Capítulo 19

Durante los dos días siguientes, en cuanto los demás estaban distraídos con sus actividades diarias en la planta baja y en la primera, o mejor aún, si habían salido al huerto, Christine se apresuraba a subir para llevarle cosas a Isaac: una rebanada de pan, una patata hervida o la primera amarilla siempreviva de final de verano. Había ido a verlo unas cuantas veces por la noche, pero le pareció mejor subir con cuidado al desván sólo cuando no hubiera nadie en el segundo piso. Se pasaba el día esperando ocasiones de escaparse sin que nadie se diera cuenta. Mientras fregaba los platos o barría los pasillos no perdía de vista a su familia, segura de que percibían su impaciencia. Se obligaba a actuar y a moverse con normalidad, aunque su respiración era rápida y superficial y tenía los nervios agitados, como un pajarillo que pasara de puntillas por delante de un hambriento gato dormido.

El tercer día, después del desayuno, salió de la cocina con un huevo duro escondido en el bolsillo del delantal y fue por el pasillo para ver a Isaac. Tres insistentes llamadas en la puerta principal la hicieron detenerse. Se inclinó sobre el pasamanos y se asomó desde la escalera hacia la planta baja.

—¡Abra, Frau Bölz! —ordenó una apagada voz de hombre.

Christine se quedó paralizada, con las uñas clavadas en la baranda de madera. El hombre llamó de nuevo, más fuerte y con más firmeza cada vez. El tiempo pareció reducir su marcha a un lento paso de tortuga mientras el eco de los golpes retumbaba en el silencioso pasillo. Mutti salió de la cocina secándose las húmedas manos en un paño. Christine apartó con esfuerzo los dedos del pasamanos y fue hacia la sala, procurando que su madre no le viera la cara.

—¿He oído a alguien en la puerta? —preguntó Mutti.

—Yo… yo no he oído nada —contestó Christine, tratando de ocultar el temblor de su voz.

La pauta de tres enérgicas llamadas, seguidas por órdenes cada vez más fuertes de que abrieran, continuó mientras Mutti se desataba el delantal y bajaba deprisa la escalera. Christine volvió al pasamanos y se inclinó para ver a su madre abrir la puerta. Fuera, el Untersturmführer de los labios gordos y dos soldados armados se apostaron en la entrada bloqueándola, como si esperaran que alguien fuera a darse a la fuga en cualquier momento. Christine se tapó de un manotazo la boca y dio un paso atrás. Las axilas y la frente se le empaparon al instante de sudor frío.

—¿Qué desean? —preguntó su madre con la voz firme de una persona segura de no tener nada que ocultar.

—Nos falta un prisionero del campo de trabajo —vociferó el Untersturmführer—. Estamos registrando todas las casas y establos del pueblo.

Un ácido regusto subió al fondo de la garganta de Christine, que se acercó poco a poco a la baranda para mirar.

—Puedo asegurarle, Herr Untersturmführer —respondió Mutti—, que no hemos visto a ningún prisionero.

—Da igual —repuso el Untersturmführer—. Hemos venido a registrar su casa.

—Pero si lo hubiéramos llamado a usted enseguida, Herr Untersturmführer… —insistió Mutti.

—Se lo advertiré una vez y sólo una vez, Frau Bölz —dijo el Untersturmführer—: no debe usted interferir en asuntos del Estado. Una negativa a dejarme entrar en su casa tendrá como resultado su detención y será usted enviada a la cárcel. ¿Queda claro?

Ja, Herr Untersturmführer.

Mutti se echó a un lado.

El Untersturmführer pasó por delante de ella, rozándola, y se detuvo al pie de la escalera. Alzó la vista y echó una mirada feroz a los peldaños, como si midiera la culpabilidad de la familia sólo con inspeccionar el color de las paredes. Con un gesto de la mano indicó a los soldados armados que avanzaran. Los jóvenes obedecieron, con los tersos rostros desprovistos de toda emoción y las grandes metralletas apuntando hacia delante. Subieron como una flecha la escalera; sus botas marcaban fuerte cada paso en un unísono perfecto y ensordecedor. Christine quiso esconderse pero las piernas se le habían convertido en piedra. En lo alto de la escalera, los soldados la apuntaron con sus armas hasta que decidieron que no constituía una amenaza y siguieron adelante. Cuando entraron en la cocina vacía, Christine se agarró a la baranda por miedo a que se le aflojaran las piernas.

El Untersturmführer apareció en el descansillo con una mano en la Luger que llevaba enfundada a la altura de la cadera. Al ver a Christine se detuvo.

Guten Tag, Fräulein —le dijo, inclinando la cabeza y sonriéndole con sus dientes grises, como si se dirigiera a ella en una fiesta o en una merienda campestre a la orilla del lago—. Christine, ¿verdad? Veo que su madre se ha recuperado completamente. —Quitó la mano de la Luger y se la puso a Christine en el hombro. Ella sintió la caliente y sudorosa palma a través del vestido—. Estoy seguro de que una buena muchacha alemana como usted no tiene nada que esconder.

Christine puso una mano sobre el tibio huevo que llevaba en el bolsillo del delantal e intentó sonreír, aunque el resultado se aproximó más a una contracción nerviosa; los labios parecían movérsele de forma espasmódica, temblando.

El Untersturmführer le dio un achuchón en el hombro y entró en la cocina, con la guerrera del uniforme arrugada sobre las prominentes nalgas. Christine tragó saliva y cerró los ojos, procurando no vomitar. Al abrirlos su madre estaba mirándola con las cejas fruncidas y una silenciosa pregunta en el rostro.

Antes de que Christine pudiera decir nada, el Untersturmführer salió de la cocina con los soldados pisándole los talones.

—¿Dónde está su marido? —le preguntó a Mutti.

—Pues… no lo sabemos con seguridad —contestó Mutti—. Estaba con el Sexto Ejército y…

—¿Hizo lo honorable y murió por su país, o lo capturaron los rusos?

—Yo… yo no sé —respondió Mutti—. Yo…

Macht nichts! —exclamó el Untersturmführer, y sacó la porra que llevaba al cinto—. ¡Registrad la casa! —les ordenó a los soldados.

Hizo un gesto a Christine y Mutti para que los siguieran, y él se puso detrás, observándolas y empujándolas hacia delante con el extremo de la porra.

En la sala, Oma, Maria y los chicos debían de haber oído las pesadas botas en la escalera, porque cuando los soldados irrumpieron por la puerta estaban acurrucados en el sofá. Oma dio un grito ahogado y abrazó a los niños de forma instintiva. Karl escondió el rostro en su costado y soltó un chillido, con los ojos cerrados bien fuerte. Muy pálidos, Maria y Heinrich clavaron la vista en las metralletas que apuntaban hacia ellos. El Untersturmführer se les acercó con aire despreocupado y una mueca de desprecio en los labios. Levantó el costurero de Oma y lo puso boca abajo; el contenido cayó en una maraña de carretes, hilos y acericos sobre el regazo de la anciana.

—¡Fuera del sofá! —chilló.

Oma se levantó con dificultad y siguió a Maria y los chicos cuando estos corrieron atropelladamente al otro lado de la habitación. Los soldados volcaron el sofá, aplastando el costurero de mimbre debajo. Una vez convencido de que allí no se ocultaba nadie, el Untersturmführer revolvió el montón de uniformes de la cesta que estaba junto al sofá y fue tirando al suelo pantalones, camisas y guerreras. Después cogió los libros y leyó cada título antes de dejarlos caer y, por último, abrió el aparador y escudriñó entre los platos y las fuentes.

—¡Quédate aquí y vigílalos! —le mandó a uno de los soldados—. Ustedes dos vengan con nosotros —les dijo a Christine y a Mutti.

El cuerpo de Christine parecía haberse vuelto líquido. Los márgenes de la vista se le oscurecían y difuminaban como si estuviera mirando desde detrás de una cortina que se cerrara despacio. Mutti la miró y la agarró del brazo con el ceño fruncido de inquietud. Christine estaba segura de que su madre la sentía temblar.

Seguidos de las dos mujeres, el otro soldado y el Untersturmführer fueron a la planta baja y entraron en el recinto cubierto de las cabras, donde el soldado apuñaló los montones de paja con la bayoneta y volcó los cubos del agua. En el jardín, el Untersturmführer hizo trizas la puerta del gallinero y entró en el polvoriento interior con la Luger en la mano. De nuevo en la casa, vaciaron las patatas y manzanas de los arcones del sótano y pusieron patas arriba el dormitorio de Oma, sacando con violencia vestidos, faldas y ropa interior de los baúles y cómodas.

Christine se agarraba a las paredes y pasamanos mientras iba detrás, convencida de que se desmayaría a cada paso. Lo único que notaba era el peso del huevo en el bolsillo del delantal, rebotándole en la pierna mientras subía y bajaba las escaleras.

El soldado y el Untersturmführer registraron todos los dormitorios: tiraron de las mantas de las camas, destrozaron almohadas, sacaron camisones de dormir y camisas de cómodas y roperos y los tiraron al suelo. La madre de Christine se puso rígida cuando el soldado le dio un tirón a la caja donde estaba escondido el aparato de radio hasta sacarla de debajo de la cama. Luego apartó la caja para explorar bajo la cama, y la manta doblada encima resbaló un poco hacia un lado y dejó al descubierto uno de los diales. Mutti palideció pero, por puro milagro, el soldado y el Untersturmführer se olvidaron de la caja del rincón al salir al pasillo. Christine oyó que su madre soltaba bajito un estremecido suspiro, y, mientras la culpabilidad se le retorcía de miedo en el estómago, pensó: «La radio es el menor de nuestros problemas».

En el dormitorio de Christine, el Untersturmführer le gruñó en broma al viejo osito Steiff y le apretó la tripa dos veces. Al comprobar que no funcionaba lo lanzó con un gruñido a la cama y Christine tuvo que contenerse para no cogerlo y asegurarse de que la nota de Isaac siguiera bien metida dentro.

Después de registrar de arriba abajo hasta el último dormitorio del segundo piso, la comitiva salió al pasillo y se dirigió a la escalera. Christine empezó a pensar que tal vez no se quedara hecha un guiñapo en el suelo, después de todo. «Van a marcharse», se dijo, y por fin respiró, al tiempo que su palpitante corazón comenzaba a reducir la marcha. En ese instante, el Untersturmführer se paró a mitad del pasillo y señaló el techo.

—¿Qué hay allá arriba? —preguntó. Sin esperar respuesta, le hizo señas al soldado para que abriera la trampilla.

—El desván —contestó Mutti.

Durante una fracción de segundo todo se quedó en blanco. Christine estaba segura de que los hombres la veían tambalearse mientras se mordía fuerte la mejilla por dentro, intentando contener la oleada de terror que amenazaba con hacerla caer de rodillas. La mente se le desbocó. «¿Qué puedo hacer para distraer su atención?», se dijo.

El soldado abrió la trampilla, bajó la escalera de mano y subió al desván sin dejar de empuñar la metralleta. Con un gesto, el Untersturmführer les indicó a Mutti y Christine que fueran detrás. Christine no estaba segura de si tendría fuerzas para auparse. Durante un segundo, la única maniobra de distracción que se le ocurrió fue decir que le daban miedo los fantasmas. El Untersturmführer le lanzó su sonrisa de gordos labios y dientes grises al tiempo que le tendía una viscosa mano para ayudarla, y ella se apresuró a subir los peldaños hasta el desván sujetando la escalera con las dos manos. En cuanto se puso de pie, el Untersturmführer surgió por la trampilla del suelo a su lado, como un pútrido espíritu maligno que se levantara de una tumba abierta. «Si le doy una patada bien fuerte en la cabeza, —pensó Christine en un descabellado instante—, se caerá hacia atrás patas arriba y le manará sangre del cráneo cuando dé en el suelo». Antes de que pudiera actuar, el Untersturmführer se le acercó y se puso junto a ella, rozándole el antebrazo con el suyo.

—¿Qué es esta paja por todo el suelo? —le preguntó, al tiempo que la señalaba.

—Es para los pollitos —contestó Mutti.

Tras un último roce al brazo de Christine, el Untersturmführer y el soldado dieron una vuelta por el desván, abriendo de par en par las cajas y mirando dentro de la cómoda. El Untersturmführer pasó una mano por la librería que estaba ante la puerta oculta y alzó la mirada hacia los cabios y las polvorientas vigas. Christine trató de no apartar la vista del suelo, segura de que notarían el absoluto terror que se pintaba en su rostro. Por fin, convencido de que allí arriba no había nada, el Untersturmführer volvió a dirigirse hacia la trampilla. Christine se hizo a un lado cuando la rozó al pasar. El Untersturmführer le indicó al soldado con un gesto que bajara primero y luego él fue detrás de las mujeres.

—Avísenos si ve usted algo sospechoso, Frau Bölz —dijo cuando hubieron llegado a la planta baja—. Es por su propia seguridad.

Ja, Herr Untersturmführer —respondió Mutti—. Danke.

Antes de marcharse, el Untersturmführer ordenó a uno de los soldados que bajara de nuevo a la despensa y cogiera los dos panes de centeno de su escondrijo, en el cajón del viejo aparador. Cuando el soldado volvió con ellos, el Untersturmführer se los metió bajo el brazo con una satisfecha sonrisa, como si acabara de comprarlos en la panadería y tuviera todo el derecho del mundo a llevárselos. Los soldados salieron, pero él se quedó en el portal, y clavó los ojos en Christine con una penetrante mirada.

—Es su deber dar parte de todo lo que les parezca fuera de lo común, recuérdenlo —le dijo—. Si ven o saben algo y no lo denuncian, eso es un delito contra el Estado alemán. —Apartó bruscamente los ojos de Christine y miró a Mutti—. No querrá usted que un asqueroso judío venga aquí a aprovecharse de sus hijas, ¿verdad?

Nein, Herr Untersturmführer —contestó Mutti.

—Se me ha autorizado a ofrecer una recompensa a cambio de cualquier judío. Se esconden detrás de las paredes, ¿sabe?, igual que las ratas. A veces ni siquiera se sabe que están ahí hasta que es demasiado tarde.

Danke, Herr Untersturmführer —repuso Mutti—. Gott sabe que nos vendría bien el dinero.

Heil Hitler! —exclamó el Untersturmführer alzando la mano, y se marchó. Mutti cerró la puerta y se apoyó en ella.

—¿Estás bien? —le preguntó a Christine—. Estás temblando y blanca como el papel.

—Estoy bien —respondió Christine, con las rodillas a punto de doblársele—. Me dan miedo, nada más.

—A mí también me dan miedo, pero no tenemos nada que ocultar. ¿Por qué actuaba ese hombre como si te conociera?

—El día que me enteré de que iban a llevarse a Isaac, choqué con él en la acera.

—Debes tener cuidado. Es de las SS y puede hacer lo que se le antoje.

—Lo sé. Por eso estaba tan nerviosa.

A Christine le dolía mentir, pero ¿cómo confesar que había puesto en peligro a toda la familia? Desde que empezara la guerra hasta la última brizna de la energía de su madre se había dedicado a mantener viva a su familia. ¿Cómo decirle que una decisión instantánea, que había tomado ella sola, podría acabar con cuanto su madre se había esforzado tanto por proteger? Por otro lado, ¿qué alternativa tenía? ¿Debía dejar morir a Isaac sin más?

Mutti le dio un beso en la frente, al tiempo que le masajeaba los hombros con sus fuertes manos. A Christine empezaron a castañetearle los dientes a medida que la adrenalina salía de su organismo y la dejaba débil y llorosa en brazos de su madre. La suave mejilla de Mutti y su casi imperceptible pero familiar aroma a Nudeln y lechoso jabón ofrecían un brutal contraste con los abruptos vaivenes de las crispadas emociones de Christine.

Durante el resto del día trabajaron juntas; volvieron a meter la ropa en los roperos e hicieron de nuevo las camas, intentando borrar el allanamiento anterior. Christine se sentía agotada, como si llevara semanas sin dormir. La conciencia de que ahora llevaba las vidas de todos sobre los hombros le resultaba casi insoportable. No vio a Isaac hasta aquella noche, cuando todos estaban dormidos.

Al entrar por la puerta oculta vio que Isaac estaba apoyado contra la pared; su cara era una espiral de luz y sombra al resplandor de la vela.

—¿Estás bien? —le preguntó Christine, mientras se sentaba junto a él—. ¿Oíste lo que pasaba?

Ja —contestó Isaac—. ¿Tú estás bien?

—Lo estaré con el tiempo. A lo mejor dejo de temblar el año que viene, no sé cuándo exactamente.

—Cuando oí gritos y que estaban tirando los muebles por todos lados, supe que teníamos problemas. Me tumbé en el suelo e intenté no mover ni un músculo, creo que estaba conteniendo la respiración porque casi perdí el sentido. Cerré los ojos, nada más, y recé. Lamento poneros a ti y a tu familia en peligro.

—No has sido tú, fui yo. —Christine se apoyó en su hombro—. Pero llevo todo el día pensando en ello, desde que los soldados se fueron, y no sé qué otra cosa podía haber hecho. Tenía que salvarte. No tenía elección. Te amo. ¿De qué servimos ninguno si no estamos dispuestos a morir para salvar las vidas de otras personas, en particular de las personas a las que amamos?

—No todo el mundo es tan valiente como tú. El miedo es lo que mueve a la mayoría de la gente. Yo debería marcharme. Debería salir de aquí.

—Yo estaba pensando lo mismo. —Se sentó sobre los talones y lo miró de frente—. Me siento muy mal al ponerlos a todos en tanto peligro. Y tú estarías más seguro fuera de Alemania. Podríamos marcharnos en mitad de la noche y viajar sólo cuando haya oscurecido. Saldremos de este país destrozado por la guerra.

—Tú no vienes conmigo.

Ja —le aseguró ella con voz firme—. Sí que voy contigo. Ya me he arriesgado mucho, y estoy decidida. Digas lo que digas, no vas a convencerme de que no lo haga. Reuniré las cosas que necesitaremos: ropa de abrigo de mi padre para ti, un poco de comida… Miraré en los viejos libros de texto de Karl y Heinrich para buscar un mapa, y calcularemos hacia dónde ir. Si vamos siempre por los bosques…

—Espera un momento, no corras tanto. Tenemos que pensarlo. Necesitamos un plan, si no, no saldrá bien.

—A eso me refiero, a hacer un plan. Pero debemos irnos pronto.

—No sé. Tengo que pensarlo detenidamente. No podemos marcharnos así, sin más, siguiendo un impulso.

Ja, pues entonces este es el plan: tú lo piensas y yo empiezo a preparar las cosas.

Isaac meneó la cabeza, con una débil sonrisa en el rostro.

—Te amo —dijo Christine—. Gute Nacht.

Luego lo besó lenta y apasionadamente antes de bajar a dormir.

Cuando la sirena antiaérea empezó a emitir su agudo y resonante aullido a las cuatro y media de la madrugada, Christine creyó que formaba parte de su sueño. En su mente, ella e Isaac estaban en un huerto bañado de sol, recogiendo las ciruelas más grandes que había visto nunca. Las abejas zumbaban perezosas en la cálida tarde y se posaban en las blancas flores de edelweiss y en las flores color rosa de los lupinos que crecían silvestres por el borde del césped. El zumbido de las abejas aumentaba de volumen cada vez más en sus oídos, en un irregular sucederse de agudos y graves, hasta que se convirtió en el discordante alarido de una sirena antiaérea.

—¡Tenemos que escondernos! —le chilló a Isaac en su sueño.

Pero él no la oía. Se limitaba a seguir sonriéndole y recoger ciruelas.

Luego la vuelta a la consciencia borró la cara de Isaac, y el soleado huerto se desvaneció sustituido por las oscuras paredes de su dormitorio. Christine vio la familiar franja de luz de luna que entraba por los bordes del papel negro que cubría en la ventana, pero tardó unos instantes en darse cuenta de que el sonido de la sirena era de verdad. Al percatarse por fin, se le hizo un nudo de terror en el pecho. Estaba en su cama, en plena noche, la sirena antiaérea sonaba e Isaac estaba atrapado en el desván. No le daba tiempo a subir hasta allá arriba para sacarlo. Tenía que ayudar a sus hermanos. Además, ¿adónde iba a ir él?

Salió de la cama de un salto, se puso el abrigo sobre la ropa y fue corriendo al pasillo. Todos se dirigían ya a la escalera. Agarró la mano de Karl y, detrás de Maria y Heinrich, bajaron las escaleras y salieron. Mutti ayudó a Oma a bajar más deprisa los escalones y los cuatro hermanos, cogidos de la mano, se adentraron corriendo en la noche. Christine echó un vistazo por encima del hombro hacia el desván de la casa, estirando el cuello para escudriñar el negro cielo por encima de los tejados.

—¿Qué haces? —le chilló Maria—. ¡Vamos! Mach schnell!

El agudo silbido de la primera bomba que caía atravesó con estruendo la noche justo cuando entraban en el refugio. Al cabo de un minuto entero, Oma y Mutti al fin aparecieron en la entrada; los sonidos de las detonaciones las impulsaron adentro. Herr Weiler cerró bien la puerta, y todo el mundo se quedó completamente inmóvil, con los hombros encorvados, esperando.

Christine cerró los ojos y rezó una oración en voz baja.

Lieber Gott, bitte, bitte. No dejes que ninguna bomba caiga en nuestra casa.

Tras unas cuantas explosiones iniciales oyeron pasar por encima los retumbantes motores de los aeroplanos, pero ninguna bomba estalló cerca. Durante la hora siguiente se escuchó un intermitente cañoneo antiaéreo y aviones que volaban bajo, aunque las detonaciones sonaban apagadas y lejanas, como si el ataque tuviera lugar al otro extremo del valle.

—¿Te parece que están lejos? —le preguntó Christine a Maria—. ¿Que nos han pasado por alto?

Ja —respondió Maria—. Parece que han pasado por alto la base aérea también.

Al cabo de otra hora sonó el final de la alarma y los vecinos salieron del refugio. Un ligero olor a azufre invadía el aire. Un incendio ardía a las afueras del pueblo, hacia la base aérea, pero las calles estaban despejadas. Mientras Christine y su familia subían la cuesta hacia la casa, Christine se preguntó si todos los habitantes de la tierra tendrían solo cierto número de oraciones que les eran atendidas porque, de ser así, estaba segura de que a ella estaban a punto de agotársele.