La mañana siguiente Christine se levantó de la cama con esfuerzo y miró por la ventana de su dormitorio. Su desánimo era un calco del cielo lleno de nubes y la fuerte lluvia. El tiempo parecía dispuesto a quedarse así durante el resto del día. Pensó en volver a meterse bajo las mantas, pero sabía que su mente desasosegada no le permitiría volver a dormirse.
Ni siquiera la perspectiva de ver a Isaac le alegró el ánimo. La noche anterior la idea de escaparse con él parecía lo indicado: huir juntos era algo romántico y audaz, los dos durmiendo en los bosques y en los heniles de los establos hasta que fueran libres en otro país. Pero esta mañana aquello resultaba completamente aterrador, y peor aún, una absoluta insensatez. Los nazis no habían encontrado a Isaac en el desván, de modo que quizá debiera limitarse a quedarse allí. Si él y Christine se marchaban, ¿quién sabe lo que ocurriría? ¿Dónde conseguirían comida? ¿Y si los pillaban? Les pegarían un tiro o los enviarían a un campo de concentración como aquel del que le había hablado Isaac.
Una vez vestida, a Christine le pareció que se movía a velocidad acelerada; tenía los nervios crispados, secos y ásperos, como las virutas que quedaban cuando alguien rascaba una pizarra con las uñas. El pánico se le enroscó en torno al nudo de miedo y pena que sentía en la boca del estómago, como algo que hubiera que vomitar en un retrete.
Nadie más se había levantado, y la casa estaba silenciosa. Christine pensaba mirar en los libros de texto de sus hermanos para buscar un mapa, pero decidió que el aire fresco le sentaría bien, tal vez le despejara la cabeza. Fuera o no buena idea lo de escaparse con Isaac, ahora mismo tenía que pensar con claridad.
Cogió un cesto de la cocina y salió al jardín. Cuando abrió el cerrojo del gallinero el chaparrón había amainado, reducido al intermitente repiqueteo metálico del agua que goteaba de los árboles sobre el tejado. Ya había amanecido pero ni siquiera las gallinas querían salir de sus secos ponederos. Cuando Christine alargó la mano para coger los huevos, las aves se levantaron chillando, dispuestas a defenderse de la intromisión. Una gallina flaca y vieja le dio un picotazo en la mano que le pellizcó la piel; esta simple y ligera provocación bastó para hacerla llorar. No es que le doliera de verdad, pero sólo hizo falta esta leve grieta en la envoltura de su precario estado para que se le abriera un agujero por el que todos los demás dolores llegaron a la superficie y se desbordaron.
Christine salió del gallinero, se sentó junto a la puerta trasera con la cesta de huevos a sus pies, y dejó que sus emociones contenidas prevalecieran. Un torrente de lágrimas brotó de sus ojos, y soltó un fuerte sollozo al recordar a su padre y a Opa. Lloró por Isaac y su familia perdida, con la nariz moqueándole mientras pensaba en todas las personas que estaban muriendo debido a la guerra. Estaba cansada de sentirse indefensa y aterrorizada, cansada de las sirenas antiaéreas y de la tela negra puesta en las ventanas, cansada de ver confusión y miedo en los ojos de sus hermanos, cansada de ver a su madre trabajar tantísimo simplemente para mantenerlos a todos vivos. Pero sobre todo, estaba cansada de preguntarse si alguno de ellos sobreviviría siquiera.
Al cabo de unos minutos de recrearse en su pena, se secó las lágrimas y respiró hondo; para su alivio, la corrosiva tensión había disminuido. Al menos ahora podía actuar sin sentirse como si estuviera al borde de un inmenso abismo, esperando caer y desaparecer en él como un guijarro lanzado a un pozo en una noche sin luna. «Tengo que pensar en mi familia y en Isaac, —se dijo—. Al menos él no corre peligro por ahora. Oma, mi madre, Maria, Karl y Heinrich están vivos. Muchísimos otros están peor que yo. Lo único que puedo hacer es seguir adelante. Si Isaac y yo creemos que podemos irnos sin peligro, así se hará; si no, esperaremos a que cambien las cosas. Tienen que cambiar. Para bien o para mal, siempre cambian».
Tan sólo unos cuantos frutos tempranos colgaban bajos en los ciruelos, pero de todas formas Christine cogió uno para ella sola. Se apoyó en la puerta y se lo comió despacio, dejando que el zumo le cayera por la barbilla. Cuando terminó, se acercó al rincón del vallado jardín, cavó un agujero en la arcillosa tierra y enterró el hueso. Después de apisonar la tierra, cerró los ojos y formuló un deseo: que el hueso de ciruela echara raíces y creciera, y que, cuando fuera un plantón, la guerra ya hubiera acabado, su padre hubiera vuelto, y ella e Isaac estuvieran juntos.
Sintiéndose menos agitada y pensando con ilusión en llevarle el desayuno a Isaac, Christine cogió la cesta de huevos medio llena, entró en la casa y se limpió los pies en la estera de paja. En ese instante se quedó petrificada. Al otro extremo del pasillo en el vidrio rojo y azul de la entrada principal se recortaba la oscura silueta de un soldado que aporreó la puerta haciendo vibrar toda la casa. A Christine se le resbaló de los dedos la cesta de huevos que cayó al suelo. Durante un segundo la joven no se movió, mientras el pulso le latía con fuerza y los huevos goteaban, amarillos, por el mimbre a sus pies.
—Hallo? —dijo a voces el soldado—. Hallo?
Christine se hizo a un lado y se escondió tras la escalera. Su mente era un torbellino que se movía tan rápido como el fuerte palpitar de su corazón. «¿Por qué ha vuelto el Untersturmführer? ¿Delaté a Isaac de algún modo? ¿Notó algo en el desván? ¡Estamos perdidos!».
El soldado llamó a la puerta y gritó de nuevo.
—Hallo?
A Christine la voz le resultaba familiar, aunque la maciza puerta hacía que sonara como si el soldado estuviera dentro de una habitación de gruesas paredes, y las palabras se oían amortiguadas y bajas. «Deben de ser figuraciones mías —pensó—, no es nadie que yo conozca».
—¿Rose? —llamó el soldado, más fuerte esta vez.
Christine frunció el ceño. No podía ser él. Era el Untersturmführer, estaba segura. Claro que conocía el nombre de pila de su madre. El Untersturmführer lo sabía todo.
—¡Dejadme entrar! —gritó el soldado—. ¡Rose! ¡Christine! ¡Maria! ¿Hay alguien?
Y entonces Christine lo supo.
Corrió hacia la entrada; las manos le temblaban mientras trataba torpemente de dar con la cerradura. Por fin abrió la puerta de un tirón, deseando abrazar a su padre a quien hacía tanto tiempo que no veía.
De repente se dio cuenta de su error.
Aquel hombre esquelético e infestado de pulgas debía de haber averiguado sus nombres quién sabe cómo, y ahora había ido a robarles la comida. Tenía el uniforme desgarrado y cubierto de grasa y barro, las botas hechas pedazos y envueltas en cuerda, y vestía unos asquerosos harapos. Un fusil le colgaba a la espalda, cuya correa sujetaba al hombro con una mano rasguñada y mugrienta. Christine agarró el borde de la puerta con las dos manos y se dispuso a cerrarla de un portazo.
—¡Christine! —exclamó el soldado—. ¿Es que no reconoces a tu Vati?
Christine se detuvo y miró a los hundidos ojos del hombre, tratando de encontrar algo familiar detrás de la barba irregular, el pelo lacio y la cara cubierta de barro. El soldado se quitó la gorra y sonrió. Y entonces se disiparon sus dudas.
—Vater! —gritó, abrazándolo.
Su padre la levantó del suelo y la estrechó tan fuerte que Christine creyó que le rompería las costillas. Luego le besó la frente, la nariz, las mejillas.
—Eres lo más precioso que he visto en cuatro años —le dijo. Se inclinó hacia atrás para mirarla bien, al tiempo que derramaba abundantes lágrimas—. Te has convertido en una mujer mientras yo estaba fuera.
Tenía el pelo más canoso de lo que Christine recordaba, y las ojeras oscuras como una emborronada mancha de carbón. Tenía los labios agrietados y secos, las uñas sucias. El uniforme le colgaba flojo sobre el flaco cuerpo, pero era de un gris verdoso, no negro nazi. Era un soldado alemán corriente, no parte de las SS, ni un nazi. Y ahora estaba allí. Estaba vivo. Christine lo agarró de la mano y lo metió en la casa.
—¡Oma! —chilló, llamando con los nudillos a la puerta de su dormitorio—. ¡Levántate! ¡Vater ha vuelto! —Tiró de su padre escaleras arriba—. ¡Mutti! —gritó—. ¡Despertad todos! ¡Vater ha vuelto!
Juntos subieron corriendo los dos tramos de escalera hasta el dormitorio de Mutti, y llegaron a la puerta justo cuando ella salía con el rojo cabello cayéndole en largas cascadas sobre los hombros, libre del tirante moño italiano. Mutti se agarró el raído albornoz sobre el pecho y parpadeó para deshacerse de los restos de sueño que la hacían parecer mayor de lo que era. Al principio la impresión de ver a un soldado en el pasillo le desencajó el rostro, pero cuando vio a Christine cogida de su mano y rebosante de alegría, el instante del reconocimiento la transformó. Se tapó rápidamente la boca con las manos y empezó a temblarle la barbilla.
—¿Dietrich? —preguntó, alargando una vacilante mano para tocarlo como si fuera un fantasma—. ¿De veras eres tú? ¿Estás vivo?
—Soy yo —contestó Vater.
Le tendió la mano y ella la agarró tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos, como si temiera que su marido fuese a desaparecer si lo soltaba.
Se abrazaron, y Mutti rompió a sollozar. A Christine se le llenaron los ojos de lágrimas al tiempo que intentaba tragar el nudo que se le había formado en la garganta. Mutti dio gracias a Dios una y otra vez mientras que Vater hundía la cara en su cabello, riendo. En ese momento Maria, Karl y Heinrich salieron al pasillo con los ojos muy abiertos, intentando entender qué era aquel alboroto tan de mañana. Al verlos, Vater se arrodilló en el suelo, puso el fusil a sus pies y sonrió. Y seguros al fin de que su padre a quien hacía tanto que no veían había regresado, Karl y Heinrich se lanzaron corriendo a sus brazos extendidos. Maria se tapó la boca con las manos.
—¡No puedo creer cuánto habéis crecido! —les dijo Vati a los niños. Se puso de pie y acarició las pálidas mejillas de Christine y Maria—. ¡Tengo las hijas más guapas de Alemania! He estado todo el tiempo pensando en vuestras caras, gracias a eso aguantaba: el pelo rubio de Christine, los grandes ojos azules de Maria, las pecas de Karl, la sonrisa de Heinrich, enseñando todos los dientes… —Se echó a reír y rodeó con el brazo a Mutti, al tiempo que le besaba la mejilla—. Y la fotografía que llevaba de vuestra madre me mantuvo cuerdo.
Oma subió los escalones para reunirse con ellos, con una toquilla sobre el camisón de dormir y apoyando una delgada mano en la baranda. Vater fue a su encuentro en lo alto de la escalera.
—Bienvenido a casa, Dietrich —lo saludó Oma, con los ojos llenos de lágrimas—. Qué maravillosa sorpresa. Bienvenido a casa.
Él la abrazó y la condujo hacia la familia.
—¿Y dónde está Opa? —le preguntó.
—No es una buena noticia —contestó Oma en voz baja y temblorosa—. Murió durante un ataque aéreo.
—Ach nein —exclamó Vater, dejando caer los hombros. Se le saltaron las lágrimas, y volvió a abrazar a Oma—. ¿Qué ocurrió?
—El establo se incendió —explicó Mutti—. Él evitó que se nos quemara la casa.
—Lo siento muchísimo —repuso Vater, abrazándola. Luego dio un paso atrás, pellizcándose el caballete de la nariz entre los dedos y cerrando los ojos, como si de pronto le entrara un insoportable dolor de cabeza—. Esta condenada guerra… ¿Cuándo tendrán suficiente?
—Opa no querría que estuviéramos tristes —dijo Oma—. Se alegraría mucho de saber que estás bien, Dietrich. Rezaba todas las noches por eso, para que volvieras a casa a cuidar de tu familia.
Durante los siguientes minutos el pasillo se llenó de lágrimas y risas, hasta que, en un grupo grande y ruidoso, bajaron juntos a la cocina. Mutti encendió el fogón y llenó de agua el hervidor, mientras que Vater se restregaba la cara y las manos en el fregadero.
—Perdona, Mutti —le comentó Christine a su madre—. Pero la cesta de los huevos se me cayó cuando vi a Vater.
—No te preocupes —respondió Mutti, sonriendo—. A mí también se me habría caído.
Christine cortó unas patatas en rodajas y también un trozo sobrante de Schinkenwurst, embutido de jamón, y lo metió todo en una sartén pequeña de hierro fundido. Maria añadió cebolla y Mutti puso la mesa. Era la primera vez que Christine veía a su madre con el albornoz en la cocina, y la primera vez desde que su padre se había marchado que la oía reír. Karl y Heinrich hablaban los dos a la vez, informando a su padre sobre los ataques aéreos y preguntándole cómo era ser soldado.
Vater estaba sentado en la rinconera con Oma y sus hijos pequeños; una satisfecha sonrisa se dibujaba en su rostro, mientras charlaba y veía a su mujer y sus hijas preparar el desayuno. A Christine aquellos ojos que la miraban por encima de la sonrisa le parecían transformados. El antiguo centelleo bromista y pícaro había desaparecido; sin saber cómo se había vuelto mate, sustituido por el pesar. En los cuatro años que habían pasado desde que se marchó, su padre parecía haber envejecido diez.
Pero la amplia sonrisa no abandonó ni un momento su cara mientras comía y bebía a sorbos su té. Los miraba a todos con tal gesto de asombro y gratitud que Christine estuvo a punto de echarse a llorar. Por unos instantes las cosas parecieron normales, y Christine se permitió disfrutar de aquel momento. El cuerpo se le relajó, y notó un minúsculo aleteo de júbilo cuando el amor de su familia la envolvió, sintiéndose abrigada y segura. Apartó de la mente todo lo demás y se concentró en su padre, que estaba a salvo; en su familia, reunida en torno a ella; en una taza de té, en una cálida cocina, en una tranquila mañana.
—¿Dónde has estado, Vater? —preguntó Heinrich.
—En Russland —contestó él.
—¿Estuviste con el Sexto Ejército en Stalingrado? —preguntó Christine.
—Ja —respondió Vater, con la mirada fija en su té—. Ja, estuve en Rusia con el Sexto Ejército.
—¿Qué ocurrió? —quiso saber Heinrich—. ¿Cómo os atraparon?
—Hitler no nos dejó retirarnos. De modo que los rusos nos rodearon y no pudimos hacer nada. Tuvimos que rendirnos.
—¿Te encarceló Iván? —preguntó Heinrich.
Mutti le puso una mano en el brazo.
—Chitón… —dijo—. Tu padre no quiere hablar de eso justo ahora. Tiene que comer.
—Macht nichts —repuso Vater, agitando una mano en el aire—. Ja, nos enviaron a un campo para prisioneros de guerra pero tuvimos que ir hasta allí a pie. Tardamos días, con temperaturas heladoras, y por el camino teníamos que dormir en la nieve.
Mutti se levantó y volvió a llenarle la taza con agua caliente; luego rebañó de la sartén los últimos trozos de patata frita y se los echó en el plato.
—Gracias, Rose, nunca he probado nada tan delicioso.
La cogió del brazo y tiró de ella para darle un beso, a Karl y a Heinrich les entró la risa junto a él.
—¿Y qué pasó después, Vater? —preguntó Heinrich—. ¿Tuvisteis que estar a pan y agua?
—Nein. Una vez al día nos daban un poco de pan y un poco de sopa clara.
Inclinó el plato para coger los últimos trozos de doradas patatas con el tenedor. Cuando acabó, Mutti recogió los platos de la mesa y llenó el fregadero de agua jabonosa, sin dejar de lanzarle miradas de reojo a su marido como para asegurarse de que estaba allí de verdad.
—¿Cuánto tiempo estuviste prisionero? —preguntó Christine.
Vater se limpió la boca y se recostó en el asiento de la pared, con los brazos apoyados en el respaldo.
—Más de un año, creo. No teníamos manera de contar el tiempo. Sé que ahora falta poco para el otoño, pero no sé en qué mes estamos.
—En agosto —contestó Maria.
—¿Los rusos te soltaron? —preguntó Christine.
—Dejad tranquilo a vuestro Vati —intervino Mutti—. Ya está bien de preguntas.
—Ja, ja —dijo Vater—. Los Kinder son curiosos. —Se echó hacia delante, cogió el salero y lo miró atentamente como si no hubiera visto uno nunca—. No me soltaron, me escapé.
Un colectivo grito ahogado llenó la cocina. Mutti se sentó de golpe en un taburete, estrechando un paño de cocina a la altura del corazón.
—¿Qué pasó? —preguntó Heinrich con los ojos como platos.
—Ach Du lieber Gott —exclamó Oma entre dientes.
—¿Excavaste un túnel? —preguntó Karl.
Heinrich le tapó la boca con una mano.
—Nein, Dummkopf! —le dijo—. En Rusia hay demasiada nieve como para excavar un túnel.
Karl se quedó avergonzado y refunfuñó, mientras intentaba quitarse la mano de su hermano de la cara. Vater alzó una mano para calmarlos y terminó lo que le quedaba de té. Después dejó en la mesa la taza vacía y se frotó la frente. Todos callaron, aguardando a oír su relato.
—Creo que fue justo antes de Navidad —comenzó. Cogió el salero de nuevo y empezó a darle vueltas una y otra vez en torno a los dedos—. Como os he dicho, no estoy seguro. Los rusos nos dijeron que iban a deportar a los de nuestro barracón. No sabíamos por qué ni adónde, aunque primero pensamos que era una buena noticia: quizá fueran a trasladarnos a un campo de prisioneros mejor. Unos días más tarde íbamos en un tren, confiando en que cuanto más tiempo estuviéramos en él más nos acercaríamos a casa. Me parece que pasé en el furgón cinco días.
—¿Te tiraste de un salto? —preguntó Karl a gritos.
—Chitón —le dijo Heinrich—. ¡Déjalo terminar!
—Al cabo de unos cuantos días —prosiguió Vater—, pararon el tren en medio de la nada y nos hicieron bajar. Nos dijeron que nos alineáramos delante de los furgones en la nieve. Para entonces algunos hombres estaban tan débiles que ni siquiera podían salir arrastrándose.
Se calló, se echó un poco de sal en la palma de la mano y la probó con la lengua. Al principio Christine no comprendió lo que estaba haciendo, después se dio cuenta de que probablemente su padre llevara años sin probar la sal.
—¿Qué pasó después? —preguntó Heinrich.
—Bajamos del tren y nos pusimos en fila, creyendo que iban a dejarnos tomar un poco de aire fresco o lavarnos en la nieve. Pero entonces los rusos se acercaron a las filas y empezaron a disparar a prisioneros elegidos al azar. Algunos hombres intentaron correr o volver a subirse corriendo al furgón, pero les dispararon también. Yo me limité a quedarme allí, sin moverme. Cuando terminaron, los rusos nos ordenaron que volviéramos al tren. Dejaron a nuestros hombres tendidos al lado de las vías, para que se murieran allí en la nieve.
En silencio, Karl se acercó más a su padre y apoyó la cabeza en su brazo. Vater lo rodeó con el brazo y le cogió una mano en la suya, bajando la vista hacia los pequeños y pálidos dedos posados en su palma grande y encallecida.
—Si volviste a montarte en el tren, ¿cómo te escapaste? —quiso saber Heinrich.
Vater le dio un beso en la cabeza a Karl y le lanzó una mirada a Mutti, que seguía sentada en el taburete, doblando y desdoblando el paño de cocina en el regazo. Ella no alzó la vista.
—La segunda vez que el tren redujo la velocidad vi árboles a ambos lados del furgón. Estábamos en mitad de un bosque, y yo ya sabía lo que iba a suceder. No tenía ninguna intención de que me pegaran un tiro, así que decidí que cuando nos dijeran que saliéramos, me metería debajo del tren y correría a meterme entre los árboles. Mi camarada decidió intentarlo también. Cuando el tren se detuvo y la puerta se abrió, bajamos de un salto, nos metimos rápido debajo y echamos a correr. Nos disparaban, pero seguimos corriendo. Oímos muchos disparos y estamos seguros de que mataron a los demás que iban en el tren. Algunos no eran más que niños. —Se paró un momento, respiró hondo y continuó—. Corrimos hasta que oímos el silbido del tren sonar a lo lejos detrás de nosotros. Cuando oímos que la máquina se iba, nos desplomamos en la maleza, intentando recuperar el aliento. Tuvimos que esperar hasta el atardecer para orientarnos.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Heinrich.
—Finalmente nos recogió otra de nuestras unidades; nos dieron comida y armas de fuego. Nos quedamos con ellos unas cuantas semanas, pero luego nos marchamos y atravesamos andando Ucrania y Polonia. Una vez de vuelta en Alemania, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Su familia era de Leipzig, así que él se dirigió al norte y yo, al sur.
Christine inspiró y contuvo la respiración. «Puede hacerse», pensó. La cocina se había quedado en silencio. Mutti no quitaba los ojos del suelo.
—¡Y ahora ya estás en casa! —gritó Karl para rematar la historia, subiendo las manos en el aire como un mago.
Todos rieron, pero la sonrisa desapareció de la cara de Vater.
—He de presentarme mañana —dijo, observando a su esposa para ver cómo reaccionaba.
Mutti lo miró por fin y respondió:
—Quizá te permitan dejar el ejército ya. Tú has cumplido tu plazo. Ya te has sacrificado.
—Lo siento —respondió Vater—. Ojalá funcionara de ese modo. Cuando cruzamos la frontera para volver a entrar en Alemania tuvimos que enseñar la documentación, y la noticia de nuestra vuelta no tardará en llegar al cuartel general. Si no me presento, me meterán en la cárcel. No tengo alternativa.
Sin decir palabra, Mutti se levantó, se acercó al montón de leña que había junto a la hornilla y metió otro leño en el fuego. Mientras las mujeres lavaban los platos, el rugido cada vez mayor de las llamas absorbió el denso silencio de la cocina. Vater se quedó sentado a la mesa con los chicos, jugando una partida de Mensch, Ärgere Dich Nicht, «Hombre, no te enfades», con botones y una tela. Cuando el último plato estuvo lavado y puesto en su sitio, Mutti echó de la cocina a todo el mundo para que Vater se aseara en la bañera metálica.
Con Maria y Oma en el jardín, y Karl y Heinrich ocupados en la sala, Christine subió corriendo a ver a Isaac. Lo único que le llevaba era un resto de pan correoso que se había metido disimuladamente en el bolsillo del delantal antes de que su madre les dijera que salieran de la cocina. Cuando abrió la puerta del escondrijo, Isaac estaba en cuclillas en el rincón más apartado, con la cara tensa y los ojos muy abiertos. Al verla exhaló fuerte y volvió a apoyarse en la pared.
—¿Qué pasa? —le preguntó Christine, y se apresuró a ir hacia él.
—Antes oí mucho ruido, gente que subía corriendo la escalera y chillaba. ¡No sabía qué pasaba! No estaba seguro de si eras tú la que entraba ahora, o si…
—Ach Gott! —exclamó Christine, poniéndose una mano sobre el corazón—. Perdona. No se me ocurrió que lo oirías todo y te asustarías. Éramos nosotros, nada más. Gritábamos porque mi padre ha vuelto.
—¡Ah! —contestó Isaac—. Entonces eso lo explica. Una buena noticia para variar.
—Estuvo prisionero en Rusia. ¡Pero se escapó y atravesó andando Ucrania y Polonia! Eso demuestra que puede hacerse.
—Pero él es un soldado alemán. Tiene uniforme y documentos. Sé lo que estás pensando, pero nosotros seríamos fugitivos sin documentos que, además, intentaríamos salir furtivamente del país.
—Ya me hago cargo, pero eso me ha dado una idea. Tenemos un montón de uniformes abajo, uniformes de las Waffen-SS, uniformes de Hauptsturmführer. Buscaré uno que te quede bien, y fingiremos que soy tu esposa. Si llevas puesto un uniforme de oficial, nadie hará preguntas.
Isaac frunció la frente, pensando. Luego dijo:
—No sé. Tal vez debería irme solo…
—Si tú te marchas, me marcho contigo. No soporto la idea de…
—No tenemos documentos de identidad —la interrumpió él—. ¿Y por qué iba a querer un soldado, mucho menos un oficial, ir andando a campo traviesa, y además con su esposa? No tenemos dinero ni pases para coger el tren.
—No sé —repuso ella, bajando la vista—. No sé qué hacer. No sé si deberías quedarte o si deberíamos irnos. No sé nada.
Isaac enlazó los dedos en los de ella.
—Mira, has pasado mucho. Ni siquiera has tenido tiempo de acostumbrarte a la idea de que tu padre está vivo. No hemos de resolverlo ahora mismo. Tenemos tiempo.
Christine se secó los ojos.
—Lo sé, y tienes razón. Si queremos que esto salga bien tenemos que planearlo con cuidado. Pero ahora mismo tengo que volver a bajar antes de que alguien se dé cuenta de que no estoy.
Aquella noche, después de que todos se hubieran acostado, Christine y sus padres estaban en la sala, hablando de lo que su padre había pasado desde que se marchó. Christine fingía ordenar el desigual montón de uniformes que había en el rincón, aunque en realidad revisaba las tallas al tiempo que los cambiaba de un montón al de al lado, buscando una guerrera y unos pantalones que le quedaran bien a Isaac. Mutti estaba sentada en el sofá, con el uniforme de Vater en el regazo y un dedal de plata y una aguja con una hebra de hilo verde en la mano.
—Casi todos los hombres de mi unidad han muerto o están en los campos de prisioneros —dijo Vater.
Christine dejó el montón de uniformes y se acercó a hablar con él.
—¿Cómo ha sido?
Se sentó junto a su madre, con la guerrera negra de un Hauptscharführer en las manos.
—Deberías acostarte, Christine —contestó su padre—. No hace falta que oigas esto.
—Ya soy adulta, Vater. Quiero oír lo que has pasado, quiero saber qué pasa. ¿Cómo cambiaremos las cosas en el futuro si nadie habla de lo que está sucediendo? La vieja tradición de abnegación y trabajo duro no ha ayudado a nadie.
—Siempre se me olvida que tienes… ¿cuántos años ya? —preguntó Vater.
—Veintitrés dentro de unas semanas.
Su padre le acarició la mejilla con los ojos tristes. Después empezó a hablar; al principio titubeó, aunque, una vez hubo comenzado, dio la sensación de que necesitara depurar sus recuerdos.
—Antes de que nos ordenaran entrar en Stalingrado, nos sentíamos abandonados en aquel vacío y helado erial. No teníamos pertrechos adecuados, ropa exterior adecuada, botas adecuadas. Había continuas ventiscas, de manera que durante bastantes meses nuestros aviones no pudieron entregar comida ni suministros.
—¿Cómo sobrevivisteis sin nada que comer? —le preguntó Mutti.
—No todo el mundo sobrevivió. Millares de hombres murieron. Intentábamos buscar pájaros y conejos, pero al cabo de un tiempo estos también desaparecieron. De vez en cuando alguien cazaba un jabalí. De no haber sido por nuestros caballos, ninguno de nosotros estaría vivo.
Christine sintió que se le revolvía el estómago cuando la imagen del moribundo caballo del granjero Klause ocupó su mente.
—¿Encendíais fogatas para manteneros abrigados? —quiso saber Mutti.
—Ja, talábamos árboles, aunque con noventa mil hombres en la zona los bosques no tardaron mucho en agotarse. Y entonces se acabaron las fogatas. No podíamos derretir nieve para beber. No podíamos lavarnos. Acabamos plagados de piojos. Por la noche nos quitábamos los uniformes para que se helaran los parásitos. Nos apiñábamos unos al lado de otros, intentando calentarnos, pero todas las mañanas había cadáveres en los bordes del grupo, habían muerto congelados mientras dormían.
—Ach Gott —murmuró Mutti.
—¿Vater? —preguntó Christine—. ¿Te informaron de lo que está ocurriendo con los judíos?
—Nein. Yo sólo soy un soldado, un peón en la partida. Me han llegado historias contradictorias. Cuando marchábamos de una batalla a la siguiente veíamos trenes que tiraban de furgones llenos de personas. Nuestros superiores nos decían que estaban trasladándolos e iban a rehabilitarlos, pero hemos oído otros rumores, rumores horribles. ¿Por qué? ¿Te has enterado de algo?
Christine deseó poder contarle la verdad.
—He oído cosas terribles también. Y a los Bauerman los han deportado.
Vater miró a Mutti con el ceño fruncido.
—¿Es eso cierto?
—Ja —respondió Mutti—. El año pasado. Todos los judíos han desaparecido de Hessental.
—Ach Gott —respondió él, meneando la cabeza—. Christine, quiero que entiendas una cosa: la guerra convierte a algunos en responsables, en criminales a otros y en víctimas a todo el mundo. No todos los soldados que están en el frente luchan por Hitler y sus ideales. Sólo porque un soldado se encuentre en la batalla, eso no significa que crea en la guerra. Cuando no dejaron que nos retiráramos y cuando empezamos a oír rumores sobre los judíos, centenares de nosotros escribimos mensajes antinazis y nos los prendimos a los forros de las guerreras, confiando en que los encontraran cuando muriéramos.
Se puso de pie, cogió su uniforme del regazo de Mutti y, tirando de un hilo del dobladillo de la guerrera, sacó un papel arrugado y amarillento. Lo desdobló y lo leyó en voz alta.
Me llamo Dietrich Bölz, de Hessental, Alemania. Sirva esto como muestra de que gran cantidad de mis camaradas y yo no estamos de acuerdo con los planes de Hitler. Que se sepa que reconocemos que estamos condenados al fracaso en Stalingrado, pero que no hemos tenido más remedio que continuar. Contadles a todos que los soldados de primera línea han de cargar con el miedo y la culpabilidad del combate verdadero, mientras los culpables se esconden en sus refugios y toman decisiones sobre la vida y la muerte del mundo.
Cuando terminó, Mutti lo agarró del brazo.
—Me da igual lo que diga el ejército. ¡No quiero que vuelvas allí! Les diré que no he oído nada. ¡Qué piensen que te ha ocurrido algo!
—¿Y luego qué? —le preguntó Vater, mirándola fijamente—. ¿Me quedo aquí, confiando en que no vengan a detenerme?
—Nein! —contestó Mutti, la barbilla le temblaba—. ¡Te escondes! ¡Te escondes en el desván! Hay una puerta oculta en la pared donde puedes meterte si vienen a buscarte. Pondremos tu uniforme con los demás. ¡No lo sabrán nunca!
Christine agarró más fuerte la guerrera que tenía en el regazo.
—Si esta guerra sigue como hasta ahora —respondió Vater—, a lo mejor necesitas ese desván para esconder a nuestros hijos. Acabarán poniéndole un fusil en las manos a todo el que se mantenga derecho.
—Perdonadme —intervino Christine, al tiempo que se levantaba con las piernas temblonas—. Estoy agotada. Creo que voy a acostarme después de todo.
—Gute Nacht —le dijo su padre—. Yo también me retiraré pronto. Estoy deseando dormir en mi cama.
—Gute Nacht, Vater. —Christine le dio un beso en la mejilla—. Estoy contentísima de que hayas vuelto. Gute Nacht, Mutti.
Se dispuso a salir de la habitación, procurando no correr. «Él se negará a esconderse, ¿no?», pensó. «Ay, Vater, me encantaría que te quedaras, pero ¿qué haría con Isaac entonces? Tengo al menos una noche. Una noche en que Vater dormirá en su cama. ¿Y luego qué? ¿Nos veremos obligados Isaac y yo a marcharnos después de todo?». Había llegado a la puerta cuando su madre la llamó.
—¿Christine?
Christine dio media vuelta; el corazón le latía fuerte en el pecho.
—Ja? —contestó, procurando evitar el temblor de su voz.
—¿Qué haces con ese uniforme?
Christine bajó la vista; seguía agarrando la negra guerrera del oficial con ambas manos.