambio en la cabeza, como si de pronto el cerebro se le hubiera modificado, y lo sintió también en el pecho: un adensarse, una presión, una anormal lentitud del corazón y los pulmones.

El Untersturmführer se irguió con el mentón levantado y sacando pecho, al tiempo que con una mano se tiraba del borde inferior de la guerrera del uniforme como si se dispusiera a pronunciar un discurso.

—¡Sal ya! —gritó.

Isaac salió despacio, encorvado, con las manos en alto mientras se enderezaba. Mutti inspiró fuerte, se puso en actitud protectora delante de su hija y alargó a ciegas las manos hacia atrás, buscándola. El Untersturmführer agarró el brazo de Isaac y le subió la manga de la camisa para dejar al descubierto el número tatuado que tenía en la muñeca.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —preguntó, mirando a Christine.

—¡Ellos no sabían que yo estaba aquí arriba! —intervino Isaac.

—¡Silencio! —gritó el Untersturmführer.

Uno de los soldados golpeó a Isaac en el estómago con la culata del fusil. Isaac se dobló y cayó de rodillas, agarrándose la cintura y jadeando. El Untersturmführer se acercó a Mutti, la apartó y le lanzó una mirada feroz a Christine.

—Me parece que alguien sabía que estaba aquí —dijo—. ¿Cómo, si no, se colocó la librería delante de la puerta?

Isaac se levantó y se interpuso rápidamente entre ellos, pero un soldado lo apartó y el otro le puso un arma en el pecho.

—¡Ellos no tienen nada que ver con esto! —gritó Isaac.

El soldado volvió a golpearlo, esta vez en la mandíbula. Isaac se tambaleó y casi perdió el equilibrio. Los soldados lo sujetaron.

—Tiene usted razón —contestó Christine, respirando con dificultad—. ¡Lo hice yo! —Dio un paso hacia delante, casi enfrentándose al Untersturmführer, cuya cara veía borrosa por las lágrimas—. Mi familia no sabía nada de esto. Yo lo escondí ahí. Yo soy la culpable.

Nein! —exclamó su madre—. ¡No es verdad!

Vater tiró hacia atrás de Christine y se colocó entre ella y el Untersturmführer.

—Lléveme a mí —le pidió—. Sólo es una niña.

Nein, Herr Bölz —respondió el Untersturmführer—. Usted ha servido dignamente a su patria. Es su hija la traidora. ¡Ella es la amante del judío! —Les hizo una seña a los soldados—. Detenedlos a los dos.

—Perdón —dijo Christine, mirando a sus padres.

Mutti se tapó la boca con las manos, meneando la cabeza de acá para allá. Vater la contuvo mientras los soldados esposaban juntas las muñecas de Christine e Isaac y los mandaban de un empellón hacia la trampilla.

Nein! Nein! —gritó Mutti, forcejeando para soltarse de Vater.

El Untersturmführer bajó la escalera de mano el primero, con una amplia sonrisa grabada en el rostro. Detrás, Isaac y Christine, con las manos juntas, procuraban no caerse. Isaac se adelantó, con el brazo por encima de la cabeza para darle apoyo y despacio, en atención a ella. Cuando llegaron al pasillo, los soldados los empujaron hacia delante y por la escalera, mientras el Untersturmführer y los padres de Christine los seguían.

—¡Christine! —gritó Mutti, luchando por pasar a empujones por el lado del Untersturmführer—. Nein! ¡No se la lleven! ¡Bitte, no se la lleven!

Pero el Untersturmführer le cerró el paso extendiendo los brazos, sin decir nada. Entonces Vater la agarró, refrenándola.

—Te pegarán un tiro —le dijo con voz dura.

Pero o bien Mutti no lo oyó o bien no le importaba; llamaba a gritos a Christine mientras arañaba la mano de su marido como un animal salvaje. Oma, Maria y los niños salieron de la cocina y fueron tras los soldados escalera abajo, todos llorando y gritando el nombre de Christine. Al llegar a la calle los soldados ordenaron a Isaac y Christine que se metieran en la parte trasera de un camión militar, cubierta de lona. Los negros cañones de las metralletas seguían hasta el menor movimiento de los jóvenes, como si una cuerda invisible uniera su pecho con el extremo de las armas de los soldados. El Untersturmführer se subió al asiento delantero con el conductor que había estado esperando. Unos taladrantes chirridos de metal oxidado ahogaron los gritos de Mutti cuando las marchas del camión rascaron. Por dos veces el descomunal vehículo arrancó con una sacudida y se detuvo, despidiendo chorros de gases de escape, hasta que al fin bajó por la calle empedrada.

A través de un faldón de la lona trasera, Christine vio a su familia en la calle. A medida que el camión se alejaba, todos se hacían cada vez más pequeños, y entraban y salían de su vista en destellos, como los dibujos de un libro ilustrado que se hojea rápido con el pulgar para que las imágenes de las páginas parezcan moverse. Oma miraba al cielo, con los frágiles brazos levantados en alto y la boca convertida en un abierto círculo de desesperación. Con agarrotados y erráticos movimientos, su madre logró al fin soltarse de Vater y corrió tras el camión con el rostro desencajado. A mitad de la cuesta se cayó en la calle, muy despacio, sobre las manos y las rodillas. Christine cerró los ojos. No podía seguir mirando. Pero, aun así, las imágenes no dejaron de pasar una y otra vez, viñeta a viñeta, por su cabeza.