Capítulo 16

Dos días después del bombardeo, un carro cargado con hileras de cadáveres envueltos en sábanas pasó por delante de la casa de Christine. Al oír el chirrido de los ejes sin engrasar y el ruido de cascos de caballos en el empedrado, Christine descorrió las cortinas para mirar por las ventanas rotas de la sala. Siguiendo el improvisado coche fúnebre con las cabezas gachas, un grupo de mujeres, niños y ancianos andaba a cámara lenta, con biblias, cruces o ramos de flores silvestres en las manos. Christine se preguntó si aquellos cadáveres los habrían extraído de los escombros o los habrían desenterrado de los sótanos, o si, como había oído decir a una persona, los habrían sacado a rastras de las orillas del río. Hasta entonces el recuento de víctimas del bombardeo alcanzaba las doscientas veintitrés personas.

Aunque para Opa no habría entierro, ni funeral, ni ataúd. Las Juventudes Hitlerianas y unos cuantos ancianos habían buscado sus restos, pero no habían encontrado nada: ni un diente, ni una hebilla de cinturón, ni una esquirla de hueso. El sitio donde antes estaba el establo no era sino cenizas que ardían sin llama, y los utensilios de hierro y los armazones de carro se habían fundido hasta convertirse en retorcidos trozos de metal. La tarde anterior Christine y su familia habían llevado a Oma al cementerio situado a las afueras de la ciudad para poner margaritas amarillas en las tumbas de los padres de Opa, como una forma de honrar la memoria del anciano. Después rezaron en torno a la mesa de comedor, cada uno contó su historia preferida de Opa y, por fin, prometieron ponerle una lápida cuando la guerra se acabara.

Los bombardeos anteriores habían hecho estragos en la periferia del pueblo, pero este último había dejado la mitad de él en ruinas. Con extraña regularidad, en todas las calles parecía haber tres o cuatro casas que quedaban intactas, seguidas por una hilera de viviendas completamente arrasadas. Además de la iglesia y del establo que colindaba con la casa de Christine, el inventario de edificios destruidos en las proximidades de la Schellergasse Strasse incluía dos casas detrás de ellos y otras cuatro en la calle contigua. El techo de la carnicería de Herr Weiler se había desplomado y los ventanales del café habían desaparecido, así como trozos de piedra del tamaño de una olla en la fachada principal.

A los pocos días del bombardeo un grupo de soldados había construido unos barracones junto a la estación del tren: tres edificios largos y bajos, con tejado metálico y paredes sin ventanas. Se rumoreaba que se habían levantado para alojar a los trabajadores que estaban por llegar, prisioneros judíos que se emplearían para reconstruir la arrasada base aérea. El día siguiente a la finalización de los barracones, Christine estaba fuera, en el huerto de su familia, con las mangas arremangadas y el pelo recogido en lo alto de la cabeza, echando en la tierra gallinaza y cenizas de leña con una pala. La mañana estaba más silenciosa que de costumbre, salvo por los ruidos de motor que hacían Heinrich y Karl jugando con sus camiones de madera en el ancho camino que iba entre la casa y el huerto, y el ruido sordo y el golpear de la pala de Christine dando en la dura tierra. Hasta los pájaros parecían haberse ido de la ciudad. Justo cuando en su mente empezaba a tomar forma la extraña idea de que todos los del pueblo o se habían marchado o habían muerto, y que ella y su familia eran las últimas personas vivas que quedaban, Christine oyó a un hombre chillar. Al instante lo escuchó de nuevo, esta vez más cerca, y luego, el seco arrastrar de lo que parecía un millar de pies por el empedrado. Se quedó paralizada, tratando de entender lo que oía. Heinrich y Karl se apresuraron a dar la vuelta a la cerca del huerto para ponerse al filo de la calzada, con los camiones de juguete colgando de las manos sucias. Christine dejó la pala en la tierra y cruzó hasta el borde del huerto.

La numerosa y heterogénea formación de hombres rapados y flacos subía pesadamente la calle: una demacrada muchedumbre de esqueletos reanimados vestida con zapatos desparejados y andrajosos uniformes. Eran centenares, con los ojos ausentes y fijos en el suelo y pómulos muy marcados en los pálidos rostros. La mayoría de los prisioneros tenían estrellas amarillas cosidas a las camisas de rayas grises y blancas, pero algunos llevaban triángulos invertidos, morados o rojos, o una combinación de ambos. Los más afortunados tenían zapatos llenos de agujeros o destrozadas botas sin cordones, mientras que otros iban descalzos, aunque las últimas noches habían sido tan frías que el empedrado parecía de hielo. Los hombres avanzaban arrastrando los pies en línea recta, poniendo un pesado pie delante del otro, al tiempo que los guardias de las SS andaban junto a ellos, chillándoles para que siguieran andando. Christine calculó que habría unos veinte soldados al cargo de cuatrocientos hombres, pero aquellos llevaban metralletas y cachiporras. Cuando se les acercaba un guardia, los trabajadores se apartaban uno o dos pasos, tratando de distanciarse sin romper la formación. Uno de los prisioneros, un hombre bajo de ojos negros que no abultaba más que un niño, tenía una parda rociada de vómito que le manchaba la pechera de la camisa; otro iba dejando un reguero de líquido oscuro que le salía de la pernera de los pantalones. Unos cuantos miraron a Christine, y también a los niños, con una expresión impenetrable en los hundidos y desesperanzados ojos. «¿Es esto lo que les hacen a los judíos?», se preguntó Christine, y notó que se le aflojaban las rodillas.

—¡Heinrich y Karl! —gritó—. Id adentro ahora mismo.

Pero los niños no le hicieron caso, fascinados sin duda por aquel horrendo espectáculo. Christine se volvió y salió a toda prisa del huerto, decidida a impedir que siguieran viendo aquel horror, y justo cuando llegaba adonde estaban, el prisionero que dejaba el reguero oscuro por la pernera del pantalón cayó de cara al suelo. Un guardia le incrustó la culata del fusil en el costado, gritándole que se levantara. Sin proferir palabra, el prisionero se encogió en posición fetal mientras el soldado lo golpeaba una y otra vez, aporreándole el hombro, el muslo y las costillas. Por fin el hombre, medio rodando, medio arrastrándose, logró arrodillarse y se levantó sobre los temblorosos brazos, luchando por ponerse en pie. Christine agarró a los niños por los hombros, les dio la vuelta y los metió en la casa. Mutti estaba junto a la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó, dirigiendo miradas furtivas en torno a Christine mientras esta llevaba a los niños adentro.

—Son los prisioneros judíos —contestó Christine; le costaba respirar—. Los trabajadores que están usando para reconstruir la base aérea.

—¿Por qué le pegaba ese soldado a uno?

—Porque se cayó —respondió Christine.

—¿Lo golpeaba porque se había caído?

Ja, se había caído, y si no llega a levantarse yo no sé qué habría pasado.

—Pero los necesitan para trabajar, ¿no?

—No lo sé —dijo Christine, llorando ya.

Mutti le puso la mano en el hombro con los ojos empañados, y Christine supo que su madre había adivinado lo que estaba pensando. Dondequiera que aquellos hombres hambrientos, de aspecto más muerto que vivo, estuviesen antes de llegar al pueblo, era probable que también se encontrara Isaac.

Desde entonces a los esqueléticos prisioneros los llevaban por allí dos veces al día, a las siete de la mañana y a las siete de la tarde, porque, eso sí, los nazis eran organizados y puntuales. La primera semana pillaron a Christine desprevenida tres veces: dos cuando volvía de las colas del racionamiento y otra cuando estaba trabajando en el huerto. A la cuarta vez, se aseguró de estar dentro durante aquellas horas, cosiendo, limpiando o jugando con sus hermanos pequeños; cualquier cosa con tal de no pensar en lo que había al otro lado de la puerta de su casa. Aquel espectáculo le resultaba insoportable; las zonas vacías de su dolorido corazón ya rebosaban de impresiones penosas y horribles. Su sueño ya estaba colmado de pesadillas donde aparecían los angustiados rostros de los prisioneros.

No concebía que aquellos hombres de aspecto debilitado fueran capaces de trabajar jornadas de doce horas y, menos aún, de marchar dos veces al día desde la base aérea y vuelta. Si uno de ellos vacilaba, los guardias volvían a meterlo en la fila a empujones y lo golpeaban con una porra o con la culata de un fusil. Christine no comprendía qué motivos había tras aquella conducta. Se trataba de hombres corrientes: maridos, padres, hermanos e hijos, igual que antes eran su padre y Opa, e igual que sus hermanitos, que algún día serían hombres también, si es que las bombas aliadas, un Tiefflieger, el hambre o la enfermedad no los mataban primero. Al pensar en su padre se preguntaba: si era prisionero de guerra en Rusia, ¿estarían tratándolo igual?, y le pedía a Dios que no fuera así. ¿Estaba convertido en un mero esqueleto, esperando, como parecían hacer aquellos prisioneros, a que alguien o algo terminara con sus sufrimientos? ¿Cuánto tiempo podía aguantar una persona en esas condiciones?

En contra de lo que había dicho sobre sentirse impotente bajo el Gobierno nazi, cuando se vio ante los hambrientos prisioneros en su propia calle, Mutti estuvo de acuerdo en que tenían que hacer algo, cualquier cosa, para ayudarlos. Al fin y al cabo, antes de que el racionamiento entrara en vigor, Mutti siempre era la primera en repartir comida a todos los vecinos del pueblo que lo necesitaban: Pflaumenkuchen para el padre enfermo de Herr Weiler, Apfeltorte para Frau Müller cuando su marido pasó a mejor vida, o sopa de rabo de buey para Herr Blum, que «no acababa de estar del todo bien». Allá en los días en que podían permitirse mandar matar un cerdo para cocerlo en la marmita portátil de leña en el jardín trasero y hacer Leberwurst y embutidos, Mutti siempre mandaba a Christine y Maria a que les llevaran pequeños botes de Metzelsüppe, sopa de salchichas, a los vecinos mayores. Christine había crecido oyendo decir a su madre que «se daba por sentado» que uno ayudaba a los necesitados.

—Creo que podemos prescindir de unas cuantas rebanadas de pan cada semana —dijo Mutti—. Y unos huevos duros, quizá hasta algunas manzanas o patatas.

Estaban en el sótano, ensartando manzanas hechas rodajas en bramante marrón para colgarlas de los cabios a secar como guirnaldas de Navidad.

—Llevan a los prisioneros por el muro del cementerio de la iglesia —respondió Christine—, y allí los guardias se quedan al otro lado del grupo. Si envolvemos el pan y las manzanas en periódicos viejos, escribimos en ellos «comida» y los dejamos en los escalones, será fácil que los hombres que van por el lado de la iglesia los cojan sin que los vean.

—Pero a la primera señal de problemas —le advirtió Mutti, mirándola con gesto severo—, o si llega un momento en que no podamos pasar sin esa comida, pondré fin a esto.

Christine se subió a un taburete para colgar el bramante con las manzanas.

—La sacaré de noche, una o dos horas antes de que salga el sol, para que no me vea nadie.

Mutti se quedó inmóvil, con el ceño fruncido como si recapacitara y la mano en el aire levantando el otro extremo del cordel marrón.

—¿Qué pasaría si nos pillaran?

—Nos detendrían. —Christine cogió el bramante de manos de su madre, lo ató a un clavo y se bajó del taburete—. Por eso voy a hacerlo yo, no tú.

—No sé —repuso su madre—. Tal vez no valga la pena arriesgarse…

Christine le puso una mano en el brazo.

—¿Cómo viviremos tranquilas si no hacemos nada?

A Mutti se le llenaron los ojos de lágrimas, y apoyó una mano sobre la de Christine

—Tienes razón. Y a lo mejor, con un poco de suerte, alguien también muestre la misma consideración con tu padre.

La mañana siguiente, después de que Christine saliera sigilosamente al amparo de la oscuridad para dejar pan envuelto en papel de periódico en los escalones que conducían al cementerio de la iglesia, ella y Mutti cerraron los postigos para mirar sin que las vieran los guardias. Cuando llegó el momento, escudriñaron entre las pintadas lamas de madera, en silencio y sin respirar apenas, esperando a que los trabajadores se presentaran en la calle. Por fin apareció la primera hilera de pálidos rostros, y Mutti se tapó la boca con una mano.

Fuera, uno de los prisioneros judíos echó un vistazo por encima del hombro, comprobó la posición de los guardias y recogió el paquete. Al instante Christine oyó que su madre tomaba aire con una brusca inspiración. El corazón le latía fuerte en el pecho. El prisionero actuó rápido: desenvolvió el pan y se remetió el periódico en los pantalones. Luego dio unos cuantos grandes bocados, masticando deprisa, y le pasó la rebanada de pan de centeno al siguiente de la fila. Christine agarró la mano de su madre cuando un guardia fue subiendo por las filas del lado contrario, con el fusil al hombro, y se acercó cada vez más a la hilera de los que tenían el pan. Pero en un segundo este desapareció; cuatro hombres se lo habían repartido antes de que los guardias vieran nada. Christine y su madre se miraron con una tímida sonrisa.

Pasados unos días, Christine oyó rumores de que otras mujeres del pueblo ponían comida por distintos tramos de la ruta de los prisioneros, y rezó para que fuera verdad. Al cabo de un tiempo ella y Mutti decidieron creerlo, pues aunque los guardias vieran a los prisioneros coger la comida de los escalones de la iglesia y comérsela, no hacían nada por impedírselo. En ningún momento se anunció que hubiera que interrumpir aquella práctica, ni se puso ningún cartel advirtiendo de los castigos a que se exponían los habitantes de la ciudad por dar de comer a los judíos. Christine no estaba segura de si aún quedaba un poco de humanidad en los corazones de los guardias o si, más bien, sabían que no podían evitarlo. Después de todo, no iban a detener al pueblo entero.

Cuando el tiempo enfrió y el cielo se volvió de un gris invernal, Christine y Maria, con ayuda de Mutti y de los niños, quitaron las puertas de los armarios de la cocina y las clavaron sobre las ventanas rotas de la fachada de la casa, confiando en que, entre los postigos y una gruesa capa de mantas, bastara para protegerlos del hielo y la nieve.

Antes de la guerra, la primera nevada del invierno llenaba a Christine de un tranquilo consuelo al ver los delicados ventisqueros que cubrían todos los tejados y las ramas de los árboles del pueblo. Era un tiempo para la reflexión, una lenta y silenciosa limpieza antes del embarrado renacimiento de la primavera. Pero ahora, este año en particular, la nieve parecía fría y seca, y reflejaba el modo en que ella se sentía por dentro. Ahora aquella glacial mortaja lo volvía todo monótono y sin vida, como un aguafuerte gris oscuro que representara un pueblo donde todo el mundo hubiera desaparecido o hubiera muerto.

Sin saber nada de Vater, el aguante de Mutti empezó a resentirse, y de nuevo dejó de comer. Christine la observaba en cada comida y se encargaba de que se terminara el plato, como una madre preocupada pendiente de un hijo enfermo. Y la pobre Oma, de duelo por la muerte del marido con quien había vivido cincuenta y siete años, intentaba esconder su dolor, aunque no resultaba difícil percibir su continuo pesar. Maria, siempre fuerte como su madre, parecía soportarlo todo mejor que Christine, pero la tensión de su rostro era patente, sobre todo cuando pensaba que nadie la veía. Daba la impresión de que Karl y Heinrich aceptaban las cosas como nadie, posiblemente porque eran muy pequeños cuando todo había comenzado.

A medida que transcurría el invierno, los chillidos y los gritos de los hombres que vigilaban a los prisioneros judíos aumentaron, junto con las balas perdidas que resonaban por las estrechas calles. Cuando Christine y su familia oían los tiros dejaban lo que estuvieran haciendo y se miraban. Después de trabajar todo el día en la base aérea, a los prisioneros los obligaban a quitar la nieve a paletadas tras cada tormenta, y parecía como si los guardias se volvieran más irritables según el tiempo que hiciera. Cuanto más frío, más probable era que Christine viese manchas de sangre coagulada; los blancos montículos que jalonaban las calles se teñían de granate oscuro con la sangre de un hombre ejecutado por un delito tan leve como hablar, dar un traspié o caerse. Era una locura.

Antes de finales del invierno las reservas de alimentos de la familia comenzaron a escasear, y Mutti tomó la decisión de dejar de dar comida a los prisioneros. En el sótano tan sólo les quedaban más o menos un kilo de patatas, unas raquíticas zanahorias, una bolsa de manzanas pasas y dos tarros de mermelada de ciruela. No había ningún huevo en el tarro del agua salada, y faltaban dos meses para que las gallinas empezaran a poner de nuevo. Ya no tenían harina ni azúcar, y la panadería había cerrado; claro que, sin nada que vender, habían cerrado casi todas las tiendas. Las semillas del huerto se habían vuelto muy valiosas, porque hacía dos años que no las vendía nadie. Las únicas disponibles eran las que habían guardado del verano anterior. El carbón y la leña se habían declarado recursos nacionales, y eso hacía que el combustible para calentar y cocinar escaseara todavía más. A finales de marzo, el Gobierno recortó las raciones a la mitad. Ahora, al parecer, todo el mundo pensaba sólo en la comida, y dedicaban todo el tiempo y la energía a conseguirla.

Más que nunca Christine tenía presente a los habitantes de las ciudades. ¿Cómo sobrevivían aquellas personas sin las verduras en conserva o secas de los huertos, sin los huevos en salmuera o sin una vieja gallina de las pocas que se criaban en el jardín? Incluso aquí, donde la mayor parte de la gente vivía de la tierra, corrían rumores de que algunos vecinos del pueblo buscaban comida en los bosques, desenterrando raíces y bayas y peleándose por las setas y las nueces. El bosque lo habían dejado prácticamente sin un árbol, y los ciervos y los conejos hacía mucho que habían desaparecido. Se hablaba de que gente comía roedores. Y aunque el comercio en el mercado negro se castigaba con pena de muerte, a medida que el largo invierno se convertía en una lluviosa primavera, Christine supo de mujeres que cambiaban sus vestidos de boda por azúcar, y sus mantas y almohadas por leche y huevos; y también supo de otras que, por pura desesperación, vendían sus cuerpos a los oficiales a cambio de cigarrillos o café que, a su vez, cambiaban por un pan o un bote de leche con que mantener vivos a sus hijos.

Mientras la familia de Christine contaba los días que faltaban para el momento de plantar, el mes de abril transcurrió en medio de lo que parecía un continuo aguacero. El hollín y el agua llena de ceniza corrían por las aceras y calles, y el huerto estaba hecho un barrizal. Por otro lado, las gallinas, que sobrevivían comiendo lombrices, insectos, hierbajos y grama, empezaron a poner, y la familia se alegró muchísimo de tener huevos para desayunar. Cuando llegaron a la docena y media diaria, suficiente para que todos tomaran al menos dos por cabeza, Christine volvió a dejar huevos duros para los prisioneros en los escalones de la iglesia.

Un mes después al fin salía el sol todos los días, con lo que calentó y secó la tierra del huerto. El perfume a lilas flotaba en el aire, alternando con el olor a moho de las húmedas ruinas. Hacía un tiempo perfecto para los cultivos pero, aparte de los campos más próximos al pueblo, centenares de acres de la fértil tierra del valle permanecían sin arar. Los granjeros mayores y las esposas de los soldados, que disponían de prisioneros de guerra como mano de obra esclava, eran reacios a que se adentraran demasiado en el campo y no estaban dispuestos a perder el único peón que tenían a manos del Tiefflieger. En lugar de eso, los mantenían cerca del pueblo, dedicándose a la labranza y ocupándose de los animales para su propio uso. Antes de que acabase agosto, algunos prisioneros de guerra habían huido tras enterarse de que los rusos habían vuelto a tomar parte de sus países.

Sin decírselo a su madre, Christine decidió hacerle una visita a Frau Klause por si conseguía otro gallo, con la esperanza de reponer las pocas gallinas que iban quedándole a su familia. Si salía temprano no tendría que preocuparse por los ataques aéreos, al menos durante unas cuantas horas. Además de proporcionarle a su familia la ilusión de tener pronto pollitos, algo que significaba mucha carne de las gallinas más viejas el invierno siguiente, llevar a casa un gallo seguro que los alegraría a todos. Se animó imaginándose a su madre con una sonrisa al verla entrar por la puerta con la gran ave emplumada en brazos, y, por primera vez en mucho tiempo, sintió una pizca de resolución mientras se dirigía a la parte más baja de la calle.

Pero el estómago le dio un vuelco cuando vio los grupos de prisioneros que subían la cuesta. Creía haber esperado bastante para que pasaran, pero iban derechos hacia ella. Se regañó a sí misma por no haberse levantado más temprano, aunque le costaba creer que los nazis fueran con retraso, y se preguntó si no les habría causado problemas uno de los hombres. Sabía que interrumpían todo el cortejo el tiempo que hiciera falta para castigar sin prisas al transgresor con un tiro en la nuca o una paliza con la culata de un fusil, y aquella idea la puso enferma.

Detrás del primer grupo de prisioneros, un granjero mayor atravesaba el cruce con un carro de remolachas azucareras tirado por una yunta de bueyes. Detuvo a los animales en la esquina de enfrente, se bajó del carro y entró en un establo donde se guardaba leña, ajeno al hecho de que estaba bloqueando la calle y desconectando el segundo grupo de prisioneros que se aproximaba. Dos guardias se pararon, dieron la vuelta y bajaron la cuesta para decirle que se apartara. Christine pensó en volver corriendo a su casa, pero era demasiado tarde. El primer grupo de prisioneros se le echaba encima, y un guardia de las SS se acercaba por su camino, directamente hacia ella, de modo que Christine se metió en el portal de un edificio que tenía a la izquierda y se apoyó en la puerta, tratando de desaparecer dentro del marco. No quería estar tan cerca, no quería ver a aquellos hombres, no quería mirarlos a los atormentados ojos. Y, sobre todo, no quería que creyeran que, sólo por ser ciudadana de aquella nación gobernada por locos, también odiaba a los judíos.

El guardia hizo caso omiso de ella y pasó por su lado, con las manos en el fusil y un gesto adusto en el rostro. Y antes de poder apartar la mirada, apenas a medio metro de distancia, de pronto Christine tenía la vista clavada en pómulos salientes y dientes cariados, en esqueléticas piernas y carne plagada de llagas. El olor a excrementos y orina la abrumó. Se tapó la boca con una mano y bajó la mirada. Quería salir de allí, quería volver corriendo a su casa, pero no podía: estaba atrapada.

En ese momento el guardia que había pasado por delante de ella volvió corriendo y chillando: «¡Alto!».

Los prisioneros obedecieron y se detuvieron delante de Christine, algunos con la cabeza inclinada, otros volviéndose para ver qué pasaba. Christine se asomó a la esquina del marco de la puerta, intentando ver si este era el momento de escapar. Un puñado de aquellos hombres muertos de hambre había echado a correr hacia las remolachas azucareras, y ahora sacaban a tirones las plantas del carro y mordían las raíces crudas como si fueran animales salvajes. Los guardias trataban de detenerlos, empujándolos y golpeándolos con las culatas de sus fusiles. Tres prisioneros cayeron en la fría calle en torno al carro y se quedaron tendidos, inmóviles, con las cabezas sangrando y los huesudos brazos torcidos en extrañas posturas. Los que iban descalzos les quitaron los zapatos a los muertos y se los pusieron, tomando la desgracia de sus camaradas como una oportunidad para aumentar sus propias probabilidades de supervivencia.

Una docena de prisioneros se arriesgó y echó a correr. Uno de los guardias se puso el fusil al hombro y disparó a dos de los que se fugaban. Falló el primer intento pero el segundo dio en el blanco. Cuatro guardias con armas semiautomáticas empezaron a disparar, tirando al azar a los prisioneros que huían a escape. De cada dos fugitivos, uno cayó, con el pecho echado hacia delante y la cabeza tirada hacia atrás, de cara al suelo. El resto se metió por las callejas o saltó las cercas. Tres guardias los persiguieron.

Christine se tapó los oídos con las manos y se puso en cuclillas en el portal, intentando hacerse lo más pequeña posible. La adrenalina se le había acumulado en el cuerpo y ahora se agitaba por sus temblorosos brazos y piernas. De repente los disparos cesaron. Christine alzó la mirada, se dio cuenta de que los guardias estaban lejos y se puso de pie, dispuesta a irse como un rayo. Pero justo cuando estaba a punto de echar a correr vio una figura familiar entre los prisioneros, a unas quince filas de distancia. Se quedó paralizada. El hombre seguía en formación con los demás, mirando hacia delante y con la vista clavada en el suelo, manteniendo la postura en la que era menos probable que lo mataran. Durante un segundo Christine creyó que iba perder el conocimiento; entonces inspiró hondo y se convenció de que sus ojos la engañaban. Se sacudió aquella sensación y se preparó para correr, pero miró al pálido y demacrado prisionero una vez más, sólo para asegurarse. Tenía el pelo rapado casi hasta el cuero cabelludo, como una especie de oscuro gorro de aspecto mugriento, y el rostro delgado y sucio. Pero Christine creyó que se le paraba el corazón. Ella conocía aquella mandíbula, aquellos ojos castaños.

Era Isaac.

Christine se agarró al borde del portal y echó una mirada alrededor, procurando contenerse para no ir corriendo hacia él. Los guardias estaban ocupados, peleando con los prisioneros alborotadores y persiguiendo a los que intentaban huir. Todos estaban cerca de la parte inferior de la cuesta, y ella se encontraba casi en lo alto, próxima a su casa. En una fracción de segundo tomó una decisión, sabiendo que debía arriesgarse.

—¡Isaac! —chilló.

El prisionero levantó inmediatamente la cara y miró hacia ella con la frente fruncida. Al ver quién lo había llamado abrió mucho los ojos.

—Vete —dijo, moviendo mudamente los labios. Luego agachó la cabeza para no mirarla.

—¡Isaac! —le suplicó Christine—. ¡Ven conmigo!

Él siguió en formación, sin hacerle caso.

—¡Deprisa, que no miran!

Por fin Isaac levantó la cabeza y clavó la mirada en ella, con los labios apretados como si intentara no gritar. Christine sintió que se le partía el corazón, pero le hizo señas de que se acercara. Él echó una ojeada a su alrededor, como si se fijara en el tumulto por primera vez. Por el cambio de su expresión, Christine supo que se había dado cuenta de que ella estaba en lo cierto: nadie los miraba. Entonces Isaac dio un paso adelante, se metió en la fila anterior y se quedó allí unos momentos, como si aquel fuera su sitio. A Christine se le aceleró el corazón, y luego pensó que se desmayaría al verlo avanzar fila a fila, cada vez más cerca, mientras los dos miraban de soslayo hacia atrás para asegurarse de que los guardias no los vieran.

Por fin Isaac llegó a donde estaba Christine, y juntos echaron a correr por la fachada de la casa y se metieron en el callejón de al lado. Corrieron tras la hilera de casas, saltando cercas y pisoteando huertos, cruzando entre traspiés jardines y corrales de gallinas. Isaac se cayó dos veces, agotado, y ella lo ayudó a levantarse. El uniforme gris y blanco se le enganchó en una estacada, que le produjo un corte en la pierna, pero no se detuvieron. Corrieron hasta llegar al jardín de Christine y, una vez allí, de un empujón ella lo metió en el gallinero de cabeza.

—No hagas el menor ruido —le ordenó, cerrando la puerta—. Enseguida vuelvo.

A toda prisa, Christine cruzó la puerta trasera de la casa y salió por la puerta principal hacia la calle, mientras las rodillas le entrechocaban como dos mazas. Tras revisarse el vestido y los zapatos, e intentando parecer una muchacha que daba un relajado paseo, empezó a bajar la cuesta. Hizo como que no veía a los prisioneros aún en formación, confiando en que no la reconocieran como la chica que acababa de ayudar a uno de ellos a escaparse. En ese instante sonaron disparos en el tranquilo aire matinal. Christine se detuvo, con una sacudida de sobresalto a cada estampido. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis tiros resonaron por las calles. Después oyó a los guardias chillar.

—¡Vuelve a la fila o serás el siguiente!

—¡Cerdo judío!

En el cruce los guardias volvían a meter a empujones en la formación al resto de los prisioneros. Seis hombres yacían muertos en sendos charcos de sangre cada vez más grandes junto al carro de remolachas azucareras. Tendidos boca abajo en la calle, había otra docena más o menos, a diversas distancias.

—Mandaremos un camión a buscar a estos —dijo uno de los soldados, al tiempo que le daba una patada a un prisionero muerto.

Christine volvió a su casa, intentando no correr. Una vez dentro, fue lo más rápido que pudo por el pasillo de la planta baja y salió al jardín. Cuando abrió la puerta del gallinero, Isaac dio un respingo: su rostro era un pálido óvalo, todo ojos enrojecidos y muy abiertos.

—¿Adónde has ido? —preguntó.

Al hablar se le cayó una cáscara de huevo al suelo; en los labios tenía una delatora y fina película de yema amarilla.

Las gallinas se acercaron presurosas a picar el cascarón vacío.

—He vuelto para ver si habían notado que no estabas —respondió Christine, intentando recuperar el aliento—. Me parece que no. Han matado a tiros a los hombres que trataban de coger las remolachas. —Temblando y con las rodillas flojas, se apoyó en la pared del gallinero—. Y a los que corrían. No te han visto escaparte. Nos habrían disparado.

Alargó la mano bajo las plumas de una gallina posada, sacó un tibio huevo y se lo pasó a Isaac. Este le dio un mordisco en la cáscara y, con avidez, se lo bebió crudo.

En el estrecho ámbito del gallinero Christine olía el manto de miedo y el tufo a proximidad de la muerte que parecía emanar de los poros de Isaac. Pero no le importaba. Estaba tan contenta de verlo que aunque hubiera estado cubierto de estiércol de cerdo le habría dado igual. Fue a abrazarlo, pero él retrocedió.

—No —dijo—. Estoy sucísimo. Y es probable que tenga piojos.

—Creí que no volvería a verte.

—Yo creí que tampoco volvería a verte —contestó Isaac, mirándola fijamente. Tenía la cara seria, casi desencajada, como si experimentara dolores—. Me trasladaron aquí ayer. No tenía ni idea de adónde me enviaban. Y esta mañana no tenía ni idea de que nos traerían por delante de tu casa.

Christine sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¡Estaba tan preocupada! No sabía qué pensar. ¿Dónde está tu familia?

—A mi padre lo mataron hace tres meses —contestó él con voz apagada—. No sé dónde están mi madre y mi hermana. Nos separaron el día que llegamos a Dachau.

Christine sintió que un seboso miedo se le retorcía en el estómago.

—¿Qué ocurrió?

La pena cubrió el rostro de Isaac.

—Durante un tiempo trabajó duro, pero nos hacían trabajar más de doce horas al día. —Se sentó de golpe en el suelo, como si tuviera que hacerlo para no caerse—. Aquello eran trabajos forzados. Mi padre era un hombre inteligente, pero nunca tuvo buena salud, y al final se puso enfermo. Ni siquiera una persona sana es capaz de cavar, empujar carretillas, manejar una piqueta y levantar pesadas piedras durante mucho tiempo con poco alimento. Un día se desplomó. Intenté ayudarlo, pero fue inútil, se había quedado sin fuerzas. Cuando lo vieron caer, uno de los guardias se limitó a acercarse y le dio un tiro en la nuca. Por mucho que viva, jamás olvidaré la cara de aquel asesino.

Ach Gott —dijo ella, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas—. Lo siento mucho.

—Yo no hice nada. Sentí deseos de echar mano a la pistola del guardia y matarlo, pero aunque se la hubiera arrebatado por la fuerza, los demás guardias no habrían tardado en librarse de mí también. Me quedé allí de pie, con las manos y la cara cubiertas de sangre de mi padre, y no hice nada. Sólo me repetía: tengo que sobrevivir, mi madre y mi hermana me necesitan.

Christine se apretó los brazos sobre el estómago para contenerse. Necesitaba abrazarlo, consolarlo, quitarle aquel dolor.

—Me alegro de que lo hicieras.

—Esto aún no se ha acabado.

—Te esconderé en el desván —le dijo ella—. Pero tendremos que esperar hasta esta noche, cuando todos duerman.

—No sé. Es demasiado peligroso.

—¿Tienes una idea mejor?

Isaac frunció el ceño y meneó la cabeza.

—Si nos pillan, nos mandarán a los dos a Dachau, o nos pegarán un tiro sin más.

—No van a encontrarte. Algunos de los otros prisioneros se han escapado. Creerán que eres uno de ellos. —Christine fue a la puerta, la abrió y salió rápidamente. Antes de cerrarla, volvió a asomarse—. Tú quédate aquí. Te traeré algo de comer en cuanto pueda.

Echó el pestillo y entró deprisa en dirección a la cocina. Su madre estaba allí haciendo la colada. El vapor y el olor a lejía que salían de las tinas metálicas llenas de agua caliente invadían la habitación.

—¿Dónde estabas? —preguntó Mutti; con las enrojecidas manos restregaba un camisón de dormir contra la plateada tabla de lavar—. Me habría venido bien tu ayuda para quitar la ropa de las camas.

—Perdona —respondió Christine, tratando de evitar que le temblara la voz—. Se me olvidó que hoy era día de lavado. —Estuvo a punto de decir: «He ido a buscarte un gallo», pero se contuvo al pensar en lo que había llevado en su lugar—. Hacía una mañana tan buena que he dado una vuelta a la manzana.

Mutti dejó de trabajar y le dirigió una mirada penetrante. Christine sabía lo que su madre opinaba de que se fuera a pasear sin rumbo y sin decírselo a nadie.

—Después de desayunar voy a necesitar que me ayudes —continuó Mutti.

Se inclinó sobre la tina y siguió frotando.

—Claro que sí —contestó Christine.

Puso la mesa del desayuno todo lo despacio que pudo sin levantar sospechas, esperando a que Mutti saliera al balcón lateral a tender una colada de sábanas recién lavadas. Con cuidado de no coger demasiado por si su madre notaba la falta, actuó rápidamente: echó mano de una rebanada de pan de la mesa y un huevo duro de la olla que estaba en la hornilla, y luego llenó una pequeña botella con leche diluida de cabra. Tras envolver el huevo y el pan en una hoja de periódico, salió por la puerta de la cocina.

En el gallinero, Isaac se bebió a grandes tragos la leche; unos finos regueros blancos le rebosaron por las comisuras de la boca y le bajaron por la mugrienta barbilla. Luego le dio un bocado al pan y otro al huevo, y se detuvo, con una mejilla llena de comida, al darse cuenta de que Christine lo miraba con lágrimas en los ojos.

—Parece como si estuviéramos atrapados en una pesadilla —dijo ella—. No comprendo cómo puede estar sucediendo nada de esto.

—Es que es una pesadilla —repuso Isaac—. Y el amanecer tardará mucho en venir.