Aquella noche el sueño de Christine estuvo lleno de pesadillas. Soñó que alguien la perseguía en la oscuridad por un pueblo bombardeado, entre incendios y voces de niños que la llamaban a gritos. No lograba encontrarlos, y quienquiera que la persiguiese deseaba su muerte. Lo último que recordaba era que su padre la llamaba desde el interior de un edificio en llamas; su voz lanzaba gritos de intenso dolor mientras se quemaba vivo. Despertó temblando y cubierta de sudor. Amanecía.
Incapaz de volver a dormirse, se levantó, se vistió y salió al gallinero a recoger los huevos. De vuelta en la cocina, tras cocer dos huevos para el desayuno de Isaac y cortarse su ración diaria de pan moreno, preparó una lata de infusión y puso en una cesta de mimbre las rebanadas de crujiente pan, los huevos duros, un platillo, una vela de sebo y una caja de cerillas. Por último se quitó los zapatos, cruzó con cautela los pasillos y subió al desván. Una vez dentro, cerró de un tirón la trampilla de la escalera de mano. La librería vacía no pesaba mucho y se deslizó fácil y silenciosamente, y la puerta se abrió sin dificultad. Isaac dormía aún, con la cabeza y los hombros cerca de la puerta y la boca entreabierta. «Debe de estar agotado», pensó Christine sin decidirse a despertarlo. Pero tenía que bajar de nuevo antes de que todos se levantaran y empezaran a buscarla, de modo que se arrodilló en el suelo y lo sacudió por el hombro con suavidad. Él se sobresaltó y, sin estar seguro de dónde se encontraba, le agarró la muñeca.
—Isaac, no pasa nada —susurró ella—. Estás a salvo.
La cara del joven se relajó, y la soltó.
—Perdona —dijo—. Se me olvidó dónde estaba.
—Macht nichts. Te he traído algo para desayunar, pero tengo que volver a bajar antes de que Mutti se levante.
Metió la cesta al otro lado de la puerta y sacó el platillo, la vela y las cerillas.
—Danke, Christine.
Ella le pasó la vela y las cerillas.
—Para que no tengas que desayunar a oscuras.
Isaac se arrodilló, encendió la corta mecha y colocó la vela encendida en el platillo que Christine había dejado en el suelo.
—¿Has dormido bien?
—Mejor de lo que había dormido en mucho tiempo.
—Luego vendré otra vez.
—Estaré deseándolo.
Tan rápida y silenciosamente como pudo, Christine cerró la puerta, corrió la librería de nuevo hasta su sitio y se apresuró a bajar por la escalera de mano. Contuvo el aliento al plegar la escalera y volver a cerrar la puerta del desván, atenta a cualquier ruido procedente de los dormitorios. De puntillas, le dio a la puerta del desván un último empujón y entonces lo oyó: el crujido de la cama en el cuarto de su madre. Bajó volando la escalera, agarrada el pasamanos por si resbalaba en los encerados peldaños, e instantes después de que pusiera a cocer el resto de los huevos, su madre entró en la cocina.
—Buenos días —dijo Mutti—. ¿Cuántos huevos hemos tenido hoy?
En un solo y hábil movimiento, Mutti se puso el delantal por la cabeza, se ató las cintas detrás de la espalda y fue a la hornilla a mirar en la olla hirviendo.
—Me temo que sólo diez —contestó Christine, aunque le dolía mucho tener que mentirle—. Pero que otro se tome mi parte, no tengo mucha hambre esta mañana.
Mutti le puso una mano en la frente.
—Sí que estás un poco colorada. ¿Te sientes mal? ¿Por eso te has levantado tan temprano?
—Nein, estoy bien. Es que no podía dormir, así que decidí levantarme pronto. —Le dio la espalda y se puso buscar los platos en los armarios, temerosa de que su madre le notara la verdad en los ojos—. ¿Vamos a trabajar fuera hoy? —le preguntó, intentando parecer despreocupada—. ¿No tienen que limpiar Karl y Heinrich el redil de las cabras? ¿Y no es hora de que plantemos una segunda cosecha de guisantes y rábanos?
Mutti fue al fregadero a llenar el hervidor del agua.
—Nein, hoy no. Oma quiere trasplantar unas margaritas amarillas en la tumba de la familia de Opa esta mañana. Ya sabes que no puedo dejar que lo haga sola.
—Claro que no. Yo me quedaré aquí y trabajaré en el huerto, y así nos aseguramos de conseguir una cosecha de otoño. Hace un tiempo perfecto.
—Maria puede quedarse a ayudarte. Pero los niños querrán venir conmigo.
—Nein! —contestó Christine, en voz demasiado alta. Su madre se dio la vuelta en el fregadero para mirarla con las cejas alzadas—. Es decir… Maria también querrá ir. Ya sabes lo unida que estaba a Opa. A lo mejor se disgusta si no la llevas. Tú sabes que a mí me da igual trabajar sola.
Mutti dio un suspiro.
—Como quieras. Macht nichts por mí.
Karl y Maria entraron en la cocina para desayunar, bostezando y frotándose los ojos. Oma y Heinrich llegaron a paso lento al cabo de unos minutos. Durante la siguiente media hora, la cocina fue un frenesí de actividad; todo el mundo hablaba y comía y alargaba la mano por encima de la mesa para coger pan y huevos y leche de cabra. Christine hizo todo lo posible por actuar de forma normal, y ayudó a Karl a pelar el huevo pasado por agua, pasó la sal con pulso firme y participó en las conversaciones sobre el tiempo y las noticias más recientes de la guerra.
—¿Viste lo que pasó con los prisioneros ayer? —le preguntó Maria.
Christine estuvo a punto de atragantarse con el té.
—Nein —respondió, tosiendo.
—Pero si te vi salir justo cuando sería más o menos esa hora —le dijo Maria, frunciendo el ceño.
—Nein, por la mañana fui al jardín de atrás.
—Saliste por la puerta principal —insistió Maria—. Y te dirigiste a la calle.
Christine carraspeó. Estaba convencida de que todos habían estado demasiado ocupados como para darse cuenta de que se escabullía.
—Ah, es que fui a ver si conseguía harina, pero recordé que ya habíamos usado el cupón de racionamiento de este mes.
—¿Qué pasó con los prisioneros? —preguntó Heinrich.
—Eso no es conversación propia del desayuno —intervino Mutti.
Untó de mermelada su pan al tiempo que miraba a Maria, pero esta contestó:
—No estoy segura, pero vi mujeres limpiando sangre de la calle.
—Ya está bien —le dijo Mutti en tono de reprimenda.
—Oí decir que a algunos los mataron a tiros —insistió Heinrich—. Pero unos cuantos escaparon también.
—Pues recemos una oración por esos pobres desdichados y acabemos con esta conversación —respondió Mutti.
—Ja —convino Christine. Las rodillas le temblaban debajo de la mesa—. Recemos una oración.
Después de desayunar, los demás emprendieron la larga caminata hacia el cementerio. Christine se quedó mirándolos hasta que desaparecieron por la esquina. Mutti y Maria cargaban con cubos de plantones de margaritas amarillas, y la larga falda de Oma oscilaba de acá para allá mientras andaba arrastrando los pies. Karl y Heinrich corrían por delante, dándole patadas a una piedra, felices de estar por las calles. En cuanto se perdieron de vista, Christine subió corriendo al desván.
—¿Cómo ha estado el desayuno? —le preguntó a Isaac, al tiempo que metía la lata de té vacía en la cesta.
—La comida más deliciosa que he tomado jamás, danke.
—Se han marchado todos. ¿Quieres bajar a darte un baño? He encendido la lumbre para calentar agua, la bañera está dispuesta en la cocina y te daré ropa de mi padre.
—Sería maravilloso. ¿Estás segura?
—Pero tendrás que darte prisa.
Se apresuraron a bajar, aunque Christine miraba por encima de los pasamanos y a los pasillos antes de hacerle señas para que la siguiera. Ya en la cocina, corrió los visillos y puso una toalla limpia en una silla. Isaac la ayudó a coger los humeantes cacharros de la hornilla para llenar la bañera de agua hirviendo.
—Cierra la puerta —le dijo Christine, y le pasó la llave mientras retrocedía hasta el pasillo—. Por si las moscas.
Tras dejarlo solo para que se bañara, fue al dormitorio de sus padres a buscar entre la ropa vieja de Vater; se asomó a la ventana un centenar de veces. No contaba con que su familia volviera antes de hora y media por lo menos, pero no podía dejar de mirar por si acaso. Eso la hizo pensar en Herr Eggers, asomado a la ventana el día que Christine vio por primera vez el cartel nazi en el viejo establo. Le había preocupado tanto que la entregara a la Policía si destrozaba una propiedad nazi que se abstuvo de arrancar el cartel. Ahora aquello, junto con el hecho de que hoy estaba infringiendo la ley al quemar leña de más, le parecía un juego de niños comparado con ocultar a un prisionero judío fugado. Casi le produciría risa la ironía de la situación si no estuviera vibrando de inquietud. Sacó las camisas y pantalones de su padre, cogió lo que buscaba y volvió a dejar lo demás exactamente igual. Cuando bajó de nuevo, se quedó en la puerta de la cocina.
—¿Has encontrado la navaja de afeitar?
—Ja —contestó Isaac—. Casi he terminado.
Christine oyó chapoteos y se figuró el escuálido cuerpo de Isaac metido en la humeante bañera, lo que debería de significar para él usar jabón y agua caliente después de tanto tiempo, cómo la tierra y la mugre le desaparecían de la piel, y cómo las llagas de sus pies quedaban bien limpias. Estaba deseando entrar para lavarle la espalda y la sombra de pelo de la cabeza, para afeitarle la sucia barba del mentón. El corazón empezó a palpitarle al recordar el ardor de la pasión que habían compartido en la bodega, los duros músculos de los brazos y el pecho de Isaac, la avidez de los besos con la bocas abiertas…
—Tengo la ropa —dijo.
—Ja, voy.
La puerta se abrió, y por una rendija asomó una mano mojada.
Al cabo de unos minutos Isaac la dejó entrar. Estaba junto al fregadero subiéndose las mangas de la camisa azul de Vater, un viejo par de pantalones de faena le bailaban en el flaco cuerpo. Tenía la cara colorada y brillante, y la suciedad y la barba incipiente habían desaparecido. Incluso con los pómulos y la mandíbula más marcados, seguía siendo guapo. Christine sintió ganas de volver arriba con él, tenderse en el escondite del desván y dejar que le hiciera el amor para olvidarse de todo. Entonces se fijó en una cosa que el joven tenía en el brazo.
—¿Qué es eso?
Isaac le dio la vuelta a la muñeca para mirar la mancha del interior del antebrazo, pero no le hizo caso y empezó a vaciar la bañera.
—Es un número.
—Déjame ver.
Él volvió el brazo.
—En el campo de concentración numeraban a los trabajadores.
Christine pasó un dedo por las cifras: 1071504.
—¿Por qué no se te ha quitado al bañarte?
—Está escrito con tinta en la piel; no se borra.
Ella alzó hacia él sus llorosos ojos.
—No significa nichts —dijo Isaac—. No es importante. No cambia nada de mí.
Christine le cogió la mano y se rodeó la cintura con su brazo, sintiendo el calor que irradiaba la piel de Isaac, los tensos y duros músculos de su estómago pegados a los de ella. Él se la acercó más y le acarició la cara, pasando los dedos por su cabello, sus pómulos, sus labios. Luego la besó, y ella correspondió a su beso, apretándose tanto a su cuerpo que apenas podía respirar. Un quejido brotó del fondo del pecho de Isaac, que le puso una mano en el seno y empezó a investigar con los dedos a través de la blusa. Christine dio un grito ahogado y comenzó a temblar. Los años de miedo y separación se deshacían en pasión y anhelo. Se le saltaron las lágrimas tras los párpados cerrados, y una extraña sensación de volver a despertar, como si le devolvieran el alma, llenó su abrasado y vacío cuerpo. Finalmente Isaac apartó la boca y la miró, con los ojos brillantes de llanto.
—Te he echado muchísimo de menos —dijo.
—Yo también te he echado de menos.
—Te amo. Siempre te he amado y siempre te amaré.
Y volvió a besarla, con los labios entreabiertos y húmedos, mientras sus manos le amasaban el seno tan fuerte que resultaba casi doloroso. Christine le puso las manos en la nuca, pegó su boca a la de él y sintió un repentino calor que se agitaba en lo hondo de la pelvis. Por fin, se obligó a apartarse.
—No podemos —dijo, meneando la cabeza—. Tengo que llevarte arriba antes de que vuelvan todos.
—Tienes razón —respondió él con el pecho palpitante—. Perdona.
—No me pidas perdón. Prométeme tan sólo que no volverás a dejarme nunca.
—No tuve elección.
—Lo sé. —Christine puso la cabeza sobre su pecho—. Pero tú prométeme que, pase lo que pase, no dejaremos que nada vuelva a separarnos.
—Más vale que me vaya arriba otra vez.
—Prométemelo —insistió Christine, y alzó la vista hacia él.
—No me pidas que haga eso. Sabes que no puedo. Ya nada depende de nosotros.
Después de llevar a Isaac de nuevo al desván Christine volvió a la cocina, la puso en orden y limpió las gotas y los charcos de agua del baño que habían quedado en las baldosas. Luego quemó el uniforme de Isaac en el fogón, intentando no chamuscarse las manos mientras metía la puerca tela de rayas apelotonada en el fuego. Le picaba la nariz con su seboso y negro hedor que la hacía pensar en la muerte. Sintió náuseas y, con una mano sobre la boca, abrió las ventanas, confiando en que los vecinos no notaran el olor. Después de secar los cacharros y la bañera, y de asegurarse de que hasta el último jirón del horrible uniforme hubiera quedado destruido, salió a plantar guisantes y rábanos.
Cuando la última semilla quedó espaciada, cubierta de tierra y bien apisonada, primero con el azadón y luego con los diminutos pasitos que ella misma dio sobre las hileras, Christine hincó un palo en la tierra al final de cada fila y fue a coger la regadera. La lata de regar estaba escondida junto a la leñera, detrás de un montón de leña y junto a un barril de agua de lluvia situado bajo un canalón que bajaba del tejado. Con ayuda de un cazo, Christine llenó de agua del barril, algo salobre, la regadera y regresó al huerto para empapar bien todas las hileras de tierra recién sembrada.
En el tercer viaje de vuelta al huerto con la lata de regar, y justo cuando estaba a punto de abrir la puerta, oyó algo que la hizo quedarse completamente inmóvil. Unas desconocidas voces masculinas subían flotando por la calle y se acercaban. Al ver aparecer las gorras de plato y los uniformes negros de unos miembros de las SS en lo alto de la cuesta, Christine giró sobre sus talones y volvió a toda prisa a la leñera, donde dejó la regadera y cogió unos troncos, sin hacer caso a los arañazos que las cortezas le dejaban en los brazos desnudos. Mirando por encima de los hombros, vio al Hauptscharführer de ojos azules y al gordo Untersturmführer con quienes había tropezado cuando regresaba de casa de Isaac. Ambos subían la calle dando grandes zancadas, con la mirada puesta en las ventanas y los tejados. Cada cuatro o cinco pasos se detenían y señalaban con índices enguantados de negro. Cada vez que paraban, el Untersturmführer anotaba algo en una libreta, y luego seguían andando.
Christine fue deprisa hacia la puerta principal de la casa, y dos leños se le resbalaron del montón que llevaba en brazos. Sin mirarlos siquiera, siguió adelante, estrechando el resto de la leña contra el pecho, hasta verse dentro. Una vez estuvo al otro lado de la puerta, se apoyó en la pared y esperó un momento; el corazón le latía rápido. Después fue al piso de arriba, soltó la leña junto a la estufa y escudriñó por las cortinas de la sala. Para su alivio, en la calle no había nadie.