A las doce y media de la noche, cuando por fin estuvo segura de que todos estaban dormidos, con cautela y sin zapatos Christine fue al jardín. Abrió la puerta del oscuro gallinero, entró y echó un vistazo a las plumosas formas de las gallinas que dormían posadas en lo alto de los palos.
—¿Isaac?
No hubo respuesta.
—¿Isaac? —lo llamó de nuevo, esta vez más fuerte.
Tampoco hubo respuesta, y Christine se puso una mano sobre el corazón con la sensación de que le hubieran sacado el aire de los pulmones. Isaac no estaba allí. Su primer pensamiento fue salir corriendo a buscarlo, pero de repente lo vio delante de ella, saliendo de las sombras.
—Temía que te hubieras marchado —le dijo.
—Aún estoy aquí, aunque no debería. Estoy poniéndoos en peligro a ti y a toda tu familia. He de irme.
—Tú no te vas. Si te cogen, te matarán. Además, ¿adónde vas a ir?
—Cruzaré con sigilo la ciudad y me esconderé en el desván de mi casa.
—¿Y cómo conseguirás comida? ¿Vas a ir a comprar embutidos y pan? No tienes dinero. No tienes ropa. ¿Y si alguien te ve y te entrega a la Policía? Además los oficiales de las SS se han instalado en casas de tu barrio, probablemente den cenas en tu comedor.
—Bueno —contestó Isaac, ceñudo—, pues bajaré en mitad de la noche sin hacer ruido y les cortaré el pescuezo mientras duermen.
—Eso que dices no tiene sentido. No le harías daño a una mosca, y menos aún a otro ser humano.
—Los nazis no son humanos. Son monstruos.
—Lo sé. Perdona. Pero por ahora vamos a preocuparnos tan sólo de llevarte a un lugar seguro. Vamos, sígueme.
Christine se puso un dedo en los labios y lo hizo meterse en la casa, sujetándole la puerta mientras entraba en el pasillo de la planta baja. Al cabo de unos cuantos pasos Isaac se detuvo y se señaló las destrozadas botas. Christine esperó mientras se las quitaba y dio un grito ahogado al ver las llagas abiertas y las supurantes ampollas que tenía en los sucísimos pies. Tras coger las botas en una mano, Isaac le hizo señas de que siguiera. Subieron sin hacer ruido los dos tramos de escalera, bien pegados a las paredes y con la vista puesta en las puertas de los dormitorios.
En el pasillo del segundo piso, Christine abrió una trampilla en el techo y bajó la escalera plegable del desván. Cada crujido le hacía dar un respingo, y su respiración era rápida y superficial. Cuando los peldaños se extendieron del todo, le hizo un gesto a Isaac para que subiera y fue detrás de él.
Una vez en el desván, Christine tiró de la cadena de la desnuda y polvorienta bombilla que colgaba de las vigas del techo. La habitación se llenó de una tenue luz que dejaba los rincones sumidos en profundas sombras y marcaba ojeras en el rostro de Isaac. El último piso de la vieja casa estaba casi vacío, salvo por unas cuantas cajas, una librería sin libros y una cómoda coja a la que le faltaban los tiradores. Junto a una pared había un ponedero de cuatro casillas y paja seca esparcida por el suelo formando un irregular semicírculo. El aire estaba lleno del olor, nada desagradable, a madera vieja y polvo tibio.
—No pises fuerte —susurró Christine—. La habitación de mis padres está justo ahí. —Señaló la esquina trasera derecha—. A veces mi madre nos manda traer los pollitos aquí arriba para que estén seguros. Pero este año no tenemos que preocuparnos porque no tenemos gallo. Y tampoco tenemos que preocuparnos por si Mutti sube.
—¿Cómo estás tan segura?
—De pequeña le daba miedo el desván porque su Opa le contó una historia de fantasmas sobre uno de sus tíos. Creo que lo atropelló un carro y lo decapitó, y mi Ur-Opa le dijo a Mutti que su fantasma se pasea por aquí arriba con la cabeza bajo el brazo. Ahora ya tiene la costumbre de no subir. Por suerte, Mutti no me contó la historia hasta que tuve edad suficiente para no asustarme.
—Pues ahora el asustado soy yo —le respondió Isaac en un susurro, sonriendo.
Christine esbozó un gesto de cómica incredulidad y se dirigió de puntillas hacia un extremo del desván, al tiempo que le hacía señas para que la siguiera. Bajo el extremo oeste del tejado la pared parecía igual que en el extremo este, pero al acercarse vieron el contorno de una baja puerta cuadrada.
—Estarás estrecho aquí dentro —dijo Christine, al tiempo que introducía las puntas de los dedos en la rendija y tiraba del borde de la puerta—. Pero durante el día, si todos se marchan, o al menos si no están en el segundo piso, subiré y te dejaré salir para que estires las piernas. La puerta no se abre desde dentro, y cuando estés ahí voy a poner esa estantería delante. No podrás salir. —Lo miró esperando una reacción pero no hubo ninguna—. Si hay un ataque aéreo, no podré sacarte.
—Me arriesgaré.
La zona vacía que quedaba al otro lado de la puerta era larga y estrecha, más o menos de un metro de ancho, y la empinada pendiente del tejado impedía que Isaac pudiera ponerse derecho. Pero el espacio abarcaba toda la anchura de la casa, de modo que había mucho sitio para que se tendiera.
—He subido una manta vieja y te traeré todo lo que mi madre no eche de menos. A lo mejor encuentro unos trapos para que el suelo esté un poco más blando, y toma… —Metió la mano dentro de la puerta y sacó una palangana metálica azul moteada de manchas negras—. Antes también subí esto. Mi madre la deja en el huerto para recoger verduras. Es lo único que he encontrado para que lo uses como Klo.
—¿No crees que vaya a echarla de menos? —preguntó Isaac, dándole la vuelta a la palangana entre las manos.
—Supondrá que la han robado.
—Vielen Dank… por todo.
—Siento que no vayas a estar más cómodo…
—Si hubieras visto el lugar de donde vengo comprenderías lo maravilloso que es esto.
—¿Era horrible, Isaac?
Isaac dejó la palangana en el suelo junto a la manta. Cuando se enderezó, su rostro estaba tenso.
—Era un infierno en vida.
—He oído rumores de que la gente se muere en Dachau. Después de ver cómo les pegan y les disparan a esos trabajadores hambrientos…
—Es peor que eso. Es peor de lo que imaginas. Nosotros creíamos que nos enviaban a campos de trabajo, pero al llegar vimos la verdad. Para entonces era demasiado tarde. Estábamos atrapados.
—¿Qué quieres decir con eso de que visteis la verdad?
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
—Nein —respondió Christine, y bajó la mirada—. Pero dímelo de todas formas.
Isaac se sentó sin fuerzas en el suelo y se apoyó en la pared del desván, con las flacas muñecas apoyadas en las rodillas y el demacrado rostro de un enfermizo color marrón amarillento bajo el polvoriento resplandor de la bombilla. Christine se recogió la falda en torno a las piernas y se sentó delante de él. Le temblaba el cuerpo mientras esperaba lo que Isaac fuera a decir.
—Cuando bajamos del tren, los guardias separaron a las mujeres y niños de los hombres, a los jóvenes de los viejos, a los enfermos de los sanos. Alejaron a mi madre y a mi hermana de mi padre y de mí como si fuesen ovejas que apartaran de un rebaño para sacrificarlas. Nos quitaron las maletas, los relojes, la ropa que llevábamos puesta, el pelo de las cabezas… —Dejó de hablar y se acarició el interior de la muñeca izquierda con las cejas fruncidas, como si se le olvidara algo. Al cabo de un instante prosiguió—. Cuando nos mandaron a los barracones que nos habían destinado no vi a ninguno de los ancianos ni de los niños del tren, y me figuré que los habrían enviado a otra parte del campo. Y además me separaron de mi padre. No lo vi por ninguna parte. Los demás prisioneros intentaron contarnos lo que pasaba. Nos dijeron que los miembros de las SS que se encargaban de custodiar los campos de concentración se llamaban las Totenkopfverbände, las Unidades de la Calavera, y con razón. No los creímos. Pero por la mañana, cuando salió el sol, vimos las chimeneas. Entonces supimos que estaban contando la verdad. Al ver el humo negro que arrojaban al cielo fue cuando comprendimos lo que de verdad estaban haciendo los nazis.
Christine contuvo el aliento, no estaba segura de querer que Isaac continuara. Él vaciló, y la joven vio la tensión de su cara mientras se debatía entre si debía contárselo o no. Pero al final prosiguió en un agudo y forzado cuchicheo, como si llevara esperando una eternidad para decirle a alguien, a cualquiera, la tremenda verdad. Como si intentara no gritar.
—Están asesinando a millares de personas. Junto con judíos, están matando gitanos, tullidos, débiles mentales, ancianos… Los gasean y luego queman los cadáveres en hornos gigantescos; a menos que los prisioneros les sean de alguna utilidad, y aun así, los hacen trabajar hasta la muerte.
Christine se puso con fuerza una mano sobre la boca, mientras sentía que una masa repugnante se desenrollaba en su estómago, como una serpiente cubierta de aceite que subiera de las cloacas. Cuando el impulso de vomitar hubo pasado, tragó saliva y dijo:
—Mein Gott. ¿Cómo es posible algo así? ¿Cómo se salen con la suya?
—Les dicen a todos lo que nos dijeron a nosotros, que nos mandaban a campos de trabajo. Tiene lógica por supuesto: estamos en guerra. Y todo el mundo sabe que, para los nazis, los judíos no son más que mano de obra gratuita.
—Y al no encontrar a tu padre, ¿pensaste que lo habían matado enseguida?
—Ja —contestó Isaac—. Durante meses creí que a mi padre lo habían enviado a los hornos. Tampoco estaba seguro respecto a mi madre y a mi hermana. Por la valla que separaba los barracones veíamos una parte del lado de las mujeres, pero nunca vi a ninguna de las dos, aunque miraba todos los días.
—¿Cómo diste con tu padre?
—Los primeros cuatro meses tuve que trabajar en los campos, sacando piedras de la tierra con las manos. Después me trasladaron a la cantera, y allí fue donde lo vi por fin. Quise acercarme corriendo a él, pero ni siquiera pudimos hablar. Los guardias siempre estaban vigilando.
—¿Conseguiste hablar con él?
—Sólo nos veíamos en la cantera, pero intentábamos alargar la mano para coger una pala o una carretilla al mismo tiempo, o rozarnos los hombros al pasar, sólo para tocarnos. Cada vez que me veía, mi padre se ponía la mano sobre el corazón y sonreía.
De los ojos de Isaac caían lágrimas. Christine le puso una mano en el brazo, pero él se estremeció y se apartó.
—¡Ni una sola vez, ni una sola vez en once meses me he quitado esta ropa! —exclamó, dándose en el pecho con los dedos—. ¡Nos trataban como a animales! De vez en cuando nos regaban con una manguera y volvían a raparnos las cabezas, pero no teníamos dónde lavarnos. No había cuartos de baño, solo una zanja en el patio fuera de los barracones. Nuestras dependencias estaban asquerosas y atestadas de personas. Todos los días morían hombres de tifus y disentería. El día que llegué a Hessental para reconstruir la base aérea fue la primera vez que usé una letrina de verdad desde que salimos de casa. Y las raciones aquí son más grandes. Allá en Dachau nos daban un cucharón de caldo y una rebanada de pan duro al día. Nos alimentábamos de insectos y roedores. Los hombres se peleaban por el reseco cuerpo de un ratón muerto.
—Basta, Isaac. Bitte —dijo Christine—. No lo soporto.
—No debería habértelo contado. Es que yo… yo nunca pensé estar aquí. Creía que jamás volvería a verte. Estaba seguro de que me moriría en aquel lugar horrible y hediondo.
—No te preocupes. No te preocupes. Ahora ya estás a salvo.
Isaac se cubrió los ojos con las palmas de las manos. Al cabo de unos minutos, exhaló, muy despacio y muy fuerte, dejando caer los hombros como si lo hubieran desinflado.
—¿Y tu padre? —le preguntó a Christine, secándose las lágrimas—. ¿Lo han llamado a filas?
—Ja. Hace dos años que no tenemos noticias suyas. Estaba con el Sexto Ejército en Stalingrado. Ahora no sabemos si está vivo, si es prisionero de guerra o si…
—Estoy seguro de que regresará sano y salvo.
«Ya estamos otra vez», pensó Christine. «Alguien diciendo lo que la otra persona necesita oír». No obstante, lo agradeció. Con todo lo que Isaac había pasado, aún se preocupaba por sus sentimientos.
—Mañana por la mañana te traeré más huevos duros, y pan y mermelada de ciruela. Te traeré ropa limpia y una palangana con agua caliente y jabón.
—Eso es el paraíso. Me has salvado la vida. ¿Cómo podré recompensarte?
—Ya se me ocurrirá algo —contestó ella, lanzándole una tímida sonrisa. Se puso de pie—. Ahora deberías descansar un poco.
Isaac se agachó para meterse en el reducido espacio, se dio la vuelta arrodillado y se quedó mirando a Christine mientras esta cerraba la puerta.
—Va a estar muy oscuro ahí dentro —dijo ella—. Te traeré una vela en cuanto pueda.
—Esto está muy bien —respondió Isaac. Alargó una mano para detener la puerta y le rozó los dedos—. Quiero que sepas una cosa: fue el pensar en ti lo que evitó que me volviera loco. Jamás he dejado de amarte. Ni un solo instante.
—Ni yo a ti —le aseguró Christine apretándole la mano—. Ni yo a ti.